Discurso preliminar
I
La humanidad vive, la sociedad marcha, los pueblos sufren cambios y vicisitudes, los individuos obran. ¿Quién los impulsa? ¿Es la fatalidad? ¿Hemos de suponer la sociedad humana abandonada al acaso, o regida solo por leyes físicas y necesarias, por las fuerzas ciegas de la naturaleza, sin guía, sin objeto, sin un fin noble y digno de tan gran creación? Esto, sobre arrancar al hombre toda idea consoladora, sobre secar la fuente de toda noble aspiración, sobre esterilizar hasta la virtud más fundamental de nuestra existencia, la esperanza, equivaldría a suprimir todo principio de moralidad y de justicia, de bien y de mal, de premio y de castigo, sería hacer de la sociedad una máquina movida por resortes materiales y ocultos. Referiríamos impasibles los hechos, y nos dispensaríamos del sentimiento y de la reflexión. Veríamos morir sin amor y sin lágrimas al inocente, y contaríamos sin indignación los crímenes del malvado: mejor dicho, no habría ni criminales ni inocentes; unos y otros habrían sido arrastrados por las leyes inexorables de su respectivo destino, no habrían tenido libertad. Desechemos el sombrío sistema del fatalismo; concedamos más dignidad al hombre, y más altos fines al gran pensamiento de la creación.
Por fortuna hay otro principio más alto, más noble, más consolador, a que recurrir para explicar la marcha general de las sociedades, la Providencia, que algunos no pudiendo comprenderla han confundido con el fatalismo. Aun suponiendo que los libros santos no nos hubieran revelado esa Providencia que guía al universo en su majestuosa marcha por las inmensidades del tiempo y del espacio, nada mejor que la historia pudiera hacerla adivinar, enseñándonos a reconocerla por ese encadenamiento de sucesos con que el género humano va marchando hacia el fin a que ha sido destinado por el que le dio el primer impulso y le conduce en su carrera. Dado que el orden providencial fuera tan inexplicable como el fatalismo, le preferiríamos siquiera fuese solamente por los consuelos que derrama en el corazón del hombre la santidad de sus fines. El que trazó sus órbitas a los planetas, no podía haber dejado a la humanidad entregada a un impulso ciego.
Creemos, pues, con Vico, en la dirección y el orden providencial, y admitimos además con Bossuet, según en el prólogo apuntamos, la progresiva tendencia de la humanidad hacia su perfeccionamiento; y que este compuesto admirable de pueblos y de naciones diferentes, de familias y de individuos, va haciendo su carrera por el espacio inmenso de los siglos, aunque a las veces parezca hacer alto, a las veces parezca retroceder, hasta cumplir el término de la vida: es una pirámide cuya base toca en la tierra, y cuya cúspide se remonta a los cielos.
He aquí los dos grandes y luminosos fanales que nos han guiado en nuestra historia. De esta escala de Jacob procuramos servirnos para subir de los hechos a la explicación del principio, y para descender alternativamente a la comprobación del gran principio por la aplicación de los sucesos.
En esta marcha majestuosa, los individuos mueren y se renuevan como las plantas; las familias desaparecen para renovarse también; las sociedades se trasforman, y de las ruinas de una sociedad que ha perecido nace y se levanta otra sociedad nueva. Pasan esos eslabones de la cadena del tiempo que llamamos siglos: y al través de estas desapariciones, de estas muertes, y de estas mudanzas, una sola cosa permanece en pie, que marchando por encima de todas las generaciones y de todas las edades, camina constantemente hacia su perfección. Esta es la gran familia humana. «Todos los hombres, dijo ya Pascal, durante el curso de tantos siglos pueden ser considerados como un mismo hombre que subsiste siempre, y que siempre está aprendiendo.» Gigante inmortal que camina dejando tras sí las huellas de lo pasado, con un pie en lo presente, y levantando el otro hacia lo futuro. Esta es la humanidad, y la vida de la humanidad es su historia.
Como en todo compuesto, así en este gigantesco conjunto cada parte que le compone tiene una función propia que desempeñar. Cada individuo, cada familia, cada pueblo, cada nación, cada sociedad ha recibido su especial misión, como cada edad, cada siglo, cada generación tiene su índole, su carácter, su fisonomía, todo en relación a la vida universal de la humanidad. ¿Cómo concurre cada una de estas partes a la vida y a la perfección de la gran sociedad humana? No es fácil ciertamente penetrar todas las armonías secretas del universo. Entre muchas relaciones que se comprenden, escápanse otras infinitas a la sagacidad del entendimiento humano. A veces un acontecimiento grande, ruidoso, universal, revela a las naciones que a él han cooperado el objeto y fin de su marcha anterior, hasta entonces de ellas mismas desconocido. No extrañamos que esto fuese ignorado de los antiguos, porque faltaban las lecciones prácticas de los grandes ejemplos; pero hoy la humanidad ha vivido ya mucho, ha salido de su menor edad, ha visto y sufrido muchas trasformaciones, y ha podido apercibirse de su destino, y aprender en lo conocido las conexiones secretas de lo que le resta por conocer. Pongamos un ejemplo.
Una generación antigua, dividida en grupos de naciones, avanzaba hacia un fin que conocía solo el que guiaba secretamente el movimiento, al modo que las legiones de un gran ejército concurren a un punto dado por caminos y direcciones diferentes para encontrarse reunidas en un mismo día, sin que nadie penetre el objeto sino el general en jefe que ha dispuesto aquella combinación de evoluciones. Ocurrió la proclamación del cristianismo en las naciones del mundo y la gran catástrofe de la caída del imperio romano. Y entonces pudieron conocer los pueblos de la antigüedad que todos habían contribuido sin saberlo a aquella grande obra de la regeneración humana. Entonces pudo penetrar el filósofo que no en vano la Providencia había colocado la cabeza de aquel imperio en el centro del Mediterráneo, que no en vano había dotado al pueblo-rey de aquel espíritu incansable de conquista; porque era necesario un poder, que poniendo en comunicación todos los territorios, todas las naciones mediterráneas, conquistador primero y civilizador después, difundiera por todas aquellas regiones un mismo lenguaje, una misma religión, un mismo derecho. Necesario era que se desplomara aquel grande imperio al soplo del cristianismo; necesario era que la Italia, las Galias, la España, el África, la Grecia, el Asia Menor, la Siria, el Egipto, la Judea, que después de estar sometidos el judaísmo y el politeísmo a una sola voluntad, presenciaron aquella general trasformación, para que el mundo antiguo se convenciera de que llevaba en sí el secreto defecto de un principio insuficiente para sostener la vida, y de que si el género humano había de seguir marchando hacia su perfección necesitaba ya de otra religión, de otra civilización, de otra vida.
Tenemos, pues, fe en el dogma de la vida universal del mundo, que se alimenta de la vida de todos los pueblos, de todas las regiones, de todas las castas, y de todas las edades. Que cuando la vida humana ha gastado su alimento en unos climas, pasa a rejuvenecerse en otros donde halla savia abundante. Que cada edad que pasa, cada trasformación social que sucede, va dejando algo con que enriquecer la humanidad, que marcha adornada con los presentes de todas. Levántase a veces un genio exterminador, y el mundo y presencia el espectáculo de un pueblo que sucumbe a sus golpes destructores; pero de esta catástrofe viene a resultar, o la libertad de otros pueblos, o el descubrimiento de una verdad fecundante, o la conquista de una idea que aprovecha a la masa común del género humano. A veces una creencia que parece contar con escaso número de seguidores, triunfa de grandes masas y de poderes formidables. Y es que cuando suena la hora de la oportunidad, la Providencia pone la fuerza a la orden del derecho, y dispone los hechos para el triunfo de las ideas. A veces pueblos, sociedades, formas, suelen desaparecer a los sentidos externos; y es que la vida social ha alcanzado bajo nuevas formas y en nuevas alianzas el siguiente período de su desarrollo, y nuevas generaciones van a funcionar con más robusta vida en el mismo teatro en que otras perecieron.
Creemos pues también en la progresiva perfectibilidad de la sociedad humana, y en el enlace y sucesión hereditaria de las edades y de las formas que engendran los acontecimientos, todos coherentes, ninguno aislado, aun en las ocasiones que parece ocultarse su conexión. Para nosotros es una gran verdad el célebre dicho de Leibnitz: «Lo presente, producto de lo pasado, engendra a su vez lo futuro.»
Líbrenos Dios de acoger la desconsoladora idea del continuo deterioro de nuestra especie, que formuló Horacio diciendo: «La edad de nuestros padres, peor que la de nuestros abuelos, nos produjo a nosotros, peores que nuestros padres, y que daremos pronto el ser a una raza más depravada que nosotros.»
Aetas parentum, pejor avis, tullit
Nos nequiores, mox daturos
Progeniem vitiosiorem.
Idea que descubre la imperfección de la filosofía pagana. Nosotros repetimos con un filósofo cristiano:
«Es la misión de los siglos modernos adelantar y luchar, y si la palabra de Dios no es engañosa, irá desarrollándose y realizándose cada vez más la ley del amor y de la justicia; y como en ella consiste asimismo el perfeccionamiento del orden moral, será infalible el progreso, porque habrá venido a ser la ley natural de la humanidad.»
Tan lejos estamos de creer en el empeoramiento sucesivo de la raza humana, que no veríamos con complacencia volver los tiempos del mismo Horacio. Con todos los males que sentimos, con todas las miserias que lamentamos, no cambiaríamos la edad presente por las que la precedieren, salvos cortos y parciales períodos de pasajera felicidad, que habrán sido el estado excepcional de un pueblo, no la condición normal del mundo. Aunque una historia universal lo probaría mejor, la de España lo acreditará cumplidamente.
Si no temiéramos hacer de este discurso una disertación filosófico-moral, expondríamos cómo entendemos nosotros la conciliación del libre albedrío con la presciencia, y cómo se conserva la libertad moral del hombre en medio de las leyes generales e inmutables que rigen el universo bajo la culta acción de la Providencia. Pero no es ocasión de probar; nos contentamos con exponer nuestros principios, nuestro dogma histórico. Y anticipadas estas ideas, que hemos creído oportuno indicar para que se conozca el punto de vista bajo el cual consideramos la historia, creemos llegado el caso de circunscribirnos a la particular de España, objeto de nuestros trabajos, y de echar una ojeada general sobre cada una de sus épocas, para ver cómo se fue formando en lo material y en lo político esto que hoy constituye la monarquía española.
II
Si la estructura de este compuesto sistemático de territorios que nombramos Europa revela el grandioso plan del Criador para la gran ley de la unidad en la variedad; si esas divisiones geográficas parecen hechas y concertadas para que dentro de cada una de ellas pueda encontrar cada sociedad las condiciones necesarias para una existencia propia; si aun suponiendo la Europa ocupada por un solo pueblo habríamos de ver tendencias irresistibles a la partición de esta gran república en grupos distintos, que aspiraran a formar cada cual una nacionalidad aparte; ¿quién no descubre en la situación geográfica de España la particular misión que está llamada a cumplir en el desarrollo del magnífico programa de la vida del mundo? Cuartel el más occidental de Europa, encerrado por la naturaleza entre los Pirineos y los mares, divididas sus comarcas por profundos ríos y montañas elevadísimas, como delineadas y colocadas por la mano misma del grande artífice, parece fabricado su territorio para encerrar en sí otras tantas sociedades, otros tantos pueblos, otras tantas pequeñas naciones, que sin embargo han de amalgamarse en una sola y común nacionalidad que corresponda a los grandes límites que geográficamente le separan del resto de las otras grandes localidades europeas. La historia confirmará los fines de esta física organización.
Así desde que los primeros pobladores se derraman por las varias zonas de su territorio, al paso que se van asentando en sus diferentes comarcas, la variedad del clima y de las producciones de cada suelo, la dificultad que el terreno presenta para mantener relaciones entre las familias que se segregan, los hace ir contrayendo hábitos y ocupaciones diferentes. Intereses locales diversos, muchas veces encontrados, aflojan los vínculos sociales entre la familia común, al tiempo que ligan y estrechan los de los moradores de cada localidad. Grupos primero, tribus después, pueblos y naciones más adelante, llegan a guerrear entre sí, o por la necesidad de ensancharse, o por incompatibilidad de intereses, o por rivalidades que siempre se suscitan entre vecinos pueblos, tratándose como extraños, y olvidándose al parecer de su común origen. Pero en medio de esta diversidad de tendencias y de genios, se conserva siempre un fondo de carácter común, que se mantiene inalterable al través de los siglos, que no bastan a extinguir ni guerras intestinas ni dominaciones extrañas, y que anuncia habrá de ser el lazo que unirá un día los habitantes del suelo español en una sola y gran familia, gobernada por un solo cetro, bajo una sola religión y una sola fe. Y cuando con el trascurso de los tiempos se cumple este destino providencial del pueblo español, entonces conservando la España su fisonomía especial, se desarrolla su vida en orden inverso. Antes, al través del fraccionamiento y de la variedad manteníase vivo un fondo de carácter que recordaba la identidad del antiguo origen y hacía presagiar la unidad futura; después, en medio de la unidad conservan los pueblos sus especiales y primitivos hábitos, y con el recuerdo de lo que fueron, las tendencias al aislamiento pasado. Antes la unidad en la variedad, después la variedad en la unidad. Pueblo siempre uno y múltiple, como su estructura geográfica, y cuya particular organización hace sobremanera complicada su historia, y no parecida a la de otra nación alguna.
Y a pesar de tener tan en relieve designados sus naturales límites, jamás pueblo alguno sufrió tantas invasiones. El Oriente, el Norte y el Mediodía, la Europa y el África, todos se conjuran sucesivamente contra él. Pero tampoco ninguno ha opuesto una resistencia tan perseverante y tenaz a la conquista. A fuerza de tenacidad y de paciencia acaba por gastarlos a todos, y por vivir más que ellos.
El valor, primera virtud de los españoles, la tendencia al aislamiento, el instinto conservador y el apego a lo pasado, la confianza en su Dios y el amor a su religión, la constancia en los desastres y el sufrimiento en los infortunios, la bravura, la indisciplina, hija del orgullo y de la alta estima de sí mismo, esa especie de soberbia, que sin dejar de aprovechar alguna vez a la independencia colectiva, le perjudica comúnmente por arrastrar demasiado a la independencia individual, germen fecundo de acciones heroicas y temerarias, que así produce abundancia de intrépidos guerreros, como ocasiona la escasez de hábiles y entendidos generales, la sobriedad y la templanza, que conducen al desapego del trabajo, todas estas cualidades que se conservan siempre, hacen de la España un pueblo singular que no puede ser juzgado por analogía. Escritores muy ilustrados han incurrido en errores graves y hecho de ella inexactos juicios, no imaginando que pudiera haber un pueblo cuyas condiciones de existencia fuesen casi siempre diferentes, muchas veces contrarias a las del resto de Europa.
¿Qué más? Como si la Providencia hubiera querido hacer resaltar del modo más visible el destino especial de esta península, colocó al lado del pueblo más vivo y más impaciente, el más bien hallado con sus antiguos hábitos; al lado del más descontentadizo y dado a las novedades, el menos agitado por los cuidados del porvenir; de la nación más activa y más voluble, la menos aficionada a crearse nuevas y facticias necesidades: como si estuviesen destinados los dos vecinos pueblos, Francia y España, a contrabalancear la impetuosa fogosidad del uno con la fría calma del otro, o a alentar el instinto estacionario de este con el afán innovador de aquel. ¡Cuántas veces ha influido en bien de la vida universal de la humanidad este carácter compensador de los dos pueblos más occidentales de Europa!
Y no obstante, cuando este país, habitualmente inactivo, rompe su natural moderación, y rebosando vida y robustez se desborda con un arranque de impetuosidad desusada, entonces domina y sujeta otros pueblos sin que baste nada a resistirle, descubre y conquista mundos, aterra, admira, civiliza a su vez, para volver a encerrarse en sus antiguos límites, como los ríos que vuelven a su cauce después de haber fecundado en su desbordamiento dilatadas campiñas.
Mas el apego a lo pasado no impide a la España seguir, aunque lentamente, su marcha hacia la perfectibilidad; y cumpliendo con esta ley impuesta por la Providencia, va recogiendo de cada dominación y de cada época una herencia provechosa, aunque individualmente imperfecta, que se conserva en su idioma, en su religión, en su legislación y en sus costumbres. Veremos a este pueblo hacerse semi-latino, semi-godo, semi-árabe, templándose su rústica y genial independencia primitiva con la lengua, las leyes y las libertades comunales de los romanos, con las tradiciones monárquicas y el derecho canónico de los godos, con las escuelas y la poesía de los árabes. Verémosle entrar en la lucha de los poderes sociales que en la edad media pugnan por dominar en la organización de los pueblos. Veremos combatir en él las simpatías de origen con las antipatías de localidad; las inmunidades democráticas con los derechos señoriales, la teocracia y la influencia religiosa con la feudalidad y la monarquía. Verémosle sacudir el yugo extranjero, y hacerse esclavo de un rey propio; conquistar la unidad material, y perder las libertades civiles; ondear triunfante el estandarte combatido de la fe, y dejar al fanatismo erigirse un trono. Verémosle más adelante aprender en sus propias calamidades y dar un paso avanzado en la carrera de la perfección social; amalgamar y fundir elementos y poderes que se habían creído incompatibles, la intervención popular con la monarquía, la unidad de la fe con la tolerancia religiosa, la pureza del cristianismo con las libertades políticas y civiles; darse, en fin, una organización en que entran a participar todas las pretensiones racionales y todos los derechos justos. Veremos refundirse en un símbolo político así los rasgos característicos de su fisonomía nativa como las adquisiciones heredadas de cada dominación, o ganadas con el progreso de cada edad. Organización ventajosa relativamente a lo pasado, pero imperfecta todavía respecto a lo futuro, y al destino que debe estar reservado a los grandes pueblos según las leyes infalibles del que los dirige y guía.
¿Cómo ha ido pasando la España por todas estas modificaciones? ¿Cómo ha ido llegando el pueblo español al estado en que hoy a nuestros ojos se presenta? ¿Cómo se ha ido desarrollando su vida propia y su vida relativa? Echemos una ojeada general por su historia: examinemos rápidamente cada una de sus épocas.
III
El Asia, cuna y semillero de la raza humana, surte de pobladores a Europa. Tribus viajeras, que a semejanza del sol caminan de Oriente a Occidente, vienen también a asentarse en este suelo que tomó después el nombre de España. Los primeros moradores de que las imperfectas y oscuras historias de los más apartados tiempos nos dan noticia, son los Iberos.
Pero otra raza de hombres viene a turbar a los Iberos en la pacífica posesión de la península. Los Celtas, hombres de los bosques, no tardan en chocar con los Iberos, hombres del río. Mas, o demasiado iguales en fuerzas para poderse arrojar los unos a los otros, o conocedores en medio de su estado incivil de sus comunes intereses, acaban por aliarse y formar un solo pueblo bajo el nombre de Celtíberos. Acaso prevalezca el carácter ibérico sobre el celta, y le imprima su civilización relativa. Y aunque las dos primitivas razas conserven algunos rasgos distintivos de su carácter, sus cualidades comunes, tales como nos las pinta Estrabón en el monumento que arroja más luz sobre aquellos tiempos ante-históricos, son el valor y la agilidad, el rudo desprecio de la vida, la sobriedad, el amor a la independencia, el odio al extranjero, la repugnancia a la unidad, el desdén por las alianzas, la tendencia al aislamiento y al individualismo, y a no confiar sino en sus propias fuerzas.
Los iberos y los celtas son los creadores del fondo del carácter español. ¿Quién no ve revelarse este mismo genio en todas las épocas, desde Sagunto hasta Zaragoza, desde Aníbal hasta Napoleón? ¡Pueblo singular! En cualquier tiempo que el historiador le estudie encuentra en él el carácter primitivo, creado allá en los tiempos que se escapan a su cronología histórica.
Menester era, no obstante, que la civilización de otros pueblos más adelantados viniera a suavizar algún tanto la ruda energía de aquellos primeros pobladores. La Biblia había elogiado el oro de Tharsis, y creíase que los Campos Elíseos de Homero eran las riberas del Betis. Alicientes eran estos que no podían dejar de excitar la codicia de los especuladores fenicios, los más acreditados navegantes de su tiempo, y pronto se vio a los bajeles tirios aportar a las playas meridionales de España. El litoral de la Bética se abre sin dificultad a aquellos mercaderes inofensivos, que parece no vienen a hostilizar el país, sino a erigir un templo a Hércules, y a cambiar artefactos desconocidos por un oro cuyo precio tampoco conocen los naturales. Ellos avanzan, establecen factorías de comercio, explotan minas, trasportan las riquezas a Tiro, y dejan a los iberos algunas mercancías y las primeras semillas de una civilización.
Resonaba ya en Grecia la fama de las riquezas de nuestra península, y a su vez los griegos de Rodas, los de Zante y los focenses, acuden a este suelo afortunado; fundan a Rosas, Sagunto, Denia y Ampurias, y enseñan a los españoles el culto de Diana y el alfabeto de Cadmo, aprendido de los fenicios y modificado por ellos. Tampoco oponen los naturales gran resistencia a los nuevos colonizadores, porque hasta ahora solo han experimentado los dos más suaves sistemas de civilización, el del comercio y el de las letras.
Pero no tardan los fenicios en inspirar recelos a los indígenas, que apercibidos de su credulidad, y viendo de mal ojo la arrogancia de aquellos, y el ascendiente que les permite tomar su excesiva opulencia, comienzan a dar las primeras muestras de su humor independiente y altivo, y no dejan gozar de reposo a los colonos de Cádiz, guerreándolos y hostigándolos sin piedad. Los gaditanos en su apuro acuden en demanda de auxilio a sus hermanos de Cartago, colonia también de Tiro e hija suya emancipada, que habiendo asesinado a su madre por heredarla, no es extraño que se propusiera matar también a su hermana de Cádiz fingiéndose su protectora.
El ataque de los españoles a los fenicios es la primera protesta seria de su independencia; la venida de los cartagineses, el primer anuncio de las rudas pruebas que los aguardan; y la expulsión de los fenicios por sus hermanos de Cartago, el primer ejemplo que en España se ofrece de cómo los auxiliadores invocados suelen trocarse en dominadores y enemigos. En nuestra historia veremos cuán fácilmente olvidan los hombres estos aleccionamientos.
En efecto, apenas sientan los cartagineses su planta en España, estos mercaderes y guerreros sin corazón, atacan igualmente a fenicios, a griegos y a indígenas. A beneficio de la antigüedad y superioridad de sus armas subyugan el litoral, brecha siempre abierta a la invasión; pero no penetran en el inmenso laberinto de la España central sin tener que sufrir serios choques y obstinada resistencia de parte de un pueblo rudo, pero libre. La lucha dura siglos enteros, y Cartago conquista pero no domina.
Difiriose la conquista de España mientras la república entretenía sus ejércitos en las guerras de Sicilia y de África. Pero el león de Numidia, que no ha cesado de atisbar su presa en España, no esperaba sino una ocasión oportuna para lanzarse sobre ella. Preséntase esta ocasión después de la primera guerra púnica, y Cartago, que medita resarcirse en España de sus pérdidas de Sicilia, desemboca en ella sus mayores ejércitos y sus mejores generales. El genio de la conquista se encontró con el genio de la resistencia, y a Aníbal, el mayor guerrero del siglo, respondió Sagunto, la ciudad más heroica del mundo. De las ruinas humeantes de Sagunto salió una voz que avisó a las generaciones futuras de cuánto era capaz el heroísmo español. Trascurridos millares de años, el eco de otra ciudad de España, y con ella todo el pueblo, respondió a la voz de Sagunto, mostrando que al cabo de veinte siglos no había sido olvidado su alto ejemplo.
Roma aparece a su vez en nuestro suelo. Pero no viene a socorrer a Sagunto su aliada. Se le ha pasado el tiempo en meditarlo, y es tarde. Viene a distraer a sus rivales los cartagineses, que amenazaban acabar con el poder romano en el corazón mismo de la república, y desde entonces queda señalada, y como de mutuo y tácito acuerdo elegida esta región para teatro sangriento en que las dos más poderosas y eternamente enemigas repúblicas se han de disputar el imperio del mundo. Tratábase de decidir en esta lucha si la esclavitud del género humano saldría del senado de Cartago o del de Roma. Los españoles, en vez de aliarse entre sí para lanzar de su suelo a unos y a otros invasores, se hacen alternativamente auxiliares de los dos rivales contendientes, y se fabrican ellos mismos su propia esclavitud. Es el genio ibero, es la repugnancia a la unidad y la tendencia al aislamiento el que les hace forjarse sus cadenas. Hombres individualmente indomables, se harán esclavos por no unirse. Los veremos tenaces en conservar sus virtudes como sus defectos. Las mismas causas, los mismos vicios de carácter y de organización traerán en tiempos posteriores la ruina de España, o la pondrán al borde de su pérdida.
Decídese después de largas luchas en los campos españoles que el cetro del mundo pertenecerá a Roma. La cuestión no la resuelven ni la superioridad de las armas romanas sobre las cartaginesas, ni la de los talentos de Escipión sobre los de Aníbal. Resuélvenla los españoles mismos, que más simpáticos hacia los romanos, porque han tenido el artificio de presentarse más nobles y generosos hacia ellos, se identifican más con su causa, y les prestan mayor y más eficaz auxilio. Roma triunfa, y los cartagineses son expulsados de España. Quedaron aquí las cenizas de Amílcar y de Asdrubal, y muchos testimonios de la fe púnica. Por lo demás, ni una institución política, ni un pensamiento filantrópico, ni una idea humanitaria. Pasó su fugitiva dominación como aquellos meteoros que destruyen sin fecundar.
Escipión victorioso, pasa a Roma a dar gracias a Júpiter Capitolino. Escipión se creyó dueño de España con la expulsión de los cartagineses, y no había hecho sino vencer a Cartago en España. Lisonjeábase de haber añadido una provincia más al imperio, y se equivocó en doscientos años. Ni Escipión ni el senado pudieron imaginarse entonces que habían de pasar dos siglos antes de poder llamar a España provincia de Roma.
Ciertamente si todos los romanos hubieran sido Escipiones, si todos se hubieran conducido como el generoso vencedor de Cartagena, nada más fácil a Roma amiga que haberse convertido en Roma señora. Mas cuando los españoles se vieron tratados, no como aliados o amigos, sino como pueblo conquistado; cuando se vieron sometidos a una serie de avaros procónsules y de pretores codiciosos, explotadores procaces de sus riquezas, con un sistema regularizado de exacciones y de rapiñas en más ancha escala que las habían ejercido los cartagineses, entonces se apercibieron de su decepción, resucitó el innato y fiero humor independiente de los indígenas, y dio principio la guerra de resistencia, cadena perpetua de sumisiones y de rebeliones siempre renacientes, que comenzó por los ilergetes y acabó dos siglos después por los cántabros y astures, y que costó arroyos de sangre a los españoles y ríos de sangre a los romanos.
¡Cosa singular! Aquellos españoles que enseñaron al mundo de cuánto era capaz el genio de la independencia, ayudado del valor y de la perseverancia, no pudieron aprender ellos mismos la más sencilla de todas las máximas, la fuerza que da la unión. O tan desconocido, o tan opuesto era a su genio este principio de que un estado moderno ha hecho su símbolo nacional.
Viriato, ese tipo de guerreros sin escuela de que tan fecundo ha sido siempre el suelo español, que de pastores o bandidos llegan a hacerse prácticos y consumados generales; Viriato derrota cuantos pretores o cónsules y cuantas legiones envía Roma contra él. Pero los españoles, en vez de agruparse en derredor de la bandera de tan intrépido jefe, permanecen divididos, y Viriato pelea aislado con sus bandas. Aun así desbarata ejércitos, y hace balancear el poder de la república, que en su altivez no se avergüenza de pedirle la paz; y no sabemos dónde hubiera llegado, si la traición romana no hubiera clavado el puñal asesino en el corazón del generoso guerrero lusitano. ¿Qué fuera si le hubiera ayudado el resto de los españoles?
Numancia, la inmortal Numancia, que probó con su ejemplo lo que nadie hubiera creído, a saber, que cabía en lo posible exceder en heroísmo y en gloria a Sagunto; Numancia, terror y vergüenza de la república, vencedora de cuatro ejércitos con un puñado de valientes; Numancia, cuando se ve apurada, aunque no combatida, por el formidable ejército de Escipión, demanda socorro a sus vecinos; sus mandatarios le imploran de pueblo en pueblo, pero en vez de auxilio eficaz encuentran solo una compasión estéril, y Numancia se defiende sola y entregada a sus propias y escasas fuerzas. Así con todo, el mundo duda por algún tiempo cuál de las dos será la vencedora y cuál la vencida, si Roma o Numancia, si la señora del orbe o la pobre ciudad de la Celtiberia. ¿Qué hubiera sido pues de Roma y de los romanos, si los jamás confederados españoles hubieran unido sus fuerzas, aisladamente formidables, en torno del guerrero o de la ciudad, de Viriato o de Numancia?
Pero si los españoles, entonces medio inciviles, no aprendieron en dos siglos de costosa prueba a emplear el medio de la unión que hubiera podido darles el triunfo, aún es más de maravillar que la civilizada Roma no empleara a su vez otro medio de conquista más suave, más pronto y más seguro que el de las armas, y más económico de sangre y de esfuerzos, el de ganar los corazones de los españoles con la generosidad.
Aníbal había fingido amarlos, y fue la causa de que a pesar del sacrificio de Sagunto le siguieran aquellos españoles que le dieron los triunfos de Trasimeno y Cannas. Los Escipiones hallaron auxiliares donde quiera que supieron buscar amigos, y ganando primero los corazones de los españoles, ganaban después batallas a los cartagineses. Más tarde Sertorio, proscrito romano, busca un asilo en España, estudia el carácter de este pueblo, tan indomable por el rigor como fácil de ganar por la dulzura, le encuentra agriado por las injusticias de Roma, le acaricia, halaga el orgullo nacional, se muestra justo y benéfico, y captándose el afecto de los naturales, acuden estos en masa en derredor de un hombre, que en el hecho de ser generoso y justo ha dejado de ser para ellos extranjero. El proscrito de Sila se encuentra al poco tiempo en actitud de desafiar la república, y a punto de emancipar la España o de hacer de ella una segunda Roma. Y si no se completó su obra, fue porque Sertorio tuvo la virtud y el defecto de no acabar de hacerse español y no querer dejar de ser romano. A pesar de esto, Sertorio perece víctima de la negra traición de un general, romano como él, y los soldados españoles llevan su fidelidad al jefe extranjero hasta el punto de darse la muerte por no sobrevivirle.
Tal había sido constantemente su conducta. Y sin embargo de estos ejemplos, Roma siempre ciega, no aprendió nunca a ser generosa, como España, siempre crédula y siempre fraccionada, no aprendió nunca ni a desconfiar ni a unirse. Ni Roma ni España aprendieron lo que les convenía, y estuvieron 200 años destrozándose sin conocerse.
Venció por último el número al valor, y se decidió en los campos ibéricos que Roma quedaba señora de España y del mundo. Restaba saber a cuál de los jefes que representaban las parcialidades o bandos que dentro de la misma república se disputaban el cetro de la universal dominación, le quedaría ésta adjudicada. También tuvo España el triste privilegio de ser el teatro escogido para el desenlace de este drama largo y sangriento. Los españoles, incorregiblemente sordos a la voz de la unidad, fáciles en apasionarse de los grandes genios, y fieles siempre a los que una vez juraban devoción o alianza, en vez de limitarse a presenciar con ojo pasivo e indiferente, o a celebrar en un caso con maliciosa y perdonable sonrisa cómo agotaban entre sí sus fuerzas los dos ambiciosos rivales, cometieron la última imprudencia, la de pelear, ya en favor de César, ya en el de los Pompeyos, acabando así de forjarse los hierros de su esclavitud, que esto y no otra cosa podían esperar cualquiera que fuese el que ciñera el laurel de la victoria.
En los campos de Munda se pronunció el fallo que declaró al vencedor de Farsalia dueño de España y del orbe. En aquel vasto cementerio de cadáveres romanos quedó sepultada la independencia española. César redondea su conquista apoderándose de unas pocas ciudades todavía rebeldes, y dando por terminado el papel de conquistador, comienza el de político, regularizando una administración en la Península, de cuya pureza, sin embargo, no dejó consignado el mejor ejemplo personal. Sin duda aquel mismo Hércules de Cádiz, que antes había visto a César obligar al ávido Varrón a devolver los tesoros que había robado de su templo, no debió ver con satisfacción a aquel mismo César despojarle de ellos a su vez. Pero hacíanle falta para ganar la venalidad del pueblo romano, y comprar a peso de oro los votos de los comicios.
Debieron lisonjear mucho al vencedor los nombres de Julia o de Cesárea con que se apresuraron a apellidarse muchas poblaciones españolas, engalanándolos con algunas de las virtudes del conquistador.
Antes de salir de España quiso César plantar con su mano en la elegante Córdoba el famoso plátano que inmortalizó la graciosa musa del español Marcial: plátano que había de simbolizar la civilización romana, hasta que sobre sus secas raíces creciera, tiempo andando, en los mismos jardines de Córdoba la esbelta palma de Oriente, plantada por el califa poeta Abderrahman, emblema de otra civilización que reemplazaba a la romana; viniendo a ser aquella ciudad favorecida el centro de dos civilizaciones, representadas en dos árboles, plantados por las manos del genio del Mediodía y del genio del Oriente.
Parecía que no faltaba ya nada a Roma para ser señora absoluta de España; y así hubiera acontecido en todo otro país en que estuviera menos arraigado el amor a la independencia. Pero habíase este refugiado y conservábase en las montañas, último baluarte de las libertades de los pueblos, como las cuevas suelen ser el postrer asilo de la religión perseguida. Era ya Roma dueña del mundo, y solamente no lo era todavía de algunos rincones de España habitados por rudos montañeses, en cuyas humildes cabañas no había logrado penetrar ni el genio de la conquista ni el genio de la civilización. Los cántabros y los astures se atrevieron todavía a desafiar ellos solos, pocos, pobres e incivilizados, el poderío inmenso de la justamente enorgullecida Roma. Parece que la soberbia romana hubiera debido mirar con desdeñosa indiferencia la temeraria protesta de aquellas pobres gentes, como los últimos impotentes esfuerzos de un moribundo. Y, sin embargo, fue menester que el mismo Augusto descendiera del solio que el mundo acababa de erigirle, para venir en persona a combatir a un puñado de montaraces. En esta desigual campaña pudo recoger un triunfo que no era posible disputarle, pero triunfo sin gloria; la gloria fue para los vencidos, que solo lo fueron o recibiendo la muerte o dándosela con propia mano.
Ya Augusto había cerrado solemnemente el templo de Jano, signo de dar por pacificado el mundo, y todavía de los riscos de Asturias, de allí donde en siglos posteriores había de revivir el fuego de la independencia, salió el último reto de la libertad contra la opresión. Augusto pudo avergonzarse de haberse anticipado a cerrar el templo del dios de las dos caras. Otra lucha todavía más desigual, y por lo tanto menos gloriosa para las armas romanas, acaba de decidir el triunfo definitivo. Los cántabros y astures, oprimidos por el número de sus enemigos, o buscan una muerte desesperada en las lanzas romanas, o se la dan con sus propios aceros: en los valles y en los montes se reproducen las escenas de Sagunto y de Numancia: las madres degüellan a sus propios hijos para que no sobrevivan a la esclavitud, y solo así logran las águilas romanas penetrar en las montuosas regiones de la Península.
«La España (ha dicho el más importante de los historiadores romanos), la primera provincia del imperio en ser invadida, fue la última en ser subyugada.» No somos nosotros, ha sido el primer historiador romano el que ha hecho la más cumplida apología del genio indomable de los hijos de nuestro suelo.
IV
Reducida España a simple provincia de Roma, con dioses, lengua, leyes y costumbres romanas, cesa o se interrumpe por siglos enteros la que podemos llamar su historia activa y propia, y comienza su historia política, si bien refundida en su mayor parte en la del antiguo mundo europeo.
Tocóle a Octavio Augusto llenar una de las más bellas misiones que pueden caber a un mortal, la de pacificar el mundo que César había conquistado; y España bajo la paz octaviana recibe la unidad y la civilización a cambio de la independencia perdida. Bajo su benéfica administración descansa España de sus largas guerras, y recibiendo un trato y unas mejoras a que no estaba acostumbrada, no es maravilla que levante templos y altares al primer señor del mundo a quien la lisonja humana había divinizado. Cierto que serían más hijas del cálculo que del sentimiento las virtudes que le merecieron la apoteosis, y que invocó a las musas para que cubrieran con laureles el cetro con que avasallaba al mundo. Pero los tiempos y los hombres vinieron a enseñar que le faltaba mucho a Augusto para ser el peor de los tiranos.
España vencida ganó en civilización lo que perdió en independencia. Recibió artes y letras, lenguaje, culto y leyes tutelares; vio su suelo cubierto de obras magníficas de utilidad y de belleza, de puentes, de acueductos, de grandes vías de comunicación abiertas por entre las barreras de sus montañas, y fue adquiriendo para sus naturales, ya derechos de ciudadanía, ya participación en las altas dignidades del imperio. Sufrió una catástrofe, y entró en el número de los pueblos civilizados. Trascurridos siglos, volverá a perder su unidad, y no volverá a recobrar su independencia y su integridad material sin el sacrificio de la libertad civil; hasta que con el tiempo logre amalgamar estos grandes bienes de los pueblos: que así lentamente y por extraños caminos van marchando las naciones en la larga carrera de su mejoramiento social.
En el cuadro siguiente veremos a España llorando a Augusto bajo Tiberio, y llegando a sentir a Tiberio bajo el perverso Calígula y los demás monstruos que deshonraron el trono imperial. Ella es la que liberta al mundo de la feroz tiranía de Nerón, siendo después mal correspondida por Galba. Vespasiano la dota de los derechos de ciudad latina. Tito la hace gozar de las dulzuras que derrama sobre el género humano, Trajano la enriquece de soberbios monumentos, es feliz bajo los Antoninos, agóbianla los Domicianos y los Decios, y participa de la común suerte de las provincias del imperio, según que en el trono imperial se sienta la virtud o el vicio, el lujo o la modestia, la magnificencia o la codicia, la dulzura filosófica o la tiranía brutal, o el desenfreno personificado y el desencadenamiento de todos los crímenes.
Aún en los siglos en que fue España una provincia del imperio tiene su historia propia y sus glorias especiales. Consultemos la misma historia romana, escrita por nuestros propios dominadores. «El primer cónsul extranjero que hubo en Roma (nos dice) fue un español. El primer extranjero que recibió los honores del triunfo, español también. El primer emperador extranjero, español igualmente.» ¡Dichoso suelo, que tuvo el privilegio de recoger las primicias de la participación que la señora del orbe se vio obligada a dar en las altas dignidades del imperio a otros que no fuesen romanos!
Ni fue solo un emperador el que España suministró a Roma. Trajano el Magnífico, Adriano el Ilustre, Teodosio el Grande fueron españoles. Marco Aurelio el Filósofo, era un vástago de familia española. Diríase que España se había propuesto abochornar a Roma, dándole emperadores virtuosos e ilustres a cambio de los pretores rapaces y de los gobernadores avaros que ella durante la conquista le había regalado.
Con no menor generosidad le pagó su ilustración literaria. No creería Roma que la semilla de esta educación había de caer en un suelo tan agradecido, que antes de trascurrir cincuenta años le había de volver España una literatura, y que a los Virgilios y Horacios del tiempo de Augusto había de responderle con los Lucanos y los Sénecas del tiempo de Nerón, ni menos que la literatura española habría de imprimir a la romana el sello de su gusto nativo y de trasmitirle hasta sus defectos: influencia que no tuvo la dicha de ejercer otra provincia alguna del imperio.
Debió no obstante España a su dominadora una institución, con la cual parece haberla querido consolar de la libertad que le había arrancado; institución destinada a aclimatarse en este suelo, y a ser el germen y el principio restaurador, no ya de su libertad primitiva, sino de otra libertad más culta y más regularizada. Verémosla plantarse, desarrollarse, crecer, ocultarse a veces, resucitar después, y bajo una forma u otra, o vencer o protestar perpetuamente contra todo lo que tienda a destruirla. Aún conservan el nombre de municipios esas pequeñas repúblicas comunales que más adelante se crearon en España, aunque modificadas en su organización y en sus funciones.
Pero la civilización romana era demasiado imperfecta para que pudiera llenar los altos fines de la creación. Era la civilización de la guerra, de la conquista y de la servidumbre, y el mundo necesitaba ya otra civilización más pura, más suave y más humanitaria. Sus dioses eran tan depravados como sus señores, y la humanidad no podía consolarse con un Olimpo de divinidades inmorales, y con un gobierno de hombres que se decretaban a sí mismos la apoteosis, que divinizaban los crímenes, y hacían dar culto a las bestias. La antigua sociedad iba cumpliendo el plazo que le estaba marcado, porque su corazón estaba tan gangrenado como los ídolos, y tenía que morir. Era menester un grande acaecimiento que cambiara la faz del mundo y regenerara la gran familia humana. Esta obra estaba prevista: sonó la hora del cumplimiento de las profecías, y nació el cristianismo.
Y vino el cristianismo al tiempo que debía venir, como todas las grandes revoluciones preparadas por Dios. Vino a dar la unidad al mundo, cuando la unidad se iba a disolver. Vino a reformar por la caridad una sociedad que la espada había formado y que la espada destruía. Vino a predicar la abnegación cuando la doctrina sensual del epicureísmo amenazaba acabar de corromper a los hombres, si algo les faltaba. Vino a inculcar el sacrificio incruento del espíritu cuando los sangrientos holocaustos humanos servían de placentero espectáculo a los hombres y a las matronas, y de alegre y sabroso recreo a las delicadas doncellas. Vino a enseñar que los esclavos que se arrojaban a pelear con las fieras y a servirles de pasto eran iguales a los emperadores ante la presencia de Dios. ¡Doctrina sublime!
Humilde al nacer el cristianismo, y lento en propagarse, como todo lo que está destinado a una duración larga y segura, va poco a poco minando sordamente el viejo y carcomido edificio de la gentilidad; poco a poco va subiendo desde la choza hasta el trono; desde la red del pescador hasta la púrpura imperial. Pero todavía después de haber enarbolado Constantino sobre el trono de los Césares el lábaro de la fe, los cargos públicos se conservaban en manos paganas, el senado era pagano, y los decrépitos ídolos tenían la jactancia de estar en mayoría y de creerse inmortales. Todavía en las márgenes del Duero recibían Diana y Pasiphae la ofrenda de una vaca blanca inmolada en celebridad de la superstición cristiana extinguida. Hombres y dioses se pagaban de estas ceremonias pueriles, mientras el cristianismo que daban por extinguido se iba infiltrando suavemente en los corazones y ganándolos al nuevo culto.
La nueva religión encomienda su triunfo a la tolerancia y a la caridad: la vieja religión apela para sostenerse a las fieras y a los patíbulos. Constantino, emperador cristiano, ordena que no se inquiete a nadie, que cada cual siga la religión que más guste, y que paganos e infieles sean igualmente considerados: los emperadores y procónsules paganos gritan: «Cristianos, a las hogueras; cristianos a los leones.» ¡Qué contraste! Pero las llamas que consumen el cuerpo de una doncella inocente, encienden la fe en el corazón de sus compañeras, y ganan al cristianismo multitud de vírgenes. La cuchilla del verdugo cercena el cuello de una víctima, y los hombres de valor, al observar que la fe cristiana inspira el heroísmo, proclaman que ellos también quieren ser héroes, y antes se cansan los brazos de los sacrificadores que falte quien se ofrezca al sacrificio. Otros se refugian a las catacumbas: el cristianismo no se compone solo de mártires y de héroes; admite también en su seno a los pobres de espíritu.
El martirio no podía retraer de hacerse cristianos a los españoles, siendo los descendientes de aquellos antiguos celtíberos tan despreciadores de la vida. Así fue, que además de los campeones de la nueva fe que de cada ciudad fueron brotando aisladamente en esta lucha generosa, solo Zaragoza bajo la frenética tiranía de Daciano añadió tantos héroes al catálogo de los mártires, que por no poderse contar se llamaron los innumerables. Esta ciudad, que dio innumerables mártires a la religión, había de dar, siglos andando, innumerables mártires a la patria.
Acude luego la filosofía en apoyo del nuevo dogma, y la voz robusta y elocuente de los Ciprianos y los Tertulianos disipa las más brillantes utopías de los agudos ingenios del paganismo, los Sócrates y los Platones; y derraman la verdadera luz sobre el enigma de la vida, hasta entonces ni descifrado ni comprendido. El politeísmo recibe con esto un golpe mortal, de que ya no alcanzarán a levantarle las doctrinas de la vieja escuela. Juliano, emperador filósofo y apóstata astuto, se propuso eclipsar las glorias de Constantino, y tuvo que resignarse a ser ejemplo y testimonio de que la idolatría había acabado virtualmente. «Venciste, oh Galileo!» exclamó: emitió una blasfemia, y blasfemando proclamó una verdad.
Descuella en esta época sobre todas las figuras de su tiempo un personaje bello y colosal. Sabio, virtuoso, activo y elocuente, tan enemigo del paganismo como de la herejía (que la herejía vino luego a luchar con la fe ortodoxa para depurarla en el crisol de la controversia), difunde la luz de su ciencia en los concilios, preside con dignidad esas asambleas católicas, combate con vigor la herejía arriana, escapa de la amenazante cuchilla de los verdugos de Diocleciano, expone con valor a Constancio la doctrina de la separación de los poderes temporales y espirituales, que el emperador oye con escándalo, y el mundo escucha por primera vez con sorpresa. A la edad de cien años cruza dos veces de una a otra extremidad el imperio, defendiendo siempre la causa del cristianismo. Este venerable y gigantesco personaje era un español, era Osio, obispo de Córdoba. La España suministrando emperadores ilustres a Roma: la España suministrando prelados insignes a la naciente iglesia.
Pero el politeísmo, minado ya por la doctrina de la unidad, no había de acabar de caer hasta que fuese derribado por la fuerza. El paganismo y el imperio, los desacreditados dioses y los corrompidos señores debían caer con estrépito y simultáneamente: engrandecidos por la fuerza, a la fuerza habían de sucumbir. ¿Mas dónde está, y de dónde ha de venir esa fuerza que ha de derrocar el coloso? La Providencia, hemos dicho en el principio de este discurso, cuando suena la hora de la oportunidad dispone los hechos para el triunfo de las ideas.
