Filosofía en español 
Filosofía en español


Parte primera Edad antigua

Libro I España primitiva

Capítulo VII
Fisonomía de la España primitiva

Causas que influyeron en las primeras conquistas de España, y en que los españoles perdieran su independencia y su libertad.– Vanos y tardíos esfuerzos de algunos españoles por defenderlas.– Diferente conducta de los fenicios, de los cartagineses y de los romanos para con los españoles.– Gobierno y organización política de cada uno de los pueblos invasores.– Cómo influyó cada cual en la civilización de España.
 

«Si los iberos, dijo ya Estrabon{1}, hubieran reunido sus fuerzas para defender su libertad, ni los cartagineses, ni antes que ellos los tirios, ni los celtas llamados celtíberos hubieran podido subyugar, como lo hicieron, la mayor parte de España.»

El historiador geógrafo comprendió bien la causa del éxito que tuvieron las primeras invasiones de pueblos extraños en el territorio español. Le faltó explanarla, y lo haremos nosotros.

Habitadas estas regiones por otras tantas tribus independientes cuantas eran las diferentes comarcas en que su misma estructura geográfica las divide; pueblos todavía groseros y rústicos, regidos por distintos régulos o caudillos, sin unidad entre sí y casi sin comunicaciones; propensos al aislamiento, aunque belicosos y bravos, ¿cómo habían de oponer una resistencia compacta a extranjeros más civilizados, más disciplinados y más astutos, aun dado que los indígenas en su ruda sencillez se hubieran podido apercibir de las ocultas miras de dominación de sus huéspedes?

No nos maravilla que los primeros colonizadores, los fenicios y los griegos asiáticos, lograran establecerse sin oposición en las costas meridional y oriental del suelo ibero. Presentáronse ellos como comerciantes pacíficos e inofensivos, sin aparato bélico, tratando a los indígenas con dulzura, y no era difícil ni sorprender su buena fe con la política y la astucia, ni atraerse la admiración y el respeto de gentes toscas e incultas con el pomposo aparato de sus ceremonias religiosas, con sus objetos de comercio, no sin arte y gusto construidos, y hasta con los adornos de sus naves estudiosamente engalanadas. Lo único que hubiera podido incomodarlos hubiera sido la extracción de sus riquezas, si hubieran conocido su valor. Enseñáronsele con el tiempo y con las transacciones mercantiles los mismos colonos, y cuando los naturales comprendieron el excesivo ascendiente que con aquellas se arrogaban, tuviéronlos ya por incómodos y peligrosos huéspedes, y comenzaron las primeras protestas de independencia, en la costa oriental con los indigetes contra los focenses de Marsella, en la meridional con los turdetanos contra los fenicios de Cádiz.

Los cartagineses en su primer período condujéronse también menos como conquistadores y guerreros, aunque lo eran ya por inclinación y por sistema, que como traficantes y explotadores. No les convenía alarmar a los españoles, ni intentar entonces su conquista, sino sacar recursos de España y monopolizar el comercio marítimo para atender a las guerras que por otras partes traían. Mostrábanse amigos, ofrecían y aceptaban alianzas, y de este modo lograron establecer colonias y factorías en el litoral de la Bética, a cuyos moradores había hecho menos indomables y agrestes el largo trato con los fenicios. De allí y de las tribus vecinas reclutaban soldados que trasportaban a Sicilia, a donde iban a dar triunfos a los mismos que después los habían de sojuzgar. La imaginación de aquellos hombres ignorantes no podía alcanzar tan avanzados y encubiertos designios.

Fue menester para que los comprendieran que viniera ya Amílcar desembozadamente como conquistador. Entonces comenzó también la resistencia. Istolacio, Indortes, Orisson; la historia nos ha conservado los nombres de estos tres caudillos, los primeros que se alzaron en armas contra la dominación extranjera capitaneando a los tartesios y célticos, a los lusitanos y beliones. Nos admira lo poco que nuestros historiadores parecen haber reparado en este primer grito de independencia, del cual sin embargo arranca esa cadena de resistencias y de luchas contra las dominaciones extrañas que veremos irse prolongando por espacio de más de veinte siglos en este suelo perpetuamente de invasiones trabajado. Amílcar venció a los dos primeros, pero el primer general cartaginés sucumbió en el tercer combate. Asdrúbal recurre a la política, contemporiza con los españoles y solicita su amistad. Aníbal, el más atrevido general de aquellas edades, creyó que para dominar el interior de España no tenía sino llevar a pasear por él sus legiones, pero halló en los olcadas, en los carpetanos y en los vacceos, pueblos que no querían dejarse subyugar. Los venció, porque tenía que vencer a masas irregulares e informes, mas no dejó de experimentar rudas acometidas y más impetuosos que ordenados ataques de aquellas gentes.

