Filosofía en español 
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Parte primera Edad antigua

Libro II España bajo la República romana

Capítulo I
Levántanse los españoles contra la dominación romana
Desde 204 antes de J. C. hasta 150

Cambio de conducta de los romanos para con los españoles.– Levántanse de nuevo Indíbil y Mandonio.– Su muerte.– Guerra nacional.– Catón el Censor en España.– Su crueldad en la guerra.– Destruye cuatrocientos pueblos.– División de la España en Citerior y Ulterior.– Reprodúcense las insurrecciones.– Idea que se tenía en Roma de España.– Sórdida avaricia de los pretores.– Sus violencias y exacciones.– Sempronio Graco.– Su probidad y desinterés.– Estafas de Furio Philon.– Es acusado al senado por sus latrocinios.– Partido español que se forma en el senado.– Primeras concesiones políticas que obtienen los españoles.– Colonias romanas en España.– Carteya.– Córdoba.– Causas de la prolongación de la guerra.– Apuros del pretor Fulvio.– El cónsul Marcelo.– Escipión Emiliano.– Crueldades y alevosías de Lúculo y Galba.– Matanzas horribles.– Indignación de los españoles.
 

Lanzados de España los cartagineses, y campando ya solas y sin rivales las águilas romanas, parecía que los españoles tenían derecho a esperar de los que se decían sus amigos y aliados, aquel tratamiento generoso, benéfico y humanitario que los Escipiones habían inaugurado durante la guerra.

Pronto se disiparon tan halagüeñas esperanzas. Aquella a que los romanos daban el suave título de alianza, o el más dulce de amistad, fuese convirtiendo luego en dominación verdadera, y los españoles se fueron penetrando de que no habían prodigado su sangre sino para resolver la cuestión de cuál de las dos repúblicas había de ser la dominadora, de que no habían peleado sino para cambiar de señores, y de que para sacudir el nuevo yugo les sería preciso emprender nuevas lides.

Fueron los primeros a conocerlo y pregonarlo aquellos dos belicosos e inquietos príncipes Indíbil y Mandonio, a quienes antes hemos visto hacer armas alternativamente contra cartagineses y romanos, unos y otros igualmente aborrecidos, porque en unos y otros veían los usurpadores de su independencia. Aprovechando estos caudillos la ausencia de Escipión, único que había sabido mantenerlos en respeto, excitaron con enérgicos discursos a los ilergetes, ausetanos y otras vecinas tribus, a tomar las armas contra los dominadores romanos, persuadiéndoles que si se uniesen para ello les sería fácil arrojar a su vez del territorio español a los soldados de Roma, y recobrar sus antiguas libertades. Mas de treinta mil hombres respondieron a la excitación de Indíbil.

Pero los procónsules Léntulo y Accidino, que después de Escipión habían quedado con el gobierno de España, acudieron con todas sus fuerzas, y se hallaron pronto en presencia de los insurrectos en los campos sedetanos. Larga y mortífera fue la batalla: incierta estuvo mucho tiempo la victoria. Desgraciadamente una saeta vino a quitar la vida a Indíbil: el suceso desalentó a los españoles; al desaliento sucedió el desorden; al desorden la fuga, y el triunfo quedó por los romanos. Aún más desgraciada suerte cupo a Mandonio. Como condición de paz hicieron publicar los procónsules que habían de entregarles vivo aquel caudillo: el terror inspiró a los españoles la flaqueza de entregarle, y Mandonio recibió una muerte cruel y afrentosa para escarmiento de los demás rebeldes{1}.

Mas el espíritu de independencia había comenzado a infiltrarse en los corazones españoles, y no era fácil ya sofocarle. Así al poco tiempo los hallamos otra vez insurreccionados, y teniendo que sufrir otra derrota de parte de Lucio Cornelio Cetego, que en reemplazo de Léntulo había venido.

De diferente manera parecía llevarse la dominación romana en el Mediodía que en el Oriente y centro de la Península. Cádiz logró del senado ser declarada ciudad franca, como aliada que era y no conquistada por los romanos, cuyo acto dio a éstos gran crédito en toda la Bética (197). Mas disgustados los celtíberos, levantáronse más de una vez a ejemplo de los ilergetes y sedetanos, quedando vencedores en una ocasión, y siendo vencidos en otra.