Para eso han estado escalonadas siglos ha desde el Tanais hasta el Danubio, amenazando al imperio, ese enjambre de tribus y de poblaciones bárbaras, lanzadas y como escupidas por el Asia hacia el Norte de Europa. Las más inmediatas constituyen como una barrera entre la barbarie y la civilización. Son los godos, vanguardia de otras razas más salvajes todavía, que empujados por ellas se derraman como torrente devastador por las provincias romanas. Pelean, son rechazados, vuelven a guerrear y vencen. Cuando el emperador Valente quiso atreverse a combatirlos, expió su anterior debilidad siendo quemado por ellos dentro de una choza miserable. El imperio bambolea, y antes se desplomara, si el español Teodosio, último destello de las antiguas virtudes romanas, y glorioso paréntesis entre la corrupción pasada y la degradación futura, no detuviera con mano fuerte su ruina, que sin embargo no puede hacer sino aplazar. Porque los destinos de Roma se iban cumpliendo, y era llegado el período en que tenía que decidirse la lucha entre la sociedad antigua y la sociedad nueva. Llegan a encontrarse de frente Honorio y Alarico, un emperador débil y un rey bárbaro: el romano degenerado no tiene valor para soportar la mirada varonil del hijo del septentrión. El sucesor de los Césares huye cobardemente a Ravena, y deja abandonada la ciudad eterna a las hordas del desierto. Alarico humilla a la señora del mundo antes de destruirla, y Roma para pagar el precio en que un godo ha tasado las vidas de sus habitantes, despoja los templos de sus dioses y reduce a moneda la estatua de oro del Valor. Digna expiación de Roma pagana y de Roma afeminada. Ella misma saquea sus dioses, y el valor es inútil donde no ha quedado ya más que molicie.
No contento todavía el bárbaro, entra a saco la ciudad del Capitolio, y la depredadora del universo es entregada a su vez a un pillaje general.
La ciudad de los Césares ha sucumbido, se acabaron sus héroes, y sus divinidades han sido hechas pedazos. El genio de la barbarie se enseñorea de la que fue centro de una civilización de bacanales y de asiáticos deleites. ¿Quién ha guiado al instrumento de la destrucción? El mismo Alarico lo reveló sin saberlo. «Siento dentro de mí, decía el godo, una voz secreta «que me grita: marcha y ve a destruir a Roma.» Era la voz de la Providencia: Alarico la sentía, pero el bárbaro no sabía su nombre.
¿Y qué significa la conducta de Alarico con los cristianos de Roma? Él saquea, mata, derriba los ídolos, pero respeta los templos cristianos, perdona a los que buscan en ellos un asilo, e interrumpe el saqueo para llevar en procesión las reliquias de un mártir. Es que Alarico y sus hordas traen una misión más alta que la de destruir. Es el genio del cristianismo que se anuncia como el futuro dominador del mundo, y que ha de asentar su trono allí mismo donde le tuvo la proscripta dominación pagana. Por eso estuvieron los godos tantos años en contacto con el imperio; porque era menester que cuando destruyeran lo que estaban llamados a conquistar, vinieran ya ellos conquistados por la idea religiosa. Por eso la Providencia había dispuesto que los primeros invasores de la Europa meridional y occidental fueran los godos, los menos bárbaros de aquellas tribus salvajes, y los más dispuestos a recibir un principio civilizador. Ya se columbran las ideas que regirán al mundo en los tiempos venideros. Ellos traen además el sentimiento de la libertad individual, desconocido en las antiguas sociedades, y que será el elemento principal de progreso en las sociedades que van a nacer.
Pero antes tiene que pasar la humanidad por dolorosas calamidades. Es el período más terrible porque ha tenido que atravesar el género humano, porque también es la mudanza más grande que ha sufrido. El individuo padecerá mucho en estos días desgraciados, pero la humanidad progresará. Multitud de otras tribus bárbaras se lanzan como bandadas de buitres buscando presas que devorar, las unas por las regiones orientales, por las occidentales las otras del moribundo imperio romano. Suevos, alanos, vándalos, francos, borgoñones, hérulos, sármatas, y tantas otras razas de larga y difícil nomenclatura, se desparraman desde el Vístula y el Danubio hasta el Tajo y el Betis, llevando delante de sí la devastación y el exterminio; y romanos, bárbaros y semibárbaros se revuelven en larga y confusa guerra, en la Alemania, la Italia, las Galias, la España y hasta el África. A pesar de lo que se había difundido ya el cristianismo, el mundo llegó a sospechar si Dios habría retirado de él la mano de su providencia. Entonces se dejó oír desde las regiones de África la elocuente y vigorosa voz de un padre de la iglesia, del obispo de Hipona, exhortando a la humanidad a que no desfalleciera en tanta angustia, y enseñando a los hombres que Dios había querido castigar el mundo antes de regenerarle, y que tendrían un término sus dolores.
Ciertamente si la cólera divina hubiera tenido decretada más venganza, ningún instrumento hubiera podido elegir mejor para acabar de afligir la humanidad que el fiero jefe de los hunos, Atila, la más ruda figura histórica que han conocido los siglos. Mas cuando el feroz Atila se desprendió de los sombríos bosques de la Germania para venir a inundar con sus innumerables y salvajes hordas la tierra ya harto ensangrentada por sus predecesores, entonces se oyó en Occidente una voz estruendosa, que proclamó: «no más bárbaros ya.» Y aliándose como providencialmente romanos, godos, francos, los restos del mundo civilizado y las nuevas razas en que se había inoculado la fe, salen al encuentro al más formidable de todos los bárbaros, y en los campos de Chalons se traba la batalla más horrible y más famosa de que dan noticia los anales del mundo. Atila es derrotado, la sangre de los hunos hace salir de su cauce los ríos; el león del desierto se retira a su cueva, a cuya entrada desahoga en espantosos rugidos su rabia impotente: la barbarie ha sido rechazada; los bosques germánicos cesan de arrojar salvajes, y si algunos se desgajan todavía, son ya repelidos por los mismos pueblos asentados en territorio romano; y la humanidad recibió un consuelo vislumbrando que la civilización se había salvado en aquella tremenda lid.
Durante esta angustiosa lucha de pueblos y de generaciones, el decrépito imperio romano, mutilado, atacado en su corazón y herido de muerte en su cabeza, va arrastrando una agonía prolongada. Despréndese cada día algún girón de la vieja y gastada púrpura imperial. En Oriente se conserva un fantasma de poder, y el Occidente se asemeja a un cadáver palpitante. Odoacro reina al fin en Italia, y Roma concluye su misión. El imperio que comenzó por un hombre a quien el mérito hizo apellidar con el nombre divino de Augusto, termina en Occidente con otro hombre a quien por irrisión y sarcasmo se aplicó el de Augústulo. Este miserable ni siquiera tuvo la triste gloria de ser llamado el último romano: este título se le había arrebatado Aecio, postrer destello del antiguo valor de Roma.
Con toda esta ignominia acabó el imperio más poderoso que ha conocido el orbe.
V
Casi al mismo tiempo que Alarico saqueaba a Roma, al principio del siglo V de la era cristiana, franqueaban los Pirineos tres razas de bárbaros, cuya planta salvaje llevaba tras sí la devastación, el incendio y la muerte. Eran los Suevos, los Vándalos y los Alanos. Viene a completar el cuadro desolador una hambre horrorosa y una peste mortífera. Faltan campos donde sepultar tantos cadáveres; el pueblo sabe con horror que una madre ha devorado uno tras otro sus cuatro hijos, y apedrea aquella mujer sin entrañas. La voz dolorosa de España resonó en toda Europa, y la iglesia consignó sus lamentos en sus melancólicas letanías.
¿Serán estos los pueblos destinados a heredar esta rica y fértil provincia? No: ni España lo merece, ni Dios lo permite. Unos y otros serán arrojados por otro pueblo menos indigno que ellos de ocupar este suelo privilegiado, los Visigodos.
Esta misión comienza a llenarla Ataulfo, que por lo menos había tenido el mérito de no recoger para sí en el saqueo de Roma otro botín que a la bella Placidia, para convertirla de esclava en esposa. Prosíguela Walia con más fortuna, aunque a nombre todavía del imbécil emperador romano que se hacia la ilusión de dominar en España. Eurico es el que se atreve a emancipar abiertamente la España del espirante poder romano, y a conquistarla para sí. La España deja de ser romana y se hace goda, y Eurico aparece como un gigante que sentado sobre el Pirineo abarca con sus brazos la España entera y la Galia meridional. Es el mayor estado de Occidente que se ha formado sobre las ruinas del imperio.
Alarico II es víctima de la deslealtad de Clodoveo, rey de los Francos, que le sonríe y halaga en un festín para quitarle alevosamente la vida en el campo de batalla. Pierden los godos en los campos de Poitiers una gran parte de la Galia gótica, y aunque conservan la Septimania, el asiento de la monarquía goda se fijará ya en la península española. Aquí es donde ha de tener su centro, su fuerza, su porvenir, su declinación y su caída. En los tiempos de Alarico II, un siglo después de Alarico I, es cuando se ve formadas las tres grandes naciones neo-latinas, Italia, España y Francia, fundadas por las tres grandes razas septentrionales, Ostrogodos, Visigodos y Francos, que se arrogaron la más pingüe herencia del desmoronado imperio.
Pasa la monarquía godo-hispana después de Alarico II por alternativas y vicisitudes de decadencia y engrandecimiento; agítanla rebeliones intestinas, y la inquietan invasiones y guerras extrañas. Por dentro los indóciles vascos, cántabros y astures, de indomable genio, y los suevos de Galicia, reino injerto que aparece y desaparece, muere y resucita misteriosamente por periodos. Por el litoral, los griegos bizantinos, pegadizos huéspedes y vecinos incómodos, que servían para alentar banderías y conspiraciones y entretener las fuerzas del reino. Por el Pirineo oriental la raza franca, rival envidiosa de los visigodos, que hacía servir las diferencias religiosas para trabajarlos y enflaquecerlos, y les iba arrancando a pedazos las posesiones góticas de las Galias. Hasta Suintila ninguno pudo llamarse rey de toda España sin contradicción.
¿Cómo tan pronto se apoderaron los bárbaros del Norte de esta nación belicosa que por tantos siglos resistió a la más ilustrada y más poderosa república del mundo? ¿Es que había degenerado el genio indomable de los antiguos celtíberos? Algo había. Pueblo ya la España de artistas, de agricultores, de literatos y de clérigos, infectado de la inercia y la molicie de la corrompida civilización romana, no era fácil que resistiera al rudo empuje y a la salvaje energía del pueblo soldado, endurecido con el ejercicio de la guerra, y que contaba tantos guerreros como individuos. ¿Ni qué interés tenían ya los españoles en seguir viviendo bajo la coyunda de los gobernadores romanos? ¿No les sobraban motivos para mirar a los nuevos conquistadores como mensajeros de su libertad? Salviano lo dijo bien: «el común sentimiento de los españoles es que vale más la jurisdicción de los godos que la de los magistrados imperiales. ¡Ojalá (dicen) nos sea permitido vivir bajo las leyes de estos bárbaros!...» Lección grande, que enseña a los pueblos dominadores hasta dónde puede llevar a los pueblos oprimidos la exasperación. Explícase esto aun por las causas naturales, y sin recurrir al espíritu superior que guiaba los acontecimientos por en medio de aquel caos de devastación y de sangre.
Pero la España bajo la dominación de los bárbaros no se hace bárbara. Al contrario, los bárbaros son los que se civilizan en ella. Demasiado incultos los godos para continuar la misión de Roma, pero los más aptos de todos los septentrionales para recibir la cultura, van cediendo al ascendiente de la civilización romano-hispana, y los conquistadores materiales del suelo español acaban por ser moralmente conquistados por los españoles.
La fusión se hace lenta y gradualmente. Al principio los dos pueblos, conquistado y conquistador, viven civilmente separados, aunque sometidos a un solo cetro. Una legislación rige para los godos, y otra para los romano-hispanos. Ni aun siquiera en el hogar doméstico pueden unirse las dos razas, porque la ley prohíbe los matrimonios entre godos y españoles. Pero el convencimiento va haciendo desaparecer paso a paso esta situación anómala. La fuerza de la unidad material va obligando a la legislación a marchar hacia la unidad política. El más severo de los monarcas godos Leovigildo, salta por encima de la prohibición legal, y se une en matrimonio con una española. El ejemplo práctico del trono protesta ya contra lo absurdo y lo irrealizable del derecho; y Chindasvinto y Recesvinto acaban de uniformar la legislación para los dos pueblos, y autorizan solemnemente los matrimonios mixtos. Desaparecen las razas, y la nación es ya una ante la ley, en la familia y en el foro.
Igual fusión se había obrado ya en el principio religioso. Porque la unidad ante la ley humana hubiera sido demasiado imperfecta sin la unidad ante la ley divina.
Precisamente el cristianismo había de ser la base de la regeneración de la nueva sociedad, y no era posible que esta prosperara sin la unidad en la fe. Arrianos los godos y católicos en su mayor parte los españoles, la herejía en el trono y la ortodoxia en el pueblo, no podía haber unión ni concordia mientras las creencias no se amalgamaran y fundieran. ¿Y por qué eran arrianos los godos?
Ni ellos mismos lo sabían. Cuando se derramaron por las provincias imperiales y se pusieron en contacto con la sociedad romana, el emperador Valente, que era arriano, les envió misioneros que les predicaran el arrianismo. Dispuestos los godos en su rudeza semisalvaje a recibir una doctrina religiosa que aventajaba evidentemente a la suya (si tal nombre se puede dar al grosero culto que de sus bosques traían), incapaces de percibir esas divergencias al parecer impalpables que el espíritu de discusión establece o encuentra en los sistemas religiosos, queriendo hacerse cristianos adoptaron la fórmula arriana, y se hallaron herejes sin apercibirse de que lo eran. Con la misma docilidad se hubieran hecho católicos.
Y sin embargo esta diferencia en el dogma trajo a los godos consecuencias inmensas y males sin cuento. Eurico, arriano, persigue a los obispos católicos, y se enajena las simpatías del clero español. Conquistador glorioso y dominador terrible, no logra dominar en los espíritus. Su hijo Alarico pierde la Galia meridional por ser arriano. Porque Clodoveo, ese Moisés de los francos, en quien Roma presentía ya al fundador de aquella monarquía que se había de aplicar el título de hija mayor de la Iglesia, les dice a sus soldados: «No puedo tolerar en paciencia que esos herejes estén poseyendo la mayor parte de la Galia; vamos contra ellos con la ayuda de Dios y del glorioso San Martín, y sometamos su país a nuestro poder.» Y los descontentos obispos de España ayudan al monarca extranjero y católico contra el monarca propio y arriano. Amalarico quiere obligar a su esposa Clotilde a que se haga arriana como él; ella lo resiste, el rey la maltrata, y la princesa católica envía a sus hermanos los reyes francos un lienzo ensangrentado para que vean cómo la trata el arriano, lo que trae a los godos una funesta guerra por parte del rey Childeberto de París. La herejía arriana les produce guerras exteriores, sublevaciones intestinas, y escisiones graves en el palacio y hasta en el lecho real. Y los obcecados godos no acaban de conocer que la herejía es la gangrena que corroe el reino y el solio.
Faltó poco para que el príncipe Hermenegildo hubiera hecho triunfar el estandarte de la fe ortodoxa en la nación godo-hispana. Pero la política del monarca ahogó los sentimientos del padre, y el severo Leovigildo cerró los oídos a la voz de la religión y el corazón a la voz de la piedad. El rigor paternal le despojó de las insignias reales, y la cuchilla del verdugo le dio la corona del martirio. La Iglesia ha santificado a Hermenegildo. Lástima que el príncipe católico hubiera tenido que levantar la espada del pueblo contra el monarca, y que el mártir se hubiera visto en el caso de ser un hijo rebelde. ¡Coincidencia singular! Siglos después, Hermenegildo es canonizado a instancias de otro monarca español, Felipe II, padre de un hijo rebelde también, y cuyo fin se pareció en lo desastroso al del príncipe godo. Pasan más siglos, y otro monarca español, Fernando VII, notado de impaciente por suceder a su padre, quiso perpetuar la memoria del príncipe godo, instituyendo una orden militar con la advocación de San Hermenegildo.
Pero decretado estaba que la enseña del catolicismo se había de plantar en el trono de los sucesores de Ataulfo, y que el imperio gótico español había de tener su Constantino como el romano. Las gradas del solio se habían teñido con la sangre de un mártir ilustre, y de las mismas gradas había de bajar la reparación. La muerte de Leovigildo arrastra tras sí la de la secta arriana. Recaredo sube al trono. «Declaro, exclama ante una asamblea de obispos, declaro que quiero ser admitido en el seno de la Iglesia católica. Y exhorto a los prelados arrianos aquí presentes, así como a los grandes del reino que asisten a esta asamblea, a que sigan e imiten mi ejemplo.» Todos se adhieren. La revolución religiosa se ha consumado. La España es católica. El imperio godo-hispano es uno en la religión, como lo había de ser en las leyes, ante Dios y ante los hombres. Si los monarcas españoles se decoran hoy con el título de Majestades Católicas, la historia nos enseña su origen, y nos lleva a buscarle en Recaredo.
También tuvo el arrianismo su Juliano como el politeísmo. También Viterico tuvo impulsos de querer volver a entronizar el desechado culto, y también alcanzó como Juliano un triste desengaño de su impopularidad y de su impotencia. Atrájose la reprobación unánime del pueblo, y se anticipó una muerte trágica. La fe ortodoxa había conquistado el trono español para no ser derrocada jamás.
Legislación y fe, espíritu legislativo y espíritu religioso; he aquí los dos principios, las dos bases de la nueva civilización. ¿Quién había de pensar que aquellos rústicos habitantes del Tanais y del Danubio, que tan agrestes y fieros se presentaban, habían de ser sabios legisladores? Y, sin embargo, fuéronlo casi todos los monarcas godos de España desde Eurico basta Égica. Eurico aspira a borrar con la gloria de legislador la mancha de asesino con que había subido al trono. Alarico, desgraciado en la guerra, se hace inmortal con su Breviario. El grande y severo Leovigildo, Chindasvinto el cruel, Recesvinto el dulce, Wamba el glorioso, Ervigio el menguado, el pusilánime Égica, especie de obispo lego y coronado, todos ponen su piedra en el gran edificio de la legislación. Aunque el estado decayera, la ley civil se perfeccionaba, y no pocas veces el derecho caminaba por la vía opuesta del poder. Así se fue elaborando el famoso Código de los Visigodos, monumento perdurable de aquella nación, y la más preciosa página que en aquellos siglos adornó la historia del linaje humano. ¿Qué hay que añadir a estas palabras del Fuero Juzgo?: «Doncas faciendo derecho el rey, debe aver nomne de rey, et faciendo torto, pierde nomne de rey. Onde los antiguos dicen tal proverbio: Rey serás si fecieres derecho, et si non fecieres derecho, non serás rey. Rex eris si recte facis, si autem non facis non eris.» Si los textos legislativos son medallas de las vidas de los pueblos, el código godo debe revelarnos el triunfo pacienzudo y seguro de un pueblo desarmado contra otro armado que le subyuga por la fuerza. En tal conflicto nada más natural que la apelación a la ley. Lex, dicen los oprimidos a los opresores, lex est œmula divinitatis, antistes religionis, &c. Y si los opresores preguntan: ¿quién puede vencer a los enemigos? los oprimidos responden: ¿Quid triumphe de hostibus? Lex. Si vemos un día en Aragón colocar al Justicia como un interventor del rey; si vemos en Castilla el poder de los Jueces superior al de los Condes; si vemos la palabra Fuero suscitar tantas insurrecciones y protestas en la vida de España, si vemos al Feudalismo echar menos raíces en este suelo que en las demás regiones de Europa; acaso hallemos la semilla de todo esto en el código de los visigodos. Él atravesó con gloria la edad media, y si la dominación goda no hubiera hecho más legado a la posteridad que el Fuero Juzgo, este solo bastaría para probar la herencia de las edades y la sabia ley de la progresiva perfectibilidad social.
¡Cuán bella teoría de gobierno es la monarquía electiva! «Que los hombres elijan al más digno de entre ellos para que los dirija y gobierne.» El principio es seductor, y parece el más natural y el más justo. Mas si las pasiones de los hombres hacen o no provechosa a las sociedades su aplicación práctica, viene a enseñarlo escrito con letras de sangre esa galería trágica de reyes godos que por el puñal escalaron las gradas del trono y por el puñal las descendieron. Estremece recorrer el catálogo de los regicidios. Corta es la nómina de los que alcanzaron por término de su carrera una muerte natural y tranquila. Y no sabemos si incluir en este número a los que acababan tristemente sus días bajo la bóveda de un claustro, forzados a vestir el tosco sayal del monje, precedido de la ignominiosa decalvación. Fuente de personales ambiciones la forma electiva, reproducíanse a la muerte de cada monarca, que ellas mismas solían precipitar los bandos, las alteraciones, la agitación, los crímenes; y la conspiración era la que no moría nunca. A la muerte de Atanagildo, cinco años trascurrieron antes que los nobles pudieran ponerse de acuerdo para la elección de sucesor. Tan inconciliables eran las aspiraciones.
Cierto que a este sistema fue debida la felicísima elección de Wamba, en que no sabemos qué admirar más, si la unanimidad con que los electores se fijaron en el hombre virtuoso, o la abnegación y la virtud del elegido. ¿Pero cuántos de estos ejemplos cuenta la corona gótica? El mismo Wamba viene a ser víctima del sistema de electividad, arma terrible, que curaba alguna vez, pero que las más hería y mataba. Wamba se duerme rey y despierta monje. Un conde pérfido que ambicionaba el trono le propina un brebaje soporífero y aprovechando la insensibilidad del sueño le corta la larga caballera, símbolo de la majestad, y el tonsurado tiene que cambiar el manto regio por el hábito monacal, con arreglo a la ley. El concilio duodécimo de Toledo, después de un discurso humilde de Ervigio, reconoce al usurpador alevoso y pronuncia anatema contra todos los que no se sometan al nuevo monarca, y aun establece un canon contra la misma superchería que a él le había valido la corona, prohibiendo imponer el hábito de penitencia a persona alguna contra su voluntad. Otro tanto había practicado el sétimo concilio de Toledo con Chindasvinto, que había cortado el cabello al joven Tulga, y arrancádole el cetro. Los reyes castigaban de muerte el solo pensamiento de cometer el crimen que ellos habían perpetrado, y los concilios excomulgaban a los conspiradores contra aquellos mismos que debían el trono a una conspiración. ¡Extraña jurisprudencia civil y canónica! ¡Condenar y anatematizar los delitos futuros, sancionando los mismos delitos ya consumados!
La forma electiva de la monarquía hacía humillarse la corona gótica ante el poder teocrático, ante el ascendiente que tomaba el sacerdocio a la sombra del formidable derecho de elección, y de la mayoría que representaba siempre en los concilios, asambleas semi-religiosas, semi-políticas, a que venían a subordinarse todos los poderes del estado. ¡Desgraciado el monarca que se enajenara el favor del clero, y afortunado el que contara con su influjo, siquiera le mendigara con humillación! Sucederíale al primero lo que a Suintila cuando tentó a destruir el principio electivo; el segundo podía estar seguro de su proclamación, aunque fuese un usurpador como Sisenando. Si se quiere tener un ejemplo de lo que era la majestad del solio ante el poder de la teocracia, no hay sino representarse a Sisenando ante el cuarto concilio de Toledo, con la rodilla doblada en tierra, inclinada la frente y corriendo las lágrimas por sus ojos; y a los obispos, pagándose de la actitud suplicante del monarca, fulminar anatema contra todos los que atentaran a la vida o a la corona del rey por ellos proclamado.
Así la vieja espada gótica iba a ocultarse bajo los capisayos episcopales, y el antiguo instinto guerrero de la raza indo-germánica desapareció bajo la influencia sacerdotal. De algunos monarcas pudo dudarse si eran reyes u obispos coronados. La conversión de Recaredo hizo un bien inmenso a la religión, pero decidió sin intentarlo la lucha entre la mitra y la corona. Llevando a los concilios los negocios temporales, vino a ponerse el cetro bajo la tutela del cayado. No previó aquel monarca que ni todos sus sucesores habían de tener una autoridad tan legítima e incontestable como la suya, ni todos los prelados habían de ser tan circunspectos como los del tercer concilio de Toledo. Pudo entonces aconsejarlo así la política, porque ciertamente la virtud y el saber se habían refugiado en aquellos tiempos a la iglesia, sin la cual no se hubiera acaso salvado la monarquía; y los Leandros e Isidoros de Sevilla, los Ildefonsos y Julianes de Toledo, y los Braulios de Zaragoza eran astros que hubieran brillado bien aun en épocas más adelantadas en civilización. Pero era difícil que la influencia sacerdotal no fuera convirtiendo el elemento político en fuente inagotable de inmunidades, y hasta de usurpaciones. La inmunidad había de resentir también con el tiempo la pureza de la disciplina.
¿Se ha definido bien la naturaleza y carácter de aquellas asambleas que dieron tan singular fisonomía al gobierno de la nación gótica? Algunos escritores ilustrados han visto en los concilios de Toledo unas verdaderas asambleas nacionales. Nosotros creemos que no era la iglesia la que entraba a hacer parte de la nación, sino que la nación era absorbida en la asamblea de la iglesia. Éranlo casi todo el clero y el rey, poco los nobles, el pueblo nada: y la fórmula omni populo assentiente podría significar aquiescencia o beneplácito; no aprobación deliberativa. Ellas, no obstante, encerraban el germen de otras asambleas más populares que con el tiempo les habían de suceder.
Revelábase ya también bajo el imperio de los godos el genio naciente de la Inquisición, cuyo férreo brazo había de pesar tan duramente sobre España. Contaba ya siglos de existencia el cristianismo; y la religión, tan pura y tan suave en los primeros tiempos, habíala ido convirtiendo el fanatismo de príncipes y clérigos en intolerante y dura. Iglesia y trono, concilios y reyes, se mostraban perseguidores inexorables de esa raza desventurada, marcada con el sello de la venganza divina, siempre engañada, pero creyente siempre, inflexible y tenaz, propia para fatigar con su ciega inquebrantable constancia los gobiernos de los pueblos en que toman asiento. Solo un celo fanático puede explicar la conducta de un Sisebuto, llorando la sangre de los enemigos que se veía obligado a derramar en la guerra, rescatando con su propio dinero los cautivos que hacían sus soldados, y decretando al propio tiempo el exterminio de la raza judaica. «Porque, gracias a la ardiente fe del monarca, decían los padres del sexto concilio de Toledo, que no deja vivir en su reino un solo hombre que no sea católico, nadie podrá subir al trono sin pronunciar el juramento de no tolerar el judaísmo, y el que falte a él será maldito, y servirán de alimento al fuego eterno él y todos sus cómplices.» Así la desesperación convirtió en vengadores terribles a los que el fanatismo se empeñaba en hacer víctimas. Si más adelante vemos a los judíos de España concertarse con los sarracenos de África para vengar la opresión de los godos, no lo extrañemos: lo propio habían hecho antes los españoles, acogiendo a los godos por no sufrir la tiranía de los romanos. Lo hemos dicho otra vez: los pueblos rigorosamente vejados, están siempre dispuestos a cambiar de señores. Harto lo lamentaban ya los más ilustres y sabios prelados católicos.
Es un error atribuir la caída del reino godo a los vicios y demasías de Witiza y a los excesos y debilidad de Rodrigo. Hartas causas venían preparadas de atrás para ir llevando la monarquía goda a una declinación prematura. Y no era acaso la menor entre ellas la de no poder subir al trono el que no descendiera de la noble sangre goda: condición que impedía unirse en los corazones godos e indígenas, vencedores y vencidos.
Tal vez no fue Witiza ni tan irreligioso, ni tan tirano, ni tan libertino como nos le pintó la historia de su tiempo, ni tan ilustre y tan gran reformador político y moral de las leyes y las costumbres como algunos sabios críticos posteriormente nos le han dibujado. Es lo cierto, que bajo este personaje de cuestionada reputación se desarrollaron con más violencia las parcialidades, y que él bajó del trono lanzado por un partido ofendido e irritado, que aclamó y ensalzó a Rodrigo, destinado a desplomarse con la monarquía, que de años atrás venía arrastrando una existencia vacilante.
Porque los bandos intestinos capitaneados por la facción y la familia de un monarca destronado conspiraban contra los parciales y sostenedores del monarca reinante, que había sido conspirador a su vez; porque las costumbres andaban relajadas y sueltas, y la molicie tenía enervados los brazos que hubieran necesitado esgrimir con vigor las armas; porque los hijos del Dnieper y del Danubio habían perdido la energía y los instintos severos que los habían hecho conquistadores y vencedores; porque el trono se hallaba desprestigiado con las humillaciones, vivas y exacerbadas las rivalidades, y el descontento y la discordia despedazaban el estado; en tal situación no era posible que el pueblo godo pudiera resistir la impetuosa invasión de otro pueblo vigoroso y fuerte. Y este pueblo y esta invasión no habían de faltar, porque nunca falta la intervención providencial, cuando una sociedad exige ser disuelta o regenerada. Así el robusto imperio de Occidente, iniciado por el aventurero Alarico, comenzado en España por Ataúlfo, proseguido por Wallia, convertido en estado bajo Teodoredo, redondeado en la Península por Eurico, esplendente bajo Leovigildo, hecho católico por Recaredo, completado por Suintila, conservado enérgicamente por Chindasvinto, restaurado por Wamba, degenerado y flaco bajo Egica y Witiza, vino a desmoronarse en un día bajo el desventurado Rodrigo.
VI
Tocó ser instrumentos de esta misión a los hijos del Profeta.
Esta vez es el Oriente el que viene a intimar al Norte que su dominación ha concluido, como antes el Norte había sido llamado a derrocar el imperio del Mediodía. Es la raza semítica que aspira a reemplazar a la raza japhética y a la raza indo-germánica. Entonces como ahora todo estaba providencialmente preparado para una gran revolución. Entonces Roma degenerada y muelle pudo oír el confuso murmullo de aquel enjambre de bárbaros, que apostados a los confines septentrionales de su imperio no esperaban sino la voz de «avancen,» para lanzarse sobre él. Ahora los godos pudieron oír el sordo ruido de las formidables masas de guerreros árabes que desde las playas africanas esperaban la voz de «adelante» para cruzar el piélago y arrojarse sobre España. Un río había tenido a los godos separados del imperio romano; un estrecho de mar tenía ahora a los árabes separados del reino godo. Detenidos por las olas, pero aguijados del deseo de plantar el estandarte del Profeta en el mundo de Occidente; el miserable estado de la monarquía gótica les brindaba ocasión oportuna; la venganza y la traición les tendieron su mano, y guiados por ella surcaron el estrecho los hijos de la Arabia y los del Magreb en la primavera del año 11 del octavo siglo de la era cristiana. El sol del 30 de abril alumbró el desembarco de los nuevos huéspedes en Algeciras y al pie de la gran roca de Gibraltar, que todavía conservan poco variados los nombres que los invasores les pusieron, como si su primer paso quisiera anunciar ya la intrusión de su lengua en la del país que venían a conquistar.
No vienen estos, como los septentrionales, ganados al cristianismo. Al contrario, vienen a imponer otra religión, otro culto y otra moral. No traen por símbolo la cruz, sino la cimitarra. Su culto es el de Mahoma, su dogma el fatalismo, su moral la del deleite, su principio político y religioso el despotismo temporal y espiritual, su pensamiento acabar con toda la civilización que no sea la del Corán.
Pronto se encuentran cristianos y musulmanes; porque Rodrigo ha acudido a defender su reino de aquellas gentes extrañas, que al decir de Teodomiro no se sabe si son venidas del cielo o de la tierra. Pronto se cruzan las armas, y se empeña un terrible y desesperado combate…… ¿Qué significa ese quejido de dolor que ha resonado en toda España? Es que el monarca y la monarquía goda han quedado a un tiempo ahogados en las ensangrentadas aguas del Guadalete. No la España sola, el mundo entero oyó absorto que los guerreros del Corán habían vencido a los soldados del Evangelio. Pereció el grande imperio gótico de Occidente bajo los golpes de la cimitarra de Tarik, siglo y medio después de haber muerto el de Italia al filo de la espada de Belisario. Porque apenas merece ya el nombre de resistencia la que algunas ciudades oponen a los vencedores, los cuales pasean orgullosos los estandartes del Profeta por todo el ámbito de la Península, y no tardan en ondear sobre la cúpula de la gran basílica de Toledo.
Ya no se vuelve a hablar de reino gótico; ya no hay godo-hispanos, ni hispano-romanos; la conquista ha borrado estas distinciones, que una fusión nunca completa había conservado por más de dos siglos.
Árabes y moros se derraman por todas las comarcas de la Península y la inundan como un río sin cauce. La nación ha desaparecido: ella resucitará.
Habíase detenido la inundación ante una cordillera de escarpadas rocas, a cuya espalda se escondía un pobre rincón de España, que los invasores, o no conocieron, o acaso al aspecto de su pobreza le menospreciaron. No había sin duda entre los sarracenos uno solo que supiera ni la geografía de lo presente, ni la historia de lo pasado. No hubo quien les dijera: «Mirad que detrás de esas breñas, y dentro de las estrechas gargantas y hondos valles que a vuestros ojos encubren, se esconde un pequeño pueblo que se atrevió a desafiar el poder de Roma cuando Roma era ya la señora del mundo: mirad que ese pequeño pueblo de montañeses no ha cesado de protestar por cerca de tres siglos contra la dominación de unos extranjeros que profesaban su misma fe, y que protestarán con más energía contra otros extranjeros que vienen a quitarles su patria y a imponerles una nueva fe y una nueva religión.»
«Dios había querido, dice la crónica, conservar aquellos pocos fieles, para que la antorcha del cristianismo no se apagara de todo punto en España.» Y así fue. Mantuviéronse allí sin ser hostilizados los bravos astures y los que de otras provincias acudieron a refugiarse al abrigo de sus riscos, el tiempo suficiente para recobrarse del primer aturdimiento, y concebir el temerario plan de resistir a las huestes agarenas en ninguna parte vencidas, y de fundar allí una nacionalidad. Ofrécese a guiarlos en tan arrojada empresa un hombre de acción y de consejo, jefe atrevido y prudente, que nunca desesperó de la causa de su religión y de su patria. Poco importa que Pelayo fuese un noble godo, hijo de un duque de Cantabria y deudo de los monarcas destronados, como afirman las crónicas cristianas, o que fuese Pelayo el Romano, Belay el Rumi, como le apellidan las historias árabes; puesto que ya no había diferencia entre godos y romano-hispanos, y todos eran cristianos y españoles, porque la patria y la fe los habían congregado allí.
Cuando el rumor de la reunión de aquellas pobres gentes llegó a oídos del valí El-Horr, y cuando Alkhaman de orden suya penetró con una hueste sarracena por entre las quebradas y desfiladeros de Asturias, Pelayo y su pequeño pueblo se recogen a hacerse fuertes en la concavidad de una roca, en la cueva de Covadonga, ignorada del mundo entonces, y conocida y célebre en el mundo después. ¿Quién podía creer que aquella cueva encerrara una religión, un sacerdocio, un trono, un rey, un pueblo y una monarquía? ¿Quién podía creer que el pueblo cobijado en aquella cueva como un niño desvalido, habría un día de abarcar dos mundos como un gigante fabuloso? ¿Ni que aquella monarquía que se albergaba tan humilde con Pelayo en Covadonga se había de levantar tan soberbia con Isabel en Granada?
Los árabes dan principio al ataque contra aquella rústica ciudadela, y se realiza el combate más maravilloso que se lee en las páginas de la humanidad. Que si los dardos agarenos no se volvían de rebote contra los mismos que los lanzaban, si las montañas y las rocas no se desplomaban contra ellos, y el terreno no se hundía bajo sus pies, si no se realizaron todos estos milagros que los escritores cristianos consignan, realizóse un prodigio que los musulmanes no han podido desmentir, el de haber aniquilado un puñado de rústicos y mal disciplinados montañeses al numeroso, organizado y nunca vencido ejército musulmán. O el favor de Dios y la protección providencial no se manifiestan nunca visiblemente en favor de una causa y de un pueblo, o no pudo ser más evidente su intervención en favor de aquella pequeña grey de fervorosos cristianos, resto de la monarquía católica pasada, y principio de la monarquía católica futura.
En efecto, la fe es la que ha alentado a esos pocos españoles a emprender esa generosa cruzada contra los sectarios del Islam, que se inicia en Covadonga. Ella es la que va a enlazar la sociedad destruida con la sociedad que comienza a nacer. Así se enlazan las edades y los principios. La conversión de Constantino a la fe cristiana fue el eslabón que unió la vieja sociedad romana con las nuevas sociedades formadas de las razas septentrionales. La conversión de Recaredo al catolicismo fue el lazo que había de unir la España gótica con la España independiente. El espíritu religioso será el que la guíe en la lucha tenaz y sangrienta que ha inaugurado. La religión y las leyes fueron, ya lo dijimos, las dos herencias que la dominación goda legó a la posteridad, y estos dos legados son los que van a sostener los españoles en esta nueva regeneración social. Tan pronto como tengan donde celebrar asambleas religiosas, pedirán que se gobierne su iglesia juxta Gothorum antiqua concilia; y tan luego como recobren un principio de patria, clamarán por regirse secundum legem Ghotorum. Así la España irá recogiendo de cada dominación y de cada edad los principios que han de ir perfeccionando su organización; y no parece sino que la Providencia estuvo deteniendo la invasión de los árabes, hasta que estuviera acabado el Fuero de los Jueces, y permitió que la invadieran a poco de haberse concluido, como si no hubiera querido privarla de su existencia pasada hasta dotarla del principio de su vitalidad futura.
Importa poco que a Pelayo le dieran o no el título de Rey antes o después de su famosa victoria. La posteridad se le ha adjudicado, y el mundo se le ha reconocido, puesto que ya no se interrumpió la sucesión de los que después de él fueron siendo reyes de Asturias, de León, de Castilla, de España y de los dos mundos.
Aquella congregación de militares, labradores, pastores, sacerdotes y artesanos, fue atreviéndose a descender de las empinadas sierras, y a ocupar poco a poco los valles y los llanos, donde se ejercitan en las armas, apacientan ganados, desmontan terrenos, cortan maderas de los bosques, y edifican primero templos y después casas; porque para aquellos piadosos montañeses primero es construir moradas para Dios que viviendas para los hombres. De todas partes confluyen cristianos a aquel asilo de la independencia, y llevando cada cual una industria, un oficio o una espada, aumentan y fortalecen la población, fundan una pequeña capital correspondiente a la pequeñez del reino, y se preparan a mayores empresas.
No era mediado aun el octavo siglo, cuando sintiéndose estrechos en tan reducidos límites, y considerándose bastante fuertes para no necesitar de sus rústicos atrincheramientos, salieron a desafiar a los árabes en los campos y pueblos por ellos dominados. El hacha de Carlos Martell hace cejar a los musulmanes por la parte de la Aquitania Gótica que habían invadido, amenazando al corazón de la Francia, y difundiendo el espanto por toda Europa, y Alfonso el Católico de Asturias emprende una serie de gloriosas excursiones, llevando el terror y la devastación delante de su espada, a tal punto que los mismos sarracenos le nombraban Alfonso el Temido y el Matador de gentes. Las armas cristianas recorren la Galicia y la Lusitania, los campos Góticos, la Cantabria y la Vasconia hasta los Pirineos occidentales. Sin embargo, estas conquistas no pueden tener el carácter de permanentes. Harto hace Alfonso I en enseñar a los infieles que no es solo al amparo de los riscos donde saben vencer los cristianos, en poner en contacto a los fieles de uno y otro extremo del norte de la Península, y en señalar a sus sucesores el camino de la restauración.
La destrucción ha sido grande, y la nacionalidad tiene que irse reconstruyendo lentamente: el árbol que retoña al pie de la centenaria encina arrancada por el furioso vendaval en un día de borrasca, no puede crecer de repente. Pasa, pues, medio siglo y cinco reinados oscuros desde las brillantes y pasajeras correrías de Alfonso el Católico, hasta las adquisiciones permanentes de Alfonso el Casto, el cual llega a medirse con Carlo Magno, la figura más gigantesca de aquellos tiempos, y pacta ya formales treguas con el emir de Córdoba, como de poder a poder.
Llega el siglo nono, y otro tercer Alfonso, llamado con justicia el Grande, lleva sus huestes hasta más allá del Guadiana, y hace brillar las armas cristianas ante los muros de Toledo. El jefe del imperio musulmán se humilla a solicitar de él una paz solemne, y el tercer Alfonso designa ya a sus hijos la ciudad de León como residencia futura de los monarcas cristianos.
A la voz de Asturias respondió pronto el eco de Navarra, y el pendón de la fe que se enarboló en las cumbres de los Pirineos occidentales no tardó en tremolar también en el Pirineo oriental. Pero faltaba al pueblo cristiano un centro de unidad y de acción. Cada comarca gustaba de pelear aisladamente y de cuenta propia; sujetábanse tal cual vez unos a otros de mal grado, y los reyes de Asturias no podían recabar de los cántabros y vascos sino una dependencia o nominal o forzada. Era el genio ibero que había revivido con las mismas virtudes y con los mismos vicios, con el mismo amor a la independencia, y con las mismas rivalidades de localidad.
Por fortuna no andaban los conquistadores más acordes y avenidos. A la unidad momentánea de impulsión, que los hizo irresistibles como invasores, sucedieron luego las antipatías de raza y los odios de tribu que ya dejaron implantados los primeros jefes de la conquista. Además de las diferencias entre árabes, sirios y egipcios, los mismos árabes, especie de aristócratas privilegiados, se dividían en varias categorías, según que sus razas se aproximaban más en origen a la del Profeta, o que conservaban más puras las tradiciones del Islam. Y todos tenían contra sí a los africanos berberiscos, conquistados antes por ellos, sus aliados forzosos después, más groseros y menos creyentes, que no desaprovechaban ocasión de vengar con ruda animosidad su mal tolerada dependencia. La distancia que separaba la Península del gobierno central favorecía el desarrollo de sus discordias, pues tenían tiempo para devorarse entre sí los musulmanes de España, antes que la acción del gobierno superior, debilitada con la larga escala que tenía que recorrer, pudiese aplicar el oportuno remedio.
La angustia misma de su situación les sugirió el pensamiento de fundar en España un imperio independiente del de Damasco. Pronto las playas de Andalucía resuenan con un grito de regocijo y con una aclamación de entusiasmo. Era que saludaban al joven Abderrahman ben Merwan ben Moawiah, de la ilustre estirpe de los Beny-Omeyas de la Arabia, único vástago de su esclarecida familia que había librado milagrosamente su garganta de la tajante cuchilla de los Abbasidas. Este tierno prófugo, cuya juventud era un tejido de azares dramáticos y de episodios novelescos, fue el escogido por las tribus árabes y sirias para ocupar el trono del futuro califato español, y venía desde el fondo del desierto a tomar posesión del solio.
Funda, pues, Abderrahman el imperio de los Ommiadas, la dinastía más brillante que ocupó jamás los tronos del mundo: y la raza árabe, noble, ardiente y generosa como sus corceles, se sobrepone a la raza berberisca, inquieta, turbulenta y pérfida como los númidas sus antepasados.
Realiéntase y se vigoriza con esto el imperio muslímico español, pero no por eso desmaya el denuedo ni se entibia la fe de los cristianos. Antes bien principia más propiamente ahora esa grande epopeya de dos pueblos caballerescos, que se odian por religión y que rivalizan en arrojo en la pelea. Lucha sublime, en que se ve el ardor y la sangre de la Arabia en pugna incesante como el estoicismo cristiano de los hijos de Occidente: escenas africanas mezcladas con las tiernas emociones del cristianismo: mahometanos que se arrojan a la muerte con la confianza de alcanzar el paraíso, y cristianos que pelean alentados con la esperanza de ganar el cielo: ejércitos que se contemplan protegidos por la sombra del pendón de Ismael, y combatientes a quienes amparan los brazos de una cruz: la superstición mezclada en unos y otros con la fe, y unos y otros apellidándose infieles y descreídos: la Europa y el mundo, el cielo y la tierra esperando el desenlace de esta grande Ilíada, que aguarda todavía un Homero cristiano que la cante dignamente. El tiempo dirá quién mostró ser más poderoso, si el Allah de los islamitas o el Dios de los cristianos, si Mahoma o Jesucristo, si el Corán o el Evangelio, si la cimitarra o la cruz.
Verdaderamente al contemplar el gran desarrollo, el engrandecimiento y poderío que alcanzó el imperio mahometano de España bajo la dominación de los Ommiadas, de aquellos esclarecidos Califas que ocuparon el trono de Córdoba desde mitad del octavo hasta entrado el undécimo siglo; de aquellos príncipes filósofos y guerreros, estirpe privilegiada, de que apenas salió algún vástago que no mereciera un lugar distinguido en la galería de los grandes jefes de los imperios: al ver las huestes agarenas franquear los Pirineos, invadir la Aquitania franca, tomar a Narbona, incendiar los arrabales de Marsella, hacer al África una dependencia de España y dominar a uno y a otro lado del Mediterráneo: al ver a los Césares de Bizancio y a los emperadores de Alemania, los Teófilos y los Othones, enviar embajadas solemnes, con demandas de auxilio o proposiciones de alianza y amistad, a los Abderrahmanes de Córdoba: al ver aquellas masas innumerables de guerreros que a la voz del alghied o guerra santa se congregaban, reunidos los estandartes de España con los de África (gran depósito de reserva y retaguardia invulnerable del imperio), para atacar a los pobres cristianos que ocupaban unos retazos de esta península, allende el Ebro o del otro lado del Duero, parece inverosímil, ya que no imposible, que los soldados del cristianismo se atrevieran a medir sus fuerzas con tan gigantesco y formidable poder.
Y sin embargo hiciéronlo así. Y el éxito fue mostrando que no hay triunfo imposible cuando la causa es justa, ni empresa temeraria cuando se acomete con arrojo, se sostiene con perseverancia y se prosigue con fe. A los Abderrahman, a los Alhakem y a los Hixem, oponían los cristianos los Ramiros, los Ordoños y los Alfonsos; Almudhafar se encontraba con un Fernán González; y si los sarracenos contaban con un Almanzor, el Victorioso, no les faltaba a los cristianos un Cid Campeador.
