Filosofía en español 
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Parte primera Edad antigua

Libro II España bajo la República romana

Capítulo VII
Augusto. Guerra cantábrica
Desde 44 antes de J. C. hasta 19

Segundo triunvirato romano.– Octavio triunviro.– Venga la muerte de César.– Sucesivamente se deshace de Lépido y de Marco Antonio.– Octavio emperador, cónsul, procónsul, tribuno perpetuo, gran pontífice, Augusto.– Sucesos de España.– Octavio la hace tributaria del imperio.– ERA ESPAÑOLA.– Nueva división de provincias.– Guerra cantábrica.– Viene Augusto en persona a combatir a los cántabros.– Bravura de estos y su sistema de guerra.– Mortificación de Augusto.– Se retira a Tarragona.– Los cántabros sitiados en el monte Medulio.– Rasgos de ruda heroicidad.– Los astures. Sitio y rendición de Lancia.– Augusto vuelve a Roma y cierra el templo de Jano.– Segunda guerra cantábrica.– Agripa.– Sumisión de los cántabros.– España provincia del imperio.– Paz octaviana.
 

Después de la muerte de César formóse en Roma el segundo triunvirato (43), compuesto de Marco Antonio, Lépido, y Octavio u Octaviano, sobrino de César, a quien éste había nombrado su heredero; joven de 19 años, que había estado algún tiempo al lado de su tío en las guerras de España, y de quien nadie sospechaba entonces que pudiera ser el futuro gobernador del mundo. Repartiéronse entre sí estos triunviros las provincias al modo que lo habían hecho los primeros. Tocóles en esta distribución, a Lépido la España con la Galia Narbonense, a Antonio todas las demás Galias, y a Octavio la Italia, el África, la Sicilia y la Cerdeña.

El joven Octavio, con un talento superior para la intriga política, comenzó por ganarse a los partidarios de César divinizando a este y colocando su estatua en el templo de Venus genitrix con una estrella sobre la cabeza. A su vez supo atraerse con oro y con fiestas a los republicanos mismos enemigos de César, a quienes asustaba la tiranía de Antonio. Primeramente combatió a Antonio con Decio Bruto y los amigos ardientes de la república; después, hecho cónsul antes de cumplir los veinte años, se constituyó a su turno vengador de los asesinos de César, y para resistir a los republicanos que seguían las banderas de Bruto y Casio, se confederó con Antonio y Lépido, que ya le necesitaban. Entonces fue cuando se formó el triunvirato, cuyo triunfo sobre la república se aseguró con la batalla de Filipos, en que Octavio hizo cortar la cabeza a Bruto, que como Casio se había dado la muerte, para arrojarla a los pies de la estatua de César, según había prometido. Esto decidió de la libertad romana. Siguióse la guerra civil de Perusa, que concluyó con el saqueo de la ciudad y con el sacrificio de trescientos senadores inmolados por Octavio sobre el altar de César. Al regreso de Antonio se hizo nueva partición, en que Octavio tomó para sí la España, dejando el África a Lépido (41). Sucesivamente y con diversos pretextos y en diferentes guerras que no son de nuestra historia, fue Octavio deshaciéndose de sus dos colegas: perdió a Lépido el auxilio que dio a Sexto Pompeyo; perdieron a Antonio los amores de Cleopatra. Octavio, vencedor de los triunviros y vencedor de los republicanos, consultó con sus amigos Agripa y Mecenas, si conservaría la república o se haría emperador. Agripa le aconsejó la conservación de la república para su gloria. Mecenas le aconsejó el imperio para su seguridad y para la felicidad del pueblo romano. Octavio optó por lo último, pero sin abolir repentinamente la república.

