Parte primera ❦ Edad antigua
Libro II ❦ España bajo la República romana
Capítulo III
Numancia
Desde 140 antes de J. C. hasta 133
Lo que preparó la guerra de Numancia.– Fuerzas de los numantinos.– Ejército del cónsul Pompeyo.– Primeras operaciones de sitio.– Se ve obligado a pedir la paz.– Inicuo rompimiento de esta, y testimonio de la fe romana.– El cónsul Popilio.– Es derrotado.– El cónsul Mancino.– Completa derrota que sufre.– Tratado de paz glorioso para Numancia, y vergonzoso para Roma.– Rómpele el senado.– Castigo bochornoso que sufre Mancino.– Generosa conducta de los de Numancia.– Apuros en que se ve el cónsul Lépido.– Terror que Numancia inspira a Roma.– Viene contra ella Escipión Africano.– Moraliza el ejército.– Esquiva entrar en batalla con los numantinos.– Sitia a Numancia con 60.000 hombres.– Línea de circunvalación.– Fortificaciones.– Arrojo de algunos numantinos.– Salen a pedir socorro y no le encuentran.– Angustiosa situación de Numancia.– Mensaje a Escipión.– Su respuesta.– Hambre y desesperación de los numantinos.– Ejemplo sin igual de heroísmo.– Numancia destruida.
Desembarazados los romanos de la molesta guerra de Viriato, volvieron de nuevo sus miras sobre Numancia. Esta célebre ciudad celtíbera, después de las guerras de Fulvio que dejamos referidas, había asentado paz con el cónsul Marcelo (152), por la cual respetaba Roma la independencia de Numancia, permitiendo también volver a sus casas a los segedanos a quienes había dado hospitalidad. Cuando el cónsul Metelo, durante las guerras con Viriato, sujetó los pueblos de la Celtiberia, Numancia fue también respetada como ciudad independiente y neutral, y los numantinos habíanse limitado a dar asilo a los celtíberos del partido de Viriato, como antes le habían dado a los de Segeda. Concluida la guerra lusitana, hízoles Quinto Pompeyo Rufo un cargo de esta conducta, exigiéndoles lo que llamaríamos hoy la extradición de los refugiados. Contestó Numancia que las leyes de la humanidad no le permitían entregar a los que en ella habían buscado un asilo, y que esperaba guardaría la fe de los tratados. Volvióle Pompeyo aquella jactanciosa y acostumbrada respuesta: «Roma no trata con sus enemigos sino después de desarmados.» Esta contestación fue la señal de guerra. El pretexto por parte de los romanos fue este: el verdadero motivo era que los abochornaba la independencia que Numancia se había sabido conquistar.
Reunieron los numantinos sus fuerzas, que en todo subirían a 8.000 hombres, y nombraron general de este pequeño ejército a un ciudadano llamado Megara. Pompeyo acampó cerca de la ciudad con más de 30.000 hombres, y se posesionó de las alturas vecinas (140).
Asentábase Numancia, ciudad de los pelendones, a poco más de una legua de la moderna Soria, y en el término que comprende al presente el pequeño pueblo de Garray, en un repecho de subida no muy agria, pero de dificultosa entrada en razón a los montes que la rodean por tres partes; solo por un lado tenía una llanura que se extiende por las márgenes del Tera, que va a mezclar sus aguas con las del Duero. Dentro de sus débiles tapias había una especie de ciudadela donde en tiempo de guerra solía recogerse la gente armada, y donde solían guardar los ciudadanos sus alhajas y preseas.
Intentaba Pompeyo atraer a los numantinos a batalla campal; hizo mil tentativas para lograrlo; pero dirigidos aquellos por el prudente y esforzado Megara, adoptaron un sistema de defensa el más propio para mortificar al general de la república. De tiempo en tiempo hacían salidas y empeñaban combates parciales, de que siempre sacaban alguna ventaja; y cuando veían al ejército romano desplegar banderas y ponerse en movimiento, replegábanse dentro de las trincheras de la ciudad, a las cuales nunca se acercaban impunemente los romanos.
