Filosofía en español 
Filosofía en español


Parte primera Edad antigua

Libro II España bajo la República romana

Capítulo V
Julio César en España
Desde 73 antes de J. C. hasta 48

Primera venida de César a España.– Vuelve en calidad de pretor.– Carácter ambicioso de César.– Su crueldad con los habitantes del monte Herminio.– Va a la Coruña y a Cádiz.– Ley para corregir la usura en España.– Enormes riquezas que saca de la Península.– Vuelve a Roma y compra con ellas la dignidad consular.– Primer triunvirato romano.– Triunfos de César en las Galias.– Pasa el Rubicón, y va a Roma contra Pompeyo.– Se hace dictador.– Viene tercera vez a España.– Asombrosa campaña en que vence a Petreyo y Afranio.– Somete también a Varrón en la Bética.– Hace a todos los moradores de Cádiz ciudadanos romanos.– Vuelve a Roma, y se hace otra vez dictador.– Gobernadores de España.
 

Sosegada España después de la guerra de Sertorio, aunque no tranquilos los ánimos, sino reprimidos hombres y pueblos bajo la férrea autoridad de los pretores, ningún acontecimiento notable que la historia haya trasmitido ocurrió por algunos años sino la venida de Julio César (69), que hubiera pasado también desapercibida, puesto que era entonces un simple cuestor militar, si este personaje no hubiera estado destinado a desempeñar tan gran papel en España y en el mundo. En esta ocasión se dejó ya revelar su grande alma; no con hechos brillantes, sino con una que podríamos llamar heroica flaqueza.

Visitando los pueblos en ejercicio de su cargo llegó a Cádiz, y habiendo visto en el famoso templo de Hércules el busto de Alejandro el Grande, dicen que lloró contemplando que a la edad en que Alejandro había conquistado ya un mundo, él no había hecho nada memorable{1}. Sin embargo no se habían ocultado ya a la perspicacia de Sila ni la ambición ni los altos pensamientos de César, puesto que antes de esta época había dicho ya de él: «este joven llegará a ser otro Mario.» Nada hizo entonces en España digno de especial mención. Ansioso de buscar ocasiones en que ganar gloria, regresó a Italia, donde fue obteniendo diferentes magistraturas.

Nueve años después volvió a España, ya en calidad de pretor (60). Ya entonces era conocido también su célebre dicho, cuando al pasar por una miserable aldea de los Alpes dijo a sus amigos: «Más querría ser el primero en esta aldea que el segundo en Roma.» A un hombre que venía poseído de tan elevadas y ambiciosas miras, no podía contentarle el estado de quietud en que encontró a España. Necesitaba, si no le había, discurrir un pretexto que le proporcionara medio y ocasión en que desarrollar la actividad de su genio y en que adquirir méritos para ir conquistando aquella soberanía, aquel primer puesto que tan anticipadamente ambicionaba. Diéronsele, a falta de otro, los habitantes del monte Herminio (sierra de la Estrella), de quienes supo que acuadrillados inquietaban las comarcas vecinas de aquella parte de la Lusitania, y a quienes excusado es decir que calificaba de bandidos y salteadores. Fuese, pues, contra ellos al frente de quince mil hombres, y so color de que sus casas eran unas guaridas perpetuas de ladrones, las hizo derruir obligándolos a abandonar la montaña y establecerse en las llanuras, degollando a los que rehusaban obedecer y persiguiendo a muerte a los fugitivos. Algunos de estos montañeses, hijos de los que tan temibles se habían hecho a Roma con Viriato y con Sertorio, lograron en su fuga ganar una de las pequeñas isletas de la costa de Galicia frente al puerto de Bayona, donde se creyeron seguros de las lanzas romanas. Pero habiendo observado César lo bajas que estaban las aguas por aquella parte, en balsas que al efecto mandó construir despachó un destacamento de sus tropas a la isla. Sobrevino luego la subida de la marea y se llevó las balsas. No les hicieron falta a los soldados romanos para volver; los herminienses los habían degollado a todos: uno solo quedó con vida, Publio Sceva, que salvándose a nado pudo llevar a César la noticia del desastre. Irritado el pretor con tan humillante golpe, pidió una flotilla a Cádiz, y embarcándose en ella con bastante gente, acabó con todos aquellos infelices, que el hambre tenía ya flacos, extenuados y sin fuerzas para defenderse. Así comenzaban su carrera en España todos los generales romanos.

