Filosofía en español 
Filosofía en español


Parte primera Edad antigua

Libro I España primitiva

Capítulo II
Fenicios, griegos, cartagineses

Primeras colonias fenicias.– Cádiz.– Templo de Hércules.– Derrámanse por la Península.– Depósitos y establecimientos de comercio.– Riquezas que extraían de España.– Colonias griegas.– Rosas.– Ampurias.– Denia.– Sagunto.– Atacan los españoles a los fenicios.– Piden estos socorro a Cartago.– Vienen los cartagineses y se establecen en la costa.– Expulsan ellos mismos a los fenicios de Cádiz.– Guerras exteriores de los cartagineses.– Cerdeña.–Córcega.– Las Baleares.– Sicilia.– Españoles auxiliares de Cartago.– Pérdida de Sicilia.– Guerra de los mercenarios.– Resuelven la conquista de España.
 

Aparecen los fenicios las primeras gentes civilizadas que arribaron a España y fundaron en ella poblaciones.

Estos descendientes de Canaan, cuya tierra habían cubierto de ciudades ricas y populosas, las cuales habían elevado a un grado admirable de esplendor y de prosperidad por medio de la navegación y del comercio, en que eran singularmente entendidos y aventajados, sostenían mucho tiempo hacía relaciones mercantiles en Egipto, en el Asia Menor, en las costas del Mediterráneo y de la Europa Oriental. Verosímil es que estos intrépidos navegantes en algunas de sus excursiones marítimas hubieran avistado las costas de España, y aun arribado a ellas, o con deliberado intento como exploradores, o arrojados por algún azar, y que el aspecto de tan bello clima y de tan fértil suelo inspirara a su genio mercantil el pensamiento de extender a él sus relaciones comerciales. Sea lo que quiera de las expediciones que pudieran hacer y la tradición oriental les atribuye antes de la época que vamos a señalar, creemos que la fundación de sus primeros establecimientos en el litoral de nuestra península no puede remontarse más allá de los quince siglos antes de la era cristiana{1}.

Coincide este acontecimiento con la época en que arrojados los fenicios al interior de sus tierras por las armas de Josué, que las había invadido para dar a la posteridad de Abraham la posesión de la tierra prometida por Dios, el acrecimiento excesivo de la población que se había replegado a las grandes ciudades, especialmente a Sidón y a Tiro, les hizo pensar en salir a establecer colonias donde antes se habían presentado solo como simples traficantes. En esta dispersión abordaron muchos de ellos a las costas africanas{2}, y a las del Sur de la Península española que acaso conocían ya, y estableciéndose primero en la isla Eritya o Eritrea, que se cree sea la de Santi-Petri, hoy en gran parte cubierta por las olas, trasladáronse luego y fundaron a Cádiz con el nombre de Gadir{3}, comenzando por erigir un templo a Hércules, su divinidad favorita, cuyo culto llevaban consigo a todas partes, colocando en él dos columnas de bronce de ocho codos de altas{4}.

Una vez asentados en Cádiz, situación grandemente favorable para el comercio, fueron extendiendo sus colonias por el litoral de la Bética, y por todo el país habitado por los turdetanos, fundando ciudades y estableciendo factorías en la costa y a las márgenes de los grandes ríos, y en general en los puntos más acomodados para el tráfico. Pertenecen a las primeras fundaciones Málaga, Sevilla, Córdoba, Martos, Adra, y otros varios pueblos de Andalucía, de los cuales unos subsisten aún, otros con el tiempo han desaparecido. Fuéronse luego derramando por el interior; que no podían ser indiferentes a los oídos de aquellos comerciantes las noticias que recibían de las riquezas que el país encerraba, y de que les llevaban preciosas muestras los naturales. Cebo era este a que no podía resistir la codicia de aquellos hombres, por otra parte de genio naturalmente emprendedor, y así determinaron entrarse tierra adentro, estableciendo de paso, según su costumbre, almacenes y depósitos en correspondencia con los de las costas, donde acudían los bajeles de Tiro a hacer sus cargamentos. Grandes debieron ser las riquezas que extrajeron de España, puesto que en aquel tiempo fue cuando adquirió la ciudad de Tiro aquella prosperidad y engrandecimiento mercantil que la hizo tan famosa. Y suponiendo que Aristóteles hablara más como poeta que como filósofo al decir que los fenicios construían de oro y plata todos los utensilios, anclas, herramientas y vasijas de sus naves, y que hasta lo cargaban como lastre, todavía rebajando la parte hiperbólica a que pudo dejarse arrastrar o en su entusiasmo o en su admiración el sesudo filósofo, infiérese que era prodigiosa la cantidad de oro y plata que aquellos asiáticos exportaban a cambio de sus mercancías; que tan desconocido o tan desestimado era entonces de los naturales de España el valor de estos preciosos metales.

