Filosofía en español 
Filosofía en español


Gustavo Bueno

Pensamiento español de 1970
Crónica de un inmenso vacío

1. “Pensamiento español” es una expresión que se utiliza aquí con la referencia habitual. Sin duda, es muy incorrecta como expresión, porque el “pensamiento español” se realiza también, y en grados muy intensos, en los debates técnicos de los ingenieros, de los físicos, de los médicos, de los psicólogos, de los matemáticos, de los “lingüistas-lingüistas”, de los lógicos, y puede incluso resultar escandaloso considerar como “pensamiento español” al que se contiene en algunos panfletos, y no, por ejemplo, a la Lógica de primer orden que acaba de publicar el profesor Mosterín (Barcelona, Ed. Ariel). También es verdad que lo que sobreentendemos con el nombre “pensamiento español” es algo de contornos bastante precisos: asuntos similares a los que Feijoo consideraba materia apta para el escenario de su “Teatro crítico universal”. Quizá sea suficiente aquí delimitarlos de este modo: a) pensamiento consagrado a los lugares comunes, los tópicos de Aristóteles –es decir, no técnicos, especializados, categoriales– que son los temas filosóficos (mundanos, pero también académicos), y además los temas del género ensayo, muchos temas sociológicos, estéticos o políticos; b) pensamiento realizado socialmente –es decir, un pensamiento que, de hecho, ha funcionado en grupos significativos de españoles (sin duda, en este año 1970, existe un pensamiento aún no realizado, en estado individual, y llamado acaso a tener importancia decisiva en los años venideros. Pero todavía no es “pensamiento español de 1970” en el sentido que queremos entender aquí).

2. El “pensamiento español” como pensamiento realizado incluye los marcos sociales en los cuales se realiza (no sólo se expresa o se comunica). El concepto de “marco social del pensamiento” –cuya teoría es imposible ofrecer aquí– no debe confundirse, por ejemplo, con el concepto de “medios de comunicación”. El “marco” es una institución –por tanto, una forma que polariza grupos humanos (los lectores de un periódico, los alumnos de una clase)– de muy diferente extensión. “Marco” es tanto el escenario de un teatro como los retretes de una Universidad (en cuanto sus paredes se cubren de graffiti); tanto una editorial como el equipo de Redacción de panfletos ciclostilados; tanto el trabajo de una comisión de las Cortes como el aula de una Escuela Superior.

Pero es preciso disponer de una tabla de clasificación de los marcos sociales del pensamiento, cuyas líneas divisorias discriminen grupos de marcos significativos en orden al propio contenido del pensamiento. Utilizamos cuatro criterios dicotómicos que, combinados, dan lugar a una tipología de 24 = 16 tipos de cuadros sociales. Los criterios son los siguientes:

I) Presenciales (designados por minúsculas) / Recurrenciales (mayúsculas).

II) Académicos (subíndices 1) / Mundanos (subíndices 2).

III) Regulares (serie tercera; alfa-gamma) / Unitarios (serie cuarta: beta-delta).

IV) Públicos (serie primera: alfa-beta) / Clandestinos (serie segunda: gamma-delta).

La tabla siguiente, que utilizamos en nuestro “taller” de Oviedo, totaliza los dieciséis tipos de marcos y ofrece un paradigma de los productos característicos de cada marco.

I
II Presenciales Recurrenciales
Académicos α1 “Clase” γ1 “Célula” Α1 “Revista” Γ1 “Publicación” Regulares
β1 “Seminario” δ1 “Sesión” Β1 “Manual” Δ1 “Apunte” Unitarios
Mundanos α2 “Tertulia” γ2 “Logia” Α2 “Semanario” Γ2 “Panfleto” Regulares
β2 “Simposio” δ2 “Congreso c.” Β2 “Libro” Δ2 “Libro prohibido” Unitarios
Públicos Clandestinos Públicos Clandestinos III
IV

Con frecuencia, quien está situado en un tipo de marco suele subestimar la importancia de los marcos del tipo opuesto: desde los marcos “mundanos”, suele pensarse que el trabajo de las aulas es puramente rutinario; recíprocamente, desde marcos académicos, es frecuente poner entre comillas el pensamiento realizado en marcos mundanos. Son simples errores de perspectiva. Y, por supuesto, los pensamientos pueden traspasarse de unos marcos a otros. Pero siempre éstos deben discriminar la producción según rasgos verificables. Ejemplo: el año 1970 es año de dos centenarios extraordinarios: el de Hegel y el de Lenin. En España, el centenario de Lenin se ha realizado más bien en marcos “mundanos”, que incluyen marcos de la “serie segunda”, mientras que el centenario de Hegel se ha realizado en marcos académicos, que excluyen, de hecho, los marcos de la “segunda serie”, y se atienen a los marcos de la “primera” (quiero destacar la realización de la Cátedra Francisco Suárez de Granada, dirigida por el profesor López Calera, cuyos anales de este año se han dedicado a Hegel).

