Filosofía en español 
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Parte primera Edad antigua

Libro I España primitiva

Capítulo VI
Caída de Cartago

Campañas de Aníbal en Italia.– Constancia de los romanos.– Primer triunfo del cónsul Marcelo sobre Aníbal.– Llega Asdrúbal a Italia.– Es derrotado y muerto en el Metauro, y su cabeza arrojada al campamento de Aníbal.– Sentidos lamentos y lúgubres vaticinios de éste.– Pasa Escipión de España a Roma.– Sus designios.– Oposición que encuentra en el senado.– Pasa a Sicilia y desde allí a África.– Pérfida estratagema que emplea para derrotar a Siphax.– Aníbal es llamado de Italia en socorro de Cartago.– Acude.– Entrevista de Aníbal y Escipión.– Famosa batalla de Zama.– Triunfa Escipión y sucumbe Cartago.
 

Aunque los sucesos que vamos a referir en este capítulo acontecieron fuera del territorio de nuestra Península, influyeron grandemente en los destinos de España. Trátase además de la suerte que cupo a dos de los más famosos capitanes de la antigüedad, que ambos habían inaugurado la carrera de sus glorias en los campos españoles. Trátase de dos guerreros insignes, que en nombre de las dos más poderosas y más enemigas repúblicas se disputaban el imperio del mundo. Trátase del final término que tuvieron las memorables luchas entre romanos y cartagineses; luchas sostenidas con soldados españoles, que peleaban fuera de su patria en contrarias filas, y que solían decidir el éxito de las batallas en provecho ajeno. Trátase, en fin, de la caída de una república que enseñoreó siglos enteros los mares, y estuvo a punto de sujetar la Italia y la España al dominio africano.

Dejamos a Aníbal invernando en Capua después del memorable triunfo de Cannas. Se ha hecho un cargo a aquel ilustre guerrero de no haber marchado derechamente sobre Roma, pero acaso en nada anduvo más prudente el africano que en no empeñarse en la conquista de la ciudad eterna. Tal vez se han exagerado también los daños que en la disciplina y en la moralidad de su ejército causaron las ponderadas delicias de Capua: puesto que se vio todavía a este mismo ejército, no muy numeroso, sostenerse por espacio de muchos años en país enemigo, pelear con vigor, mantener en respeto a Roma en medio de todo género de dificultades. Lo peor que tuvo Aníbal contra sí fue la constancia romana, aquella constancia heroica que desplegaron los romanos pasadas las impresiones del primer aturdimiento. Todos, hasta los esclavos, se alistaban voluntariamente en las banderas de la patria: todos los ciudadanos derramaban espontáneamente su dinero en las arcas públicas: las naciones vecinas le prodigaban recursos y soldados. De tal modo se recobró Roma del susto de Cannas, que cuando se puso en venta el terreno sobre que acampaba Aníbal, se presentaron tantos compradores como si la Italia se hallara limpia de enemigos; y cuando se trató del rescate de prisioneros, Roma contestó con arrogancia, que no le hacían falta soldados que se dejaban coger vivos, y tuvo la audacia de intimar a Aníbal que saliera aquella noche del territorio romano. Todo esto era propio de una república que cuando uno de sus cónsules volvía derrotado y vencido, le daba todavía las gracias por haber llenado su deber y no haber desconfiado de la salud de la patria.

Tuvieron los romanos la fortuna de apoderarse de Siracusa{1}, de donde sacaron inmensas riquezas, y redujeron toda la Sicilia a simple provincia romana. Llamó entonces Roma al cónsul Marcelo, conquistador de Siracusa, para oponerle a Aníbal, el vencedor de Cannas. Avanzaron los romanos contra Capua, y Marcelo tuvo la gloria de ser el primer vencedor de Aníbal, el cual después de haber hecho prodigios de valor, hizo una maravillosa retirada hacia la Lucania.

