Carlos Alonso del Real
Valor político de la enseñanza del latín
El valor formativo general de la enseñanza del latín es cosa muy sabida y de la que se habla mucho, si bien, a menudo, sin gran precisión. A reserva de tratar de precisar algún día este concepto{1}, me interesa ahora llamar la atención sobre un aspecto un tanto descuidado de este valor, aspecto, acaso, más vivo y de mayores posibilidades operante en esta época, y, desde luego, capaz de suscitar un mayor interés, en amplias masas de alumnos, que otros, a menudo invocados.
Hace algún tiempo que, con destino a una publicación extranjera, hice notar los aspectos de específico problema español de la enseñanza del latín{2}; hoy quiero volver sobre el tema, enfocándolo desde otro punto de vista que, me parece, debería ser muy tenido en cuenta por nuestros docentes, particularmente por los de los primeros cursos de Bachillerato.
Partimos del hecho de que el interés que el latín –como cualquier lengua– tiene primariamente, es el que le dan sus contenidos. Salvo para el puro lingüista –y sería absurdo, y nadie lo ha pretendido, hacer de todo español un lingüista–, una lengua de alta cultura tendrá siempre más interés que otra de un pueblo bárbaro. Ahora bien, ya en esta dimensión –como veremos– reside en el latín un valor directamente relacionado con la formación política de nuestra juventud. Pero, además, el latín, con su especial relación con el español –y con otras lenguas modernas, en particular, con otros romances hispánicos–, nos ofrece nuevos y más inmediatos instrumentos de acción política.
Ante todo, es preciso reconocer que, por el lado de la pura “cultura ” –dése aquí a la palabra el sentido más restringido–, es sumamente difícil, y, en muchos casos, imposible, despertar un auténtico interés en el alumno principiante. Salvo algún caso de excepcional vocación a las cosas del espíritu, no parece probable que a un chico de once o doce años le pueda mover a algo tan árido y áspero como tomarse en serio una lengua “muerta”, el pensar en leer, al cabo de muchos años, a Cicerón o a Virgilio. En cambio, en la presente coyuntura histórica –no digo lo que pueda pasar dentro de treinta años, pero esto, por ahora, no interesa–, el muchacho español responderá mucho más ardiente y directamente a una llamada patriótica y política.
¿Cuál puede ser esa llamada? Creo que –en este primer grado– puede polarizarse en torno a dos núcleos de interés. Primero, la “paternidad” del latín con respecto al castellano. Segundo –y más decisivo–, el grito urgente y victorioso de la unidad española. Y en éste, aparte de despertar el interés del alumno, puede realizarse ya, desde el primer momento, una obra directa de educación política. Trataré de aclarar todo esto.
No es difícil –la más reducida y personal experiencia lo confirma– hacer interesarse al alumno por las cosas propias, la lengua, la historia, con tal de que el enseñante ponga un mínimo de pasión y amenidad en ello. Por lo menos, es siempre mucho más fácil que hacerlo por cosas lejanas. Así, pues, demostrar que el latín no es una lengua muerta, poner de manifiesto, desde el primer momento, el carácter romántico del español, es cosa nada difícil y que puede –si se evita el gran escollo de la pedantería, de lo que D. Marcelino llamaba “jugar a la Universidad”–, darle un carácter vivo a la enseñanza y reducir, en gran parte –del todo, es imposible–, la aridez y dificultad de esta disciplina, que es, no cabe hacerse ilusiones, lo que de estudiantes llamábamos, no sin justeza, un “hueso”.
Esta posición de leve lingüística romance, tiene varias ventajas sobre el modo habitual y un tanto utópico, de practicar esa enseñanza. Facilita la tarea del propio profesor de latín, al disminuir la resistencia de los alumnos. Permite establecer una cooperación fecunda con el docente de nuestra literatura y, sobre todo, mejora la perspectiva, desde un interno punto de vista didáctico –suprimiendo ese hábito de creer que el latín es una lengua casi extrahumana, en la que nada tiene sentido{3}– y, en el terreno de la formación política, refuerza las posibilidades de ésta, al hacer adquirir a los alumnos un mejor conocimiento de la perspectiva histórica de la propia lengua y, con ello, de la propia civilización, &c.