Ni se contentaron los fenicios con derramarse por la Península como enjambres industriales, ni con explorar el Océano discurriendo por la costa occidental de España, sino que se atrevieron a avanzar en sus excursiones hasta las regiones septentrionales de Europa, llegando hasta las islas Cassiteridas, según todas las probabilidades las Sorlingas de Inglaterra, de donde traían abundancia de estaño.

Esencialmente comerciantes los fenicios, y por lo tanto más amantes de la paz que de la guerra, supónese que se presentaron ante los indígenas menos como conquistadores que como traficantes, y que para captarse el asentimiento y buena voluntad de aquellas gentes, a fin de que no se opusieran a que asentasen en su suelo, debieron emplear menos fuerza que política y astucia, cuidando de mostrarse inofensivos y dispuestos a entablar con ellos o amistades o alianzas. No consta por lo menos que los indígenas opusieran resistencia abierta a la admisión de estos primeros huéspedes, que sin duda acertaron a deslumbrarlos con los productos y artefactos, dijes y bagatelas muchos de ellos, que de su país les trajeron y les daban a cambio y trueque de otras más positivas riquezas, no conociendo entonces aquellos hombres rústicos y groseros el valor respectivo de aquellos y de estas. Tal fue en posteriores tiempos la conducta de estos mismos españoles, ya civilizados, con los habitantes del Nuevo Mundo.

Fueron pues los fenicios los primeros civilizadores de España, cuyo nombre lograron imponer a todo el país, sembrando en ella las ideas del comercio, de la navegación y de las artes, con cuyo trato y ejemplo comenzaron a modificar su rudeza nativa los antiguos iberos, y a adquirir una civilización, aunque muy imperfecta todavía{5}.

Los fenicios habían civilizado también la Grecia y establecido en ella colonias. Habían comunicado a los griegos sus artes y sus letras, y hécholos comerciantes y navegadores como ellos. Entre los griegos insulares distinguíanse los de Rodas por sus largas expediciones marítimas: y mientras la Grecia europea colonizaba la Calabria y la Sicilia, los griegos asiáticos comenzaron a venir a España como competidores ya de sus antiguos maestros los fenicios. Vinieron, pues, los rodios, como unos novecientos años antes de la era cristiana, y fundaron en la costa de Cataluña la ciudad de Rodas, hoy Rosas, entre Gerona y los Pirineos. Indica Estrabón haber poblado también los Rodios las islas Gimnesias o Baleares, y así parece inferirse del nombre de Ophiusa, dado a la isla de Ibiza, que es también el nombre antiguo de Rodas.