Creo que puede decirse que una de las características del “pensamiento español” de 1970 ha consistido en su propensión a realizarse en marcos “presenciales” que designamos por minúsculas aunque algunos hayan sido tan importantes como la Convivencia de filósofos jóvenes de Montserrat (marzo), o el Symposio Lefebvre de Burgos (agosto). Y, en cualquien caso, como presencial es preciso considerar la labor diaria de las clases impartidas por muchos profesores, cuyos nombres, acaso poco conocidos fuera del círculo de sus alumnos –que, a veces, incluso no los estiman–, son, sin embargo, los nombres de los verdaderos realizadores del “pensamiento español”, los nombres de sus verdaderos actores, aunque a telón bajado.

3. La temática del “teatro crítico universal” es múltiple, heterogénea, abierta. Por ello es tanto más significativa la hipótesis que voy a presentar, y que una ulterior y más tranquila verificación podría acaso confirmar, dentro de los márgenes de error tolerados para este tipo de hipótesis, a saber, que el “pensamiento español” de 1970 ha propendido a polarizarse sobre una única cuestión: la de su misma realidad, la de su propia existencia (finalidad, naturaleza, justificación, estructura), entendida, desde luego, como existencia práctica. Nos referimos aquí, quede claro, al pensamiento nuevo, sin que esto signifique desconocer el de las generaciones ya consagradas, que ha seguido sus órbitas propias; así el pensamiento ideológico del señor Rodríguez de la Fuente o del profesor Crusafont –apóstol español de Teilhard de Chardin–, o bien el pensamiento de Zubiri o de Cencillo, nuevo Teilhard de Chardin de las ciencias humanas (véase Mito y Realidad, B. A. C,), o La Vecindad humana, de Granell (que publica “Revista de Occidente”). Aquella cuestión es la “cuestión alfa” de todo “pensamiento” que se siente inseguro de sí mismo, de todo pensamiento que comienza a constituirse como tal, y en este sentido me atrevería a enjuiciar el año 1970 como un año vivo, el año de un pensamiento embrionario que comienza a romper su cascaron individual y a socializarse. Pero tenemos que guardarnos de un excesivo optimismo: este “pensamiento embrionario”, que es vigoroso, es, al mismo tiempo, un pensamiento oscuro y confuso y en cierto modo envejecido ya en su infancia. Esto por dos motivos:

Primero: Aunque varias veces la “cuestión alfa” ha sido explícitamente planteada este año, la mayoría de las veces ha sido sólo el “punto de fuga” de otras cuestiones que eran las que parecían interesar directamente (y que llamaremos, por ello, “cuestiones de cristalización” de la “cuestión alfa”).

Segundo: Aunque me parece que casi nadie posee fórmulas suficientemente potentes para enfrentarse con la “cuestión alfa”, casi todos actúan como dando por descontado que ya poseían estas fórmulas, limitándose a nombrar ciertos esquemas genéricos “blandos”, que llamaremos fórmulas supletorias.

4. Entre las “cuestiones de cristalización” más próximas a la que llamaremos “cuestión alfa” del pensamiento español es preciso citar la polémica sobre la filosofía, que en el año 1970 ha resonado vivamente en los marcos más diversos del país. Una parte de responsabilidad de que esto haya sido así me corresponde a mí, por cuanto en el primer trimestre del año apareció, publicado por la editorial Ciencia Nueva, El papel de la filosofía en el conjunto del saber. Este libro debía haber aparecido en 1968, fecha en la que mi amigo M. Sacristán publicó El lugar de la filosofía en los estudios superiores, pero la editorial Ciencia Nueva tuvo dificultades de todos conocidas. Mi libro fue absorbido rápidamente, y sirvió para convocar, en los marcos de las “minúsculas académicas”, múltiples reuniones (en el primer trimestre, en la Universidad de Zaragoza; en el segundo trimestre, en la Universidad de Salamanca –donde, junto con él, se discutieron los libros del año anterior, de Tierno, París y Trías–; en el cuarto trimestre, en la Universidad de Valencia). A propósito de estas semanas o seminarios, hubo ocasión de comprobar cómo funciona el “palo de ciego” del “pensamiento español”: por ejemplo, Márquez, en Madrid, hacía una crónica de la semana de Salamanca, en la que ingenuamente se exponía el argumento de que la mejor prueba de la inexistencia de la filosofía es que sus cultivadores españoles no hacen sino preguntarse por ella, en lugar de filosofar (¿acaso la pregunta por la filosofía no es precisamente la pregunta por el saber, la “crítica de la razón pura”, y, por tanto, cuestión filosófica por excelencia?).

