Filosofía en español 
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Parte primera Edad antigua

Libro II España bajo la República romana

Capítulo VI
César y los Pompeyos
Desde 48 antes de J. C. hasta 44

Avidez del pretor Casio Longino.– Sublevaciones que produce.– Su muerte.– Famosa batalla de Farsalia entre César y Pompeyo, y sus consecuencias.– Cuádruple triunfo de César en Roma.– Los hijos de Pompeyo mueven de nuevo la guerra en España.– Viene César por cuarta vez.–Célebre batalla y sitio de Munda, en que César triunfa definitivamente de los Pompeyos.– Horribles crueldades del vencedor.– Muerte de Cneo Pompeyo.– Entrada de César en Córdoba.– En Sevilla.– Queda dueño de España.– Exacciones de César. Despoja el templo de Hércules.– Vuelve a Roma.– Es nombrado emperador y dictador perpetuo.– Le erigen altares.– Reforma la administración y las leyes.– Es asesinado.– Sexto Pompeyo se levanta de nuevo en la Celtiberia.– Transige el senado con él.– Fin de la guerra civil.
 

Tan encarnada estaba la codicia en los corazones de los romanos, que apenas volvió César la espalda, y no bien Casio Longino tomó posesión del gobierno de la Bética, olvidando la reciente lección que César había dado a Varrón en Córdoba, comenzó a ejercer con tanto escándalo exacciones, rapiñas y extorsiones de todo género, que ya no solo a los españoles, sino a los romanos mismos se hizo odioso y execrable. Unos y otros se conjuraron para deshacerse de él. Lucio Racilio, con pretexto de entregarle un memorial, le dio de puñaladas; pero no murió; y habiendo uno de los conjurados a fuerza de tormentos declarado sus cómplices, solo algunos pudieron salvar la vida a costa de grandes sumas de dinero. Ni por eso varió Casio de conducta. Nuevos actos de rapacidad y de tiranía excitaron la indignación general. El pueblo y la guarnición de Córdoba se alzaron contra él. Las tropas que debían embarcarse para África a reforzar el ejército de César se revolucionaron igualmente y se dirigieron a Córdoba a unirse a los sublevados. Acampados fuera de la ciudad, declararon unánimemente no reconocer a Casio por pretor, y aclamaron a Marcelo, oficial de mérito distinguido.

Casio Longino por su parte pide socorros a Lépido, pretor de la Tarraconense, y a Boyud, rey de la Mauritania. Cuando llegó Lépido y se informó de la verdadera causa de la insurrección, como hombre que se estimaba en algo a sí mismo abandonó a Casio, y se puso del lado de los cordobeses. Por un resto de consideración hacia su colega, le aconsejó que huyera si no quería perecer, y Casio hubo de seguir tan prudente consejo. En este tiempo espiró el término de su pretura, y no atreviéndose a ir a Roma por tierra, temeroso de atravesar unas provincias donde tan justo horror inspiraba su nombre, se embarcó en Málaga y siguió la costa hasta el Ebro. Una furiosa tempestad que se levantó a la boca de este río, hizo que se tragaran las olas al ávido pretor y al fruto de sus rapiñas. Desastroso fin, no sentido ni de romanos ni de españoles: la pérdida de aquellas riquezas fue lo único que sintieron.

Entretanto continuaba en otra parte la lucha entre César y Pompeyo, los dos antagonistas que se disputaban a costa de la humanidad el imperio del mundo. La famosa batalla de Farsalia, que dio argumento y título al poeta Lucano para su epopeya, decidió la gran querella en favor de César. Derrotado en ella todo el ejército de Pompeyo, vióse él mismo obligado a buscar su salvación en la fuga. Condújose César en aquella batalla memorable con generosidad no muy acostumbrada en los guerreros. Habiendo hallado en la tienda de Pompeyo el arca de su correspondencia, la mandó quemar toda sin leerla. No quiso saber quiénes eran sus enemigos. En esto imitó lo que Pompeyo había hecho con las cartas de Sertorio. Todos los grandes hombres tienen algunas virtudes comunes. Dícese también, que al reconocer el campo de batalla se entristeció, y aun lloró a la vista de tantos cadáveres enemigos, y que solo se consoló diciendo: «¡ellos lo han querido así!»