Poco tiempo después los focenses, navegando por los mismos mares, arribaron a las costas del país de los edetanos (en el reino de Valencia). Y según Heródoto, un bajel de Samos, en el octavo siglo antes de J. C., fue el primero que empujado por el viento pasó el estrecho y llegó a Tartesso, donde los samios, contentos por el buen despacho que lograron dar a sus mercancías, consagraron la décima parte de su producto a la diosa Juno. Háblase con esta ocasión del viejo Argantonio, que dicen reinaba en aquella sazón sobre los tartesios, y los colmó de riquezas, aunque no logró determinarlos a que se estableciesen en el país: primer vestigio histórico que encontramos sobre el gobierno de los indígenas en aquellas épocas remotas. La noticia de este resultado estimuló a otros griegos asiáticos a venir a tentar fortuna a nuestras costas, y contribuyó al gran movimiento de navegación y al tráfico lucrativo que se entabló entre aquellos insulares y las costas ibero-hispanas.

Tenían los focenses su principal y más rica colonia en Marsella, sobre la costa de la Galia Meridional. Su espíritu comercial los animó a establecer algunos depósitos hacia los Pirineos, y fundaron a Ampurias bajo el expresivo nombre de Emporion o mercado. O menos políticos los griegos que los fenicios, o menos sufridos y más fieros los indigetes que habitaban aquel país por los turdetanos de la Bética, no dejaron a los focenses apoderarse impunemente de su territorio, y solo después de porfiadas guerras vinieron los dos pueblos a concluir un singular tratado, por el que los naturales cedían a los extranjeros una parte de su ciudad, pero con la expresa condición de que una gruesa muralla había de tener separada la porción correspondiente a cada uno. Lo más admirable es que los dos pueblos observaran religiosamente tan extravagante pacto sin mezclarse ni oprimirse, gobernándose cada cual con absoluta y mutua independencia, al decir de Estrabón y Tito Livio. Y cuando los focenses se sintieron estrechos en tan reducido espacio, fieles al convenio, antes que atacar a los indigetes prefirieron hacer sentir su humor belicoso a los rodios, griegos como ellos, apoderándose de Rodas, tres siglos antes fundada. Siguieron costeando la Cataluña, y extendieron sus excursiones a lo que hoy es reino de Valencia, donde con menos oposición de los naturales pudieron establecer algunas colonias y erigir el famoso templo de Diana, en el lugar que hoy ocupa la ciudad de Denia.

No lejos de allí y en la misma costa fundaron los griegos de Zante la ciudad de Sagunto, hoy Murviedro, que tan célebre había de ser en la historia{6}.

Así los griegos en su sistema de colonización de la Península siguieron una marcha y orden inverso al de los fenicios. Aquellos procedieron de Oriente a Mediodía y Occidente, estos de Mediodía y Occidente a Oriente. Parecía haberse convenido en compartirse la explotación del Mediterráneo. Mas aunque no sabemos que ocurriesen choques o colisiones entre estos dos pueblos rivales, conócese que los fenicios tuvieron cuidado de preservar la posesión de la Bética del dominio de los nuevos colonizadores, reservándosela exclusivamente para sí.

Civilizadores también los griegos, difundieron entre los iberos el culto de sus dioses, y principalmente el de Diana, enseñáronles algunas artes, e introdujeron el alfabeto fenicio recibido de Cadmo y modificado y añadido por ellos, que se hizo la base del alfabeto celtíbero, como el fenicio lo había sido del turdetano. Prevaleció en toda España el método de escribir de izquierda a derecha, al revés de los fenicios.

La colonia fenicia de Cádiz era la más antigua y la que había prosperado más. Su engrandecimiento y su opulencia llegaron a ser mirados con envidia y con celos por los naturales: acaso los gaditanos, desvanecidos con su poder olvidaron la benévola acogida que a los indígenas habían debido, y dejaron de tratarlos con la política y la dulzura que en el principio habían necesitado usar; tal vez o la codicia o el orgullo de su superioridad los arrastró a actos que ofendieran o irritaran el ánimo levantado y firme de los españoles. Lo primero lo dice expresamente el historiador Justino{7}, lo segundo lo indican otros autores, y está en el orden natural y común de las cosas humanas. Ello es que enojados y sentidos los turdetanos movieron guerra a los de Cádiz, con intento al parecer y resolución de arrojarlos de su suelo; e hiciéronlo con tal ímpetu y bravura, que puestos en aprieto los fenicios y desesperanzados de poder resistir a los continuados ataques y batidas de la raza indígena, ocurrióles en tal congoja volver los ojos a Cartago, ciudad de la costa de África, y colonia también de Tiro como ellos, y demandar a los cartagineses su protección y amparo, confiados en que acordándose de su común origen no los desampararían en tan apurado trance. Hiciéronles pues solemne y formal llamamiento. En mal hora lo hicieron, como muy pronto lo habremos de ver{8}.

