Parte primera ❦ Edad antigua
Libro II ❦ España bajo la República romana
Capítulo IV
Sertorio
Desde 133 antes de J. C. hasta 73
Paz que siguió a la destrucción de Numancia.– Q. Cecilio Metelo conquista las Baleares.– Nuevas insurrecciones.– En la Lusitania. En la Celtiberia.– Sus causas. Su fin.– SERTORIO.– Quién era, y cómo vino a España.– Primera y desgraciada campaña de Sertorio.– Pasa a África.– Vuelve llamado por los lusitanos.– Su conducta con los indígenas. Mutuo amor entre los españoles y el caudillo romano.– La cierva blanca de Sertorio.– Triunfos y progresos de este insigne romano.– Crea en España senado, universidad, ejército y gobierno a la romana.– Únesele por aclamación el ejército de Perpenna.– Viene contra él el Gran Pompeyo.– Vicisitudes de la guerra.– Victorias de Sertorio.– Desvanecimientos de Metelo. Ridículas farsas.– Apurada situación de Pompeyo y engrandecimiento de Sertorio.– Edicto de Metelo pregonando su cabeza.– Traición y alevosía de Perpenna.– Muere Sertorio asesinado.– Merecida muerte de Perpenna.– Heroica defensa de Calahorra.– Sométese la España a Pompeyo.
Destruida Numancia, quedó España por más de veinte años en paz: no la paz de la conformidad y la resignación, ni menos la paz del contentamiento, sino aquella especie de inmovilidad en que queda un pueblo aterrado con ejemplos de altas venganzas. Continuaron los romanos teniéndola sometida a un gobierno militar, como país conquistado, si bien alteraron algo la forma dividiéndola en diez distritos bajo la inspección de otros tantos legados. Si bajo la opresión en que vivían los españoles se levantaban algunas bandas armadas y recorrían el país, tratábanlas como a partidas de salteadores y bandidos, y como a tales las califican los historiadores romanos. ¿Quién sabe si aquellos hombres obrarían a impulso de más nobles fines? ¿No habían llamado también a Viriato un bandido? Pero estas partidas fueron fácilmente exterminadas. El resto de España callaba y sufría.
El único suceso de importancia que de este tiempo nos han dejado consignado las historias, es la expedición del cónsul Q. Cecilio Metelo a las Baleares, cuya conquista le valió el sobrenombre de Baleárico. No sin resistencia se dejaron subyugar los célebres honderos mallorquines, pero una vez vencidos, aquellos rústicos isleños que hasta entonces habían habitado en grutas campestres, fueron atraídos a la vida civil y sometidos a un gobierno regular. Palma y Pollencia se hicieron al poco tiempo ciudades romanas.
Aquella quietud en que habían quedado los españoles hubiera podido ser duradera, si los gobernadores romanos hubieran tratado con más consideración y miramiento a los vencidos. Pero volvieron al antiguo sistema de las exacciones, de las violencias y de las rapiñas, y los españoles que tampoco tenían sino amortiguados los antiguos instintos de la independencia, y la inveterada aversión a la coyunda romana, alzáronse de nuevo, siendo los primeros a renovar la lucha los fieros e indomables lusitanos (109). Quince años la sostuvieron contra los Pisones, los Galbas, los Escipiones, los Fulvios, los Silanos y los Dolabellas, con varias alternativas y vicisitudes, hasta que agotados primero los hombres que el valor, fuéle ya fácil a Licinio Craso enseñorear un país casi yermo ya de guerreros.
No se había sometido aun la Lusitania, cuando estalló nueva insurrección en la Celtiberia (99). El senado romano tuvo el mal tacto de encomendar su represión a Tito Didio Nepote, que vino a cometer los mismos desafueros, desmanes y felonías de que habían dejado tan triste memoria los Lúculos y los Galbas. No decimos esto por la astucia con que ganó la primera batalla sin haber vencido{1}; ni porque destruyera la ciudad de Termes, siempre hostil a los romanos, y obligara a sus moradores a bajar a habitar en la llanura; ni por que rindiera a Colenda (hoy Cuéllar), después de siete meses de asedio. Comenzó sus demasías vendiendo como esclavos a los valerosos habitantes de Cuéllar, sin exceptuar las mujeres y niños. Llamó después a los moradores de las vecinas comarcas, algunos de los cuales por su extremada pobreza dicen se habían dado a robar, ofreciendo repartirles el territorio de la ciudad vencida. Acudieron aquellas gentes bajo la fe de su palabra a cultivar las tierras que a cada uno habían tocado, y cuando los tuvo a su disposición los hizo degollar a todos bárbara y alevosamente{2}. ¡Así civilizaban ellos la España! ¡Y a los que se levantaban a vengar tamañas iniquidades los llamaban bandidos y salteadores! Esta perfidia no impidió que su ejecutor triunfase en Roma.