Costeando desde allí César por el litoral de Galicia, arribó al puerto Brigantino (hoy la Coruña), cuyos habitantes, acostumbrados a navegar en botes o barcas de mimbres forradas con pieles, se sorprendieron grandemente a la vista de las naves romanas, con sus infladas velas, sus altos mástiles y sus adornadas proas, así como con las brillantes armaduras de los guerreros que en ellas iban: dejaron sin dificultad desembarcar los soldados, y sobrecogidos de una especie de estupor religioso, se sometieron a César.

Volvióse éste desde allí a Cádiz, sin emprender nuevas conquistas: ni el país le daba ocasión para ello, ni le interesaba entonces tanto conquistar como adquirir dinero. César ofreció en aquella sazón un ejemplo de cuánto es más fácil hacer leyes para reformar a otros que aplicarse la reforma a sí mismo. Dio una ley para refrenar la usura que en aquel tiempo ejercían los ricos con escándalo en España. Habíanse arrogado el derecho de despojar a los deudores de sus tierras, que ellos tampoco cuidaban de cultivar, con gran detrimento de la agricultura. César prohibió la expropiación forzosa por deudas, y limitó los derechos de los acreedores a las dos terceras partes de los productos de las fincas hasta la total extinción de los débitos. Con esto hizo un gran bien a las clases pobres. Pero hubiérale hecho mayor a toda España si él no se hubiera dado tanta prisa a amontonar riquezas. Cuando le fue conferido el gobierno de la Península, había estado él mismo detenido en Roma por las reclamaciones de sus acreedores, a quienes debía la enorme suma de ochocientos treinta talentos de oro (que equivalían a muchos millones de reales), sin poder partir hasta que el opulentísimo Craso hubo de salir por fiador suyo. Cuando volvió a Italia, es decir, en menos de dos años de pretorado en España, no solo llevó lo bastante para solventar sus deudas, sino que le quedó aun para ganar con larguezas gran número de amigos que le elevaran al consulado.

Obtuvo, pues, la dignidad consular (59), que prefirió a los honores del triunfo, Roma se hallaba dividida en dos bandos que capitaneaban Craso y Pompeyo. César supo ganarse la voluntad de ambos, y entre los tres se formó el primer triunvirato de que hace mención la historia romana. El senado elogió grandemente a César por haber dado fin a una rivalidad tan peligrosa para la república. Solo Catón comprendió que Roma había perdido su libertad. En efecto, los triunviros se hicieron dueños de la dirección de los negocios públicos, y Catón y Cicerón que se atrevieron a alzar su voz contra ellos, no hicieron sino exponerse a su venganza. César, para mejor asegurarse la amistad de Pompeyo, le dio en matrimonio su hija Julia. Todos tres habían estado en España: Pompeyo y César como generales: Craso, proscripto en tiempo de las guerras de Sila y Mario, había hallado en España una hospitalidad generosa, a que por cierto no había correspondido con gratitud{2}.

Trascurrido el año consular de César, y distribuido el mando de las provincias entre los triunviros, partió César para las Galias y la Iliria, cuyo gobierno le había tocado: Craso tomó el de Egipto, la Siria y la Macedonia; Pompeyo el de España. Los brillantes triunfos de César en las Galias le afirmaron más en su pensamiento de hacerse el soberano de la república. La muerte de Craso (57) disolvió el triunvirato, dejando ya solos frente a frente a César y Pompeyo. Amigos en la apariencia, pero rivales y enemigos en el fondo de su alma, el lazo de Julia, a quien ambos amaban tiernamente, el uno como padre, como esposo el otro, era el que los había mantenido exteriormente unidos. Murió Julia, y cesó ya entre ellos todo miramiento y consideración. Y como ambos aspiraban al mando supremo de la república, y ni Pompeyo sufría superior ni César sufría igual, pronto estalló la enemistad de un modo estruendoso y fatal para Roma, fatal también para España, que tuvo la desgracia de ser elegida teatro de sus sangrientas contiendas, como luego vamos a ver.