Era Cartago, como hemos dicho, una colonia fenicia como Cádiz. Pero Cartago era ya una ciudad rica y populosa, metrópoli de la república de su nombre, la primera república conquistadora y mercantil de que hace mención la historia. Habíase emancipado de Tiro, y héchose cabeza de una confederación de colonias militares extendidas por la costa de África. Comerciantes los cartagineses como todos los fenicios, distinguíanse de los de España por su ardor guerrero, por una inquietud belicosa que los conducía, no solo a sostener por las armas sus establecimientos, sino a atacar sin piedad a cuantos a su engrandecimiento se opusieran. Su poderío marítimo era inmenso, y entendían el sistema de colonización mejor que ningún pueblo de la antigüedad.

Tiempo hacía que envidiaban la prosperidad de los fenicios españoles: tenían puestos los puntos sobre España, y deseaban ocasión y pretexto de fijar su planta en este país de todos apetecido. Así el senado cartaginés accedió de buen grado a dar a los de Cádiz el socorro que pedían, y aparejada una flota vinieron a combatir a la Península. Pelearon pues con los naturales en favor de los fenicios, y empleando alternativamente la fuerza y el halago, venciendo unas veces, procurando otras darse a partido con los españoles, cuyo brío en más de una ocasión experimentaron, lograron al fin ocupar algunos puntos de las playas de la Bética.

Miras no menos avanzadas ni más generosas traían respeto a los fenicios en cuyo auxilio acudieran. Llevados del pensamiento, propio solo de corazones desleales, de expulsar de la Península aquellos mismos a quienes debían el pisar la tierra de España, a aquellos mismos hermanos que los habían invocado por auxiliadores, sin tener en cuenta ni los vínculos del antiguo parentesco, ni los lazos de la reciente amistad, acometieron su principal ciudad y atacaron a Cádiz con el interés y empeño de quienes parecía mirar su conquista como la base del futuro señorío de toda España, que ya entonces sin duda entraba en sus proyectos y designios. Debieron no obstante encontrar no poca resistencia en la metrópoli de las colonias hispano-fenicias, y hubo de costarles algunos meses de asedio, puesto que para derribar sus muros tuvieron que emplear una de las más formidables máquinas de batir que conocieron los antiguos, el ariete, por primera vez mencionado en la historia{9}. Mas al fin tomaron a Cádiz, y desposesionaron y lanzaron a los fenicios de la más rica ciudad y del más fuerte atrincheramiento que en España tenían, y que ya no trataron de recobrar. Con esto acabó su dominación en la Península ibérica. ¡Felonía insigne de parte de los cartagineses, de que más adelante habían de dar aquellos africanos más de un ejemplo! Sucedió esto a los 252 años de la fundación de Roma, y 501 antes de J. C.

Dueños los cartagineses de Cádiz, fueles ya fácil extenderse por el risueño litoral de la Bética. Su sistema era ir asegurando militarmente las posesiones que adquirían, fortificándolas y poniendo en ellas guarniciones. Hubieran acaso emprendido entonces la conquista del país, si las guerras en que por otras partes andaban envueltos no les hubieran movido a diferir este pensamiento para ocasión más oportuna. Antes calculando que la amistad y alianza de los españoles podría servirles de gran provecho y ayuda para las empresas en que la república andaba por otras regiones empeñada, estrecharon con ellos relaciones y tratos y fingiéronse amigos, hasta el punto de conseguir de los incautos y crédulos españoles que les facilitasen riquezas y soldados.