Fatigado Pompeyo de aquel sistema de guerra, suspendió el sitio y fue a ponerse sobre Térmes{1}, distante de Numancia nueve leguas. Tampoco Térmes estuvo de parecer de dejarse subyugar; antes bien haciendo los termesinos una salida impetuosa, obligaron a Pompeyo a retirarse por ásperos y tortuosos senderos erizados de precipicios, por donde muchos soldados se despeñaron, teniendo el ejército que pasar la noche acampado y sobre las armas. Al día siguiente volvió sobre la ciudad, pero no recogió del nuevo ataque más fruto que del anterior{2}. Dirigióse a Mania, que se le entregó matando los mismos manlieses la guarnición numantina: corrióse a la Edetania, donde deshizo algunas partidas de sublevados, y revolvió con todo su ejército sobre Numancia.
Quedaba Numancia sola; ¡sola para resistir a todo el poder romano! Habíala aislado Pompeyo incomunicándola con las pocas ciudades que pudieran ayudarla. Queriendo ahora apretar el sitio y reducir a los numantinos por hambre, discurrió hacer variar el curso del Duero, torciendo su curso para que no entraran por él bastimentos a los sitiados. Pero estos con sus espadas supieron hacer desistir brevemente de su obra a los que se ocupaban en tales trabajos. Llegose en esto el invierno, y los soldados romanos, no acostumbrados a la cruda temperatura de aquel clima, sucumbían al rigor de las heladas y de las nieves. Noticioso por otra parte Pompeyo de haber sido nombrado el cónsul M. Popilio Lenas o Lenate para sucederle (139), antes de entregarle el gobierno resolvió hacer paces con los numantinos, acaso temeroso de que su sucesor alcanzara en esta guerra glorias a que él había aspirado en vano. Tropezamos aquí con otro testimonio de lo que era entonces la fe romana. Cuando llegó el cónsul Popilio, negó Pompeyo haber hecho aquellas paces, por lo menos con las condiciones que de público aparecían. Verdad era que el insidioso cónsul había tenido la cautela de no firmarlas so pretexto de hallarse entonces enfermo; y por más que los numantinos apelaban al testimonio de los principales jefes y caballeros del ejército romano, enturbiose de tal manera el negocio que hubo de remitirse su decisión al senado, el cual optó por la continuación de la guerra: que la flaqueza de los senadores igualaba la indignidad y bajeza de los cónsules.
Fue primeramente Popilio contra los lusones, a quienes no pudo vencer. Volvió al año siguiente sobre Numancia (138), y hubiérale valido más haber admitido la paz que halló establecida Pompeyo. En cumplimiento de las órdenes con que le estrechaban de Roma, intentó un asalto en la ciudad. Ya estaban puestas las escalas sobre el débil muro: ni una voz, ni un ruido se sentía en la población: profundo silencio reinaba en ella: parecía una ciudad deshabitada. Hízosele sospechoso a Popilio tanto silencio, y se retiró temiendo alguna estratagema. Temía con razón, porque saliendo repentinamente los numantinos a ayudarle en la retirada, arrollaron a los legionarios, y los pusieron en desorden y en verdadera derrota{3}.
Sucesos dramáticos va a ofrecer la historia de Numancia en los años siguientes. Decio Bruto había sido enviado a la España Ulterior, donde los lusitanos habían comenzado a alterarse de nuevo. Vino a la Citerior el cónsul Cayo Hostilio Mancino (137), hombre de imaginación tétrica, que turbada con funestos y fatídicos sueños, de todo auguraba desgracias y calamidades. Al tiempo de embarcarse para España creyó haber oído en el aire una voz que le decía: Detente, Mancino, detente. Las noticias que acerca de la fuerza de los numantinos traían de Roma sus soldados no eran menos siniestras y con esto y con experimentar más de una vez la realidad de su bravura, no se atrevían ya a mirar a un numantino cara a cara. Encerrados permanecían en su campamento, hasta que a la voz de que los vacceos y cántabros venían en ayuda de los de Numancia, diose prisa el cónsul a levantar los reales, y a favor de las sombras de la noche se apartó de una ciudad donde creía no esperarle sino desventuras. Una casualidad descubrió su fuga.
Dos jóvenes numantinos amaban ardientemente a una misma doncella. No queriendo el padre desairar a ninguno de los dos mancebos, propúsoles que se internasen los dos en el campo romano, y aquel que primero tuviera valor para cortar la mano derecha a un enemigo y traérsela, obtendría la de su hija y se la daría en matrimonio. Salieron los dos enamorados jóvenes, y como hallasen con sorpresa suya el campamento romano desierto y solo, regresaron apesadumbrados como amantes, y gozosos como guerreros, a dar noticia de aquella impensada novedad. Tomaron entonces las armas con nuevo aliento los numantinos, y salieron en número de cuatro mil en busca de aquellos cobardes fugitivos.