Antes eran dos naciones extrañas, grandes ambas, poderosas y guerreras, las que se disputaban el cetro del universo en los campos españoles. Ahora comienza la España sola, después de haber malogrado la flor de su juventud en auxilio de la que quedó triunfante, a defenderse con sus propios recursos contra el inmenso poder de la orgullosa Roma. Eran al principio insurrecciones parciales, ya por la falta de unidad y de plan entre los indígenas, ya porque no en todos los pueblos pesaba igualmente la tiranía romana: pero reproducíanse unas tras otras, y revivían, apenas sosegadas, como centellas de un fuego mal apagado. De tal manera que temerosa y asustada Roma del giro que iba tomando la guerra de España, determinó enviar a ella al cónsul Marco Porcio Catón, el Censor, con dos legiones y cinco mil caballos, dándole además dos pretores, uno para la España Citerior, y otro para la Ulterior. Así habían dividido los romanos la España, siendo el Ebro el límite divisorio de las dos provincias.

El hombre célebre por la austeridad de sus costumbres procuró moralizar la administración militar que tenía irritados a los naturales de España, y se mostró tan enemigo en la guerra como lo fue en la tribuna de la rapacidad que habían ejercido en la Península sus antecesores. Pero al lado de estas virtudes como administrador, desplegó como guerrero tal crueldad y violencia, que ningún romano usó de dureza tanta ni de tan desapiadado rigor para con los vencidos. Tomó a Rosas, y fue recibido como amigo en Ampurias (196). Derrotó cerca de Ilerda por medio de una hábil maniobra un cuerpo de celtíberos. Tuvo que socorrer al pretor Manlio, que se veía hostigado por los turdetanos; que ya había penetrado también el fuego de la insurrección en la Bética. Vencieron los romanos allí; pero fuele preciso al cónsul volver a sujetar a los lacetanos, ausetanos, bargusios y otros pueblos que de nuevo se habían sublevado, no pudiendo aunque lo intentó tomar de paso a Segoncia. Sujetó aquellas gentes, y vendió los moradores de algunas ciudades como esclavos, a otros los pasaba a cuchillo. Cuéntase que en trescientos días hizo demoler hasta cuatrocientas poblaciones. Parecía animado más bien del furor del exterminio que del espíritu de conquista. La dureza de su carácter formaba verdadero contraste con la dulzura y generosidad de Escipión. Aquietáronse, aunque por muy poco tiempo, los españoles con tan rudos castigos, y el severo Catón pasó a Roma a gozar los honores del triunfo (195).

Aquietáronse por poco tiempo, decimos, puesto que al año siguiente hallamos a Publio Escipión, pretor de la Bética, teniendo que lidiar con los lusitanos que bruscamente habían invadido aquellas tierras; a Marco Fulvio, que lo era de la Tarraconense, teniendo que partir apresuradamente a sujetar a los carpetanos, que ligados ya con los celtíberos, vacceos y vetones, habían salido a campaña con ejército numeroso. Desgraciados eran por lo común estos primeros esfuerzos de unas gentes todavía indisciplinadas, teniendo que habérselas con las legiones aguerridas de los romanos. Pero ni estos dejaban de sufrir serios descalabros, ni sus triunfos eran tan decisivos que hicieran a los españoles desmayar en su empresa, ni tolerar la opresión en sosiego y reposo. No pasaba año sin que se reprodujeran las sublevaciones, a veces tan imponentes, que en 192 quedaron en un encuentro seis mil romanos muertos sobre el campo de batalla, salvándose el resto por la fuga. Mandábalos el pretor Emilio: los vencedores eran lusitanos. Mas tarde fueron batidos estos mismos, pero otro año siguiente concertados celtíberos y lusitanos rompieron simultáneamente los unos por la Tarraconense, los otros por la Bética, en fuerza ya tan respetable que hubieron los pretores de dejarles recorrer y talar los campos, limitándose a defender las ciudades y las plazas. Íbanse sucediendo ya alternativamente los triunfos y las derrotas. Alentaban a los españoles los sucesos prósperos, los adversos no les hacían decaer de ánimo.