Pompeyo se había quedado en Roma, rigiendo desde allí la España por medio de sus lugartenientes. Primero llegó a ser nombrado cónsul único: después influyendo para que se nombraran cónsules enemigos de César, logró un decreto del senado mandando a César que resignara el mando del ejército. Contestó César que obedecería a condición de que se obligara también a Pompeyo a renunciar el mando del que en Roma había levantado contraviniendo a las leyes. El senado repitió la orden a César, intimándole que si no obedecía, sería declarado traidor a la patria. Comprometida y delicada era la situación de César: reflexiona, medita sobre ella y sobre los males de una guerra civil; pero dueño de las Galias, contando con un ejército aguerrido, victorioso y adicto a su persona, y con un partido numeroso que a fuerza de oro había ganado (que para esto le servía el oro de España y de las Galias), opta por la guerra: «la suerte está echada,» dice, y pasa el Rubicón{3}. Grande fue la consternación de Roma. Cicerón había preguntado a Pompeyo con qué fuerzas contaba para detener a César: «Me basta, respondió el presuntuoso romano, sacudir con el pie la tierra para hacer que broten legiones.» Al saberse la aproximación de César le dijo Favonio: «Ea, gran Pompeyo, da un golpe en la tierra, y haz que salgan las legiones prometidas.» Mas lo que hizo Pompeyo fue huir de Roma, olvidándose con la premura hasta de recoger el tesoro público, de que supo aprovecharse muy bien César. Retirado Pompeyo a Dirraquio, quedó César de dictador en Roma (49).

España va a ser el campo en que los dos grandes hombres se disputarán el imperio del universo. César encomienda a Marco Antonio la defensa de Italia, y él determina venir a España a combatir aquí a los generales de Pompeyo.

En todo el tiempo que había mediado desde su estancia como pretor, España había estado pacífica, con la paz de los oprimidos. Solo en el año 55 una gran muchedumbre de cántabros, llamados por sus hermanos y vecinos de las Galias, habían ido a darles socorro, conducidos por acreditados y valerosos jefes que habían hecho la guerra con Sertorio. Pero esta expedición había sido tan infortunada, que en ella ejecutaron los romanos una de aquellas carnicerías horribles con que hace estremecer la relación de las guerras de la antigüedad. Treinta y seis mil dicen que murieron{4}.

Desde entonces volvió a quedar tranquila. Viene ahora César con formidable ejército, dividido en dos grandes cuerpos, uno al mando de Fabio por los Pirineos, otro por la costa regido por él en persona. Los dos generales de Pompeyo, Afranio y Petronio, debían interceptar el paso a Fabio, mientras Varrón desde Cádiz había de enviar una flota contra César. Pero Varrón faltó, y Fabio atravesó los Pirineos sin obstáculo, y César desembarcó en Ampurias y tomó la vuelta del Ebro. Fabio acampó en la confluencia del Segre y del Cinca. Los pompeyanos lo hicieron en una colina a trescientos pasos de Lérida. Después de algunos encuentros parciales llegó César con novecientos jinetes, y formó el proyecto de incomunicar al enemigo con la ciudad. Empeñóse con este motivo un recio combate, en que después de haber perecido muchos soldados de César, logró todavía su ejército rechazar a los de Pompeyo y empujarlos hasta cerca de Lérida. Pronto conocieron que habían avanzado más de lo que les convenía. Una nueva fuerza de pompeyanos, la mayor parte españoles, cargó sobre ellos, y rompiendo sus filas recobró la posición disputada{5}.

