Filosofía en español 
Filosofía en español


Parte primera Edad antigua

Libro I España primitiva

Capítulo IV
Aníbal en Italia: los Escipiones en España
De 219 antes de J. C. a 211

Declaración de guerra entre Roma y Cartago.– Prodigiosa marcha de Aníbal.– Los Pirineos.– Los Alpes.– Sorpresa de Roma.– Combates y triunfos de Aníbal.– En el Tesino.– En Trebia.– En Trasimeno.– En Cannas.– Susto y terror de Roma.– Aníbal en Capua.– Venida de Cneo Escipión a España.– Bate al cartaginés Hannón y le derrota.– Venida del cónsul romano Publio Escipión, hermano de Cneo.– Casi todos los pueblos de España se declaran por los romanos.– Los Escipiones se apoderan de Sagunto.– Angustiosa situación de los cartagineses.– Se recobran y vencen en dos grandes batallas.– Masinisa.– Mueren los dos Escipiones.– Congoja de los romanos.– Arrojo y heroicidad de Lucio Marcio.– Hace cambiar de nuevo la suerte de las armas.– Claudio Nerón en España.
 

Hondo disgusto y emoción profunda causó en Roma la noticia de la destrucción de Sagunto, que llegó al mismo tiempo que sus embajadores regresaban de Cartago. Figurábanse ya ver al intrépido africano franqueando los Alpes, y aun se le representaban a las puertas de la soberbia ciudad. Conocieron entonces de cuánto era capaz el joven capitán cartaginés. Lo que al senado inspiró terror, produjo indignación en los ciudadanos: acusábanle estos de haber sacrificado por su indolencia y flojedad una ciudad aliada y de haber comprometido el buen nombre de la república: difícilmente podía el senado justificarse de estos cargos. Era ya la guerra una necesidad; la guerra estaba en el sentimiento público, y pueblo y senado unánimemente la resolvieron.

Todavía sin embargo envió Roma nueva embajada al senado cartaginés para preguntar si la destrucción de Sagunto había sido obra de Aníbal solo, o si había obrado con acuerdo y de mandato de la república. Extraña insistencia, que solo puede comprenderse por el estudio y conato de Roma en hacer más y más patente a los ojos del mundo la justicia y fundamento de la guerra que iba a emprender. La respuesta no fue ni más explícita ni más satisfactoria que las anteriores. Entonces uno de los cinco enviados romanos, y a lo que parece el principal entre ellos, Quinto Fabio Máximo, plegando la halda de su toga y extendiendo el brazo, «Senadores, les dijo, aquí os traigo la paz y la guerra; escoged.– Elige tú mismo, le respondieron a una voz.– Pues bien, elijo la guerra, contestó soltando el manto.– La aceptamos, exclamaron todos.» La segunda guerra púnica entre Roma y Cartago quedó declarada.

Vinieron entonces a España aquellos mismos embajadores romanos al propósito de negociar alianzas con los naturales del país, y remontando por la ribera del Ebro, fácilmente se granjearon la amistad de los bargusios, pueblos cercanos a los ilergetes, que disgustados de la dominación cartaginesa deseaban cambiar y mejorar de fortuna. Otras pequeñas poblaciones y tribus de las márgenes del Ebro abrazaron a ejemplo de los de Bargusia el partido de Roma. No así los volcios, que con desdeñosa mofa: «Id, les dijeron, id a buscar aliados allá donde la suerte de los saguntinos sea ignorada. Las ruinas de aquella desgraciada ciudad son para todos los pueblos de España una lección saludable, que les enseña lo que se puede fiar del senado y del pueblo romano.{1}» Dura y áspera respuesta, pero harto bien merecida, y en bocas rústicas admirable. Iguales o parecidas contestaciones recibieron de otros pueblos de España. Disgustados de este desabrimiento los senadores, dejaron la Península, y partiéronse a la Galia Narbonense, donde en vano solicitaron también de aquellas gentes la declaración de negar a Aníbal el paso por sus tierras, si por acaso, como temían, se dirigiese por allí a Italia. Limitáronse los galos prudentemente a guardar neutralidad, sin dejar por eso de aparejarse en armas, y estar preparados para lo que acontecer pudiese; con lo que más y más desazonados aquellos negociadores tuvieron por bien regresar a Roma por Marsella.