En esta larga serie de luchas siempre renacientes, cuyos pormenores fuera tan fatigoso como inútil narrar, dos grandes reveses sufrieron los infatigables celtíberos; el uno en 186 a las márgenes del Tajo cerca de Toledo, en que después de haber tenido arrolladas las filas romanas con su sistema particular de ataque nombrado cuneus{2}, fueron al fin envueltos y vencidos, merced a los desesperados esfuerzos del pretor Cayo Calpurnio: el otro en 182, no lejos tampoco de Toledo, en los campos de Ebura (Talavera de la Reina), en que dieron los romanos una de las más sangrientas batallas, y en que un ardid de Quinto Fulvio Flaco convirtió en favor de las armas romanas un combate que había estado mucho tiempo indeciso. Al decir de los historiadores romanos perdieron los españoles sobre treinta mil hombres en cada una de estas batallas.

Otros que no fuesen ellos se hubieran descorazonado con tan duros reveses; y los romanos, al conseguir tan señalados triunfos, se hubieran dado ya por dueños y señores del país, si este país no fuese el de la resistencia y la perseverancia. Los romanos vencían pero no subyugaban. De tan antiguo viene a los españoles no desfallecer por los infortunios y las adversidades. No faltó quien en el senado mismo de Roma describiera al vivo el carácter de este pueblo singular.

Abogaba Minucio en favor del pretor Fulvio, que pedía su relevo de España, y que se le permitiese volver a Roma con su ejército (180). Recomendaba Minucio y ensalzaba las victorias del pretor español. Levantose entonces Sempronio Graco, a quien se trataba de enviar en su reemplazo y dijo: «Al oír la relación que nos hacéis de las proezas de Fulvio, no debería haber ya un solo pueblo en España que no obedeciese a los romanos. Sin embargo yo sé a qué se reducen estas conquistas, que no pasan de las comarcas vecinas a nuestros campamentos: porque hasta ahora no hemos hecho en España otra cosa que acampar. Sus más apartadas regiones aborrecen la dominación y el nombre romano. Si accedéis a la demanda de Fulvio, yo deberé ir sin ejército a encargarme del gobierno de una provincia que fuerzas muy respetables apenas han alcanzado hasta ahora a enfrenar. ¿Podré yo, decidme, con un puñado de soldados que pueda alistar en España, reprimir la energía de aquellos bárbaros, que tantas veces han rechazado y puesto en vergonzosa fuga nuestras mejores y más veteranas legiones? Romanos, ¿lo creéis vosotros así? Quiero conceder que Fulvio haya sujetado toda la Celtiberia: ¿quién me asegura que los celtíberos se darán por sometidos? ¿Pensáis que se puede esperar paz y reposo de un pueblo acostumbrado a renacer incesantemente de sus ruinas, y a levantar de nuevo el estandarte de la insurrección tantas cuantas veces es vencido? Si nuestras legiones vuelven a Italia con Fulvio, como él lo pretende, sin duda para solemnizar su triunfo, juro ante vosotros todos que iré a España, pero iré a escoger un lugar en que pueda vivir tranquilo: no penséis que he de ser tan temerario o tan insensato que vaya con escasas tropas, flojas y sin experiencia, a acometer a un enemigo aguerrido y feroz. He dicho.»

A pesar de todo otorgósele a Fulvio volver a Roma con los veteranos que llevaban diez y seis años de servicio, y diósele a Sempronio Graco un ejército de catorce mil hombres para que pasase a España. ¡Cuán pronto vinieron los sucesos en apoyo del discurso de este romano! Cuando Fulvio se encaminaba a hacer entrega del gobierno en manos de su sucesor, esperábanle los celtíberos, otra vez armados, en lo más fragoso de un bosque por donde tenía que pasar (entre Daroca y Molina), y poco faltó para que quedaran él y los suyos en poder de aquellos que suponía subyugados. Salvole su serenidad.