Desgraciado fue el fin del Gran Pompeyo, como casi el de todos los guerreros insignes. Fugitivo de Farsalia, fue llevado por su mala estrella a Egipto, cuyo rey había sido su pupilo, y cuyo padre había recibido muchos beneficios de Pompeyo. Y sin embargo, aquel ingrato rey le hizo asesinar traidoramente por hacerse buen lugar para con César; el cual cuando llegó a Egipto y le fue presentada la cabeza de su rival, derramó también lágrimas, y reprobando la traición mandó hacer solemnes exequias a los despojos mortales del que había sido su enemigo más terrible, pero también en otro tiempo su amigo, pariente y aliado.

Detuvieron a César en Egipto los afamados amores de Cleopatra, y cuando al cabo de ocho meses se desprendió de las delicias de Alejandría, de vuelta a Roma venció de paso a Farnacio, rey del Bósforo Cimerio, y a Deyotaro, rey de Armenia. Esta guerra fue la que contó a sus amigos con aquellas palabras que tan famosas se hicieron y que los siglos no olvidarán: veni, vidi, vici: llegué, vi, y vencí. Vuelto a Roma, fue nombrado tercera vez cónsul, y tercera vez dictador. En esto estalló de nuevo la guerra de África. Movíanla los partidarios de Pompeyo, Escipión, Lavieno, Catón, y Juba, rey de la Mauritania. César fue, y la terminó en seis meses: y declarando la Mauritania y la Numidia provincias romanas, y mandando reedificar a Cartago, volvióse a Italia. A pesar de tantas victorias, César no había tenido espacio todavía para recibir los honores triunfales. Entonces los recibió todos a un tiempo, y se prolongó su dictadura por diez años.

El mundo se hallaba ya como reposando de las sangrientas luchas que por tantos años le habían conmovido. España era el solo país que el genio fatal de la guerra no se había cansado aun de trabajar. Había sido la primera y tenía que ser la última en sufrir las calamidades de la contienda entre César y Pompeyo. Los hijos de éste, Cneo y Sexto, que habían heredado el genio belicoso de su padre, hicieron un llamamiento general a todos sus amigos de Europa, Asia y África, y resueltos a tentar un vigoroso esfuerzo contra el enemigo de su familia y de su nombre, vinieron ambos a España, Cneo con un ejército de tierra, con una armada Sexto su hermano. Comprendió César toda la importancia de esta nueva guerra, porque la pérdida de España le hubiera hecho todavía caer del solio de gloria que ocupaba ya.

Vino, pues, César por cuarta vez a España con su acostumbrada celeridad. A su arribo, las ciudades de la costa oriental se declararon a favor de su causa, como antes lo había hecho toda la España Citerior. Reunió apresuradamente sus tropas en Sagunto, y a marchas forzadas se puso sobre Obulco (Porcuna). La instantánea aparición de César desconcertó a los dos hermanos, que se hallaban, Sexto en Córdoba, Cneo sitiando a Ulia (Montemayor). La prodigiosa actividad del enemigo ni siquiera les había dado tiempo para aparejarse convenientemente a la defensa. Para colmo de su desgracia la flota de César mandada por Didio acababa de batir la de los Pompeyos en las aguas de Carteya.