Aníbal, retirado a cuarteles de invierno en Cartagena después de la toma de Sagunto, había concedido licencias temporales a sus tropas, con la orden de que se hallasen de nuevo reunidas en aquella ciudad en la primavera inmediata. Admirable organización de los ejércitos de aquel tiempo, en que siendo el servicio de las armas un contrato voluntario entre los soldados y los jefes, la religión del juramento era la que mantenía la disciplina. Aprovechó él mismo aquel descanso para ir a dar gracias a los dioses en el templo de Hércules de Cádiz, y ofrecerles nuevos sacrificios y votos para que le asistiesen propicios en la grande empresa que meditaba.

Hecho esto y llegada la primavera, reunidas otra vez en Cartagena sus tropas, enviados a África sobre quince mil españoles para que guarnecieran a Cartago, y traídos de allí casi otros tantos africanos para la defensa de España que encomendó a su hermano Asdrúbal, dejándole además cincuenta galeras que poder oponer a las fuerzas marítimas de los romanos, recogidos los rehenes de las ciudades confederadas en el castillo de Sagunto que confió al cartaginés Bostar, púsose en marcha a la cabeza de noventa mil peones, doce mil caballos y cuarenta elefantes. Franquea el Ebro con aquel formidable ejército compuesto de soldados de diferentes naciones: sujeta de paso a los ilergetes, a los bargusios, a los ausetanos y lacetanos: deja al cargo de Hannón la defensa de los países situados entre el Ebro y los Pirineos con un cuerpo de once mil hombres, entrega a Andubal, rico español con quien había hecho amistad, los bagajes del ejército, y metiose por las asperezas de aquellos montes. Supo allí que tres mil carpetanos, disgustados de verse llevar a tierras tan lejanas, habían abandonado sus banderas, y lejos de mostrar desazón por ello, licenció espontáneamente a otros siete mil españoles que conoció le seguían de mal grado, con cuyo ardid hizo entender que había licenciado también a los primeros. Singular y astuta táctica la de aquel caudillo. Pasa pues los Pirineos, sujeta o tranquiliza los galos de la vertiente septentrional, y campa a orillas del Ródano.

Verifica luego el paso de este río, y se dispone a salvar los Alpes cubiertos de nieve (octubre de 218 A. de J. C.) Empresa espantosa, y hasta entonces sin ejemplo. Pero ni las nieves le acobardan, ni las inmensas rocas le asustan, ni le arredran los precipicios, ni le detienen las emboscadas que a cada paso le arman aquellos montañeses. De todo triunfa y todo lo arrolla, y todos le siguen; porque el dios de su patria (ha dicho) se le ha aparecido en sueños y le ha prometido la victoria, y trazádole las roscas de una serpiente el sendero que debe seguir. Remonta la cumbre de los Alpes, y enseña con alegría a los soldados las fértiles llanuras del Pó, y les señala el punto donde debe hallarse Roma. Desciende aquellos terribles desfiladeros, entra en el país de los taurinos, y baja hacia el Pó. Es la marcha más atrevida de que nos da noticia la historia militar de la antigüedad. Aníbal no la había hecho impunemente: del grande ejército que había sacado de Cartagena solo le quedaban veinte mil infantes y seis mil caballos{2}. Pero eran soldados a prueba ya de fatigas y de intemperies, que lejos además de su patria necesitaban vencer o morir: fiaban en la experiencia y el valor de su general; este contaba también con las buenas disposiciones de los galos en su favor; y por último Aníbal estaba en Italia, y veía cumplidos sus sueños dorados.

Roma no había podido imaginar ni tanta audacia ni tanta rapidez. Creíale todavía en España. Asombrado se quedó el cónsul Escipión cuando supo que los cartagineses habían atravesado el Ródano. El primer pensamiento de Roma al declarar la guerra había sido mandar un ejército a España al mando de Publio Escipión, otro a África y Sicilia al de Sempronio, y otro a la Galia Cisalpina al del pretor Manlio. Mas informado Escipión de la marcha de Aníbal, y no habiéndole alcanzado ya en el Ródano, retrocedió a defender la Italia, y dividiendo su ejército y enviando la mayor parte de él a España al mando de su hermano Cneo Escipión, pasó a esperar a Aníbal al pie de los Alpes. Encontráronse en el Tesino. Diose un combate, en que quedaron derrotados los romanos y herido Escipión, que hubo de abrigarse en los muros de Plasencia.