Ocurrió por entonces (98) un suceso que fue causa de que empezara a sonar en España el nombre del ilustre personaje con que hemos encabezado este capítulo, y que ejerció influjo grande en la condición social de la península española. Altamente incomodados los habitantes de Castulón con los excesos y desenfrenada licencia de la guarnición romana (que su mismo jefe no podía reprimir), determinaron, de acuerdo con los gerisenos, sus vecinos, vengar la insolencia de aquella soldadesca licenciosa En una noche de invierno, cuando los soldados reposaban descansando de los excesos del día, cayeron sobre ellos los castulonenses, y ejecutaron no poca mortandad y estrago. Entre los que lograron salvarse huyendo de la ciudad lo fue el joven Q. Sertorio, que los mandaba en calidad de tribuno. Reunió Sertorio a los fugitivos, y con ellos revolvió arrojadamente sobre la ciudad, que sorprendida a su vez pagó con las vidas de muchos de sus hijos el atrevimiento de la noche. Sabedor de la complicidad de los gerisenos, dispúsose también a castigarlos, y disfrazando a sus soldados con los vestidos de los mismos habitantes de Castulón, encaminóse a la ciudad vecina, que tomándolos por sus amigos les franqueó sin dificultad las puertas. Una vez dueño de la población, la escarmentó con todo el rigor de las leyes de la guerra. Así aquel Sertorio, a quien después habremos de ver tan dulce, tan humano, tan amigo de los españoles, comenzó su carrera en España con dos sangrientas ejecuciones. ¡Tan familiarizados estaban entonces los romanos con la crueldad! Y en verdad que en aquella ocasión los españoles habían dado justo motivo a su resentimiento.
Desde España fue destinado este Sertorio a cuestor de la Galia Cisalpina, donde se hizo ya notable por su valor. En aquella campaña perdió un ojo, cuya circunstancia hizo decir a Plutarco: «Sertorio... tuerto como Aníbal, como Antígono y como Filipo, a ninguno de ellos fue inferior en claridad de entendimiento, pero lo fue a todos en fortuna, que le fue más adversa que a sus enemigos{3}.» En la famosa guerra civil que estalló en Roma entre Mario y Sila, guerra en que España se mantuvo neutral, limitándose a dar hospitalidad a los emigrados de uno y otro bando, Sertorio, ya por odio a la tiranía, ya por resentimiento hacia la facción de Sila que le había rehusado el consulado, se declaró por el partido de Mario, sin que por eso aprobara nunca sus sanguinarios excesos. Cuando Sila se hizo dueño de Roma, Sertorio fue comprendido en la proscripción de aquel tirano. Entonces se refugió a España, así por buscar en ella un asilo, como para suscitar aquí enemigos a Sila. Sertorio era sagaz, y conocía el secreto de ganarse el afecto de los españoles, secreto reducido a tratarlos bien y a ser generoso con ellos. Comenzó por ayudarlos a sacudir el yugo de los codiciosos pretores, y con esto se atrajo a varias ciudades de la Celtiberia, que olvidando el antiguo hecho de Castulón, le reconocieron por pretor de la provincia. Dedicóse a aliviarles los tributos, acuarteló las tropas para relevar a los pueblos de la incómoda y pesada carga de los alojamientos, y con otras semejantes medidas logró encender en los pechos españoles la misma llama que ardía en el suyo contra la tiranía de Sila; y habiéndosele agregado muchos romanos de los que había en España enemigos del dictador, juntó un ejército de nueve mil hombres con que se puso en actitud de hacer frente al dominador de Italia.
