Filosofía en español 
Filosofía en español


Alfredo Marquerie

La novela en este instante español

Nos da la novela una dimensión exacta de la literatura de un país. Sólo la novela, y nada más que la novela. ¿Por qué? Tal vez porque es el género de mayor consistencia y resistencia, el que mejor y más completamente, con mayor carácter colectivo, refleja el carácter, las preocupaciones y el ambiente de un pueblo. La poesía responde a una proyección individual y el teatro a una moda, donde lo convencional y artificioso inventan una realidad deformada, comprimida y muchas veces caricatural, que siempre será interpretación, representación arbitraria de la vida, pero nunca un reflejo directo de ella. (Por eso la clásica definición stendhaliana se puede completar diciendo que el teatro es un espejo deformado).

Si la novela, de por sí es un género difícil en España, donde la tradición del realismo alcanzó las gloriosas cimas clásicas, el empeño narrativo requiere las mayores condiciones y los más enérgicos alientos. Después de la llamada Generación del 98, apenas si puede recordarse entre nosotros media docena de novelistas que merezcan nombre de tales (porque, naturalmente, no es lo mismo ser novelista que escritor de novelas). Ni el doloroso fenómeno histórico de la pérdida de nuestras Colonias, ni nuestras heroicas campañas marroquíes dieron motivo a grandes obras narrativas. La novela española se circunscribió al ámbito de lo regional, de lo vernáculo, o dicho con una sola palabra, al costumbrismo. Por si fuera poco, la mala política infectó también este género literario y a él fueron a parar, como a un vertedero, rencores y resentimientos, sectarismos e invenciones del odio, a menudo plagiadas de la boga de los peores “ismos” que circulaban por el mundo. El acento nacional se evaporó del orbe novelesco –corrompido a raíz de la Guerra Europea con la invasión de la pornografía–. Y en esta situación nos sorprendió el 18 de julio de 1936.

La reciente coyuntura de un Premio declarado desierto nos brinda motivo para considerar, con datos de bastante exactitud, cuál es el estado actual de la novela española. A ese concurso acudieron la mayor parte de los novelistas que habían publicado libros en el pasado año, novelistas jóvenes en su mayoría, con obras donde hay atisbos y esperanzas de un gran futuro literario, pero en las que, sin duda, el jurado no encontró la sazón necesaria para discernir galardones.

La novela es obra de madurez, no sólo de intuición, sino también de enorme experiencia anímica. Para lo extravertido, para lo que se alimente con más o menos calidad de episodio y peripecia, de acción dinámica, esa experiencia anímica está en correspondencia con una experiencia vital. Para la novela de interiores, para la novela psicológica, de estudio y disección espiritual, bastará una vida intensa. El autor sabrá y podrá elegir el camino que mejor le corresponda. En todo caso, la juventud –a no ser en circunstancias de enorme precocidad– parecen estar en riña o por lo menos en desacuerdo con la concepción novelística. Tal vez le falta a la novela española contemporánea dimensión, perspectiva, solera, años... ¿Y el genio? –preguntará alguien–. Todavía no ha surgido. Por eso tenemos que divagar y discurrir sobre el panorama normal y conocido de nuestras letras.

Hay en ese panorama un acusado sentido poético, un sano horror al tópico, a la trillada facilidad. Nuestros novelistas jóvenes buscan su propia trayectoria, indagando cuantos rumbos originales pueden. En algunos se nota demasiado el lastre de lo superficial, de lo periodístico. En otros, la tortura del idioma, el afán de hacerse un léxico que les distinga y diferencie, preocupación peligrosa que bordea el amaneramiento. Porque el problema del estilo es de acento y de temperamento, no de deliberada selección de vocablos. Superados esos dos riesgos, la mayoría de los concursantes al reciente certamen que se declaró desierto, y algunos otros que no han acudido a él, pueden dar una obra novelística considerable, porque tienen –en su mayoría, repito– talento, cultura y sensibilidad, tres dones inestimables en el empeño y afán de la literatura. Así como las mejores novelas sobre la que se llamó Gran Guerra no se escribieron durante la guerra misma, sino bastantes años después, yo espero fundadamente que aun ha de transcurrir mucho tiempo antes de que el enorme trance por el que pasó nuestra Patria, dé las obras narrativas que sobre él esperamos.

Lo conocido hasta ahora –con leves excepciones– tiene aire documental, valor de testimonio histórico, de reportaje poético o periodístico, de memoria y recensión. Una gran novela es mucho más que todo eso. Relato hecho a imitación de la vida, no sólo deben escucharse en sus páginas los latidos y los pulsos de los personajes, el jadeo de sus respiraciones y los timbres de sus voces. Es preciso también que sus almas se nos entreguen por entero, no en cuadros convencionales donde se advierta la mano del autor que preparó trama y urdimbre, sino en pasos y ocasiones –las de sus amores y sus duelos, las de sus pasiones, esperanzas, decepciones o triunfos y sobre todo sueños– que nos desvivan por vivir con ellos, en un convivio apasionado y, al fin, en una comunión, la de lector y autor, que es el difícil secreto del éxito.

Alfredo Marquerie