Llamaron los romanos a Sempronio, que en Sicilia acababa de causar grandes descalabros a los cartagineses. No tardó en hallarse Sempronio a presencia de Aníbal a las márgenes del Trébia. Con la arrogancia del vencedor presentó Sempronio la batalla. Pronto hubo de arrepentirse de su imprudencia. Desbaratóle Aníbal con pérdida de treinta mil combatientes. Tan señalado desastre produjo un terror pánico en los romanos, y movió una sublevación general en la Galia Cisalpina. No vacilaron ya los galos en ponerse de lado de los cartagineses, y hallose Aníbal otra vez a la cabeza de noventa mil guerreros.

Dirígese después hacia Arecio por el camino menos frecuentado. Vuelve a encontrar a los romanos; atrae al cónsul Flaminio (no menos presuntuoso que su predecesor) a una posición desventajosa; fuérzale a aceptar la batalla, y un nuevo ejército romano es derrotado a orillas del lago Trasimeno (año 217).

La noticia de este tercer desastre difunde el espanto en Roma. Creció el terror cuando el pretor Pomponio dijo a la asamblea del pueblo: «Romanos, hemos sido vencidos en un gran combate.» Acudieron entonces al remedio usado en los trances apretados y extremos, y fue nombrado dictador Quinto Fabio Máximo, llamado luego el escudo de Roma. Nombró éste por general de la caballería a Quinto Rufo Minucio. Fueron consultados los libros de las Sibilas, y se votó una primavera sagrada. Era Fabio un general en todo diferente de Sempronio y Flaminio. Astuto, prudente y circunspecto, sin perder de vista a Aníbal manteníase siempre a una conveniente distancia: nunca éste le pudo obligar a combatir. Murmurábanle las tropas y le llamaban el contemporizador, el pedagogo de Aníbal. Solo el cartaginés sabía apreciar en su verdadero valor aquel sistema militar. Logró una vez Fabio estrechar a Aníbal cerca de Casilino en la Campania. Pero el sagaz africano, recordando la estratagema que en otra ocasión habían empleado con su padre los celtíberos, soltó en dirección de los romanos dos mil bueyes con sarmientos encendidos sobre las astas, y a favor del desorden que esparcieron en las filas enemigas logró salvar el desfiladero.

Gran descontento causó en Roma esta noticia. Diose a Minucio iguales poderes que a Fabio: atacó aquel con sus tropas a Aníbal: cercóle éste por todas partes, y le escarmentó: el temerario Minucio hubiera perecido sin la llegada de Fabio. Sin embargo dimitió su dictadura. Los cónsules que le sucedieron adoptaron el mismo sistema de contemporización, hasta rayar ya en negligencia. Pero cansado el pueblo de tantas dilaciones, y persuadido de que los nobles prolongaban con deliberada intención la guerra, quiso tener un cónsul verdaderamente plebeyo, y nombró a Varrón{3}, que blasonaba de que le bastaba un día para ver al enemigo y vencerle. Fuele asociado el patricio Paulo Emilio, amigo y discípulo de Fabio Máximo. Tan presuntuoso Varrón como Sempronio y como Flaminio, y más confiado que ellos, acampó cerca de Aníbal a las márgenes del Aufido, cerca de Cannas. Sordo a los consejos de su colega, empeñóse en combatir a todo trance. Por desgracia de Roma tocábale aquel día el mando a Varrón (que era costumbre alternar en él diariamente los cónsules), y desplegó arrogantemente delante de su tienda el manto de púrpura, señal de la batalla. Regocijose grandemente Aníbal y la aceptó.