Fue este Fulvio uno de los que se señalaron más en la guerra de España por su orgulloso genio y condición altiva, y de los que con sus violencias exasperaron más los pueblos y avivaron, en vez de apagar, sus odios a la dominación romana. Llegó a Roma cargado de riquezas. Depositó en el tesoro público ciento veinticuatro coronas de oro, treinta y una libras de oro en barras, y ciento setenta y tres mil monedas de plata de Osca{3}. Poco era esto para lo que había amontonado en su caja particular. De ello destinó una pequeña parte a recompensar a los veteranos que le habían seguido; dio espectáculos públicos por espacio de diez días, y erigió un magnífico templo a la Fortuna Ecuestre.

Esto era lo que hacían todos los pretores y procónsules de España, con excepciones rarísimas. Cneo Léntulo se había llevado mil quinientas quince libras de oro, veinte mil de plata, y treinta y cuatro mil quinientas monedas del mismo metal. Lucio Sterninio recogió quinientas mil libras de plata, y a su regreso a Roma le levantaron tres arcos triunfales. El severo Catón llevó al tesoro mil cuatrocientas libras de oro, veinticinco mil de plata en barras, y ciento veinte y tres mil en monedas de lo mismo. Hízose decretar los honores del triunfo.

Era la España un campo de explotación para los sórdidos pretores y procónsules avaros. Venían aquí pobres, y sobrábanles dos años para volver opulentos. No bastaban las ricas minas de este suelo para apagar su insaciable sed de oro; no les bastaban las exacciones y tributos; en su codicia desenfrenada empleaban también la depredación y la rapiña como medios comunes. El senado romano en otro tiempo tan virtuoso y austero, en vez de castigar a los que así se entregaban a la rapacidad y al escándalo, solía premiarlos con ovaciones, y graduaba la gloria o el talento de cada pretor por las riquezas que llevaba. Los honores triunfales se compraban a peso de oro. Escipión Nasica, que correspondiendo a la gloria de su nombre, se había conducido con pureza y desinterés, pidió dinero a Roma para proseguir la guerra de España. «¿Pues qué, le respondió irónicamente el senado, se han agotado ya las minas de ese país?» De creer es que no habría solo tolerancia de parte del senado, sino complicidad también y participación en la presa. De tal modo se adulteran las instituciones más venerables cuando se corrompen los hombres. Así eran tan codiciadas las pretorías de España, pero así se dificultaba también su conquista, porque no era posible que sufrieran los españoles tanta impudencia y tanta inmoralidad.

Sempronio Graco se dedicó a reparar en lo posible los desmanes de sus predecesores. Condújose como guerrero con prudencia y humanidad: ganó como gobernador reputación de desinteresado y probo. Ningún pretor había penetrado tan al Norte como él: su comportamiento predispuso a muchos pueblos a aceptar su amistad; entre ellos Numancia, ciudad considerable y capital de los pelendones. No lejos de ella estaba Illurcis, a la cual hizo agrandar y fortificar, y en ella estableció sus reales y la hizo el centro de sus operaciones{4}: llamose desde entonces Gracchuris, hoy Agreda. Prorrogó el senado por un año más la pretura del padre de los Gracos, que a favor de su sistema blando y suave para con los pueblos de España hizo esfuerzos para comunicarles y hacerles aceptar los principios e ideas de la vida civil de los romanos, e introducir en ellos una forma de gobierno y de administración semejante a la de Roma. Pero faltole tiempo para que su ensayo pudiera producir fruto, y el buen nombre que sus gestiones comenzaban a restituir a la república borráronle otra vez sus sucesores, que volvieron al camino de las violencias y de los excesos.

Distinguióse entre ellos el que en 175 vino de pretor a la Tarraconense. Este hombre que a su incapacidad unía la avaricia más sórdida, excedió a todos sus antecesores en las exacciones, en las estafas y en los robos. Llamábase Publio Furio Philon. Una sublevación general de los pueblos fue la consecuencia de su desatentado proceder; sublevación que alarmó a Roma, y la obligó a enviar a Appio Claudio con el título de procónsul y el encargo de apagar un fuego que se mostraba tan amenazador. Claudio logró en efecto aquietar, al menos en apariencia, a los cien veces alterados celtíberos, vencidos muchas veces y sujetos nunca.