Noticioso de esto Sila, despachó contra él a Cayo Annio por las Galias con grande ejército. Sertorio por su parte envió a Livio Salinator con la mayor fuerza del suyo para que le interceptase el paso de las gargantas de los Pirineos. No se atrevió Annio a disputar a los soldados de Sertorio aquellos desfiladeros. En su lugar recurrió a la traición. Annio era digno lugarteniente de Sila. Logró ganar con dádivas a uno de los que militaban en las filas enemigas, el cual asesinó traidoramente a su jefe. Con esto sus tropas se desbandaron, pasándose unas a Annio y volviéndose otras a Sertorio, que no pudiendo sostenerse en España con el pequeño ejército a que quedaba reducido, determinó pasar a África. Siguióle Annio con una flota que sacó de Cartagena. Desde entonces se ve a Sertorio correr todos los azares de la suerte de un aventurero, ya apoderándose momentáneamente de Ibiza, ya dispersada por una borrasca su pequeña flotilla, ya meditando pasar a las Islas Afortunadas, y ya volviendo a África, donde ganó algunos triunfos contra las tropas que allí enviaba Sila.
En tal situación recibe un mensaje de los lusitanos, convidándole a que viniera a ayudarlos a sacudir la tiranía romana. Con gusto accedió Sertorio a una solicitud que le proporcionaba ocasión y medios para combatir al tirano. Embarcóse pues con dos mil quinientos soldados y setecientos auxiliares de África, y burlando la vigilancia de los que en la costa bética intentaron impedir su desembarco, consiguió incorporarse con un cuerpo de cinco mil lusitanos que le esperaba (81). Más afortunado ahora que la vez primera en los diferentes encuentros que tuvo, hallóse al poco tiempo el proscripto de Sila dueño de una gran parte de la Bética, de la Lusitania y de la Celtiberia. Con siete mil hombres batió a cuatro generales romanos. Con estas hazañas y el amor que mostraba a los españoles, corrían estos gustosamente a alistarse en sus banderas. Veían en Sertorio un general de talento, de arrojo, de carácter amable, y aunque extranjero, protector de su libertad: porque él les repetía frecuentemente que no descansaría hasta librar la España de la opresión en que tan inmerecidamente gemía: que él mismo no tenía ya más patria que España, y que o la fortuna y los dioses le habían de ser muy adversos, o había de verla una nación grande, independiente y libre. Creíanle los españoles, porque estas palabras venían del hombre que cuando fue pretor les había rebajado los impuestos, y sobre todo porque las obras iban guardando consonancia con las promesas. El organizó y equipó el ejército español a la romana, y supo lisonjear su orgullo dándoles hasta brillantes armaduras y lujoso vestuario. El botín lo distribuía íntegro entre los soldados no reservando nada para sí. Era un Viriato, que reunía además la política de la civilización romana.
Conociendo el influjo que lo maravilloso ejerce sobre los pueblos todavía rudos, tenía y llevaba siempre consigo una cierva blanca, a imitación de Numa y de la ninfa Egeria, y a ejemplo del mismo Mario y de la mujer siria que le acompañaba siempre. Persuadió Sertorio a los sencillos y supersticiosos españoles que por medio de la cierva se comunicaba con los dioses, y principalmente con Diana. Hízoles creer que la cierva le revelaba los secretos del porvenir, y cuando por sus espías sabía anticipadamente algún suceso favorable, aparecía la cierva coronada de flores, como fausto agüero de un acontecimiento próspero. Diestramente amaestrada, acercábasele entonces al oído, como para inspirarle la resolución que debería tomar. Miraban los españoles la misteriosa cierva con el más religioso respeto{4}.
No podía el orgulloso Sila soportar en paciencia el engrandecimiento y prestigio que Sertorio iba tomando en España. Derrotados los generales que contra él había enviado, fue preciso que viniera el viejo Metelo Pio, acreditado por su prudencia, que se había hecho hasta proverbial. Pero Sertorio era más joven, era vigoroso y ágil; sus tropas, aunque inferiores en número, peleaban con el denuedo de quien defiende su libertad, tenían fe en su caudillo, y estaban acostumbradas a guerrear sin provisiones, sin tiendas y sin embarazos. Conocedor de todos los pasos y senderos, tanto como el más práctico cazador del país, sabía atraer al enemigo con sus tropas ligeras allí donde las pesadas legiones romanas no podían maniobrar libremente, o donde conocía que había de faltarles el agua o los víveres. Entonces caía de repente sobre ellas con sus españoles. Así fatigó al anciano Metelo, que no pudo resistir los efectos de tan sabia táctica. Puso Metelo sitio a Lacóbriga, y cortó las aguas a los sitiados. Sertorio tuvo astucia para introducir en la ciudad hasta dos mil cueros llenos de agua, con otros bastimentos. Obligóle a levantar el sitio, y le derrotó en la retirada. No pudo Metelo hacer que progresara en España la causa del dictador.