Dejemos a los historiadores romanos la sentida descripción de la memorable batalla de Cannas, que inmortalizó a Aníbal, que le señaló al mundo como el mejor capitán de los tiempos antiguos, y que llenó de luto y de estupor a Roma. Diez y seis legiones, que componían ochenta mil infantes y siete mil caballos, habían presentado los romanos al combate. Acrecía sus filas la flor de los caballeros romanos. Menos de la mitad eran en aquella sazón los de Aníbal. Peleaban con él los galos con sus largas espadas, los españoles con sus cortos y aguzados sables, los terribles honderos mallorquines y la feroz caballería númida. Cebáronse unos y otros en la matanza y cansáronse sus brazos de acuchillar enemigos. Mas de cincuenta mil romanos quedaron tendidos en la arena; prisioneros de diez a doce mil. Acribillado de heridas cayó el valeroso Paulo Emilio, que exhaló su grande alma enviando a decir a Roma que cuidara de su propia defensa. Perecieron multitud de senadores, de tribunos, de generales y de caballeros. Tres modios y medio de anillos arrancados a los cadáveres fueron derramados en el vestíbulo del senado de Cartago (216).

Vistió Roma de luto. La abandonó la Italia Meridional y ofreció su alianza a Aníbal: hicieron otro tanto el Abruzzo, la Lucania y varios otros países. Aníbal marchó adelante, y enarboló la bandera de Cartago en una colina desde donde se divisaba la ciudad eterna. Roma temblaba, y temblaba con razón, porque rugía demasiado cerca el terrible león númida. Pero alejóse Aníbal, y fue a establecer sus cuarteles de invierno en Capua. Entonces fue cuando le dijo Maharbal aquellas célebres palabras que tanto después se han repetido: Sabes vencer, Aníbal, pero no sabes aprovecharle de la victoria. No discutiremos nosotros si obró o no prudentemente en no acometer a Roma. Dejémosle gozar las delicias de Capua, que tanta celebridad adquirieron en la historia y que tan fatales fueron a su estrella, y veamos lo que en España durante su famosa expedición acaecía.

Muy diverso rumbo llevaban y con más próspero viento corrían las cosas en España para los romanos del que allá en Italia les soplaba. Arribado que hubo Cneo Escipión, el hermano de Publio, a Ampurias, primer pueblo español en que penetraron las águilas romanas, procuró atraer a sus banderas a los naturales, que descontentos de los cartagineses, sin gran dificultad aceptaron la alianza de un hombre que se presentaba, no como conquistador, sino como reparador del agravio hecho a los saguntinos. Tal era la política de Roma. Así dominó pronto toda la costa oriental desde los Pirineos hasta el Ebro (218). Pero necesitaba el romano adquirir el prestigio de vencedor y adornarse con la aureola del triunfo. Proporcionóselo Hannón, a quien vimos había encomendado Aníbal la defensa de esta parte de España, con una batalla en que sucumbieron cinco o seis mil cartagineses, quedando prisionero él mismo, y cayendo además en poder de los romanos los bagajes que Aníbal al pasar a las Galias dijimos había dejado confiados al español Andubal. De buen agüero fue para los supersticiosos romanos el resultado del primer combate que se daba en España entre las armas de las dos repúblicas.

No fue más venturoso Asdrúbal en una expedición marítima que para vengar el desastre de Hannón emprendió la primavera siguiente. Cuarenta naves cartaginesas habían salido de Cartagena a las órdenes de Himilcón, mientras Asdrúbal con el ejército marchaba por tierra costeando en la propia dirección para proteger la escuadra. Súpolo Cneo, y partiendo de Tarragona con una armada de treinta y cinco velas, logró sorprender la de Cartago a las bocas del Ebro; apresó veinticinco naves, echó las otras a pique o las hizo varar en la costa, y enseñoreando aquellas aguas diose a correr con su victoriosa escuadra todo el litoral desde el Ebro hasta el cabo Martín, saqueando depósitos y talando los pueblos y campiñas de la costa, incendiando hasta los arrabales de Cartagena sin que Asdrúbal hubiese podido hacer más que avistar la catástrofe con el desconsuelo de no poder repararla, y seguir por tierra con pies y con ojos los rastros de la armada romana y ser testigo de los estragos que iba haciendo, hasta que tuvo por prudente retirarse a Cádiz mientras el romano daba la vuelta por Ibiza a Tarragona. Así reparaba Cneo Escipión en España por tierra y por mar los reveses que en Italia sufría Roma en el Tesino, Trébia y Trasimeno (217).