Tantas y tan continuas insurrecciones llegaron al fin a convencer a muchos romanos de que la causa no era precisamente el espíritu turbulento de estos pueblos, sino la conducta opresora y tiránica de los pretores. En la misma Roma llegó a formarse un partido generoso en favor de los españoles oprimidos. Escipión el Africano y Catón el Censor abogaron por ellos en el senado. No fueron inútiles los esfuerzos de tan enérgicos defensores. Aboliéronse las preturas, y se confió a un procónsul o propretor el mando supremo de la Península, que lo fue entonces Lucio Canuleyo. Los pretores que habían provocado la justa cólera de los pueblos fueron procesados: una diputación de las principales ciudades de España que más habían sufrido pasó a Roma a pedir contra los acusados: ruidoso fue el proceso; públicos y notorios eran los crímenes; pero los pretores fueron absueltos: ¡tanto pudo todavía la intriga y el oro! Aquel Furio Philon, concusionario y ladrón público, contra quien además se hicieron cargos tan graves que indignaron al senado, corrompido como ya estaba, no se atrevió a comparecer; por miedo, más que por pudor acaso, se alejó espontáneamente donde pudiera gozar el fruto de sus rapiñas (171). Otro tanto hizo Matinio, pretor que había sido en la España Ulterior{5}.

Pero no fue inútil para España la publicidad de este proceso, ni infructuosos para ella los esfuerzos de los hombres honrados de la república. Además de la abolición de las preturas, se suprimió el derecho que tenían los magistrados romanos de obligar a los españoles a venderles la veintena de todo el trigo al precio que ellos les fijaban, que siempre era tan ínfimo como se puede imaginar, y cuyo monopolio era una de las fuentes de las riquezas de aquellos explotadores. Diose también a los indígenas el derecho de fijar por sí mismos las cuotas de los impuestos. Primeras concesiones que el valor heroico de los españoles arrancó a los romanos.

Otra embajada de bien extraña naturaleza llegó por aquel tiempo de España a Roma. Del trato de los soldados romanos con las mujeres españolas, cuyos matrimonios prohibía el derecho latino, habían resultado más de cuatro mil nacimientos. Los hijos de aquellos connubios ilegítimos solicitaron de Roma que como a hijos de romanos se les concediese una ciudad y tierras que habitar bajo la protección de las leyes de la república. El senado acogió su demanda, y concedió a los que de ellos estuviesen manumitidos la ciudad de Carteya junto al estrecho de Gibraltar. Primera colonia romana que se fundó en territorio español, y que por la clase de sus habitadores se llamó Colonia de los Libertinos{6}.

El camino se había abierto; y a los dos años, bajo el gobierno de Marco Claudio Marcelo, que había sucedido a Canuleyo, se estableció en Córdoba otra segunda colonia (169), que luego se llamó Patricia, o Colonia de los Patricios; porque embellecida con todo el refinamiento del lujo y de las artes, y circundada de casas de recreo, a que la naturaleza de su terreno y de su bello clima se prestaban maravillosamente, llegó a ser residencia de los más nobles patricios romanos.

Pero aún estaba lejana la época en que los ricos y voluptuosos romanos pudieran prometerse vivir con reposo en el fecundo suelo español. Restablecidas para mal de todos a los cuatro años las odiosas preturas, renováronse también con más furor las sublevaciones y las guerras de parte de estos indomables habitantes. Era una cadena casi no interrumpida de porfiadas luchas, por ambas partes con varia fortuna sostenidas, cuadro monótono de horrores, de ferocidad, de desolación y ruina, en que se veía de un lado un pueblo belicoso y noble, que engañado muchas veces y siempre explotado, se esforzaba por recobrar su independencia perdida, y de otra parte un pueblo obstinado en subyugarle por la fuerza, y que no obstante su superior civilización aventajaba en barbarie y ferocidad a aquellos mismos que llamaba bárbaros. Muchos españoles perecían en esta heroica contienda: Roma compraba también con la sangre de sus guerreros el oro que sacaba de España. No fatigaremos nosotros al lector con las relaciones de tantas batallas como llenan las columnas de Livio, de Appiano, de Polibio, de Floro y de otros historiadores latinos. Muchas fueron las que ensangrentaron los campos españoles, sin que ni los romanos lograran dominar más terreno que el que con sus plantas pisaban, ni los españoles aflojaran un punto en su tenaz resistencia.