Fue, pues, perdiendo Aníbal a Capua, Tarento, y la mayor parte de las plazas de la Apulia, donde luchó por espacio de tres años. No le quedaba ya más esperanza que el ejército que su hermano Asdrúbal capitaneaba en España. Ya hemos visto como los Escipiones frustraban con sus triunfos en España las tentativas de Asdrúbal para pasar a Italia en ayuda y socorro de su hermano.

Al fin, cuando Aníbal llevaba ya diez años combatiendo en Italia, logró Asdrúbal trasponer los Pirineos y los Alpes (208), como en el capítulo anterior dejamos referido. Envió tras él el grande Escipión una gruesa armada, con dinero, municiones y víveres, y muchos miles de guerreros españoles. Españoles eran también los soldados en quienes más fiaban los cartagineses.

Contra Asdrúbal envió Roma al cónsul Livio Salinator al Norte, contra Aníbal al cónsul Claudio Nerón a la Lucania. Grande era la ansiedad del pueblo y del senado romano. Asdrúbal, digno hermano del mayor genio militar de la antigüedad, y a quien llama Diodoro el más grande después de Aníbal, avanzaba hacia Ancona arrojando delante de sí al pretor Porcio, a la cabeza de cincuenta mil lusitanos y de algunos veteranos de la Galia. Reúnense a Livio los españoles que enviaba Escipión. Ambos temen los resultados de una batalla decisiva: porque si triunfa Asdrúbal, sucumbe Roma; si Asdrúbal es vencido, Cartago tiene que renunciar a Italia.

Entretanto Claudio Nerón, más afortunado en Italia que lo había sido en España{2}, había logrado un triunfo sobre Aníbal en la extremidad de la Lucania, cerca de Tarento. Allí le fueron enviados unos pliegos sorprendidos a un correo que a Aníbal había despachado su hermano Asdrúbal, en que le revelaba todos sus planes y pensamientos de campaña.

Admiremos aquí el patriotismo de los romanos de aquella era. Aquel mismo Nerón, que era enemigo mortal de Livio, olvidando sus particulares odios y atendiendo solo al bien de la república, vuela en socorro de su colega con siete mil soldados escogidos. Vuela, decimos, porque separaban cien leguas los dos campos, y bastaron siete días a sus tropas para salvar tan enorme distancia. Tan a las calladas lo hicieron, que ni Aníbal advirtió al pronto su salida, ni Asdrúbal notó su llegada. Incorporados los dos cónsules, aquellos cónsules que tanto se aborrecían, púsose Nerón a las órdenes de Livio para combatir al enemigo común. Pensamiento atrevido el de Claudio Nerón, y abnegación admirable, que le dieron a un tiempo gran reputación de civismo y de capacidad.

Presentan al siguiente día la batalla. Sorprendido Asdrúbal de hallar a los cónsules reunidos, sospecha si su hermano habrá muerto, o recela por lo menos que haya sido derrotado. Bajo el influjo de estos tristes presentimientos, iguales a los que años antes había hecho él concebir en España a Cneo Escipión respecto de su hermano Publio, esquiva el combate y emprende de noche la retirada. A las pocas horas de marcha los guías le abandonan, y el ejército se fatiga en idas y venidas por las márgenes del Metauro, buscando un vado que le es imposible hallar. El retraso da lugar a la llegada de los cónsules, y Asdrúbal se ve forzado a aceptar la batalla. Rudo fue el choque entre las tropas escogidas de los romanos y la legión de España. Desbándansele a Asdrúbal los ligurios, pero nada basta a hacer cejar a los soldados españoles, que firmes en sus puestos prefieren morir a retroceder un solo palmo. Tanta bizarría no sirvió sino para inmortalizar el nombre español{3}. Sucumbieron al número, y fueron degollados como el mismo Asdrúbal, que no queriendo sobrevivir a la derrota buscó la muerte, vendiendo cara su vida, en las lanzas enemigas (207).