Al que marcha en bonanza y navega con próspero viento apresúranse todos a convidársele amigos: al que la fortuna se le muestra hosca y ceñuda, abandónanle los más amigos y le vuelven la espalda. Esto acontecía entonces en Italia y España. Allá naciones enteras antiguas aliadas de Roma se levantaban en favor de Aníbal victorioso: acá naciones enteras aliadas de Cartago ofrecían su alianza a Escipión triunfante: en Italia iba Roma en caimiento, y en España iba Cartago de caída. Mas de ciento y veinte pueblos españoles se confederaron con Cneo Escipión, principalmente celtíberos, gente poderosa y de brío, con cuyo auxilio pudo Cneo hacer una atrevida correría hasta Castulón, centro de la dominación cartaginesa.

Solo los ilergetes, capitaneados por dos régulos, Indíbil y Mandonio, se atrevieron a tomar las armas contra los romanos y a entrarse tumultuariamente en sus tierras. A juzgar por los discursos que los historiadores ponen en boca de aquellos dos caudillos, fue el primer grito de independencia que se levantó en España contra el poder romano, y en general contra toda dominación extranjera. «No os fieis, decían, de unos extranjeros que con pretexto de abatir el orgullo de los cartagineses vienen a quitaros vuestra libertad y a usurparos vuestros bienes. Así han venido antes los griegos, así los mismos cartagineses, prometiéndonos felicidad con dulces palabras, para levantarse después con el mando y poneros una vergonzosa servidumbre. ¿Qué necesitamos del auxilio de los romanos para sacudir el yugo de los cartagineses? Los que se han unido a ellos son traidores a su patria y a su libertad.» No vemos que los historiadores españoles hayan reparado bastante en este primer grito de independencia, y sin embargo, si aquellos dos jefes hubieran sido más afortunados, si su voz hubiera encontrado eco entre sus compatricios, hubieran podido pasar por los primeros restauradores de España. Pero enclavado el país entre pueblos confederados de Roma, y auxiliados estos por un cuerpo de tropas con que acudió Escipión, fácilmente dieron cuenta de los sublevados: y Asdrúbal que se había acercado a fomentar aquellas alteraciones sufrió dos grandes derrotas por los briosos celtíberos, que esparcieron el terror por el campo cartaginés{4}.

Tanta importancia daba el senado romano a la guerra de España, que con admiración vemos cuidaba de atenderla con preferencia a la Italia misma, no obstante lo envalentonado y pujante que allí se ostentaba Aníbal. Envió, pues, a España treinta galeras con ocho mil hombres y gran provisión de vituallas, al mando de Publio, hermano de Cneo, el mismo que cuando se declaró la guerra había sido destinado a este país. Acordaron los dos hermanos hacer un movimiento sobre la desgraciada Sagunto. Sabían cuánto gusto daban en esto a los españoles, y la política de Roma era ganarles las voluntades. Un concierto entre Abelux o Abeluce, noble saguntino, y el gobernador del castillo, el cartaginés Bostar, les puso entre las manos los rehenes que en la fortaleza de Sagunto había dejado Aníbal, a condición de que habrían de entregarlos libres a sus familias. Cumpliéronlo así los Escipiones, y aquel rasgo de generosidad (que a lo menos por tal se tradujo en aquel tiempo, en que debían escasear mucho las acciones generosas) les captó a los romanos gran partido entre los españoles. Enturbióles la alegría de aquel suceso la noticia que recibieron de la funesta derrota de Cannas (216). Ellos, como fuese llegado el invierno, levantaron el campo de las cercanías de Sagunto, y se volvieron a invernar a Tarragona.

El senado cartaginés por su parte ordenó a Asdrúbal que pasase a Italia. Expuso el general los riesgos que con esta partida correría la España toda, si antes no se le enviaba un sucesor con fuerzas suficientes para contener a los españoles; y en ello tenía razón sobrada, puesto que acababan de darle no poco que hacer los tartesios, que incitados y capitaneados por Galbo se le habían rebelado y puéstole en más de un apuro, aunque al fin lograra sosegarlos después{5}. En su virtud vino Himilcón, nombrado gobernador de España, con grueso ejército, y a Asdrúbal se le repitió la orden de pasar a Italia. Obedeció éste, aunque no de buen grado, y púsose en marcha la vuelta del Ebro. Importaba a los Escipiones estorbar a toda costa su proyecto, y saliendo a encontrarle halláronse de frente cerca de aquel río. Trabóse allí una reñidísima batalla, en que pelearon los romanos como si de ella dependiese la suerte de Roma, y aun el señorío del mundo. Abandonaron muchos españoles a Asdrúbal, y sirviéronle ya poco al cartaginés su pericia y sus personales esfuerzos. Veinticinco mil africanos quedaron en el campo: prisioneros diez mil. Recogióse Asdrúbal con cortas reliquias de su ejército a Cartagena. Casi todos los pueblos de España se arrimaron al partido de los romanos{6}.