Sobremanera apurada llegó a ser la situación de César. Encerrado con su ejército entre dos ríos, el Cinca y el Segre, cuyas aguas acrecidas con las abundantes lluvias de la primavera arrastraron con violencia los puentes y le cortaron toda comunicación, perecía de hambre viendo llegar a la opuesta orilla los carros de vituallas y municiones que de la Galia le enviaban, sin poder aprovecharse de ellos, y con riesgo de que cayeran en poder del enemigo. En tan crítica situación otro general de menos recursos que César hubiera caído de ánimo. Mas él, haciendo construir apresuradamente unos ligeros botes, logró pasar el Segre con parte de sus tropas, por un sitio cuya vista encubrían a los enemigos las eminencias vecinas. Tomando luego posición en un cerro, que fortificó, pudo echar un puente, por el cual pasó con la caballería, carros y tropas auxiliares de las Galias. Entonces toma la ofensiva y pone en fuga a los enemigos. En tan feliz ocasión llega la noticia de una victoria ganada por su escuadra sobre la de Pompeyo en las aguas de Marsella: difúndese la nueva por aquellas comarcas, y los lacetanos, ausetanos, cosetanos e ilercavones, que hasta entonces se habían mantenido neutrales, ofrecen a César su amistad, y le asisten con todo género de recursos. Otros pueblos del interior le envían igualmente diputados, manifestándole estar dispuestos a seguir sus banderas. Ya tenemos españoles militando en uno y otro partido: ¡lamentable ceguedad!

Con esto cambió completamente la situación de ambos ejércitos. Los generales de Pompeyo resolvieron llevar la guerra a la Celtiberia, donde contaban más parciales y esperaban poder sostenerse mejor: mas para eso tenían que cruzar el Ebro. Advertido de ello César, hace que su caballería, vadeando el Segre, pique la retaguardia del enemigo: al día siguiente la infantería pide atravesar el río a nado: César aparenta concedérselo como una gracia, como quien contemporiza con el ardor del soldado, y el ejército ejecuta esta difícil operación con el agua hasta el cuello sin desgraciarse un solo hombre. Entonces persigue, molesta, acosa al enemigo por medio de hábiles combinaciones, de diestras maniobras y de evoluciones rápidas y sabiamente entendidas. Proponíase César economizar la sangre de sus soldados, y vencer sin empeñar batalla: su estrategia traía aturdidos a Afranio y Petreyo, que por todas partes se hallaban cortados; con fingidas retiradas los atraía a las posiciones que le convenían más; sería difícil seguirle en todos sus movimientos. Reducidos los pompeyanos a una situación casi desesperada, piden un armisticio y se les concede: peor para ellos; los soldados de uno y otro ejército se mezclan, fraternizan, y se van dejando seducir de los cesarianos; nótalo Petreyo, y ejecuta crueles castigos en los débiles y arenga enérgicamente a los demás. Comprenden entonces ambos generales la necesidad de variar de plan, e intentan retroceder a Lérida: César los sigue, los envuelve y los hace detenerse a mitad de camino, donde pasan tres días faltos de agua y de víveres y sin poder moverse ni atrás ni adelante; intentan forzar las líneas de César, pero extenuados de hambre y de sed tienen que rendirse; piden capitulación, y se les concede bajo juramento de que regresarían a sus hogares para no volver a empuñar las armas contra César, y que los españoles se retirarían libremente a sus casas. Las condiciones fueron aceptadas y cumplidas.

Así terminó la primera campaña de César contra los generales de Pompeyo, casi sin efusión de sangre. La habilidad que desplegó en ella realzó al más alto punto su fama de gran capitán.

Fuéle aún más fácil la segunda. No quedaban ya en España más fuerzas pertenecientes a Pompeyo que las que mandaba Varrón en la Bética, en todo sobre veinte y cinco mil hombres. Había hecho Varrón construir muchas naves en Cádiz y Sevilla, y preparóse a todo evento trasladando a la casa del gobernador los tesoros del templo de Hércules Gaditano. No bastando esto a su codicia, exigió exorbitantes impuestos a las ciudades que sospechaba más adictas a César, con lo que se atrajo, como era natural, la animadversión de los pueblos. Suponiendo César muy fundadamente que con esto el espíritu público de aquellas provincias estaría muy inclinado a su favor, despachó al tribuno Casio para que invitara a las ciudades de la Bética a concurrir por medio de representantes a Córdoba, donde se hallaría él en determinado día. Hiciéronlo así la mayor parte de los pueblos, y César con seiscientos jinetes escogidos hizo su entrada en Córdoba, y recibió en audiencia, con aire ya de vencedor, a los magistrados de las ciudades.