Los libros qua Eugenio Trías nos ha ofrecido este año 1970 rondan todos muy de cerca la “cuestión alfa”, o la plantean directamente: Filosofía y Carnaval (Cuadernos Anagrama), Teoría de las Ideologías (Ediciones Península) y Metodología del pensamiento mágico (cuyas galeradas he tenido ocasión de leer hace ya dos meses). Eugenio Trías es otro de los nuevos (en los marcos sociales de referencia) que ha recibido muchos “palos de ciego”. Por ejemplo, a algunos el título de su libro Filosofía y Carnaval les sugería la expresión “filosofía carnavalesca”, ignorando la profunda sentencia de Nietzsche: “Toda filosofía oculta también otra filosofía; toda opinión es un escondite; toda palabra es una máscara”. Yo veo en Trías a uno de los pensadores más solventes y menos pedantes, de los cuales debemos enorgullecernos en España –donde es casi imposible no ser un pedante, un miserable saquito de vanidad y de ignorancia. También se reducen en todo a la “cuestión alfa” las páginas de Castilla del Pino sobre la Naturaleza del saber (Taurus), que fue originariamente “realizado” en un marco de “minúsculas académicas”. Castilla del Pino tiene el mérito de la claridad, y juega con la ventaja (que no es poca) de su gran experiencia clínica. Castilla del Pino puede llegar a ser para muchos algo así como lo que Tihámer Toth fue para tantos cristianos: un consejero espiritual, un director de conciencias, un hombre sabio y prudente.

La “cuestión alfa” está también por completo en el horizonte de libros como el de Carlos Moya, Sociólogos y Sociología (Siglo XXI), en cuanto plantea, sobre todo, cuestiones metodológicas (véase página 9 de su libro), y son materiales para su discusión lo que nos ofrecen los libros de J. M. López Piñero (La introducción de la ciencia moderna en España, Ariel) y de Tuñón de Lara (Medio siglo de cultura española, Tecnos). Mientras que todas estas realizaciones han tenido lugar en marcos de la “serie primera” de nuestra tabla, la “cuestión alfa” ha aparecido reiteradamente en los marcos de la “serie segunda”, por ejemplo, en publicaciones como Revolución y Cultura (Coloquios sobre la “alianza de las fuerzas del trabajo y de la cultura”), Realidad (por ejemplo, en el número 18, el artículo de Manuel Azcárate, Intelectuales y Revolución), o en panfletos múltiples, como el de las “Milicias del Partido Comunista Proletario”. Pero mientras en Revolución y Cultura o en Realidad, la “cuestión alfa” aparece planteada racionalmente, en toda su profundidad, discutiéndose el nuevo y difícil concepto de “fuerzas de la cultura”, en aquellos panfletos de grupúsculos (que a nadie representan) se parte de supuestos en la línea del “Proletkult”, de una mística irresponsable del trabajo manual y de una consideración cerril de la teoría como superestructura. En rigor, no se trata internamente de ninguna teoría, sino de una verbalización de actitudes terroristas, a quienes no es posible conceder beligerancia política. No deja de ser sorprendente, en todo caso, la simpatía que algunos estudiantes siguen teniendo por esos grupúsculos (en realidad, simpatía por un formalismo, el que adopta la forma de la violencia, cualquiera que sea su contenido) cuando, a la vez, crece la ola de la condenación “humanista” del stalinismo (los “humanistas” encontrarán abundantes datos en el libro de Claudín La crisis del movimiento comunista, cuyo tomo primero ha publicado este año Ruedo Ibérico).

El libro de Alfonso Sastre La Revolución y la crítica de la Cultura (Grijalbo), que desencadenó una apasionada polémica, también se movía en el recinto de la “cuestión alfa”, planteada desde la perspectiva del autor teatral: Sastre se esforzaba, me parece, sobre todo, por plantear la cuestión práctica del lugar del arte y de la literatura –y, en particular, del teatro– en el proceso revolucionario, la cuestión de la posibilidad, “esencia”, realidad practica del teatro, entendido como una forma de conocimiento, aunque distinto de la ciencia (op. cit., pág. 136, punto 5).