Cruda y sanguinaria fue esta guerra, acaso más que ninguna otra de los romanos en España. Los sitios de Ategua y de Ucubi no ofrecerían sino un relato de horrores y de bárbaras venganzas que harían estremecer, ejecutadas principalmente por los jefes y soldados pompeyanos en los que se mostraban inclinados a César, de quien no habían querido los Pompeyos aceptar la batalla que les ofrecía en Ulia y en Córdoba. César se mostró más humano con los rendidos. En cambio en el sitio de Munda excedió a todos y se excedió a sí mismo en crueldad. ¡Triste y fatal profesión la de las armas, que no ha de haber con ellas gloria sin ir acompañada de lágrimas y sangre, si gloria verdadera es para el hombre la que a costa de la sangre y de las lágrimas de tantos millares de semejantes suyos adquiere!

Alzado el sitio de Ucubi, situóse el ejército de los Pompeyos hacia Aspavia, distante de allí cinco millas: pero rechazado pronto por las tropas de César y vivamente perseguido, después de alguna incertidumbre en su marcha, situóse en una llanura que se extendía a los alrededores de Munda{1}. Los dos ejércitos contaban con número casi igual de romanos y de españoles. Dos príncipes de la Mauritania iban también de auxiliares, el uno de Pompeyo, el otro de César. Pudiéramos llamar a esta guerra la guerra más civil de cuantas con este nombre se han conocido; puesto que en ella peleaban romanos con romanos, españoles con españoles, y africanos con africanos. Ambos ejércitos se temían: un sombrío presentimiento y una ansiedad inexplicable se advertían en los combatientes de uno y otro bando al prepararse a la pelea: los mismos jefes parecían penetrados de una melancolía profunda: todos iban a aventurar su gloria futura. La ventaja de la posición estaba por los pompeyanos, a quienes César provocaba a que descendieran de una pequeña eminencia que ocupaban. Los cesarianos tenían que cruzar un riachuelo que corría por terreno pantanoso. «El día, dice Hircio, estaba tan brillante y tan sereno, que parecía que los dioses inmortales le habían hecho expresamente para una batalla{2}.» César fue el primero que atacó. Con imponderable encarnizamiento comenzó el combate: las voces y los gritos espantosos de los soldados acompañaban el crujir de las armas y de los escudos.

Por una singularidad especial de esta batalla cesó de repente la vocería de unos y otros, y sucedió el más profundo silencio, de tal manera que en una muchedumbre de cien mil combatientes oíase solo el chocar de las lanzas y el ruido formidable de los aceros. Ni de una ni de otra parte se daba cuartel, ni de una parte ni de otra se perdía ni se ganaba un palmo de terreno. Las tropas de César fueron las primeras en dar señales de flaquear. César ardiendo en cólera se lanza en medio de sus soldados, los exhorta, les habla con la palabra y el ejemplo, y al ver que no alcanzaba a realentar su abatimiento, le asalta un instante la tentación de atravesarse con su espada. Contiénenle algunos soldados; «pues bien, les dice, seguidme;» y arrancando a uno de ello el escudo, «aquí quiero morir,» exclama, y se lanza espada en mano delante de todos al enemigo. A vista de esta acción todos se enardecen, y la pelea se renueva con terrible furor. De repente el príncipe africano Bogud, suponiendo mal guardados los reales de Pompeyo, los acomete; obsérvalo Labieno, uno de los jefes pompeyanos, y vuelve con su caballería a defenderlos. Esta evolución dio a César la victoria. Creyendo que Labieno huía, entra el desorden en las filas de Pompeyo y comienzan a cejar: los cesarianos los persiguen, y al grito de victoria siembran el campo de cadáveres. Treinta mil fueron los muertos, con tres mil caballeros romanos. Jamás batalla alguna fue tan comprometida para César: él mismo confesó que en todas había peleado por la gloria, en esta por defender su vida. Cneo Pompeyo a duras penas pudo salvarse con ciento cincuenta caballos que le siguieron a Carteya; Sexto pudo refugiarse en Córdoba (46).