Todavía intentó Varrón un golpe de mano sobre Córdoba; pero la ciudad, contenta con su nuevo huésped, le cerró las puertas. Revolvió sobre Carmona, y halló que la guarnición había sido arrojada por los habitantes. Un cuerpo de cinco mil españoles le abandonó retirándose a Sevilla. Perdido estaba Varrón; ni la posibilidad de huir le quedaba; no tuvo otro remedio que enviar un legado a César, ofreciéndole la sumisión con la única legión que le quedaba: admitióla César a condición de que hubiera de darle severa cuenta de su conducta.

Vióse entonces en Córdoba una escena sublime, afrentosa para Varrón, honrosa para César, consoladora para los pueblos. Congregó César la asamblea de los representantes; mandó comparecer a Varrón, y allí públicamente a presencia de los diputados le pidió estrecha cuenta de las sumas que arbitrariamente había exigido. César prometió solemnemente que sería restituido todo a las ciudades despojadas, y dando gracias a los mandatarios por el buen espíritu que estas en su favor habían manifestado, y ofreciéndoles su protección, despidióse de ellos dejándolos prendados de su generosidad y grandeza.

Desde allí pasó César a Cádiz, donde le esperaba igual acogida. Mandó devolver al templo de Hércules los tesoros extraídos por Varrón, y promulgó varios edictos de utilidad pública. Deseoso de corresponder al buen recibimiento de Cádiz, declaró a todos sus habitantes ciudadanos romanos, distinción en aquel tiempo muy envidiada. Así Cádiz, ciudad romana casi desde la expulsión de los cartagineses, acabó de romanizarse con este privilegio{6}.

Embarcóse seguidamente César para Italia en la misma flota construida por Varrón, dejando por gobernadores de España a Lépido y Casio. A su paso por las aguas de Marsella conquistó esta ciudad que se le mantenía enemiga, después de un sitio célebre que inmortalizó la patriótica musa de Lucano, y de regreso a Roma fue nombrado dictador.




{1} Sueton., in Vit. Cæsar.

{2} Había estado ocho meses oculto en una gruta, entre Ronda y Gibraltar, perteneciente al rico español Vibio Pacieco, el cual le prodigó allí toda clase de auxilios con la mayor solicitud y esmero. Cuando la suerte se volvió del lado de su partido, salió de la gruta, y con algunas tropas de su bando devasto el mismo país que le había servido de asilo. Málaga, que había estado un poco remisa en satisfacer un pedido suyo, fue inexorablemente saqueada. Por estos medios se hizo Craso el más opulento de los romanos. Así no es extraño que pudiera dar un día a todo el pueblo romano aquel célebre banquete en que hizo distribuir a cada convidado todo el trigo que podría comer en tres meses. Cuando murió en la guerra contra los parthos, un ciudadano romano hizo echar oro derretido en su boca para insultar su avaricia.

{3} Este paso del Rubicón adquirió tanta celebridad, porque había un decreto que declaraba enemigo de la patria al general que pasara con tropas armadas este pequeño riachuelo.

{4} Cæsar, de Bell. Gall. lib. III.

{5} «Los soldados de Afranio (que eran españoles en su mayoría), escribió después César, tenían una táctica singular: lanzábanse con impetuosidad sobre el enemigo, apoderábanse atrevidamente de una posición, y sin guardar filas combatían en pelotones. Si se veían obligados a ceder a fuerzas superiores, retirábanse sin bochorno, no creyendo que hubiese honor en resistir temerariamente. Los lusitanos y demás bárbaros los habían acostumbrado a este género de combate.» De Bell. Civ. lib. I.

{6} Flor. lib. IV.– Dion. Cass. l. XLI.– Plut. in Vitt. Cæsar.– Oros. lib. VI.– Cæsar, de Bell. Civ. lib. II.