La función de “núcleo de cristalización” de la “cuestión alfa” ha sido también desempeñada, sobre todo este año, por la cuestión del lenguaje y la comunicación. Tanto en La Incomunicación, de Castilla del Pino, como en el libro de Ferrater Mora, Indagaciones sobre el lenguaje, o en Filosofía y Lenguaje, de Emilio Lledó, es otra vez la “cuestión alfa” la que resurge continuamente. Algo así ocurrió en las convivencias de filósofos jóvenes de Montserrat (mes de marzo), cuyo tema fue el lenguaje.

Emilio Lledó ha planteado el importante problema de la significación del lenguaje filosófico en cuanto actividad práctica que no puede entenderse sólo en términos de significante y significado, sino que reclama la referencia (en el sentido de Frege, pienso), la “cosa semántica”.

No tengo espacio para comentar sucesos verdaderamente importantes (por ejemplo, la cristalización avanzada de una corriente “analítica” entre profesores jóvenes: Hierro, Gracia, Muguerza, Deaño, Blasco..., a quienes cabe augurar las mejores perspectivas). Pero la verdad es que, al parecer, lo que se trataba en las convivencias de Montserrat era, sobre todo (aparte de los intereses informativos), de cuestiones metodológicas, de la naturaleza del saber filosófico y científico, de la naturaleza epistemológica de los “comentarios a la salida”. Estas convivencias demuestran un hecho: que los profesionales jóvenes de la filosofía en España 1970 han despegado ya prácticamente de la escolástica oficial, y que, analíticos o dialécticos, están preocupados ante todo por “cuestiones alfa” (véanse los artículos recogidos en Teoría y Sociedad –homenaje a Aranguren, (Ariel)–, de Sánchez de Zavala, Emilio Lledó, Javier Muguerza, Francisco Gracia, Alfredo Deaño, J. del Val, etcétera). Evidentemente, todos estos debates sobre temas de “lingüística no lingüística” propenden mucho más hacia la “cuestión alfa” de lo que podían haber sido como metaciencia de la “lingüística-lingüística”, de la que este año tenemos dos muestras importantes: el segundo Simposio sobre las Ciencias de la información, organizado por el profesor Garrido en la Universidad de Valencia (mayo), y el libro de uno de los hombres en quienes el “pensamiento español” –esta vez bajo la forma de pensamiento científico, técnico– alcanza niveles de verdadero ingenio y rigor; los Estudios de gramática funcional del español (Gredos), del catedrático de Oviedo Emilio Alarcos.

¿Y el coloquio Lefebvre, con la polémica consecutiva, no fue también otro núcleo de cristalización de la “cuestión alfa”? Lefebvre era para muchos el modelo de un pensamiento “liberado”, el Lefebvre del Manifeste differentialiste (Gallimard, 1970). Un pensamiento “liberado” del formalismo y del dogmatismo; pero ¿no era mejor el Lefebvre “encadenado” a una verdad objetiva –aunque la impusiera Stalin– y a un rigor analítico –aunque lo imponga la lógica– que un Lefebvre quizá demasiado cotidiano y trivial? Cualquiera que sea la opinión que Lefebvre nos merezca, creo que hay que reconocer a los organizadores del coloquio, y en especial a Luis Martín Santos, el mérito de haber logrado convocar en pleno verano a más de un centenar de españoles para discutir, a propósito de Lefebvre, sobre la realidad y posibilidad de su propio pensamiento, sobre su metodología y sobre su futuro. Y esto es un episodio importante del “pensamiento español” de 1970.

5. En cuanto a las “fórmulas supletorias”, a las cuales con frecuencia se recurre para dar por resuelta la “cuestión alfa”, poco puedo decir, sino demuestran el estado embrionario y todavía poco erudito del “pensamiento español” en 1970. Es muy estimable el rigor analítico: la dificultad consiste en mantenerlo cuando lo utilizamos para tratar cuestiones interesantes, verdaderamente interesantes (aunque, directa o indirectamente, en el fondo todo es interesante). Las fórmulas dialécticas suelen, en cambio, tratar de cuestiones verdaderamente interesantes, pero no basta apelar a la fórmula “conexión dialéctica” para que esta conexión esté efectivamente realizada. Es muy interesante al respecto el estilo de una especie de manifiesto que el equipo editorial de Comunicación publicó este verano en Triunfo. Impresiona la pobreza conceptual del equipo comparada, por ejemplo, con el nivel de quienes, como Badiou, en Francia, han planteado problemas similares (Le concept de modèle, Maspero, 1969). No se trata de que digan errores, sino de que las fórmulas que utilizan son propias de profanos, no consagrados full time a estos estudios, y que no conocen todavía las trampas de la gramática; se dejan sorprender por un quiasmo que sale al paso (“no debe reducirse a una práctica teórica: el rigor ha de culminar en una teoría práctica”) y lo toman por solución, sin ser conscientes de que la cuestión es la que ha vuelto a ser replanteada. ¿Qué es una “teoría-práctica”? “La que es capaz de transformar la realidad, de cambiar el sistema”. Sin duda. Pero la teoría nazi cambió profundamente la realidad alemana, y en particular el sistema de los judíos alemanes. “No es eso lo que queremos decir”. Respondo: “Me lo supongo, pero aquí no se trata de querer o no querer decir algo, sino de saberlo decir, de poseer los instrumentos conceptuales o de no poseerlos, y no limitarse a nombrarlos, o ni siquiera eso. Y, por otra parte, existen también instrumentos que, como un pico y una pala, también sirven para transformar la realidad. Muchos de quienes carecen de aptitudes teóricas darían mucho mayor rendimiento revolucionario valiéndose del pico y de la pala que de la pluma y del papel. (¿Y quién ha dicho que aquellos instrumentos sean menos dignos que éstos?)”.