Como muchos de los fugitivos se hubiesen retirado a Munda, César corrió a bloquearla, decidido a acabar con los restos de aquel grande ejército. Allí fue donde desplegó César una fiereza y una barbarie que estremece. Los treinta mil cadáveres del campo de batalla, decapitados y atravesados con sus mismas lanzas, sirvieron para hacer una trinchera en derredor de la ciudad; las cabezas clavadas en las picas las enseñaban a los sitiados... horroriza tanta ferocidad! Los sitiados después de una heroica resistencia, perecieron todos. Munda, yerma de defensores, pasó a poder del vencedor.

Cneo Pompeyo se dio a la vela desde Carteya en busca de asilo en alguna comarca apartada. César destacó en su seguimiento a Didio y Cesonio, que alcanzando la flotilla enemiga quemaron unas naves y destruyeron otras. Cneo, que iba herido, pudo tomar tierra y ocultarse en una gruta, donde descubierto por un soldado perdió la vida. Cesonio tuvo el odioso placer de presentar su cabeza a César que no permitió se expusiera al público. Así pereció Cneo Pompeyo, que pocos días antes había hecho balancear el poder de César, y que estuvo a punto de ser dueño de España y de toda la república.

Sexto, su hermano, previendo que no tardaría en ser atacado en Córdoba, salió de la ciudad so pretexto de tratar en persona con César, y se refugió al centro de la Celtiberia. El temor de Sexto era bien fundado. No tardó César en ponerse sobre la ciudad: los partidarios de Pompeyo temblaron, y también temblaron con razón; porque no era ya César aquel hombre humanitario y generoso de antes, sino un César desapiadado y cruel. Cambió de carácter como Sertorio al acercarse el término de su vida. Conociendo esto mismo un tal Escápula, resuelto a no caer vivo en manos del vencedor, dispuso un convite entre sus parientes y amigos, al que asistió él lujosamente vestido y perfumado. Después de haber distribuido sus riquezas entre los comensales, y haciendo encender una hoguera, mandó a uno de sus criados que le atravesara el pecho, y a otro que le arrojara en las llamas. ¡Serenidad bárbara y fiera! Los criados le dieron el feroz placer que apetecía. Este hecho acrecentó la discordia que ya reinaba dentro de la ciudad: unos opinaban por entregarse a César, otros por defenderse hasta el último trance: a horribles escenas dieron lugar los desórdenes interiores. A favor de la confusión y llamado por sus partidarios entró César en la ciudad, dentro de la cual tuvo todavía que combatir: mató, degolló, incendió y saqueó; más de veinte mil ciudadanos se dice que perecieron en aquella población predilecta de César, donde él mismo poseía casas y jardines de recreo. Allí plantó por su mano el famoso plátano que celebró la musa hispano-romana de Marcial{3}.

Dividida igualmente Sevilla en dos bandos, los unos llamaron a César, los otros a los lusitanos que se conservaban parciales de los Pompeyos. Primero lograron estos una sorpresa sobre las tropas de César; después fueron a su vez acuchillados por la caballería cesariana, y el vencedor de Pompeyo tomó posesión de la ciudad. Grande importancia debió darse en Roma a la conquista de Sevilla cuando se celebró con fiestas públicas, y se inscribió en el calendario romano. Acaso se la quiso solemnizar como la última conquista de César en la Península. Y éralo en rigor, porque Osuna y alguna otra ciudad de la Bética que restaba fueron ya sometidas sin dificultad (45).

Ya tenemos a César dueño de todas las provincias de España que hasta entonces tomaron parte en nuestras lides. Apresuráronse las ciudades, no solo a reconocerle, sino también a honrarle. El espíritu de adulación y de lisonja de los degenerados romanos había ido contagiando a los españoles, y los pueblos fueron cambiando sus antiguos nombres por otros que expresaran algunas de las virtudes del vencedor. Nertóbriga tomó el de Fama Julia, Astigis el de Claritas Julia, Illiturgo se llamó Forum Julium, Ebora Liberalitas Julia, Julióbriga se llamó otra ciudad, otra Colonia Cæsariana, y así otras muchas, levantándole al propio tiempo estatuas y altares, e inscribiendo sus alabanzas en mármoles y bronces.

