Filosofía en español 
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Parte primera Edad antigua

Libro II España bajo la República romana

Capítulo VIII
Situación de España
Desde la expulsión de los cartagineses hasta su completa sumisión al imperio romano

Examínanse las causas de la guerra.– De su duración.– De su resultado.– Por parte de los romanos.– Por parte de los españoles.– Gobierno de España durante las guerras de la república.– Pretores.– Cuestores.– Lo que excitaba su avidez.– Influencia de las riquezas en Roma.– Venalidad. Desmoralización.– Escandaloso lujo de los patricios.– Miseria de la plebe.– Causas que prepararon el gobierno imperial.– Estado intelectual de España en este tiempo.– Respectiva civilización de los habitantes de las diferentes comarcas españolas.– Poetas cordobeses.– Influjo de Sertorio en la civilización de España.– Idem de Augusto.– Reflexiones.
 

La paz que después de tan largos siglos de luchas alcanzamos; la sumisión total de España a Roma, y el tránsito del gobierno republicano al imperial, todo ofrece al historiador ocasión oportuna para dar a sus lectores y darse a sí mismo un momento de descanso, que bien lo hemos unos y otros menester para reposar de las aflictivas y enojosas relaciones de guerras y batallas, de tantas escenas de dolor, de desolación y de sangre, sin que nos haya sido posible aliviar de ellas a nuestros lectores, por más que hayamos procurado aligerarlas; que tal es la naturaleza de estos periodos históricos en que la suerte de los pueblos depende solo de la suerte de las armas. Parécenos haber llegado a la cumbre de una altura, desde donde más tranquilos podemos contemplar la marcha de los mismos sucesos y examinar su influencia en la condición física y moral del país.

¿Quién provocó esta lucha secular? ¿Cómo tan dilatado espacio de tiempo se sostuvo? ¿Por qué se malograron los heroicos esfuerzos de los españoles? ¿Por qué fue tan lenta la conquista por parte de los romanos?

El pensamiento perpetuo de Roma era conquistar. Lo disimuló en España mientras tuvo en ella otros enemigos que combatir. Convínole entonces mostrarse generosa con los españoles, fingirse su aliada y amiga. Vencidos y expulsados los cartagineses, varió de todo punto la política de Roma. A la conducta en lo general noble y generosa de los Escipiones, bien fuese dictada por los sentimientos de su corazón, bien producto de un sistema político prudentemente calculado, reemplazaron las vejaciones, las crueldades y las estafas de los pretores, avarientos casi todos, traidores y aleves muchos, tiránicos y opresores los más. Si alguno se mostraba desinteresado como Catón, o humanitario y conciliador como Graco, divisábase apenas entre la turba de los Galbas y los Lúculos, de los Didios y los Crasos, que unían a la rapacidad el desenfreno, y a la crueldad la alevosía. Roma, que desde la expulsión de los cartagineses había arrojado la máscara como conquistadora, aprovechándose de tener sus legiones apoderadas de una gran parte de España, la arrojó también como explotadora, permitiendo y tolerando, ya que mandando no, el desastroso sistema de sus gobernadores militares, especie de soberanos y tiranuelos consentidos y casi autorizados.

Y casi autorizados; porque el senado y los cónsules, si no aplaudían abiertamente las exacciones y las estafas de los prevaricadores, gustábales por lo menos ver como refluía en la ciudad el oro y la sustancia de este rico país, a cuya participación acaso no eran ajenos ellos mismos. La breve duración de aquellos cargos producía dos efectos, ambos fatales para España; la rapidez con que los pretores procuraban enriquecerse en el corto período de su magistratura, y la esperanza que todos tenían de que les tocara el turno de desempeñarla. Para mal de los españoles, Roma emprendió su conquista en la época en que iban desapareciendo las antiguas virtudes de la república, en la época en que los honores triunfales, los sufragios del pueblo y del senado, los más elevados cargos del ejército y de la administración, se obtenían y ganaban a precio de oro. De poco servía que algunos senadores preservados de la general desmoralización levantaran una voz amiga en favor de la desventurada España; que se formara en el senado un partido que se denominó español; que los Escipiones y los Catones pronunciaran enérgicos discursos pidiendo el castigo de los pretores avaros y criminales: su voz se ahogaba ante una mayoría corrompida o ganada con el mismo oro que constituía el motivo de la acusación, y los procesados pretores salían absueltos. ¿Qué valía que a costa de esfuerzos arrancara Pisón una ley autorizando a los pueblos de España para denunciar las depredaciones de los jefes militares, y pedir la debida responsabilidad e indemnización? ¿A qué, si este derecho había de ser ilusorio? Más de una vez pasaron el mar y llegaron hasta el senado los lamentos de los pueblos oprimidos, expresados por embajadores enviados al efecto: pero la impunidad en que quedaban los acusados, la presencia siempre amenazante de las armas romanas en la Península, todo hacía que los españoles contemplaran inútil apelar al senado en demanda de justicia. El mismo Cicerón que presenciaba ya la caída de la república, Cicerón que pasaba por más circunspecto y más tímido que Catón, se atrevía a decir: «Difícil es expresar lo odiosos que nos hemos hecho a las naciones extranjeras por las arbitrariedades y la cupidez de los gobernadores que les hemos enviado{1}.» Lo que prueba cuán lejos estaba de haberse curado en tiempo del célebre orador tan mortífera llaga.