Viene luego el suicidio de Sagunto, cuya memoria perdurable dispensa de todo comentario al historiador.

De suponer es que hubieran probado igual resistencia los romanos, a no haberse presentado como amigos de los españoles y como vengadores de agravios que habían recibido de otro pueblo. Admirablemente cuerda y política fue la conducta de los Escipiones. Los españoles juzgaron de la intención de Roma por el comportamiento de sus generales, y se hicieron sus aliados. Mas no faltó quien penetrara ya sus ulteriores planes de dominación, y tratara de atajarlos con energía. ¿Qué fueron, y qué se propusieron Indíbil y Mandonio? Las historias romanas, como escritas por los vencedores, parece los quieren representar por boca de Escipión como unos ladrones, y capitanes de ladrones, que no iban sino a destruir, quemar y saquear los pueblos vecinos{2}; pero olvidáronse de que nos habían dejado también escritas las arengas de aquellos dos infatigables caudillos de los ilergetes y ausetanos, en que expresamente declaraban que se levantaban a sacudir el yugo de los romanos, que como los griegos y los cartagineses venían a quitarles su libertad y a imponerles con palabras dulces una servidumbre vergonzosa. Muy fácil es a los vencedores, y más cuando son los únicos que escriben, pintar como aventureros o como bandidos a los primeros que empuñan las armas para defender la independencia de su patria.

Pero por más avisados que queramos suponer a aquellos hombres, cuando pudieron sospechar, rudos como entonces eran, las encubiertas miras de sus huéspedes, era ya tarde; habíanlos dejado engrandecerse demasiado, los ejércitos romanos plagaban ya el país, se habían captado la alianza de otros españoles, y la voz de independencia tenía que ser ahogada como lo fue. Al aislamiento y a la falta de unidad que Estrabón señaló como la causa de haber perdido su libertad los iberos, podemos agregar nosotros la de su ruda sencillez, que no les permitió sospechar sino muy tarde los disfrazados designios de los pueblos invasores.

Merece ser notado el proceder tan diferente de las dos repúblicas que se disputaban el señorío de España. Los cartagineses eran siempre los primeros a mover la guerra. Importábales poco, si les convenia, tener que violar para ello los tratados. Jamás los romanos tomaban la iniciativa. Con el mismo pensamiento de dominación, pero con más profunda política, cuidaban siempre de no aparecer los infractores de los pactos o convenios; esperaban a que otros los quebrantaran, o los ponían en la necesidad de hacerlo, para aceptar después la guerra con todas las apariencias de justicia, o como defensa propia, o como reparadores de ofensas hechas a sus aliados. Solo así se explica la insistencia en seguir enviando embajadas al senado cartaginés, y de seguir pidiendo explicaciones aún después de consumada la catástrofe de Sagunto: así se explica la calma con que veían el sacrificio de su heroica aliada.

Distinta fue también su conducta con los españoles durante la guerra. Los cartagineses imponían gravosos tributos a los pueblos conquistados y los agobiaban con exacciones. Empleaban a los naturales como esclavos en los rudos trabajos de las minas, ramo en que los fenicios les dejaron aún mucho que explotar, y que debió suministrarles riquezas sin cuento, a juzgar por la celebridad que adquirieron los famosos pozos de Aníbal, de uno de los cuales nombrado Bebelo extraían diariamente, si no hay exageración en los historiadores latinos, trescientas libras de plata acendrada y pura, y el producto de las minas de la Bética era de veinte mil dracmas cada día. Los romanos, cuando les faltaban vestuarios y víveres con que cubrir y alimentar sus tropas, no los tomaban del país, los pedían a Roma, por no disgustar a los pueblos que acababan de conquistar: y agotado el tesoro de la república, acudían los ciudadanos con donativos para subvenir a las necesidades del ejército de España antes que sobrecargar de impuestos a los naturales.