Aunque el defecto capital de los indígenas en esta lucha de independencia era el aislamiento con que cada comarca o región por sí la sostenía, viose en el año 154 formarse una gran confederación entre las naciones más enérgicas, resueltas y fogosas, celtíberos, vacceos, arevacos y lusitanos, cuya general conjuración asustó ya a Roma, y la obligó nombrar anticipadamente cónsules para el año entrante (costumbre solo usada en los lances apretados), y a enviar a Quinto Fulvio Nobilior con treinta mil hombres de las mejores tropas de la república, y con el gobierno de las dos provincias de España. Ni el cónsul ni su refuerzo intimidaron a los españoles. Esperáronle los celtíberos en una emboscada no lejos de Numancia, y acuchillaron las legiones consulares. El intrépido caudillo español, nombrado Carus, murió gloriosamente en la pelea (153). Habiendo llegado a poco tiempo trescientos caballos númidas y diez elefantes, que desde África enviaba a Fulvio aquel Masinisa, aliado tan constante de los romanos, parecióle llegado el momento de tentar otro ataque, y fiado en el poder de sus elefantes se aproximó a Numancia, donde se habían retirado los españoles. Aquí también quedó derrotado el orgulloso cónsul: hasta los elefantes se volvieron contra él desordenando sus filas. Cuatro mil romanos y tres elefantes quedaron en el campo de batalla{7}.

No conociendo Fulvio el país, recorríalo aturdido, no encontrando en él sino enemigos: desertábanse los españoles que obligados seguían sus banderas; humillábale la resistencia que encontraba en las ciudades; la de Occilis, depósito de armas y municiones de los romanos, abrazó la causa de sus compatricios; agobiábanle el frío del invierno y la falta de provisiones; esperaba socorros y no venían. En tal situación redújose a guarecerse en los atrincheramientos que había levantado a algunas millas de Numancia, donde los españoles, conocedores del terreno y diestros en la guerra de montaña, no dejaban de molestarle continuamente.

Entretanto hacíase en la Lusitania una guerra mortífera. Sosteníala con fortuna varia el pretor Munmio: por uno y otro lado solía ser horrible la matanza: en un encuentro murieron diez mil romanos; en otro sucumbió el caudillo lusitano Cessaron con muchos españoles. No se daba vagar a la pelea.

Habiendo al año siguiente (152) reemplazado a Fulvio en el gobierno de la España Citerior el cónsul Marco Claudio Marcelo, recobró a Occilis, que creemos sea Medinaceli. Dirigióse luego a Nertobriga (hoy Ricla), cuya ciudad envió diputados al cónsul para tratar de acomodamientos. Mas rotas las condiciones de la primera negociación, y no pudiéndose concertar sobre las que de una y otra parte se exigían para la segunda, concedióles el cónsul una tregua, durante la cual pudiesen acudir al senado romano. Expusieron allí el objeto de su misión los legados de España, pero merced a las declamaciones de Fulvio, que en su humillada altivez representó como perfidias los ardides de guerra que tan funestos le habían sido en este suelo, no alcanzaron otra contestación del senado sino que a su regreso a España se les haría conocer su voluntad por conducto del cónsul. Penetraron bien los españoles, aunque rústicos, lo que aquel lenguaje significaba, y tornáronse resueltos a proseguir la guerra{8}. No sabemos cómo ni por qué enmudecería en aquella ocasión el partido español del senado.

Alzóse bandera en Roma para reclutar legiones de los que voluntariamente quisiesen alistarse para la guerra de España. Nadie se presentó a inscribir su nombre. Repugnaba la juventud romana venir a pelear con los fieros celtíberos. Como sepulcro de romanos era mirada esta tierra, y los soldados de Fulvio que acababan de volver de ella no hacían sino aumentar el pavor que ya inspiraba, contando y pregonando las fatigas y privaciones, los sustos y trabajos, los muchos peligros y reveses y el ningún reposo que ellos aquí experimentado habían con gente tan indómita y tenaz como era la de España. El mismo cónsul Lúculo, nombrado para el gobierno de esta provincia, andaba desesperado de no encontrar tribunos que quisieran seguirle. Presentóse en esto el joven Escipión Emiliano, que correspondiendo al nombre glorioso de la ilustre familia que le había adoptado{9}, pidió servir en la guerra de España en cualquier puesto que al senado le pluguiese señalarle. La inesperada resolución de este joven, parecida a la que en una ocasión semejante había tomado setenta años hacía su abuelo adoptivo, produjo un cambio súbito en los ánimos de aquella desalentada juventud, que con esto se apresuró a alistarse en la legión voluntaria.