Ni Roma se cansaba de enviar auxilios, ni Cartago refuerzos. Roma, exhausta de recursos, hallaba en la generosidad de los ciudadanos con que subvenir a las necesidades del ejército de España, que eran muchas, y los Escipiones observaban la política de no disgustar con exacciones al país conquistado. Cartago volvió a enviar otras sesenta naves con doce mil infantes y mil quinientos caballos al mando de Magón, hermano también de Aníbal y de Asdrúbal. Aliéntanse con esto los cartagineses de España, pero no por eso los alumbra mejor estrella. Los tres generales reunidos se ponen sobre Illiturgo (Andújar), que les había hecho defección, y acudiendo los Escipiones hacen gran matanza en su gente, y les toman cuatro mil prisioneros{7}. Igual éxito alcanzaron otra vez que volvieron sobre Illiturgi. Pasa después el derrotado ejército cartaginés a acometer a Intibil o Incibile (entre Teruel y Tortosa), y recibe otro escarmiento: aquí murió Himilcón, capitán esforzado. No fueron más afortunados en Bigerra, en Munda (sobre las bocas del Ebro), en Auringis (Jaén): en todas partes eran desbaratados los cartagineses, a pesar de haber venido Asdrúbal Gisgón en reemplazo de Himilcón. Lo peor era que en Italia se cansaba la fortuna de sonreír a Aníbal, y allí también se mostraban ya engreídas, las águilas romanas. Solo les quedaba a los cartagineses el genio de Asdrúbal Barcino, que superior a todos los desastres es muchas veces vencido, pero jamás desmaya; se retira, pero no sucumbe.

Acordáronse entonces los Escipiones, no sin rubor, de la fidelísima Sagunto, que destruida por Aníbal y reedificada después, llevaba ya cinco años en poder de los cartagineses, y estaba siendo afrentoso padrón de la fe romana. Dirigiéronse a ella; obligaron a la guarnición a capitular, y sacándola del dominio cartaginés la restituyeron a los pocos vecinos que habían podido sobrevivir a la catástrofe primera (214). Revolviendo después sobre la capital de los turboletos, los causadores de su anterior ruina, la desmantelaron y arrasaron por los cimientos, vendiendo a sus habitantes en pública almoneda. Devuelta Sagunto a sus antiguos dueños, fue recobrando bajo los romanos su prosperidad; y a esta época deben atribuirse los magníficos restos que han quedado de esta ciudad de gloriosos recuerdos.

Todo parecía conspirar en este tiempo contra Cartago. Aníbal empezaba a ser vencido en Italia, como luego habremos de ver. En Cerdeña el ejército de Asdrúbal el Calvo era deshecho por Tito Manlio Torcuato. En África un príncipe númida nombrado Siphax, llevado de un particular resentimiento, volvía sus armas contra la república, y ofrecía su alianza a los romanos. ¿Cómo no sucumbió Cartago en situación tan azarosa? Veremos hasta qué punto es caprichosa y voluble la fortuna de las armas, y cuán poco hay que fiar en sus favores.

A la alianza de los romanos con Siphax, opusieron los cartagineses la de Gala, otro príncipe númida, a cuyo hijo, nombrado Masinisa, mancebo de grandes y aventajadas prendas, encomendaron hiciese la guerra a Siphax. Diose el joven africano tan buena maña en la ejecución, que bastáronle dos combates para destruir por completo a su contrario. Asdrubal Gisgón le dio en premio por esposa a su hija Sofonisba. Lleno de gloria y de contento el intrépido Masinisa, pasó a España con siete mil infantes africanos y setecientos jinetes númidas, deseoso de dar ayuda a su suegro. Refuerzo fue este que realentó a los abatidos y tantas veces maltratados cartagineses. Y aprovechando la inacción de los Escipiones, que descansaban en Tarragona sobre los pasados laureles (falta en que suelen caer los más afortunados guerreros), pusiéronse en marcha con intento de realizar el pensamiento en que tanto había insistido siempre el senado cartaginés, el de reforzar a Aníbal en Italia. Asdrúbal Barcino se dirigió al centro de España, dejando un cuerpo de ejército en la Bética, al mando de Magón su hermano y de Asdrúbal Gisgón, con Masinisa.