Avanzaron hasta encontrarlos, y empujándolos de posición en posición redujéronlos a una estrechura, donde no les quedaba otra alternativa que entregarse o morir. Mancino pidió la paz. No faltaba generosidad a los de Numancia para otorgarla, a pesar de no haber recibido de Roma sino deslealtades y agravios. Así ahora imitando el ejemplo de Intercacia cuando no quiso fiarse del cónsul Lúculo ni entenderse para las capitulaciones sino con su lugarteniente Escipión{4}, tampoco quisieron los numantinos ajustar tratos sin la intervención del cuestor Tiberio Graco, acordándose de la exactitud con que su padre había hecho ratificar otra paz en el senado. Vino en ello el cuestor, y concertóse que Numancia sería para siempre ciudad independiente y libre, y que el ejército romano entregaría a los numantinos todo el bagaje, máquinas de guerra, alhajas de oro y plata y demás objetos preciosos que poseía: único medio de salvar las vidas a más de veinte mil hombres que el hambre tenía reducidos al postrer apuro.
Pareció muy bien esta paz al consternado y desfallecido ejército; no así al senado, que comprendió todo el baldón que tan afrentoso tratado echaba sobre la república: y como los padres conscriptos estaban lejos del peligro y no los alcanzaba la miseria, importábales poco que pereciesen veinte mil guerreros romanos con tal de que no se dijese que el pueblo más poderoso del mundo se humillaba a recibir la ley de un puñado de montañeses españoles. Rompióse, pues, solemnemente el pacto como injurioso e indigno, sin que valieran al cuestor Graco sus esfuerzos porque se cumpliese lo tratado y por demostrar la necesidad crítica en que se había hecho. Cierto que la odiosidad del pueblo romano cayó toda sobre el desgraciado Mancino, a quien se condenó a ser entregado a los de Numancia desnudo y atado de pies y manos. Inútiles fueron también los buenos oficios de Graco para salvar al cónsul de tan vergonzoso castigo. El desventurado Mancino sufrió la afrenta de ser colocado en aquella actitud a las puertas de Numancia, donde permaneció todo un día desahuciado de sus conciudadanos y no admitido por los enemigos. Porque los generosos numantinos, no creyendo aquella suficiente satisfacción del rompimiento del tratado, ni queriendo vengarse en un inocente desarmado y desnudo, ultrajado por la altivez de su ingrata patria, rehusaron admitirle. Lo que ellos pedían era, o que lo pactado se cumpliese, o que se repusieran las cosas en el ser y estado que tenían cuando se hizo el ajuste, entregándoles los veinte mil hombres que tuvieron la generosidad de perdonar. La petición era a todas luces justa, pero se la hacían a Roma{5}.
Llevaba ya Numancia vencidos tres cónsules en tres años y celebrados dos tratados de paz cuando vino Emilio Lépido en reemplazo de Mancino (137). Bajo el pretexto de que habían abastecido a los numantinos durante la guerra acometió este cónsul a los vacceos y puso sitio a Palencia. Ya los palentinos le habían forzado a levantarle, pero no contentos con esto hicieron sin ser sentidos una irrupción en su campo, y le mataron hasta seis mil hombres. Dos legados de Roma vinieron a intimarle que dejara a los vacceos y atendiera a Numancia. Pero Numancia vio pasar un consulado más, y Roma vio regresar de España otro cónsul sin haber ganado más mérito que la derrota de Palencia y las estafas de que fue públicamente acusado.
Reemplazóle Lucio Furio Philon (136), que no hizo otra cosa que ejecutar el castigo de Mancino, indisponer con él a sus propios soldados, contemplar a Numancia, y poder decir en Roma que había visto una ciudad y no se había atrevido a acometerla.
Calpurnio Pisón, que vino después (135), tuvo a bien retirarse a invernar en la Carpetania, y fue testigo de cómo había ido relajándose la disciplina del ejército romano, si es que él mismo no contribuyó a acabar de corromperla con su codicia.