Vino, pues, el cónsul Lúculo a la España Citerior, trayendo consigo como lugar teniente a Escipión Emiliano, y el gobierno de la Ulterior se encomendó en calidad de pretor a Sergio Galba. Llegaron estos en ocasión que Marcelo había hecho paz con los numantinos, a condición de que se separasen de los titios, belos y arevacos; y en que el pretor Atilio había destruido muchas ciudades de la Lusitania.

En la historia de los dos nuevos personajes vamos a ver hasta qué punto llegó la crueldad de los gobernadores romanos, y con cuánta razón y justicia se apuró el sufrimiento de los españoles.

Penetra Lúculo apresuradamente en la Carpetania, pasa el Tajo, y pone sitio a Cauca (hoy Coca, en la provincia de Segovia), ciudad que tenía fama de rica. Esto iba buscando Lúculo, que era hombre sin fortuna, y venía ávido de hacerla. Vencedores los cauceos en un encuentro, fueron en otro deshechos y obligados a aceptar la paz. Entregados los rehenes y socorros en ella estipulados, y admitida en la ciudad guarnición romana, descansaban los sencillos habitantes tranquilos y confiados, cuando a una señal dada se arrojan sobre ellos los soldados de Lúculo; y degüellan bárbaramente a aquellos descuidados e indefensos moradores, sin perdonar edad ni sexo, dando el codicioso cónsul la última mano al horroroso cuadro con un saqueo general que ordenó, desconfiando sin duda de poder saciar de otro modo la sed de riquezas que le abrasaba. Aterrados los pueblos vecinos con tamaña crueldad y alevosía, abandonaron sus hogares y retiráronse a las ásperas sierras con sus mujeres y sus hijos, entregando antes a las llamas todo lo que no pudieran llevar a sus rústicas guaridas. La fe romana podía muy bien disputar la primacía a la fe púnica{10}.

Puesto después sobre Intercacia, y requeridos sus moradores para que bajo ciertas condiciones se rindiesen, «no, le respondieron con dignidad; para admitir vuestras proposiciones, sería menester que no hubiera llegado a nuestra noticia la prueba de vuestra buena fe que acabáis de dar a los de Cauca.» Largamente se prolongó el sitio de Intercacia, sin que ni ingenios ni asaltos fueron poderosos a rendirla; sitiados y sitiadores llegaron a verse en gran necesidad y penuria; y cuando ya el extremo del hambre forzó a los cercados a capitular, aviniéronse a hacerlo solo bajo la fe de Escipión, teniendo que devorar el cónsul en silencio dos grandes mortificaciones; la una, la de no poder recoger el botín que codiciaba y con que acaso se había ya lisonjeado; y la otra, la del menosprecio en que su palabra era tenida, no fiándose de ella los pueblos, ni queriendo pactar con él, no obstante su investidura de jefe y de cónsul{11}.

Allá iba el avaro Lúcuro donde calculaba que había riquezas que adquirir. Dirigióse, estimulado de este aguijón, a Pallancia (hoy Palencia), y puso cerco a la ciudad. Pero los cántabros por una parte, la caballería palentina por otro, obligaron al cónsul a levantar apresuradamente el sitio, no sin molestar su retaguardia hasta el Duero. Lúculo, pobre y avariento, desesperado de no hallar donde satisfacer su codicia, fue asolando el país por donde pasaba, y del pillaje que sus tropas ejercían y a que las excitaba él mismo, se hacía aplicar a sí la parte más pingüe. Hizo execrable su nombre, y entre las maldiciones de los pueblos, prosiguió su correría hasta la Turdetania (151).