Y termino refiriéndome a lo que me parece el mal endémico del “pensamiento español” de 1970, particularmente cuando se realiza en sus marcos mundanos, si, además, son de la serie segunda: la confusión entre el estilo de pensamiento que podríamos llamar abstracto y el estilo de pensamiento que puede llamarse genérico. El concepto de “aceleración angular” es abstracto; el concepto de “tomar una curva” es meramente genérico. Y el peligro reside en que la forma gramatical de expresar estos estilos puede ser muy similar. Con esto no quiero decir que el pensamiento abstracto, por el mero hecho de serlo, ya es un pensamiento verdadero; pero es ya verdadero pensamiento. Tal sería el caso, a mi juicio, del pensamiento de Tierno Galván, pensamiento discutible, sin duda, pero potente. Pero para muchos, situados en una perspectiva que llaman concreta, da lo mismo ocho que ochenta. Peor aún: creen que el pensamiento, por ser abstracto, ya es automáticamente nebuloso y estratosférico –cuando el pensamiento abstracto se caracteriza por su modo, no por su contenido–. Se puede pensar muy en abstracto sobre los regionalismos españoles, sobre la E. T. A., y se puede pensar genéricamente, con criterios blandos: para muchos no hay diferencia en el rango de pensamiento, y, a lo sumo, las diferencias se sitúan como meras diferencias de opinión. Pero sin la ayuda del pensamiento abstracto, los intereses concretos desfallecen en el oportunismo y en el sentimentalismo “humanitarista”. “Porque el pensamiento abstracto –decía Lenin–, cuando es verdadero, no nos aleja de la realidad, sino que nos aproxima a ella”. Estamos necesitados de una disciplina de hierro en el pensamiento abstracto, nosotros, los españoles, una vez rota la disciplina escolástica que, en cualquier caso, representaba la tradición de la disciplina platónica (es muy distinto arremeter contra la Escolástica habiendo asimilado previamente su disciplina, que careciendo de ella y, en realidad, de toda disciplina: “Esta tiranía, esta arbitrariedad, esta grandiosa y rigurosa estupidez, han ‘adiestrado” al espíritu”, Nietzsche, Más allá del bien y de mal, 1888).

El “pensamiento” español es todavía, hoy por hoy, un inmenso vacío, rellenado en parte por las traducciones –y nunca podremos encarecer bastante la labor de tantas editoriales solventes: Grijalbo, Siglo XXI, Tecnos, Ayuso... al respecto–. Porque el 95 por 100 de nuestras energías se nos van en fabricar novelas y cuentos, y es un porcentaje excesivo. Ahora que tantos estudiantes se sienten maestros es cuando, más que nunca, los que somos maestros por oficio debemos sentirnos estudiantes. Tenemos que saber que sabemos muy poco, que hay muy pocos sabios entre nosotros. Pero es necesario que los haya. ■ G. B.

{El original impreso va acompañado de cuatro fotografías de Henri Lefebvre, Carlos Castilla del Pino, José Luis López-Aranguren y Bertrand Russell, con estos pies: “¿No era mejor el Lefebvre encadenado que un Lefebvre quizá demasiado cotidiano y trivial?” “Castilla del Pino tiene al mérito de la claridad y juega con la ventaja de su gran experiencia clínica.” “Teoría y sociedad fue el homenaje de algunos profesionales de la Filosofía (Sánchez de Zavala, Lledó, Muguerza, Gracia, Deaño, Del Val,...) al profesor Aranguren.” “Hubo también algún homenaje a Bertrand Russell a su muerte.”} → Facsímil del original impreso