Habíanse dedicado los cartagineses a dilatar su imperio y dominación por el Mediterráneo, donde tenían los griegos numerosas y ricas colonias, y por lo tanto veían estos con recelo y de mal ojo el afán con que los de Cartago pretendían el señorío de aquellos mares, y temían la rivalidad de un pueblo conocido ya por su poder y por su crueldad fría y calculada. Desde 550 hasta 480 antes de J. C. aparecen posesionados de Cerdeña; y aliándose con los tirrenos arrojan también de Córcega a los griegos focenses, obligándolos a refugiarse entre sus hermanos de Marsella; y revolviendo después contra los mismos tirrenos sus aliados, cuyos progresos marítimos veían con envidia, los atacan a su vez y les toman todas sus posesiones insulares del Mediterráneo. Aparecen también sometidas a su dominio las islas Gymnesias o Baleares, no sin que les costara ser alguna vez rechazados a pedradas por sus célebres honderos{10}.

Entonces fue cuando las colonias griegas de España comenzaron a temer la peligrosa rivalidad de los cartagineses, y se dispusieron a aliarse con los romanos, que ya en aquel tiempo se mostraban poderosos, y ya se habían encontrado en los mares con los cartagineses. Debemos al griego Polibio el conocimiento del más antiguo tratado que la historia menciona entre los dos pueblos{11}. Sin embargo ni en esta estipulación ni en otra que se celebró después se menciona a España. Acaso entraba en la recelosa y reservada política de los cartagineses no llamar sobre ella la atención de los romanos.

En el año 480, famoso por la expedición de Jerjes, hallaron buena ocasión los de Cartago para abatir el poderío marítimo de los griegos, valiéndose de la alianza de aquel poderoso rey para ingerirse de su cuenta en Sicilia, de donde tuvo principio aquella larga serie de guerras sicilianas, de que a nosotros no nos toca sino apuntar la parte que en ellas cupo a los españoles. Durante aquellas sangrientas luchas no cesaron los cartagineses de levantar gente en las provincias de España, prestándose los españoles con increíble generosidad a servirles de auxiliares. Así vemos en 413 a Aníbal Gisgon venir a España en busca de socorros para acometer a los siracusanos. En 411 ser los españoles los primeros en dar el asalto a Selinonte como auxiliares. En 396 acudir un considerable ejército español para reparar sus pérdidas de Sicilia{12}. Así más adelante los vemos en el sitio de Agrigento dar la victoria a los cartagineses, cuando ya los llevaban en derrota las tropas del tirano Dionisio. Así todavía después hallamos a un senador de Cartago recurriendo de nuevo a España en demanda de socorros con que poder indemnizarse de los desastres de Sicilia. ¡Triste suerte la de España, estar sacrificando a sus hijos en lejanas tierras en favor de fingidos aliados, a quienes daban triunfos, para que vinieran después a imponerles el yugo de su tiranía!

En aquella misma Sicilia estalló en 624 una lucha de que había de depender más tarde la suerte de España. Hallábase entonces aquella isla dividida entre los cartagineses, los siracusanos y los mamertinos. Apurados estos por Gerón, rey de Siracusa, iban a entregarle su última ciudad, cuando receloso Aníbal, general entonces de los cartagineses, del creciente poder de Gerón, envió tropas a Messina. Colocados así los mamertinos entre dos enemigos poderosos, en su conflicto, como campanios que eran, pidieron auxilio a Roma. Tal fue el origen de la primera guerra púnica, que duró 24 años, y que después de mucha sangre vertida, costó a los cartagineses tesoros inmensos y la pérdida de Sicilia y Cerdeña, de donde tuvieron que salir ajustada una paz bajo durísimas condiciones.