En sus victorias sobre los españoles señalábanse los unos por su crueldad, por su generosidad los otros. Amílcar hace crucificar e Istolacio y a Indortes, jefes de los sublevados contra los cartagineses. Escipión perdona a Mandonio y a Indíbil, cabezas de una insurrección contra los romanos. Aníbal destruye a Sagunto para conquistarla, y fortifica después su arruinado castillo para tener en él aprisionados y en rehenes los principales españoles. Los Escipiones recobran a Sagunto y conquistan a Cartagena, y dan libertad a todos los españoles, aun a los mismos que contra ellos habían peleado, y les devuelven todos sus bienes. El único acto de crueldad de Escipión fue el castigo de Illiturgo, y este fue impuesto por una deslealtad horrible. Más tarde habían de ser los romanos tan malos señores como los cartagineses, pero entretanto deslumbraban y seducían con su estudiado proceder. Así ganaron las voluntades de los indígenas, y con su ayuda lograran expulsar a los africanos.

¿Cómo a pesar de tan diferente trato militaron todavía tantos españoles en las banderas de Cartago? Era más antigua su dominación en la parte meridional de España; españoles y cartagineses habían combatido juntos en las guerras de Sicilia, y esto naturalmente habría engendrado más conformidad de hábitos y hasta de idioma entre los dos pueblos.

De todos modos, faltoles la unidad y el concierto, y malgastaron su bravura en pelear al mando de contrarios y extraños jefes, sin conocer que se labraban de este modo con sus propias manos las cadenas que los habían de aherrojar, cualquiera que fuese el vencedor.

¿Cuáles eran las condiciones de existencia de los primeros colonizadores de España? ¿Cuál su forma de gobierno? ¿Qué fue lo que comunicaron a los indígenas?

Escasas noticias nos han conservado los historiadores acerca de la organización política de los fenicios. Sábese solo que sus colonias constituían una especie de república federativa, y que unidas a la metrópoli en una independencia más voluntaria que forzosa, todas sus ciudades se gobernaban por magistrados que ellas mismas nombraban{3}. Su idioma era un dialecto de la lengua semítica, la de la tribu de Canaán. Pueblo eminentemente religioso, al menos en lo exterior, llevaba a todas partes su culto y sus dioses. Atribúyeseles la invención de los caracteres alfabéticos y de la ciencia del cálculo. Poseían conocimientos en mecánica y en astronomía. Guiábanse en sus viajes marítimos por la observación de las estrellas. Su principal ocupación, la navegación y el comercio de cambio. Ignoramos si los españoles tomarían algo de su organización política, como tomaron su culto, su alfabeto y muchas de sus costumbres{4}.

En las colonias de los griegos focenses prevalecía, como en la de Marsella, la forma aristocrática. Cien ciudadanos nobles componían el senado, su cargo era vitalicio.

De la constitución de Cartago nos dejó Aristóteles preciosas noticias. Presidían el senado y eran los jefes del gobierno dos suffetos{5}, elegidos de entre todos los ciudadanos por su crédito y sus riquezas. La fortuna y las riquezas eran las que principalmente conducían a la alta magistratura. Por lo mismo que los cargos eran honoríficos, solo los ricos podían aspirar a ellos. La aristocracia que dominó en el senado hasta las guerras púnicas no era tampoco una aristocracia de nobles, sino de optimates o ricos. A veces una sola familia poderosa monopolizaba en sí las primeras magistraturas del estado y dominaba en todas las votaciones. Esto sucedió primero con la familia de los Magones, después con la de los Barcas o Barcinos. Durante las guerras púnicas adquirió gran preponderancia el poder popular. Había un tribunal de ciento, que juzgaba a los suffetos, a los generales y a todos los magistrados. Este tribunal salvó a la república de toda tentativa de trastorno{6}.