En todos los extremos de la Península resonaba un mismo grito de independencia: en cada territorio se organizaba un pequeño estado que servía de antemural al torrente de la dominación. Los reyes de León sostienen como buenos el honor de las armas cristianas. En Castilla se constituye un condado, que después ha de ser reino, destinado a soportar el peso de la contienda. Las fronteras de Castilla y de León, mil veces ganadas y perdidas por árabes y españoles, sirven por cerca de dos siglos de baluarte a la cristiandad. En Navarra los Garcías y los Sanchos dilatan prodigiosamente los límites de aquel pequeño reino, de origen oscuro y cuestionado. En los Pirineos orientales, sobre el cimiento de la Marca Gótica, fundada por Carlomagno y Luis el Pío, se erige el condado de Barcelona, que franco primero, español después, y cristiano siempre, ocupado sucesivamente por los Wifredos, los Borreles, los Berengueres y los Ramones, forma otro dique en que va a romperse el oleaje de las algaradas muslímicas: dique que se ensancha hasta incorporarse con Aragón, cuyo estado ven nacer los Ommiadas antes de la disolución de su imperio.
A la segunda mitad del siglo X, bajo Abderrahman III y Alhakem II, llega el Califato a un grado asombroso de grandeza y de esplendor. El primero es el reinado de la conquista y de la magnificencia; el segundo es el imperio de las letras y de la cultura. Abderrahman III, el Magnífico, el primero que toma el título de Califa a imitación de los de Damasco, el Imán, el Emir Almumenin, acaba con todas las sediciones intestinas, gana a Toledo, último atrincheramiento de los rebeldes, destruye en África los califatos de Fez y de Cairwan, y teniendo con una mano sujeta el África, y ejerciendo con otra un protectorado discrecional sobre todos los estados cristianos de España, ve desde el fantástico palacio de Zahara, mansión de maravillas, de voluptuosidad y de deleites, postrarse a sus pies embajadores de los Césares de Oriente y de los emperadores del norte de Europa, venir a solicitar su amistad los representantes de los soberanos de Francia, de Borgoña y de Hungría, acogerse a su patronato y apoyo el conde de Barcelona y el rey García de Navarra, a Sancho el Gordo de León ir a buscar a Córdoba los recursos de la medicina y la tutela del califa, a Ordoño IV el Malo pedir un rincón del vasto imperio musulmán en que acabar triste y oscuramente sus días: aliados, en fin, cuya flaqueza le garantía su fidelidad o protegidos que le debían su corona y le retribuían una dependencia y sumisión moral. Alhakem II, amparador de las letras y protector de los doctos, sustituye las bibliotecas a los campos de batalla, los cantos poéticos al ruido de los atabales, los certámenes literarios a los combates sangrientos, y las academias a los triunfos del alfanje; lleva a las musas a habitar a su alcázar, y sus graciosas esclavas Rhedya, Aischa y Maryem, recuerdan las Safos, las Aspasias y las Corinas de los bellos tiempos de Grecia. Era el uno el César, y el otro el Augusto del imperio musulmán. Desgraciada estrella tenía que lucir a los cristianos.
Eclípsase ésta casi totalmente con Almanzor, el grande, el guerrero, el victorioso; genio privilegiado y conjunto admirable de tacto político, de talentos literarios y de intrepidez bélica; que en veinte y cinco años gana cincuenta batallas a los cristianos, cayendo sobre ellos como un meteoro abrasador de incierto rumbo, y reduciendo su reino casi a los estrechos confines del tiempo de Pelayo. Las campanas de la catedral de Compostela son trasportadas a Córdoba en hombros de cautivos cristianos para servir de lámparas en las naves de la grande aljama, y hasta las reliquias de los santos y los huesos de los mártires, conducidos por monarcas fugitivos, van a buscar un altar seguro en las cuevas y rocas inaccesibles de Asturias.
No hay al parecer medio humano que pueda salvar la causa de la independencia y la causa del cristianismo. Pero le habrá: porque no es la civilización de Mahoma la que está llamada a alumbrar la humanidad, ni el astro que ha de guiarla en su carrera. Caerá el coloso, porque la Providencia vendrá otra vez en ayuda de este pobre pueblo, que por lo menos ha tenido el mérito de no desconfiar nunca de la justicia y de no desmayar jamás en la fe.
La común necesidad y peligro inspira a los príncipes cristianos el pensamiento, aunque harto tardío, de la unión, y deponiendo rivalidades y discordias, se determinan a arriesgar en una batalla y a jugar en un día sus comunes destinos, los destinos de ambos pueblos, los destinos de la cristiandad. Los ejércitos se avistan, se encuentran en los campos de Calat-Añazor (la cuesta de las Águilas), y se traba la terrible pelea…… O las ataqueviras de los soldados de Mahoma no han llegado a Allah, o Allah ha sido impotente ante el Dios de los cristianos, y Almanzor el Victorioso ha dejado de ser el Invencible. Almanzor deja de existir y es enterrado en Medinaceli, en la caja de polvo que había ido recogiendo del que sacaba en sus vestidos en cada batalla. Aquel polvo cubría veinte y cinco años de gloria suya y un día de gloria para los cristianos. El desastre de Guadalete ha sido vengado en Calatañazor. Ahora como entonces se oye un quejido de dolor en toda España; pero ahora es la España musulmana la que se lamenta. La España cristiana hace resonar las bóvedas de sus templos con el himno sagrado que la iglesia destina a dar gracias a Dios por las prosperidades de la cristiandad.
Con razón se vistió de luto el pueblo musulmán, porque la muerte de Almanzor era la muerte del imperio. Su desprestigiado califa Hixem, soberano sin autoridad y niño de por vida, esclavo en su alcázar y rodeado de muchachos y de jóvenes y mujerzuelas, sirve ya solo de miserable juguete a los que se disputan la herencia de un trono, ni vacante en realidad, ni en realidad ocupado; pregónanle muerto o le proclaman vivo o resucitado, le enseñan o le esconden al pueblo a manera de maniquí, según conviene a las miras de un pretendiente astuto o de un eunuco de palacio. El trono de Córdoba se hace presa del más atrevido usurpador, como el de Roma en tiempo del Bajo Imperio. Se desencadena el odio de tribus, y se devoran entre sí disputándose con horroroso encarnizamiento los despojos del Califato que se desmorona. Desaparece la noble raza de los Beny-Omeyas, y sobre las ruinas del poco ha tan soberbio imperio, se levantan tantos reyezuelos como son los walies y las ciudades musulmanas.
Entretanto los monarcas cristianos se contentan con ser solicitados por los competidores al trono musulmán, con inclinar la balanza al lado donde arrojan su espada, y con hacer reyes a los mismos que pudieran hacer vasallos. Sin embargo se restaura la basílica de Compostela; León se reconstruye; los desmantelados muros de Zamora se reedifican. Alfonso V de León puede celebrar ya un concilio en la resucitada ciudad. Los Berengueres de Cataluña dominan desde Rosas hasta la embocadura del Ebro. Aragón se constituye. Sancho el Mayor de Navarra dilata prodigiosamente su diminuto estado. Padre de reyes y repartidor de reinos, hace a Fernando primer rey de Castilla. Fernando se ciñe las dos coronas de Castilla y de León, y somete a tributo a los emires independientes de Toledo, Zaragoza, Badajoz y Sevilla. Por último, Alfonso VI, rey de Castilla, de León y de Galicia, se apodera del primero y más inexpugnable baluarte de la España sarracena, de la inmortal Toledo. La antigua corte de la España gótica vuelve a ser la capital de la España cristiana. Es el 25 de mayo de 1085.
VII
El imperio ommiada ha caído. Se ha desplomado desde la cumbre del poder, casi sin declinación, casi sin gradación intermedia entre su mayor grandeza y su total ruina. ¿Cómo descendió desde la cúspide al abismo? El prodigio de su engrandecimiento explica el de su caída. Las relevantes cualidades y especiales talentos de sus califas lo habían hecho todo. La grandeza moral del pueblo no existía; estaba toda en el jefe del estado. El peso del edificio cargaba sobre la cabeza. Faltó el jefe, y con él se desplomó el imperio como una estatua sin pedestal.
No era esto solo. Vivían inextinguibles las antipatías de casta y de tribu, de origen, de costumbres, de inclinaciones y de creencias. Las eternas rebeliones de los Hafsun y de los Caleb; trasmitidas de generación en generación, probaban que la raza feroz de los hijos del Atlas ni transigía ni perdonaba jamás a la raza más culta de los hijos del Yemen. El África había enviado hombres a los soberanos de Córdoba, mientras meditaba cómo enviarles señores. Y tan pronto como halló ocasión, esa raza indómita, que tuvo el privilegio de conservar los instintos salvajes en medio de un pueblo civilizado, destruyó con su propia mano los brillantes mármoles de los palacios de Córdoba, holló con su ruda planta los elegantes jardines de Zahara, e hizo hogueras de la biblioteca de Merwan, adquirida a precio de oro. Vándalos del Mediodía, hicieron con Córdoba lo que con Roma ejecutaron los bárbaros del Norte. Acababan los árabes y comenzaban los moros.
Mahoma cometió un olvido imperdonable al fabricar la constitución del imperio. No hizo una ley de sucesión al trono. Y los califas, abrogándose la facultad de elegir sucesor de entre sus hijos o deudos, sin atender ni a la primogenitura ni aun a la estricta legitimidad, prefiriendo a veces un nieto a los hijos, o un postrer nacido a los hermanos primogénitos, pocas veces dejaron de ver ensangrentadas las gradas del trono por los miembros postergados de aquellas familias que la poligamia hacía tan numerosas, y las y guerras comenzaban por domésticas y concluían por civiles. Los godos y los cristianos de los primeros tiempos de la restauración sufrieron por la misma falta iguales inquietudes. ¡Cuánto tardaron los hombres en conocer las ventajas de esa institución, menos bella pero menos fatal, de la sucesión hereditaria!
¿Qué representaba el pueblo musulmán al lado del pueblo cristiano? El uno el triple despotismo de un hombre, a la vez monarca, pontífice y jefe superior de los ejércitos. La nación no existía; era una congregación de esclavos, en que todos lo eran menos el señor de todos. Aparte del fanatismo religioso, ¿qué aliciente tenían para ellos las fatigas de una eterna campaña?
Sabían que desde Mahoma hasta la consumación del imperio, su condición, inmutable como la ley, no había de variar nunca; esclavos siempre; ni una franquicia que adquirir, ni una institución que ganar. ¡Ay de ellos si se atrevían a quejarse de que el botín de sus triunfos sirviera para las prodigalidades de un califa, que desde el artesonado salón de su suntuoso alcázar le repartía entre las poetisas que le adormecían con el arrullo de sus versos o de sus cantos, o de que distribuyera la sustancia del pueblo entre las esclavas que le enloquecían con estudiados placeres, o de que las rentas anuales de una provincia fueran el precio del collar que destinaba a la garganta de una odalisca de ojos negros! Las cabezas de los que tal murmuraran rodarían por el suelo, cualquiera que fuese su número, y no faltarían poetas que ensalzaran a las nubes las virtudes y aun la piedad del soberano.
Los cristianos representaban el triple entusiasmo de la religión, de la patria y de la libertad civil. Pues al paso que peleaban por la fe, luchaban por rescatar su nacionalidad, y ganando la sociedad ganaba también el individuo y conquistaba franquicias y derechos. Este triple entusiasmo, en oposición a la triple esclavitud de los musulmanes, necesariamente había de infundir más vigor en aquellos. Los viejos cronistas han hecho mal en recurrir al milagro para explicar cada triunfo de los cristianos.
Si disuelto el imperio ommiada no acabaron de expulsar las razas mahometanas, culpa fue del heredado espíritu de individualismo y de sus incorregibles rivalidades de localidad. Las envidias se recrudecieron después del triunfo de Calatañazor, y los reinados de Sancho y García de Navarra, de Ramiro de Aragón, de Fernando, Sancho, Alonso y García de Castilla, León y Galicia, todos parientes o hermanos, presentan un triste cuadro de enconos y rencores fraternales, en que parece haberse desatado completamente los vínculos de patria y borrado del todo los afectos de la sangre. Los hermanos se arrojan mutuamente de sus tronos, y los hijos de un mismo padre se clavan las lanzas en los campos de batalla. Ni a las hermanas escudaba la flaqueza de su sexo, y viose a Urraca y Elvira inquietadas por un hermano en los dos rincones que su padre les adjudicara para que les sirviesen de pacífico retiro. Y como si fuese necesario poner el cebo más cerca de la ambición y de la envidia, los padres, al morir, partían el reino en tantos pequeños estados como eran sus hijos. Fernando de Castilla no escarmentó en los desastres del error de su padre: cayó en el mismo y a igual falta correspondieron iguales calamidades. Merced a estas funestas particiones, se encontró la España cristiana, reducida y pobre como era todavía, dividida en seis estados independientes. Por fortuna era harto mayor el fraccionamiento de la España mahometana y el mayor desconcierto de la una era la salvación de la otra.
Aunque supongamos hija de la necesidad y obra de la política aquella desdeñosa tolerancia que en los dos primeros siglos de lucha usaron los conquistadores con los conquistados, permitiendo a los cristianos el libre ejercicio de su religión y de su culto los mismos que venían a imponerles otro culto y otra religión, no por eso deja de ser admirable aquel prudente contenimiento tan desusado de los pueblos conquistadores. Y sería un espectáculo singular ver en las grandes poblaciones alternar el escapulario del monje cristiano con el turbante del musulmán, y al tiempo que el sonido de la campana convocaba a los fieles al sacrificio de la misa o a oír la predicación del sacerdote de Cristo, la voz de los muecines estar llamando a los hijos del Profeta desde lo alto de un alminar a rezar su azala en la mezquita o a oír el sermón a su alchatib.
Mas tan extraña tolerancia cambió al fin en cruda persecución. San Eulogio, el campeón impertérrito de la fe, nos ha dejado consignadas en sus preciosas páginas las glorias de los mártires de Córdoba. ¿Sería acaso que él mismo, y otros celosos apologistas, como Álvaro, Cipriano, y Sansón, provocaran el martirio como el único medio de atajar la propensión que en los mozárabes de aquel tiempo se notaba a dejarse arrastrar del ascendiente de la civilización de los árabes, y a fundirse en la población musulmana por el idioma, por las costumbres, por los trajes, por la literatura, y hasta por los matrimonios? Si tal fue su intento, lográronle cumplidamente, porque la sangre de los mártires abrió de nuevo un abismo entre los dos cultos y entre los dos pueblos, que por otra parte rivalizaban en espíritu y en celo religioso.
Si en Córdoba se levantaba una soberbia aljama o mezquita, más grandiosa que todas las de Occidente y rival en suntuosidad con la gran Zckia de Damasco, lugar santo de peregrinación para los musulmanes como la Meca, en Compostela se erigía una gran basílica, se descubría el sepulcro del santo apóstol Santiago, y los piadosos cristianos acudían allí en peregrinación como a Jerusalén o a Roma. Si cada emir y cada califa enriquecía o agrandaba el gran templo, o construía nuevas mezquitas y las dotaba con gruesas sumas de dinares de oro, cada obispo y cada monarca cristiano dotaba con esplendidez una iglesia, o levantaba una catedral o fundaba un monasterio. Si el alghied publicado desde el almimbar o púlpito alentaba a los soldados del Profeta a emprender con vigor una campaña, los soldados de Cristo entraban con ardor en el combate invocando al santo patrono Santiago, a quien veían en los aires caballero en un soberbio corcel y armado de reluciente espada, bajar a ayudarlos en la pelea y a derribar millares de infieles bajo los pies de su caballo; o bien era San Millán, que se aparecía entre nubes con vistoso traje y armado de todas armas, o bien San Jorge en caballo blanco y con cruz roja; visiones saludables que les valieron más de un triunfo. Y si la verdad histórica no admite el milagro de Clavijo bajo el primer Ramiro, solo aquella fe les pudo proporcionar otra victoria en el mismo lugar bajo el primer Ordoño.
Encontrábanse en las batallas los alfaquíes y alchatibes musulmanes con los sacerdotes y obispos cristianos, unos y otros llevando sobre la vestidura sagrada el armamento del guerrero. En Valdejunquera dieron muerte los cristianos a dos doctores del Islam, y los muslimes hicieron prisioneros a dos obispos cristianos. Cuando el conde Armengol de Urgel llegó con sus catalanes cerca de Córdoba, para auxiliar al árabe Muhammad contra el berberisco Suleiman, tres prelados le acompañaban en esta singular cruzada, y todos tres sucumbieron con su jefe peleando como soldados. Si el pueblo ve después sin sorpresa en el siglo XV al arzobispo de Toledo capitanear los escuadrones rebeldes del príncipe Alfonso contra las huestes de Enrique IV de Castilla; si en el siglo XVI el más eminente cardenal de España no tuvo por ajeno de su estado ordenar el asalto de Orán con la espada del guerrero ceñida sobre el sayal del franciscano; si más adelante se vio sin maravilla una legión de clérigos comandados por un obispo defender las libertades de Castilla en los campos de batalla contra los ejércitos imperiales del gran Carlos V; si en el siglo XIX hemos visto a los ministros del altar blandir la lanza y acaudillar guerreros contra las legiones de un invasor extraño, y hasta en nuestras contiendas civiles cambiar la vestidura sacerdotal por la armadura bélica, fuerza es reconocer lo que encarnó en esta clase la costumbre adquirida en aquellos tiempos de celo religioso.
Los pueblos que así competían en devoción no podían competir lo mismo en civilización y en cultura. Los árabes con su natural viveza se habían lanzado a la conquista de las letras con el mismo ardor que a la conquista de las armas, y el pueblo muslímico español era un hijo emancipado de aquella Arabia que heredó las riquezas literarias de Egipto, de Grecia, de Roma y de la India. Los califas de Occidente se propusieron que la corte de Córdoba no cediera en brillo intelectual a la de Bagdad, la ciudad de los ochocientos médicos, y de la universidad de los seis mil alumnos. Abderrahman III supo fomentar los diversos ramos del saber humano tanto como Alraschid, y Alhakem II no sería acaso inferior a Almamun, el más espléndido y el más sabio de los Abbassidas. Los cuatrocientos mil volúmenes de la biblioteca Merwan son un testimonio del asombroso impulso que dieron a la literatura los soberanos Ommiadas. Llevaban tras sí aquellos califas aun en las expediciones militares gran séquito de médicos, astrónomos, filósofos, historiógrafos y poetas, y do quiera que el jefe del imperio se moviese era como un planeta que se divisaba de lejos por el brillo que le rodeaba o por el rastro de luz que iba dejando. Examinaremos no obstante en nuestra obra aquella cultura intelectual, y veremos si tenía tanta parte de gusto, de raciocinio y de solidez, como de artificio, de atrevimiento y de imaginación. Y veremos también el influjo que ejerciera aquella literatura y aquel idioma en la literatura y en el idioma español.
De todos modos no podía el pueblo cristiano-español nivelarse en este punto al hispano-arábigo, reducido como quedó aquel con la invasión a la infancia social. Y antes era para él ganar comarcas que crear colegios, primero era existir que filosofar, y la espada era más necesaria que la pluma. Así con todo, desde Alfonso el Casto que señaló ya en el siglo IX el cimiento de que había de arrancar la nueva organización del pueblo hispano-cristiano, hasta el XI que marcó una era de mejoramiento material y moral, no dejó de hacer los adelantos relativos que su condición y la vida activa de la campaña le permitían.
¿Y qué fue de aquella exquisita y refinada cultura oriental que tanto lustre dio al imperio Ommiada? Sostenida como él por los califas, se desplomó con su material grandeza. Oscurecerán su brillo póstumo las dominaciones pasajeras de los Almorávides y de los Almohades. En Granada se dejará ver un resplandor que desaparecerá al aproximarse la radiante cruz de los cristianos, y el África volverá a recoger los restos fugitivos de un pueblo que fue culto, y que no hará ya sino vegetar en la barbarie allá en los desiertos de donde había salido. Así se cumplirá aquella profecía que la indignación arrancó a un cierto Takeddin cuando dijo: «Dios castigará en la segunda vida a Almamun, porque ha convertido hacia las ciencias profanas la piedad de los musulmanes.» No sabía este celoso ismaelita que no era la piedad del Corán y la civilización de la esclavitud la llamada a alumbrar el género humano.
En cambio conquistaba el pueblo cristiano preciosas adquisiciones políticas y ganaba inapreciables derechos civiles. Gloria eterna será de España el haber precedido a las grandes naciones de Europa en la posesión de esos pequeños códigos populares que dieron a las corporaciones comunales, a los vecinos, artesanos y cultivadores, un influjo y un poder que no habían tenido en la antigua sociedad germánica, ni le tenían aun en los estados europeos de ella nacidos. Aparecen pues los Fueros de León y de Castilla, los Usages de Cataluña, y las cartas municipales: la iglesia restablece sus concilios, y el elemento popular entra a hacer parte de los poderes del Estado, merecida recompensa que los príncipes otorgan a los pobladores de una ciudad fronteriza, de continuo combatida por el enemigo y defendida siempre con vigor, o mercedes hechas por servicios heroicos prestados por los pueblos al trono y al país. A la libertad individual de los godos suceden las libertades comunales y las franquicias civiles, y la España al paso que reconquista va marchando también hacia su reorganización.
A pesar del fervor religioso que daba impulso y vida al movimiento de la restauración, la corte romana no había extendido a la española el influjo y la omnipotencia que ejercía en los estados cristianos de allende el Pirineo. La nación proveía a su gobierno y sus necesidades, y la iglesia celebraba sus concilios convocados por el monarca, de la misma manera que lo había hecho la iglesia gótica. Por primera vez después de diez siglos, se pone un reino de España bajo la dependencia inmediata de la corte pontificia. Un rey de Aragón hace su reino tributario de Roma, y otro monarca aragonés, amenazado con los rayos espirituales del Vaticano, se ve obligado a hacer penitencia pública, y a restituir a la iglesia los bienes que llevado de un celo religioso había tomado para subvenir a los gastos de la cruzada contra los sarracenos. Más tarde deja penetrar Alfonso VI en la iglesia y reino de Castilla la doctrina de la soberanía universal de los papas, tan arrogantemente sostenida por Gregorio VII, el gran invasor de los poderes temporales. El campo escogido para esta primera tentativa fue el reemplazo del breviario gótico o mozárabe, tan querido de los españoles, por la liturgia romana. En vano clamó el pueblo porque se le conservara un ritual, que miraba como el símbolo de sus glorias. El clamor popular, el juicio de Dios, y la prueba del fuego, que se pronuncian en favor del rito Toledano, se estrellaron contra la obstinación del monarca, que resuelto a complacer al pontífice, decretó la abolición del breviario mozárabe y la adopción del romano. El pueblo, entre indignado y lloroso, exclamó: Allá van leyes do quieren reyes. Y la frase adquirió desde entonces en España una celebridad proverbial. Las vicisitudes que desde esta primera victoria del poder papal sobre los reyes y las libertades de la iglesia de Castilla experimentó en lo de adelante, según las ideas de cada siglo y el humor de cada monarca, forman una parte muy esencial de la historia de nuestro pueblo.
Bajo la influencia de una reina francesa y a la sombra de un primado de Toledo, también francés, y monje de Cluni como Gregorio VII, hace al propio tiempo su irrupción en Castilla la milicia Cluniacense, que al poco tiempo invade las mejores sillas episcopales de la iglesia española. Y bajó el mismo influjo dos condes franceses, soldados aventureros que vienen a buscar fortuna a España, obtienen la mano de dos princesas españolas, y se hacen troncos de dos familias de reyes, de Portugal y de Castilla.
VIII
Era destino de España tener que luchar y combatir siglos y siglos; con extrañas gentes antes de alcanzar su independencia, con sus propios hijos antes de lograr la unidad.
Cuando derrocado el imperio Ommiada y conquistada Toledo, parecía no restar a las armas cristianas sino volar de triunfo en triunfo, viene otra irrupción de bárbaros mahometanos, los africanos Almorávides, numerosos como las arenas del mar que han atravesado. Terribles fueron sus primeros ímpetus. En Zalaca hacen rodar las cabezas de cien mil guerreros cristianos, y en Uclés perece la flor de la nobleza castellana, y pierde Alfonso su tierno hijo Sancho, único heredero varón del trono de Castilla, luz de sus ojos y solaz de su vejez, como él le llamaba. No sucumbió, pero alejose por indefinidos tiempos el triunfo de la independencia española.
Y cuando parecía que el enlace de Urraca de Castilla con Alfonso de Aragón habría de ser el lazo que uniera ambas coronas y el preludio de una próxima unidad nacional, frústranse todas las esperanzas y fallan todos los cálculos de la prudencia humana. El genio impetuoso y áspero del aragonés, y las facilidades y distracciones poco disimuladas de la reina de Castilla, convierten el consorcio en manantial inagotable de discordias y agitaciones, de guerras y disturbios, de tragedias y calamidades sin cuento, en Castilla y Aragón, en Galicia y Portugal, entre esposo y esposa, entre madre e hijo, entre princesas hermanas, entre prelados y nobles, entre vasallos y soldados, de todos los reinos, de todos los bandos y parcialidades: laberinto intrincado de bastardas pasiones, y episodio funesto que borraríamos de buen grado de las páginas históricas de nuestra patria. Matrimonio fatal, que difirió por más de otros trescientos años la obra apetecida de la unidad española; hasta que otra reina de Castilla y otro rey de Aragón, más virtuosos y más simpáticos, y unidos en más feliz consorcio, enlazarán indisolublemente las dos diademas. ¡Pero han de trascurrir trescientos años todavía!
Por ventura ese mismo monarca aragonés, grande agitador de la Castilla, revuelve luego sus armas contra los infieles, y dase tal prisa a batallar que con razón se le aplica el sobrenombre de Batallador. Conquista a Zaragoza de los Almorávides, la hace capital del reino, y ensancha el Aragón hasta los términos que hoy tiene. Veníanle estrechos al hazañoso aragonés los límites de la Península, y con igual arrogancia salva las Alpujarras y saluda las costas del otro continente, que franquea los Pirineos y toma a Bayona. La batalla de Fraga privó a España de este robusto brazo.
Una solemne fiesta religiosa se celebraba en la catedral de León poco antes de mediar el siglo XII. Un personaje, que llevaba en sus hombros una rica vestidura primorosamente trabajada, era conducido al altar mayor entre el rey de Navarra y el prelado de la diócesis. Colocábase en sus manos un cetro; en su cabeza una corona imperial de oro puro guarnecida de piedras preciosas. Entonábase el Te Deum, y las bóvedas del soberbio santuario resonaron al grito de: ¡Viva el emperador Alfonso! España tenía ya un emperador y este emperador era el hijo de Urraca, Alfonso VII, que sin ser más que rey de Castilla se encontraba una especie de rey de reyes y jefe de príncipes y soberanos. Rendíanle vasallaje los emires de las principales ciudades musulmanas: el rey monje de Aragón se había puesto bajo su dependencia: el de Navarra le daba por su mano la investidura imperial: reconocíanle su primacía los condes de Barcelona, de Portugal, de Tolosa, de Provenza y de Gascuña, y el imperio castellano se extendía desde el Tajo hasta el Ródano, y desde Lisboa hasta Burdeos. ¡Admirable engrandecimiento, que no era de esperar tras el turbulento y aciago reinado de Urraca! «¡Por Dios vivo, exclamó el rey Luis el Joven de Francia, cuando vino a visitar a Toledo, que no he visto jamás una corte tan brillante, y que sin duda no existe igual en el universo!» Aun rebajando la parte hiperbólica con que acaso el esposo de Constanza quisiera lisonjear a su suegro Alfonso, dedúcese todavía la brillantez que había alcanzado la corte de Castilla, tan modesta no hacía muchos años.
Verifícanse a poco importantes cambios en la España cristiana. La unión de Aragón y Cataluña bajo un solo cetro hecha en sazón oportuna por medio de un acertado matrimonio, convierte los dos estados en un vasto y poderoso reino, que veremos irse saliendo fuera de sí mismo, difundirse por Europa, dominar en el Mediterráneo, dar reyes a Nápoles y Sicilia, agregar coronas a coronas, y traer a España la mitad de Italia.
En cambio Portugal se emancipa de Castilla y se erige en reino independiente. Desde entonces aquel reino, especie de girón violentamente rasgado del manto real de España, florón arrancado de la corona de Castilla, enmienda hecha por los hombres a las leyes naturales de la geografía, o sirve de embarazo para la grande obra de la unidad, o de manzana de discordia disputada con éxito vario hasta los tiempos de los Felipes de Austria, acá ya en los siglos XVI y XVII.
Aun sufre mayores trasformaciones la España sarracena. El África era en aquellos siglos para España lo que en otros tiempos habia sido la Germania para el imperio romano: semillero inagotable de razas, de tribus y de pueblos, dispuestos a invadirla sucesivamente, siendo aquí como allí los que venían detrás los más agrestes y feroces. Allí eran godos, suevos, vándalos, francos y hunos: aquí eran árabes, sirios, egipcios, Ommiadas, Almorávides y Almohades. Todos habían venido ya menos estos últimos, los discípulos y sectarios de El Mahedy, nuevo profeta que se anunciaba como apóstol y gran reformador de los musulmanes degenerados y corrompidos. Los Almorávides atacaron aquellos cismáticos del dogma muslímico, pero más afortunados o más fogosos los unitarios o Almohades, les toman sucesivamente a Tremecen, Fez, Salé, Tanger, Ceuta y Marruecos, que hacen la capital del imperio. La consecuencia inmediata de cada nueva dominación que se levantaba en la Mauritania era la invasión de la península española; y Abdelmumen, jefe de los Almohades, sigue en el siglo XII el ejemplo y el camino de Yussuf, jefe de los Almorávides en el XI. Los Almohades arrojan de España a los Almorávides, como estos habían arrojado a los Beni-Omeyas, y Abdelmumen se posesiona del vasto imperio de Yussuf, aunque cercenado por los cristianos. Estos no tienen ya que pelear, con árabes, sino con moros de pura raza africana.
Mientras Almorávides y Almohades se revolvían en mortíferas guerras, los Castros y los Laras, los Alfonsos de Castilla, León y Portugal se destrozaban en sangrientas discordias. Ni cristianos ni moros acometían empresa de importancia. Ocupábanse los correligionarios en devorarse entre sí.
Un rey de Castilla emprende una atrevida incursión por tierras musulmanas. Llega a Algeciras, y desde allí envía un arrogante reto al emperador almohade de Marruecos. «Puesto que no puedes venir contra mí, le dice, ni enviar tus gentes, envíame barcos, que yo pasaré con mis cristianos donde tú estás y pelearé contigo en tu misma tierra.» Reto imprudente y fatal, que costó a los españoles la memorable derrota de Alarcos, solo comparable al desastre que ciento doce años antes habían sufrido en Zalaca.
Afortunadamente un largo armisticio siguió a la catástrofe de Alarcos, y no fue menor suerte que los monarcas cristianos aprovecharan esta tregua feliz para arreglar sus querellas y prepararse a una guerra nacional.
La voz del pontífice se hace oír en toda la cristiandad a principios del siglo XIII exhortando a los príncipes y a los pueblos a que ayuden a la gran cruzada, no ya contra los turcos de la Palestina, sino contra los moros de España. Procesiones, rogativas y ayunos públicos anuncian en Roma que el mundo se halla en vísperas de presenciar un gran suceso, que habrá de interesar a todo el orbe cristiano. Este suceso había de acontecer en España, donde se ventilaba la causa de la cristiandad más que en la Tierra Santa. En Roma se paseaba el Lignum Crucis, y en Toledo se congregaban cinco reyes españoles, mientras el nieto de Abdelmumen cruzaba el estrecho de Gibraltar con cuatrocientos cincuenta mil guerreros mahometanos, el más formidable ejército que jamás el África había lanzado contra Europa. Avanzan los infieles, y los cristianos avanzan también. Se avistan unos y otros, y se da el famoso combate de las Navas de Tolosa, la más grandiosa lid que desde Atila habían visto los hombres. Cuatro días doraron los rayos del sol abrasador de julio las altas cumbres de Sierra Morena, antes que el mundo pudiera saber quién había salido vencedor, si el estandarte de Cristo o el pendón del Islam. El resultado glorioso le pregona y canta la iglesia española en la fiesta religiosa y nacional que en conmemoración de aquel día feliz celebra todavía bajo la advocación del Triunfo de la Santa Cruz.
Como en los campos de Chalons se había decidido la causa de la civilización contra la barbarie, así en las Navas de Tolosa se decidió virtualmente la causa del cristianismo contra el Corán. Doscientos mil combatientes del septentrión quedaron en los campos Cataláunicos; doscientos mil guerreros del Mediodía sucumbieron en los campos de las Navas. El soberbio jefe de los unos había sido rechazado a los bosques de la Germania; el altivo jefe de los Almohades se retiró a devorar su desesperación en el serrallo de Marruecos. Ambas causas triunfaron con la misma sangrienta solemnidad.
Desde la terrible rota de las Navas quedó el imperio almohade en el mismo desconcierto, en la misma anarquía y flaqueza que había quedado el imperio ommiada desde el revés de Calatañazor. Los cristianos avanzarán ya siempre, y nunca retrocederán. Ya no hay equilibrio; la balanza se ha inclinado.
A poco tiempo se sientan casi simultáneamente en los tronos de Aragón y de Castilla, en el uno un conquistador, en el otro un conquistador y un santo: si dramático ha sido el nacimiento del aragonés, también ha sido dramático el ensalzamiento del castellano. Jaime I ciñe las dos coronas de Aragón y Cataluña; Fernando III vuelve a unir en sus sienes las de Castilla y León para no separarse ya jamás. El esforzado aragonés aventa los moros por Oriente, el brioso castellano los estrecha y acorrala por Mediodía. El Conquistador se apodera de las Baleares, último refugio de los Almorávides, y toma a Valencia, la ciudad del Cid. El rey Santo, se posesiona de Córdoba la corte de los Califas, y planta el pendón castellano en la Giralda de Sevilla, la ciudad que había reemplazado y excedía ya a Córdoba en población y en opulencia. Trescientos mil mahometanos de todas edades y sexos salieron, llevando consigo sus riquezas mobiliarias, a buscar un triste asilo en África, o en los Algarves o en Granada. Millares de moros eran también arrancados de sus hogares, y huían de Valencia lanzados por un edicto del Conquistador, a refugiarse entre sus hermanos de Granada, cuyos muros apenas bastan a contener los dispersos que de las provincias limítrofes se apiñan en su recinto como en un postrer lugar de refugio. Mediaba entonces el siglo XIII.
El reino granadino, especie de retoño que brota del destruido tronco del imperio árabe-africano, es el último residuo y la última forma de la dominación mahometana en nuestro suelo.
Aún queda Granada rebosando de habitadores, que bien necesita ser prodigiosamente feraz su campiña para proveer al mantenimiento de tanta muchedumbre. Aún queda su soberbia Alhambra, deliciosa mansión de reyes, donde tremola todavía y se ostenta con orgullo la enseña del Profeta. Y se ostentará por espacio de más de dos siglos. ¿Cómo tan largo tiempo se sostiene ese pequeño reino, reducido al estrecho recinto de una sola provincia de España, contra príncipes tan poderosos como eran ya los de Aragón y de Castilla?
Mucho hace la benéfica y sabia administración de Ben-Alamar, y la paz en que le deja vivir San Fernando hasta su muerte, como aliado suyo que había sido y auxiliador en sus empresas. Es que también mientras la población muslímica se concentraba y se fortalecía en Granada, los sucesores de Jaime y de Fernando, como si se olvidaran de que aún había moros en territorio español, se gastan en empresas exteriores, mezclados y enredados en los negocios generales de Europa. Halagan al de Aragón las adquisiciones de Sicilia, que le traen largas luchas con Roma y con la Francia. Preocupaban al castellano sus pretensiones a la corona imperial de Alemania, y faltó poco para que España pagara a caro precio las distracciones de sus príncipes, cuando ausentes de sus estados se ligó el rey moro de Granada con los Beni-Merines que reinaban en Magreb. Castilla después de San Fernando hubiera necesitado otro rey conquistador, y tuvo un rey sabio. Pensó en hacer leyes más que en acabar de expulsar a los moros, y se difirió por dos siglos la reconquista.
Vuelven también las discordias intestinas a retrasar más esta obra laboriosa y lenta. Desde Alfonso el Sabio hasta el Justiciero, no hay más que eternas conjuras o menoridades turbulentas, gran calamidad de los estados y desolación de los imperios, plaga fatal con que más que otra nación alguna ha sido castigada la España. Ya era un hijo que se alzaba en armas para arrancar la corona de las sienes de su padre, y que a su vez probaba la pena del talión sufriendo las propias amarguras de sus deudos, tíos o hermanos. Ya eran los envalentonados nobles de Castilla, los Haros, los Laras o los infantes de la Cerda, los que traían en agitación dolorosa el estado, pasándose así años y reinados en sangrientas turbaciones, sin que entretanto la guerra contra los moros suministrara a la historia hechos gloriosos que recordar, si por muchos no valiera el rasgo insigne de patriotismo heroico, de abnegación sublime y de noble grandeza castellana, con que inmortalizó el sitio de Tarifa Alfonso Pérez de Guzmán el Bueno.
Así trascurre un siglo, hasta que al mediar el XIV vuelve a resucitar delante de Algeciras el antiguo brío castellano con el undécimo Alfonso, el último de esos Alfonsos, nombre de glorias para España, donde dejaron perdurable memoria de preclaros hechos, y que fueron como los Césares y los Abderrahmanes de la restauración. Unido va al nombre de Alfonso XI el glorioso recuerdo de la memorable victoria del Salado, donde como en las Navas parece deber reconocerse una protección superior, pues no pudiera de otro modo haber llegado el número de cadáveres musulmanes a la prodigiosa cifra a que le hacen subir todas las crónicas. Reservada estaba al undécimo Alfonso de Castilla una honra póstuma que dudamos haya alcanzado otro príncipe alguno de la tierra. Sus mismos enemigos vistieron luto al saber su muerte; y cuando el ejército cristiano conducía sus restos mortales a Sevilla, las tropas del rey moro de Granada que le habían combatido en el campamento abrieron respetuosamente sus filas para hacer paso al fúnebre convoy.
Pero Granada entretanto se mantiene, y aquel resto de dominación musulmana se niega a desprenderse del suelo español, a semejanza de aquellos mariscos que viven y crecen encerrados en la estrechez de una concha, en tal manera a la roca adheridos, que ni el furor de los vientos, ni el azote de las olas son poderosos a despegarlos. Su fortuna le depara otro soberano tan sabio y prudente como Ben-Alamar, y a su benéfica sombra florece el diminuto y exiguo reino. La ciudad de las manufacturas y de los bellos jardines se hace el emporio del comercio y el centro de la cultura y del placer. El tráfico mercantil atrae a los negociantes de lejanas regiones; las fiestas y los torneos la hacen el punto de reunión de los más apuestos caballeros de las vecinas naciones, musulmanes y cristianos. Pero no tardará la ciudad poética en experimentar también los estragos de la discordia civil, y las lanzas que ahora en alegres justas se ejercitan se clavarán luego en los pechos fraternales con desapiadado y bárbaro furor.
En Castilla sucede ya esto otra vez. La sangre riega sus campos y colorea sus ciudades. Apenas hay familia noble o persona ilustre que no la vierta peleando en favor del monarca legítimo o del hermano bastardo. La que no se derrama en los combates la hace saltar el puñal, o asestado por la mano de un príncipe que le maneja en lugar de cetro, o por la de sus terribles maceros, o por la de sus consejeros más íntimos y allegados: y la que el puñal perdona va a salpicar las tablas del patíbulo, erigido y aparejado a todas horas por un soberano irascible, impetuoso y arrebatado, a las veces justiciero, cruel y sanguinario siempre. La suya propia tiñe las manos fraternales, y el hermano que le arranca la vida se ciñe su corona.
Los pueblos, fatigados de tanta tragedia, se felicitan al pronto de haber cambiado las crueldades del monarca legítimo por las larguezas del bastardo dadivoso. Pronto conocieron cuán poco habían ganado con el ensalzamiento de la nueva dinastía. En poco más de un siglo que ocupó el trono de Castilla la línea varonil de la familia de los Trastámaras, viose a aquellos príncipes ir degenerando desde la energía hasta el apocamiento, y desde la audacia hasta la pusilanimidad. El prestigio de la majestad desciende hasta el menosprecio y el vilipendio, y la arrogancia de la nobleza sube hasta la insolencia y el desacato. La licencia invade el hogar doméstico, la corte se convierte en lupanar, y el regio tálamo se mancillaba de impureza, o por lo menos se cuestionaba de público la legitimidad de la sucesión. La justicia y la fe pública gemían bajo la violación y el escarnio. La opulencia de los grandes o el boato de un valido insultaban la miseria del pueblo y escarnecían las escaseces del que aún conservaba el nombre de soberano. Mientras los nobles devoraban tesoros en opíparos banquetes, Enrique III encontraba exhausto su palacio y sus arcas, y su despensero no hallaba quien quisiera fiarle. Juan II procuraba olvidar entre los placeres de las musas las calamidades del reino, y se entretenía con la Querella de amor, o con los versos del Laberinto, teniendo siempre sobre la mesa las poesías de sus cortesanos al lado del libro de las oraciones. Este príncipe tuvo la candidez de confesar en el lecho mortuorio, que hubiera valido más para fraile del Abrojo que para rey de Castilla. Los bienes de la corona se disipaban en personales placeres, o se dispendiaban en mercedes prodigadas para granjearse la adhesión de un partido que sostuviera el vacilante trono.
No había sido mucho más feliz Aragón con la dinastía de Trastámara, que también fue llamada a ocupar el trono de aquel reino. Allí otro Juan II, monarca duro y padre desamorado, traía desasosegada y en combustión la monarquía. Desheredaba a un hijo, digno por sus prendas de más amor y de mejor fortuna, y los catalanes irritados contra el desnaturalizado monarca, llamaban a su suelo extranjeras tropas y brindaban con la corona de Cataluña a cualquier príncipe extraño que quisiera aceptarla, antes que obedecer al monarca aragonés. En Navarra la misma fermentación de partidos, la misma hoguera de discordias, el encarnizamiento no menor.
¿Qué servía que aquejaran ya al pequeño reino granadino iguales o parecidas turbaciones que a los estados cristianos? Si allí se derribaban alternativamente los Al-Hayzari, los Al-Zaqui, los Ben-Ismahil y los Abul-Hacen, aquí se destrozaban entre sí los Enriques, los Juanes, los Alfonsos y los Carlos. Si un caudillo moro invocaba el apoyo de un monarca cristiano para derrocar a un rey de Granada, otro pariente de aquel se aprovechaba del desconcierto y las miserias del reino castellano para destronar a su vez al usurpador y negar el tributo al monarca de Castilla. Así el reducido reino de Granada se mantenía en medio de las convulsiones por la impotencia de los reyes y del pueblo cristiano para arrojar a los infieles de aquel estrecho rincón, afrenta ya y escándalo de España.
La degradación del trono, la impureza de la privanza, la insolencia de los grandes, la relajación del clero, el estrago de la moral pública, el encono de los bandos y el desbordamiento de las pasiones, llegan al más alto punto en el reinado del cuarto Enrique de Castilla. Los castillos de los grandes se convierten en cuevas de ladrones; los indefensos pasajeros son robados en los caminos, y el fruto de las rapiñas se vende impunemente en las plazas públicas de las ciudades; un arzobispo es arrojado de su silla en un tumulto popular por atentar contra el honor de una recién desposada, y otro arzobispo capitanea una tropa de rebeldes para derribar al monarca y sentar a su hermano en el solio. En el campo de Ávila se hace un burlesco y extravagante simulacro de destronamiento: ignominioso espectáculo y ceremonia cómica, en que un prelado turbulento y altivo, a la cabeza de unos nobles ambiciosos y soberbios se entretienen en despojar de las insignias reales la estatua de su soberano, y en arrojar al suelo, entre los gritos de la multitud, cetro, diadema, manto y espada, y en poner el pie sobre la imagen misma del que había tenido la imprudente debilidad de colmarlos de mercedes.
Había llegado, pues, esta nación a uno de los casos y situaciones extremas, en que no queda a los imperios sino la alternativa entre una nueva dominación extraña, o la disolución interior del cuerpo social. A no ser que se levante uno de aquellos genios privilegiados que tienen la fuerza y el don de resucitar un estado cadavérico, y de infundirle nueva vitalidad y sensatez: uno de esos genios extraordinarios que contadas veces en el trascurso de los tiempos son enviados de lo alto a la humanidad. Vendrá este genio vivificador, porque lo merece una perseverancia de cerca de ochocientos años puesta a tan rudas y dolorosas pruebas.
IX
A medida que el territorio se ensancha, que la asociación crece, que el estado se forma, tiene más necesidad de constituirse en el orden moral; los derechos, los deberes, las relaciones mutuas entre las diferentes clases del cuerpo social necesitan fijarse. Esto es lo que ha ido haciendo la España en los cuatro siglos que hemos bosquejado.
El orden de suceder en la corona, electivo primero, semi-electivo después, se hace hereditario. Gran paso dado en los elementos constitutivos de las sociedades civiles.
Aquellos primeros albores de libertad política que dejamos apuntados en el décimo siglo, se difunden en el undécimo. Las franquicias comunales se multiplican y ensanchan, el conquistador de Toledo dilata las cartas y los derechos de los municipios.
La nobleza, creada y adquirida por la conquista, aquella orgullosa y potente aristocracia que formaba ya una parte integrante de la monarquía, reclamaba leyes que aquietaran entre sí a los turbulentos señores, y consignaran su respectiva condición para con el soberano y para con los vasallos. Establécese con este objeto en el siglo XII el fuero de los Fijos-dalgo y Ricos-homes. De este modo se ve Castilla constituida bajo una organización especial; semi-monárquica, semi-feudal, semi-democrática: dividida en municipalidades, repúblicas parciales y aisladas con fueros y magistrados propios; en señoríos, especie de pequeñas monarquías, con su código, su jurisdicción y sus vasallos; y al frente de todas estas repúblicas y monarquías un jefe común del estado, cuya autoridad mengua con las concesiones que para el sostenimiento del poder real necesita hacer a los otros dos grandes poderes, por mucho que discurra para dominarlos y para neutralizar, ya las aspiraciones de la altiva nobleza, ya las pretensiones de la invasora democracia.