Fue, pues, Octavio César pasando por todas las magistraturas republicanas, y haciéndose respetable a los romanos con los nombres de emperador, cónsul, procónsul, tribuno perpetuo, censor, gran pontífice, príncipe del senado y padre de la patria. Al fin de su séptimo consulado fue a declarar al senado que quería renunciar la potestad suprema; no se le admitió la abdicación, y el senado le saludó entonces con el nombre de Augusto, para significar un poder casi divino, nombre que conservó ya siempre: y el título de Imperator no fue ya solo una denominación honorífica, ni la expresión del mando de los ejércitos, sino la representación de la autoridad suprema. «De este modo, dice un escritor ilustre, el hombre más desprovisto de virtud guerrera obtuvo la supremacía en una época en que solo se hacía fortuna con las armas. Cuatrocientos mil soldados le bastaron para tener a raya a ciento veinte millones de súbditos, y a cuatro millones de ciudadanos romanos, y para dar reposo al mundo, él que no había cesado de alterar la república. Acaso debió Octavio su fortuna a la circunstancia de temérsele poco. Un mancebo, o bien un niño, como le llamaba Cicerón, no hacía sombra a los senadores, a quienes se mostraba sumiso, ni al pueblo, puesto que defendía sus derechos.»

Hasta este tiempo pocos sucesos notables habían ocurrido en España. Octavio, como César, honró la fidelidad española, creando para sí una guardia de tres mil españoles de Calagurris (Calahorra): que de este modo demostraban los mismos conquistadores de España el aprecio en que tenían la nativa lealtad de los hijos de este suelo. Por este tiempo se vio también por primera vez a un español, Cornelio Balbo, hechura de César, elevado a la dignidad consular, que ningún extranjero había obtenido todavía.

En las guerras del triunvirato había habido también algunos movimientos en España en favor del uno o del otro de los triunviros; movimientos que fueron apagados por los gobernadores de Roma, y que sirvieron a estos de pretexto para seguir explotando las riquezas del país, y para recibir en Roma honores triunfales poco merecidos. Mezcláronse también en estas revueltas los dos príncipes africanos que antes habían peleado el uno por César y el otro por Pompeyo, declarándose ahora por Antonio el uno y por Octavio el otro. Bogud, el partidario de Antonio, fue derrotado en una sangrienta batalla, y arrojado de España, perdiendo además sus estados de África.

Bajo el imperio de Octavio sufre España una trasformación completa en su organización política y civil. Aquellas comarcas, provincias o pequeñas naciones, tan varias y distintas, tan independientes entre sí, tan faltas de unidad, van a constituir ya todas un solo cuerpo de nación, una sola provincia sujeta al régimen de un hombre solo. El nuevo dominador del mundo declara a toda España tributaria del imperio romano, pero al tiempo que la hace tributaria, le da la unidad que no había tenido nunca, sujetándola a un centro común y a unas mismas leyes (38): novedad importante, que constituyó como un nuevo punto de partida para España en su marcha al través de los siglos. Desde el año 38 antes de J. C. en que se verificó este acto solemne de incorporación, comenzó un sistema cronológico peculiar para España, que se denominó Era española, o Era de Augusto, y desde cuya época siguió rigiendo como base de su cronología histórica, hasta que andando el tiempo se abolió para adoptar la cronología general de la era cristiana{1}.

Afectando Augusto querer gobernar con el senado, dividió con él la administración de las provincias, dejando a aquel con estudiada política las más sumisas y pacíficas, y reservando para sí las fronterizas o las más inquietas en que acampaban las legiones, quedando así, en todo caso, dueño de la fuerza y de las armas. En este concepto hizo también de España dos provincias, una senatorial y otra imperial. Dio al senado la Bética, y se asignó a sí el resto de la Península, del cual hizo después una doble provincia con los nombres de Lusitana y Tarraconense, regidas por gobernadores o legados a la vez civiles y militares. En la distribución que hizo de todas las fuerzas del ejército, destinó a España solo tres legiones de las veinte y cinco que había conservado para sí; prueba de la confianza que ya tenía en la sumisión de estas regiones, acaso por la tendencia que ellas mismas, halagadas por los beneficios de la administración de Octavio tan distinta de la de los tiranos pretores, manifestaban a adoptar las leyes, el régimen, los usos y costumbres romanas.

Pero aun existían en España pueblos, comarcas enteras que no habían recibido el yugo de Roma. Todavía los cántabros y astures se mantenían independientes y libres. Todavía aquellos fieros y rudos montañeses desde sus rústicas y ásperas guaridas se atrevían a desafiar a los dominadores de España y del mundo. Siglos enteros hacía que España encerraba en su seno conquistadores extraños; ni cartagineses ni romanos habían penetrado todavía entre las breñas y sinuosos valles en que habitaban aquellas indomables gentes, que inaccesibles a las armas y a la civilización conservaban toda la rudeza de costumbres con que en otro lugar los hemos descrito{2}. Era ya Octavio Augusto señor del mundo, y creíale todo pacíficamente sumiso a Roma y a su imperio, y todavía no lo estaban unos pocos habitantes de la península española. No podía Augusto sufrir que en un rincón de España hubiera quien no reconociese la autoridad del dominador del orbe.

