Eugenio d'Ors
¿Que es la Ciencia de la Cultura?
I
Intelectualización del conocimiento de la cultura
Por filosófico ministerio de Sócrates y luego, tras de él, de la escuela estoica, aconteció, hacia el siglo V antes de nuestra era, una revolución en el organismo de los conocimientos humanos. El Bien, antes cordialmente sentido como impulso, cuando no obedecido prácticamente como precepto, empezó a verse concebido como noción. Quiere decir, que se constituyó la Moral como ciencia; en el sentido en que, al llegar a la zona de la indeterminación y de la libertad, puede todavía hablarse de la ciencia: el propio de las que hoy conocemos con el nombre de “ciencias morales”. Por un azar –o providencia singularísima–, la hora de Sócrates coincide, en cronología aproximada y a través de espacios y de pueblos recíprocamente ignotos, con la de otros dos grandes iniciadores en Ética, el Buda y Confucio: dijérase que, las entrañas del mundo sentían entonces una oscura sed de perfeccionar entre los hombres el conocimiento del Bien, intelectualizando este conocimiento, sistematizándolo y abriendo, en su campo, el surco de las especulaciones teóricas.
Pues bien, el fenómeno histórico que la reflexión moral conoció en tiempos –y que los manuales designan con el nombre de substitución del periodo naturalista de la filosofía griega por el período antropológico– se repite hoy en lo relativo al conocimiento de la Cultura. También aquí, lo hasta ahora sentido como un valor, o bien extrínsecamente impuesto como un deber –recuérdese el lema famoso “la lucha por la cultura es una lucha de imposición”–, empieza a racionalizarse, a entrar en la región de los conceptos definibles y definidos, a permitir un juego de especulaciones teóricas sobre los mismos, a sistematizarlas, a estructurar su conjunto en forma de verdadera ciencia. Lo que pronto hará tres cuartos de siglo, cuando Riehl así lo escribía, era aún la “Zukunftswissenschaft”, la “ciencia del porvenir”, se ha convertido en una realidad presente y activa. Los medios universitarios han legalizado esta revolución, en Alemania primero; finalmente, también entre nosotros. En la misma Francia, por tanto tiempo resistente, inclusive a la simple adopción de la palabra “cultura” –y que improvisó cuando la otra guerra, cierto número de fantasías teóricas contra la misma–, la intelectualización de la cultura acaba por triunfar, inspirando ciertas medidas gubernamentales recientes. Allí no ha faltado quien arguya que va en ello una simple sustitución de nombres… A mí mismo, y en ocasión de un breve curso dado en la Universidad de Burdeos, uno de los profesores de su Facultad de Letras, positivista recalcitrante él, hubo de preguntarme capciosamente: –“¿Y qué diferencia ve usted entre esta nueva Ciencia de la Cultura y la antigua Filosofía de la Historia?” –“La misma –le contesté– que separó la Química de la Alquimia”.
II
Su sistematización
La Química no hubiera superado a la Alquimia si el carácter de sus estudios se limitara exclusivamente a lo experimental. De lo particular no se da ciencia: esto lo sabemos desde Platón. El cual reservaba obstinadamente el nombre de ésta al conocimiento de lo general y eterno; acordando sólo el nombre de “opinión”, a los saberes sobre lo particular y transitorio. Siendo, pues, votada estrechamente a lo transitorio y particular, a lo que ha existido en el tiempo y una sola vez y únicamente atenta a los “acontecimientos” la Historia, entendida al uso corriente, el tratamiento de la misma condenado a lo empírico, no podían adquirir carácter científico aún.
La historia de las ciencias nos recuerda un episodio admirable, acaecido cuando el Renacimiento y que modificó radicalmente el contenido de las investigaciones sobre la Anatomía humana. Ello vino como consecuencia de una inspección más directa y entrañable del cuerpo del hombre, gracias a la libertad, recientemente adquirida, de abrir los cadáveres en autopsia; libertad antes coartada por temores o prohibiciones. Los antiguos, limitados como habían estado por esto a una observación exterior y de superficie, dividían el cuerpo humano para su estudio en zonas sucesivas o regiones: la cabeza, el tronco, las extremidades; en éstas, brazo, antebrazo, mano; muslo, pierna, pié… La serie anatómica se presentaba, por lo tanto, entonces en un orden extrínseco, topográfico, lineal. Pero el Renacimiento, que ya empezaba a conocer por dentro el cuerpo del hombre, substituyó a este orden extrínseco, uno intrínseco, estableciendo, en vez de la clasificación por regiones, una clasificación por sistemas. ¿Y, qué es un sistema anatómico, especificador de lo que se llaman también “aparatos”? Un sistema es un organismo lógico, donde se unen, bajo una denominación común, elementos separados en el espacio; y, al contrario, se distinguen, como pertenecientes a entidades distintas, elementos en el espacio próximos, inclusive directamente contiguos. Un anatomista llamará, por ejemplo, sistema nervioso a aquél donde se reúnen el cerebro y las terminaciones nerviosas de las puntas de los dedos; sistema óseo, a aquél donde se manifiesta la unidad del cráneo con las falanges digitales. En cambio, según su explicación, cráneo y cerebro se considerarán separados; se llegará incluso a separar, en las yemas de los dedos, las terminaciones nerviosas especificadas en la sensación de dolor de las especificadas en la sensación de temperatura… Tal substitución tuvo inmediatamente la virtud, no sólo de transformar el contenido de la Anatomía, sino de permitirle adquirir un carácter científico bien superior al empírico, que tenía antes. Desde el momento en que se habían establecido, sobre la morfología de lo nervioso, esquemas y aún leyes generales, ya el saber concerniente a este capítulo había trascendido la esfera de lo que el vocabulario platónico llama “opinión”.