Roma, la soberbia Roma, llamaba ya a Numancia el terror de la república: los ciudadanos casi no osaban pronunciar su nombre. Abochornábala que una pequeña ciudad de la Celtiberia estuviera tantos años desafiando a la capital del mundo. Con indignación, más que con dolor veía cómo iban quedando enterradas aquí sus legiones, cómo se estrellaban aquí sus cónsules y sus generales. Ya no encontró otro que creyera fuese capaz de domar esta ciudad heroica que el que había destruido a Cartago. Por dos veces se confirió a Escipión Emiliano el consulado sin pretenderlo, una para que fuese a destruir a Cartago, otra para que viniese a destruir a Numancia, las dos ciudades, como observó Cicerón, más enemigas de Roma. Pero la una había sido una población de setecientos mil habitantes, la otra apenas contaría ya en su recinto cuatro o seis mil defensores. Hemos visto cuán poco tiempo le bastó para borrar del mapa de los pueblos la primera; veremos si le fue tan fácil arruinar la segunda.
Trajo el Africano consigo cuatro mil voluntarios (134), de entre los cuales formó un cuerpo de quinientos hombres pertenecientes a familias distinguidas, especie de guardia de honor, que se nombró la cohorte de los amigos. Halló Escipión el ejército de España viciado en extremo y corrompido. Dedicose el ilustre general a reformar la disciplina y a moralizarle. Desde luego arrojó del campo los chalanes, los vivanderos y las mujerzuelas; de estas hasta dos mil. Suprimió las cómodas camas en que se habían acostumbrado a dormir y a comer, y las reemplazó con unos sacos, en que dormía él mismo para dar ejemplo. Hacía que cada soldado cargase con la provisión de trigo para quince o veinte días, y con siete gruesas estacas para levantar empalizadas y trincheras, y con este cargamento y su equipaje obligábalos a hacer marchas y contramarchas; ejercitábalos en cavar fosos y replenarlos, en levantar muros y destruirlos, endureciéndolos así en todo género de trabajo y de fatiga. «Que se manchen de lodo, decía, ya que tanto temen mancharse de sangre.{6}» Hallábase él presente a todos estos ejercicios, y no permitía la menor indulgencia ni guardaba la menor consideración. Y para ir fogueando sus tropas, quiso ensayarlas en más fáciles empresas (que todo lo creía necesario antes de comenzar la conquista de la indómita ciudad) haciendo algunas correrías por el país de los vacceos: Viéronse allí el mismo cónsul y el tribuno Rutilio Rufo (el que después escribió la historia de esta guerra) en más de un conflicto y en más de un riesgo de caer en las celadas que les armaban los palentinos y de ser cogidos por su intrépida caballería. En una de estas excursiones vio Escipión por sus mismos ojos las ruinas de Caucia destruida por la traición aleve de Lúculo, y movido a lástima ofreció a voz de pregón todo género de franquicias a los que quisiesen reedificarla y habitarla.
Pasada así la mayor parte del invierno, volvió a los alrededores de Numancia. Observando los numantinos que los romanos se corrían a forrajear hacia una pequeña aldea ceñida de peñascos, emboscáronse algunos detrás de aquellos naturales atrincheramientos. Hubieran perecido los forrajeadores que por aquellas partes andaban, si el hábil y previsor general no hubiera destacado allí hasta tres mil caballos, con lo que los numantinos tuvieron a cordura replegarse a la ciudad. Gran contento y maravilla causó a los soldados romanos esta retirada: como un prodigio se pregonó la nueva de haber visto una vez las espaldas a los numantinos{7}.
Llegada, en fin, la primavera (133), formalizó Escipión el sitio de Numancia con un ejército de sesenta mil combatientes, disciplinados ya a su gusto. ¡Y todavía el poderoso romano esquivaba la batalla con que en su desesperado arrojo le provocaban muchas veces los numantinos! Nada bastaba a hacer variar de propósito al prudente capitán, que decidido a rendir a los sitiados por hambre hizo circunvalar la ciudad, comprendiendo en la línea la colina en que estaba situada. Fosos, vallados, palizadas, fortalezas y torres, no quedó obra de defensa que no se construyera; y para que por el río no les entraran provisiones a los cercados, atravesóse por todo su ancho una cadena de gruesas vigas erizadas de puntas de hierro, en tal forma que no solo las barcas, pero ni los nadadores y buzos podían pasar sin evidente riesgo de clavarse en las aferradas puntas de las estacas. Saeteros y honderos guarnecían las torres, a más de las ballestas, catapultas, y otras máquinas e ingenios. Velaban los vigías de día y de noche, y al menor movimiento se avisaba el peligro por medio de señales convenidas y al punto se acudía al lugar amenazado.