Algunas excursiones de los cántabros y astures hasta las vecinas comarcas de los autrigones, de los murbogas y de los vacceos, sujetas ya al imperio, debieron hacer conocer a los romanos la bravura y ferocidad de aquellos hombres agrestes, y aun darles alguna inquietud y cuidado. Ello es que el emperador romano no se desdeñó de venir en persona a dar impulso y vigor a aquella guerra que parecía no deber fijar siquiera la atención de quien tan acostumbrado estaba a ver sometérsele tantos y tan vastos reinos. Vino pues Augusto (26) al frente de un ejército, que dividió en dos cuerpos, de los cuales destinó uno al mando del pretor Carisio contra los astures, y con el otro marchó él contra los cántabros.

Estableció Augusto sus reales en Segisamo (Sasamón, entre Burgos y el Ebro), donde hizo todo lo posible por comprometer y obligar a los enemigos a venir a una batalla general. Tarea inútil para aquellos montañeses, a quienes agradaba más y era más ventajoso molestar a los romanos con repentinas irrupciones, bruscas acometidas y rápidas retiradas, sin que las pesadas legiones imperiales pudieran nunca darles alcance ni menos penetrar en sus rústicas guaridas. Apareciendo y desapareciendo súbitamente y con agilidad maravillosa, peleando en pequeños grupos y pelotones, teniendo a los imperiales en continua alerta y zozobra, y no dejándoles gozar momento de seguridad ni de reposo, traíanlos fatigados, inquietos y desesperados. En vano Augusto hizo que una armada concurriera a ayudar por la costa sus operaciones militares. Los cántabros se concentraban dentro de sus rocas, y desde allí repetían los asaltos, sin que hubiera medio de empeñarlos en más formal combate.

Cansado Augusto y mortificado con tan obstinada resistencia, habiendo caído además enfermo, retiróse al cabo de algunos meses a Tarragona, dejando a Cayo Antistio el mando del ejército y el cargo de aquella guerra. Más afortunado o más hábil Antistio, en ocasión que los cántabros habían necesitado bajar a la llanura, acaso en busca de mantenimientos, logró por medio de una simulada fuga atraerlos a sitio donde tuvieron que empeñar una acción general, en la cual quedaron victoriosas las armas romanas. Fue este primer desastre de los cántabros cerca de Vellica, no lejos de las fuentes del Ebro{3}. Trataron los fugitivos de ganar el monte Vindio, y hallando los romanos apostados ya en Aracillum (hoy Aradillos, a media legua de Reinosa), viéronse forzados a buscar un asilo en el monte Medulio; inexpugnable posición, si allí hubieran intentado atacarlos los romanos. Mas estos tuvieron por mejor y más seguro circunvalar la montaña, haciendo en derredor y en un círculo de quince millas un profundo foso, y construyendo en toda la línea gran número de torres, de la misma manera que si pusiesen sitio a una ciudad. Una vez que los cántabros allí encerrados no tentaron en un principio romper la línea enemiga, érales ya después imposible el escapar.

Vióse entonces una de aquellas resoluciones de rudo heroísmo de que España había dado ya tantos ejemplos, y que siempre admiraban a los romanos. Aquellos hombres de ánimo indómito, prefiriendo la muerte a la esclavitud, diéronsela a sí mismos peleando entre sí, o tomando el tósigo o venenoso zumo que para tales casos siempre prevenido llevaban. Añaden algunos, que los romanos, aprovechando aquella confusión, cayeron sobre los heroicos y desesperados combatientes, lo cual es muy verosímil, y que los que vivos caían en sus manos eran crucificados, siendo tal el desprecio de la muerte y la bárbara serenidad de aquella gente independiente y fiera en el tormento, que sucumbían en la cruz cantando himnos guerreros{4}. Así subyugaron por primera vez la Cantabria, si subyugar se puede llamar esto, las armas de Roma.