La batalla del Metauro fue para Roma lo que para Cartago había sido la de Cannas. Costó cincuenta mil hombres a los vencidos, veinte mil a los vencedores. Puede decirse que aquel día, en un rincón de Italia, se decidió que España sería una conquista de los romanos.

Empañó allí Nerón sus glorias con un hecho indigno de su nombre. Con bárbara inhumanidad hizo cortar la cabeza de Asdrúbal; y no contento con esto, mandó trasportarla a la otra extremidad de Italia y arrojarla en el campamento de Aníbal; de Aníbal, que mucho tiempo antes había honrado con magníficas exequias el cadáver del cónsul Sempronio. A su vista el general cartaginés, enternecido y consternado exclamo: «¡Perdiendo a Asdrúbal he perdido yo toda mi felicidad y Cartago toda su esperanza!{4}.»  Con razón temía, pues ya no pudo Aníbal hacer otra cosa que mantenerse a la defensiva, si bien todavía se sostuvo cuatro años en la Calabria contra todo el poder de Roma por la sola fuerza de su genio y del valor que supo inspirar a sus tropas.

Cuando Escipión acabó de expulsar de España a los cartagineses, pasó a Roma a dar gracias por sus triunfos a los dioses del Capitolio, con intención al propio tiempo de preparar sus ulteriores planes sobre Cartago. Por las leyes romanas ningún ciudadano podía gozar los honores del triunfo antes de haber obtenido el consulado. Pero no necesitaba su gloria de aquella vana solemnidad. Hizo su entrada precedido de los carros en que conducía el oro y la plata que había llevado de España, con muchos objetos preciosos, como muestra de la riqueza natural del país que acababa de conquistar. Vistió luego la túnica de candidato al consulado, y no tardó en ser proclamado cónsul por una mayoría no vista hasta entonces en la república. Era su gran pensamiento político llevar la guerra al África y destruir de una vez a Cartago. Acogió el pueblo con entusiasmo aquella grande idea; no así el senado, donde tenía muchos y envidiosos rivales, que se opusieron a aquel intento por los órganos de Fabio y de Catón. Pero al fin se adoptó el medio de darle la Sicilia con facultad de pasar a África, si circunstancias imperiosas así lo exigiesen. Escaso ejército le facilitó la república, pero todo lo suplió el ardor de los ciudadanos. A poco tiempo reunió Escipión en Sicilia un armamento formidable, con el cual desembarcó en África llenando de espanto a Cartago, que desde los tiempos de Régulo no se había visto amenazada por tan poderoso enemigo.

Contaba allí con la alianza de Masinisa y de Siphax: el primero no le faltó; pero el viejo rey númida le había hecho defección pasándose otra vez a los cartagineses. Escipión determinó castigar aquella deslealtad con una perfidia, que no porque el númida la mereciera dejó de ser indigna del romano. Mientras andaba en tratos con Siphax y le entretenía con negociaciones, invadió una noche de improviso su campamento, y poniendo fuego a las tiendas en que dormían los soldados, hizo perecer con el fuego y con la espada a cuarenta mil africanos. Quiso disfrazar la alevosía atribuyéndola a inspiración de los dioses, y ofreció sacrificios a Vulcano: pero quedaron la historia y la posteridad para condenarla.

De todos modos Cartago se vio en la precisión de llamar a su seno a Aníbal, que aunque debilitado, todavía permanecía en Italia teniendo en respeto a Roma. ¡Cuán sensible debía ser al cartaginés renunciar al bello país que había recorrido por espacio de diez y seis años, y en que había ganado tantas glorias! Pero reconocía la justicia con que le reclamaba su patria, y no vacilo en volar en su socorro, no sin devastarlo todo a su tránsito y sin ejecutar sangrientas violencias. Iba pues a pelear un Aníbal con otro Aníbal, un Escipión con otro Escipión: el genio de Cartago con el genio de Roma. Aníbal llega a África: los dos insignes guerreros se ven, se acercan, entablan pláticas. Bajo el pabellón de una tienda de campaña se tratan los destinos del mundo. Resultó de la entrevista el convencimiento de que una de las dos repúblicas tenía que dejar de existir, y se encomendó de nuevo la decisión a la suerte de las armas.