Corre con los tiempos la lucha de influencia entre los comunes y los nobles, entre la grandeza y el trono, entre la corona y el brazo popular. La historia de la legislación revela esta incesante lucha política. A principios del siglo XIII un monarca se propone revisar y corregir los fueros y privilegios de los fijos-dalgo para confirmar lo que fuere bueno a pro del pueblo; pero por las muchas priesas que ovo fincó el pleito en este estado. Los conocedores de los tiempos no han podido dejar de entrever en aquellas priesas la índole de las dificultades con que hubo de tropezar el soberano. Cuando más adelante su nieto el rey Sabio, queriendo uniformar la legislación castellana, publicó el Fuero Real, no pudieron sufrir los fieros hidalgos de Castilla la lesión que se hacía a sus antiguos privilegios. Se conjuran y amotinan contra la majestad, se arman, se acuartelan, se pertrechan, tratan y ventilan su causa con el soberano como de poder a poder, y al cabo de diez y siete años de pugna, el débil monarca accede a la abolición del Fuero Real, y manda que los nobles sean otra vez juzgados por el Fuero Viejo, ansi como solien.
Condenado parecía estar aquel buen rey a gastar su sabiduría y su vida en hacer leyes que no había de ver planteadas. Forma el célebre código de las Partidas, y apercibidos los pueblos de que en él se quiere borrar la memoria de los fueros de población y de conquista, resisten su admisión, y no obtiene subsistencia ni valimiento hasta cerca de un siglo después bajo Alfonso el onceno, y eso dando un lugar preferente a los fueros municipales. Tan celosos eran los castellanos, y tan apegados a su antigua y privilegiada jurisprudencia.
Tuvieron los últimos Alfonsos el mérito de haber sido casi todos legisladores y guerreros insignes; y no sabemos cómo las complicadas guerras en que anduvo de continuo envuelto y enredado Pedro de Castilla le dejaron vagar para hacer su famosa recopilación, con que ganó no pequeño título de gloria para todos los hombres, y más para los que quisieran apellidarlo solo el Justiciero, y borrar el sobrenombre tradicional de Cruel.
La historia política de la edad media de España se encuentra como compendiada y simbolizada en sus códigos. El Fuero Juzgo, el primero en antigüedad, representa la monarquía teocrática, fundada por los godos, y es como el anillo que une la sociedad antigua que pereció con la sociedad nueva que de ella ha renacido. Los Fueros municipales son la carta democrática de la España que conquista su libertad, y el emblema de las franquicias ganadas por un pueblo que recobra su independencia a costa de esfuerzos y sacrificios. En el Fuero Viejo de Castilla se consignan los privilegios señoriales de la nobleza castellana, y es la sanción legal de sus derechos. Las Partidas son el trasunto de la monarquía que se reorganiza, que toma del derecho romano y del derecho canónico sus tradiciones monárquicas, y en que las libertades comunales entran solo como aliadas forzosas, y los privilegios nobiliarios como una inevitable transacción. El clero recobra sus inmunidades con las Partidas, y Roma ve legalmente sancionado en un código de leyes el principio de una supremacía que por muchos siglos no había podido hacer prevalecer en España.
Honra es de esta nación que en una época en que la Europa gemía aún bajo el poder absoluto de los reyes, tuviera ella ya un sistema de gobierno con condiciones que hoy mismo agradecerían pueblos muy avanzados en la carrera de la civilización. En aquel estado de fermentación social aparecen las Cortes españolas. Allí también luchan esos cuatro poderes. Desde que entra en ellas el elemento popular, fuerte con la independencia que le dan sus inmunidades, prepondera muchas veces en las asambleas nacionales de Castilla. Pierde en ocasiones de su influencia, y cede ante las sistemáticas usurpaciones de la corona, o ante las invasiones de las clases privilegiadas. Sufre modificaciones la elección, y se altera el número de las ciudades con voto. Pero siempre el brazo popular se presenta como un adalid firme y como un sostenedor intrépido de las libertades públicas. Interviene y vigila en la manera de recaudar e invertir las rentas y subsidios, y a las veces se abroga hasta las atribuciones ejecutivas de la administración, a las veces se extiende hasta el arreglo de los gastos de la casa real. En 1258 se atreve a decir al rey que disminuya los de su mesa y trajes, y que reduzca a más regulares términos su apetito. El indispensable reconocimiento de las Cortes para la validez del derecho a la corona; los nombramientos de las regencias y la determinación de sus facultades; la concesión o denegación de los impuestos; la libertad en la elección de diputados; la exclusión de los empleados a sueldo del rey; las instrucciones que se daban a los representantes; las garantías y restricciones con que se los ligaba para que no pudieran abusar de su misión; la arrogancia del lenguaje que estos usaban; las concesiones que arrancaban a los soberanos, prueban la extensión que hasta la última mitad del siglo XV había adquirido su poder, y lo sostenida que estaba en aquellos tiempos la representación nacional por la pública opinión.
Cataluña, Aragón y Valencia, esas tres hermanas que viviendo bajo una misma corona constituían como tres estados anseáticos regidos por leyes e instituciones propias, se organizan también sobre la base de la libertad, y cada cual tiene su representación y celebra sus Cortes, parecidas en parte a las de Castilla, pero harto diferentes para dar a ese triple reino la fisonomía especial que le distingue, y cuyos rasgos no ha alcanzado a borrar la uniformidad de legislación de los tiempos posteriores.
Especie de república marítima, Cataluña ostenta al frente del poder real sus municipalidades democráticas, su consejo de Ciento y sus poderosos consellers. El humor vidrioso y levantisco de aquellos naturales no sufre con paciencia ni aun el amago de opresión, antes bien traduce a imperdonable ofensa la menor contradicción de parte de la majestad. Este carácter marcial, independiente y fiero, sobrevivió a la edad media, y los cambios y novedades de los tiempos y el trascurso de los siglos han podido modificarle, pero no extinguirle.
Valencia desde la conquista entra a participar de las libertades de Aragón, cuya constitución es todavía la admiración de los hombres políticos. Ningún soberano de Europa estuvo reducido a más limitada autoridad que lo estuvieron por mucho tiempo los monarcas aragoneses. Estrechábanla las universidades o comunes, y desafiábanla frecuentemente los ricos-hombres de natura, a pesar del atrevido ensanche que le diera el segundo Pedro, y del equilibrio diestramente intentado por Jaime el Conquistador. Menor en número su nobleza que la de Castilla, pero por lo mismo más unida y compacta, a ambas las calificó donosamente Fernando el Católico cuando dijo, que era tan difícil unir la nobleza castellana como desunir la aragonesa. Asombrosa conquista fue la del Privilegio de la Unión, a cuya voz nobles y ciudadanos se levantaban osados e imponentes a vengar la más leve ofensa del monarca o la más ligera violación que se intentara contra sus fueros. La memorable batalla de Epila, en que fue derrotado el ejército de la Unión, señaló «el último caso en que fue lícito a los súbditos tomar las armas contra el soberano por causa de libertad.» El puñal del monarca victorioso al rasgar el Privilegio le hirió su propia mano, y la sangre del rey manchó el famoso pergamino. Hále quedado el sobrenombre de el del Puñal. Y a pesar de tan rudo golpe las libertades de Aragón no perecieron, el mismo soberano ratificó los antiguos fueros del reino, acompañando la confirmación con saludables concesiones, y las Cortes aragonesas continuaron legislando con admirable independencia y celo por el mantenimiento de la libertad.
La pluma de un escritor de aquel reino y de nuestros días se ha empleado en rectificar la tradición de muchos siglos acerca de la famosa fórmula de juramento de los antiguos reyes de Aragón. Auténtica o adulterada la fórmula, ningún príncipe se sentó en el trono aragonés que no jurara guardar los fueros y libertades del reino. Y la original institución del Justicia, magistrado interpuesto entre el trono y el pueblo, y como el guardián y protector del último contra las invasiones o las arbitrariedades de los reyes, testifica hasta qué punto quiso perfeccionar la máquina de su organización política aquel pueblo arrogante y desconfiado.
Y a vueltas de tan extremada solicitud y celo, jamás pueblo alguno mostró una moderación, una sensatez y una cordura comparables a la de aquel reino cuando vacó sin sucesión cierta la corona. Los pretendientes se agitan, las parcialidades se revuelven, el mejor derecho de cada uno arroja ambigüedad e incertidumbre, la elección se somete al gran jurado nacional, el parlamento pronuncia, el triple reino acata y venera su fallo, y la nación entera trasmite respetuosa la herencia de los Berengueres, de los Jaimes y de los Pedros a un infante de Castilla. El compromiso de Caspe es una de las páginas más honrosas de la historia de aquel magnánimo pueblo.
El feudalismo que domina en Europa en la edad media penetra en Cataluña y Aragón. El origen del primero de estos estados y la proximidad y contacto de ambos con la Francia, feudalmente organizada, los hace partícipes de esa institución de los pueblos germánicos. En León y Castilla hay más señoríos y menos feudo, y a pesar de las behetrías es la región de Europa en que arraiga menos esta planta septentrional.
Si Aragón protesta contra las concesiones humillantes hechas por sus primitivos monarcas al poder pontificio, no por eso se liberta de sufrir los rayos del Vaticano, y la excomunión y el entredicho afligen más de una vez en este tiempo a los soberanos y al reino, como a los de Portugal y Castilla. En unos y otros países crecen y se desarrollan multitud de pequeñas repúblicas eclesiásticas que viven al lado de las repúblicas civiles. Los papas se sirven de las órdenes religiosas como de una milicia espiritual, obediente, dócil y disciplinada, para acrecentar su influjo, mientras ellas a su sombra alcanzan inmunidades y franquicias personales y colectivas, con independencia del episcopado, cuya jurisdicción absorbe la tiara. Con las exenciones y con las riquezas que acumula se hace el clero un poder formidable en el estado. Allí confluyen las dádivas de los príncipes, las liberalidades de los devotos, las herencias de los finados, y hasta los territorios conquistados a los infieles se adjudican a los institutos religiosos a título de donación. Una mitra poseía más rentas y más vasallos que algunos monarcas, y la abadesa de un monasterio ejercía señorío y jurisdicción en catorce villas principales y en más de cincuenta pueblos. La opulencia y la inmunidad engendran el estrago y la relajación, y cuando después los monarcas menudean las pragmáticas y cédulas contra el concubinato público de los clérigos, e intentan la reforma de las degeneradas órdenes religiosas, se estrella su celo contra el inveterado desorden, y tropiezan con dificultades insuperables.
Toda Europa fue más o menos caballeresca durante la edad media. Ningún país, sin embargo, tuvo tantos motivos para serlo como España. Juntóse aquí la galantería innata de los hijos de este suelo con el respeto a la mujer y el sentimiento de la dignidad personal heredada de los godos. La afición de los germanos a dirimir las querellas por medio del reto, y a apelar a la jurisprudencia brutal de la espada, asocióse con la pasión de los españoles al combate personal y a las empresas hazañosas de que tantas pruebas dieron ya en la guerra con los romanos. El genio de estos dos pueblos se encontró de frente con la exaltación oriental de los árabes; y el sentimiento religioso sostenido por una lucha tenaz, y las frecuentes ocasiones que la vecindad misma proporcionaba a los contendientes para los encuentros personales, y el palenque siempre abierto para los ejercicios bélicos, ya se cruzaran en ellos las lanzas por odio, ya se mezclaran por recreo, todo cooperaba a desarrollar el espíritu caballeresco en un pueblo para quien eran tres virtudes el valor, la cortesía y la generosidad, que si había de recobrar su independencia necesitaba de muchos caballeros como Pelayo y el Cid. Si el enlace de la devoción con la guerra hizo desplegar en Europa la caballería con las Cruzadas, España que sostenía dentro de sí misma una cruzada perpetua, y que ya antes de aquel gran movimiento religioso veneraba como al mejor caballero al santo apóstol Santiago, hubiera tenido de todos modos su caballería individual y su caballería colectiva. Los árabes mismos le habían enseñado la conveniencia de esa institución semi-sagrada, semi-guerrera, que con el nombre de órdenes militares se estableció para defender las fronteras cristianas de los ataques de los infieles.
Pasó, pues, la caballería en España por sus tres períodos y fases, de heroica y guerrera, de devota y galante, y de extravagante y quijotesca, que este nombre le quedó desde que llevada a la exageración y al ridículo hubo de ser contenida por la cáustica sátira de Cervantes. El Paso honroso de Suero de Quiñones, con sus setecientos encuentros y sus ciento setenta lanzas rotas antes de declararse la empresa por bien hecha y acabada, es un buen tipo de caballería amorosa, y Suero y Mendo dos excelentes paladines. Confesamos no obstante hallar ya mucho de extravagante y pueril en este mismo paso de armas. Ni hay que confundir la caballería de la realidad con la caballería ideal y fantástica de las leyendas y de los romances, ni siempre resaltaba la virtud y la generosidad en los combates; y la lucha que sostuvieron aquellos dos nobles aragoneses que se obligaron con juramento a no desistir de ella en toda su vida y a no oír los que quisieran reconciliarlos aunque fuese el mismo rey, nos prueba cuanta parte solía tener en ellos la ira y el encono.
Vese también en este tiempo formarse una lengua y una literatura nacional. Desde el sencillo y vigoroso poema del Cid hasta las limadas y flexibles estrofas de Juan de Mena y la artificiosa composición de la Celestina, se va pasando gradualmente como del crepúsculo al día claro. Las Partidas y las Crónicas manifiestan los adelantos de la prosa y el progreso y fijación de la lengua, y el tránsito de los romances populares y las aventuras cantadas al lenguaje serio de la política y de la historia. Algunos monarcas protegieron decididamente las letras y las cultivaban ellos mismos. Alfonso el Sabio dividía el tiempo entre los cantares, la astronomía, las leyes y la guerra. Y la afición y protección de Juan II a la culta literatura hizo su reinado, tan desdichado y funesto bajo el aspecto político, recomendable y glorioso bajo el intelectual.
Ni el espíritu mercantil de los catalanes ni el genio marcial de los aragoneses, impidió que se asentaran en su suelo las alegres musas, y que se cultivara con esmero la gaya ciencia, no cediendo en mérito y en dulzura sus trovadores a los celebrados cantores provenzales. Barcelona poseía grandes almacenes de comercio como Génova y Pisa, y academias florales como Tolosa. La actividad y el movimiento de sus talleres contrastaban con sus justas literarias y sus certámenes poéticos: extraña simultaneidad, que nos pareciera inverosímil si no vivieran los armoniosos versos de Ausias March, el Petrarca de los provenzales, y las novelas caballerescas de Martorell, el Boccacio lemosín, y si no lo certificaran las producciones en prosa y verso que nos legaron los mismos monarcas y príncipes, los Alfonsos, los Pedros, los Jaimes y los Carlos de Viana. Es consolador mirar a Oriente y ver el consistorio literario de Barcelona dotado de fondos por sus reyes, que presidian sus justas y distribuían por su mano los premios poéticos, y mirar luego a mediodía y ver la municipalidad de Sevilla recompensar con cien doblas de oro al poeta que había cantado las glorias de su ciudad natal, y ofrecer igual suma cada año para otra composición de la misma especie.
Hemos apuntado estas ligeras observaciones para indicar cómo iba España en estos siglos viviendo su vida política, religiosa e intelectual. Volvamos a la historia.
X
A pesar de todo este progreso legislativo y literario, a pesar también de las instituciones y de las libertades políticas, y del espíritu caballeresco, hallábase España en los últimos tiempo del reinado de Enrique IV de Castilla en uno de aquellos períodos de abatimiento, de pobreza, de inmoralidad, de desquiciamiento y de anarquía, que inspiran melancólicos presagios sobre la suerte futura de una nación e infunde recelos de que se repita una de aquellas grandes catástrofes que en circunstancias análogas suelen sobrevenir a los estados. ¿Había de permitir la Providencia que por premio de más de siete siglos de terrible lucha y de esfuerzos heroicos por conquistar su independencia y defender su fe, hubiera de caer de nuevo esta nación tan maravillosamente trabajada y sufrida en poder de extrañas gentes?
No: bastaba ya de calamidades y de pruebas; bastaba ya de infortunios. Cuando más inminente parecía su disolución, por una extraña combinación de eventualidades viene a ocupar el trono de Castilla una tierna princesa, hija de un rey débil, y hermana del más impotente y apocado monarca. Esta tierna princesa es la magnánima Isabel.
La escena cambia: la decoración se trasforma; y vamos a asistir al magnífico espectáculo de un pueblo que resucita, que nace a nueva vida, que se levanta, que se organiza, que crece, que adquiere proporciones colosales, que deja pequeños a todos los pueblos del mundo, todo bajo el genio benéfico y tutelar de una mujer.
Inspiración o talento, inclinación o cálculo político, entre la multitud de príncipes y personajes que aspiran con empeño a obtener su mano, Isabel se fija irrevocablemente en el infante de Aragón, en quien por un concurso de no menos extrañas combinaciones recae la herencia de aquel reino. Enlázanse los príncipes y las coronas; la concordia conyugal trae la concordia política; es un doble consorcio de monarcas y de monarquías; y aunque todavía sean Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, el que les suceda no será ya rey de Aragón ni rey de Castilla, sino rey de España: palabra apetecida, que no habíamos podido pronunciar en tantos centenares de años como hemos históricamente recorrido. Comienza la unidad.
Gran príncipe el monarca aragonés, sin dejar de serlo lo parece menos al lado de la reina de Castilla. Asociados en la gobernación de los reinos como en la vida doméstica, sus firmas van unidas como sus voluntades; «Tanto monta» es la empresa de sus banderas. Son dos planetas que iluminan a un tiempo el horizonte español, pero el mayor brillo del uno modera sin eclipsarle la luz del otro. La magnanimidad y la virtud, la devoción y el espíritu caballeresco de la reina descuellan sobre la política fría y calculada, reservada y astuta del rey. Los altos pensamientos, las inspiraciones elevadas vienen de la reina. El rey es grande, la reina eminente. Tendrá España príncipes que igualen o excedan a Fernando; vendrá su nieto rodeado de gloria y asombrando al mundo: pasarán generaciones, dinastías y siglos, antes que aparezca otra Isabel.
La anarquía social, la licencia y el estrago de costumbres, triste herencia de una sucesión de reinados o corrompidos o flojos, desaparecen como por encanto. Isabel se consagra a esta nueva tarea, primera necesidad en un reino, con la energía de un reformador resuelto y alentado, con la prudencia de un consumado político. Sin consideración a clases ni alcurnias enfrena y castiga a los bandoleros humildes y a los bandidos aristócratas; y los baluartes de la expoliación y de la tiranía, y las guaridas de los altos criminales son arrasadas por los cimientos. A poco tiempo la seguridad pública se afianza, se marcha sin temor por los caminos, los ciudadanos de las poblaciones se entregan sin temor a sus ocupaciones tranquilas, el orden público se restablece, los tribunales administran justicia. Es la reina la que los preside, la que oye las quejas de sus súbditos, la que repara los agravios. Los antiguos tuvieron necesidad de fingir una Astréa y una Temis que bajaran del cielo a hacer justicia a los hombres, e inventaron la edad de oro. España tuvo una reina que hizo realidad la fábula.
Isabel encuentra una nobleza valiente, pero licenciosa; guerrera, pero relajada; poderosa, pero turbulenta y díscola. Primero la humilla para robustecer la majestad; después la moralizará instruyéndola.
Ya no se levantan nuevos castillos: ya no se ponen las armas reales en los escudos de los grandes: las mercedes inmerecidas, otorgadas por príncipes débiles y pródigos, son revocadas, y sus pingües rentas vuelven a acrecer las rentas de la corona, que se aumentan en tres cuartas partes. La arrogante grandeza enmudece ante la imponente energía de la majestad, y el trono de Castilla recobra su perdido poder y su empañado brillo, porque se ha sentado sobre él la mujer fuerte.
Honrando los talentos, las letras y la magistratura, y elevando a los cargos públicos a los hombres de mérito aunque sean del pueblo, enseña a los magnates que hay profesiones nobles que no son la milicia, virtudes sociales que no son el valor militar, y que la cuna dorada ha dejado de ser un título de monopolio para los honores, las influencias y la participación del poder. Los grandes comprenden que necesitan ya saber para influir, y que el prestigio se les escapa si no descienden de los artesonados salones de los viejos castillos góticos a las modestas aulas de los colegios a disputar los laureles literarios a los que antes miraban con superioridad desdeñosa. Aquellos orgullosos magnates que enamorados de la espada habían menospreciado las letras, van después a enseñarlas con gloria en las universidades, y obligan a decir a Jovio en el Elogio de Lebrija, «que no era tenido por noble el que mostraba aversión a las letras y a los estudios.» Ha hecho pues Isabel de una nobleza feroz una nobleza culta; ha ennoblecido la nobleza.
Esos opulentos y altivos grandes-maestres, señores de castillos y de pueblos, de encomiendas y de beneficios, de lanzas y de vasallos, que tantas veces han desafiado y puesto en conflicto la autoridad real con su caballería sagrada, ya no conmoverán más el solio, ni se turbará más la paz del reino en cada vacante de estas altas dignidades, porque ya no hay más grandes-maestres de las órdenes militares que los monarcas mismos.
Hay revoluciones sociales que nos inducen a creer que no siempre las épocas producen los reformadores, ni siempre los cambios de condición que sufre un pueblo han venido preparados por las leyes, las costumbres y las ideas. Por lo menos nos es fuerza reconocer que a las veces, siquiera sean muy contadas, un genio extraordinario puede bastar con escasos elementos a trasformar una sociedad en el sentido que menos parece determinar las ideas y las costumbres que encuentra dominando en el estado. Y esto es lo que aconteció en España.
Cuando más avocado se podía creer el país a una disolución social, aparece un genio, que sin deber a su primera educación sino la formación de su espíritu a una piedad acendrada, y a la escuela del mundo la reflexión sobre los infortunios que nacen del desorden y de la inmoralidad, acomete la empresa de hacer de un cuerpo cadavérico un cuerpo robusto y brioso, de una nación desconcertada una nación compacta y vigorosa, de un pueblo corrompido un pueblo moralizado, y lleva su obra a próspero término y feliz remate. Este personaje, con una actividad prodigiosa, con una perseverancia que causa maravilla, y con una universalidad que hace cierto lo inverosímil, purga el suelo de malhechores, organiza tribunales y los preside, administra justicia y manda hacer cuerpos de leyes, derriba las fortalezas de los poderosos y va a buscar los talentos a los retiros, da ejemplos diarios de virtud y expide cédulas y provisiones para la reforma de las costumbres, enseña con actos propios de piedad y manda con severas pragmáticas, asiste a los templos y recorre los campos de batalla, ora de rodillas ante el altar y revista los campamentos sobre un soberbio corcel, socorre a las vírgenes del claustro y provisiona los ejércitos, erige santuarios y toma plazas de guerra a los enemigos, fomenta las escuelas y organiza la milicia, contiene la relajación del clero y hace cejar la corte pontificia en su sistema de invasión y de usurpaciones, restablece la buena disciplina en la iglesia española y hace respetar a la tiara los derechos de la corona y las regalías del trono, celebra y preside cortes y también celebra y preside torneos, vigila la educación del pueblo, y cuida de la educación de los príncipes, se ejercita en labores de manos bajo el techo doméstico, y atiende al gobierno de dos mundos, y a diferencia del rey de las tablas astronómicas, no desatiende a la tierra por mirar al cielo, sino que atiende simultáneamente al negocio del cielo y a los negocios de la tierra.
Así brillaban bajo su benéfica protección jurisconsultos como Montalvo, prelados como Mendoza, Talavera y Cisneros, capitanes como Aguilar, Gonzalo y el marqués de Cádiz, literatos como Oliva, Pulgar y Vergara.
Las letras humanas adquieren un prodigioso desarrollo en este reinado feliz. Llega su fama a remotos climas, y desde el fondo de la Holanda deja oír el sabio Erasmo los acentos de admiración y de elogio que le arranca el vuelo y progreso de la literatura española. La ilustración se hace extensiva al bello sexo: una dama va a explicar los clásicos en Salamanca, y otra dama sustituye a su padre en la cátedra de retórica de Alcalá. El movimiento literario se extiende desde el romance morisco y la leyenda caballeresca hasta los estudios graves de las aulas universitarias. Échanse los primeros cimientos del teatro español, que habrá de servir de modelo al mundo en los siglos que van a entrar. Fortuna es también de los esclarecidos reyes católicos que venga la invención de la imprenta en su siglo en ayuda de sus esfuerzos, a dar una vida permanente a los progresos de la razón y a centuplicar los medios de propagación de los conocimientos humanos. Merced al prodigioso invento, en el mismo año que se conquista el último baluarte de los moros, se da a la luz pública la primera gramática de la lengua castellana. A poco tiempo asombra la España al mundo con la edición de la Poliglota, la empresa tipográfica más gigantesca del siglo.
Todo renace bajo el influjo tutelar de los reyes católicos: letras, artes, comercio, leyes, virtud, religiosidad, gobierno. Es el siglo de oro de España.
Una negra nube aparece no obstante en el horizonte español, que viene a sombrear este halagüeño cuadro. En el reinado de la piedad se levanta un tribunal de sangre. ¡Triste condición humana! Un príncipe ilustre, y una princesa la más esclarecida y la y más bondadosa que ha ocupado el trono de Castilla, son los que legan a la posteridad la institución más funesta, la más tenebrosa, la más opresiva de la dignidad y del pensamiento del hombre, y la más contraria al espíritu y al genio del cristianismo. Se establece la Inquisición, y comienzan los horribles autos de fe. Los hombres, hechos a imagen y semejanza de Dios, son abrasados, derretidos en hogueras, porque no creen lo que creen otros hombres. Es la creación humana de que se ha hecho más pronto, más duradero y más espantoso abuso. Los monarcas españoles que se sucedan, se servirán grandemente de este instrumento de tiranía que encontrarán erigido, y el fanatismo retrasará la civilización por largas edades. Apresurémonos a hacer la Inquisición obra del siglo, producto de las ideas que había dejado una lucha religiosa de ochocientos años, hechura de las inspiraciones y consejos de los directores espirituales de la conciencia de Isabel, a quienes ella miraba como varones los más prudentes y santos, de la piedad misma y del celo religioso de la reina. El siglo dominó en esto a aquel genio, que en lo demás había logrado dominar al siglo. Quiso, sin duda, hacer una institución benéfica bajo el conveniente pensamiento de establecer la unidad religiosa, y levantó contra su intención un tribunal de exterminio. Es imposible armonizar los sentimientos piadosos de la magnánima Isabel con las monstruosidades de Torquemada. ¿Era que reconocido el error le faltarían ya o fortaleza o medios para contener los brazos de aquellos freidores de carne humana?
Pero apartemos la vista de tan sombrío cuadro, y llevémosla a la pintoresca y magnífica vega de Granada. Frente a esta ciudad, abrigo formidable de los últimos restos del viejo imperio mahometano, se ostenta otra ciudad moderna, obra maravillosa de rapidez, para cuya construcción se han convertido los guerreros cristianos en artesanos y fabricadores. Esta ciudad-campamento es Santa Fe. Allí están Isabel y Fernando al frente de su ejército. Un día aparecen cortesanos y soldados vestidos de gala. General alborozo se nota en los reales de los cristianos. Despléganse los pendones. Retumba en la vega el estampido de tres cañonazos disparados desde la Alhambra. Se levanta el campamento, y se encamina hacia los muros de la soberbia ciudad. ¿Es que sonó la última hora para el pueblo infiel?
Un personaje moro, seguido de cincuenta caballeros musulmanes, se dirige con semblante mustio hacia el Genil. Al llegar a la presencia de otro personaje cristiano, hace ademan de apearse de su palafrén, e inclinando su abatido rostro: «Tuyos somos, le dice, rey poderoso y ensalzado: estas son, señor, las llaves de este paraíso; recibe esta ciudad, que tal es la voluntad de Dios.» Era el desgraciado Boabdil, el último rey moro de Granada, que entregaba las llaves de la Alhambra al victorioso Fernando con arreglo a la capitulación. Pronto reflejaron los rayos del sol en la luciente cruz de plata que los reyes católicos llevaban consigo a los campamentos, símbolo del cristianismo victorioso del Corán, y el pendón de Castilla ondeó luego en una de las torres de aquel alcázar donde tantos siglos tremolara el estandarte del Profeta. Era el 2 de enero de 1492.
Llegó a su desenlace el drama heroico de ochocientos años, la Ilíada de ocho siglos. La soberbia Ilion de los musulmanes está en poder de los cristianos. Consumóse el doble triunfo de la fe y de la independencia de España. Los orgullosos hijos de Mahoma, vencedores en Guadalete, se han retirado llorosos, vencidos para siempre en el Genil. Las dos pobres monarquías que nacieron en los riscos de Asturias y en las rocas de Jaca son ya un solo y poderoso imperio que se extiende desde el Pirineo hasta los dos mares: y a esta grande obra de religión, de independencia y de unidad, han cooperado Dios, la naturaleza y los hombres.
Aun esperaba otra mayor remuneración a la perseverancia española. El premio ha sido tardío, pero será abundoso.
Había un mundo que nadie conocía, y un hombre que si no le había adivinado tal como era, llevaba en su cabeza el proyecto y en su corazón la esperanza de descubrir nuevas regiones del otro lado del Atlántico. Era el más grande pensamiento que jamás había concebido ingenio humano. Por lo mismo los príncipes y soberanos de Europa le habían desechado como una bella quimera, y tratado al atrevido proyectista como un visionario merecedor solo de compasión. Solo hay una potestad en la tierra que se atreva a prohijar el proyecto de Colón. Es la reina Isabel de Castilla. Colón merecía descubrir un mundo, y encontró una Isabel que le protegiera: Isabel merecía el mundo que se iba a descubrir, y vino un Colón a brindarla con él. Merecíanse mutuamente la grandeza del pensador y la grandeza de la majestad, y el cielo puso en contacto estas dos grandezas de la tierra.
Atónito se quedó el mundo antiguo cuando supo que aquel temerario navegante que desde un pequeño puerto de España había tenido la audacia de lanzarse en una miserable flotilla a desconocidos mares, en busca de continentes desconocidos también; que aquel visionario despreciado de las coronas, convertido ya en cosmógrafo insigne, había regresado a España y ofrecido a los pies de su real protectora testimonios irrecusables de un nuevo mundo descubierto. Ya no quedó duda de que el Nuevo Mundo existía, y la fama de Colón voló por el Mundo Antiguo, que admiró y envidió la gloria del descubridor, y admiró y envidió la gloria de España, a quien aquel mundo pertenecía, y admiró y envidió la gloria de Isabel, a quien se debía la realización del maravilloso proyecto.
Encontrose, pues, España la mayor potencia del orbe, a pesar de la famosa línea de división que un papa hizo tirar de polo a polo por la plenitud de la potestad apostólica, para señalar a los españoles la parte que les correspondía poseer en aquellos remotos climas.
El globo se ha agrandado; el comercio y la marina se extenderán por la inmensidad de un Océano sin riberas; los metales del Nuevo Mundo harán una revolución en la hacienda, en la propiedad, en las manufacturas, en el espíritu mercantil de las naciones, y las cruzadas para la conversión de idólatras reemplazarán a las cruzadas contra los mahometanos.
No se cansaba la fortuna de halagar en este tiempo a los españoles: y como si fuese poco haberlos liberado del yugo musulmán y haberles dado un nuevo mundo, les abre otro vasto campo de glorias en el centro de la Europa civilizada. Después de haber peleado ochocientos años dentro de su propio territorio, salen a gastar sus instintos guerreros en tierras extrañas. Los unos van a llevar su civilización a pueblos incultos del otro lado del Océano, los otros van a recibir otra civilización más culta del otro lado del Mediterráneo, venciendo y conquistando en ambos hemisferios. Porque mientras el sol de Occidente alumbra sus conquistas en la India, el sol de Oriente ilumina sus triunfos en Italia. Allá se agregan imperios inmensos a la corona de Castilla; acá las pretensiones de Carlos VIII y de Luis XII de Francia sobre la posesión de las Sicilias son atajadas por la espada de Fernando el Católico, que asegura para sí la dominación de aquellos países, que tan fértiles como son, no producen tantos laureles como ganan los tercios y los capitanes españoles. Sandricourt, Lafayette, Bayardo, la flor de los caballeros de Francia, son eclipsados por Antonio de Leyva, Pedro Navarro y García de Paredes. El duque de Nemours, el último descendiente de Clodoveo, recibe la muerte en Ceriñola por mano de Gonzalo de Córdoba, él solo entre tantos guerreros como han producido los siglos que goza el privilegio de ser conocido en todo el mundo con el renombre de el Gran Capitán; merecida distinción, y digna honra del vencedor de Garillano. Si más adelante otros capitanes pasean la bandera victoriosa de Castilla por los dominios de África y de Europa al frente de la invencible infantería española, esos capitanes se habrán formado bajo los pendones y en la escuela del Gran Gonzalo.
Mucho, y con sobrada justicia, lloraron los españoles la muerte de su adorada reina la magnánima y virtuosa Isabel, que vino a enlutar sus corazones en estos momentos de interior prosperidad y de exterior grandeza. Pero fue Isabel un astro, que a semejanza del sol siguió todavía difundiendo las emanaciones de su luz después de haberse ocultado.
La protectora de Cristóbal Colón y de Gonzalo de Córdoba había sabido sacar de la soledad y del retiro y colocado en alto puesto a otro varón eminente, dechado de virtud y prodigio de talento, que no era ni navegante ni soldado, sino un religioso que vestía el tosco sayal de San Francisco. Este esclarecido genio, que llegó a gobernar la monarquía desde la silla primada de España, concibe la osada empresa de plantar el pendón del cristianismo en las ciudades musulmanas de la costa berberisca e incorporarlas a los dominios españoles. Y lo que es más, lo ejecuta a sus expensas y dirige por sí mismo la atrevida expedición. Sucumbe la opulenta Orán. Brilla la cruz en sus adarves, y ondea en sus almenas el estandarte de Castilla. Y las victoriosas tropas españolas presencian el extraño espectáculo de un franciscano, que rodeado de guerreros y de frailes, con la espada ceñida sobre la humilde túnica, se adelanta a recibir las llaves de la poco ha orgullosa y ahora rendida ciudad morisca. Era el insigne cardenal Cisneros, honor de la religión, lustre de las letras, gloria de las armas y sostén de la monarquía.
Continúa su obra el brioso Pedro Navarro, el compañero de Gonzalo en Italia, y el que ha dirigido el ataque de Orán, y hace ciudades españolas a Bujía, Argel, Túnez, Tremecen y Trípoli. Solo se detiene ante la catástrofe de los Gelves.
Navarra, único fragmento del territorio español que había permanecido independiente y segregado, pasa a formar parte de la gran monarquía. Fernando el Católico la ha conquistado. Importante adquisición para un imperio, que abarca ya posesiones inmensas en las tres partes del globo.
Pero estaba decretado que esta pingüe herencia había de ser patrimonio de una familia extraña. La Providencia lo quiso así, y lo preparó por medios que nos será permitido sentir, ya que no nos sea permitido objetar. Adoradores respetuosos de sus altos juicios y de sus decretos inescrutables, encaminados siempre al magnífico plan de la armonía del universo, lícito nos será lamentar como hombres que en las combinaciones de esta universal armonía tocara a la España en el periodo de su mayor grandeza ser regida por un príncipe nacido y educado en extrañas y apartadas tierras.
Contra todos los cálculos probables de sucesión habían subido Isabel y Fernando a sus respectivos tronos; contra todos los cálculos probables de sucesión bajan prematuramente sus hijos al sepulcro, y solo les sobrevive para heredarlos una princesa casada con un extranjero, desjuiciada además, y cuyas enajenaciones mentales la incapacitan para la gobernación del reino. Desciende también su esposo a la tumba apenas gusta las dulces amarguras del reinar; y cuando la trabajosa restauración de ocho siglos se ha consumado, cuando España ha recobrado su ansiada independencia, cuando el fraccionamiento ha desaparecido ante la obra de la unidad, cuando una administración sabia, prudente y económica ha curado los dolores y dilapidaciones de calamitosos tiempos, cuando ha extendido su poderío del otro lado de ambos mares, cuando posee imperios por provincias en ambos hemisferios, entonces la herencia a costa de años y de heroísmo ganada y acumulada por los Alfonsos, los Ramiros, los Garcías, los Fernandos, los Berengueres y los Jaimes, todos españoles desde Pelayo de Asturias hasta Fernando de Aragón, pasa íntegra a manos de Carlos V de Austria. Nueva era social.
XI
El reinado de los reyes católicos, todo español y el más glorioso que ha tenido España, es la transición de la edad media que se disuelve a la edad moderna que se inaugura. Carlos V encuentra ya iniciado el nuevo poder militar de los ejércitos permanentes, y el nuevo poder político de la diplomacia.
Confesamos que el reinado de Carlos V nos admira pero no nos entusiasma. Porque nos admiran los grandes hombres y los grandes hechos, nos entusiasman solo los que hacen grandes bienes al género humano. Apreciamos demasiado la felicidad verdadera de los hombres para que nos dejemos fascinar por el ostentoso aparato de las magníficas expediciones y por el brillo aparente de las conquistas. Querríamos más gobernadores prudentes que revolvedores del mundo. Las empresas gigantescas llevan siempre algo maravilloso que seduce. Es muy fácil dejarse deslumbrar por las grandes maniobras.
Pudieron justificar las circunstancias en que entonces la nación se encontraba el afán del Cardenal regente por abrir y desembarazar a Carlos el camino del trono, y por hacerle proclamar. El pueblo le miraba más receloso, y no se apresuraba tanto. ¿Quién fue más previsor, el instinto popular, o el talento del gran político? El regente arzobispo con el fin de abatir una nobleza soberbia, quiso entregar a Carlos una autoridad real robusta, y deseando hacer un monarca respetado, preparó sin quererlo un señor absoluto. «Estos son mis poderes», les dijo a los nobles mostrándoles los cañones y arcabuces que preparados tenía; y Carlos fue proclamado. La expresión fue conceptuosa y enérgica; pero el príncipe en cuyo obsequio se pronunció había de saber aprovecharse bien de aquella especie de sanción del ultima ratio regum. El mismo Cardenal Cisneros fue el primero que recibió por premio de su celo monárquico y de su adhesión personal aquella fría y desdeñosa carta de Carlos, que o le ocasionó o le aceleró la muerte. Desengaño amargo, y ejemplo insigne de ingratitud. Poco tiempo después reemplazaba al venerable y sabio prelado español en la silla primada un extranjero ignorante e imberbe: escándalo grande para un pueblo religioso.
Disgustaba además a los españoles un príncipe que ni había nacido en su suelo, ni hablaba su lengua, ni menos conocía sus costumbres, y que tanta impaciencia había mostrado por titularse rey de España, viviendo todavía su madre, la legítima reina de Castilla, a quien no obstante el lamentable estado de su juicio conservaban grande afición y cariño los castellanos. Veíanle venir rodeado de flamencos, y el recuerdo de los tesoros devorados por la comitiva parásita que ya con su padre había invadido la España, y de la audacia y la rapacidad que aquellos habían desplegado, no era en verdad para que auguraran bien ni se mostraran devotos del príncipe flamenco.
No tarda el disgusto en trocarse en exasperación, y el descontento en convertirse en rebelión formal. Elegido Carlos emperador de Alemania, dispónese a salir de España para tomar posesión de la corona de Carlo-Magno. Pide un subsidio exorbitante, y convoca las Cortes de Castilla para un punto desusado y extremo de la Península. La demanda, el objeto, la forma, todo desazona a los castellanos, y apenas el sucesor de Maximiliano abandona las playas españolas, se agitan las ciudades, se ensaña el furor popular contra los procuradores que votaron el impuesto, y se alzan en armas las comunidades de Castilla, no contra Carlos sino contra la violación de sus fueros y en vindicación de sus antiguas libertades. El levantamiento, más en justicia fundado y con más valor sostenido, que dirigido con circunspección y ordenado con acierto, sucumbe ante las armas imperiales auxiliadas de la nobleza, a quien los comuneros no han sabido atraer. Perecen, pues, las libertades públicas de Castilla en los campos de Villalar, y Padilla y los principales caudillos de las comunidades expían su ardor patriótico en un cadalso. Inútil, aunque heroicamente, intenta sostenerlas en Toledo una mujer animosa, enamorada a un tiempo de un esposo que acababa de perder y de una libertad que acababa de sucumbir. Fue la última protesta armada de la libertad contra la opresión. Desde entonces las Cortes quedan reducidas a una mera fórmula, y no serán ya llamadas sino a votar los impuestos. El emperador publicó un edicto perdonando a los insurgentes, pero pasaban de doscientos los exceptuados. No era fácil castigar de muerte a casi todos los habitantes de la Castilla entera. Con tales auspicios se inauguró en España el primer soberano de la casa de Austria.
Desde que Carlos se aleja de la Península, la historia del emperador oscurece y eclipsa la historia del rey. En vano es que declare en una carta patente que el anteponer en los despachos el título de Emperador de Alemania al de rey de España no parará perjuicio a esta corona. Los actos pregonan casi siempre al emperador; y el nombre de Carlos V con que entonces y ahora ha sido universalmente apellidado, siendo el I de España, está revelando todavía que no era lo español lo que predominaba en la majestad imperial.
No tardó en demostrar el nieto de Isabel y de Maximiliano, que si por la herencia de la primera era el mayor potentado del orbe, y por la del segundo se encontraba el mayor monarca de Europa, la grandeza de sus pensamientos correspondía a la magnitud de sus dominios. La idea de tener un rey, en cuyos estados no se ponía jamás el sol, era demasiado brillante para que dejara de ir halagando a los españoles. Veíanle desplegar talentos militares y políticos; veíanle acometer empresas gigantescas y rematarlas con felicidad; veíanle representar el primer papel en el mundo; veíanle triunfar casi a un tiempo en Méjico y en Italia, vencer a Motezuma y hacer prisionero a Francisco I; y que los capitanes y soldados españoles recogían a su sombra larga cosecha de lauros. Y ofuscados por el brillo de las adquisiciones y de las hazañas, iban olvidando poco a poco la pérdida de sus libertades; la emigración de sus tesoros y de sus hijos, con cuya sangre se compraban aquellos lauros. Llegaba a España el ruido de las victorias, pero no llegaban los lamentos de las víctimas. No se reparaba que los brazos que iban a manejar la espada en remotas tierras se robaban a la agricultura y a las artes: que allá iban a ganar reinos que no habían de poder conservarse, o a imponer la esclavitud a otros pueblos, o a decidir cuestiones de amor propio entre príncipes rivales, mientras aquí se paralizaba la industria interior y se agotaba la sangre de los hombres y la sangre del pueblo. Las Cortes permanecían mudas, y solo hablaban los partes de las batallas. Así España se acostumbraba a entregarse a un hombre. Al fin este le daba glorias. Cuando pasada una generación le falten las glorias, continuará atada a la voluntad de un hombre por más de una generación.
Imposible es por lo demás dejar de reconocer la grandeza de quien supo elevarse y descollar sobre los eminentes príncipes que encontró ya al frente de los demás estados de Europa; un Francisco I de Francia, un Enrique VIII de Inglaterra, un Solimán II de Turquía, un pontífice como León X, cada uno de los cuales hubiera bastado por sí solo para dar nombre a un siglo. Época de soberanos insignes y de capitanes que merecían ser soberanos; y sin embargo nunca se oscurece ni anubla el nombre del rey-emperador.
Carlos V y Francisco I; he aquí las dos figuras de más bulto en esta galería de personajes famosos. Rivales de por vida, sus codiciosas pretensiones trajeron desasosegado el mundo, y costaron muchas miserias a la humanidad. «Si Dios hubiera querido, dice un elocuente escritor, que estos dos monarcas se uniesen, la tierra hubiera temblado bajo sus pies.» Nosotros creemos que tembló de todos modos. Lo que hizo su mutua envidia fue que ninguno de los dos pudiera encadenarla. Carlos con más vastos dominios, pero más desparramados y no bien sujetos; Francisco con estados más cortos, pero más concentrados, venciéronse alternativamente sin poder destruirse. Pero el emperador humilló más veces al rey, y el vencedor de Marignan cayó prisionero en Pavía, y viose más de una vez forzado en los campos de batalla a jurar el cumplimiento de tratados ominosos impuestos en la prisión.
Francisco apenas tuvo que sostener sino las guerras con el emperador, y pudo muchas veces descansar. Carlos guerreaba en Francia, en Italia, en Alemania, en Flandes, en África y en Turquía, y no descansó nunca. Viajero infatigable, no había para él distancias de estado a estado, y se hallaba en todas partes. El emperador alemán del siglo XVI anticipose en el sistema de actividad al emperador francés del siglo XIX; y pareciéndosele en la magnitud de las empresas y en la energía de las resoluciones, aunque con más desigual fortuna en los azares de la guerra, excediole en la espontaneidad del retiro cuando conoció que su estrella se eclipsaba.
Necesitando ambos de alianzas, era en esto Carlos más político y más mañoso que Francisco: escrupuloso ninguno. Francisco quiso ser un caballero de la edad media, y el siglo le enseñó que aquellos tiempos habían pasado. Carlos representaba ya al monarca de los tiempos modernos, y poseía la política de gabinete. Descubríase en las miras del emperador, justas o injustas, otra grandeza, otra elevación que en las del monarca francés. Francisco hubiera podido contentarse con dominar en los estados cuyos derechos reclamaba: Carlos, si no abrigó el pensamiento de la monarquía universal, aspiró por lo menos a la unidad religiosa. El emperador sin la oposición del monarca francés hubiera podido dominar la Europa, y aun así lo hubiera hecho acaso, si la casa de Austria no se hubiera dividido en dos ramas: el monarca francés aun sin la oposición del emperador probablemente no hubiera tenido la audacia de intentarlo. Cuando Francisco escribió las memorables palabras: «Todo se ha perdido menos el honor,» parece que añadió, aunque entonces no se dijo: «y la vida que se ha salvado.» Y cuando libre de la prisión de Madrid pisó de nuevo el territorio francés, saltó y corrió como un muchacho exclamando: «ya soy otra vez rey de Francia.» Carlos recibió por lo menos con apariencias de fría serenidad y circunspección la noticia de la victoria de Pavía, como aquel a quien ni sorprenden ni alteran los triunfos.
El caballero francés, galante y guerrero, llamó a su corte a las mujeres, y entregándose a favoritas y cortesanas descontentaba a sus generales, que pasaban al servicio de su cauteloso rival, que sabía atraerse el afecto de propios y extraños. Así abandonó a Francisco el condestable de Borbón, único traidor, dicen, que han tenido los Borbones en su dinastía: así el almirante Doria, aquel famoso genovés que ayudando a establecer el despotismo en otras naciones supo dar la libertad a su patria. Ambos hicieron servicios eminentes al emperador, a quien permanecieron fieles ¡cosa extraña! hasta los tránsfugas que se le habían adherido haciendo traición a su patria y a su rey.