En un grado más avanzado de la enseñanza, puede atacarse el otro aspecto a que antes aludí, el de la unidad. Sabido es el uso que, por toda clase de separatismos, se ha hecho de la lingüística. Combatir en el mismo terreno, es algo que queda enormemente facilitado, por el mejor conocimiento de la relación entre los diversos romances hispánicos, de su posición respectiva, y, en cuanto al latín, de la situación histórica y lingüística del vasco, &c. Para ello, el buen conocimiento del latín es base indispensable{4}, y en este sentido –siempre que se haga con tacto y eliminando absurdas y deprimentes consideraciones dialectalistas{5}– puede realizarse una doble actividad: por un lado, vigorizar el sentido de unidad; por otro, capacitar, entre los mismos alumnos, a los particularmente bien dotados, para la tarea futura de una auténtica comprensión de lo uno y vario de nuestra Patria, es decir, despertar cierto tipo de vocaciones.{6}
En un tercer grado –ya hacia el final del Bachillerato–, se puede presentar al alumno –con vistas a una minoría, pero de modo que no resulte incomprensible para los demás– el otro aspecto de la cuestión, el del valor e interés político que tienen, para nosotros, una gran parte de los contenidos expresados en esa lengua.
Ya en el momento en que los alumnos puedan empezar a leer, hay que tener en cuenta esta dirección de la enseñanza. La costumbre tradicional y nunca interrumpida, de colocar entre los primeros textos algunos referentes a Viriato, Numancia, &c., es uno de los hábitos más excelentes en nuestros Institutos, y conviene reforzarla y ampliarla. La mayor extensión e intensidad de la enseñanza del latín actualmente permitirá, sin duda, hacer de esto –que es puro embrión– un cuerpo sistemático y fecundo. Por una parte, aumentando el número y valor de los textos en que se narran cosas españolas y organizando sistemáticamente la repartición de su lectura, acompañando ésta de comentarios, no ya destinados a facilitar la traducción –lo que, naturalmente, no puede faltar–, sino a sugerir la continuidad de ciertos rasgos en el carácter nacional; a buscar paralelismos con figuras y hechos más próximos, &c. (Aquí existe el peligro de crear una burda mitología patriotera, pero, si previamente se hace una buena selección de textos, creo que ese peligro se puede evitar fácilmente.) Si antes he hablado de una cooperación entre los profesores de latín y de nuestra lengua, ahora creo que podría coordinarse muy bien, para los fines aquí indicados, el esfuerzo del docente de latín con el del de Historia.
Pero si esto no es más que ampliar y mejorar lo ya existente, creo que ofrecería una relativa novedad el poner de manifiesto ante los alumnos –al lado de los usuales hechos heroicos–, otros, tales como la existencia de Emperadores españoles –selección de textos referentes a Adriano y Trajano–, nuestras aportaciones a la cultura, &c. Y –sobre todo, repito, que en los últimos cursos, siempre para una minoría{7}, pero sin “jugar a la Universidad”– iniciar la lectura y comentario de textos de propia doctrina política que puedan tener valor educativo –nuestro Seneca es, por múltiples razones, particularmente apto para este empleo–. Aquí se cruzaría la acción del profesor de latín –de modo, sin duda, fecundo– con la de las instituciones de formación propia y directamente política.