César por su parte recibía en Cartagena, a guisa de monarca, diputados de casi todas las provincias españolas. Su objeto ostensible en la reunión de esta especie de asamblea era tratar de dar al país un gobierno y una organización civil y política. Pero otro pensamiento le preocupaba además. César no se olvidaba de sí mismo. Recordando a los diputados los beneficios que había dispensado al país, reconvínoles por su ingratitud y falta de reconocimiento. Ya suponía que estas palabras no serían perdidas para su fortuna particular. Necesitaba afianzar con el oro las glorias y conquistas hechas con el acero, y bien sabía ya por experiencia cómo se ganaban los sufragios de los comicios en el venal pueblo romano. Los diputados españoles comprendieron las indicaciones de César, y para desvanecer su desfavorable juicio le colmaron de dones y de tributos. Recogíalos César, pero no le bastaban. Bajo diversos pretextos de utilidad pública impuso a los pueblos crecidas contribuciones, de las cuales no poco refluía en sus arcas privadas. Por último, incurriendo en la propia flaqueza que él había castigado en Varrón, recogió aquellos tesoros del templo de Hércules de Cádiz que años antes había hecho él restituir a otro. Así César terminaba su carrera en España del mismo modo que la había comenzado por una parte con actos de crueldad, por otra dotando al país de algunas leyes útiles y sabias, y por otra acrecentando su fortuna y sacando de él riquezas inmensas. Sus beneficios fueron con largueza remunerados.

Al fin, dejando el gobierno de la España Citerior y de la Galia Narbonense a Lépido, y el de la Ulterior a Asinio Polión, que se dedicó a destruir las partidas de salteadores que de resultas de la guerra habían quedado, volvió César a Roma, donde le esperaban más lisonjas y adulaciones que en España.

Todo les parecía poco en Roma para honrar al vencedor de Munda. Hiciéronse públicos festejos, en que el pueblo se entregó a la más loca alegría. Permitiósele llevar siempre una corona de laurel, y asistir a las fiestas sentado en silla de oro. Se le hizo Dictador perpetuo, se le dio el nombre de Imperator, y el título de Padre de la patria. Erigiéronle una estatua con la inscripción: A César semi-dios, y la colocaron en el Capitolio frente a la de Júpiter. Decretáronsele honores divinos bajo el nombre de Júpiter Julio, y tuvo altares, templos y sacerdotes. El dictado de Rey era odioso para los romanos: no obstante Marco Antonio por un refinamiento de adulación le presentó un día una diadema; rehusóla César, y el pueblo prorrumpió en aplausos estrepitosos. César era entonces el ídolo de Roma, que seducida por sus hazañas, con el mismo entusiasmo con que antes había defendido su libertad se entregaba a la voluntad omnipotente de un hombre solo, cuyo primer siervo era el senado.

César, tan gran político como guerrero insigne, viendo consolidado su imperio, dedicóse a reformar la administración y las leyes. Cuéntase entre sus grandes reformas la famosa del Calendario, que entonces mereció la burla de Cicerón, y después las alabanzas de la posteridad. Aunque entre los títulos con que se le había condecorado se contaba el de Emperador, y en realidad obraba como tal, y puede considerársele como el verdadero fundador del imperio, dejó subsistir las formas republicanas, contento con ser dictador vitalicio.