Las guerras entre Carlos V, Francisco I y Enrique VIII vinieron, a vueltas de sus muchas calamidades, a hacer un bien a la Europa, porque multiplicaron y difundieran las ideas confundiendo los pueblos, y produjeron la necesidad del sistema de equilibrio entre los grandes estados, que tanto influjo había de ejercer en el derecho de gentes de las naciones modernas.
Pero faltó poco para que estas luchas entre príncipes cristianos proporcionaran al turco apoderarse de Italia. Carlos V combatiendo a Solimán y a Barbarroja, impidió a la media luna enseñorearse de Nápoles, y a las hordas de un pirata acabar de despojar el Vaticano. Oprimiendo la Italia, tuvo por lo menos el mérito de salvar la Europa, aunque a costa de los tesoros de sus reinos y de la sangre de sus súbditos.
En este período brillante y sombrío de la historia de la humanidad viéronse muchos héroes y muchos malvados, grandes proezas y grandes perfidias, alianzas anómalas, rompimientos injustificables, y deslealtades diarias, y Maquiavelo pudo quedar satisfecho de ver los progresos de su política. A pesar de la repetición de escándalos, todavía el mundo no pudo dejar de escandalizarse en ocasiones solemnes. El gran protector del catolicismo retenía prisionero al jefe de la iglesia, y mandaba hacer rogativas públicas por la libertad del pontífice. El rey cristianísimo se confederaba con los reformistas y se aliaba con los mahometanos contra el jefe de la cristiandad y contra el campeón de la unidad católica. Roma era saqueada por un ejército católico mandado por un traidor político, cuyos soldados llevaron la rapiña y la profanación hasta un punto que hizo tener por moderados y prudentes a los bárbaros de Alarico. Y un rey de Inglaterra, el primero que escribió un libro de denuestos contra Lutero y la reforma, se apartaba él y apartaba a su reino de la obediencia al romano pontífice, y traía un nuevo cisma a la cristiandad por los amores impúdicos de una mujer.
La reforma religiosa fue un acaecimiento más trascendental en esta época que las revoluciones políticas. Lutero adquirió una celebridad e importancia que no merecía ni por sus talentos ni por sus virtudes, pues carecía de estas y no eran eminentes aquellos. Faltó prudencia a la corte de Roma, y la opinión de muchos pueblos y de muchos hombres no había necesitado sino de una voz atrevida que la formulara. De otro modo no hubiera podido el fraile de Witemberg conmover los estados alemanes, y él mismo debió asombrarse de haber llegado a asustar al mundo católico. Carlos V se propuso hacer frente al predicador y a sus doctrinas. Impulsábanle a ello sus ideas religiosas y le iba la conservación de sus dominios. El francés y el turco le distraían y embarazaban, y los papas no le ayudaron bien. Por otra parte, ni bastante condescendiente con los reformadores para atraerlos por la dulzura, ni bastante riguroso para dominarlos por la fuerza, hubo de entablar con ellos aquella serie de negociaciones pesadas que abarcan desde la dieta de Worms hasta el concilio de Trento. Al decreto de Spira contra la reforma respondía la protesta de los cinco grandes príncipes y de las catorce ciudades del imperio que los señaló con el nombre de protestantes. Al de la confesión de Augsburgo respondía la liga de Smalkalda; y con el famoso Interim de Ratisbona no satisfizo el emperador ni a protestantes ni a católicos. La reforma le gastó más fuerzas que las guerras, y la espada de un príncipe luterano fue la que le dio el más funesto golpe. La cuestión religiosa llenó la Europa de sangre y la dejó para mucho tiempo dividida en dos grandes fracciones, protestante y católica. España se preservó del contagio. Hízolo con las armas Carlos V, y con las hogueras los inquisidores. España se aisló del movimiento europeo.
No hay duda que la reforma imprimió una nueva fisonomía a la sociedad moderna que se creaba. Los protestantes la han mirado como una feliz insurrección de la inteligencia contra el poder absoluto en el orden espiritual, como una poderosa tentativa de emancipación del espíritu humano, y la hacen como la madre de las libertades políticas. Los católicos niegan que el protestantismo haya emancipado los pueblos, atribúyenle haber dividido los hombres sin mejorar la sociedad, y esperan que la doctrina de Lutero con todas las variaciones que descubrió Bossuet y que después se han añadido, sucumbirá como el error de Arrio y como el catecismo de Mahoma. Si no nos equivocamos, en nuestra misma edad se notan síntomas de ir marchando este problema hacia su resolución. El catolicismo gana prosélitos: los protestantes de hoy no son lo que antes fueron, y creemos que la unidad católica se realizará.
Contra el fraile alemán se levantó entonces un caballero español. Al enemigo audaz del pontificado se opuso un papista decidido y animoso. Presentose Ignacio de Loyola a combatir a Martin Lutero, y contra la reforma del fraile de San Agustín estableció la compañía de Jesús, milicia destinada a pelear a favor de la Santa Sede, obligándose a ello con el voto de obediencia, lo cual valió a los jesuitas de parte de los protestantes el nombre de genízaros del papa. Comenzó la reacción religiosa, y la gran cuestión de concilio de Trento preocupó a los pontífices que se fueron sucediendo, y sobrevivió a Carlos V, el cual ofreció el fenómeno de ser más conciliador que los papas mismos.
Afortunadamente, y por la vez primera, no fue ahora España el campo en que se ventilaron las grandes cuestiones religiosas, políticas y militares que cubrieron de sangre y luto la Europa. Sufrieron mucho Francia, Alemania y Hungría, pero la víctima sacrificada a las ambiciones de todos fue la desgraciada Italia. Teatro nunca vacante de sangrientas lides, saqueábala el turco por la costa, mientras en el interior la devastaba la soldadesca cristiana, franceses, flamencos, alemanes y españoles, gentes de diversas religiones y distintas lenguas, que hormigueaban allí como nubes de langostas talándola a quien más podía, todos licenciosos, católicos y protestantes. No pensaría aquel bello país que había de tener que sufrir una invasión de pueblos civilizados que le recordara los horrores de la irrupción vándala.
Vengamos a los últimos momentos del gran Carlos V, el protagonista de aquel vastísimo drama de luchas, de batallas, de alianzas, de negociaciones y de tratados, en que no hubo estado grande ni pequeño que se librara de tomar parte, y que fue como la fermentación por que pasó la sociedad humana para entrar en un nuevo período de su vida.
Aquel hombre infatigable, que en cuarenta años de imperio había estado nueve veces en Alemania, seis en España, cuatro en Francia, siete en Italia, diez en los Países-Bajos, dos en Inglaterra, otras dos en África, que había atravesado once veces los mares, y que, nuevo Atlante, sostenía sobre sus hombros el peso de dos mundos, sintiéndose debilitado de cuerpo y de espíritu, y no pudiendo ya inspeccionar personalmente sus inmensos dominios, determina retirarse a acabar tranquilamente sus días en el silencio y soledad de un claustro, en esta misma España, principio y fundamento de su colosal poder: trasfiere a su hijo Felipe las coronas de Flandes y de España con todos sus territorios del antiguo y del nuevo mundo, y el agitador de África y Europa, aquel a cuya presencia temblaban los reyes y se estremecían los reinos, se abisma espontáneamente, y pasa desde el solio más elevado de la tierra a sepultarse en la humilde celda de un solitario monasterio.
Seguirémosle en nuestra obra hasta sus últimos momentos, hasta su muerte ejemplarmente cristiana y religiosa; y guiados por la luz de auténticos e irrecusables documentos, rectificaremos los errores e inexactitudes que acerca de la vida de Carlos V en Yuste han consignado casi todos los historiadores que nos han precedido, y daremos a conocer con verdad los pensamientos que preocupaban al grande hombre en su retiro.
En 1556 era rey de España Felipe II.
XII
Aun desmembrada la corona imperial que heredo de Carlos V su hermano Fernando, quedada todavía Felipe II el soberano más poderoso de Europa, y su matrimonio con María de Inglaterra le daba además gran mano en aquel reino.
Entre el padre y el hijo absorben casi todo el siglo XVI, pero le imprimen distinta fisonomía, porque no se asemejan en índole y en carácter. Así, dotados ambos de talento claro y de perspicacia suma, abrigando en mucha parte los mismos designios, constituyéndose uno y otro en representantes del catolicismo y de la unidad religiosa, difieren grandemente en la política y en los medios. Flamenco y educado en Flandes el uno, había desagradado a los españoles porque no hablaba su idioma; español y criado en España el otro, había disgustado a los flamencos porque no conocía su lengua. Carlos flamenco, tenía la vivacidad española; Felipe español, tenía la fría calma de un flamenco. Parecía que habían equivocado la patria. Carlos era expansivo y cosmopolita; Felipe sombrío y político de gabinete. Aquél, infatigable en el ejercicio del cuerpo, había querido gobernar el mundo hallándose en todas partes; éste, incansable en el manejo de la pluma, aspiró a regir la Europa desde el rincón de un monasterio. Aquel dictaba leyes a cada país en su propio territorio; éste se las imponía desde su bufete. El padre hacía temblar un estado con su presencia; el hijo le intimidaba con un decreto. El padre paseaba las tierras y los mares personalmente; al hijo le bastaba tener un mapa sobre su mesa. Carlos asistía a todas las asambleas de Europa; Felipe daba instrucciones a sus embajadores, era el jefe de los diplomáticos, y sabía más que ellos.
¿Era Felipe II el demonio del Mediodía, como le nombraban entonces los extranjeros, o era el rey santo, el hombre religioso, el que libertó la iglesia de la herejía, y salvó de la anarquía los estados? ¿Fue el representante del fanatismo y de la tiranía, el hombre de las hogueras y el verdugo de los pueblos, o fue el gran político que comprendió su siglo, y dio a España engrandecimiento y gloria? Personaje tan ensalzado como deprimido, cada cual le ha colmado de elogios o de invectivas, según sus ideas o sus pasiones. Observamos en ciertos escritores nacionales, empeño en unos, tendencia en otros a rehabilitar su memoria. Nosotros hemos procurado estudiar el genio del hombre y los designios del monarca, en el interior de su familia y palacio y en la dirección de los negocios públicos. Hemos visto sus decretos originales: ha pasado por nuestras manos su correspondencia diplomática, y hemos leído sus disposiciones en letra de su puño. Hemos tenido ocasión de examinar muchos de sus escritos, de sus propios borradores, allí donde al cabo de trescientos años parece verse todavía la cabeza que concebía, el corazón que dictaba, y la mano que se apoyó sobre aquel mismo papel; allí donde las líneas puestas a un margen para sustituir a otras que se tachaban, revelan el pensamiento primitivo y el pensamiento nuevo que le reemplazó. Después de todo esto podemos decir sin género alguno de apasionamiento que admiramos las grandes cualidades de aquel monarca y reconocemos y amamos algunas virtudes que le adornaron; pero sentimos no sernos posible amarle tanto como le admiramos.
Por nuestra parte hemos creído descubrir en Felipe II las prendas de un gran político; pero también las cualidades de un gran déspota. Sombrío y pensativo, suspicaz y mañoso, dotado de gran penetración para el conocimiento de los hombres y de prodigiosa memoria para retener los nombres y no olvidar los hechos, incansable en el trabajo y expedito para el despacho de los negocios, tan atento a los asuntos de grave interés como cuidadoso de los más menudos accidentes, firme en sus convicciones, perseverante en sus propósitos y no escrupuloso en los medios de ejecución, indiferente a los placeres que disipan la atención y libre de las pasiones que distraen el ánimo, frío a la compasión, desdeñoso a la lisonja e inaccesible a la sorpresa, dueño siempre y señor de sí mismo para poder dominar a los demás, cauteloso como un jesuita, reservado como un confesor y taciturno como un cartujo, este hombre no podía ser dominado por nadie y tenía que dominar a todos; tenía que ser un rey absoluto.
El hombre por cuyas manos pasaban todos los negocios de Estado en una época en que sus relaciones se extendían por las regiones de ambos mundos; que lo leía todo y lo decretaba todo por su mano, o lo anotaba y corregía de su puño; el que sabía las intrigas y manejos de las cortes extranjeras antes que le informaran de ellas sus embajadores acreditados; el que cuando un embajador le designaba las influencias de un gabinete y el lado flaco de cada príncipe, recibía al propio tiempo informaciones confidenciales de la conducta y de las relaciones y tratos de este mismo embajador; el que sabía las circunstancias y los medios de cada uno de los jefes de la insurrección de Flandes, las propiedades de cada aspirante a la corona de Francia, la índole de cada pretendiente a la mano de la reina de Inglaterra, el carácter de cada cardenal y las opiniones de los que influían con el papa o habían de asistir al concilio; el que conocía de antemano el mérito y conducta de cada uno de los que se presentaban a pedir un empleo; el que sin asistir a los consejos sabía cuanto en ellos pasaba, y no asistía con el fin de que su presencia no impidiera a cada cual manifestar libremente sus pasiones; el que sabía dividir para reinar y fomentar los partidos para neutralizar mejor las influencias; este hombre no hubiera podido reinar sin gobernar solo, porque se sentía con genio, con propensión y con capacidad para ello.
Así las cortes que el padre había reducido a simple fórmula las redujo el hijo a peor condición que la nulidad, y las libertades que Carlos extinguió en Villalar con Padilla acabó de ahogarlas Felipe en Aragón con Lanuza.
Uniendo al ardor del religioso la frialdad del calculista, cuidando de no separar nunca el mejor servicio de Dios del mayor engrandecimiento de sus reinos, y de que el fanatismo no obstara al acrecimiento o conservación del poder, quiso extinguir la herejía que agitaba la Europa ayudando a los católicos contra los reformados y herejes, pero esperando vencer con los unos para reinar sobre todos; imponerles primero la creencia religiosa para someterlos después a la autoridad política. Hízose el defensor nato de la iglesia romana y empezó ganándose al papa con blandura; pero si el papa se oponía a sus planes políticos tratábale con dureza y se gozaba de los atrevimientos que con el jefe de la Iglesia se tomaban sus embajadores. Perseguía a los enemigos de la plenitud de la potestad pontificia, pero no le asustaban las excomuniones. Veneraba a los frailes y se rodeaba de ellos, pero si atentaban a su poder los mandaba ahorcar.
Si no hubiera hallado la Inquisición, la hubiera inventado él: pero se le había anticipado en más de medio siglo. La halló establecida y la hizo su brazo derecho, mas nunca consintió en que se erigiese en cabeza. Gustábale servirse de los inquisidores, pero dominándolos.
No reparaba en reducir a prisión al mismo que había sido el más activo instrumento de su tiranía en Flandes, como tampoco dificultaba en sacarle del calabozo cuando le convenia para hacer la conquista de Portugal: entonces volvía a confiar el mando del ejército al duque de Alba. Llevaba a un hombre inteligente y laborioso a los altos puestos de presidente del consejo de Castilla y de Italia, de inquisidor mayor y cardenal, pero en el apogeo del favor le intimaba la caída de su gracia, aunque el pesar le acabara la vida. Así murió Espinosa. Y don Juan de Austria, el hijo ilegítimo de Carlos y el heredero legítimo de su grandeza y de sus glorias, la más noble, la más bella y la más elevada figura de su tiempo, el vencedor de los moriscos en las Alpujarras y de los turcos en Lepanto, gana victorias y países para su hermano, pero no puede ganar para sí un quilate de cariño en su corazón. Felipe II no consentía verse eclipsado por nadie, ni en poder, ni en gloria, ni en laboriosidad siquiera.
No era impasible, pero lo parecía en las ocasiones en que es más difícil reprimir los sentimientos y las afecciones humanas. Cuando el de Alba le participó la ejecución de los ilustres condes de Horn y de Egmont, contestole diciendo: «puesto que ha sido indispensable el castigo, no hay sino encomendarlos a Dios.» Y como implorase su piedad hacia la virtuosa viuda de Egmont y sus once hijos, que quedaban en la más espantosa miseria y desamparo, «sobre esto, le dijo, ya proveeré y os avisaré de ello.» No le corría prisa hacer el bien que le pedía con urgencia el hombre que pasaba por el más duro de su tiempo, y el de Alba debió conocer que había otro en cuyo cotejo podía pasar por blando de corazón. La noticia del desastre de la Invencible armada no le demudó el rostro, y se limitó a decir que había enviado la escuadra a luchar con los hombres y no con los elementos. Y la del glorioso triunfo de Lepanto no hizo asomar a los reales labios una ligera sonrisa. La recibió rezando, calló y continuó su oración. Hasta que esta fue acabada no mandó entonar el Te Deum: nadie sabía por qué.
Todos sus actos llevaban el sello del misterio y de la tenebrosidad. Montigny, el príncipe de Orange, Escobedo, Antonio Pérez y el príncipe Carlos, son arcanos que se traslucen hoy, pero que no se revelan. ¿Serán perpetuamente enigmas algunos de ellos? ¿Lo será la prisión misteriosa del príncipe, objeto de tantas curiosas investigaciones, inclusas las nuestras? Poseemos la copia de un codicilo en que mandó fuesen quemados sin ser leídos los papeles tocantes a negocios terminados, y especialmente de difuntos. ¿Será improbable que se hallaran entre ellos los que han buscado con tanto afán biógrafos, críticos e historiadores? Sea lo que quiera, creemos que hubiera podido ser Felipe el mejor inquisidor y el mejor jesuita, como el más diestro embajador y el más astuto ministro. Era rey, y lo reunía todo.
Mas donde ha quedado perpetuamente esculpido su genio es en esa colosal maravilla que se levanta majestuosa y severa al pie de una cadena de cenicientas montañas que parece hundirse como los despojos de un mundo calcinado. Todo en el Escorial respira grandeza, y todo en él inspira austeridad y devoción. Diríase que era la fortaleza en que había querido encastillarse una edad para pasar el invierno de las revoluciones que el viento norte presagiaba. «¿Como había de traspasar, dice un filósofo, una sola idea del mundo moderno aquellos muros de granito de aspecto egipcio, aquellos castillejos, aquellos claustros, aquellas bastillas y aquellos palacios circundados de celdas?» Dedicóle a San Lorenzo en conmemoración del día en que se ganó la famosa batalla de San Quintín, y quiso que el edificio representara la forma de las parrillas en que fue quemado el santo: singularidad que ha dado ocasión a algunos para buscar analogías entre aquella especie de martirio y las hogueras tantas veces encendidas en el reinado del fundador. Hízole a un tiempo para vivienda de monjes y para alcázar de reyes: y la cámara regia al lado de la celda prioral, la corona junto a la cogulla, y el trono de España bajo el mismo techo que la regla de San Gerónimo, representan el gusto del monarca y el espíritu de la época.
Pero el reinado de Felipe fue todo español. A diferencia del de Carlos V, ni en su consejo ni en su corte predominaban extranjeros. Si Carlos V hubiera subyugado la Europa, la hubiera hecho alemana: si la hubiera dominado Felipe II, la hubiera hecho española. Aun sin haberla vencido, la superioridad de su política y la superioridad de nuestra literatura, difundieron por Europa la lengua, las costumbres y las modas de España, y el gusto español preponderaba en los salones diplomáticos, en los teatros, en los libros y en los trajes. Paris mismo se asemejaba a Madrid, y tomaba de los españoles hasta las extravagancias que les había de devolver después; porque un siglo antes que Luis XIV pudiera llamar a Madrid la corte francesa de España, había llamado Felipe II a la corte de Francia mi bella ciudad de París.
Los españoles, avezados ya a las largas expediciones militares en que recogían gloriosos triunfos, sinceramente religiosos como su rey, y acostumbrados por más de siete siglos a mirar a los enemigos de su culto como enemigos también de su independencia, servían gustosamente de instrumentos a las empresas de su monarca, y fueron, como en tiempo del emperador, a pelear en Francia, en Inglaterra, en Flandes, en Italia, en Portugal y en los mares, contra moros, contra turcos, contra herejes y contra cristianos-católicos, y la política española intervino en todos los negocios de Europa. Ganáronse muchos laureles para recoger después muchas espinas.
La política de Felipe con los Países Bajos produjo una lucha sangrienta que convirtió aquellas florecientes provincias en un vasto campo de carnicería, y consumió a España su dinero y sus hombres. Para España fue una fatalidad, y para Flandes una providencial expiación. Medio siglo hacía que había venido aquí un príncipe flamenco, cuyos primeros pasos fueron extraer nuestras riquezas, dar a flamencos los más altos puestos del estado y ahogar nuestras libertades. Al cabo de cincuenta años un monarca español, hijo de aquel, trata a Flandes como a país de conquista, confiere los primeros cargos a españoles, y prueba a establecer allí la Inquisición española. Los flamencos se irritan y se levantan, como aquí se irritaron y levantaron los castellanos. Allí se firmó el Compromiso de Breda, como aquí se formó la Junta de Ávila. Allí perecieron en un patíbulo los condes de Horn y de Egmont, como aquí habían perecido Padilla y Bravo. En Castilla fue incendiada Medina, y allí fueron profanadas y saqueadas más de cuatrocientas iglesias en Flandes y Bravante. La expiación fue terrible, pero no nos regocijamos de ella. Porque después de infinitos desastres y de infinitos horrores ejecutados por españoles y por orangistas, y después de gastados generales y tesoros, el resultado fue constituirse la república libre de las Provincias Unidas allí donde Felipe quiso establecer un imprudente despotismo, y producir una guerra larga y desastrosa que había de terminar por la pérdida de aquellos ricos países.
El afán y los esfuerzos de treinta y ocho años por dominar en Francia y colocar en aquel trono a la infanta su hija, costó muchos millares de hombres y treinta millones de ducados, para venir a someterse al célebre tratado de Vervins en que reconoció a Enrique IV y se obligó a restituirle todas sus conquistas. Sacamos de allí los triunfos de San Quintín y de Gravelinas, y el placer de haber guarnecido algún tiempo a París tropas españolas.
Mientras Felipe suscitaba enemigos a Isabel de Inglaterra y protegía a María Stuard de Escocia, el Drake depredaba las colonias españolas de América, y los piratas ingleses apresaban nuestros buques y se llevaban las flotas de oro. El desastre de la Invencible armada fue una pérdida irreparable para España, que dejó desde entonces de ser la señora de los mares. Subió de punto el poder marítimo de la Gran Bretaña, y una vez se atrevieron los ingleses a penetrar en Cádiz, y se llevaron hasta las campanas de las iglesias y las rejas de las casas. Juró Felipe vengar el ultraje, pero otra vez dispersó la armada española una tempestad. Data de aquel tiempo, la decadencia de nuestra marina.
No fue más feliz en el proyecto de enseñorear el Báltico y de extender su influencia a los estados escandinavos. Frustráronse sus costosos intentos por la repentina conversión de Juan de Suecia en sentido inverso a la de Enrique IV de Francia.
La mayor gloria militar que alcanzaron las armas españolas en aquel tiempo, fue la memorable victoria de Lepanto, que celebró con trasportes de júbilo toda la cristiandad, y el más rudo golpe que pudo darse al poder entonces inmenso de la media-luna. Pero diose tiempo a los turcos para rehacerse, y al año siguiente pudo el sultán hacer salir del puerto de Constantinopla una nueva escuadra de doscientos cincuenta navíos. Al cabo vinieron a ajustarse treguas con el turco; mezquino resultado, que ni correspondió a los esfuerzos que costara a la nación, ni a los triunfos que había sabido alcanzar el ilustre bastardo de Carlos V.
Con la conquista de Portugal se realizó por primera vez la completa unidad de la Península ibérica; y así como Suintila fue el primer soberano godo que pudo llamarse sin contradicción rey de la España entera, así Felipe II fue el primer soberano de la edad moderna que pudo llamarse con verdad rey de toda España, pues no había ya una sola pulgada de territorio desde Gibraltar a los Pirineos que no fuese del dominio del monarca español, y por primera vez al cabo de cerca de nueve siglos recobró España los límites naturales que le señalaba su geografía. Agregáronsele las inmensas y riquísimas colonias que los portugueses poseían en África, en América y en las Indias. ¡Cuán poco habían de durar aquellas importantes adquisiciones! En vez de un gobierno prudente, conciliador y benéfico, que hiciera olvidar a los portugueses su humillación e identificarse gustosos a la gran familia española, la dura política de Felipe ofende su nacional orgullo, mantiene vivo el sentimiento de su independencia, y espiando la primera ocasión de sacudir el yugo español, España verá con dolor desprenderse otra vez ese rico florón de su corona antes de extinguirse la dinastía austriaca.
Llegó, pues, la España en el reinado de Felipe II al apogeo de su material grandeza. Era un imperio que se derramaba por todo el globo. En medio de muchos reveses y de muchas empresas malogradas, se habían ganado glorias militares sin cuento. El nombre español era un nombre universal. ¿Podrían conservarse a tal altura el nombre y el imperio? Tales adquisiciones, tantas expediciones y guerras no se habían hecho sin imponer a la nación sacrificios inmensos, sacrificios insoportables. Habíanse consumido los tesoros del reino y los tesoros del Nuevo Mundo por el loco empeño de conservar países apartados, que sobre constituir un gravísimo y perpetuo censo para España, fuera demencia prometerse jamás de ellos una incorporación sincera y provechosa. El temerario afán de Felipe de someter la Europa a su conciencia y a su cetro, nos atrajo su enemistad sin lograr ningún fruto: y mientras en el interior el fatídico fuego de las hogueras del Santo Oficio abogaba la vida política de la nación, y se malograban los muchos elementos de prosperidad que habían sembrado los reyes Católicos, en el exterior se gastaba su vitalidad material en el intento de sujetar pueblos que no nos habían de servir y que habíamos de perder. Dejó, pues, Felipe II a sus sucesores una España gigante, pero gigante extenuado y por muchos lados vulnerable, y aquel aparente engrandecimiento encerraba el germen de la decadencia que apuntaba, y preparó cerca de dos siglos de calamidades y humillaciones. Volvamos la vista a otro cuadro más halagüeño.
Felizmente este mismo siglo de batallas y de sacrificios humanos es el siglo de las artes, es el siglo de oro de la literatura española, de que había sido preludio el reinado de los reyes católicos. Las guerras de Carlos V han puesto a los ingenios españoles en relaciones íntimas y frecuente trato con los que ya brillaban en la culta Italia. Aquellos palacios que decoraban las obras maestras de Leonardo Vinci, de Miguel Ángel, de Rafael, de Ticiano y de Corregio, los estudios y talleres de aquellos insignes artistas, son otros tantos tesoros de que se aprovechan los pintores, arquitectos y escultores de España para formar su gusto, enriquecerse de conocimientos, traerlos después a su patria, y fundar más adelante escuelas propias, que comienzan por serlo de imitación y acaban por producir una vigorosa originalidad. Dos veces en el trascurso de los tiempos ha prestado también esa bella Italia a los genios españoles modelos literarios que imitar y escuelas en que aprender: la Italia de Augusto, y la Italia de León X, el Augusto sagrado del siglo XVI. Y ambas veces la España se ha emancipado pronto de su maestra, creándose una literatura nacional, independiente y propia, que había de trasmitir luego a otros pueblos.
La poesía lírica y la dramática, la ligera sátira y la grave epopeya, la novela y la historia, el género didáctico, el místico y el festivo, todos los géneros, todos los estilos y todas las formas literarias tuvieron en el siglo XVI dignos intérpretes que al cabo de trescientos años sirven todavía de modelos. Muchas lumbreras derramaron la luz de las letras por el horizonte español. Es el siglo de Garcilaso, de Rueda, de Ercilla, de Herrera, de los Luises de Granada y de León, de Mendoza, de Zurita, de Arias Montano, de Santa Teresa, de Lope de Vega, de Mariana y de Cervantes. Y tal impulso recibe la literatura española en los reinados de Carlos V y de Felipe II, que la veremos avanzar todavía majestuosa y rica por los reinados de los siguientes Felipes, conducida por Rioja y Calderón de la Barca, sirviendo de tipo a las demás naciones, hasta que comenzando a caer en manos del culteranismo con Góngora y Quevedo, degenerando de corrupción en corrupción, llegue a una anticipada decadencia y a una prematura decrepitud como la monarquía.
Incomprensible parece este desarrollo intelectual en un pueblo comprimido por la Inquisición y en medio del ruido de las armas y del estruendo de la pelea. Pero el Santo Oficio ejercía sus rigores sobre los libros de teología, de filosofía o de derecho, que pudieran atacar o lastimar las doctrinas del más puro catolicismo, tal como entonces los inquisidores y el monarca le entendían. Inexorable en estas materias, pocos hombres distinguidos por su saber pudieron librarse de las persecuciones de aquel terrible tribunal. En cambio la poesía, terreno neutral y ajeno por su índole a las cuestiones teológicas y filosóficas, podía tomar todo el vuelo que quisiera, y monarcas e inquisidores eran indulgentísimos para las licencias de la imaginación, excepto en lo que tocara a asuntos religiosos. Complacíales por el contrario que los poetas se entretuvieran en cantar los amores tiernos de los pastores y los dulces desdenes de las esquivas zagalas. No pudiendo España producir filósofos, se indemnizó en producir abundancia de poetas. El Parnaso era el campo más libre, y refugiándose a él las inteligencias independientes de los españoles, hicieron la poesía una especie de soberana de la literatura.
Ni es menos sorprendente que tantos ingenios cultivaran las letras en medio de la agitación de las batallas, enemigas al parecer de los sentimientos tiernos y de los estudios tranquilos. Parecía que del choque de las lanzas y de los escudos salían chispas de inspiración para aquellos ingenios guerreros. Es admirable el número de soldados escritores que en el siglo XVI y aun antes de él produjo la España. El cronista Pérez de Guzmán se encontró como soldado en el combate de la Higuera: Lope de Ayala es hecho prisionero en las batallas de Nájera y de Aljubarrota, y escribe los sucesos en que ha tomado parte : Jorge Manrique manda expediciones militares, combate en Calatrava y en el sitio de Vélez, y hace tiernas elegías: Bernal Diaz del Castillo acompaña a Cortés a Méjico, se encuentra en ciento diez y nueve batallas, y el soldado batallador escribe la Historia verdadera de la conquista de Nueva España: Boscán pelea por su país, y aclimata en la poesía castellana los endecasílabos italianos: Hurtado de Mendoza, general y embajador de Carlos V hace versos y novelas picarescas, y escribe con docta pluma la historia de la última guerra de Granada: Garcilaso acompaña como militar a Carlos V en sus principales expediciones, se encuentra en la defensa de Viena, en la toma de la Goleta y de Túnez, y el dulce cantor de Salicio y Nemoroso muere de una herida que recibe al asaltar una plaza: Lope de Vega lleva el arcabuz y sirve como soldado en la Invencible armada, y escribe tantas comedias que nadie las ha podido contar todavía: Ercilla combate a los indios bravos en Arauco, y combatiendo escribe la Araucana: Cervantes se distingue como guerrero en la batalla de Lepanto, y el mutilado en la guerra y el cautivo de Argel escribe comedias y novelas originales, y asombra el mundo con su Quijote. No se podía decir aquí aquello de: musæ silent inter arma; pues en este país singular las musas cantaban dulcemente entre el ronco estampido del cañón y el áspero crujir de las espadas y rodelas.
La historia literaria de España en aquellos siglos represéntanos los tres períodos de un largo día. El crepúsculo matinal que vimos apuntando en los siglos XI y XII va siempre derramando más luz hasta el XV, para alumbrar en pleno día en el XVI y entrar en el crepúsculo de declinación en el XVII. Diéranos mayor pena el ver llegar la tarde de este día, si no supiésemos que las letras como el sol vuelven después de haberse marchado a alumbrar otros hemisferios, y que si desaparecen de nuestro horizonte para ir a comunicar su luz a otras regiones de Europa, volverán a iluminarle a fines del siglo XVIII para bañarle en el XIX con un nuevo resplandor, de que sentimos no participar de lleno, pero que esperamos alcanzará el siglo, que ha de vivir más que nosotros. Así las naciones y las sociedades se comunican recíprocamente sus luces, y así es necesario para el progreso perfectivo de la vida universal de la humanidad, uno de nuestros principios históricos.
XIII
A la independiente actividad de Felipe II sucede la sumisa indolencia de Felipe III, y el hombre a quien no había podido dominar nadie es reemplazado por un hijo que ni piensa, ni obra, ni gobierna sino por la voluntad de un favorito, a cuya firma ha dado el rey igual autoridad que a la suya propia. El privado es el árbitro de los empleos públicos, el repartidor de las fortunas, y su fausto eclipsa, oscurece el del monarca. A ejemplo del duque de Lerma, la nobleza abatida en los anteriores reinados abandona sus antiguos castillos y acude a ostentar sus galas en la corte. Palacios suntuosos, gran tren de carrozas, muchedumbre de mayordomos, capellanes, palafreneros, pajes y entretenidos, todo boato les parecía poco a aquellos nuevos ricos-hombres, que hacían venir tapices de Bruselas, linos de Holanda, telas de Florencia, gorros de Lombardía, capas de Inglaterra y calzado de Alemania. Dejábanse arrastrar del mismo impulso las clases medias, y a todos alcanzaba el contagio. ¿Correspondía la prosperidad del Estado al brillo de la corte?
Abrumados de impuestos los labradores, dejaban el cultivo y emigraban a la aventura, allá donde creían poder proporcionarse algún medio de vivir; provincias enteras se convertían en áridos yermos, y el viajero andaba muchas leguas sin encontrar una casa habitada ni un campo labrado. «Si este mal continúa, le decían al rey las Cortes de Madrid, pronto faltarán paisanos que labren los campos, pilotos que dirijan las naves… es imposible que dure el reino un siglo si no se pone un remedio eficaz.»- «Las casas se desploman, le decía el Consejo a su vez, y nadie las reconstruye; las aldeas quedan abandonadas, los campos incultos…»
El Consejo proponía remedios. Que se moderen los tributos; que se revoquen las mercedes y donaciones; que los grandes se vuelvan a sus estados y empleen a los cultivadores y jornaleros; que se limite el número de religiosos de ambos sexos; que se refrene el lujo y se ponga tasa a los trajes; que comience el soberano dando ejemplo por el arreglo de su casa, «pues el número de criados, le decía, y las raciones que consumen son dos terceras partes más que en tiempo de vuestro augusto padre el Sr. Don Felipe II, cosa que merece que V. M. lo considere con reflexión y haga conciencia de ello.» Los remedios quedaron escritos.
No había rentas, pero había lujo: los labradores perecían, pero los grandes comían en vajilla de oro; moría la industria, pero se erigían monasterios: las aldeas se despoblaban, pero los conventos rebosaban de habitadores.
Y no por eso se renunciaba al sistema de guerra exterior de los anteriores reinados. Nuestros ejércitos eran enviados como antes a pelear en todos los países de Europa, y nuestros marinos cruzaban todos los mares. Los arranques eran los mismos, pero las fuerzas no podían corresponder a los ánimos. Imponíanse al gigante enflaquecido los mismos esfuerzos que en los días de su virilidad y robustez. ¿Dónde estaban los recursos para alimentar a los soldados que batallaban? Las flotas de la India llegaban con dificultad, y dábase gracias de ver arribar algún galeón que no hubieran apresado los corsarios ingleses u holandeses. Las que llegaban estaban anticipadamente empeñadas, e invertíanse en sostener el fausto de la corte. Un general salía por fiador del gobierno, y empeñando sus alhajas particulares lograba que los comerciantes de Cádiz le prestaran algunas sumas para ir manteniendo sus tropas. Subíanse los impuestos, pero era pedir jugo a un tronco seco y aridecido. El cuerpo social perecía de extenuación, y le desangraban para darle vitalidad. Quísose convertir en moneda la plata de los templos, pero se opuso el clero, y faltole fuerza al gobierno para hacerse obedecer. Se recurrió a la alteración de la moneda, y doblándose el valor del vellón se dobló el precio de las mercancías. Se inundó el reino de moneda de cobre adulterada, y desapareció la plata y el oro. Tal era la ciencia de gobierno del duque de Lerma.
La irreflexiva expedición a Irlanda costó una derrota y un bochorno. Y de la muerte de Isabel de Inglaterra, astuta y decidida protectora de los enemigos de la España y del catolicismo, no se sacó más partido que un tratado de paz, que algunos años antes hubiera parecido vergonzoso, y que entonces se celebró en Madrid con regocijo.
Flandes continuaba siendo cementerio de hombres y sima de tesoros. La toma de Ostende fue gloriosa, pero costó cerca de tres años de sitio y cincuenta mil soldados. Entretanto el de Nassau nos tomó otras plazas. La famosa tregua de doce años empezó a poner de manifiesto a los ojos de Europa la flaqueza y decadencia de España.
Pudo no obstante esta misma situación haber redundado en bien de la monarquía, si esta hubiera estado dirigida por más hábiles manos. En paz con Inglaterra y Holanda, garantida la de Francia por el doble matrimonio de los príncipes y princesas de ambas naciones, pudo el gobierno español, con un desahogo que no había disfrutado en cerca de un siglo, dedicarse a restañar las profundas heridas que en el corazón del país habían abierto las dilapidaciones de dentro y los dispendios de fuera. Pero estos fueron los momentos que escogió el monarca, aconsejado por dos arzobispos, para descargar sobre él un golpe fatal. Expidiose el edicto para la expulsión de los moriscos, y la población proscripta se llevó tras sí el comercio, la agricultura y las artes. El consejo del beato Juan de Ribera pudo ser muy piadoso y muy justo, pero despobló la nación y la dejó arruinada.
Contrastaba grandemente la guerra de armas en Italia con la guerra de intrigas en la corte. Allá se disputaba el ducado de Saboya; aquí el favoritismo del monarca. Allá Carlos Manuel despedía al embajador de España e invadía el Milanesado; aquí el de Uceda suplantaba a su mismo padre el de Lerma en el favor del débil príncipe. Allá mediaba Luis XIII para ajustar un tratado en Pavía; aquí intervenía el padre Aliaga, confesor del rey, en los manejos de las privanzas palaciegas. Allá se formaban alianzas de príncipes italianos contra España y conjuraciones de españoles contra Venecia; aquí se fraguaban planes y se empleaban artificios para dominar en palacio. Allá se ganaba para España la Valtelina que había de envolverla en nuevas complicaciones; aquí se ganaba el valimiento del monarca, que poseído por Don Rodrigo Calderón había de llevarle con el tiempo, como a otro Don Álvaro de Luna, de las gradas del trono a los escalones del cadalso. Habían vuelto los tiempos de Juan II y de Enrique IV.
Y prosiguieron todavía. Porque a la privanza infausta de Lerma y Uceda con Felipe III sustituyó la no menos funesta de Olivares con Felipe IV.
Mas embaidor que político el Conde-Duque, alucinó al pueblo y fascinó al rey. El pueblo creyó en las ofertas de un bello programa, y se dejó engañar como un enfermo desesperado que acoge las palabras de un curandero. El rey era un niño, y se enamoró de un ministro que le hacía apellidar el Grande mucho antes de poder serlo. Cuando el pueblo reconoció su error, no pudiendo poner remedio se limitó a murmurar, que era lo único para que le habían dejado fuerzas los reinados anteriores: y el monarca que hubiera podido remediarlo no lo conocía.
Felipe IV y la política de su privado trajeron a España males que aun lamenta, y compromisos de que no ha acabado de salir al cabo de dos siglos. Empeñados en engrandecer la casa de Austria, arruinaron la España. En la famosa guerra del imperio, llamada de los treinta años, no cesó Felipe de prodigar hombres y tesoros al emperador. Iban nuestros soldados a vencer en Praga, para ser vencidos después en Estremoz y Villaviciosa. Triunfaban a quinientas leguas de distancia para dar a Fernando de Austria la corona de Bohemia, y cuando tuvieron que pelear dentro de España eran ya un ejército debilitado que dejaba perder el Portugal. Arrojaban del imperio al Elector Palatino y dominaban el Rhin, para no poder y defender más adelante las fronteras de Francia y tener que ceder el Rosellón. Luchaban con su acostumbrada bravura allá en Alsacia, en la Suabia y la Baviera, contra el rhingrave Othon, contra el landgrave de Hesse y contra el terrible Gustavo de Suecia; eran degollados en Oppenheim, triunfaban en Lutzen, perecían helados en los Alpes y ganaban laureles en Norlinga: sufrían reveses y alcanzaban triunfos en lejanas tierras y por ajenas causas; y cuando hubo necesidad de defender el reino, invadido por los vecinos o alterado por los naturales, faltaron ya fuerzas para ello: habíase gastado la vida en climas y en empresas extrañas.
La guerra con Holanda, emprendida de nuevo al espirar la tregua de los doce años, hubiera podido justificarse si hubiera podido sostenerse. Pero a pesar del arrojo de nuestros soldados, que allí, como en todas partes, vencían y triunfaban, pero no dominaban; a pesar de los talentos militares de Espínola, de la protección del emperador, y de los refuerzos sacados de Alemania para atender a aquellos países, hubo de resignarse Felipe IV a reconocer definitivamente la independencia de la República, y a cederle las conquistas hechas en América y en la India. Triste resultado de ochenta años de lucha, tan dispendiosa en hombres como en dinero. La tregua de doce años había sido el indicio de nuestra debilidad; el tratado de Westfalia lo fue de nuestra impotencia.
Cierto que fue una fatalidad el que se hubiera levantado contra España un genio tan activo, tan político y tan sagaz como el ministro de Luis XIII. No pudiendo sufrir el cardenal de Richelieu ni el engrandecimiento amenazador de la casa de Austria ni la arrogancia del gobierno español, dedicado a alentar a los que ya eran enemigos y a suscitar otros nuevos a los gabinetes de Madrid y de Viena, la política y las armas francesas encendieron la guerra donde estaba apagada, y aviváronla donde estaba ya encendida, y en tan general conflagración no era posible que dejara de sufrir la España grandes catástrofes. La nación que tenía sus guerreros desparramados por toda Europa y por todos los mares vio su propio territorio invadido por ejércitos extraños. Los franceses se atrevieron a penetrar en Guipúzcoa y en Cataluña. No tenía Richelieu mejor auxiliar que la política del Conde-Duque. Parecía obrar de concierto.
Creciendo con los reveses del reino la altanería del valido, apuraba a un tiempo los recursos y la paciencia del pueblo. Estalló con explosión la mina del despecho en la provincia menos sufrida, en la más celosa de sus fueros, y también la más ofendida y hostigada. La insurrección de Cataluña con sus terribles bandas de segadores, con sus horribles matanzas y sus venganzas sangrientas, fue un feliz acontecimiento para Richelieu y los franceses, y la imprudente política de Olivares convirtió en guerra larga y formal lo que hubiera podido ser un arranque momentáneo de enojo. Reprodujéronse las escenas de los tiempos de Juan II de Aragón, y aun fueron más adelante, porque Luis XIII, nombrado conde de Barcelona, pudo llamarse algún tiempo rey de Francia y de Cataluña. Esta provincia volvió a ser española, pero el Rosellón y la Cerdaña allá se quedaron para no mas volver.
Todo era desastres. Portugal oprimido y vejado, se levanta también, encuentra ocasión de sacudir la dependencia de Castilla, y la dominadora del orbe es impotente a evitar la desmembración de una provincia suya. ¿Qué importa que no se reconozca todavía de derecho su independencia? La monarquía portuguesa renace con Juan IV con todas las condiciones de estabilidad. Emancípanse también sus colonias, y entre portugueses y holandeses nos hicieron perder medio mundo. Todos lo sabían menos el monarca español. Cuando Olivares le dijo que el duque de Braganza había hecho la locura de coronarse rey de Portugal, lo cual era una fortuna, porque así sus bienes volverían al fisco, «pues disponerlo así,» le contestó Felipe; y continuó divirtiéndose.
Sicilia y Nápoles imitan también el ejemplo de Cataluña, y se sublevan contra la tiranía de los virreyes. En Palermo se erige un calderero en jefe del tumulto, y el gobernador se esconde en el sótano de un convento para evitar el furor de la muchedumbre amotinada que incendiaba las casas de los agentes del gobierno español. En Nápoles se proclamaba la república a la voz de un pescador; el duque de Arcos abraza primero a Masaniello en el balcón de su palacio para significar al pueblo que accede a todas sus peticiones; pero después el conde de Oñate hace degollar hasta a los hijos de los que habían tomado parte en la insurrección. Tampoco falta allí la intervención de la Francia. Las revueltas se sosiegan y se restablece el orden; pero los sucesos mostraban cuán impopular y cuán flaca era la dominación de los virreyes en aquellos países.
No cambió la suerte de España ni mejoró su fortuna con la muerte de Richelieu y con la de Luis XIII. A Richelieu sucede Mazzarini, cardenal como él y hechura suya, menos enérgico y violento, pero más disimulado y astuto. Continuador de su política, sostiene la monarquía durante la regencia de la reina madre. Luis XIV comienza a anunciarse fatal para España desde la cuna con la victoria de Rocroy. Las guerras de la Fronda en Francia infunden aliento a los españoles; Turena y Condé ayudan con sus venganzas de rivalidad el ascendiente que a favor de las revueltas iba recobrando la España, pero todo lo deshace la mañosa política de Mazzarini. Cuando Felipe IV solicitó el auxilio del gran protector de Inglaterra, ya Mazzarini se le había anticipado, y prefiriendo Cromwell la amistad de la Francia, se declara Inglaterra contra España, y coopera activamente a su ruina. La derrota de Dunes pone a Felipe IV en el caso de suscribir a la paz. Estipúlase el célebre tratado de los Pirineos. Conciértase en él el matrimonio de Luis XIV con la infanta María Teresa de España, y se ceden a Francia la Cerdaña y el Rosellón con muchas plazas fuertes de Flandes y de los Países Bajos. Triunfó la diestra política de Mazzarini sobre la del negociador por España. En una pequeña isla del Bidasoa se determinaron los destinos futuros de nuestra nación. El tratado de la isla de los Faisanes contenía el germen de un cambio de dinastía. Aquellas capitulaciones matrimoniales habían de hacer de una España austriaca una España borbónica; y sin embargo, tal era el estado de las cosas que se aplaudió como una fortuna el tratado de los Pirineos.
Richelieu y Olivares representan la elevación de Francia sobre el abatimiento de España. Aquel personifica la creación de la monarquía absoluta francesa sobre la muerte de la vieja monarquía aristocrática: éste simboliza la decadencia de la monarquía conquistadora de España, que había reemplazado a la monarquía popular, y dado entrada a la monarquía de los grandes, de los favoritos, de los confesores y de las mujeres. Richelieu abrió el camino a Luis el Grande, y Olivares le preparó a Carlos el Imbécil. Felipe IV con toda su indolencia tenía todavía elementos para haber sido más que Luis XIII si en lugar de un Gaspar de Guzmán hubiera contado con un Richelieu: y Luis XII no era ni tan grande ni tan intrépido que sin un Richelieu no se hubiera quedado en menos de lo que fue Felipe IV.