Con no menos monstruosa crueldad y con no menor perfidia se estaba conduciendo el pretor Galba en la región lusitana. Penetrado de que con el sistema hasta entonces empleado ni las insurrecciones se apagaban ni Roma adelantaba en su conquista, fingió haber comprendido la causa de tantas inquietudes, y mostróse conmovido de la suerte de los lusitanos. Díjoles que estaba pronto a remediar sus necesidades; que les daría tierras de cultivo, donde podrían vivir tranquila y holgadamente, dedicados a las labores de la agricultura: y habloles con tal aire de sinceridad (que él tenía más de orador que de humano), que aquellas gentes tan sencillas como fieras dieron completa fe a sus buenas palabras. Mas apenas se habían establecido en los pagos y barriadas que les señaló para entregarse a las pacíficas faenas del campo, con inaudita alevosía cayó con su gente sobre los descuidados cultivadores, y ejecutó en ellos horrible y bárbara matanza. Los que no degolló vendió por esclavos. Salváronse pocos, pero los suficientes para pregonar la traición por el país y acabar de hacer execrable el nombre romano{12}. Las consecuencias las veremos después.

¿Podría creerse lo que luego pasó en Roma con estos dos monstruos, Lúculo y Galba? Fenecido el tiempo de su gobierno, pasaron a Roma estos dos detestables personajes, tan cargados de riquezas como lo iban de infamia. Lúculo tuvo la impudencia de erigir un templo a la Felicidad. Galba fue acusado ante el senado. El severo Catón, que aunque octogenario ya, conservaba toda su antigua rigidez, acusó también al malvado pretor{13}. Pero Galba era rico, y quedó absuelto. A tal grado de corrupción había venido el senado romano.

Sin embargo, nunca eran infructuosos estos procesos públicos para España. Aun había romanos virtuosos: y a los escándalos en esta acusación descubiertos, se debió la ley que acertó a arrancar el tribuno del pueblo Calpurnio Pisón, por la cual se daba a las ciudades sujetas o aliadas de Roma el derecho de denunciar los excesos de sus magistrados, y de reclamar ante el senado la devolución de las sumas que indebida y arbitrariamente les exigiesen. Ley justa y reparadora, que algún coto puso a la rapacidad de los avaros pretores.

Veamos las consecuencias que en España produjo la alevosa y sangrienta ejecución de Galba.




{1} Tit. Liv. lib. XXIX, c. 2.

{2} Véase el cap. I. del lib. I.

{3} Ciudad de los bastetanos. Era célebre por sus minas, y se acuñaba en ella moneda.

{4} Monumentum suorum operum Gracchurim oppidum in Hispania constituit: dice Tit. Liv.

{5} Tit. Liv. lib. XLIII, c. 2.

{6} Liv. ibid. c. 3.

{7} Cuéntase que habiendo soltado Fulvio los elefantes, se precipitaron bruscamente sobre las filas de los españoles. A la vista de aquellas enormes masas vivientes, espantáronse los celtíberos y diéronse a huir. Repusiéronse luego, y habiendo un soldado acertado a herir con una piedra a uno de aquellos animales guerreros, revolvió furioso contra los romanos, siguieron los demás su ejemplo, y convertidos los elefantes de Masinisa de auxiliares en enemigos, desordenaron, atropellaron e hicieron correr las legiones romanas.

{8} Appian. De Bell. Hisp.

{9} Era hijo de Paulo Emilio y nieto adoptivo del grande Escipión. Estábale reservada la gloria de tomar y destruir a Cartago, por lo que recibió también como su abuelo el sobrenombre de Africano. ¡Destino singular de aquella ciudad famosa! Un Escipión la venció, y otro Escipión la borró de sobre la haz de la tierra, dejando solo un título de gloria a los dos Escipiones.

{10} Appian. ibid.

{11} Otro caso de combate personal se cuenta haber acaecido durante el asedio de Intercacia. Refiérese que un español principal, que se señalaba por su alta talla y corpulencia, se presentaba muchas veces delante del campo enemigo, provocando a duelo a los caballeros romanos. Nadie, dicen, aceptaba el reto. Decidióse entonces Escipión Emiliano a admitir el combate, y como fuese Escipión de corta estatura y hubiese vencido al español corpulento, dejó, añaden, grandemente maravillados a romanos y españoles.

{12} App. De Bell. Hisp.

{13} Caton… acusator assiduus malorum, Galbam octogenarius accusavit. Aurel. Vict. in Cat.