Diose entonces la famosa batalla de Zama en que por fin el genio del grande Aníbal sucumbió ante el genio del grande Escipión, y Cartago quedó humillada. Escipión hizo el mayor elogio de su rival, diciendo muchas veces que envidiaba la capacidad del vencido.

Duras fueron las condiciones de paz que el vencedor impuso a Cartago. La república vencida renunciaba a sus posesiones de fuera de África; daba en rehenes cincuenta principales señores de la ciudad escogidos por Escipión; se obligaba a pagar a Roma diez mil talentos de plata en cincuenta plazos, y lo que era más sensible, entregaba sus naves; de quinientas a setecientas fueron quemadas delante de la ciudad, y Cartago pasó por la humillación y desconsuelo de ver arder aquellas naves con que no había sabido impedir el desembarco de Escipión: comprometíase Cartago a no emprender ninguna guerra sin el beneplácito de Roma, y a volver a Masinisa todo lo que habían poseído sus mayores y a darle cien rehenes. A todo esto accedió aquella república que con su poder había asustado al mundo. Así sucumbió Cartago.

Escipión volvió a Roma henchido de gloria y de riquezas. Delante de su carro triunfal llevaba al rey Siphax cargado de cadenas, pero el viejo númida murió antes de entrar en la ciudad. Todos los honores de que podía Roma disponer se prodigaron al vencedor, que recibió el sobrenombre de el Africano. Fue nombrado nuevamente cónsul, y después censor. Celebráronse magníficas fiestas, y se decretó dar una yugada de tierra a los soldados por cada año que habían hecho la guerra en África o en España{5}.




{1} En 213. Entonces fue cuando el grande Arquímedes, absorto en sus meditaciones geométricas, sin apercibirse del tumulto de la soldadesca romana que incendiaba y saqueaba la ciudad tomada por asalto, fue muerto por un soldado. El cónsul Marcelo, que había dado orden expresa para que se respetara su casa, sintió vivamente su muerte, y queriendo repararla en lo posible, colmó a sus parientes de beneficios, y mandó erigirle una tumba en que se esculpió una esfera inscrita en un cilindro.

{2} Véase el final del cap. IV.

{3} Tito Livio, el más interesado en acrecentar las glorias de las armas romanas, encarece y tributa mil elogios al valor de los españoles en esta como en otras batallas.

{4} Horacio en una de sus más bellas odas expresó la aflicción de Aníbal con estas sentidas palabras:

Cartagini jam non ego nuntios
mittam superbos: ¡occidit, occidit
spes omnis et fortuna nostri
nominis, Asdrubale interempto!

«Ya no enviaré soberbios nuncios a Cartago: ¡se acabó, se acabó, muerto Asdrúbal, toda la esperanza, toda la fortuna de nuestro nombre!»

{5} Creemos que el lector no llevará a enojo que le informamos brevemente de la ulterior suerte que cupo a estos dos grandes hombres, Escipión y Aníbal, que ya no volverán a figurar más en los asuntos de España. Su historia encierra grandes lecciones para la humanidad.