La parte militar no era solo de lo que cuidaba Sertorio. Tan político como guerrero, quiso hacer de España una segunda Roma. Dividióla al efecto en dos grandes provincias o distritos; Évora, donde él tenía habitualmente su residencia, era la capital de la Lusitania: a Osca (hoy Huesca) hizo capital de la Celtiberia. En Évora estableció un senado, compuesto de trescientos senadores, en general romanos emigrados{5} este senado ejercía la potestad suprema sobre ambas provincias, y tenía bajo su dependencia pretores, cuestores, tribunos, ediles y demás magistrados a estilo de Roma. Lo único que no tomó de su ciudad natal fue un título para sí: modestia, o política, es lo cierto que no quiso intitularse ni emperador, ni dictador, ni aceptar otro dictado que significase suprema magistratura. En Osca, o Huesca, creó una escuela superior, especie de universidad, donde se enseñaba la literatura griega y latina a los jóvenes de las principales familias españolas. Esta educación, que equivalía a un privilegio aristocrático, daba el nombre y derechos de ciudadanos romanos, y abría el camino a las magistraturas y a los cargos públicos. El mismo Sertorio solía asistir a los exámenes de esta escuela, y distribuir por sí mismo los premios de aplicación. Este instituto, al mismo tiempo que servía para ir civilizando a los españoles, servíale también para tener allí reunida y como en rehenes la juventud más distinguida de España. Sin embargo, ¿qué más hubiera podido hacer ningún español? ¿Y cómo no habían de amarle los españoles, sin mirar que fuese romano?
Vínole a Sertorio un refuerzo de donde menos lo podía esperar. Otro romano proscripto por Sila, Perpenna, que había vivido retirado en Cerdeña, encontróse por la muerte de Lépido al frente de veinte mil hombres. Seducido por los brillantes progresos que en España había alcanzado otro proscripto como él, vino también a la Península con la esperanza de atraerse un partido. Pero arrastrados sus soldados por la fama y el prestigio que gozaba Sertorio, pidieron a una voz reunirse a él. Perpenna tomó el único partido que le quedaba: ceder, y someterse mal de su grado el segundo de Sertorio.
La muerte de Sila (79) libertó a Roma de su dura tiranía, y parecía deber esperarse que hubiera dejado también respirar a España. Pero entonces fue cuando el senado, identificado con la causa de aquel dictador, opuso a Sertorio un adversario formidable, el joven Pompeyo, «triunfador, dice Plutarco, antes de tener pelo de barba,» y a quien Sila, que conocía bien su mérito, había decorado con el título de Grande.
De este modo se encontraban a un tiempo en España cuatro célebres generales romanos, dos de un bando, y dos de otro. Metelo y Perpenna eran capitanes experimentados, pero viejos: Sertorio y Pompeyo jóvenes fogosos y ardientes. Metelo y Pompeyo que defendían una misma causa, reunían sesenta mil hombres; Sertorio y Perpenna sobre setenta mil, comprendiendo ocho mil jinetes españoles, organizados a la romana por Sertorio, y en brillante estado.
Era Pompeyo arrogante y presuntuoso; había ofrecido que en pocos meses daría buena cuenta de los restos de la facción de Mario, que así llamaba por desprecio al ejército de Sertorio. Tenían éste y Perpenna cercada a Laurona (Liria en la provincia de Valencia). Acudió Pompeyo y envió a decir con jactancia a los lauronenses, «que no tardarían en ver sitiados a sus sitiadores.» Súpolo Sertorio, y respondió: «yo enseñaré a ese aprendiz de Sila que un buen general mira más detrás de sí que hacia adelante.» Y en efecto, cuando Pompeyo pensaba cercar al enemigo, encontróse él cercado por todas partes. La pérdida de diez mil hombres fue la primera lección que recibió la vanidad de Pompeyo, y la ciudad fue tomada e incendiada a su vista (76). Aun pudieron calentarle sus llamas. Metelo y Pompeyo se retiraron a las faldas de los Pirineos; Sertorio y Perpenna volvieron a la Lusitania (77).