Publio Carisio se había dirigido con su ejército contra los astures. Afírmase por algunos que el mismo Augusto en persona mandaba otra vez la mitad de estas tropas. Un cuerpo de astures que se encaminaba a Galicia o Lusitania, fue alcanzado y detenido por Carisio, que después de un sangriento y sostenido combate que obligó al orgulloso romano a decir públicamente que le había maravillado la bravura de aquellos guerreros, y que por lo menos no era inferior a la de los soldados romanos, los forzó a retirarse a Lancia, ciudad situada sobre Sollanzo a nueve millas de donde hoy está León. Sitióles allí el mismo Augusto. La ciudad fue defendida con denuedo admirable, pero reducidos ya a tan pocos que era imposible prolongar más la defensa, hubieron de rendirse, siendo los más valientes de ellos vendidos como esclavos. Sucedió esto al empezar el nono consulado de Augusto{5}.

Visitó luego Augusto los países conquistados, y deseando dejar asegurada en ellos la tranquilidad, hizo lo que había practicado César con los habitantes del monte Herminio, obligar a los moradores de las montañas a desamparar las fragosas breñas y bajar a los lugares descubiertos y llanos. A los soldados que habían cumplido el término de su empeño mandó distribuir campos y tierras; que era el fundamento de las colonias. Así se fundó Emérita Augusta, hoy Mérida, habiendo tenido el cargo de dirigir los trabajos de aquellos veteranos el mismo Carisio, como se ve en las monedas que se conservan de aquel tiempo, en que se hallan de un lado el nombre de Augusto y de otro los de Carisio y Emérita. Otras ciudades tomaron el sobrenombre de augustas, como Cæsar-Augusta, la antigua Salduba y hoy Zaragoza; Pax-Augusta, hoy Badajoz; Braccara-Augusta, hoy Braga, y otras. Fundóse igualmente en aquel tiempo la ciudad de León con el nombre de Legio septima gemina, correspondiente al de las legiones que allí quedaron con el especial objeto de vigilar y en caso necesario reprimir a los bravos astures. Otros varios monumentos quedaron de Augusto en España. Cuéntase entre ellos el templo de Janus-Augustus en Écija; un bello puente sobre el Ebro; las Turres Augusti, elevadas en forma piramidal sobre el río Ulla en Galicia, y las Aras Sextianas en el cabo de Torres de Asturias, unas y otras erigidas por Sextio Apuleyo, uno de los jefes romanos de la expedición cantábrica, y dedicadas a Augusto, como términos de las victorias que consiguió bajo sus auspicios.

Vuelto Augusto a Tarragona, recibió allí embajadores de la India Oriental y de la Escitia, que atraídos de la fama de su nombre venían a ofrecerle amistad. Y dejando a Lucio Emilio el mando del ejército de la Tarraconense, y el gobierno de esta provincia y de la Lusitania a Publio Carisio en concepto de legado augustal, partióse para Roma, donde cerró por cuarta vez el templo de Jano, suponiendo que España y el mundo quedaban en largo y completo reposo{6}.

Grandemente equivocado fue este juicio respecto de España. Los cántabros y astures, conservando vivo el odio a los romanos, no pudiendo vivir sin libertad, irritados acaso también con las violencias de los conquistadores, y deseando vengar las injurias pasadas, dieron principio a otra lucha aún más brava y feroz que la primera. Emilio y Carisio que fueron a sujetarlos entraron devastando sus campos, incendiando sus rústicas viviendas, y cortando las manos a los prisioneros, según las bárbaras leyes de la guerra de la civilizada Roma. Aunque pareció quedar sujetos por entonces, fuéle preciso todavía a Cayo Furio, sucesor de Emilio, guerrear otra vez con aquella gente, la sola en el mundo que traía entretenidas las legiones romanas, y a las cuales por tanto no cabía en lo posible resistir. Furio los venció también, y redujo a esclavitud todos los prisioneros. Si imposible era a los cántabros y astures vencer, también la esclavitud les era insoportable. Así pasado algún tiempo concertáronse entre sí aquellos mismos esclavos, mataron a sus señores y dueños, ganaron los montes y riscos, y no les fue difícil conmover todo el país y alzarlo en masa.