Hemos indicado en el texto que Escipión tenía en el senado muchos envidiosos de sus glorias: achaque de todos los grandes hombres. Estas envidias fueron dando su fruto. Después de los triunfos de España y África que acabamos de referir; después de haber contribuido a mantener a Filipo, rey de Macedonia, y a Prusias, rey de Bitinia, en la alianza de Roma; después de haberle sido debida la victoria que su hermano Lucio ganó en Magnesia contra Antíoco, rey de Siria; después de hecha con este rey una paz que aprobó el senado, a su regreso a Roma le esperaban ya acusaciones en lugar de honores. El austero, el duro Catón, su principal enemigo, le hizo llamar a la barra del pueblo. Compareció Escipión y dijo: «Romanos, hoy mismo hace años que gané en África una brillante victoria contra el enemigo más terrible de la república. Hoy soy llamado a responder a los cargos de un proceso. Desde aquí voy al Capitolio a dar las gracias a Júpiter de que me haya proporcionado tantas ocasiones de servir gloriosamente a mi patria. Seguidme, romanos, y acompañadme a pedir a los dioses que os den jefes que se me parezcan. Bien puedo usar este lenguaje, porque si es cierto que vuestras distinciones se han anticipado a mis años, también lo es que mis servicios han ido delante de mis recompensas.» El pueblo se levantó y le siguió entusiasmado: los tribunos acusadores se quedaron solos.

En otra ocasión calumniaba el mismo Catón su conducta con el rey Antíoco, y en pleno senado le pedía cuentas de los gastos de las negociaciones. «Las cuentas, exclamó Escipión enseñando sus libros, aquí están: están corrientes y claras: pero no me haréis la injuria, ni os la haréis a vos mismo de exigírmelas.» El senado pasó a otro asunto.

Ni aun su valor estuvo exento de las insinuaciones pérfidas de sus enemigos. Decíanle que no sabía ser soldado. «Cierto, respondía Escipión, pero he sabido siempre ser capitán.»

Parece que para ponerse a salvo de los tiros de la envidia, hubo de retirarse a una modesta alquería, donde pasó el resto de su vida dedicado a los cuidados de la agricultura como otro Cincinnato, y a los estudios de la literatura griega a que había tenido afición desde su más tierna edad. Grande debió ser la ingratitud de Roma cuando en un momento de despecho le obligó a exclamar: «Ingrata patria, no poseerás ni aun mis huesos: ingrata patria, ne ossa quidem mea habebis.» Era un castigo para Roma privarla de las cenizas de un grande hombre. Murió Escipión en el mismo año que Aníbal, el 572 de Roma.

No le estuvo reservada a Aníbal mejor suerte. Al principio siguió dominando en Cartago, llegó a la suprema magistratura, e introdujo algunos cambios en el gobierno de la ya pequeña y desarmada república. Pero no permitiéndole su genio dejar de suscitar enemigos a Roma, se concertó para ello con el rey Antíoco de Siria. Noticioso el senado romano, se quejó al cartaginés, y temiendo Aníbal ser entregado por sus propios compatricios, huyó secretamente a Siria, donde tomó una parte activa en la guerra de aquel rey con los romanos. Encontráronse Escipión y Aníbal en la corte de aquel príncipe. En una de sus entrevistas le preguntó Escipión: «¿Quién os parece el mayor de los generales que ha habido en el mundo? –Alejandro, respondió Aníbal. –¿Y después de Alejandro? –Pirro, rey de Epiro. –¿Y el tercero? –El tercero yo, respondió Aníbal con arrogancia. –¿Y qué diríais si me hubiérais vencido? –Entonces, contestó Aníbal, me contaría yo el primero de todos.»

Como una de las condiciones de la paz con Antíoco fuese la entrega de Aníbal como promovedor de la guerra, tuvo que fugarse igualmente de Siria, y buscar un asilo en Bitinia, a cuyo rey prestó también importantes servicios contra los aliados de Roma. Hasta allí le persiguió el odio de los romanos, y temiendo por la seguridad de su persona intentó escaparse: pero el rey Prusias le tenía bien custodiado, y entonces aquel grande hombre, desesperando de poder librarse del hado cruel que le perseguía, tomó un tósigo que llevaba siempre consigo, y murió a la edad de sesenta años.

Tal fue el fin de aquellos dos ilustres rivales, de quienes dependieron los destinos de sus respectivas repúblicas, y que tanta influencia ejercieron en el de todo el antiguo mundo.