Al año siguiente un cuerpo del ejército sertoriano mandado por Hirtuleyo, fue derrotado por Metelo en Itálica, muriendo el mismo Hirtuleyo con diez y ocho mil de los suyos, que fue horrorosa mortandad si los historiadores no la exageran. Entretanto Sertorio tomaba a Contrebia, una de las más fuertes plazas romanas, en cuyo sitio se habla de haberse empleado el combustible aplicado a las minas para volar las murallas, cuyos efectos asustaron a los sitiados y los movieron a rendirse{6}.
Muchos fueron los encuentros, combates y batallas que se dieron entre los cuatro ejércitos, ya reunidos, ya separados, ora regidos por los principales generales, ora por sus lugartenientes, de que fuera enojoso e inútil contar todos los lances y pormenores. En una ocasión (75), en los momentos de ir a empeñarse una acción entre Sertorio y Pompeyo llególe a aquel un mensajero con la nueva de haber sufrido dos derrotas su aliado Perpenna. Conocía el mal efecto que en ocasión tan crítica habría de hacer aquella noticia en sus tropas, y para que nadie pudiera saberla más que él atravesó con su propia espada al desgraciado mensajero de aquella nueva fatal. Y como en medio de la lucha viera desordenarse y cejar su ala izquierda; «¿dónde están mis españoles? gritó; ¿dónde están esos españoles que han jurado defenderme hasta la muerte? Id, id a vuestras casas, que para buscar la muerte basto yo solo.» Y picando los hijares a su caballo se precipitó temerariamente sobre las primeras filas enemigas. Realentaron aquellas palabras el valor de los fugitivos, y volviendo denodadamente a la pelea, se declaró el triunfo por los españoles, a tal punto que hubieran aniquilado el ejército enemigo, sin la casualidad feliz para Pompeyo de haberse aparecido Metelo y llevádole oportuno socorro. Entonces fue cuando Sertorio pronunció aquellas célebres, incisivas y arrogantes palabras: «sin la venida de esa vieja (por Metelo), ya hubiera yo enviado a Roma a ese muchachuelo (por Pompeyo) muy bien azotado.»
Durante esta batalla extraviósele su querida cierva, de lo cual dedujo (entiéndese que para sus soldados) que se la había arrebatado Diana, enojada por el poco ardor con que algunos se habían conducido en la refriega. Habiendo parecido después y saludádole con sus acostumbradas caricias, dijo que venía a comunicarle de parte de la diosa que se reconciliaba con los españoles y los favorecería siempre, con tal que ellos no volvieran a flaquear en los combates, como lo habían hecho por un momento el día anterior. Así sacaba partido el sagaz romano de la supersticiosa credulidad de los españoles.
En otro encuentro cerca de Segontia (Sigüenza), en que hubo choques sangrientos, y alternativas varias (que ya los reveses mismos habían enseñado a Pompeyo a vencer), hirió Sertorio con su propia lanza al viejo Metelo, a quien por fortuna suya pudieron salvar sus soldados cubriéndole con los escudos. Dio luego orden Sertorio a los suyos para que se diseminaran en pequeñas partidas y fueran a reunírsele en Calahorra. Era un ardid de guerra. Súpose que irían a sitiarle allí los dos generales enemigos, y conveníale entretenerlos mientras por otro lado reclutaban sus oficiales nuevas fuerzas. Así se verificó todo. Cuando le pareció oportuno, hizo una salida repentina de la ciudad, y dejó burlados a los sitiadores. Hízose el anciano Metelo la ilusión de que aquello era una retirada, atribuyólo a miedo de caer en sus manos, y loco de alegría se decretó a sí mismo los honores del triunfo.
Preciso era que al buen anciano se le hubiera debilitado algo la razón con la edad, porque habiendo pasado a invernar a Córdoba, hacía que los pueblos de la Bética le dieran título y trato de emperador; presentábase en público coronada la cabeza y ataviado con las vestiduras triunfales; coros de jóvenes y doncellas cantaban sus victorias mientras comía, y entonaban himnos de alabanza compuestos por los más hábiles poetas. Representábanse en su presencia dramas alegóricos que tenían por objeto celebrar sus hazañas. El humo de sus imaginarios triunfos llegó a desvanecerle hasta el punto que un día se hizo erigir un trono recamado de oro y plata en un magnífico salón cubierto de tapicería: sentóse en él el infatuado general, y mientras se quemaba incienso en honor del héroe, una Victoria bajaba del cielo y se dignaba asentar una corona sobre su cabeza con propia mano. No sabemos qué admirar más, si la fatuidad del que así se hacía divinizar, o la baja adulación de los que cooperaban a la ridícula apoteosis. No quiso tampoco privarse de la gloria de poner su nombre a algunas ciudades, y entre ellas debió contarse la llamada Cecilia Metellina, acaso la moderna Medellín.