Infundía ya pavor a los romanos tan indómita gente. Arredrábalos la idea de tener que exterminar aquella raza feroz si habían de vencerla, y asombrábalos tanta obstinación y porfía, tanto desprecio de la vida. Pero no podía tampoco el señor del mundo dejar vivo y sin apagar aquel fuego, aquel foco perenne de rebelión, más temible en España que en otra parte alguna. Así hubo de enviar a sujetarlos a su mismo yerno M. Agripa, que envanecido por sus victorias contra los germanos, gente también belicosa y fiera, creyó reducir con la misma facilidad a los cántabros y astures{7}. Pronto recibió el desengaño: tan impetuoso fue el primer arranque de aquellos españoles, tanto impuso a las nuevas legiones romanas el formidable aspecto de aquellos montañeses, que entrando el desaliento y la consternación en sus filas, hubo de sufrir la humillación de retirarse el vencedor de la Germania. Tuvo que tomarse tiempo para restablecer la disciplina de su ejército, para reanimar con castigos y con arengas el abatido valor de sus soldados. Notable fue la severidad que usó con la legión llamada Augusta, una de las que con más cobardía se habían conducido en el combate. Agripa la declaró indigna de llevar aquel nombre y la disolvió toda entera. Este ruidoso y ejemplar castigo surtió su efecto, picando el pundonor de las demás legiones.

Cuando ya tuvo sus tropas mejor dispuestas, emprendió de nuevo la campaña, y habiendo tenido la suerte de sorprender a los cántabros en una llanura, empeñólos en una acción general en que quedó vencedor. No dejó con vida un solo hombre de los que cayeron en sus manos: destruyó todas sus viviendas de la montaña; hizo a los ancianos, mujeres y niños bajar a morar a los llanos, no sin que presenciara horribles escenas de madres que mataban a sus hijos, de hijos que daban la muerte a sus padres de orden de ellos mismos, no queriendo conservar la vida con la esclavitud. Agripa hizo ocupar militarmente todo el país{8}.

Gran sensación y extraordinario contento causó en Roma la terminación de la guerra cantábrica (19). Con ella quedó sujeta toda España, con ella acabó de perder su libertad después de dos siglos de heroica e incesante lucha. «España, repetimos con Tito Livio, el primer país del continente que invadieron las armas romanas, fue el postrero que se sometió.» Desde Escipión hasta Agripa habían mediado doscientos años. Este es el mayor elogio que puede hacerse del genio indomable de los hijos de esta región del mundo. España quedó reducida a provincia del imperio.

Siguióse una paz, que se llamó proverbialmente paz Octaviana: aquella paz de que dijo Tácito: ubi solitudinem faciunt, pacem apellant.




{1} Se contó por la era española en Cataluña hasta 1180, en Aragón hasta 1350, en Castilla hasta 1383. Para reducir la era española a la era cristiana no hay sino rebajar 38 años.

{2} Cap. 1. del lib. I. de esta historia..

{3} Dion Cass. lib. LI. y LIII.– Flor. lib. IV.– Oros. lib. VI.

{4} Supónese ser de este tiempo un fragmento de canción bélica hallado por Humboldt en Vizcaya en los manuscritos de un tal Juan Ibáñez en 1590, visitando los archivos de aquella provincia. Cópiale Rosseew-Saint-Hilaire en el Apéndice I del tomo 1 de su Historia de España.

{5} Mariana y otros autores varían en la relación de algunas circunstancias de estas guerras, no sabemos con qué fundamento. Nosotros hemos seguido aquello en que hallamos convenir más las antiguas historias latinas, no muy explicitas y claras en lo relativo a estos acontecimientos.

{6} Este templo, que se conservaba siempre abierto mientras Roma tenia pendiente alguna guerra, habíase cerrado solas tres veces en los siete siglos que Roma llevaba de existencia: la primera en tiempo de Numa, la segunda cuando terminó la guerra púnica, la tercera después que Octavio venció a Marco Antonio. La cuarta fue ésta.

{7} Mariana hace venir ya a Agripa desde la primera guerra cantábrica, lo cual está en contradicción con todas las historias antiguas, que le suponen en aquel tiempo ocupado en otra parte.

{8} Dion Cass. lib. LIV.– Paterc. lib. II.– Flor. lib. II.