A cualquiera habría irritado proceder tan desconsiderado y abominable, cuanto más a los altivos españoles, cuyos ánimos se hallaban harto concitados ya con ver a los que antes se habían llamado sus auxiliares y amigos, trocarse en dominadores y señores. De aquí la resistencia, de aquí aquellas insurrecciones tantas veces sofocadas y siempre renacientes, a la manera de aquellas plantas que tanto más se reproducen y multiplican, cuanto más la cuchilla del podador corta su tallo. No sabemos que pueda haber guerra más justa que la de un pueblo que se arma para defender su suelo, sus hogares, sus haciendas, sus vidas y su libertad, contra otro pueblo que intenta arrebatarle estos bienes sin más derecho que el de ser más fuerte y más poderoso.

Compréndense, a poco que a la luz de la reflexión se examinen, las causas de la prolongación de una lucha al parecer tan desigual, sostenida por dos pueblos, el uno afanoso de conquistar, el otro tenaz en resistir; entre una república poderosa, vasta, de muchos siglos ilustrada y sabiamente regida, y poblaciones rústicas y aisladas que aún no constituían nación; entre legiones disciplinadas y aguerridas, y soldados sin organización y sin táctica; entre capitanes ceñidos de laureles recogidos en otras guerras, y caudillos improvisados que dejaban sus grutas y sus riscos para salir a los campos de batalla.

Cegaban a Roma dos pasiones; el afán de la conquista, y la sed de dinero. Lo primero la hacía cruel, destructora, asoladora: era su bárbara máxima reducir un país conquistado a situación en que no pudiera rebelarse: «Roma no trata con sus enemigos hasta después que deponen las armas.» Por lo mismo no escrupulizaba en exterminar, cuando lo creía necesario, los moradores todos de una población o comarca, desde el decrépito anciano hasta el niño de pecho, y en yermarla de habitantes: pacem appellant ubi solitudinem faciunt. Y ellos, los que se jactaban de haber nacido para dar la libertad a las naciones de la tierra, la asolaban para esclavizarla. Catón, el austero, el probo Catón, hacía ostentación de haber derruido cuatrocientos pueblos en tres meses; y los sobrenombres de Africano, de Numantino y de Macedónico, significaban la ruina de otras tantas ciudades o naciones. Lo segundo hacía a Roma desapiadada consigo misma. «Vengan arroyos de oro, y más que se viertan raudales de sangre.» Así sacrificaba sus hombres, y los hombres de todo el mundo. César, a quien pintan como el más humano de los guerreros de aquel tiempo, hacía murallas de los cadáveres, y calculan que había muerto en batalla ordenada un millón de hombres y hecho un millón de esclavos. Pero conquistaba pueblos para Roma, y a su vuelta de España ostentaba entre sus trofeos un carro de plata fabricado de la recogida en este país. César era divinizado, y la sangre que aquel carro hubiera costado a Roma no se tomaba en cuenta. Galba asesinaba inicua y traidoramente a los lusitanos, y Roma lo disimulaba, sin advertir, o por lo menos sin escarmentar, si lo advertía, que aquella matanza producía la guerra de Viriato que le costó tan cara. Así se prolongaba la conquista, porque se reproducían con la exasperación las causas de la resistencia.

Ya hemos indicado como otra de las causas de la lentitud en los progresos de las armas romanas la breve duración de las magistraturas militares; y por lo mismo que procuraban los pretores aprovecharla para acumular riquezas, solían emplear en esto tiempo y cálculos que hubieran necesitado para combinar y activar las operaciones de campaña. Acaecía muchas veces que cuando un general empezaba a conocer el terreno era reemplazado por otro desconocedor del país, el cual a su vez tenía que ceder el puesto al que venía a sustituirle en ocasión que acababa de concebir un plan de ataque o que comenzaba a asediar una plaza. El pesado armamento de los soldados romanos, de aquellos guerreros, almacenes vivientes cargados de armas ofensivas y defensivas, de víveres y provisiones para dos o tres semanas, de estacas para formar trincheras, de instrumentos y útiles para abrir fosos y construir terraplenes, era un obstáculo para guerrear con gente tan ágil, tan desembarazada y frugal como era la española, para el sistema de asaltos, de correrías y de sorpresas que usaban y en que eran tan diestros y mañosos, compitiendo caballos y jinetes en agilidad y soltura, y para aquella guerra de emboscadas que era la desesperación de las tropas regulares. Agréguese a esto el temor de los romanos a los inviernos de España, durante los cuales suspendían frecuentemente las operaciones, en especial en los países próximos a las montañas, donde no podían sufrir el frío y rigidez de la estación.