Dividiéronse también los dos Escipiones, al saber este movimiento, y aquello vino a ser la causa de su ruina. Cneo fue contra Asdrúbal Barcino, Publio contra Asdrúbal Gisgón y los otros. Encontró Cneo a Asdrúbal en Anitorgis (Alcañiz). Confiaba el romano en treinta mil celtíberos que acaudillaba, gente valerosa y fiera. Mas halló el astuto cartaginés medio de sobornarlos, y abandonaron las filas romanas, que con esta defección quedaron demasiado menguadas, y Cneo tuvo por prudente retirarse y evitar la pelea.

Peor suerte estaba sufriendo allá hacia Castulo su hermano Publio. Acosábale sin dejarle momento de reposo la caballería de Masinisa, aquella caballería númida que tanto estrago hizo siempre en las falanges romanas. Venía además contra él el español Indíbil con siete mil quinientos suessetanos{8}; viose Publio por todas partes cerrado y acometido: sirvióle poco defenderse con bravura; un bote de lanza le atravesó el cuerpo y le derribó del caballo. Con la muerte de Publio se desordenaron sus huestes; la noche libertó a unos pocos del encarnizado furor de los vencedores. No desaprovecharon estos la victoria. Vuelan a incorporarse a Asdrúbal Barcino que seguía a Cneo. Encuéntrase éste envuelto por tres ejércitos a la vez: levanta de noche sus reales y se retira; pero la caballería de Masinisa se destaca en su seguimiento: gana el romano una pequeña colina, donde improvisa una rústica trinchera hecha con los aparejos y tercios de las acémilas: tras este débil y flaco vallado se defiende con valor prodigioso; pero oprimido por el número perece con la mayor parte de su gente{9}.

Así acabó aquel valiente romano (216), el primero que inauguró en España el futuro señorío de Roma. Así acabaron aquellos dos esclarecidos hermanos, cuyas campañas habían sido una cadena de gloriosos triunfos. Así quedaron en un momento desvanecidas las esperanzas que fundaba Roma en los talentos militares de los Escipiones. ¡Qué mudanza en el teatro de la guerra! Ayer apenas existía ejército cartaginés, y hoy apenas existe ejército romano; ayer las águilas romanas enseñoreaban el país, hoy las cortas reliquias de aquellas legiones no encuentran donde guarecerse. Los que van a refugiarse en Castulón encuentran cerradas las puertas de la ciudad: los que se guarecen en Illiturgis son de noche bárbaramente degollados: fueron otros a buscar amparo de la parte allá del Ebro.

Quedábale aun a Roma un genio militar en España; genio con que no contaría la república, porque se ocultaba bajo el modesto uniforme de simple centurión o capitán de compañía. Este genio era Lucio Marcio, hijo de Septimio Severo, caballero romano.

Marcio no se rindió al desaliento que en los rostros de los fugitivos se veía pintado, incluso Fonteyo, único jefe de alguna graduación que quedaba. Ocurrióles a los soldados nombrar general a quien tan osado y resuelto se mostraba. Pero al saber que Asdrúbal, franqueando el Ebro, se les venía encima, y tras él Magón que seguía sus huellas, turbóseles de nuevo el ánimo, y mustios unos, renegando y maldiciendo de su suerte otros, esperando todos una muerte que miraban como infalible, luchaba y trabajaba el improvisado general por infundirles aliento, sin que su voz apenas fuera escuchada. Entretanto el enemigo casi toca a sus reales. La vista de los estandartes cartagineses produce una trasformación mágica en los ánimos de aquellos desdichados; el miedo se trueca en desesperación, la desesperación en coraje, y aquel puñado de hombres a manera de leones embravecidos se arrojan sobre los cartagineses, que sorprendidos con tan impetuosa y brusca arremetida, vuelven vergonzosamente la espalda. Todos se maravillaron, los unos de ver huir, los otros de verse huyendo. Calculando luego Marcio que los enemigos no esperarían un segundo ataque, conociendo además que si daba lugar a que se les reuniese Magón no quedaba a los suyos manera de salvarse, concede algunas horas de reposo a sus fatigadas y escasas tropas, y en altas horas de la noche se entra a las calladas en el campo y reales de Asdrúbal, que descuidado y sin guardias ni centinelas dormía. Cansáronse de matanza sus soldados, y sin darse más vagar prosiguieron en busca de Magón, a quien hallaron igualmente desapercibido. Penetran con el mismo ímpetu en sus estancias: era ya de día: Magón y los suyos a la vista de los paveses y espadas de los romanos ensangrentadas con la matanza reciente, se llenan de estupor y se ponen en fuga: síguelos Marcio, los alcanza, y los romanos se cansan también de degollar: los capitanes cartagineses pudieron escapar a uña de caballo{10}.