Dos propósitos formaron entonces los cartagineses: el de indemnizarse en España de las pérdidas y desastres de Sicilia, y el de buscar en esta región un nuevo campo en que vengarse de los romanos sus vencedores. Lo primero lo exigía la necesidad, lo segundo el orgullo humillado de la república. Resolviose pues la conquista de España.

Pero antes tuvieron los cartagineses que dar cima a otra guerra que se suscitó en su propio país, la guerra de los mercenarios. Debemos decir dos palabras de lo que fue esta guerra horrible. Ella nos dará idea del carácter de los que vinieron en seguida a dominar nuestro suelo.

Ajustada con Roma la paz de Sicilia, Cartago trató de licenciar las tropas mercenarias, que le eran ya gravosas. Amotináronse estas reclamando sus sueldos atrasados. Aquellas feroces bandas, procedentes de diferentes pueblos, que se expresaban en multitud de idiomas, excitaron y arrastraron tras sí a las ciudades africanas, irritadas entonces por el exceso de los tributos. Juntáronse pues a los veinte mil estipendiarios setenta mil africanos, y Cartago se vio asediada por este ejército formidable de rebeldes. Encomendó el senado su salvación a Amílcar Barca, que se había distinguido en las guerras de Sicilia. Amílcar soborna con dinero a los númidas, y priva a los rebeldes del auxilio de la caballería; pero irritados estos, aprisionan a Giscón que había ido a tratar con ellos, y mutilándole y desjarretándole, lo mismo que a otros setecientos cartagineses, los precipitan en el fondo de un abismo. Amílcar por vía de represalias, arroja a las fieras todos sus prisioneros, y cercando a los rebeldes los reduce al extremo de devorarse de hambre unos a otros. En tan apurado trance acuden los jefes a Amílcar en solicitud de paz. Amílcar la otorga a condición de que le entreguen en rehenes las diez personas que él escogiera. Convenido que hubieron aquellos, «pues bien, les dijo Amílcar, esas diez personas sois vosotros:» y apoderándose de ellos los hace crucificar. Privados los rebeldes de sus caudillos, fueron degollados hasta cuarenta mil. Otros sirvieron de diversión a los habitantes de Cartago, que en sus espectáculos gozaban con la muerte horrorosa que les hacían sufrir. Así terminó la famosa y horrible guerra llamada de los mercenarios{13}.

Concluida la cual, y en el año 238 antes de nuestra era, acordó el senado enviar a aquel mismo Amílcar Barca a la conquista de España, donde hasta entonces se habían limitado los cartagineses a fundar colonias en el litoral, y a servirse de las alianzas con los pueblos o tribus comarcanas para reclutar auxiliares y enviarlos a la expedición de Sicilia.




{1} Pueden verse las sabias investigaciones de Heeren sobre la historia y carácter de las colonizaciones fenicias en su obra: Ideen über die Politik, &c.

{2} La inscripción fenicia que Procopio, historiador de la guerra de los vándalos, encontró en Tánger, parece no dejar duda acerca del arribo de los fenicios a aquella parte de la costa de África en la época a que nos referimos. «Aquí (decía) llegamos nosotros huyendo del ladrón Josué, hijo de Nave.» Procop. lib. II. cap. X.

{3} Lugar ceñido o cercado.