El hablar de Séneca me lleva a un tercer grupo de razones que, me parece, pueden proyectarse, ya desde el primer momento, sobre el horizonte del alumno, en forma de promesa para el futuro, e irse concretando, conforme el conocimiento de la lengua vaya siendo más efectivo. En efecto, salvo algún pequeño fragmento de Séneca, suele salirse del Bachillerato no conociendo la literatura hispano-latina más que de nombre. Sin duda, en la actual formulación del programa de lecturas latinas para el Bachillerato, se trata de evitar esto. Está muy bien, pero me parece que en la selección de los textos podría acentuarse lo específicamente español de ellos, y, al tiempo, su valor universal. Sería, además, un lugar apto para iniciar la dimensión religiosa del valor del latín. Prudencio, por ejemplo, ofrece tan vastas perspectivas sobre nuestra poesía medieval, nuestra piedad popular, &c., que urge ponerlo al alcance de la mayor masa posible. Otro tanto, en otra dirección, puede hacerse, partiendo del casi cristianismo de Séneca. Aparte de lo internamente religioso de tales valores –que, en cuanto a tal, queda fuera del tema que ahora estoy tratando–, el sentido católico de nuestra historia, de nuestras ideas políticas, &c., recibiría de todo ello un buen servicio.
Un cuarto grupo de razones –derivado, como el anterior, del objeto “literatura”, más que del objeto “lengua”– es el valor, fundamental para conocer las razones más decisivas de nuestra historia y de nuestro pensamiento político, del latín renacentista. La controversia de Indias, la acción antimaquiavélica de nuestros pensadores, la justificación de nuestra lucha contra el turco, &c., en gran parte, en latín están escritas. Por ello, y por otros dos motivos, al menos: la existencia de fuentes historiográficas latinas –españolas o no– para conocer nuestros grandes hechos{8} y la de una hermosa poesía latina en nuestro renacimiento, barroco y neoclásico. De tales cosas suele salir el alumno de Bachillerato totalmente ignorante. Como se trata de valores españoles –de algo, pues, que puede ser esgrimido en toda polémica cultural– y como, además, en muchos casos se trata, al tiempo, de documentos de estricto valor político y patriótico –p. e., la controversia de Indias–, me parece que no estaría de más –siempre con las salvedades indicadas– una leve iniciación al latín renacentista o, al menos, hacer que los alumnos tengan presente que el leer todo eso sólo les será posible si saben bien el latín, y procurar que salgan sabiendo lo bastante para poder, sin gran esfuerzo, utilizar esos textos, si alguna vez lo necesitan. Lo mismo, pero con muchas más restricciones, dada la extensión y enorme dificultad del tema, puede decirse, acaso, en cuanto a nuestro latín medieval.
En el terreno primeramente indicado de nuestra relación con la “lengua” propiamente dicha, cabe argumentar, además, con el hecho innegable de que el dominio inteligente y comprensivo de la propia, es siempre un arma aprovechable en el campo político. Pero es que, además, en el caso de una lengua imperial, amenazada por dentro y por fuera, no cabe ignorar que todo lo que contribuya a defender la orgánica y viviente unidad de la lengua es también arma política. Así, el adueñarse de la lengua latina, puede contribuir a vigorizar nuestra gran unidad, en cuanto crea una afirmación de su carácter romance, frente a la lengua inglesa –verdadero enemigo público del español de América–. Pensemos en que la suficiente existencia de una escuela de latinistas españoles podría darnos cierto dominio en las Universidades de nuestra América, hecho de inmensas perspectivas{9}.
Esto me lleva a considerar directamente otro problema.
(Antes, un pequeño paréntesis, que creo necesario. Lo inmediatamente anterior afecta a dos planes de realidad diferentes. Uno, el hacer patente al alumno el valor de servicio nacional que tiene el saber bien el latín, en tanto que medio de saber bien el español; el valor político de esto es evidente. Otro, el que se den cuenta que, el tener buenos latinistas, no es para un país un artículo de lujo, sino un instrumento de poder, al menos en este caso y por las razones dichas. El primero agota, para la mayoría de alumnos, su validez en la propia enseñanza media. El segundo, en cambio, se proyecta, acaso con valor decisivo, en el momento de despertar vocaciones profesionales, que en el Bachillerato es uno de los más importantes.)