Salvó Marcio de un solo golpe las dos Penínsulas: la España venciendo a los cartagineses, la Italia impidiendo la marcha de Asdrúbal, que unido a Aníbal que todavía se hallaba pujante, hubiera podido poner a Roma en grande aprieto.

Pagóselo Roma con ingratitud. En la carta que Marcio dirigió al senado se daba el título de pro-pretor, que debía solo a la aclamación de los soldados. Tomólo a mal la orgullosa aristocracia romana, y sin dejar de reconocer la importancia de sus grandes hechos ni de hacer justicia a sus altas prendas, anuláronle implícitamente nombrando pro-pretor de España a Claudio Nerón, que entonces hacía la guerra de Capua contra Aníbal. El generoso Marcio, no obstante ver tan mal recompensados sus eminentes servicios, llevó tan adelante su desprendimiento, que cuando llegó Nerón a España le entregó sin darse por sentido aquellas tropas que le habían aclamado su general, y se puso bajo sus órdenes sin otro pensamiento que el de continuar sirviendo a su patria en el puesto que le designaba. Así el que acababa de dar un ejemplo de admirable heroicidad, dio también un ejemplo de admirable patriotismo.

Poco tino mostró el senado romano en la elección de Claudio Nerón. Desembarcado que hubo en España con once mil infantes y mil caballos que de refuerzo trajo (211), fuese en busca de Asdrúbal, a quien halló entre Illiturgis y Mantisa en los bastetanos{11}. Faltóle poco para coger al cartaginés en el desfiladero de un bosque; pero reconociólo Asdrúbal a tiempo, y entreteniendo a Nerón so pretexto de negociaciones de paz, hizo una noche desfilar calladamente su ejército, dejando las hogueras encendidas en el campamento para mejor engañar al romano: él mismo después a presencia y vista de Nerón metió espuelas al caballo y se alejó en busca de los suyos. De modo que la única hazaña de Claudio Nerón durante su breve mando en España fue dejarse burlar de la astucia de un cartaginés. No merecía su nombramiento la pena de haber desairado a Marcio. Pronto fue otra vez llamado a Roma.




{1} Polib. lib. III.

{2} Polib. ibid.

{3} Era Terencio Varrón hijo de un carnicero.

{4} Tit. Liv. lib. XXII.

{5} Livio escribe cartesios por tartesios, lo que ha dado lugar a versiones y conjeturas que no nos parecen necesarias.

{6} Tunc vero omnes prope Hispaniæ populi ad romanos defecerunt. Tit. Liv. lib. XXIII.

{7} Mas de tres mil infantes, dice Livio, y poco menos de mil caballos. Ibid. cap. 34.

{8} Créese que eran los de Sangüesa.

{9} A cuatro millas de Tarragona se ve todavía un monumento ilustre que se dice ser el sepulcro de los Escipiones. La batalla de cierto no fue en aquel sitio: pero pudo ser muy bien y es harto verosímil que los romanos trasladaran allí sus cenizas, como asiento que era Tarragona de su gobierno.

{10} Debió tener lugar este suceso cerca de Tortosa. En el campo cartaginés se encontró un escudo de plata de ciento treinta y ocho libras de peso con la imagen de Asdrúbal Barca o Barcino. Este monumento de las glorias de Marcio fue llevado a Roma y se colgó en el Capitolio. Llamóse Escudo Marcio. Tit. Liv. lib. XXXV. Valer. Max. lib. I.

{11} Mariana los nombró ausetanos, indudablemente con error.