{4} Acaso se han confundido muchas veces en la historia estas columnas con las otras columnas de Hércules, nombre que se dio a los dos montes Calpe y Abila, que constituyen los dos puntos extremos de África y Europa, y que entonces se creían los postreros términos de la tierra habitable. Puede ser muy bien que estos dos cabos o promontorios, por entre los cuales se comunican hoy los dos mares y forman el estrecho, estuviesen antes unidos por una lengua de tierra que contenía sus olas y les servía de dique, cuya separación pusieron los poetas entre las grandes hazañas y trabajos de Hércules, y los naturalistas suponen haber sido causada por alguna sacudida o revolución física del globo. Dejemos a la poesía y a la geología disputarse cómo se hizo la conjunción de los dos mares. Mucho menos nos engolfaremos en las interminables cuestiones acerca de los Hércules que vinieron o pudieron venir a España, y de los hechos más o menos maravillosos que se atribuyeron a cada uno; si fue el nombre particular de una divinidad fenicia, o fue un nombre simbólico de la fuerza y de la inteligencia con que se designaba a los héroes que se señalaban por estas virtudes y por sus altos hechos y prodigiosas hazañas; si hubo solo un Hércules bajo distintos nombres, o hubo los tres que cuenta Diodoro, o se elevó su cifra a los cuarenta y tres que distingue Varrón, o pasó mucho más allá de este guarismo. Sabemos solo de cierto que el culto de Hércules fue trasmitido por los fenicios a los griegos, y de estos pasó a los romanos, los cuales confundieron todos los Hércules bajo un mismo nombre y tipo; y que la España se halló de muy antiguo mezclada en todas las fábulas de la mitología fenicia, griega y romana, que acabaron de confundir y embrollar la ya escasa y harto oscura historia de aquellos apartados tiempos.

Aun lo relativo a las expediciones y primeros establecimientos de los fenicios en España anda envuelto en mil diferentes y a las veces contradictorias versiones, de las cuales hemos adoptado la que nos parece más verosímil, y aún más justificada.

{5} Estrabón, lib. III. Diod. Sic. lib. V. y VII. Pomp. Mel. De Situ Orbis. Ruf. Avien. Oræ Maritimæ, y muchos otros.

{6} Evidentemente incurrió en grave error el P. Mariana al hacer la venida de los griegos a España anterior a la de los fenicios. Cap. desde el XII al XV. del lib. I.

{7} Lib. XLIV. capítulo 5. Invidentibus novæ urbis finitimis Hispaniæ populis.

{8} Es lo único que con alguna certeza hemos podido sacar de las oscuras y confusas noticias que nos suministran las historias acerca de esta tentativa de los españoles para expulsar a sus primeros huéspedes. Sobre la época en que esto acaeciese reina también no poca oscuridad. Justino indica haber sucedido en el reinado del hijo de Argantonio que antes hemos citado; y la primera venida de los cartagineses a España puede fijarse con probabilidad hacia el siglo sexto antes de nuestra era.

{9} Vitrub. l. N., c. 19.

{10} Herodot. lib. I. Estrabón, l. III., Diod. Sic. l. V.

{11} La letra del tratado traducida del latín bárbaro, decía así: «Entre los romanos y sus aliados y entre los cartagineses y los suyos habrá alianza bajo las siguientes condiciones: que los romanos ni sus aliados del Latium no navegarán más allá del gran Promontorio, a no ser que a ello se vean obligados por sus enemigos o arrojados por las tempestades: que en este último caso no les será permitido comprar ni tomar nada, sino lo precisamente necesario para avituallar sus naves o para el culto de los dioses, y que no podrán permanecer más de cinco días: que los que vayan a comerciar no podrán concluir negociación alguna  sino en presencia de un pregonero y un notario: que todo cuanto se venda delante de estos testigos se considerará bajo la seguridad de la fe pública, ya se verifique en el mercado de África, ya en el de Cerdeña: que si algunos romanos arriban a la parte de la Sicilia que se halla sometida a Cartago, gozarán de los mismos derechos que los cartagineses: que estos por su parte no inquietarán de modo alguno a los anciotas, los ardeanos, los laurentinos, los circeyanos, los terracinenses ni otro alguno de los pueblos latinos que obedezcan a los romanos: que si hay algunos que no estén bajo la dominación romana, los cartagineses no combatirán sus ciudades: que si toman alguna, la entregarán a los romanos sin restricción: que no construirán fortalezas en el país de los latinos, y que si entran armados en una plaza, no pasarán en ella la noche.» Polib. lib. III.

{12} Diod. Sicul. lib II.

{13} Polib. lib. I.