Cartago, guerrera y conquistadora, tenía todas sus colonias sujetas a la metrópoli, que era su cabeza y su corazón, y el centro de su vitalidad, donde confluían las riquezas de todas; consistían estas principalmente en la agricultura y el comercio, en los productos de las minas y en los derechos de aduanas. Sus impuestos eran crecidos, y los exigían con inexorable rigor. Hasta las guerras y las conquistas era un objeto mercantil para aquellos especuladores. Los soldados eran pocos; servíanse de mercenarios reclutados en todas las naciones, y sabiendo lo que costaba cada soldado griego o campanio, galo o español, calculaban el fruto de una conquista por el coste de la campaña. Así no es extraño encontrarlos codiciosos, ávaros y egoístas, sin generosidad, sin compasión y sin fe; que se cuidaran poco de la santidad de los juramentos y del fiel cumplimiento de los tratados, y que la fe púnica adquiriera aquella celebridad que se hizo proverbial{7}. Cuando hicieron la paz con Roma después de la derrota de Zama, sufrieron con resignación las condiciones más humillantes; mas vencido el primer plazo del tributo, los senadores lloraban al entregar su dinero, y Aníbal se echó a reír demostrando cuán despreciable era para él aquel senado de mercaderes.

Dedicada Cartago exclusivamente al comercio y a la guerra, no eran las letras las que prosperaban allí. Aunque se encuentra citada en los autores antiguos alguna otra obra púnica, puede decirse que la única que se ha conservado es el Periplo de Hannón, o sea la relación de la expedición marítima que de orden del senado hizo este marino desde España por la costa occidental de África como unos 500 años antes de J. C. en la primera estancia de los cartagineses en la Bética, cuyo libro se colgó en el templo de Saturno de Cartago{8}.

Adoraban los cartagineses, además de los dioses fenicios y libios, algunas divinidades griegas o helénicas, cuyas estatuas colocaron en el templo de Dido o Elisa, a quien tributaban culto divino. Pero hasta en las ceremonias y solemnidades religiosas predominaba la fría crueldad de aquel pueblo. Ofrecían a Moloch o Saturno sacrificios humanos en épocas fijas; a veces eran víctimas ilustres e inocentes: en una ocasión viendo al enemigo cerca de sus muros, sacrificaron, para aplacar la cólera de los dioses, cien jóvenes escogidos entre las familias más distinguidas: y hallándose Aníbal en Italia, recibió la noticia de haber sido señalado su hijo para el sacrificio anual.

Por fortuna este pueblo desapareció sin dejar rastros de su existencia. En España no dejó ni una institución ni un monumento artístico: pasó su dominación como un pálido meteoro. Solo edificaron castillos y plazas fuertes, y los españoles aprendieron de los cartagineses a guerrear con más arte.

Los fenicios y los griegos fueron los que ejercieron más influencia intelectual y moral en las costas meridional y oriental de la Península en que se asentaron, y cuyos moradores eran ya por la benignidad misma del clima menos fieros que los del resto de España, y recibían con menos esquivez las ideas y principios civilizadores de sus huéspedes. Pero no olvidemos que estas comarcas no constituían la España entera, y que aun conquistados estos países por las armas romanas, toda la parte occidental y septentrional de la Península se mantenía independiente y libre, y sus habitantes conservaban toda la fiereza primitiva, todas las costumbres rústicas y groseras que hemos descrito en el capítulo primero de este libro.




{1} Lib. III.

{2} Tit. Liv. lib. XXVIII, c. 16.

{3} Al decir de Heeren era un gobierno semejante al de las ciudades anseáticas.

{4} Silio Itálico asegura que existían en su tiempo en España muchas costumbres de origen fenicio, y se detiene a notar varias de ellas.

{5} En griego jueces: especie de reyes, que ejercían atribuciones semejantes a las de los dos cónsules de Roma.

{6} Aristot. Política.

{7} Heeren, sobre el comercio y la política de los cartagineses.

{8} El sabio español conde de Campomanes, habiendo proyectado escribir la historia de la marina española, compuso, como para que le sirviese de introducción, una obra titulada: Antigüedad marítima de la república de Cartago, con el Periplo de su general Hannón traducido del griego. Precédela un Prólogo y Discurso literario sobre dicho Periplo. A esta obra debió el ilustre Campomanes el honor de ser admitido académico en la clase de extranjeros en la real Academia de Inscripciones y Buenas letras de París.