Mucho, aunque en vano, trabajaron los numantinos por impedir estas obras, que de cierto no hubieran sido mayores las que hubiera podido emplear Aníbal para conquistar a la misma Roma. Penetráronse ya de que no les quedaba más alternativa que la de perecer de hambre o morir matando, porque rendirse no era cosa que cupiera en el ánimo de aquellos hombres independientes y fieros. Hubo entre ellos uno de tan grande osadía y arrojo (Retógenes Caraunio nos dice Appiano que se llamaba), que con cuatro de sus conciudadanos se atrevió a escalar las fortificaciones romanas, y degollando cuantos enemigos quisieron estorbarles el paso, franquearon la línea de circunvalación estos cinco valientes y dirigiéronse a pedir auxilios a sus vecinos los arevacos. Hízoles el bravo Retógenes una enérgica y animada pintura de la angustia en que se encontraba Numancia, recordándoles la infamia y deslealtad de los romanos, la destrucción de Caucia, el rompimiento de los tratados de Pompeyo y de Mancino, las crueldades de Lúculo, la esclavitud que aguardaba a todo el país si Numancia sucumbía, concluyendo por conjurarles que diesen ayuda y socorro a los numantinos, sus antiguos aliados. Y como algunos de ellos movidos de su discurso vertiesen lágrimas, «no lágrimas, les dijo, brazos es lo que necesitamos y os venimos a pedir.» Pero una sola ciudad, Lutia, fue la que se atrevió a arrostrar el enojo de los romanos, y la única que sin tener en cuenta las calamidades que podía atraerse sobre sí, no se contentó con un inútil lloro, sino que se aprestó a sacrificarse por su antigua amiga. Sacrificio fue por desgracia más loable que provechoso, porque avisado de ello Escipión oportunamente, púsose apresuradamente sobre la ciudad generosa, y haciendo que le fuesen entregados cuatrocientos jóvenes, con la crueldad que en aquel tiempo se usaba les hizo cortar a todos las manos. Con esto acabó toda esperanza para los infelices numantinos. A la madrugada siguiente estaba ya otra vez Escipión sobre Numancia.
Todavía los sitiados tentaron enviar un mensaje a Escipión. Admitido a la presencia del cónsul: «¿Has visto alguna vez, oh Escipión, le dijo Aluro, el jefe de los legados, hombres tan bravos, tan resueltos, tan constantes como los numantinos? Pues bien, estos mismos hombres son los que vienen a confesarse vencidos en tu presencia. ¿Qué más honor para tí que la gloria de haberlos vencido? En cuanto a nosotros, no sobreviviríamos a nuestra desgracia si no miráramos que rendimos las armas a un capitán como tú. Hoy que la fortuna nos abandona, venimos a buscarte. Imponnos condiciones que podamos admitir con honor, pero no nos destruyas. Si rehúsas la vida a los que te la pidan, sabrán morir combatiendo; si esquivas el combate, sabrán hundir en sus pechos sus propios aceros, antes que dejarse degollar por tus soldados. Ten corazón de hombre, Escipión, y que tu nombre no se afée con una mancha de sangre.» A tan enérgico y razonado discurso contestó Escipión con helada frialdad, que no le era posible entrar en tratos, mientras no depusiesen las armas y se entregasen a discreción.