Mientras de este modo se hacía Metelo, con mengua y daño de su razón, tributar honores casi divinos, Sertorio reforzaba su ejército, le disciplinaba y ejercitaba, y poníale en estado de reparar sus pasadas quiebras. Adoptando entonces un sistema de guerra semejante al de Viriato, a que ya antes había mostrado afición, por todas partes aparecían escuadrones y partidas sertorianas, que cayendo rápidamente sobre el enemigo le cortaban los víveres, le atajaban los desfiladeros, le interceptaban los caminos, y le hostigaban sin tregua ni descanso. Pompeyo y Metelo concertáronse para poner sitio a Palencia (75), ciudad que había dado siempre mucho que hacer a los romanos. Disponíanse ya a asaltarla cuando apareció Sertorio. Huyeron los enemigos, a quienes persiguió hasta los muros de Calahorra, donde les mató hasta tres mil. No les dejaba respirar, ni les daba tiempo para avituallarse; redújoles así a un estado de penuria insoportable a tropas regulares; aproximábase otro invierno, estación en que comúnmente nada se atrevían a emprender en España los romanos, y todas estas causas reunidas movieron a Metelo a retirarse a su predilecto país de la Bética; Pompeyo traspuso esta vez los Pirineos y no paró hasta la Galia Narbonense.
Desde allí escribió al senado aquella célebre carta en que le decía: «He consumido mi patrimonio y mi crédito: no me queda más recurso que vos; si no me socorréis, os lo prevengo, mal que me pese tendré que volver a Italia, y tras de mí irá todo el ejército, y detrás de nosotros la guerra espñola{7}.» Este era aquel Pompeyo que había venido a España con ínfulas de acabar con Sertorio en contados meses. Hubiera podido entonces Sertorio cruzar la Galia y los Alpes como otro Aníbal, y más contando con las simpatías de muchos pueblos de Italia. Pero Sertorio no quería dejar de ser romano. Amaba a su patria, donde tenía una madre a quien idolatraba, y de cuyo extraordinario amor filial no hay historiador que no haya hecho especial mérito. Su deseo era regresar a Italia pacíficamente, y que el senado revocara el decreto que le tenía proscrito. Con esta condición proponía la paz, pero tuvo el dolor de ver rechazadas sus proposiciones.
Entretanto España se iba amoldando al gobierno y a las costumbres de aquella misma Roma que combatía: los españoles se llamaban ciudadanos romanos; Évora y Huesca eran ya ciudades ilustradas, que habían adoptado letras, artes, idioma y legislación romanas: el mismo Sertorio se vanagloriaba de haber hecho una Roma española, de haber trasladado Roma a España{8}.
La fama de las proezas de Sertorio había llegado al Asia; y Mitrídates, rey del Ponto, que buscaba en todas partes enemigos a Roma, al tiempo de renovar por tercera vez la guerra contra los romanos, despachó embajadores a Sertorio solicitando su alianza. Estos, después de compararle a Pirro y Aníbal, le ofrecieron a nombre de su rey una suma de tres mil talentos y cuarenta galeras equipadas para combatir a los romanos en España, con tal que él le enviara un refuerzo de tropas al mando de uno de sus mejores oficiales. Pero Sertorio, fiel a la causa de su patria, contestó con dignidad, y aun con algo de altivez: «No acrecentaré yo nunca mi poder con detrimento de la república: decidle que guarde él la Bitinia y la Capadocia que los romanos no le disputan, pero en cuanto al Asia Menor no consentiré que tome una pulgada de tierra más de lo que se ha convenido en los tratados.» Cuando esta contestación le fue comunicada a Mitrídates, exclamó: «Si tales condiciones nos impone hallándose proscrito, ¿qué sería si fuese dictador en Roma?» Sin embargo aceptó el tratado con aquella cláusula, y envió a Sertorio los tres mil talentos y las cuarenta galeras, que él fue a recibir a Denia, ganando a Valencia de paso (74).
