Filosofía en español 
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Luis Araquistain

Maestros de América

Ahora empezamos a damos cuenta del motivo principal de que el iberismo y el hispanoamericanismo –idea de una política de cultura entre España, Portugal y la América de nuestras lenguas hispánicas– no lograran en el pasado tangible realización. La culpa estaba, sobre todo, en nosotros los españoles. Mirábamos a Portugal y a América con excesivo aire de superioridad metropolitana, resabiados aún por un recuerdo de imperio: al país vecino, como a un pariente pobre y receloso; a las Repúblicas hispánicas, como a menores de edad a quienes todavía no puede darse trato de iguales. Aquella bobada del “continente estúpido”, que dijo aquí un escritor, no era tan individual como parecía. (También las bobadas producen sus hombres representativos.) Necesitábamos de los pueblos de ultramar como consumidores de nuestros productos materiales e ideales; pero no pasaba por nuestra imaginación que ellos nos suministraran los suyos, señaladamente los del espíritu. El cambio era sólo comercial: nuestros valores, por su dinero; pero los suyos no tenían para nosotros ningún valor de venta ni eran intercambiables con los homogéneos de aquí. En suma: el hispanoamericanismo carecía de la única base que puede hacerle posible: un trato de igualdad y reciprocidad.

Aun siendo equivocada, se comprende la reacción psicológica de hombres como Lugones. Puesto que España procedía desigualmente con América, era explicable que América replicase desabridamente a España. Pero entre esas dos erróneas posiciones extremas se ha ido formando en España y en América un sentimiento intermedio y justo: el de paridad. Muchos españoles quieren ya que se retire ese viejo y presuntuoso tropo de la “madre patria”, como concepto de relación de España con las Repúblicas hispanoamericanas, y son también muchos los americanos que prefieren la idea de hermandad, no sólo como expresión afectiva, sino también, y acaso en primer término, como norma igualitaria. En última instancia, el afecto más firme es el que se forma recíprocamente entre iguales.

Ya estamos en el buen camino. Ya España comienza a reconocer y solicitar los valores de América, como lo indica el paso por nuestro país de distintas manifestaciones de la cultura americana en estos últimos años, y ahora mismo la presencia en Madrid de dos representantes tan altos y característicos de la espiritualidad argentina como el escultor Fioravanti y el decano de la Facultad de Ciencias económicas de la Universidad de Buenos Aires, D. Mario Sáenz, este último invitado por la Facultad de Derecho de la Universidad Central, a continuación de otros eminentes profesores europeos.

Ya la crítica ha destacado la poderosa personalidad de Fioravanti, en cuya obra se funde por rara manera la maestría de un clásico con ese entusiasmo vital que se advierte en ciertas zonas del arte americano; tan alejado del academicismo sin alma como de esa turbulencia sin forma, donde suelen colaborar la esterilidad y la moda; tan dueño de la forma como rico de espíritu creador, en un equilibrio de elementos que va siendo raro encontrar en el arte europeo contemporáneo.

También la Prensa ha seguido con atención las tareas profesionales del doctor Mario Sáenz; pero hay algo en esta personalidad, tan típicamente americana y al propio tiempo tan universal, que trasciende del marco académico y se desborda fecundamente sobre la vida en torno. Con ser mucha su ciencia, otra virtud estimamos más en este hombre representativo de la nueva civilización americana: su fuego interior, que inflama y humaniza los fríos materiales del conocimiento objetivo. La mecánica del conocer está al alcance de cualquiera, como lo prueban muchos sabios que, fuera de su especialidad, no saben dónde tienen la mano derecha. Pero vivificar la ciencia y devolvérsela a la vida que se esquematizó en ella es tan raro en el ambiente universitario de cualquier país, que bien merece señalarse el hecho.

Todas las profesiones tienden a mecanizar el espíritu, a colmarlo de tedio o escepticismo hacia su función específica. Así se venga de la mayoría de los hombres su propia naturaleza, esencialmente totalista. Aquella minúscula zona de la vida por la cual sacrificaron el conocimiento y el sentimiento de las otras acaba muriéndose en las manos de sus mismos oficiantes, como una mariposa en las de un entomólogo que la haya manoseado excesivamente. Pero la profesión del jurista es tal vez una de las más terribles en este sentido. La letra del Derecho suele matar su espíritu. No busquéis, por regla general, profesores de Derecho en una barricada donde se esté realizando algún ideal de justicia y libertad. En todo caso, será más fácil encontrarlos al otro lado de la barricada, arrimando el hombro a toda injusticia social o histórica.

Pero he aquí un hombre, Mario Sáenz, que no sólo no se deja vencer por la inercia de su especialidad, sino que hace de ella, al contacto de su alma apasionada, una creación viva que no cabe en el gélido recinto de la cátedra, y sale al ágora callejero, y nos detiene a los que somos simples transeúntes o espectadores de la ciencia oficial y nos comunica el fuego que la enfervoriza. Es que estamos, no ante un profesor, sino ante un maestro. Profesor vale tanto como decir oficio, rutina, indiferencia a los fines humanos de la especialidad; maestro implica superioridad, pero también idealismo, y la fusión de ambas cualidades hace posible la enseñanza afectiva, la comunión de maestros y discípulos.

En el siglo pasado hubo en España algunos grandes maestros, de esos que no rehuyen la identificación de la ciencia y la vida, en la acepción más alta de esta palabra, como ejemplo de moral civil. Todavía sigue amaestrando, desde la inmortalidad, a sus numerosos discípulos, acaso el más grande de aquellos maestros, D. Francisco Giner de los Ríos. Y aunque haya honrosas y nobles excepciones desperdigadas por el país, hoy ese linaje de magisterio integral ha venido bastante a menos en España.

América nos ha enviado con el doctor Sáenz uno de esos ejemplares maestros en que el especialista no ha matado al hombre, sino al contrario, el hombre ha caldeado con su llama ideal y vital al especialista. Hoy no podríamos comentar como quisiéramos su humanísima concepción del Derecho; pero nos basta saber que para él no es una cáscara de la realidad, convertida en un libro de texto, sino la realidad misma en función de la idea, polarizándose eternamente hacia los principios inagotables de libertad y justicia. Las lecciones de Mario Sáenz son, sin duda, muy provechosas; pero su mejor lección es él, como hombre en sí –¡todo un hombre!– y como indicio de lo que empieza a ser el magisterio en América: una escuela de humanidad y ciudadanía. Ya comienza América a enseñarnos muchas cosas, y no sólo a la juventud, sino a los mayores principalmente. Las antiguas hijas históricas, hoy hermanas ya, se nos están volviendo maestras, según lo revelan hombres como Sáenz y Fioravanti. Comprenderlo así será un principio de sabiduría hispano-americanista.

Luis Araquistain

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Un Congreso libre de trabajadores intelectuales · Leopoldo Lugones
El catedrático don Mario Sáenz