Tres grandes transiciones políticas se verifican en esta época. La Inglaterra pasa a la libertad después de sus guerras parlamentarias, últimas convulsiones de la arbitrariedad inglesa. La Francia corrió al despotismo de Luis XIV después de las guerras de la Fronda, últimos esfuerzos de la independencia francesa. España entra en una impotencia miserable después de la guerra universal del cuarto Felipe, últimos alientos de su antiguo colosal poder. Inglaterra libre y Francia absoluta se levantan sobre la España impotente que las dominó antes.
La adulación había aplicado el sobrenombre de Grande a un monarca que merecía solo el de piadoso y benigno. Cuando se vio que lo iba perdiendo todo, la lisonja halló un medio ingenioso de conservarle el dictado dándole por divisa un pozo con estas palabras: cuanto más le quitan más grande es. Queriendo adularle, le hicieron un epigrama.
Apesadumbrole mucho la pérdida de Portugal y le aceleró la muerte. «Quiera Dios, le dijo al tiempo de morir a su hijo Carlos, que seas más afortunado que yo.» Pero Dios no lo quiso así, y el hijo fue mucho más desdichado que el padre.
Faltan términos con que expresar el abatimiento a que vino la monarquía en el reinado de Carlos II. Todo se conjuraba contra ella. Un rey de cuatro años, flaco de espíritu y enfermizo de cuerpo, una madre regente caprichosa y terca, toda austriaca y nada española, entregada a la dirección de un confesor alemán y jesuita, inquisidor general y ministro orgulloso; con un reino extenuado y un enemigo tan poderoso y hábil como Luis XIV, ¿qué suerte podía esperar esta desventurada monarquía? Luis XIV apareció como el terrible vengador de Francisco I y vino en ocasión en que no hubiera necesitado ser un héroe para invadir nuestras apartadas posesiones de Italia y Flandes, cuando Portugal había tenido la audacia de venir a provocarnos dentro de nuestro propio territorio: y la nación que se vio forzada a reconocer formalmente la independencia de Portugal, no es maravilla que perdiera en tres meses la mayor parte de la Flandes, y que viera al monarca francés hacer en quince días la conquista del Franco Condado. Un ejército del vecino reino ocupaba parte de Cataluña; y Messina se levantaba al grito de: ¡Viva la Francia! Los tratados de Aquisgrán y de Nimega iban sumiendo a España en el abismo de la nulidad.
Habían cambiado los papeles de Europa, y la dominación universal con que a principios del siglo XVI había amenazado Carlos V y la España, venía a fines del XVII de parte de Luis XIV y la Francia. La Europa se llenó otra vez de pavor y asombro. Mas a pesar de la coalición de Augsburgo para atajar las invasiones incesantes de la Francia, encubiertas bajo el insidioso nombre de pacificación, y para conservar la integridad del imperio tal como la garantizaban los tratados de Wetsfalia, Nimega y Ratisbona, España no logró reconquistar las provincias perdidas en la guerra que se siguió, y hubo de sufrir nuevas invasiones, no obstante tener que luchar la Francia a un tiempo con Inglaterra, Holanda, Suecia, Saboya y el Imperio. Fuese rompiendo la liga, y a España alcanzaron sus más fatales consecuencias.
No acostumbrado Luis XIV a la idea de ver la Europa conjurada contra un hombre solo, procuraba mañosamente desarmarla con capciosas paces y con tratados artificiosos, cuya supuesta infracción le diera pretexto para nuevas declaraciones de guerra. El hombre que aparecía generoso, bombardeaba después de un tratado de paz a Oudenarde, Génova, Alicante, Barcelona y Bruselas. Si en la paz de Riswich se prestó a restituir a España las conquistas hechas después de la de Nimega, hízolo por contentar a los españoles para que se dejaran imponer un rey de su familia. Con la alegría de la paz olvidáronse las potencias del gran principio que las hiciera aliarse; olvido feliz para Luis XIV y que todos los esfuerzos del Austria no alcanzaron a subsanar después.
Mientras la monarquía se desmoronaba, la corte era un hervidero perenne de miserables intrigas palaciegas. El rey, la reina madre, Nithard, Valenzuela y don Juan de Austria, daban abundante pasto a la murmuración y a la maledicencia pública; y el pueblo que presenciaba las miserias de la corte en medio de la ruina de la monarquía, parecía encontrar un desahogo a sus males en las sátiras, libelos y pasquines con que diariamente se le entretenía, denunciándole flaquezas que no ignoraba, más viéndolas representadas bajo formas picantes y festivas, mostraba alegrarse de que le hicieran reír, a trueque de no llorar.
Aborreciendo a los sucesivos favoritos de la reina viuda, fijaba su cariño en don Juan de Austria, que aparecía como el único capaz de dar vida al desfalleciente reino; y cuando se acercó a las puertas de Madrid, hubiérale tal vez aclamado rey sin reparar en que fuese hijo de una cómica, si él hubiera tenido más audacia y más altos pensamientos; pero contentose con un destierro para el confesor y con un virreinato para sí. Cuando después fue primer ministro, no correspondió el acierto del gobernador a la fama del guerrero. Don Juan perdió su popularidad, y murió desopinado después de una administración tempestuosa. Como si los nombres hubiesen sido necesarios para hacer más palpable la decadencia de España de los primeros a los últimos príncipes austriacos, vino este don Juan de Austria, hijo bastardo de Felipe IV a recordar con dolor las glorias del otro don Juan de Austria, hijo bastardo de Carlos I.
¡Cuánto había degenerado esta familia de reyes! El biznieto de Felipe II, de aquel monarca que había gobernado el mundo por sí solo, viose alternativamente dominado por una madre, por un hermano, por dos esposas, por confesores, por camareras intrigantes y por magnates codiciosos. El que de niño había tenido que ser llevado hasta los cinco años en brazos de una aya, no pudo de rey marchar nunca sin andadores.
A la desmembración que de sus posesiones sufría por fuera agregábase dentro la penuria de la hacienda, que nunca a tan desdichada estrechez llegara. Era un mal heredado, que había venido agravándose con las generaciones. Sucedíanse ministerios, discurríanse arbitrios, creábanse juntas magnas, imaginábanse expedientes, útiles algunos, injustos muchos, absurdos otros, ridículos y extravagantes los más, eficaz ninguno. Pusiéronse en venta los títulos de Castilla y las grandezas de España, y viose a un simple curial sin más categoría que la de paje, y al hijo de un maestro de obras y otros sujetos de la clase más ínfima del pueblo, a los unos grandes de España, a los otros títulos de Castilla. Concibiose la idea de entregar al clero la administración pública y de confiar la dirección de la hacienda, guerra y marina a los cabildos de Toledo, Sevilla y Málaga. El ejército de tierra apenas llegaría a veinte mil hombres mal disciplinados y casi desnudos, la marina a trece galeras de mal servicio, y la población del reino a menos de seis millones de habitantes. Veíase languidecer, extinguirse a un tiempo la nación y la dinastía reinante.
Sin esperanzas ni de sucesión ni de salud el monarca; litígase entre potencias extrañas la sucesión española, y por dos veces se reparten entre sí nuestro territorio como hacienda sin dueño. Mostróse Luis XIV en estos tratados de partición el negociador más activo y el político más astuto y mañero, pero también el menos fiel y el menos sincero aliado. En la misma corte de España bullían y se agitaban el partido francés y el partido austriaco, que prevalecían alternativamente según las influencias que accidentalmente dominaban. El desgraciado monarca, hipocondriaco y enfermo, asediado y hostigado por todos, tímido, vacilante, irresoluto y zozobroso entre instigaciones y consejos, opuestas pretensiones, personales afectos y escrúpulos de conciencia, estrechado por embajadores, grandes, inquisidores, confesores, consejeros y ministros, no acertaba a resolverse a nombrar sucesor. La Europa entera pendía de sus labios, y Carlos no pronunciaba. Representósele hechizado; muchos creyeron en el maleficio; él lo creyó también, y su confesor le exorcizaba con la fe más cándida y más pura. Consultábase a los teólogos, a los juristas, al pontífice; apelábase a las respuestas de las mujeres endemoniadas; y todos, hasta los malos espíritus intervenían en el negocio de la sucesión a la corona de Castilla, menos las Cortes del reino, con las cuales no se contaba.
Firmó por último Carlos en el lecho de muerte el documento que fijaba la disputada sucesión. Falleció a poco tiempo el atribulado monarca. Abriose con toda solemnidad el codicilo. La política de Luis XIV había triunfado. El elegido era su nieto el duque de Anjou. Felipe V de Borbón era el rey de España. La dinastía austriaca había concluido.
Esta dinastía como la antigua de los Trastamaras, había pasado en dos siglos, como aquella, de la actividad más vigorosa a la nulidad más completa. Aun fue mayor la degeneración de Carlos I a Carlos II, que de Enrique II a Enrique IV. No carece ni de exactitud ni de genio la pintura que de esta degradación hace un ilustre escritor contemporáneo. «Carlos V (dice) había sido general y rey: Felipe II fue solo rey: Felipe III, y Felipe IV no supieron ser reyes; y Carlos II ni siquiera fue un hombre.»
Obstinada la dinastía austriaca en dominar la Europa, despobló la España, sacrificó sus hijos, agotó sus tesoros y abogó sus libertades políticas.
Quiso abatir la Francia e imponerle un rey de su dinastía, y sufrió la ley providencial de la expiación, siendo ella misma la que llamó a un príncipe francés a ocupar el trono de España. Y a tal extremo de desolación había venido nuestro pueblo, que hubieron los españoles de mirar como un bien el ser regidos por un príncipe extranjero, uno de los últimos recursos de los pueblos agobiados por los infortunios. Era el año 1700.
Si los reyes católicos hubieran resucitado, ¡cuántas lágrimas de amargura hubieran vertido sobre esta pobre España que dejaron tan floreciente y con tantos elementos de prosperidad! ¡Si es que podían reconocer en la España de fines del siglo XVII la misma España que ellos legaron en principios del siglo XVI!
XIV
«Desde este instante ya no hay Pirineos.» La Europa alarmada recogió estas palabras fatídicas con que el gran Luis XIV apostrofó al nuevo monarca español al salir para España con el superior beneplácito de su abuelo. En siglo y medio no las ha olvidado, y en nuestros días ha tenido ocasiones de recordarlas.
El tratado de los Pirineos produjo el testamento de Carlos II. Había en aquel una cláusula que se procuró hacer desaparecer en este. ¿Se invalidaba la renuncia de María Teresa al trono de España estipulada en las capitulaciones matrimoniales de los Pirineos, con la condición de que no se reuniesen en una misma persona las coronas de Francia y España puesta en el testamento de Carlos? ¿Cuál de las dos dinastías alegaba mejor derecho a la sucesión española, la rama austriaca o la rama borbónica? ¿Cuál era más conveniente a España? La cuestión de derecho y la cuestión de conveniencia las resolvieron la voluntad del rey y la voluntad de los españoles. Había además para Europa la cuestión de forma. La política capciosa de Luis XIV había desabrido al Austria y burlado a las potencias signatarias de los tratados de partición. La guerra, pues, era inevitable. Pero tenemos la convicción de que cualquiera que hubiese sido el fallo de este gran litigio, se hubiera apelado de él al terrible tribunal de las campañas, que es donde por desgracia se fallan siempre en última instancia las querellas de los príncipes y los pleitos de las naciones.
Cuando estalló la guerra, halló a Luis XIV esperándola con arma al brazo, y cuando las primeras águilas imperiales penetraron en las posesiones españolas de Italia, encontraron al gallo francés despierto y vigilante y preparado a la pelea.
Francia y España luchan ahora solas contra la Europa confederada. Nuestra península se ve invadida por Oriente y Occidente. Las escuadras anglo-holandesas cruzan nuestros mares, cañonean nuestras plazas y destruyen nuestros escasos bajeles. Valencia, Aragón y Cataluña se levantaron contra Felipe V y proclaman al archiduque Carlos de Austria. Estamos en plena guerra de sucesión.
España y Austria se encuentran guerreando entre sí, en expiación de sus faltas respectivas. Austria, que causó la ruina de España envolviéndola en temerarias y costosas guerras exteriores, recoge ahora el fruto de su funesto sistema teniendo que lidiar con esos mismos españoles que han excluido su fatídica dinastía y defienden con las armas a un príncipe de la familia más enemiga del imperio. España paga el error de haberse enflaquecido por robustecer la casa de Austria, y de haber antepuesto a su felicidad doméstica el brillo de las conquistas exteriores. Un Carlos archiduque de Austria, rey de España, y emperador de Alemania después, fue el que movió aquel desbordamiento de la España. Otro Carlos archiduque de Austria, que también ha de ser emperador de Alemania, es el que trae ahora sus legiones a pelear dentro del territorio español en reclamación de un trono de que ha sido excluido. Al cabo de dos siglos (¡tan lentas son las grandes lecciones de la historia, porque tan lento es el desarrollo de la vida de los pueblos!) Carlos VI de Alemania se ve reducido al papel de pretendiente desairado al trono español, por consecuencia de la política iniciada por Carlos V de Alemania.
Parece imposible que en el estado de abandono, de desnudez y de miseria en que había dejado Carlos II el ejército, las plazas y el erario, pudieran los castellanos solos desenvolverse de tan cruda guerra, teniendo que combatir a un tiempo en Levante y en Poniente, contra ingleses, holandeses, portugueses y alemanes, y lo que es más, contra catalanes, aragones y valencianos, distraídas las fuerzas de su única aliada la Francia, en el Rhin, en Italia y en los Países-Bajos. Y sin embargo los triunfos de Almansa y de Villaviciosa hicieron ver a la Europa conjurada cómo sabían sostener los castellanos con las armas al monarca a quien una vez juraran fidelidad. Ayudáronlos Berwich y Vandome. Cien banderas cogidas a los aliados en Almansa fueron a adornar las bóvedas del templo de Nuestra Señora de Atocha. Felipe V y los castellanos vencían: peor estrella alumbraba a Luis XIV y la Francia. España se rejuvenecía con su joven rey: Francia declinaba con su viejo monarca, a quien faltaban a un tiempo el vigor y la fortuna. Era una casa fallida que se iba sosteniendo, aunque mal, con el antiguo crédito.
Los tratados de Utrech pusieron término a la sangrienta guerra de sucesión, y aseguraron en el trono de España la dinastía de los Borbones, renunciando Felipe V sus derechos eventuales a la corona de Francia, y haciéndolo a su vez los príncipes franceses de los que pudieran tener al trono español, de modo que nunca pudieran unirse ambas coronas. Solo no se adhieren a los tratados Austria y Cataluña. Austria no cede un punto de sus pretensiones, y Cataluña prefiere erigirse en república a reconocer la autoridad de Felipe de Borbón: arranque de energía, que no fue sino un testimonio más del genio impetuoso de los naturales de aquel suelo, pero que costó a Cataluña la pérdida de sus amadas libertades, como ya le había costado a Valencia y Aragón.
No se compró la paz de Utrech sin costosos sacrificios. Inglaterra no quiso soltar sus presas de Gibraltar y Menorca; y cediendo España la Sicilia, Nápoles y Cerdeña, fue borrada del catálogo de las potencias de primer orden. La Gran Bretaña se propuso mantener el equilibrio europeo agrandando las naciones pequeñas, y diose Sicilia a la casa de Saboya con derechos a la corona de España en el caso de extinguirse la línea de Felipe V. Hiciéronse otros repartimientos que alteraron la faz de Europa.
Con el advenimiento del nieto de Luis XIV al trono español supúsose desde luego que el gabinete de Madrid giraría dentro de la órbita que le designara el de Versalles. Mirábase al de España como un satélite del gran planeta, y entonces no era una calumnia, era una verdad y una consecuencia. El monarca francés surtía de confesores al rey de España, de camareras a la reina, y de administradores a la nación. Los embajadores franceses obraban como ministros españoles, y los ministros españoles eran como embajadores franceses. Felipe sin embargo se identificó pronto con su patria adoptiva; juró muchas veces vivir y morir con sus amados españoles, y lo cumplió. Cuando Luis XIV, acobardado por los reveses, le propuso firmar con las potencias aliadas un tratado ominoso a España y a sus derechos, dirigía a su abuelo estas enérgicas y sentidas palabras: «Ya que Dios ciñó mis sienes con la corona de España, la conservaré y defenderé mientras me quede en las venas una gota de sangre: es un deber que me imponen mi conciencia, mi honor, y el amor que a mis súbditos profeso…… Con la vida solamente me separaré de España, y sin comparación preferiré morir disputando el terreno palmo a palmo al frente de mis atropas a tomar un partido que empañe el lustre de nuestra casa……»
Aquí Felipe no es ya el príncipe francés, sino el monarca español. No es ya el joven tímido e inexperto que inclina humilde la frente a los mandamientos de un abuelo preceptuoso, sino un rey celoso de la honra de su reino y de su trono, que da lecciones de enérgica entereza a un anciano a quien abandona el vigor asustado por los contratiempos. Felipe V se atrevió a decir: «Aun habrá Pirineos.» Y los hubo. Por eso no le faltó nunca el cariño del pueblo castellano; y este admirable concierto entre el pueblo y el monarca fue el que produjo aquellos recíprocos esfuerzos que salvaron la monarquía, aunque con pérdidas dolorosas.
Y sin embargo este príncipe que tan español se había hecho y que tanto debía a los castellanos, se acuerda una vez de que es francés, y altera la antigua ley de sucesión a la corona de Castilla. El que debía su trono a una mujer, priva a las hembras del derecho de suceder en el trono, y establece a disgusto de la nación la ley Sálica poco modificada. Innovación fatal, que al cabo de ciento y veinte años había de ser invocada por un descendiente suyo para pretender suplantar a la reina legítima, y que aunque revocada por otro monarca y por las Cortes del reino no ha podido esta nación libertarse de sufrir las calamidades y estragos de una guerra civil.
La corte de Luis XIV emancipó al rey y al gobierno español de la tutela del de Versalles; y las segundas nupcias a que pasó Felipe V con la princesa de Parma trajeron en derredor del trono otras influencias que dieron diversa dirección a los negocios y distinto rumbo a la política.
Viva se mantenía la animadversión entre Austria y España, y aun las potencias signatarias de los tratados de Utrech habían quedado al pronto tranquilas, pero ninguna contenta. Pronto se ve la Europa hondamente agitada y de nuevo revuelta a impulsos de un genio turbulento, que enmaraña a todas las naciones, que halaga con la Sicilia al duque regente de Francia y fragua conspiraciones en París para desposeerle de la regencia; que promete a Inglaterra y le busca enemigos en Escocia; que entretiene y engaña a Holanda, que auxilia a Venecia contra el turco, que suscita en todas partes enemigos al imperio, que convida a Ragotzy a posesionarse de la Transilvania y a inquietar la Hungría, que proyecta con Rusia y Suecia una expedición contra la Gran Bretaña, que lucha con Francia en el país vasco y en Cataluña, con Inglaterra, Holanda y el imperio en el Mediterráneo, que promueve alianzas y tratados, que atreviéndose a rasgar las estipulaciones de Utrech, reclama para España las posesiones allí cedidas, que reconquista a Sicilia y Cerdeña, que levanta formidables ejércitos de tierra y hace respetar otra vez el pabellón español en los mares, que reanima el genio de España y le restituye un puesto importante en el sistema político de Europa.
Este gran revolvedor del mundo, que de tal suerte intimida a las potencias europeas con su asombroso talento y sus gigantescos planes, que las más poderosas se ven obligadas a conjurarse contra su persona y a exigir a Felipe V su separación como preliminar de la paz, es un clérigo italiano, es el hijo de un pobre hortelano de Plasencia, que ha sido él mismo campanero de una iglesia de aquella ciudad de Italia, que por su propio mérito se ha ido encumbrando hasta elevarse al alto puesto de primer ministro de Felipe V de España, y de consejero y confidente de la reina Isabel de Farnesio, que ha alcanzando el capelo de cardenal engañando al papa como engañaba a los demás soberanos: es el abate Julio Alberoni. Felipe V accede a hacer salir de España a Alberoni; se estipulan los tratados, y España y Europa parece quedar otra vez tranquilas.
Desde las segundas nupcias de Felipe, uno de los monarcas en cuyo ánimo han ejercido más dominio sus mujeres, un pensamiento invariable, una idea fija descuella en la marcha de su gobierno y constituye por más de treinta años el blanco de su política. Este pensamiento se revela en todas las negociaciones diplomáticas, se trasluce en las alianzas y en los rompimientos, se descubre en los tratados de Londres, de Viena, de Sevilla y de Fontainebleau, predomina en los congresos de Cambray y de Soissons, es el alma de la política traviesa del fecundo Alberoni, subsiste durante la larga privanza del buen Grimaldo, dicta los atrevidos proyectos del presuntuoso y fantasmagórico Riperdá, sirve de norte a los planes del hábil Patiño, guía al honradísimo Campillo en su prudente y corta administración; él es el que inspira a Felipe la renuncia de San Ildefonso, el que le decide a volver a empuñar el cetro abdicado, el que trasciende en los dictámenes del consejo de Castilla y de las juntas de teólogos, el que concierta y deshace enlaces de príncipes, el que promueve las guerras y los acomodamientos, el que alienta las arriesgadas empresas de los hijos de los reyes, las comprometidas operaciones militares del prudente Montemar y del intrépido Gages, el que absorbe los tesoros, el que preocupa los ánimos en los palacios y en las campañas, el que conmueve muchas veces la Europa y trae en constante inquietud y desasosiego a España. A este afán, que gasta toda la vitalidad de Isabel de Farnesio, y a cuyas sugestiones no puede resistir el débil e hipocondriaco Felipe, se encaminan todos los cuidados, todos los pactos, todas las empresas, y ante él se oscurecen y eclipsan todos los demás propósitos y fines. Este pensamiento de una madre solícita, incansable y ciega de amor a sus hijos, es el de recobrar las posesiones españolas de la península italiana para colocar en ellas como soberanos a los hijos del segundo tálamo de Felipe, y a impulsos de este anhelo se han perturbado muchas veces España y Europa, y el amor delirante de una madre ha influido grandemente en el cambio de condición de las naciones europeas.
Asombro universal causó cuando se supo que se había firmado la paz con el imperio. Montes de oro costó a España esta negociación, más nada le importaba a la reina con tal que redundara en la mejor colocación de sus hijos. Manejóla secretamente el ministro Riperdá, famoso aventurero holandés (que siempre, y entonces más, ha parecido España la tierra de promisión de especuladores advenedizos), que de embajador de Holanda se trasformó en ministro español, que de protestante se hizo católico, y de católico se convirtió en musulmán: gran arbitrista, que después de haber hecho instrumentos de su ambición primeramente a Lutero y luego a Jesucristo, quiso por último servirse de Mahoma, y concluyó su carrera de aventuras en Tetuán, hecho bajá y apóstol de una nueva secta mahometana.
Isabel de Farnesio, a vueltas de mil negociaciones y dificultades, ve al fin a su hijo Carlos, el que algún día ha de ser rey de España, posesionarse de los ducados de Parma y de Plasencia. Tres años después, los vencedores de Almansa triunfan de los austriacos en Bitonto, la bandera de Castilla tremola otra vez en aquellas antiguas posesiones españolas, el príncipe Carlos es proclamado con entusiasmo rey de Nápoles y de Sicilia, y el orgullo español y el amor de madre se ven a un tiempo halagados. Las naciones se cansan de tan costosas lides, y se ajusta el tratado definitivo de la paz.
Poco tiempo se saborearon sus dulzuras. Vaca el trono imperial de Alemania, y a instigación de Isabel se presenta el rey católico entre los muchos competidores al imperio. Otra vez se desenvainan las espadas de todas las naciones al grito de guerra. La solícita madre ve una ocasión para que su segundo hijo Felipe pueda conquistarse también a favor de la turbación general alguna soberanía en su querido país de Italia, perpetuo tema de sus dorados sueños. Nuevas y sangrientas complicaciones. Guerras en Italia. Funesto comportamiento de Inglaterra para con los dos príncipes españoles. Fatal derrota de Campo Santo: terrible sorpresa de Velletri. Felipe en Lombardía; triunfal entrada en Milán. Paz entre el emperador y Francisco II. Desavenencias entre las dos ramas de la familia de Borbón, y torcida conducta del gabinete de Luis XV. Isabel de Farnesio se conforma con el pequeño patrimonio de Parma y Plasencia para su hijo Felipe.
Hubo en el largo reinado del primer Borbón un brevísimo paréntesis, que pareció insignificante, y sin embargo encerraba profundos e importantes arcanos: el de su solemne abdicación en su hijo Luis, y el reinado de este joven príncipe que pasó como las flores que nacen y mueren en un día, y que apenas legó a la historia sino un nombre más que intercalar en la cronología de nuestros reyes. ¿Será cierto que nunca devoraron a Felipe V más ambiciosos proyectos que cuando rezaba como un monje desengañado del mundo en el coro de San Ildefonso, o cuando para distraer su misantropía cazaba en los bosques de Balsain? ¿Lo será que pareciendo querer imitar en su retiro de la Granja a Carlos V de Alemania en Yuste, se semejó más a Alfonso IV de León en Sahagún? Lo que no tiene duda es que salió como éste del solitario lugar tan luego como murió su hijo para volver a empuñar el abdicado cetro, y manejarle todavía por espacio de otros veinte y dos años.
Aquel palacio de San Ildefonso, con su colegiata, sus bellos jardines, sus elegantes y soberbias fuentes, cuyos surtidores de agua representan los arroyos de oro que en ellas se invirtieron, esa obra famosa de Felipe V, nuevo Versalles construido al pie de un escarpado monte, prueba la magnificencia de los primeros reyes de la dinastía de Borbón, si bien no muy compatible con los ahorros del erario. El adusto monasterio del Escorial revela la época severa de Felipe II: los amenos jardines de la Granja simbolizan la época fastuosa y elegante de Luis XIV. En siete leguas de distancia se recorren dos dinastías y cerca de dos siglos, y toda la travesía es ingrata y pobre como los reinados que los dividen.
Mas si se coteja el mísero estado en que el último monarca de la casa de Austria dejó la hacienda, el ejército, la marina, el comercio y la industria española, con el que se registra en el reinado del primer Borbón, España debió felicitarse por el cambio de dinastía. Aquellos veinte mil hombres desorganizados y medio desnudos de los últimos tiempos de Carlos II, aparecen multiplicados como por encanto, ostentando Felipe V a los ojos de la Europa admirada al terminar la guerra de sucesión un ejército de ciento veinte batallones y de ciento tres escuadrones disciplinados y aguerridos. Aquella docena de casi inservibles galeras que dejara el postrer monarca austriaco, preséntase en los mares bajo el primer Borbón trasformada en respetable escuadra de más de veinte navíos de guerra con trescientos cuarenta buques de trasporte y treinta mil hombres de desembarco. La industria y el comercio, casi exánimes en los últimos reinados, reciben el impulso que los escasos conocimientos de aquel tiempo en estos ramos permitían. Y aunque las medidas para su fomento solían ser menos acertadas que patrióticas, publicábanse ya escritos luminosos, y al través de los errores de la ciencia y de los obstáculos de las preocupaciones, vislumbrábase ya el sistema de las franquicias, y se levantaban muchas fábricas. El francés Orri hubiera necesitado más tiempo del que le permitieron las intrigas palaciegas para desenmarañar el caos de la hacienda: el creador de los intendentes no pudo hacer sino incoar algunas reformas, y no dejó de corresponder a la fama que traía de entendido rentista. Riperdá, a vueltas de sus jactanciosas utopías, suministro ideas económicas que fueron útiles después. Era un loco que no carecía de conocimientos. El honrado español Campillo dio un golpe oportuno para libertar al pueblo de la plaga de los arrendadores asentistas de que Orri había querido emanciparle ya. Trabajábase en regularizar la administración, pero falló energía para alterar el funesto sistema de impuestos. Las guerras consumieron inmensos capitales, y la nación se encontró con una deuda de cerca de cincuenta millones de duros.
Educado Felipe V en los principios de la escuela política de Luis XIV, poco podía esperarse en favor de las antiguas instituciones populares de Castilla.
Las rebeliones de Valencia, Aragón y Cataluña sirviéronle para acabar de extinguir las de aquel antiguo reino. El pueblo castellano, avezado como estaba por espacio de largas dominaciones a la ilimitada autoridad de los príncipes, no se inquietaba por la idea de recobrar la libertad civil, y solo vivían sus recuerdos en ilustradas individualidades. El Santo Oficio continuaba fulminando sus sangrientos fallos con toda la actividad de los tiempos de su juventud. Algo no obstante se había adelantado. Felipe V no honraba con su real presencia los autos de fe, ni los tomaba por recreo como Carlos II.
Un hombre hubo ya en este tiempo, de vasta capacidad, de asombrosa erudición, de sólida virtud y de incontrastable fortaleza de ánimo, que quiso libertar la autoridad real del vasallaje de la Inquisición, volver al trono y a la potestad civil las atribuciones que el tribunal de la fe les tenía usurpadas, emancipar la corona de la dependencia de la tiara pontificia en los negocios temporales, y devolver sus antiguas libertades a la iglesia española. Hubiera tal vez aquel hombre insigne recabado de Felipe V tan grandes reformas, si con la venida a España de Isabel de Farnesio y la caída de la princesa de los Ursinos no se hubiera encumbrado en derredor del trono el partido italiano. Tomole éste por blanco de sus iras, y cúpole a Macanáz la suerte que por lo común está reservada al apostolado de las ideas, el martirio de la persecución. Amábale el rey, pero supeditado por inquisidores y jesuitas le desterraba del reino: seguía queriéndole en el extranjero, y le mantenía proscripto; le nombraba representante en el congreso de Cambray, y no se atrevía a abrirle las puertas de la patria. Entretanto encomendados a otras manos los asuntos de Roma, negociábase la púrpura cardenalicia, y se admitía al nuncio a trueque de conseguir el capelo, y le prometía el capelo a condición de que se admitiera al nuncio: contrato entre partes en que la doctrina canónica no hallaba ocasión de intervenir. Así se hizo el ajuste de 1717, y a parecido precio se obtuvo el concordato de 1737, si bien en este comenzaron ya a triunfar las ideas de Macanáz: hasta que en el de 1753 sancionó ya la Santa Sede el patronato universal de la corona de España.
En el autor del Memorial de los cincuenta y cinco párrafos, y de los Auxilios para gobernar bien una monarquía católica, vemos el representante del primer albor con que se anunciaba la regeneración política de España. El entendimiento de Macanáz marchaba delante de su siglo. Muchas de sus máximas religiosas y políticas habían de ser puestas en ejecución por los sabios ministros del gran Carlos III, y algunas eran tan avanzadas que muchos pueblos de los que más progreso han alcanzado en la carrera de la civilización aún no han podido verlas planteadas en el siglo XIX. En las desapasionadas páginas de nuestra obra hallará por lo menos la justicia que le fue denegada en su tiempo: diminuta compensación que por nuestra parte podemos dar al magistrado incorruptible, al sabio publicista, al hombre de la expatriación y de los calabozos.
Suelen no caminar al mismo paso el desarrollo de la ciencia política y el de otros ramos de los conocimientos humanos. Felipe II que dejaba cantar a los poetas tan libremente como quisieran, no permitía la circulación de una sola idea que tendiese a menoscabar la plenitud de la potestad real. Luis XIV empuñaba con una mano el cetro del absolutismo, y con otra erigía academias científicas de que plagaba el suelo de la Francia: con una levantaba el catafalco de las libertades francesas, y con otra encendía mil lumbreras de gloria. Así mientras su nieto en España permitía a un inquisidor que prohibiera los escritos políticos de Macanáz, creaba por otra parte bibliotecas, academias y universidades a ejemplo de su abuelo. Nacieron entonces la de la Lengua y la de la Historia, la Biblioteca Real, el Seminario de Nobles y el colegio de San Telmo. La revolución literaria iba preparando sin que él mismo lo sintiese la revolución política. Feijoo abrió una herida mortal a las preocupaciones populares, citándolas ante el tribunal del espíritu analítico, de la razón y de la filosofía. A pesar de la cautela con que se vedó a sí mismo el examen de las materias políticas y religiosas, todavía fue delatado al Santo Oficio. Pero el sabio benedictino tuvo la suerte de alcanzar el reinado de Fernando VI cuyos ministros le pusieron a cubierto de toda persecución. El proceso del P. Froilán Díaz había marcado la transición del reinado de Carlos II al de Felipe V: el proceso del P. Feijoo divide y marca perfectamente el tránsito del reinado de Felipe V al de Fernando VI.
Por primera vez después de tantos siglos de eternas luchas subió al trono español un príncipe, que mirando las guerras como el más cruel azote de la humanidad proclamó el sistema de paz a toda costa. La de Aquisgrán vino en 1749 a colmar los deseos del bondadoso Fernando VI. Desde este momento se encastilla en una prudente y estricta neutralidad, y deja que peleen cuanto quieran las demás naciones. Francia e Inglaterra, rivales antipáticas que se acechan para abatirse, rompen de nuevo las hostilidades, y cada cual solicita para sí con ahínco la amistad y el apoyo de España. Fatíganse en vano ministros y embajadores por inclinar el fiel de aquella balanza a un lado o a otro. Ayuda a Francia el imperio, pónese la Prusia de parte de Inglaterra, España permanece neutral. Brindan los franceses a Fernando con Menorca, los ingleses le hacen la ofrenda de Gibraltar; tentadores eran los ofrecimientos, pero se estrellan contra la imperturbable impasibilidad del rey, lo mismo que la actividad diplomática. Igual lucha sustentaban dos ilustres miembros del gabinete español, predilecto del rey el uno, preferido de la reina el otro, queriendo el uno inclinarle a la alianza francesa, el otro a la amistad británica. Pero deshaciendo Carvajal la trama que Ensenada urdía, especie de tela penelópica tejida y destejida en el taller de la diplomacia, iba manteniendo Fernando la nave de la neutralidad entre contrarios vientos sin dejarla irse a fondo, y la paz era más honrosa cuanto la nación se veía por dos estados poderosos acariciada. Situación nueva para España, y sería difícil encontrar otra análoga retrocediendo siglos.
Así mientras las vecinas naciones sufrían los estragos horribles de la guerra, aquí a la sombra saludable del árbol de la paz, plantado por un monarca benéfico, prosperaban la industria, el comercio y la agricultura, desarrollábanse las letras y las artes, tomaba nuevo vuelo nuestra marina, y ¡cosa desoída en largos siglos! se encontraban sumas considerables en las arcas del tesoro.
El próspero y pacífico reinado de Fernando VI, acusación elocuente de los seis reinados tumultuosos que le precedieron, nos ratificaría, si de ello necesitáramos, en que no es la gloria de las conquistas ni los triunfos estruendosos de las armas lo que labra el edificio de la felicidad de los pueblos.
Tras larga y penosa agonía, y cerniéndose en torno al lecho mortuorio del misántropo monarca intrigas sin cuento, fallece el virtuoso Fernando, dejando su esterilidad abierto el camino del trono, su prudencia el camino de la prosperidad a su hermano Carlos, el rey de las Dos Sicilias, que arreglada la sucesión de aquellos reinos viene a tomar posesión de su nueva herencia. Nápoles llora su despedida y España entona cantos de júbilo a su arribo. Sus gloriosos antecedentes auguran días de bonanza para su país natal.
XV
No puede pronunciarse sin un sentimiento de amor respetuoso el nombre de Carlos III. A él viene asociada la idea de la regeneración española.
Si el talento de Carlos no rayó en el más alto punto de la escala de las inteligencias, tuvo por lo menos razón clara, sano juicio, intención recta, desinterés loable, ciego amor a la justicia, solicitud paternal, religiosidad indestructible, firmeza y perseverancia en las resoluciones. Si le hubiera faltado grandeza propia, diérasela y no pequeña el tacto con que supo rodearse de hombres eminentes, y el tino de haber encomendado a los varones más esclarecidos y a las más altas capacidades de su tiempo, y puesto en las más hábiles manos, la administración y el gobierno de la monarquía.
Inaugura su entrada en España restituyendo fueros y condonando deudas. Reconocióse luego al genio benéfico de Nápoles que venía a fecundar su suelo patrio.
Duélenos por lo tanto verle abandonar en la política exterior desde los primeros tiempos de su reinado el prudente sistema de neutralidad en que su hermano había sabido parapetarse. Los afectos de la sangre conducen a Carlos a ajustar con la Francia el famoso Pacto de familia, con que quedó ligada la suerte de España a la del vecino reino. Soberbio y atrevido reto que hizo una sola familia de príncipes a todos los poderes de la tierra en circunstancias las más comprometidas.
La política de Choiseul, el negociador de la Francia, especie de ministro universal de Luis XV, envuelve a Grimaldi, negociador por España, en el Pacto de familia, como Mazzarini había sabido atraer a don Luis de Haro al ajuste de la Paz de los Pirineos, los dos tratados que han ligado más las dos ramas de los Borbones. Carlos IV y Luis XVI, Fernando VII y Luis XVIII, nos recordarán a Carlos III y Luis XV, como estos hacen remontar nuestra memoria a Felipe IV, y Luis XIV.
Pronto comenzó España a probar las aguas amargas que brotaron de aquella fuente de discordias secretamente abierta en París. La guerra con la Gran Bretaña era consecuencia natural del Pacto de familia. Las dos preciosas joyas de nuestras colonias de Oriente y Occidente, Manila y la Habana, caen en poder de los ingleses, y no sin sacrificio se logra recobrarlas dos años después por la paz de París.
Si pudiéramos establecer una línea divisoria entre el hombre y el monarca, aplaudiríamos los sentimientos que dictaron aquel concierto de familia como negocio del corazón. Pero en las potestades que rigen los pueblos, antes son los deberes de la soberanía que los afectos de deudo: y aquellos mismos sentimientos que merecían una bella página en la biografía de un príncipe pueden formar una de las hojas más tristes de su historia política. Creemos no obstante que hubo de parte de Carlos III algo más que los vínculos de cognación. No tenía olvidado este monarca que la Inglaterra había sido la que años antes, siendo rey de Nápoles, le impuso con aire de ruda y despótica amenaza aquella neutralidad mortificante que le forzó a reprimir los naturales afectos de la fraternidad prohibiéndole acudir en ayuda de su hermano Felipe. Veía Carlos además con amargura y enojo ondear el pabellón británico en territorio español, y Gibraltar y Menorca en poder de los ingleses eran dos espinas que le punzaban como español y como rey. Concedamos, pues, algo al justo resentimiento, algo también al honor nacional lastimado, y el Pacto de familia aparecerá, sin eximirle de lo impolítico, un tanto excusable al menos, y no por un solo motivo dictado.
Insurrecciónanse las colonias inglesas de América contra la metrópoli, y Carlos, como vengador de agravios recibidos de Inglaterra y como cumplidor del Pacto de familia, fomenta en unión con Francia una insurrección que si al pronto enflaquecía a su rival había de ser con el tiempo funesta a España. La emancipación de los anglo-americanos, tan útil a la especie humana en general, no podía serlo a la nación que tenía en aquella parte del mundo inmensas posesiones que perder. Hubo un español que vaticinó con maravillosa exactitud todo lo que después había de sobrevenir, y lo que es más, lo expuso a su monarca con desembarazo y lealtad. «Llegará un día, decía el insigne conde de Aranda en su Memoria, en que esta república federal que ha nacido Pigmea crezca y se torne gigante, y aun coloso terrible en aquellas regiones. Entonces olvidará los beneficios que ha recibido de las dos potencias, y solo pensará en su engrandecimiento… El primer paso de esta potencia, cuando haya logrado engrandecerse, será apoderarse de las Floridas a fin de dominar el golfo de Méjico… Estos temores son muy fundados, señor, y deben realizarse dentro de breves años, si no presenciamos antes otras conmociones más funestas en nuestras Américas…» Proponíale seguidamente un plan de emancipación, con condiciones igualmente ventajosas a la metrópoli y a las colonias.
Por desgracia el monarca, casi siempre deferente a los consejos de los hombres ilustrados, no escuchó esta vez el patriótico pensamiento del antiguo presidente de Castilla, y los resultados justificaron por desdicha la sagaz previsión del embajador. El mismo Carlos III alcanzó algunos chispazos del fuego de la independencia que había comenzado a prender en nuestras colonias. Cuarenta años después lloraba España la pérdida de sus ricas Indias. Hoy nos parece un acontecimiento feliz cada vez que los representantes de alguno de aquellos nuevos estados, antes posesiones nuestras, vienen a convidársenos por amigos. Tal vez alguna de aquellas recientes repúblicas, no muy afortunadas en la obra laboriosa de su organización, amenazadas por el gigante del Nuevo Mundo, tal vez la España misma también haya vuelto en alguna ocasión sus ojos hacia algo semejante al pensamiento salvador del gran conde de Aranda. Pero los tiempos pasan y no tornan.
Las guerras sostenidas con la Gran Bretaña en los mares de ambos mundos, proporcionaron a España hacer alarde de una fuerza naval imponente que le daba consideración en América y Europa. Triunfos gloriosos alcanzaron nuestras escuadras, señaladamente en las Indias Occidentales. Aun en el antiguo continente, donde fueron menos afortunadas, hicieron muchas veces vacilar el poder marítimo de la que blasonaba de ser la soberana y la señora absoluta de los mares. Pero sufrimos también lamentables reveses. El desastre del cabo de San Vicente fue un golpe mortal para la marina española. El pabellón nacional fue sin embargo digna y maravillosamente sostenido, y los ingleses hicieron justicia al heroísmo de nuestros soldados. Todavía el contratiempo del cabo de San Vicente fue vengado en lo alto de las Azores, y Cádiz vio entrar en triunfo una de las más ricas presas de que hacen mención las historias.
Una expedición feliz devuelve a la corona de España la isla de Menorca, desmembrada de ella por espacio de setenta y cuatro años. No hubo igual suerte con Gibraltar, cuya recuperación era el afán del pundonoroso monarca, el objeto a que consagraba esfuerzos, sacrificios y gastos sin cuento, el bello ideal de sus esperanzas y de sus ilusiones. «Gibraltar es un objeto, decía Floridablanca, por el cual el rey mi amo rompería el Pacto de familia, o cualquier otro compromiso que tuviese con Francia.» Pero a su vez decía lord Stormont, «que si España le ponía ante los ojos el mapa de sus estados para que buscase un equivalente a Gibraltar, fijando tres semanas para la decisión, no podría en tan largo plazo hallar entre todas las posesiones del rey de España nada que bastase a compensar la cesión de aquella plaza.» Así los manejos diplomáticos fueron tan inútiles como los bloqueos, y las diestras maniobras navales de Crillon tan ineficaces como las famosas baterías flotantes con que Mr. D’Arson entretuvo las esperanzas de los españoles y la curiosidad de Europa. Los ingleses defendieron su presa contra los disparos de los cañones con la misma tenacidad que contra las proposiciones y tratos de los gabinetes, y Carlos III hubo de resignarse a firmar la paz de 1783 con el desconsuelo de dejar en poder de la Gran Bretaña aquella fortaleza formidable. Sinceramente desearíamos no ver en esa enorme y disputada roca sino un castillo inglés enclavado en suelo español, y que no nos inspirara ideas y recuerdos de la fe británica.
La política exterior de Carlos y de su primer ministro lleva en los últimos años un sello de circunspección, de firmeza y de aplomo que sorprenden y admiran a Europa. Valiole esto una de las honras más distinguidas que pueden caber a un soberano, la de haber sido elegido por las naciones para árbitro mediador en las graves contiendas que las traían desasosegadas y envueltas en funestas lides.
El ánimo fatigado con la perspectiva de tantos cuadros sombríos como hemos tenido que bosquejar hasta ahora, siente un gustoso descanso al volver la vista al que presenta el gobierno interior de este gran príncipe. Vese a la España cobrar una animada existencia después de un largo marasmo, y entrar en el movimiento progresivo de la humanidad que parecía paralizado en ella. Se ve a los entendimientos ir sacudiendo las trabas de su esclavitud, y las doctrinas humanitarias erigirse en principio de gobierno. Era la preparación más conveniente para los cambios políticos y sociales que hubieran de sobrevenir. Era el anuncio de una época de regeneración, o más bien el principio de ella, iniciado con prudente mesura, como si el espíritu reformador que se desarrollaba se propusiera realizar su obra sin las violentas conmociones que habían señalado este tránsito en Inglaterra, y sin los terribles sacudimientos que amenazaban ya a Francia.
No se proclamó la libre emisión del pensamiento, pero se le libertó del poder censorio de la corte de Roma y de la Inquisición, que se le habían exclusivamente arrogado. Prohibióse la censura de las obras sin escuchar previamente al autor y oír la interpretación que daba a sus palabras. Los breves de Roma en que se condenara algún libro no eran admitidos ya sin el consentimiento de la potestad civil. Estableciéronse garantías contra las arbitrariedades de la Inquisición, y muchas disposiciones emanadas de la autoridad real anunciaban a aquel tribunal terrible que no tardaría en caducar su omnipotente imperio. Hubiera caído derrumbado aquel baluarte del fanatismo al cumplirse los tres siglos de su existencia, si el prudente Carlos no hubiera creído más conveniente y más político irle demoliendo por grados que desplomarle con súbita y estrepitosa explosión. Cuando el ministro Roda le aconsejaba la supresión del Santo Oficio, «no me atrevo, le contestó el juicioso monarca, a arrostrar la resistencia de una parte del clero y del pueblo, que todavía no está bastante ilustrada para consentir en esta supresión.» Palabras que descubren la posición respectiva del monarca y del pueblo; y que revelan que no era Carlos III un ejecutor obsecuente de los dictámenes de sus ministros, sino que tomaba resoluciones y tenía ideas propias. Contentose con allanar obstáculos y dejar al tiempo y a circunstancias más favorables la total destrucción del sangriento tribunal. No hizo poco en hacerle perder su ferocidad primitiva, en cercenar su poder y poner coto a sus vejaciones. Escasísimos fueron ya los autos de fe, y sin el antiguo formidable aparato: cesaron de encenderse las hogueras, y la humanidad le quedó agradecida.
Las doctrinas sobre las regalías de la corona en la gran cuestión sobre los límites de las dos potestades, el sacerdocio y el imperio, defendidas en el reinado de Felipe IV por los ilustrados Chumacero y Pimentel, difundidas en el de Felipe V por Macanáz, el grande apóstol de los regalistas, ya más desarrolladas en el de Fernando VI, se desenvuelven completamente y fructifican en el de Carlos III. La corte romana ceja en sus antiguas pretensiones ante la enérgica actitud del monarca español y de sus hombres de estado, y la autoridad real recobra el ensanche, y la potestad civil recupera gran parte del terreno que había venido perdiendo desde la edad media. El proceso contra el obispo de Cuenca acreditó que el soberano en este punto no toleraba oposición.