Pero estos eran los últimos resplandores de la gloria de Sertorio. Aquel Metelo que por pequeñas o imaginadas victorias se había hecho incensar como una divinidad, determinó deshacerse por la traición de un enemigo a quien no obstante todas sus ilusiones no podía vencer. Pregonó entonces su cabeza, y púsola a precio, ofreciendo por su vida mil talentos de plata y veinte mil arpentas de tierra. Y como esto coincidiese con haber recibido Pompeyo refuerzos que el senado le enviaba en virtud de su enérgica reclamación, y con haberse empezado a notar deserción en las filas sertorianas de parte de los soldados romanos, que estaban viendo el instante en que se quedaban sin su jefe, mil negros presentimientos comenzaron a ennublecer y turbar la imaginación ya harto melancólica y sombría de Sertorio. Recelando de la lealtad de los romanos, su mismo recelo le hacía tratarlos con aspereza y severidad. Habiendo confiado la guarda de su persona exclusivamente a españoles, esta preferencia excitó en aquellos el resentimiento y la envidia, y poco a poco le iban abandonando. Entonces pudo conocer de parte de quién estaba la lealtad, y cuán injusta había sido la predilección con que antes había mirado a los romanos sobre los indígenas, pero era ya tarde.
Mortificado además con la perpetua ansiedad que le agitaba, obróse en su carácter un cambio completo. El negro humor que le dominaba hízole áspero, duro, caprichoso y cruel. Por simples y ligeras sospechas castigaba con inexorable rigor las ciudades que le estaban sometidas. Aprovechándose de esta disposición sus tropas, vejaban los pueblos con todo género de violencias y extorsiones, pregonando que lo hacían de orden de su jefe. Y como el edicto de Metelo le hiciese ver en cada uno de los que le rodeaban un conspirador y un aspirante al premio de su muerte, a tal punto se extravió su razón, que hizo perecer en el suplicio una parte de los jóvenes nobles que se educaban en Huesca, vendiendo a otros como esclavos. Tan cruel desahogo de su exaltada bilis acabó de exacerbar los ánimos con gran satisfacción de los que trabajaban por hacerle odioso, y muchas ciudades se entregaron a Metelo y Pompeyo, que con tal motivo caminaban boyantes y victoriosos.
No eran sin embargo infundadas las zozobras del inquieto y desatentado general. La conjuración existía. El viejo Perpenna, que desde el principio se había resignado mal a ocupar un segundo puesto en el ejército, era el alma de la conspiración, en la cual había hecho entrar a muchos oficiales. «Para honor de España, dice un escritor extranjero, hay que confesar que ninguno de los conjurados era español; todos eran romanos.» El cobarde Perpenna discurrió ejecutar su abominable proyecto en un festín, pero era difícil hacer concurrir a él al melancólico y mal humorado Sertorio. Para conseguirlo fingió una carta en que uno de sus lugartenientes le noticiaba una victoria alcanzada sobre los enemigos, y díjole que para celebrarla se había dispuesto un banquete. Asistió, pues, Sertorio. Los convidados se entregaron de propósito a una inmoderada alegría. En medio de ella dejó caer Perpenna una copa de vino: era la señal convenida: el que se sentaba al lado de Sertorio le atravesó con su espada: quiso el desgraciado incorporarse, pero sujetándole el asesino al respaldo del sillón, cosiéronle a puñaladas los demás conjurados. Desastroso y no merecido fin del hombre a quien los españoles llamaban el Aníbal romano, y que por espacio de ocho años había estado haciendo dudar si la España seria romana, o si Roma seria española (73).
Según Velleyo Patérculo, esta trágica y horrorosa escena se verificó en Etosca, hoy Aytona, a algunas millas de Lérida.
Si en los traidores pudiera tener cabida el pundonor, debió Perpenna haber muerto de remordimiento y de bochorno, cuando abierto que fue el testamento de Sertorio se vio que le tenía nombrado heredero y sucesor suyo. Tan horrible pareció a todos entonces la perfidia, que faltó poco para que fuese despedazado. Reservábale no obstante Pompeyo el castigo que merecía su detestable hazaña. Apenas se posesionó de su ambicionado puesto de general en jefe de las tropas le atacó Pompeyo y le derrotó completamente. El cobarde Perpenna se había escondido entre unos matorrales: de allí le sacaron unos soldados: el traidor quiso evitar la muerte presentando a Pompeyo las cartas cogidas a Sertorio, en las cuales se cree resultaban comprometidos muchos personajes de Roma. Pompeyo con loable generosidad las hizo quemar sin leerlas, y mandó dar muerte al execrable traidor con algunos de sus cómplices. Uno de ellos, Aufidio, fue a África a arrastrar una vida infame y mísera, mil veces más desastrosa que la muerte.