En éste, el del valor de directa incitación patriótica que tiene o puede tener para el alumno el saber que en España hubo, en cierta época, una gran escuela de humanistas y cómo y por qué la dejó de haber (un par o tres conferencias, en el final del último año de Bachillerato es suficiente para ello). Y el comprender la necesidad de que la haya ahora. Esto contribuiría a revalorar socialmente el hoy tan depreciado papel del latinista, levantaría el interés por el conocimiento directo de las fuentes antiguas y, evitando los escollos de un pasadismo acartonado (no nos basta que en 1500 hubiera latinistas; tiene que haberlos ahora) y de un cómodo reposar en el trabajo ajeno (tampoco nos basta, aunque nos sea útil e imprescindible, la filología extranjera; necesitamos una escuela propia), contribuiría a un mayor vigor de nuestra ciencia. Como creo que exponer estas necesidades, con razones propia y puramente interiores a la ciencia, sería ineficaz, hallo mucho mejor presentar todo esto como lo que en realidad es para nosotros, como urgente servicio nacional.
Como se ve, toda mi tesis, en el presente trabajo, se mueve entre dos polos. Uno, conseguir resultados inmediatos dentro del mismo Bachillerato (refuerzo de la ciencia de unidad, conocimiento de ciertos aspectos fundamentales de nuestro ser). Otro, proyectar hacia el futuro el actuar de algunos españoles, suscitar vocaciones y presentar repertorios de temas e instrumentos. Pero a la base de todo ello va una intención claramente política. Política, en cuanto al valor de esos objetivos inmediatos y en cuanto al de esas incitaciones y proyectos, parte por su sentido general –despertar el interés por ciertos objetos–, en tanto que servicio directo a España; parte por esos mismos contenidos. Pero como creo que, previamente a todo eso, es necesario vencer la aridez de los comienzos, me parece oportuno hacer presente a los alumnos –ya desde el primer momento– la existencia de esos móviles de interés.
Carlos Alonso del Real
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{1} En general, lo del valor formativo de las lenguas suele enfocarse desde un punto de vista casi “gimnástico”. Se olvida que aprender con cierta seriedad una lengua, es adquirir casi otra mente. Con adivinadora frase decía el viejo Ennio que tenía tres corazones el que hablaba tres lenguas.
{2} “El Latín, como elemento formativo de la conciencia nacional española”. En Bull. per lo studio e l'uso del latino. Roma.
{3} V. p. e. lo que cuenta el latinista francés Waltz en el citado Bull. per lo studio e l'uso del latino. I. 3., pág. 233, nota 1.
{4} Casi siempre suele olvidarse –hasta por algunos profesionales– la importancia “política” de estos problemas científicos. Pero a todo mediano observador de la realidad española, le resulta evidente que si ciertas posiciones lingüísticas “teóricas” (provenzalismo, celtismo) no hubiesen sido dejadas en libertad de acción –lo que no era cuestión de policía, sino estrictamente de ciencia, dada su falsedad– se habría privado de base a ciertas propagandas separatistas.
{5} ¿Cuántos españoles tienen una idea clara de lo que es “lengua”, “idioma”, “dialecto”? Aquí, como en otras muchas cosas, la supina ignorancia ha tenido las peores consecuencias históricas.
{6} Me extraña lo poco que suele tomarse en cuenta esto de la vocación. Desearía que algún pedagogo agudo nos aclarase las confusas ideas habituales.
{7} Tan absurdo como sería no tener en cuenta a esa minoría –defecto muy corriente en el bachillerato– es el no tener en cuenta más que a esa minoría, defecto usual en la universidad.
{8} Piénsese, p. e., en Pedro Mártir.
{9} No se trata aquí de recaer en el estúpido mito francés de “América latina”. Pero sí de volver al natural acueducto de lo romance –Roma a través de España– para América.