Había estado apegado el jesuitismo al confesonario y a la cámara regia, representado en tiempo de Fernando VI por el P. Rábago, celoso procurador del engrandecimiento de su orden en ambos mundos. Pero la existencia de una milicia papal era casi incompatible con el reinado de los regalistas; y creemos que sin la carta del P. Ricci, y aunque en el motín contra Esquilache no se hubiera gritado: ¡vivan los jesuitas! los jesuitas hubieran sido del mismo modo expulsados, como lo habían sido ya en Portugal y en Francia. Lo que hizo el motín fue aglomerar causas y acelerar el golpe. La expulsión se ejecutó de un modo análogo a las máximas jesuíticas, con misterioso sigilo como obraban ellos. Los defensores del poder absoluto de la tiara cayeron a impulsos de un rasgo de poder absoluto de la corona. Fue pues la expulsión de los jesuitas un gran golpe de Estado. No tuvieron mejor suerte los hijos de Loyola en Nápoles y Parma. Todos los Borbones se pusieron de acuerdo para la abolición de la orden, y no descansó Carlos III hasta conseguir la bula de extinción, que otorgó Clemente XIV. No olvidemos que Carlos III era un monarca profundamente religioso.
La desamortización eclesiástica y civil, ese gran principio que en la cartilla económica moderna goza los honores de axioma, tuvo muchos propagadores, pero no encontró ejecutores todavía. El Consejo de Castilla quiso aun conservar la mano muerta, pero era una mano que quedaba herida y manca. Desde que apareció el tratado de Regalía de Amortización de Campomanes, y desde las peticiones fiscales de los Consejos de Castilla y Hacienda, que tanto esforzó después en sus luminosos escritos el ilustrado autor del Informe sobre la Ley Agraria, el clero y los mayorazguistas pudieron comprender que si la cuestión no se había resuelto en la práctica quedaba resuelta en los entendimientos, como pudieron comprender las clases privilegiadas la brecha que se les abría con la introducción del elemento popular en las municipalidades, representado por los diputados y personeros del común en contraposición a las regidurías perpetuas, y con el golpe dado al monopolio de la enseñanza, de la magistratura y de las dignidades eclesiásticas, con la reforma de los colegios mayores. Los hombres de Carlos III, entregando al espíritu de examen materias y cuestiones de interés público que se habían mirado como intangibles, o al menos como invulnerables, hicieron una revolución en las ideas, y dejaron por lo menos indicadas las reformas que no pudieron realizar, alumbrando a los gobiernos futuros y enseñándoles el camino que habían de seguir.
Bastaría la feliz creación de las Sociedades económicas de Amigos del país para hacer la apología de un reinado. Aquellas asambleas nos parecían un fenómeno en un gobierno absoluto, si en pos de ellas no vinieran las Escuelas patrióticas gratuitas a advertirnos que aquel gobierno absoluto era al propio tiempo un gobierno paternal. Clero, grandeza, propiedad, comercio, capacidad, todo se apresuró a concurrir al sostenimiento y brillo de aquellas asociaciones humanitarias, pacíficas, inofensivas, laboratorios contiguos de mejoras saludables y de adelantos provechosos para la agricultura, la industria, el comercio y las artes, para la educación pública, para el establecimiento y organización de asilos de beneficencia, y donde se esclarecían hasta cuestiones científicas y puntos importantes de derecho público. Hasta las damas, que jamás se habían reunido sino en los claustros o en las cofradías, fueron llamadas a formar parte de estas benéficas corporaciones. Allí eran enseñadas por distinguidas maestras las delicadas labores de la aguja, al propio tiempo que hombres laboriosos y entendidos daban lecciones sobre los rudos trabajos del arado, y mientras las unas enseñaban a bordar, los otros enseñaban a roturar terrenos. La real orden comunicada por Floridablanca para la admisión de señoras en la Sociedad de Madrid es de un género tiernamente sublime.
No alcanzaron todos los esfuerzos de los hombres de Carlos III, aunque lo intentaron con ahínco, a reformar la enseñanza universitaria. Apegadas las universidades al rancio escolasticismo y a las sutilezas de la filosofía peripatética y de una metafísica ininteligible, regidas por frailes, que constituían la mayoría de los claustros de doctores, resistieron tenazmente las reformas que se trataba de introducir. El informe de la de Salamanca, la primera en categoría y en crédito, escandalizó al fiscal del Consejo de Castilla. ¿Qué podía esperarse cuando ejercía en ella una especie de dictadura el P. Rivera, que llamaba enciclopedistas a Heineccio y a Muratori? Y sin embargo, infatigable el monarca en procurar el fomento y propagación de las luces como los intereses materiales, halló medios de lograrlo promoviendo fuera del recinto de las universidades el estudio de las ciencias naturales y exactas: y el creador del Banco de san Carlos creó también los colegios de Artillería y de Marina; el colonizador de Sierra Morena estableció el Jardín Botánico y el gabinete de Historia Natural; y el fundador de la Compañía de Filipinas fundó escuelas especiales de física y de matemáticas hasta en las colonias de América, donde se formaron aquellos hombres insignes que después admiró el sabio Humboldt.
Era llegado el caso de que Francia nos devolviera también el fulgor literario que España en otros tiempos le había prestado, y regresó a su turno con el nuevo brillo que había debido comunicarle otra civilización más avanzada. La intimidad con el vecino reino que bajo el aspecto político había hecho tan funesta el Pacto de la familia fue de gran provecho bajo el punto de vista literario. Resucitaba el siglo XVI sin la tétrica fisonomía que le imprimió el genio sombrío de Felipe II, y humanizado y ataviado con las conquistas de la razón.
Ciencias, administración, legislación, educación pública, todo recibe mejoras importantes. Las investigaciones históricas a que se habían dedicado ya con fruto en el reinado de Fernando VI los PP. Burriel y Sarmiento, el infatigable Flórez, y los eruditos Mayans y Bayer, continúan siendo objeto de los desvelos de los Mohedano, de los Lampillas, de los Capmani, de los Masdeu, de los Risco y los Casiri, y de otros esclarecidos talentos en el reinado del tercer Borbón. Y si en muchas de sus obras no resplandece gran luz filosófica ni refleja el más exquisito juicio crítico, menester es no olvidar que aquellos ilustres sabios escribían a la vista de la recelosa y asustadiza Inquisición, que aunque amansada ya, todavía condenaba a Olavide, y acusaba de herejes a los que habían aconsejado la expulsión de los jesuitas. La poesía y la elocuencia subyugadas de largo tiempo a la tiranía de una insulsa hinchazón y de un depravado culteranismo, cuando no se abandonaban a una vulgaridad rastrera, resucitaban con las galas de una decorosa libertad y de una sencillez elegante. Moratín reformaba el teatro español, y Meléndez restauraba la poesía castellana, mientras los sabios prelados Climent y Tavira restituían a la oratoria del púlpito la conveniente dignidad.
Siguiendo las artes el movimiento de las letras, la Europa entera admiraba el fecundo pincel de Mengs, el restaurador de la moderna pintura, y el pintor filósofo que decía el erudito Azara. Maella honraba a su digno maestro, y Goya se hacía célebre por aquella graciosa originalidad que no ha podido ser imitada después. El buril de Selma embellecía la magnífica edición del Quijote de Ibarra, honra del arte tipográfico. Y de los adelantos de la arquitectura y escultura certifican los magníficos y elegantes monumentos que en prodigioso número por todo el ámbito de la península a nuestra vista se ofrecen, y que si el gusto y estilo no los revelara bastante como obras de aquel feliz reinado, avisáraselo al menos entendido el Carolo III, regnante, que en casi todos se lee.
Hubiera sido Carlos III el Luis XIV de España, si los días de su reinado hubieran sido tan largos como los del monarca francés: pero faltole tiempo para hacer tanto como al soberano de la Francia le permitió su longevidad prodigiosa. En cambio fue mucho menos déspota. Luis XIV erigió el absolutismo: Carlos III, le encontró establecido y le humanizó. Semejósele mucho como rey, y le aventajó en virtudes como hombre. Carlos III no introdujo en la corte el fausto oriental como Luis XIV ni menos permitió los desórdenes y escándalos de Luis XV. No se vieron aquí ni las Lavalliere ni las Maintenon del primero, ni las Pompadour y las Dubarry del segundo. Isabel la Católica y Carlos III hubieran hecho una de las mejores parejas de reyes de la tierra. Pero los separaron tres siglos, para que los tiempos se repartieran la benéfica influencia de sus genios. Aquella dejó establecida una institución que creyó necesaria para la unidad religiosa: éste halló la unidad religiosa asegurada, y quebrantó un poder que dañaba a la tolerancia y al desarrollo de las luces, que era ya la necesidad de las naciones católicas modernas. Así va marchando la sociedad humana hacia su perfección.
Muéstranse como apenados algunos políticos impacientes, porque en medio de la revolución de ideas y del espíritu reformador que se desenvolvió en el reinado que nos ocupa, no hubieran ni el monarca ni sus ilustrados ministros tentado restablecer las antiguas libertades españolas bajo una forma acomodada a las necesidades y adelantos de la moderna civilización. Mas tal vez en nada mostraron tanta cordura aquellos hombres de estado como en no haber anticipado esta novedad. No era culpa suya que el pueblo avezado de largos siglos al despotismo y a la Inquisición, hubiera ido perdiendo el amor a la libertad civil. ¿Podemos estar ciertos de que no hubiera sido arriesgado otorgar instituciones políticas a quien ni mostraba desearlas, ni las hubiera recibido con gusto, ni menos con agradecimiento? ¿No se podrá decir del monarca y de los reformadores de su época aquello de: sui eos non cognoverunt? No olvidemos tampoco que no eran ni la religiosidad ni el respeto al principio monárquico los síntomas con que se anunciaba la revolución francesa, y que la religión y el trono eran los dos dogmas venerados, los dos ídolos de los españoles. Bastaron las reformas que ejecutaron y las que intentaron para que el clero y las clases privilegiadas, muy poderosas en España y muy influyentes todavía, tildaran y acusaran a los consejeros de Carlos de enciclopedistas y afectos a la filosofía francesa del siglo XVIII que amenazaba invadir y trastornar el mundo. Y a fe que de no serlo procuraron dar pruebas en los últimos años de aquel monarca, cuando asustados por el estruendo de la tempestad política que rugía ya en el vecino reino, cejaron ante los peligros de la crisis, que el clero y la Inquisición no se descuidaban tampoco en encarecer y abultar. El mismo Floridablanca se convirtió en desconfiado, y retiró la mano franca y liberal con que hasta entonces alentara al espíritu de reforma; hizo más, intentó reprimirle.
No sabemos sin embargo cómo se hubiera desenvuelto Carlos III de los compromisos en que habría tenido que verse si le hubiera alcanzado la explosión que muy luego estalló del otro lado del Pirineo. Fortuna fue para aquel monarca, y fatalidad para España, el haber muerto en vísperas de aquel grande incendio.
Sucediole su hijo Carlos IV a fines de 1788.
XVI
El año siguiente al advenimiento de Carlos IV al trono español estalla en Francia el volcán revolucionario, cuyo sacudimiento conmovió toda la Europa e hizo estremecer todos los solios. La rapidez de los primeros pasos de la revolución anunciaba que en breve se iban a ensayar todas las formas, a recorrerse toda la escala de las trasformaciones sociales. Y así fue.
Jamás en tan corto espacio de tiempo anduvo una sociedad tan largo camino. La impaciencia de marchar exigía a cada año el desarrollo y la vitalidad de un siglo, y parecía que los tiempos se compendiaban a la voz de los hombres. Hallose medio de acortar la distancia de tiempos antes que la distancia de lugar, y la revolución francesa precedió a la invención del vapor. La Europa armada gritaba ¡atrás! y la Francia, armada también, contestaba ¡adelante! Las ideas sin embargo avanzaban más dentro de la Francia que los ejércitos fuera. Estados generales, asamblea constituyente, asamblea legislativa, convención, república, directorio, consulado, imperio… monarquía, democracia, despotismo militar… A los pocos años de un regicidio nacional, se entronizaba a un déspota: habíase hecho perecer en un cadalso a un rey virtuoso y débil, y se aclamaba a un tirano heroico. Cuando Napoleón establecía repúblicas en Europa, en Francia iban retrocediendo las ideas republicanas. Las ideas y las conquistas marchaban al revés. Del suplicio del rey a la proclamación del emperador mediaron once años. Al cabo de otros once años la Francia vuelve a gritar ¡viva el rey! El nuevo rey era otro Borbón. Gran retroceso. Pero el movimiento galvánico no ha cesado. Pasan otros quince años, y las ideas que habían retrocedido vuelven a avanzar. La antigua dinastía es de nuevo expulsada, y se proclama a un Orleans rey constitucional. Antes de otros diez y ocho años la monarquía constitucional va a acompañar en la proscripción a la vieja monarquía y al imperio. La Francia es otra vez republicana. ¿Volverá otro imperio y otra monarquía? ¿Se acabarán de fijar las ideas sobre el mejor gobierno de los pueblos? ¿Estará la humanidad condenada a girar perpetuamente en derredor de un círculo?
Gira, sí; pero es describiendo círculos concéntricos, cuya circunferencia se va agrandando sin cesar, y de cada círculo que describe va recogiendo la humanidad algún principio provechoso que queda siempre. Así con las alianzas de lo antiguo que vive y de lo nuevo que nace va modificando su existencia. Costosas son las trasformaciones. Si los pueblos y las generaciones que las promueven meditaran los estragos que acompañan a las grandes revoluciones, retrocederían espantados. Mas por una disposición providencial la embriaguez del entusiasmo no deja lugar al frío razonamiento y predispone a recibir con gusto el martirio: también el furor de la venganza perturba la razón: son las dos fuentes de las grandes virtudes y de los grandes crímenes que en ella se desarrollan. Fecunda en unos y en otras fue la de 1789. Acaso ninguna ha producido tantos héroes y tantos monstruos. La lección fue dura. ¿Supieron aprovecharla los reyes y los pueblos? Ha sido menester otra revolución a mediados de este siglo para enseñarles más. ¿Han aprendido los hombres de ahora más que los de entonces? ¿Ha ganado algo la humanidad? Comparemos.
La revolución de 1789 fue agresora y conquistadora; la de 1848 proclamó el respeto a la independencia de los pueblos. Entonces la Europa opuso muros de acero a las ideas democráticas; ahora la Europa siguió el impulso de la nación iniciadora. En la revolución del siglo pasado eran llevados los hombres a carretadas a la guillotina; la cuchilla era el primer poder del estado: en la del presente siglo se aclamó el principio de la abolición de la pena de muerte por delitos políticos. En 1793 manchó la frente de la Francia la sangre con que tiñó el cadalso uno de los monarcas que menos lo merecía: en 1848 hubo muchas revoluciones y la sangre de varios príncipes corrió en los campos de batalla, ni una gota de sangre real en el afrentoso patíbulo. La Francia del siglo pasado abolió el culto católico, y divinizó la razón humana: se quitó a Dios de los altares y se dio incienso a una prostituta: en la Francia del presente siglo los más extremados reformadores se han visto precisados a invocar el cristianismo, y el sacerdocio católico ha sido buscado para rociar con el agua santa el árbol de la libertad. Entonces un soldado arrancó violentamente de su silla al jefe visible de la Iglesia, y el gran guerrero puso su mano profana sobre el gran sacerdote; aquel hombre se llamaba Napoleón: ahora otro Napoleón, deudo de aquel, y como él jefe de la Francia, envió las legiones republicanas a reponer en su silla a otro pontífice, Pío también como el abofeteado en Fontainebleau, y cometiendo una injusticia política y una inconsecuencia, ha hecho una reparación religiosa. La Europa lo ha murmurado; ha parecido un contrasentido. Tal vez la Francia misma lo hizo de mal grado. No murmure la Europa; no era la voluntad de la Francia la que obraba; era el impulso secreto de la Providencia que le había impuesto una expiación, y al cual ella obedecía de mal humor sin saberlo. También Alarico iba de mala gana a Roma y obedecía a la voz secreta que se lo mandaba. Distinto era entonces el fin; la Providencia la misma.
Excesos abominables se han cometido en aquella y en esta revolución. Lamentamos unos y otros. ¿Cuándo dejará de intervenir el mortífero acero en las cuestiones de política fundamental? ¿Cuándo serán los cambios sociales resultado solo de la discusión pacífica y razonada? Los pocos síntomas que de ello vemos nos indican que aún tiene que vivir mucho la humanidad hasta tocar este estado de perfección. ¿Por qué entretanto ha de estar condenada a comprar su mejoramiento a precio de tan costosas pruebas? Lo sentimos, pero no nos atrevemos ni a acusar a la Providencia ni a responder a Dios. Solo sabemos que es así, porque nos lo enseña la historia de todos los siglos. Consuélanos en parte observar que la humanidad no deja de ir progresando siempre, aunque a veces parece retroceder.
Insensiblemente hemos ido abarcando en estas reflexiones sucesos que no son todavía de nuestro dominio histórico. Séanos dispensado, siquiera por si nos faltase después tiempo y ocasión de hacerlas. Reanudemos el hilo de nuestro bosquejo historial.
Cuando estalló la revolución de 1789, alarmáronse todas las potencias europeas, y se formaron aquellas coaliciones y comenzaron aquellas guerras que tantos triunfos proporcionaron a las armas de Francia, y tantos progresos dieron al movimiento revolucionario. Porque los hombres de la revolución, exigentes y descontentadizos de suyo, exacerbados con la oposición de dentro y con la resistencia de fuera, pasaban del entusiasmo al delirio, y del vigor y la energía al arrebato y al frenesí, y no había ni concesiones que los contentaran ni fuerza que los contuviera. España se hallaba en una posición excepcional. Era Carlos IV pariente de Luis XVI, vivía el Pacto de familia, y no estaba entonces el pueblo español ni en sazón ni en deseo de adoptar los principios que se proclamaban en el vecino reino. El mismo Floridablanca, ministro que Carlos III había dejado como en herencia a su hijo, temía que invadieran la Península las máximas que del otro lado del Pirineo se ostentaban triunfantes. Y sin embargo todo lo que el monarca y el gobierno español se atrevieron a hacer en favor del atribulado Luis XVI, fueron ardientes votos, tímidas reclamaciones y gestiones ineficaces, alguna de las cuales les valió una repulsa bochornosa de parte de la Convención.
Solo después del suplicio de aquel infortunado monarca se resolvió el gabinete de Madrid a declarar la guerra a la república contra el dictamen del viejo y experimentado conde de Aranda, a quien costó ceder el puesto ministerial a un joven que había opinado por la guerra. Este joven, que pasó del cuartel de Guardias de Corps, casi con botas y espuelas, al primer ministerio de España en una de las más difíciles situaciones en que pudiera verse nación alguna, obtenía ya un favor ilimitado del rey y de la reina. Opinó don Manuel de Godoy por la guerra, y la guerra se hizo. Alegrose la Europa, porque se añadía un guarismo más al número de las potencias enemigas de la Francia. España dio el primer paso en la carrera azarosa de los compromisos.
Felices al principio nuestras armas, les vuelve su espalda la fortuna en Tolon, donde por primera vez se da a conocer el genio de aquel Bonaparte que muy poco después había de asombrar al mundo. Los ejércitos republicanos nos toman nuestras plazas fronterizas, y amenazan abrirse camino hasta Madrid. Asustado Godoy de su obra, ajusta la paz de Basilea, que nos costó la cesión de la parte española de Santo Domingo. El provocador de la guerra es condecorado con el título de Príncipe de la Paz. Sigue el famoso tratado de San Ildefonso. Alianza ofensiva y defensiva entre la monarquía española y la república francesa. Guerra con la Gran Bretaña que nos cuesta la derrota de nuestra escuadra en el fatal Cabo de San Vicente, y la cesión de la Trinidad en la paz de Amiens. La guerra y la paz con Francia, y la guerra y la paz con Inglaterra, nos iban saliendo igualmente caras.
La paz de Amiens fue un pasajero respiro. Encendida de nuevo la lucha entre Francia e Inglaterra, España sigue atándose al carro de la república, y otro tratado de San Ildefonso nos empeña en otra nueva carrera de desastres y de compromisos. Francia aliada, nos costaba un subsidio de seis millones mensuales: Inglaterra enemiga, destrozaba la marina española, que más por culpa de Francia que de España, dio su postrer aliento en el desventurado combate de Trafalgar, sin que le valiera ni la inteligencia ni el heroico comportamiento de nuestros marinos. Perdimos quince navíos de línea; y como quien busca un consuelo, recordamos siempre que allí pereció el famoso almirante inglés Nelson. Pero la Francia no por eso renunció a seguir cobrando los millones estipulados. Era una acreedora sin entrañas. La catástrofe de 1805 fue una consecuencia del primer error de 1793.
En este tiempo la situación de la Francia había cambiado. Aquella nación que no había podido soportar el cetro de un monarca se sometió a la espada de un soldado. La libertad la había anegado en sangre, y buscó un hombre que atajara la sangre, aunque ahogara la libertad. Desde el 18 brumario no se vio brillar en el horizonte de la república sino el fulgor de las bayonetas. Enmudeció la tribuna, y solo se escuchó ya la voz del guerrero, a cuya voz se formó a un cuerpo de treinta millones de hombres, que obedecían a un redoble de tambores. Aunque nombrado solamente Bonaparte primer cónsul, nadie dejaba de entrever por debajo del manto consular la corona imperial con que había de ceñir sus sienes. Contenta la Francia con ver al cónsul obrar como emperador, no tardó en darle el título y la investidura. De otro modo se la hubiera dado él mismo y la Francia hubiera callado. Napoleón emperador, sin dejar de ser general, se pone al frente de los ejércitos franceses, la Francia militar le sigue entusiasmada, y marchando de victoria en victoria, derrota ejércitos, deshace coaliciones, humilla monarcas, derriba solios, crea nuevos reinos, como antes había creado repúblicas, y distribuye los tronos que su omnipotente voluntad va declarando vacantes. En el de Nápoles, donde se sentaba un Borbón, coloca a su hermano José. ¿Pensará en darle un ascenso? ¿Respetará el trono español este repartidor de coronas?
España no obstante continúa aliada del imperio, como lo fue de la convención, del directorio y del consulado. Pero el príncipe de la Paz, a cuyas manos se hallaban confiados los destinos de nuestra patria, recela del emperador, medita cooperar a la destrucción del coloso aliándose con las potencias que guerreaban ya contra él, y publica una proclama apellidando a las armas a los españoles, sin nombrar en ella ningún enemigo. En hora fatal apareció el documento. Napoleón triunfaba en Jena de la cuarta coalición, y Berlín le abría sus puertas. Napoleón y el príncipe de la Paz conocen a un tiempo la imprudencia de la declaración. Godoy procura enmendar el yerro felicitando a Bonaparte por sus triunfos: Bonaparte se sonríe, decreta en su ánimo la ocupación de España, y sigue fingiéndose aliado. Y para fingirlo mejor, pide un auxilio de tropas españolas. ¿Quién se atrevía negárselas? Una escogida división española fue trasportada a Dinamarca a las órdenes del emperador.
Triunfan las águilas francesas de las águilas rusas en Friedland, y se firma la famosa paz de Tilsit. Es el punto culminante de la fortuna de Napoleón. Ya queda desembarazado en el Norte para atender al Mediodía. A Inglaterra piensa destruirla con el bloqueo continental, monstruosa concepción, que se tuviera por delirio pueril, si no hubiera sido el pensamiento de un grande hombre, con el cual, sin embargo, acabó de aturdir la Europa, y puso en conflicto la tierra y los mares. A España, ¿quién podría pensarlo? no se atrevió el vencedor universal a acometerla de frente. Medita la empresa de Portugal, y hace a España tomar parte en ella como aliada del imperio. Ajustase el célebre tratado de Fontenebleau, por el que se partía el Portugal en tres trozos, como tantas veces se ha partido la Polonia, de los cuales uno se adjudicaba a Godoy con el título de príncipe soberano de los Algarves. El Pacto de familia parecía apretado con estrechos nudos, no ya entre dos Borbones, sino entre un Borbón y un Bonaparte. Con gusto lo hacía Carlos IV. ¿No se destinaba un nuevo principado para su querido príncipe, y no le daba Napoleón a él mismo el título pomposo de Emperador de las Américas? En su virtud las armas imperiales penetran en Castilla, las de Castilla en Portugal, allí unas y otras. Jamás bajo tan engañosa capa embozó un gran conquistador sus pensamientos. Eran los nuevos cartagineses que se fingían hermanos para salir señores. Por lo menos tuvo España el privilegio que no había tenido nación alguna, el de que el gran Napoleón creyera necesario engañarla para sorprenderla.
Cuando Napoleón discurría con Talleyrand cómo apropiarse el trono de los Borbones de España de manera que no diese el mayor de los escándalos a Europa, vienen las lastimosas escenas del Escorial en ayuda de sus designios. En el mismo palacio en que se representó el drama de Felipe II y el príncipe Carlos, se reproduce en la ocasión más crítica otro parecido entre Carlos IV y el príncipe Fernando; con la diferencia que si hubo ahora más benignidad, hubo también menos misterio, y reveláronse a la nación flaquezas que deploraba, y a Napoleón discordias que servían grandemente a sus desleales proyectos. ¿Es cierto que se había inspirado a Fernando el pensamiento de representar el papel de San Hermenegildo cerca de su padre? ¿O era solo su objeto y el de sus instigadores derribar al favorito? Lo cierto es que se vio un monarca denunciando a la faz de España y de Europa al príncipe heredero, al padre y a la madre echando públicamente la ignominia del crimen sobre la frente del hijo, y al hijo implorando humildemente el perdón de sus padres: al soberano de España haciendo el emperador francés confidente de sus amarguras y como pidiéndole alivio y consejo, y al príncipe heredero solicitando de Napoleón a espaldas de su padre la protección imperial y la mano de una princesa de su familia, las dos cosas que necesitaba para ser feliz. Tampoco necesitaba más el emperador para acelerar sus planes, aprovechando las debilidades del padre y del hijo.
Hallábanse a principios de 1808 en poder de los franceses y por traición ocupadas las principales plazas de guerra, y Murat sobre Madrid. Y todavía ¡admirable candidez! el rey, el príncipe, el privado, la corte, el pueblo, todos ignoraban el objeto de aquel formidable aparato de fuerza. Doce millones de hombres fluctuaban entre el temor y la esperanza. No cabía en el corazón de la hidalga nación española sospechar de un hombre tan grande como Napoleón una grande alevosía. A dos cosas estaba dispuesta; a imputar al valido Godoy los males que sobrevinieran y las miserias que presenciaba; a esperar del príncipe Fernando los remedios que deseaba y las reparaciones que apetecía. Aborrecía a aquel tanto como amaba a éste. Así en el motín de Aranjuez Godoy fue el blanco de las iras del pueblo, Fernando el de sus aclamaciones. Cayó el valido, y abdicó Carlos IV por salvarle; que Carlos IV y María Luisa amaban más al amigo que al trono. Fernando es proclamado rey de España.
Dos palabras de ese personaje en cuyas manos estuvieron los destinos de la patria durante todo el reinado de Carlos IV.
Nadie ignoraba el origen del rápido encumbramiento de Godoy y de su valimiento ilimitado. La reina no había cuidado de acreditarse de circunspecta. Movía a lástima la bondad del rey.
Cuando Godoy firmó el segundo tratado de San Ildefonso en 1796, titulábase ya en él príncipe de la Paz, duque de la Alcudia, señor del soto de Roma y del estado de Albalá, grande de España de primera clase… caballero de la insigne orden del Toison de oro, gran cruz de Carlos III (la que este monarca había creado para premiar la virtud y el mérito…) primer secretario de Estado y del despacho, secretario de la Reina, superintendente general de correos y caminos, protector de la Real Academia de Nobles Artes… capitán general de los reales ejércitos, inspector y sargento mayor del real cuerpo de guardias de Corps… y otros muchos títulos menos importantes que hemos omitido. A poco tiempo se casó con una sobrina del rey. Después fue generalísimo y gran almirante con tratamiento de Alteza. Faltábale una corona, y no anduvo lejos de ceñírsela, que a tal equivalía la partija que se le adjudicaba en la distribución de Portugal. Fue el valimiento más monstruoso de los tiempos modernos, y acaso en duración no tenga ejemplar en los antiguos. Por lo menos tuvo la singularidad de ser indisoluble el afecto entre los reyes y el privado, de avivarse en la desgracia cuando se veían destronados los unos y perseguido el otro, y de deshacer solo la muerte el vínculo de toda la vida.
Al paso que el favorito acumulaba riquezas inmensas y honores desusados, crecía el odio del pueblo hacia él, que siempre la odiosidad popular carga más sobre la flaqueza del que acepta y recibe inmerecidos dones que sobre la fragilidad de quien los dispensa y otorga, acaso por la costumbre de considerar al dispensador abroquelado en la inviolabilidad de la ley, y al aceptante escudado solo con el favor, y por consecuencia más vulnerable. Ello es que marchaban a la par el amor de los monarcas y el enojo del pueblo. Era Godoy como una medalla que representaba el bien y el mal, y a la cual los reyes miraban siempre por el anverso, el pueblo por el reverso siempre.
Pero aparte de lo odioso del encumbramiento, de la opulencia y de la privanza, ¿era el príncipe de la Paz el causador de todas las calamidades públicas? ¿Era como hombre de Estado tan de corazón avieso, tan de intención torcida, de tan profunda ignorancia como le pregonaba entonces el pueblo y le ha dibujado después la historia? ¿Se ha considerado para calificar sus transacciones diplomáticas la índole y calidad de los negociadores con quienes las había? ¿Pudieron el clero, la Inquisición y las órdenes religiosas, cuya reformación había comenzado y amenazaba llevar a más lejano término, contribuir a acrecentar el desabrimiento hacia el privado haciéndole extensivo al ministro? ¿Será cierto que soñó en un cambio de dinastía? Este hombre, a quien la fortuna se mostró locamente risueña por espacio de veinte años para darle después cuarenta de ostracismo, en quien las plumas de los historiadores se han clavado como dardos que se arrojan a un cuerpo que se asaetea sin pecar, ha hablado a su vez en propia vindicación. Y aunque para nosotros las oraciones pro domo sua no justifiquen ni los desvanecimientos del hombre ni las faltas del gobernante, no dejan sus Memorias de derramar luz sobre muchos de los dramas de aquel tiempo, o con tupido velo cubiertos, o solo por un lado hasta ahora presentados. Los juzgaremos en nuestra obra con el desapasionamiento de quien los mira solo por el prisma de la severidad histórica.
Pocos monarcas habrán sido saludados por sus pueblos con más entusiasmo que lo fue Fernando VII. El día de su entrada en Madrid después de la abdicación de Aranjuez, el regocijo público no tenía límites. Era la embriaguez del gozo. Aquellas lágrimas de júbilo iban a convertirse pronto en lágrimas de sangre.
Comienza una larga cadena de reales miserias y de traiciones imperiales. Ruboriza leer las cartas de Carlos, de María Luisa y de la reina de Etruria al gran duque de Berg, intercediendo por el pobre Príncipe de la Paz. Lastiman el alma las de Carlos y Fernando a Napoleón. Son dos litigantes que le buscan humildes por árbitro de su pleito. El árbitro no pronuncia. La España angustiada y congojosa después de los primeros trasportes de alegría espera que salga una palabra de los labios del emperador para saber a quién piensa dar el derecho de reinar, si al padre o al hijo. Napoleón en Bayona se asemejaba a esas serpientes que atraen con su hálito a los inocentes pajaritos para devorarlos. Reyes, príncipes, favoritos, todos van donde el emperador los llama. Allí los dioses menores de España se prosternan ante el Júpiter del Olimpo europeo. A una palabra suya el hijo devuelve humildemente al padre lo que antes el padre había cedido con poca voluntad al hijo, y ambos se desprenden del cetro de dos mundos para ponerle a los pies del señor de los reyes. Pero Napoleón es tan generoso que renuncia para sí el trono de España, y en uso de su omnipotencia le trasfiere a su hermano José, el rey de las Dos Sicilias. Le da el ascenso que había meditado en la carrera de los tronos de su invención. Abochornan las escenas de Bayona, y cuesta trabajo concebir tanta perfidia en uno, tanta debilidad y tanta degradación en otros.
Por fortuna el pueblo tuvo más firmeza y más dignidad que sus príncipes. Y esta nación, sin reyes, sin hacienda, sin marina, casi sin ejército, pues toda la herencia de Carlos III se había ido disipando, se levanta imponente a proveerse a sí misma, a sacudir la coyunda que alevosamente se intentaba ponerle. Apurose su paciencia; y resucitó el antiguo genio ibero con sus impetuosos arranques. Diose el primer grito en Madrid el 2 de mayo, uno de los días más infaustos y más felices que cuentan los fastos españoles. Al ruido de aquel primer sacudimiento despertó el viejo león de Castilla, de muchos años aletargado, y su rugido resonó en todo el ámbito de la Península, y a su eco fueron respondiendo una tras otra todas las provincias de la monarquía.
Dios permite a los hombres obcecarse para perderse, cuando traspasan su misión sobre la tierra, y no había trazado su dedo la geografía del continente europeo para que todas sus regiones obedecieran a un hombre solo.
Vínole bien al pueblo español el ser acometido con felonía, porque solo así pudo revivir con todo su rudo desenfado su independiente altivez. Si la empresa hubiera sido conducida con más cordura por parte de Napoleón, tal vez hubiera sido coronada con otro éxito. Pero fue conveniente recibir un grande ultraje para que fuese terrible el escarmiento, y que el gran político cometiera el mayor de sus yerros al tratar de sojuzgar la España, para que se estrellara en esta tierra excepcional, de antiguo destinada a gastar la vitalidad de los grandes conquistadores.
Jamás pueblo alguno se alzó en su propia defensa ni más unánime ni más imponente. Si alguna vez ha sido exacta la frase de que una nación se levanta como un solo hombre, lo fue en esta insurrección gloriosa. Un solo sentimiento movía como agente eléctrico todos los corazones. El movimiento, anárquico al nacer, se regulariza luego. Juntas locales de gobierno; junta central. Es la nación que se gobierna a sí misma; es el reinado de la nación. Se improvisan ejércitos; se organizan. Es la nación que se defiende; es la nación que se sacude. La lucha está abierta. Inglaterra, esa adversaria antigua de la España, cuya enemistad nos había sido tan funesta en los mares, se convierte en aliada íntima, y viene a luchar también en nuestro suelo, porque le conviene tomar parte en toda pelea que tenga por objeto derrocar al coloso de la Francia. Portugal se alienta, y se levanta también. En cambio Napoleón hace trasportar a la Península el grande ejército de Alemania, desguarneciendo aquellos países. Vienen gentes de todas regiones. Hasta a los valientes polacos los trae a sellar con su sangre su renombrado ardor bélico bajo el cielo puro de Castilla. Extraño trasiego de naciones. Los ejércitos de las tres cuartas partes de la Europa concurren a combatir a un pueblo pobre, pero heroico.
No se descorazonan los españoles en lid tan desigual. De las grandes ciudades, de las aldeas, de las cabañas, de los campos, de las escuelas y de los talleres, sale espontáneamente la juventud a engrosar las filas de los defensores de la patria: y cambiando el arado, el escoplo o el libro de texto, por la carabina, el fusil o la espada, corren voluntarios a la pelea, o individualmente, o en grupos, o en cuerpos ya regimentados. Los sacerdotes predicaban la guerra en el púlpito, y empuñaban después el acero con propia mano; se desnudan de la estola, y embridan el caballo de batalla, y acaudillan cuerpos armados, como en los siglos de la guerra con los musulmanes. Hasta las piedras parecía convertirse en combatientes, como de otros tiempos fingió la fábula.
La Europa atenta supo con admiración que los triunfadores de Jena habían rendido sus espadas en Bailén, y que las legiones del vencedor habían dejado de ser invencibles en batalla campal. Los sitios de Zaragoza y Gerona anunciaron a los nuevos romanos que se hallaban en la tierra de Sagunto y de Numancia. Los nombres de aquellas dos heroicas poblaciones, tiempos y años andando, han sido invocados como tipos de heroísmo en cualquier región del globo en que se ha querido excitar el ardor bélico y el entusiasmo patrio con memorias de alto ejemplo. Mientras tales lecciones daban las tropas regladas y los moradores de las ciudades, plagábanse los campos de guerrilleros, de esos soldados sin escuela, modernos Viriatos, de que tan fecundo dijimos ya en otra parte que ha sido siempre el suelo español: los cuales con rápidas y atrevidas maniobras, ingeniosas revueltas e inesperados ataques, diezmaban pequeños cuerpos enemigos, o embarazaban el paso a gruesas columnas, o sorprendían convoyes, y con mil géneros de menudas hostilidades desesperaban a los famosos generales del imperio, que no hallaban medio de librarse de tan importunos acometedores, ni de evitar los descalabros y desperfectos que con tan singular estrategia les ocasionaban. ¡Desgraciado y sin ventura entretanto el francés que por cualquier incidente se encontrara, en poblado o en desierto, aislado y separado de su columna! ¡Cuántos sacrificó así el furor popular! El paisanaje, que en su ruda lógica no veía en el soldado francés sino al guerrero de la nación enemiga, lejos de inquietarle la idea de que perpetrarse un acto de bárbara inhumanidad, persuadíase de que ejecutaba una acción meritoria a los ojos de la patria, y aun a los ojos de Dios. Era el fanatismo religioso unido al sentimiento de la nacionalidad; y a un pueblo que obra a impulso de estas dos ideas no hay armas que le venzan ni ejércitos que basten a domeñarle.
Viose Napoleón precisado a venir en persona a reanimar la guerra y a dar aliento a los suyos; y sin dificultad grande, que no podían oponerla unas débiles tapias, se posesiona de la capital, donde queda su hermano José haciendo funciones de rey de España. No importa. También el archiduque Carlos de Austria en los tiempos del primer Felipe de Borbón se hizo aclamar rey de España en Madrid. Pero Madrid deja de ser la capital de la monarquía española desde el momento que la ocupa un usurpador, y no es sino un pueblo más de que se ha apoderado el enemigo. La capital de los españoles está allí donde se encuentra su legítimo gobierno. Fuerza es no obstante confesar que la presencia y los triunfos del emperador llegaron a poner a España en situación harto apurada y angustiosa.
De repente esta situación se trueca y cambia. El emperador retrocede de improviso del corazón de la Vieja Castilla, donde se había internado. Corre, avanza, vuela, quiere devorar las distancias, desaparece. Sigue en pos de él el grande ejército. ¿Dónde va? ¿Quién le llama? ¿Qué le impulsa? A los pocos días de hallarse en Astorga penetraba dentro de los muros de Viena. Con razón había escogido por empresa el águila quien la igualaba en rapidez.
Era que la voz de la Junta Central de España había resonado en apartadas regiones, y el Austria oyendo su llamamiento había vuelto a declarar la guerra a Napoleón. Otra vez vence allí. Cada jornada suya señala un triunfo. Pero España ha enseñado al mundo a resistir; su ejemplo ha sido contagioso; y Napoleón, que derrota ejércitos, encuentra por primera vez una resistencia fatigosa en las masas del pueblo alemán que han aprendido de los españoles a insurreccionarse, y las condiciones de la paz de Viena fueron ya menos duras que las de los tratados anteriores. Napoleón se desvanecía allá con sus nuevas glorias, mientras acá las iban marchitando sus ejércitos enflaquecidos y menguados.
En medio del incesante afán de la pelea y del ruido y estruendo de los combates, España ofrecía a los ojos del mundo otro espectáculo no menos grandioso y sublime, de distinta índole y naturaleza. Lo hombres ilustrados del país, aprovechando el gran movimiento popular para regenerar políticamente la España, habían acordado dotarla de instituciones análogas a los progresos de la civilización y a las ideas del siglo. Y cuando en Francia habían pasado los sangrientos ensayos de la revolución, entonces se erigió en este extremo de Europa y en su punta más occidental una tribuna, la única en todo el continente, en que hombres esclarecidos y vigorosos levantaban arrogantes su voz, y labraban el edificio de la libertad española. Era un cuadro magnífico y grandioso el de las Cortes de Cádiz, deliberando impávidas bajo el estruendo del cañón y al fulgor de las bombas enemigas. Allí, encerrados los representantes de dos mundos en una isla azotada por las olas de dos mares y circundada de mortíferas baterías, libertaban de sus trabas el pensamiento, proclamaban la libertad de la imprenta, abolían la Inquisición, y elaboraban el código político que había de ser la ley fundamental de la monarquía: aquella Constitución que tantas vicisitudes estaba destinada a sufrir en el corto espacio de un cuarto de siglo, y que refundida después, había de dar nacimiento a la que recientemente ha regido y a la que de presente rige el estado. Obra de legislación no exenta ni de imperfecciones ni de dificultades de aplicación, pero libro venerable como símbolo glorioso de desinteresado y heroico patriotismo, como la primera bandera de libertad que se enarboló en la España moderna.
Durante esta guerra nacional, Fernando continuaba siendo objeto de amor idolátrico para los españoles. Por él no había ni padecimientos que arredraran, ni sacrificios que dolieran, ni tesoros ni sangre que se economizara. A pesar de sus renuncias bochornosas, la Central, la regencia, las Cortes, todos obraban a nombre del rey, todos deliberaban como poderes delegados del rey. El pueblo le conservaba la majestad de que él se había desposeído; la nación le guardaba la corona de que él se había desnudado. Disculpábale débil en Bayona, y absolvíale cautivo en Valencey. Era un rey que se desprendía de su reino, y un reino que no quería desprenderse de su rey. Fernando VII era rey de España y de las Indias a pesar suyo. Él felicitaba a Napoleón por sus triunfos, y el pueblo se ofrecía en holocausto por él. Él importunaba al emperador con el tema perpetuo de que le otorgara una princesa de su imperial familia para esposa, y la nación se afanaba por entregarle al regreso de su cautividad un reino grande, íntegro, regido por leyes más justas, y por instituciones más sabias que las que él había dejado.
Ni todas fueron derrotas para el enemigo en estos seis años de porfiada lucha, ni todos fueron triunfos para las armas españolas. Viose, por el contrario, más de una vez la España a punto de ser ahogada bajo el peso de aquellas infinitas masas de guerreros de casi todas las naciones europeas, de aquellas cohortes innumerables, conducida por los más expertos generales del imperio, que del otro lado del Pirineo de tiempo en tiempo desembocaban, en reemplazo de las que iban quedando sepultadas en este suelo, y que parecía brotar de un fondo inagotable como las olas del grande Océano. Pero jamás desmayó el denuedo español. Ni el número de los enemigos le imponía, ni le desalentaban los reveses, ni los peligros le arredraban, ni nada en ningún momento le hizo desfallecer. Crecía con los infortunios el esfuerzo, con los contratiempos la audacia, con los conflictos la fortaleza, la intrepidez con los apuros, con las contrariedades el valor. «No importa,» decía a todo. Y se entregaba a arranques impetuosos, se multiplicaban las acciones heroicas, menudeaban las hazañas, y la victoria se iba declarando por la causa de la justicia y por los animosos de corazón. Era el genio indomable de la resistencia, que venía heredado de los antiguos celtíberos; era aquella perseverancia infatigable, que desesperó a los romanos, que acabó con los sarracenos, y de la cual no sufría la altivez española que triunfaran los franceses. Hallose pues Napoleón con los descendientes de los que habían peleado con Aníbal, con César y con Almanzor; y el vencedor de las Pirámides, de Marengo, de Austerlitz, de Jena y de Friedland, se encontró con los hijos de los que habían vencido en Covadonga, en Calatañazor, en las Navas de Tolosa y ante los muros de Granada.
De caída iba ya en España el poder de Napoleón, cuando a la extremidad opuesta en Europa se oyó resonar otro grito de guerra. Era el eco de España que respondía también en Rusia. Allá acude el mayor capitán que han producido los siglos modernos, al frente del más formidable ejército que han visto los siglos modernos también. Austria, Prusia, Dinamarca, Nápoles, la Italia entera, le han suministrado contingentes, y ha hecho una siega en la juventud de la Francia. Allá van las viejas bandas del imperio, que ha hecho salir otra vez de Castilla para trasplantarlas desde el abrasado clima del mediodía a las heladas regiones del septentrión. Cuatro veces en tres años han atravesado la Francia esos veteranos imperiales, cruzando los Alpes o franqueando los Pirineos, teniendo que acudir alternativamente del Tajo al Rhin y del Rhin al Tajo, allí donde una necesidad más imperiosa los llamaba. En su lugar tiernos reclutas, arrancados prematuramente a los brazos de sus madres, vienen a entretener a los cañones y bayonetas de España y a servirles de cebo, mientras él da cima a la gigantesca empresa que le llama al otro extremo del continente.
La Europa central avanza armada hacia el Norte a la voz de un hombre solo. Napoleón penetra con asombro del mundo hasta el corazón del imperio moscovita… Dios permitió que el gigante que se lisonjeaba de abarcar a un tiempo con sus brazos las dos más opuestas naciones del continente europeo, cometiera al querer conquistarlas los dos más graves yerros de su vida… Medio millón de hombres quedó sepultado bajo las nieves de Rusia; medio millón de hombres halló su sepulcro bajo la luciente bóveda del cielo español. Allí lo hicieron los elementos; aquí lo hicieron los hombres. Allí el hielo del clima; aquí el ardor de los corazones. Los rusos buscaron por aliado el invierno, y esperaron a que el cielo se declarara contra el hombre de la tierra; los españoles pelearon cuerpo a cuerpo con los soldados de Bonaparte, y los vencieron en buena lid.
En la mañana en que se dio la famosa batalla de Mojaisk, en que jugaron ochocientas piezas de artillería, recibió Napoleón noticias de España, y la dio por perdida. Y cuando después del desastre de Moscú se coligó contra él toda la Europa; cuando los ejércitos de la confederación amenazaban a su vez invadir la Francia; cuando todavía los restos de las columnas imperiales disputaban a los aliados el paso del Rhin, ya las tropas anglo-españolas habían franqueado el Bidasoa y perseguían a los franceses dentro de su propio territorio. Salvose pues la España antes que la Europa. Cúpole la gloria de la iniciativa en la caída del gran coloso. Fue la primera en vencer a Napoleón.
Faltábale rescatar al real prisionero de Valencey, a su amado, a su idolatrado Fernando. Napoleón al eclipsarse su estrella se decide a reconocer a Fernando rey de España. Celebra primeramente con él un tratado de paz y amistad, y declara luego rey libre al que hacía seis años era príncipe cautivo. Fernando el Deseado pisa al fin el territorio español.