Pues bien, con sólo aplicar a las relaciones de tiempo lo que, en el recuerdo anterior, vemos aplicado a las del espacio, se entrevé la posibilidad de dar también carácter científico, si no a toda la Historia, a una parte de la Historia. Lo que para la Anatomía fue la topografía, es la cronología para la Historia; el conocimiento de lo pasado por “edades” vale lo que el conocimiento del cuerpo humano por “regiones”. Como el anatomista antiguo o el hombre vulgar decían y dicen “cabeza, extremidades, brazo, antebrazo”, el historiador al uso corriente cuenta por “prehistoria, Edad Media, siglo XVI, era victoriana”. Pero hay otra manera de decir, otra manera de contar. Puede también darse cuenta del pasado y más íntimamente aún, verle tas entrañas a lo histórico, si, empleando esquemas sistemáticos, se dice, valga el ejemplo, “Babel”, para indicar la permanencia de las tendencias humanas hacia la dispersión; “Roma”, para designar la constancia de la fuerza que impele a la unidad; o bien, como Goethe, el “Ewigweibliiche”, el Eterno Femenino; o bien, “la Revolución”, para designar, no un levantamiento nacional y episódico cualquiera, sino el conjunto de elementos que actúan perpetuamente en contra de la Tradición. A la luz de esta clasificación por sistemas, se ve claramente que, aquí como en la Anatomía, ciertos elementos distantes –ahora, no ya en el espacio, sino en el tiempo–, se reúnen en una síntesis; en tanto que el análisis debe separar elementos próximos y hasta contiguos. César, Carlomagno, Napoleón: otras tantas manifestaciones de un sistema único, el sistema imperial o “Imperio”, a desgrado de que los presente separados la sucesión de las Edades Antigua, Media y Moderna. En cambio, nada más próximo en el tiempo que un Voltaire y un Rousseau. El primero, sin embargo, pertenece al sistema racionalista del siglo XVII; el segundo, al sistema romántico, como el siglo XIX. La explicación de Voltaire, desde el punto de vista sistemático, cabe darla a la vez que la explicación de Pitágoras; la de Rousseau, ya la hemos reunido nosotros mismos con la de Pelagio alguna vez, al hablar del que –aunque tiemblen todas las cronologías– puede ser llamado su gran enemigo común, es decir, San Agustín.
La reducción de elementos de la Historia a sistemas es lo que permite que con ciertos materiales de ella, pueda constituirse científicamente la teoría de la Cultura.
III
Su constitución en ciencia
¿Y, cuáles son los materiales de la Historia donde podrá aplicarse tal tratamiento? No, naturalmente los acontecimientos, en su pluralidad, en su detalle infungible. Los hechos históricos ocurren una sola vez; no se repiten en manera alguna como tales hechos y, si es posible –supongamos que lo sea– sacar de los mismos alguna lección –la titulada Historia pragmática lo ha pretendido siempre, fracasando en el empeño casi siempre–, es a título de experiencia, sin lograr formular nunca una verdadera ley. No porque, según pretende el determinismo, negador de la libertad humana, la limitación de nuestras facultades impida que los factores de los hechos históricos nos sean conocidos del todo: sino porque, objetivamente, en cada uno de estos mismos hechos hay múltiples razones de singularidad, que impiden formar con ellos las series aptas para servir de base al conocimiento científico. El principio de que “en igualdad de circunstancias, las mismas causas producen los mismos efectos”, válido hasta cierto punto cuando se trata de fenómenos físicos, en cuyo producirse el cuadro de circunstancias puede esquematizarse, reducirse a un número finito de notas decisivas –fuerza, resistencia, temperatura, dimensión, &c.–, no se cumple nunca en el terreno propiamente humano y menos en el humano colectivo; porque entonces el mundo de circunstancias es inevitablemente infinito y las más importantes escapan necesariamente a nuestra percepción. Todos los materialismos históricos habidos y por haber no han sabido jamás, verbigracia, prever el resultado final de una guerra considerable, mientras en esta guerra la partida está entablada. A posteriori, sí. A posteriori, es posible y hasta cómodo, el demostrar que, llegado el siglo XVII, la hegemonía española había de ser reemplazada por una hegemonía inglesa; pero, a ver quién es el guapo que –en términos de ciencia y no de lo que los sud-americanos llaman “pálpito”– está hoy en condiciones de vaticinar si lo que iba a triunfar en el siglo XVII va ahora a cancelarse o no. La contingencia es la reina de la Historia; contentémonos con ver si es factible que no pase de reina constitucional.