En cuanto a los españoles, aquella guardia sertoriana de devotos que habían jurado no sobrevivir a su amado jefe, cumpliéronlo con su fidelidad acostumbrada, haciendo el sacrificio sublime, sin ejemplo en los anales de otros pueblos, de quitarse la vida unos a otros. Imposible es llevar a más alto punto la devoción y la fidelidad, el respeto a los juramentos, el desprecio de la vida, y la austeridad y rigidez de costumbres. Tales eran los españoles de aquella edad. Así se ve confirmado lo que de ellos dijimos en el capítulo primero de esta obra{9}.
Fuéronse rindiendo a Pompeyo unas tras otras las ciudades de España, algunas no sin resistencia. Terrible fue todavía la de Calahorra. La pluma se resiste a dibujar el cuadro espantoso que ofreció esta ciudad en su obstinada defensa. El hambre que se padeció fue tal, que según Valerio Máximo se salaban los cadáveres para que pudiesen alimentar a los que aun sostenían el peso de las armas…{10} Apartemos la vista de las repugnantes escenas de aquella heroica barbarie. Pompeyo destruyó la ciudad, y degolló con crueldad menos heroica, pero no menos bárbara, el resto de sus infortunados habitantes. Con la destrucción de Calahorra, acabó de sometérsele la España.
Pompeyo y Metelo fueron a Roma a compartir los honores del triunfo. Así acabó la famosa guerra de Sertorio.
{1} En el primer encuentro que tuvo con los celtíberos murió mucha gente de una y otra parte, pero la victoria había quedado indecisa. Llegó la noche, y Didio hizo retirar silenciosamente del campo los cadáveres romanos. Cuando al amanecer del día siguiente observaron los celtíberos que casi todos los muertos que yacían en el campo de batalla eran españoles, creyéronse vencidos y se le rindieron. Hasta aquí solo hay un ardid de guerra. App. de Bell. Hisp.
{2} Id. p. 533.– Tit. Liv. Epist.– Eutrop. lib. IV.
{3} Plut. Vit. Sertor.
{4} Existen monedas del tiempo de Sertorio, en cuyo reverso se ve la figura de una cierva.
{5} «Ordenó, dice Mariana, un senado de los españoles principales.» Lib. III, cap. 12. En casi todos los escritores hemos hallado que aquel senado se compuso de romanos exclusivamente, y aun añaden que esto fue causa de que los españoles empezaran a disgustarse de Sertorio. Todo induce a creer que si algún español pudo ser admitido en aquella asamblea, la gran mayoría por lo menos debió ser de romanos, así por su mayor ilustración, como por ser sabido que Sertorio en el fondo de su corazón se conservó siempre romano, y que su defecto para España fue no haber querido renunciar nunca a ser ciudadano del Tíber.
{6} Fragmento de Tito Livio, publicado por Giovenazzi y Brunks, y citado por Romey.
{7} Sallust. Hist. lib. III.
{8} Pensamiento que expresó el gran Corneille en una de sus tragedias con aquel célebre verso que puso en boca de Sertorio:
Rome n'est plus dans Rome, elle est toute où je suis.
Roma no está ya en Roma, está donde estoy yo.
{9} Cítase, aunque dudan todavía algunos de su autenticidad, el siguiente epitafio que aquellos heroicos españoles dejaron escrito.
HIC MULTÆ QUÆ SE MANIBUS
Q. SERTORII TURMÆ, ET TERRÆ
MORTALIUM OMNIUM PARENTI
DEVOVERE, DUM, EO SUBLATO,
SUPERESSE TÆDERET, ET FORTITER
PUGNANDO INVICEM CECIDERE,
MORTE AD PRÆSENS OPTATA JACENT.
VALETE, POSTERI.
«En este sitio numerosas cohortes se sacrificaron a los manes de Q. Sertorio, y a la Tierra, madre de todos los hombres. Privados de su jefe, la vida se les hacia una carga pesada, y combatiendo unos con otros supieron darse la muerte, objeto de sus votos. Reciba la posteridad nuestro último adiós.»
{10} Val. Max. lib. VII. c. 6.