Gran regocijo para España, que vuelve a ver su ídolo, que tiene ya en su seno al objeto de sus sacrificios y de sus votos. Resuenan por todas partes cantos de júbilo. Las Cortes acuerdan erigir a orillas del Fluviá un monumento que señale a la posteridad el día fausto en que volvió Fernando a los brazos de sus leales españoles. Una comisión de diputados sale a felicitarle al camino a nombre de la representación nacional. El rey esquiva recibirla. ¿Qué significa este desdeñoso desaire? Nótase irse formando un negro nublado en el horizonte de esta nación ebria de gozo. ¿De qué proceden y qué auguran estos síntomas fatídicos en la ocasión en que todos los corazones debieran rebosar de entusiasmo?
Pronto se aclara el misterio. Numerosas prisiones se están ejecutando en la capital de la monarquía. Llénanse las cárceles públicas: muchos desgraciados van a poblar hediondos y fétidos calabozos. ¿Quiénes son estos desventurados? ¿Son criminales a quienes no puede alcanzar la real clemencia ni aun en días de expansión y de olvido? ¿Son por ventura los que hayan tenido la desgracia de ser traidores a la causa nacional? No: son ilustres miembros de la regencia, son los ministros constitucionales, son los más esclarecidos diputados de las Cortes, son los más distinguidos hombres de letras, son la flor y la gloria de España. ¿Quién ha ordenado la prisión de estos varones eminentes, que tanto se han afanado por entregar a su rey una nación grande, respetada, independiente y libre? Es Fernando VII rey absoluto de España, que tal se ha declarado a sí mismo. Publícase el famoso y tristemente célebre Manifiesto de 4 de mayo. Aquellas Cortes y aquella Constitución que los soberanos de Rusia, Suecia y Prusia, habían reconocido solemnemente por legítimas, las declara el rey de España nulas y de ningún valor ni efecto, ahora ni en tiempo alguno, como si no hubiesen pasado jamás tales actos, y se quitasen de en medio del tiempo.
El 13 de mayo de 1814 hace Fernando su entrada pública en Madrid por en medio de arcos de triunfo. La parte fanática del pueblo le victorea con frenesí; sollozos y lágrimas vertían las familias de hombres ilustres que gemían en calabozos.
«Aborrezco y detesto el despotismo, había dicho Fernando en aquel Manifiesto célebre: ni las luces y cultura de las naciones de Europa lo sufre ya, ni en España fueron déspotas jamás sus reyes, ni sus buenas leyes y constitución lo han autorizado.» Tras estas bellas palabras empeñaba la suya de gobernar con Cortes legítimamente congregadas, conforme a los antiguos y buenos usos del reino. Pero añadió a la ingratitud el engaño: y el que aborrecía y detestaba el despotismo, hizo enarbolar de nuevo el negro pendón inquisitorial abatido en Cádiz, y lanzó a los más ilustrados españoles a los presidios y a las áridas rocas de África. Tal fue el fruto que recogió la España de su gigantesco esfuerzo.
XVII
Triunfante la monarquía absoluta, pero difundidas las ideas de libertad; perseguidos, pero no desalentados los constitucionales; empeñada y no cumplida una real palabra; llorando unos la destrucción de lo pasado, y satisfechos otros con lo presente; empobrecida la nación con las profusiones antiguas y con los recientes dispendios de una guerra de seis años; apurado el público tesoro, y encomendada la administración a manos inhábiles; insurreccionadas las colonias de América, y privada de sus recursos la Metrópoli; disgustados muchos, exasperados algunos, contentos pocos, pásanse otros seis años del reinado de Fernando en sofocar conspiraciones y reprimir tentativas de los adictos al régimen constitucional.
Apeteciendo estos un cambio en la organización del estado, volvían naturalmente sus ojos al código de 1812, única bandera de su libertad que entonces se conocía. No se pensaba en sus imperfecciones, ni en si era el más acomodado y aplicable a la situación de España; y dado que se pensara en ello, olvidáranlo todo en gracia de simbolizar una época de glorias y de patriotismo mal correspondido. Este código era el que se invocaba siempre. Contestaba el monarca con cadalsos y con calabozos. Allí fueron a terminar una tras otra todas las tentativas.
Una insurrección militar proclamó otra vez aquella misma constitución, allá cerca de Cádiz, donde había nacido. Esta vez no pudo reprimirse el movimiento. Las ideas habían cundido, y las grandes poblaciones se levantaron en apoyo de la revolución militar. La capital de la monarquía siguió el mismo impulso, y Fernando juró aquella misma constitución que seis años antes había tan rudamente anatematizado. Hasta qué punto marcharan acordes en este juramento el corazón y los labios, la letra y el espíritu, la real conciencia y la real palabra, el juicio público lo caló pronto, y los sucesos lo mostraron después más claro.
Breve y efímero, agitado y proceloso fue este segundo período de gobierno constitucional. Todo conspiraba contra su afianzamiento. Las Cortes agriaron al clero y la nobleza, lastimando sus intereses y añejos privilegios con la ley sobre vinculaciones y la venta de los bienes monacales. El partido vencedor, embriagado con el gozo de haber pasado de los calabozos a las sillas del poder, de la roca Tarpeya al Capitolio, no supo contener el entusiasmo dentro de sus justos límites, y muchos se entregaron a ruidosas demostraciones y alharacas, y se propasaban a desacatos y desmanes que provocaban las iras de los vencidos, ofendían altos poderes, y predisponían a la venganza. Por su parte los realistas, o llevados del fanatismo, o instigados por las clases privilegiadas, comenzaron pronto a inquietar las provincias promoviendo la guerra civil, primero en pequeñas partidas armadas, en gruesas masas después, y conspirando siempre daban ocasión a medidas violentas por parte del gobierno y de las autoridades, o a demostraciones más violentas aun por la del partido dominante. Las exageraciones de las sociedades patrióticas alarmaban a los tímidos y desabrían más a los descontentos. Las sociedades secretas introducían el cisma entre los mismos amigos de la libertad. El gobierno estaba muchas veces en desacuerdo con las Cortes, a veces lo estaba con el trono mismo, y faltaba un poder moderador entre la corona y el elemento popular. Todo conspiraba; y acaso no era el menor de los conspiradores el rey mismo, que si no lo fue desde el instante de jurar la Constitución, por lo menos no le cogían de sorpresa ni las maquinaciones de dentro ni los designios de fuera.
No podía la Santa Alianza, en su vivísimo celo por el principio de la omnipotencia monárquica, consentir en España el triunfo de una revolución que se habían apresurado a imitar Nápoles, el Piamonte y Portugal; y aunque la anarquía interior no hubiera dado tanto pretexto a la intervención de las grandes potencias, creemos que de todos modos se hubiera resuelto en el congreso de Verona apagar un fuego que miraban como peligroso. ¿Se habría desarrugado el ceño de aquellos soberanos si el gobierno constitucional de España se hubiese prestado a las modificaciones que le proponían? ¿Se hubiera parado el rudo golpe si la contestación del gabinete español a las notas de los aliados hubiera sido menos altiva o menos adusta? La fogosidad de los ministros españoles no consintió esta prueba, y cien mil bayonetas vinieron a responder al arrogante reto.
Sucumbió, pues, por segunda vez la libertad en España en los mismos sitios que las dos veces le sirvieran de cuna. Pero en 1814 había bastado a ahogarla un simple decreto del rey: en 1823, fue necesario el auxilio de los cien mil nietos de San Luis. ¡Destino poco feliz, y misión nada envidiable la de la Francia! Las armas de Napoleón habían venido a arrebatar a España su independencia; las armas de Luis XVIII vinieron a arrancarle su libertad. Conducíanse del mismo modo con ella el poder de la revolución y el poder de la legitimidad. Las águilas y las lises le eran igualmente funestas.
No aplaudiremos nosotros los descomedimientos e irreverencias que en la fogosidad de las pasiones se permitieron algunos para con la majestad; pero tampoco hallamos modo de justificar o la inconsecuencia o la doblez del monarca en los últimos episodios de este drama de tres años. El prisionero de Cádiz no desmintió al prisionero de Valencey. Su proclama de 1.° de agosto en la ciudad española rebosaba el más encendido liberalismo, como los escritos de su pluma en la ciudad francesa le revelaban el bonapartista más apasionado. El 30 de setiembre ofrecía a los constitucionales todas las garantías apetecibles: el 1.° de octubre se proclamó otra vez rey absoluto, y anuló de una plumada todos los actos del gobierno que espiraba y todas las promesas reales. El decreto del Puerto de Santa María anunció que Fernando VII era el mismo hombre del decreto de Valencia, y el 4 de mayo de 1814 se reprodujo en 1.° de octubre de 1823 con augurios aún más siniestros.
Porque la reacción se ostentó implacable y espantosa. Había más resentimientos que vengar, y la gente fanática se mostró tan brutalmente rabiosa en sus venganzas, que Angulema y su ejército hubieron de avergonzarse de haber sido los instrumentos de una contrarrevolución tan bárbaramente desbordada. El mismo príncipe generalísimo quiso templar aquel furor salvaje dando por sí algunas garantías contra la arbitrariedad y los atropellos; pero clamaron contra tan humano pensamiento las nuevas autoridades españolas, y so pretexto de que usurpaba la soberanía del rey ahogaron la única voz de compasión y de filantropía que se atrevía a levantarse en favor de los oprimidos. El iracundo fanatismo del 23 se sublevaba hasta contra la caridad extraña. Atestáronse los calabozos de presos ilustres, y se dio abundante tarea a los verdugos. Declaróse una guerra de exterminio contra la raza liberal, como contra una raza maldita. La expiación alcanzaba a todo lo más espigado de la sociedad. El más feliz era el que lograba ganar una frontera o entregarse a la aventura a los mares. Parecía que la humanidad había retrocedido veinte siglos.
Faltó al complemento de tan negro cuadro el restablecimiento de la Inquisición, por última vez abolida en el gobierno de los tres años. Solicitábalo con instancia el partido apostólico: pedíanlo con ardiente fanatismo autoridades y corporaciones, pero merced a la Santa Alianza misma, merced principalmente a la Francia que declaró explícitamente no consentirlo, nunca el monarca se prestó a ello. Hubo no obstante dos prelados tan locamente fanáticos que tuvieron la audacia de restablecer el Santo Oficio en sus diócesis por propia autoridad. En Valencia llegó a ejecutarse un auto de fe. El gobierno no le había autorizado, pero no lo castigó. A falta de inquisición religiosa se discurrió una inquisición política, y se inventó el sistema de las purificaciones, y se crearon comisiones militares, especie de inquisidores con galones y entorchados. Sometiose a purificación hasta a las mujeres que tenían opción a pensiones; los cómicos necesitaban purificarse para poder ejercer su profesión, y los lidiadores de toros tenían que acreditar plenamente no estar infectados de la lepra del liberalismo si habían de ser habilitados para el ejercicio público del arte. En los registros secretos de la policía se hallaba anotada una miserable mujer septuagenaria, hija y esposa de labradores, que no sabía leer ni escribir y que había sido calificada con la nota de: «mujer de mucha influencia por su fortuna; adicta al sistema constitucional; masona, y patriota exaltada sin comparación.» No ha muchos años se conservaba archivado este singular proceso. Y en la Gaceta de Madrid de 30 de octubre de 1824 se publicaba la sentencia siguiente: «Francisco de la Torre, de estado casado, de edad de cincuenta y cinco años, natural de Córdoba y vecino de esta corte, de oficio zapatero, Justo Damián, Joaquín del Canto, María de la Soledad Mancera, Dolores de la Torre, Ramón Fernández, Antonio Fernández, Francisco Susanaga, Roque Mirar (prófugo), Juan de la Torre y María del Carmen de la Torre: resultando estos procesados hallarse confesos y convictos del delito de tener en su casa colgado a la vista el retrato del rebelde Riego, y conservado el nefando folleto de la Constitución: vista la causa en 24 de setiembre último, ha sido condenado el Francisco a llevar pendiente del cuello el retrato hasta la plazuela de la Cebada de esta corte, para que presencie la quema pública del mismo retrato por mano del verdugo, y que ademas sufra la pena de diez años de presidio con retención: que la María Soledad Mancera, su mujer, en consideración a su sexo y a la culpa que resulta contra ella en la conservación del retrato del mismo Riego, y a la irreligiosidad que usó con una estampa de la Virgen nuestra Señora, sufra asimismo la de diez años de galera……» ¿Qué falta hacia la inquisición religiosa donde la inquisición política se encargaba de resucitar los autos de fe, con sus procesiones, sus quemas en estampa y sus sambenitos?
Ocurrían por este tiempo del otro lado de los mares sucesos de alta importancia, no más prósperos, aunque de índole bien diferente. Nuestras colonias de América llevaban a cabo su emancipación de la metrópoli, y España perdía un mundo entero al mismo tiempo que su libertad: esta para volver un día a recobrarla; aquel para no volver a poseerle.
Aun no contentaba el despotismo reaccionario que siguió a la restauración del 23 al partido llamado apostólico, que no perdonaba a Fernando el crimen de no haber restablecido la Inquisición; desazonábale el que hubiera intentado modificar la organización de los voluntarios realistas, y no pudo sufrir una sombra de amnistía que el monarca se vio obligado a dar a los liberales. Comenzó, pues, el partido ultra-absolutista a conspirar contra el rey absoluto, encubiertamente primero, y a las claras después. A su vez los emigrados liberales, con más patriotismo que elementos, y con más ardor que prudencia, se lanzaban a tentativas temerarias y a arrojadas empresas para restablecer el gobierno constitucional. Prematuros planes, y como tales malogrados, que no producían otro fruto que dejar manchadas las playas y fronteras del reino con la sangre de aquellos acalorados patriotas, empeorar la suerte, ya harto desventurada, de sus amigos políticos, y hacer más osado y frenético al partido realista exagerado.
Con más elementos contaba este cuando promovió la insurrección de Cataluña, que se presentó imponente, terrible y audaz, como que la dirigía el Ángel exterminador, advocación la más adecuada al sistema de exterminio que constituía la base de la sociedad secreta que se engalanaba con aquel título. El clero predicaba en público de real orden contra la insurrección con patente tibieza; de secreto, aunque no con gran rebozo, atizaba fogosamente el furor de las bandas de la fe. Invocábanse ya abiertamente dos nombres que no eran ni Fernando ni absolutismo. Estos nombres eran Inquisición y Carlos. En aquel tribunal y en este príncipe veían ellos la encarnación viva de su partido.
La presencia del monarca en el teatro de la rebelión desconcertó a los rebeldes, y apagó un fuego que amenazaba devorar el trono. Los jefes de los insurrectos, después de admitidos a besar la real mano, eran llevados al patíbulo cuando menos lo esperaban. Los proclamadores de la Inquisición sucumbían inquisitorialmente. Solo se sabía el número de víctimas por el número de cañonazos y por las veces que se veía ondear un pendón negro sobre el torreón de una ciudadela. Lo demás lo sabía el conde de España, especie de Torquemada militar del siglo XIX.
Tampoco desistían de sus tentativas los emigrados liberales. Todos eran tenaces, y todos pagaban cara su impaciencia. Las playas de Málaga y las crestas del Pirineo volvieron a enrojecerse con la sangre de ilustres víctimas. Torrijos fue el más compadecido de los mártires porque fue el más impíamente engañado. Poco menos lo fue Mina, y poco le faltó para que las simpatías francesas de la revolución de julio le llevaran a un fin tan trágico como el de su generoso compañero.
Así procuraba Fernando, como observa un escritor contemporáneo, sostener entre opuestos partidos una balanza sangrienta, en cuyos platos echaba cabezas para equilibrarla el conde de España. Conspiradores de ambos bandos eran ejecutados con una impasibilidad igualmente fría. En el hecho de atentar contra su poder dábale lo mismo que vistieran el gorro frigio o el bonete teocrático; y lo mismo eran sacrificados Riego, el Empecinado, Manzanares y Torrijos, que Bessieres, Busols, Ballester, y el Padre Puñal. Propia conducta de quien tenía en el ministerio a Zea y Calomarde para que mutuamente se espiaran, de quien oponía a los Erro, los Eguía y los Aymerich, furiosos atizadores del despotismo, los Ofalia, los Ballesteros y los Zambrano, o moderados o tolerantes con los reformadores, que encargaba a Ugarte y Larrazabal que los vigilaran a todos cuidadosamente, y que sonriendo alternativamente a unos y a otros, se escudaba con todos y no obedecía a ninguno.
Es un período horrible de nuestra historia el de estos veinte años. Pero el movimiento progresivo de la razón humana tenía que salir victorioso de esta lucha sangrienta, y la Providencia lo dispuso así por una serie de combinaciones inesperadas, de aquellas que suele poner en juego cuando determina cambiar la condición de un pueblo.
La obra de la regeneración española que los hombres habían por tantos años contrariado y detenido, encomendósela a la belleza de una mujer y a la inocencia de una niña. El monarca a quien no habían conmovido las terribles escenas de tantas revoluciones, y a quien los sacrificios de tantos millares de hombres no habían ablandado, no pudo resistir a los encantos de una esposa cariñosa y tierna, que vino a reanimar su existencia achacosa, y a halagar con la esperanza de la paternidad a quien en los días de su robustez y juventud no había podido lograr fruto de sucesión de otras tres princesas con quienes sucesivamente había compartido el tálamo y el trono. Gran inquietud y zozobra causó este cuarto consorcio al partido apostólico, que contaba con la seguridad de ver pronto colocada la corona de Castilla en el hermano mayor del rey por falta de sucesión directa: gran manantial de esperanzas para el partido liberal, que instintivamente las cifraba todas en la joven princesa de Nápoles, y que se aumentaron y avivaron al saber que ofrecía síntomas de próxima maternidad.
El doble amor de esposo y de padre hizo a Fernando prever el caso del nacimiento de una princesa, y queriendo dejarle allanado el camino del trono, dio fuerza y sanción de ley a la pragmática-sanción de Carlos IV, que entonces era todavía un secreto, y al acuerdo de las Cortes de 1789, que derogaba el auto acordado de Felipe V, relativo a la sucesión de la corona. Cuando nació la princesa Isabel, encontró ya garantidos por la ley sus derechos al trono. El nacimiento de otra princesa a poco más de un año, acabó de aumentar el desconcierto y la desesperación del partido que ya se denominaba carlista, y que a pesar de todo ni reconocía el derecho ni cejaba en sus designios. Agraváronse los males del rey. La enfermedad tomó un carácter alarmante que hacía desesperar de su vida. Estos fueron los momentos que escogieron los hombres que blasonaban de religiosos para arrancar al moribundo monarca la resolución que apetecían.
En una alcoba del palacio de la Granja se iban a resolver los destinos futuros de una gran nación. Iba a decidirse la lucha entre el progreso de la razón humana y el retroceso de las ideas, entre la civilización y el fanatismo, entre la legitimidad y la usurpación, entre la inocencia y la hipocresía. Ciérnense y se agitan en torno al lecho del dolor en que yacía Fernando intrigas y amaños semejantes a los que rodearon el lecho mortuorio de Carlos II. Desigual era la lucha, interesante y patético el drama, tierna y horrible a un tiempo la escena. De una parte hombres osados, avezados a los manejos, ayudados de un extranjero audaz y de los directores de la conciencia de un monarca moribundo, cuyas facultades mentales turbaban ya las sombras de la muerte; de otra una esposa atribulada, fatigada por las vigilias, madre afligida y tierna, traspasado su corazón con el doble dardo de un esposo que va a fallecer y de dos inocentes hijas amenazadas de orfandad. Aquellos aterrando al augusto enfermo con las penas de otra vida, intimidando a la desolada madre con siniestras predicciones sobre ella y sobre sus hijas, si no se apresuraban a revocar el acta que las llamaba al trono: el rey no pensando sino en morir con conciencia tranquila, la reina no queriendo acibarar los últimos momentos de su esposo… ¿qué habían de hacer? Cristina consiente, Fernando traza con mano incierta y temblorosa sobre el documento que le presentan unos caracteres casi ilegibles que significan su asentimiento… El triunfo del bando carlista parece consumado. Sobreviene al monarca un letargo profundo y parece haber dejado de existir, y Carlos recibe las felicitaciones y plácemes de los palaciegos.
Pero la Providencia da un nuevo y sorprendente giro al interesante drama que parecía terminado. El rey vivía… el que tantas veces había burlado a los partidos políticos en vida, los engañó con la muerte. Aun da lugar a que otra princesa de ánimo varonil y resuelto acuda de larga distancia con la velocidad del rayo a realentar los abatidos espíritus de los regios esposos. A la aparición de este personaje, que parece revestido de un poder mágico e irresistible, tiemblan los más atrevidos conspiradores; las palabras enérgicas que salen de su boca los humillan y anonadan. El testamento arrancado por sorpresa al moribundo monarca es rasgado en menudas piezas por las manos de una mujer. Un tanto repuesto el soberano de sus dolencias y de su asombro, trasmite el cetro de la monarquía a su tierna esposa para que la rija hasta el total restablecimiento de su salud. Desde este momento la escena cambia. Cristina abre con una mano las puertas de la patria a los liberales proscriptos, y con otro rompe los cerrojos con que los enemigos de las luces tenían cerrados los templos del saber.
Fernando recobrado de su enfermedad lo bastante para poder manejar el cetro, vuelve a empuñarle otra vez, y ratifica el acta de 1830. La tierna Isabel es jurada solemnemente princesa de Asturias y heredera del trono por las Cortes de la nación. Carlos protesta. Muere Fernando VII en 1833… Isabel es aclamada y reconocida como reina legítima de España. Comienza aquí una nueva era para la nación.
XVIII
Cuando al leve soplo de una brisa suave se ve caer derrumbado el árbol añoso y robusto, que parecía desafiar las tormentas y los huracanes, preciso es reconocer la intervención de un poder superior que da a los agentes secundarios una fuerza de acción desusada y que de las leyes naturales no se pudiera esperar. «Dios, hemos dicho en el principio de este discurso, cuando suena la hora de la oportunidad, pone la fuerza a la orden del derecho, y dispone los hechos para el triunfo de las ideas.»
Todo lo había ido preparando por caminos en que tal vez los hombres de entonces no repararon bastante. Él fue sin duda el que cuando la existencia del monarca parecía más marchita le dotó de una sucesión que le había negado en los días de su mayor virilidad. Él quien permitió que el que tantas veces se había retractado en vida, en contra siempre de los hombres de unos principios, se retractara una vez en favor de ellos in articulo mortis, subsanando así en la muerte, si posible fuera, las contradicciones de la vida. No es esto solo.
Hallábanse de un lado todos los elementos de fuerza, del otro solo debilidad. De un lado la influencia y el poder, de muchos años ejercidos por hombres prácticos y sagaces, que contaban con un príncipe en edad sobradamente madura para poder manejar el cetro con propia mano, y dispuesto a realizar su reaccionario sistema: del otro dos princesas hermanas, y dos niñas inocentes; la flaqueza de la edad, y la flaqueza del sexo. De un lado el apoyo de medio millón de bayonetas; del otro el arrimo presunto de un partido debilitado por los infortunios, diezmado por los patíbulos, no muy numeroso entonces de suyo, y diseminado por extraños climas. Y con todo esto dejáronse arrebatar al poder de entre las manos los poderosos y armados de los desarmados y débiles. Y el árbol añoso y robusto, que parecía desafiar las tormentas y los huracanes, cayó derrumbado al suave soplo de una brisa ligera.
Al fallecimiento de Fernando, declaráronse abiertamente los partidarios del príncipe Carlos contra los derechos de la hija del monarca, y estalló la guerra civil. La de 1833 venía a ser una continuación de la de 1827. Aquellos innumerables voluntarios realistas, que cuando eran todopoderosos se habían dejado desarmar, en unas partes con escasa resistencia, en otras como flacas mujeres, fueron a engrosar las filas de la rebelión. Lo que no hicieron cuando eran cuerpos organizados, intentáronlo cuando eran solo individuos. Necesarios eran estos errores inconcebibles para que los que entonces eran todavía pocos triunfaran tiempo andando de los muchos. Agrupáronse a su vez los liberales en torno a la cuna de la hija de Fernando y en derredor de la bandera enarbolada ya por la viuda del rey. Cristina reclamó su auxilio y no podían negársele. Necesitábanse mutuamente, y hablaban en favor de esta unión la gratitud, el deber, la hidalguía y la conveniencia. Era la causa de dos reinas, inocente y tierna la una, bella y joven la otra. Era además la causa de las luces, de la civilización y de la libertad. Los enemigos de ellas habían abierto el combate, y la lucha fue aceptada.
Comprimido por dos sangrientas reacciones el gran principio de libertad que desde 1810 había ido sobreviviendo a las persecuciones y los infortunios, pugnaba por dilatarse. La resistencia se anunciaba terrible. Era por lo tanto insostenible en tal situación el sistema de inmovilidad y de stato quo que intentó plantear un ministro poco conocedor de la ley natural del movimiento y de la resistencia. Quiso por medio de un Manifiesto célebre tranquilizar a los dos partidos, y descontentó y desazonó a todos. Procuró disfrazar el absolutismo bajo formas menos odiosas, y dándole un nombre más bello que exacto; pero aun así se le reconoció, y fueron repudiados el autor y el sistema.
Reemplazóle otro ministro con el Estatuto Real, término medio entre la libertad y el absolutismo, concepción indefinible entre la ficción y la realidad, y que pareció un parto raquítico a los amigos de las reformas, y una nueva quimera en el estado en que ya los ánimos se encontraban. Proponiéndose su autor huir de las reminiscencias de la Constitución francesa de 1791 que se advertían en el código de Cádiz, cayó en el extremo opuesto, como si hubiera tomado por modelo la carta otorgada de la restauración, rasgada en las jornadas de julio. Sin cesar combatido el Estatuto desde su nacimiento, arrastró dos años de procelosa existencia, y cayó a impulsos de una revolución movida por los más fogosos liberales. Por tercera vez se aclamó la Constitución de 1812.
Brusca y desacatada fue la manera como se obtuvo el asentimiento de la reina regente: deplorables los excesos que en aquellos días de agitación se cometieron: digna de toda alabanza la sensatez con que se procedió a la revisión y modificación de aquel código político en cumplimiento de una condición impuesta. Desempeñaron esta delicada misión las Cortes constituyentes con más aplomo del que pudiera esperarse en época tan revuelta y enmarañada. Alzóse la Constitución de 1837 como una bandera de concordia en derredor de la cual habían de agruparse las diferentes fracciones de los amigos del gobierno representativo. Mucho menos monárquica que el Estatuto, pero mucho menos democrática que la del año 12, consignábase en ella el principio de las dos cámaras, y dejando regular ensanche al elemento popular, se robustecía al mismo tiempo el poder de la corona. Fue entonces saludada con demostraciones de universal beneplácito, y nadie en aquellos momentos, por suspicaz que fuese, calculaba ni presumía, ni sospechaba siquiera, que hubiera de alcanzar tan solo ocho años de vida, al cabo de los cuales había de elaborarse otra Constitución que reemplazara aquella, variando unos y conservando otros de sus principios fundamentales.
La guerra civil había ido tomando colosales proporciones, y mientras la revolución política gastaba con rapidez constituciones y ministerios, la rebelión carlista con no menor rapidez consumía los recursos del estado y gastaba los generales de más reputación y prestigio. Un militar de inteligencia y de genio, que por un desabrimiento personal había pasado de las filas de la reina a las del príncipe pretendiente, había organizado y reducido a pie de ejército las que en un principio habían sido masas irregulares y bandas indisciplinadas. La muerte de este genio extraordinario fue una gran pérdida para los insurrectos. Pero el impulso estaba dado, y era ya tal su pujanza que en más de una ocasión obtuvieron ventajas sobre gruesos cuerpos del ejército nacional mandados por generales que pasaban por expertos y bravos. Mas no solía marchar en armonía la bravura y el acierto en los planes de compaña.
El tratado de la cuádruple alianza fue más aparatoso que eficaz. La diplomacia pudo fácilmente eludir compromisos, interpretando del modo que más le convenía las palabras de un texto que se prestaba maravillosamente a todas las versiones. Contentáronse las potencias signatarias con permitir que viniesen unas cortas legiones auxiliares a sueldo de España. Cuando se invocó su intervención, no se creyeron obligadas a tanto, y se recibió un desaire. Se pedía socorro, y contestaban con simpatías. En la asamblea de una de las naciones aliadas se pronunció un jamás que apesadumbró a muchos, pero que se convirtió en honra de España cuando se vio la lucha llevada a feliz remate sin extrañas intervenciones. Cargos de deslealtad o por lo menos de doblez, hacía a algunas de ellas la prensa diaria, y no sabemos hasta qué punto las podrá absolver de ellos la historia.
Algo humanizó el tratado Eliot una guerra que había comenzado con ruda ferocidad, no dándose cuartel los contendientes. Pero duró poco la templanza. Encrudeciéronse otra vez los partidos, y hombres de instintos dañinos, dueños accidentalmente de la fuerza, prevaliéndose de la turbación de los tiempos, se abandonaban a actos de bárbara fiereza al abrigo de la impunidad. Estremecen todavía los recuerdos de tantos sacrificios horrorosos, y parécenos resonar aun en nuestros oídos los ayes de tantas víctimas inmoladas por aquellos modernos vándalos, afrenta de la humanidad y del siglo, y deshonor de la causa que los contaba por defensores. Ni por eso disculpamos las demasías y crueldades, y las represalias imprudentes ejercidas a su vez por algunos de los que peleaban por la causa de la libertad y del trono legítimo. La civilización condena y la humanidad repugna tales monstruosidades, cualquiera que sea el que las ejecute u ordene. Y si algo puede, a fuer de españoles, ya que no consolarnos, atenuar por lo menos la pena de tan ingratos recuerdos, es la consideración de que en el corto período de convulsión política que posteriormente ha agitado la Europa, hemos visto a las naciones más civilizadas ser teatro de más execrables y repugnantes crímenes y en mayor número de los que mancharon el suelo español en siete años de mortífera y encarnizada pelea.
Naturalmente habían de abundar más los desmanes y excesos de parte de los rebeldes, en cuyas filas si bien militaban muchos hombres probos a fuer de generosos defensores de una causa que sus ideas y sus convicciones les representaban como la más justa, se alistaba además y se recogía, como en un receptáculo siempre abierto, toda la gente aviesa, que o mal hallada con la sujeción inherente al ejercicio de un arte mecánico o de una profesión lentamente lucrativa, o temerosa de los fallos de los tribunales, o viciada con la vagancia, o desesperada por la miseria, buscaba rápidos medros a favor del desorden y de la vida aventurera (tendencia que por desgracia ha distinguido siempre y parece innata a los hijos de nuestro suelo), y se arrimaba a una causa a cuya sombra tan fácil era cometer a mansalva despojos a que antes se daba otro nombre, y cuyos perpetradores se disfrazaban con dictados políticos, menos mal sonantes que los que en otro caso hubieran merecido.
Daba también a veces ocasión al descontento y alas a la insurrección, ya la falta de un buen orden administrativo, llaga que parece incurable en España, ya algunas medidas o impremeditadas o incompetentes de gobierno, que sin crear nuevos intereses lastimaban derechos antiguos, y sin captarse adictos engendraban desafectos. Repetíanse las sublevaciones militares y las conmociones populares, provocadas unas, sin apariencia de justificación otras. A veces una insubordinación militar inutilizaba o contrariaba una providencia saludable del gobierno; a veces por el contrario, la conducta de los gobernantes excitaba, o por lo menos suministraba pretexto al levantamiento de una o más ciudades, y se distraía la fuerza pública destinada a las operaciones de la guerra para emplearla en sofocar la sublevación desguarneciendo una línea de defensa. A veces mientras un general ganaba un importante triunfo sobre el enemigo, otro general se ponía a la cabeza de un motín; o mientras los milicianos nacionales defendían heroicamente sus hogares y sus vidas y daban ejemplos sublimes de bizarría y resolución en las poblaciones y en los campos, los jefes de los ejércitos se entretenían en promover un cambio de gabinete, o empleábanse los representantes del pueblo en debatir personales y fútiles altercados.
Alentaban igualmente a los enemigos de la libertad las escisiones y desacuerdos que muy pronto comenzaron a dividir a los hombres de la comunión liberal, que empezando por desconvenirse en cuestiones abstractas de política o en los medios de realizar las reformas, concluían por hostilizarse con encono, y parecía emplearse más en destruirse a sí mismos que en inutilizar los esfuerzos del enemigo común. Época de pasiones, como todas aquellas en que para regenerarse una sociedad pasa por un período de fermentación.
Por fortuna para los liberales, bullían iguales o parecidas discordias en el campo y en la corte carlista. La presencia del príncipe pretendiente en las provincias del Norte, núcleo y foco principal de la rebelión, si bien había alentado al pronto las masas, fáciles de fanatizar, sobre haberlas servido de no poco embarazo y estorbo, teniendo que distraer fuerzas y recursos para atender a los gastos y a la protección de una corte ambulante y nómada, había llevado tras sí un manantial perenne de rivalidades y de intrigas entre sus adeptos, sirviendo además para poner en evidencia su nulidad a los ojos de los más ilustrados de los suyos. Veían estos de mal ojo a su rey circundado siempre y supeditado por hombres fanáticos y por influencias monacales, y murmurábanle de ser él mismo más cortado para monje que para monarca. Así se fueron formando en aquella pequeña corte dos partidos que se miraban primero con desconfianza y desapego, después con ojeriza, y que trabajaban mutuamente por desconceptuarse, suplantarse y destruirse. A la cabeza del primero estaba el mismo príncipe, y componíanle los ultra-realistas, inquisitoriales y antiguos apostólicos: formaban el segundo los realistas más templados y menos fanáticos, los que hasta cierto punto transigían con las nuevas ideas, los más propensos a la tolerancia.
A pesar de todo, la insurrección llegó a tomar un vuelo imponente; cundió por todas las provincias de la monarquía; dominaba en algunas; amenazó una vez y puso en alarma a la misma capital del reino; y no fueron pocos los que en más de una ocasión concibieron serios temores y pusieron en tela de duda el éxito final de la contienda.
Pero la causa de la inocencia y de la civilización que milagrosamente se había salvado en el alcázar de los reyes, no estaba destinada a sucumbir en los campos de batalla. Las ideas habían derramado ya demasiada luz para que la ilustración pudiera ser vencida por las sombras del fanatismo.
Viose declinar la causa carlista desde que se frustró la temeraria tentativa sobre Madrid. La superioridad que iban tomando las armas constitucionales hizo desarrollarse más los gérmenes de división que pululaban en los campamentos y en derredor de la diminuta corte de Oñate. Conocieron los menos obcecados la inutilidad de sus esfuerzos por sostener una lucha, larga en duración, costosa en sacrificios, estéril en resultados, y de cuyo término no tenían motivos para augurar favorablemente, y se formó un partido de jefes con tendencia a la paz y con disposiciones de aceptar una transacción. Penetraban estas ideas en las masas y cundían en los pueblos. Participaba de ellas el que mandaba en jefe el ejército realista.
Las discordias crecen, los partidos se enconan, la escisión estalla. Las sangrientas ejecuciones de Estella abren un abismo entre el desacordado príncipe y el osado caudillo de sus tropas, y entre los parciales de uno y otro. La pobreza de espíritu y las debilidades y contradicciones del príncipe con el audaz ejecutor de aquella tragedia terrible, acaban de desconsiderarle con los suyos. Triunfa el caudillo del ejército realista, y desde este momento le es fácil entenderse con el general en jefe de los ejércitos constitucionales. Las negociaciones se activan; la idea de paz gana prosélitos en las filas de uno y otro campo; celébranse pláticas; entáblanse tratos; ventílanse condiciones; se repiten las entrevistas; se ajusta el convenio; y el patético drama de la guerra civil termina con un desenlace tierno, noble y sublime en los campos de Vergara. Eran solo españoles los que se encontraban allí, españoles que se habían combatido enemigos y se abrazaban hermanos. Aquel abrazo afirmaba a una reina inocente y tierna en el trono de sus mayores que por espacio de seis años le había sido encarnizadamente disputado, y decidía el triunfo de la civilización y de la libertad. Voces de júbilo y cantos de regocijo resonaron en todo el ámbito de la monarquía.
A poco tiempo cruzaba el Pretendiente la frontera del vecino reino, a devorar su amargura en el lugar que al gobierno de la Francia le plugo señalarle.
Inútil fue la pertinacia con que los más tenaces defensores del carlismo intentaron prolongar todavía la guerra en algunas comarcas de la Península. El más feroz de sus caudillos viose igualmente forzado a buscar su salvación con el resto de sus terribles bandas del otro lado de la frontera española. En 1840 no quedaba en el territorio de la Península un solo carlista armado.
Ni han sido más felices las tentativas posteriormente ensayadas por algunos genios incorregibles para resucitar la causa que había muerto en los campos de Vergara.
Terminada la guerra civil, avivose más la guerra política y de opiniones entre las diversas fracciones del partido vencedor. Que en las épocas de regeneración parece que el espíritu humano no acierta a vivir en el reposo, y busca, si no los tiene, incentivos que le agiten, y nuevas luchas en que gastar el exceso y sobreexcitación de su vitalidad.
Una cuestión de la ley municipal llevó la desavenencia del campo tranquilo de la discusión al terreno peligroso de la fuerza. En 1840 un movimiento popular imponente se proporcionó en favor de los hombres de más avanzadas ideas en materia de reformas, y en contra de los que en aquella sazón tenían el poder. Mantúvose del lado de estos últimos la Gobernadora del reino; declarose por aquellos el general Espartero que mandaba los ejércitos, y echando su espada en la balanza acabó por darles el triunfo. Creyose la reina madre en el deber de renunciar la regencia antes que ceder a la general sublevación, y dejando la guarda de sus augustas hijas confiada al patriotismo de los españoles, abandonó las playas de la Península y se ausentó del reino.
Las Cortes encomendaron la regencia vacante al afortunado general que había tenido la suerte de terminar la guerra civil, y a quien rodeaba entonces ancha aureola de prestigio. Confiose la tutela de las augustas huérfanas a un ilustre veterano de la libertad.
Lejos estuvo de ser tranquila la regencia del duque de la Victoria. Una conjuración militar se fraguó para derrocar al regente. Estalló, fue vencida y corrió en los cadalsos sangre ilustre. Adversarios y amigos lloraron la de un general bizarro cuya lanza había sido el terror de las huestes carlistas. La revolución devora sus propios hijos. Dos años más adelante se formó contra el gobierno del regente una coalición en que entraron hombres de diferentes y aun opuestos partidos, de buena fe unos, con ulteriores y encubiertos designios otros. Fuéseles adhiriendo el ejército, que en su mayor parte abandonó al regente Espartero, como tres años antes había abandonado a la Gobernadora Cristina, y Espartero a su vez tuvo que ausentarse de España como la madre de la reina. Los sacudimientos políticos no perdonan ni a los hombres eminentes salidos del pueblo ni a los vástagos y padres de reyes.
Vencedora la coalición, menor de edad la reina, la regencia de nuevo vacante, y no sosegada todavía la España, el gobierno provisional y las Cortes por él convocadas acordaron anticipar la mayoría de la reina, remedio muchas veces ya usado por la nación, para obviar conflictos en los casos de menoridades turbulentas.
Aunque el ministerio aclamado por la coalición antes y después del triunfo había salido de las filas de los hombres del progreso, desavenidos que fueron los coalicionistas pasó el poder a manos de los que se nombraban conservadores, ya por arte y maña de los unos, ya por incomprensible inercia y flojedad de los otros. Obra suya fue la reforma del código de 1837, o más bien la nueva Constitución de 1845. Resolvióse también el importantísimo punto del matrimonio de S. M., realizándose en un día la doble boda de la reina doña Isabel II y de la princesa su augusta hermana, no sin protesta y disgustos del gabinete de la Gran Bretaña, causa y raíz de algunas malas inteligencias que después entre los gobiernos de ambas naciones sobrevinieron.
Ha sido el alma de la situación creada en 1843, con breves intervalos, el general Narváez, duque de Valencia, hombre de nervio y de acción, y uno de los que contribuyeron más al triunfo del movimiento coalicionista de aquel año. Deben en gran parte los que desde entonces han regido los destinos de España a su actividad y su fortuna el haber sofocado o vencido los sacudimientos y perturbaciones de diversas indoles y tendencias que desde aquella época han acontecido en varios períodos y puntos de la Península, no sin que haya vuelto a correr sangre española en los campos, en las calles y en los patíbulos: deplorable fatalidad de las revueltas y agitaciones políticas.
XIX
Hemos apuntado con cuanta rapidez nos ha sido posible los hechos principales que han ido trayendo la España a la situación en que hoy se encuentra, cuidando de citar en lo perteneciente a las últimas épocas tan solamente aquellos sucesos consumados que ningún partido político puede negar, que nadie puede borrar ya de las tablas de los fastos españoles. En el tiempo en que estos sucesos se verificaban, nosotros, cumpliendo con un deber que a fuer de españoles amantes de nuestra patria nos habíamos impuesto, emitíamos diariamente nuestro juicio y los calificábamos según nuestro leal y humilde saber en escritos de bien diversa índole que el presente. Por espacio de más de diez años levantamos nuestra débil voz en defensa y vindicación de la ley, de la moralidad y de la justicia, no siempre acaso sin fruto, siempre animados de la mejor fe, jamás faltando a nuestra conciencia, aun en aquello en que tal vez pudiéramos como hombres equivocarnos más.
Hoy como historiadores tenemos deberes muy distintos que cumplir. Actos y sucesos que entraban bien en el dominio del periódico no pueden entrar todavía en el de la historia, si ha de presidir a esta la crítica desapasionada y la más estricta imparcialidad. Las consecuencias y resultados de los grandes acontecimientos políticos tardan en desarrollarse y en dar sus frutos saludables o nocivos, y no son las primeras impresiones las que deben servir de norma al fallo severo del historiador. ¡Cuántos acaecimientos de la historia antigua debieron parecer calamidades a los que entonces los presenciaban, y solo más tarde se vio que no habían sido sino en provecho de la humanidad!
Hay verdades y principios que tenemos por fundamentales y eternos. Pero las modificaciones de las formas no pueden ser históricamente juzgadas sin riesgo de equivocarse en su apreciación, hasta que sufren la prueba decisiva del tiempo. Por eso, así como ni debemos ni podemos juzgar del espíritu de un siglo o de una época remota por las ideas que dominan en el presente, sería igualmente aventurado calificar lo de hoy como lo más conveniente para mañana, cuando el tiempo y las combinaciones políticas han hecho tantas veces fallidos los cálculos humanos.
Por eso en nuestra obra, donde tenemos que ser más extensos y más explícitos como narradores y como analizadores, llegaremos hasta donde prudentemente creamos que puede extenderse la jurisdicción, el deber y la libertad del historiador, sin que consideraciones humanas, ni antojos propios, ni halagos ajenos, ni tentaciones de ningún linaje nos muevan a traspasar ni una línea los límites que nos habremos de prescribir.
Podemos, sí, anticipar sin inconveniente que en este último período de regeneración política, único que nos ha cogido en edad de poder aplicar nuestro humilde criterio a los hechos que hemos presenciado, hemos visto sucederse alternativamente en el poder hombres eminentes e ilustres, y también hombres oscuros de todos los partidos. Todos en nuestro entender, a vueltas de algunas reformas útiles y de algunas providencias beneficiosas, han cometido errores más o menos excusables, que han hecho más laboriosa y más imperfecta la obra de la regeneración. Nos contentáramos con que hubieran sido solo errores de entendimiento. Hemos visto nacer ambiciones, desarrollarse pasiones bastardas; hemos presenciado faltas de justicia, inobservancias e infracciones de ley. Gobernantes, legisladores, pueblos, clases, individuos, ¿quién podrá decir que no tiene algo de que acusarse? No nos toca fallar quiénes hayan pecado más. Deploramos los males, pero no nos han sorprendido. Habíamos leído ya bastante en la historia de la humanidad, sabíamos demasiado lo que en todos los pueblos y en todas las edades ha acontecido en períodos de agitación y de turbulencias políticas, para que pretendiéramos que los hombres de nuestra época, que nosotros mismos pudiéramos tener el privilegio de obrar ni pensar libres y exentos de las pasiones que en circunstancias análogas se desenvuelven siempre y son el patrimonio triste de la humanidad.
Estamos por lo tanto muy lejos de halagarnos con la idea lisonjera de que la sociedad y la época en que vivimos hayan alcanzado una condición tan ventajosa como la que nuestro natural deseo nos hace apetecer. Muchos y graves males tenemos que lamentar todavía. Lentos y penosos son los mejoramientos sociales, porque es larga también la vida de los pueblos. Mucho le falta todavía a la gran familia humana para llegar a ese posible perfeccionamiento a que debe tenerla destinada el que la dirige y guía; mucho también a España, como parte de este todo social. Pero aliéntenos la confianza de que mejorará su condición. Cabalmente vivimos en un siglo en que la razón ha hecho grandes conquistas, y la razón humana no retrocede. Sufrirá combates y oscilaciones, contrariedades y vicisitudes: este es su destino; pero seguirá su marcha progresiva; este es su destino también. Si creemos que no hemos adelantado, volvamos la vista atrás, ojeemos la historia, meditemos las grandes catástrofes por que ha pasado la humanidad, y nos consolaremos.
Natural es que nos afecte mucho más la impresión de los males que vemos, que palpamos y que sentimos, que los recuerdos de otros mayores que les tocó sufrir a las generaciones que nos precedieron. Nos asusta el más ligero temblor de la casa en que nos albergamos, y leemos sin perturbación y sin susto los estragos de los terremotos en lejanas edades, y las devastaciones de apartados pueblos. Nos estremeceríamos con que retemblara ligeramente el pavimento de nuestro gabinete, y si pisáramos la tierra que cubre las ruinas de Pompeya, recordaríamos con una emoción melancólica cómo fue sumida una gran ciudad, pero no nos perturbaría el recuerdo.
Miremos, pues, a lo pasado para no afligirnos tanto por lo presente, y por la contemplación de lo pasado y de lo presente aprendamos a esperar en lo futuro, sin dejar por eso de aplicar nuestros esfuerzos individuales para mejorar lo que existe. Ni juzguemos tampoco por un breve período de cortos años de la fisonomía social y de la índole de una época o de un siglo.
A los que demasiado impresionados por los males presentes juzguen que la razón no ha hecho adquisiciones en este mismo siglo, les contestaremos solamente, que siendo nosotros profundamente religiosos, siendo también tolerantes en política, por convicción, por temperamento y por moralidad, estando basada nuestra obra sobre los principios eternos de religión, de moral y de justicia, hace veinte años no hubiéramos podido publicar esta historia.