Poco tiempo gozó de tanta autoridad y de tan desusados honores. Pronto se formó contra él una conspiración, en que entraban unos por odio a la tiranía, otros por personales resentimientos: de estos era Cayo Casio, alma y autor de la conjuración; de los primeros Junio Bruto, escritor instruido, que había abrazado la doctrina de los estoicos, a quien César había colmado de mercedes, y hasta solía llamarle su hijo. César recibió varios avisos de los planes que contra su vida se tramaban, pero no quiso creerlos. Lleno de confianza entró un día en el senado: vióse al punto rodeado de asesinos, que cayendo sobre él le cosieron a puñaladas. Como entre ellos viese a Bruto blandiendo el puñal sobre su cabeza: «¡y tú también, hijo mío!» exclamó; y cayó a los pies de la estatua de Pompeyo (44). Así pereció a los cincuenta y seis años de edad aquel hombre extraordinario, de quien se dice que había ganado quinientas batallas, y tomado por asalto mil ciudades: gran orador, político profundo, y escritor distinguido{4}.

Mientras esto pasaba en Roma, en España renacía el mal apagado fuego de la guerra civil, que la presencia de César había contenido. Sexto Pompeyo, a quien dejamos refugiado en la Celtiberia, comenzó a moverse de nuevo, allá por la Lusitania, ayudado por dos príncipes africanos, que el África se mezclaba entonces frecuentemente en las cuestiones de España, y por muchos indígenas, que o bien por un resto de afición a los pompeyanos, o bien por el instinto de independencia propio de aquellas poblaciones, se agregaron a la nueva bandera. Habiendo acudido Polión a sofocar este alzamiento, derrotóle Pompeyo con pérdida de la mitad de sus tropas, y el ejército pompeyano quedó en actitud de recorrer libremente toda la España central desde la Lacetania hasta la Bética.

Llegaron estas nuevas a Roma cuando César acababa de caer bajo el puñal asesino. La situación era grave; privado el senado de aquel brazo poderoso, quiso atajar pronto el fuego nuevamente encendido en España, y dispuesto a transigir antes que exponerse otra vez a las eventualidades de una guerra, ofreció a Sexto Pompeyo el mando en jefe de toda la armada de la república a condición de que desistiera de la lucha emprendida. Aceptó Sexto con gusto la proposición, y licenciando su ejército partió para Italia a posesionarse de su nuevo cargo.

Así terminó la famosa guerra civil romano-hispana entre César y los Pompeyos, casi abierta todavía la tumba de César.




{1} Esta ciudad, célebre por haberse decidido en su campo la lucha en que César y Pompeyo se disputaban el imperio del mundo, se ha creído mucho tiempo que fuese la actual Monda, en la provincia y a seis leguas de Málaga. Así lo han creído y consignado, inducidos acaso por la semejanza de los nombres, Morales, Mariana, Ferreras y otros historiadores españoles, a quienes generalmente han seguido los escritores extranjeros. Ya el erudito Pérez Bayer demostró que las relaciones históricas de Floro, Hircio, Suetonio, Patérculo, Dion y otros autores latinos, referentes a la batalla de Munda, no podían aplicarse a la actual Monda: él creyó que correspondían mejor a Monturque. Pero el señor don Miguel Cortés, en su Diccionario Geográfico-histórico de la España antigua, ha demostrado deber fijarse en Montilla, cuyo nombre pudo ser derivación corrompida de Munda illa. Prescindiendo de lo más o menos verosímil de esta derivación, lo que nos hace adherirnos a la opinión del señor Cortés es el ajustarse a la posición de Montilla mejor que a otra población alguna las circunstancias de territorio y de lugar, y las distancias respectivas de las demás poblaciones contiguas que anduvieron los romanos de uno y otro ejército antes de acampar en Munda, según los diferentes relatos de los historiadores latinos, las cuales todas con vienen a Montilla. Había otra Munda más antigua en la Bastitania, que sonaba ya en las guerras de los Escipiones.

{2} Hist. de Bell. Hispan.

{3} «Plátano amado de los dioses, dijo Marcial, no temas ni el fuego ni el hierro sacrílego. Tu duración y tu lozanía serán eternas, porque es la mano de César la que te ha plantado.» Lib. IX, cap. 62.

{4} Suetonio y Plutarco en la vida de César.– Eutrop. Brev. rerum roman.– Dion Cassio, Floro, Velleyo Paterculo, y otros.