Acabó tan desdeñosa y bárbara respuesta de exasperar a los numantinos, que pesarosos ya y abochornados de haber dado aquel paso, buscando en quien desahogar su rabia hicieron víctimas de su desesperación a los enviados que habían tenido la desgracia de volver con tan fatal nueva. Cegábalos ya la cólera. Hombres y mujeres se resolvieron a vender caras sus vidas, y aunque extenuados ya por el hambre, vigorizados con la bebida fermentada que usaban para entrar en los combates, salen impetuosamente de la ciudad, llegan al pie de las fortificaciones romanas, y con frenéticos gritos excitan a los enemigos a pelear. ¿Pero qué podían ya unos pocos millares de hombres enflaquecidos contra un ejército entero, numeroso y descansado? Innumerables fuerzas acudieron a rechazar a aquellos heroicos espectros: muchos murieron matando: otros volvieron todavía a la ciudad. Pero las subsistencias estaban agotadas; nada tenían que comer; los muertos servían de sustento a los vivos, y los fuertes prolongaban algunos momentos a costa de los débiles una existencia congojosa; la desesperación ahogaba la voz de la humanidad, y aun así la muerte venia con más lentitud de la que ellos podían sufrir. Para apresurarla recurrieron al tósigo, al incendio, a sus propias espadas, a todos los medios de morir; padres, hijos, esposas, o se degollaban mutuamente, o se arrojaban juntos a las hogueras: todo era allí sangre y horror, todo incendio y ruinas, todo agonía y lastimosa tragedia. ¡Cadáveres, fuego y cenizas, fue lo que halló Escipión en la ciudad! y aun tuvo la cruel flaqueza de mandar arrasar las pocas casas que el fuego no había acabado de consumir.
Tal fue el horrible y glorioso remate de aquel pueblo de héroes, de aquella ciudad indómita, que por tantos años fue el espanto de Roma, que por tantos años hizo temblar a la nación más poderosa de la tierra, que aniquiló tantos ejércitos, que humilló tantos cónsules, y que una vez pudo ser vencida, pero jamás subyugada. Sus hijos perdieron antes su vida que la libertad. Si España no contara tantas glorias, bastaríale haber tenido una Numancia. Su memoria, dice oportunamente un escritor español, durará lo que las historias duraren. Cayó, dice otro erudito historiador extranjero, cayó la pequeña ciudad más gloriosamente que Cartago y que Corinto.
Parecía que la independencia de España estaba destinada a sucumbir a los talentos militares, para ella tan funestos, de la ilustre familia de los Escipiones. El destructor de Numancia añadió al título de Africano el de Numantino, y triunfó en Roma, donde no hubo una voz que le acusara de injusto y de cruel.
«Pienso que no habrá nadie, dice Rollin, el más admirador de los romanos, y principalmente de los Escipiones, que no compadezca la suerte deploraable de aquellos pueblos heroicos, cuyo solo delito parece haber sido el no haberse doblegado jamás a la dominación de una república ambiciosa que pretendía dar leyes al universo.» Floro dice expresamente «que nunca los romanos hicieron guerra más injusta que la de Numancia……{8} No me parece fácil justificar la total ruina de esta ciudad. No me maravilla que Roma haya destruido a Cartago. Era una rival que se había hecho temible, y que podía serlo todavía si se la dejaba subsistir. Pero los numantinos no estaban en el caso de hacer temer a los romanos la ruina de su imperio……»
Cayó Numancia, y las pocas ciudades vecinas que esperaban con ansiedad saber el resultado de sus esfuerzos, se fueron sometiendo a las vencedoras águilas romanas{9}.
Decio Bruto había sometido también a los galaicos, y recibido por ello los honores triunfales en Roma. Pero el fuego del patriotismo no se había extinguido todavía en España.
Fin del tomo primero.
{1} La Termancia de Appiano.
{2} Muchos afirman haberla tomado en esta segunda acometida, pero no consta así de la relación de Appiano.
{3} Frontin. Estratag. III.
{5} App. de Bell. Hisp. p. 514. Tit. Liv. Epitom. Patterc. lib. II. Saint-Real, Hist. de este tratado.
{6} Flor. lib. II. Aurel. Vict. c. 58
{7} App. pág. 524.
{8} Nullius belli causa injustior: son las expresiones de Floro.
{9} Todavía en el término de Garray, en que estuvo esta ciudad de gloriosa y eterna memoria, se encuentran diariamente ídolos, medallas, bustos, huesos humanos, instrumentos bélicos, monedas de oro, plata y cobre. En 1825 un jornalero, sacando piedra, halló un magnífico collar de plata de peso de 18 onzas, del cual se fabricó el copón que hoy sirve en la parroquia para las santas formas. Y en 1844 se encontró todavía un idolillo de metal de un palmo de alto. Algún monumento debía estar recordando siempre a la posteridad en aquel sitio el heroísmo de nuestros mayores.