Creemos nosotros que sí, es posible. Porque sabemos que el pasado humano no se compone únicamente de hechos; porque nuestra investigación, articulada ya según sistemas, nos ha permitido el descubrir que, tras de la trama compleja y confusa de los acontecimientos contingentes, existen ciertas permanencias, ciertos elementos de constancia, de cuyo existir los acontecimientos son externas manifestaciones, sin que en ellos se agote la histórica realidad. El pasado humano no se cifra en el devenir humano: no es todo él movimiento, cambio, transformación, fluir. Non omnis moriar: no todo desaparece y es substituido por otra cosa. Los modernos han dado una gran fama al antiguo filósofo Heráclito, patrón de evolucionistas. Heráclito es el que dijo: “No nos bañamos dos veces consecutivas en un mismo río”. Y ello parece verdad, desde que se recuerda que, en el intervalo entre las dos inmersiones, el agua del río se ha renovado totalmente, y que la materia de nuestro cuerpo ha sido enteramente substituida también. Pero la realidad del río no se compone solamente del agua que fluye: hay también el cauce, que se queda fijo; hay también las orillas; hay, si se dice que orillas y cauce también se modifican a la larga, el lugar geográfico del río, su mismo nombre –realidad geográfica e histórica igualmente–, que permanecen invariables, que constituyen las “constantes” del río. Y, en el bañista reincidente, cuanto en él no es materia ni memoria: su personalidad, su yo; elementos de fijeza que la transformación material no arrastra y con los cuales ni siquiera puede la muerte quizá. Los ríos como agua, los hombres como sacos de materia pasan, desaparecen: los ríos como cauce, los hombres como conciencia, los hombres como persona, no. Entendidas así las cosas, Heráclito no tiene razón: podemos bañarnos dos veces, infinito número de veces, en un mismo río.
Como para el río el cauce, como para el individuo humano la personalidad, ciertos cauces, ciertas constancias, dan parcial estabilidad a la Historia. El evolucionismo lo desconoció. También desconoció el evolucionismo que, en la realidad biológica, se insertan elementos de constancia –el plasma germinativo de Weissmann, los “caracteres rescisivos” de Mendel–. El evolucionismo lo ignoró, y el evolucionismo muere ahora por ahí… Para estas “constantes” de la Historia, he propuesto restaurar una designación alejandrina, “los eones”. Un eón, es una constancia que conoce, sin embargo, la posibilidad de vicisitud. Tomando la palabra en toda su genericidad, los alejandrinos cristianos decían, por esto, que el Hijo es un eón; porque, con ser, por su divinidad, eterno, como lo es el Padre, tuvo, sin embargo, una historia terrena, una biografía, cuyo relato es contenido en los Evangelios. Y también el Ewigweibliche goethiano es un eón: Ha tenido en el tiempo sus vicisitudes, que es lo que llaman “situación social o cultural de la mujer”. Y Roma –la Ciudad Eterna– lo es, y lo es –no menos eterna– Babel. Cando hoy, en todas partes, vemos aparecer lo que se llama una legislación defensiva de la raza, el fenómeno histórico no significa otra cosa sino que la perdurable Roma se descarga un poco del lastre de la inextinguible Babel.
Aquí un peligro acecha al esfuerzo que hoy cumple el mundo para la intelectualización del conocimiento de la Cultura; esfuerzo que hemos dicho parecido al socrático y estoico para la definición del Bien: la tentación de confundir estas síntesis con las comparaciones, a la manera de cierta historia frívola, como la romana de Guillermo Ferrero, con su continuo ver en lo actual los términos del pasado, y hablar del capitalismo o de las huelgas, &c., en la antigua Roma. Téngase en cuenta que lo más contrario a la Ciencia de la Cultura es la comparación; como es probablemente, digan lo que quieran las viejas retóricas, lo más contrario a la poesía. El verdadero poeta, en función de verdadera creación poética, no compara nunca: los labios no son, para él, como el coral, son corales; las gaviotas, abiertas navajas, que afeitan la cara jabonosa del crespo mar. Tampoco el auténtico teorizador de la cultura compara jamás. No es que Napoleón se parezca a César; antes César y Napoleón, dos epifanías de la misma realidad imperial: un eón, resistente a la mordedura aniquiladora de los siglos.