Pero hubo otra causa que más poderosamente que todas las que hemos enunciado aumentaba las dificultades de la conquista provocando la resistencia. Empeñáronse los romanos en fiarlo todo a la ley de la fuerza, nada al atractivo de la dulzura; en ser siempre conquistadores, nunca civilizadores; en hacer esclavos, no súbditos, mucho menos amigos; no en hacer a España una provincia tributaria de Roma, sino en explotarla como una mina siempre abierta a su voracidad. Desconocieron la índole y carácter de los indígenas, toscos pero altivos, rústicos pero nobles, sencillos pero pundonorosos y leales, fáciles en apasionarse de los grandes genios, en adherirse a los que los trataban con dulzura o con generosidad, prontos a sacrificarse por ellos, a morir por ellos, a no sobrevivir a los que una vez habían jurado devoción; pero indóciles, tenaces, indomables, tratándose de tiranizarlos y oprimirlos. No enseñaban nada los ejemplos a los romanos. Olvidaron lo que había sucedido con los Escipiones; no atendía Roma a lo que ganaba en España con el proceder desinteresado y noble de Sempronio Graco, y a lo que perdía con las vejaciones y latrocinios de Furio Philon: no veía que las monstruosidades y perfidias de Lúculo y Galba provocaban una guerra en la Lusitania, y que un rasgo de generosidad de Metelo en Nertóbriga le captaba la amistad de las ciudades celtíberas; menester era que estuviese muy obcecada para no ver a los españoles seguir a porfía las banderas de Sertorio, siendo romano, porque les dispensaba beneficios, al propio tiempo que preferían entregarse a las llamas hombres y pueblos antes que sucumbir a otros romanos de quienes solo servidumbre aguardaban. Si Roma hubiera respetado los tratados, hubiera hecho muchos súbditos, y se hubiera ahorrado más de la mitad de su sangre, y muchas ignominias; los rompía con escándalo del honor y de las leyes, y con oprobio y baldón de la fe romana, y costábale ejércitos enteros para dominar sobre cadáveres, sobre yermos y sobre ruinas. Así duró la lucha dos siglos. No pretendemos hacer la apología de nuestros antepasados, ni inventamos cargos que hacer a nuestros dominadores. Reflexionamos sobre los hechos tomados de las historias romanas.

Perdió por su parte a los españoles, y fue causa de que se malograran tan heroicos esfuerzos y tan maravillosa constancia, la falta de concierto y de unidad. Tribus independientes y aisladas, jamás formaron un cuerpo compacto para resistir al enemigo común. Sobrábales de valor individual lo que les faltaba de acuerdo. Ni sabían apreciar las ventajas de las combinaciones, ni eran propensos a ellas. A veces reposaban los celtíberos mientras guerreaban los lusitanos, o se levantaban los vacceos cuando los bastetanos acababan de ser sometidos, o estallaba la insurrección en la Lacetania cuando la Bética tributaba honores semi-divinos a un general romano; y cuando los cántabros y astures se alzaron en defensa de su libertad, ya estaba subyugada toda España menos ellos. Hubo un español que concibió el pensamiento de proclamar una patria común, y dirigió su voz y envió emisarios para ello a cuantos pueblos él conocía: tuvo al pronto algún resultado el llamamiento entre las tribus más vecinas, pero Viriato se vio reducido a pelear con solas sus bandas lusitanas, y Numancia a defenderse sola. Cuando Viriato llevó la guerra cerca de Cádiz olvidóse sin duda de que hacía ya cincuenta años que Cádiz había solicitado ser ciudad romana. Así divididos los españoles, no podían dejar de sucumbir más o menos tarde ante las inagotables legiones de la perseverante y poderosa Roma. A pesar de todo, muchas veces hicieron vacilar el poder de la ciudad-reina, que hubo de humillarse a recibir condiciones de paz de una ciudad pobre, o de un hombre a quien había llamado bandido: y César no fue señor del Mundo hasta que ciñó el ensangrentado laurel de Munda.

No sabemos que la república estableciera en las comarcas españolas que iba conquistando otro gobierno que el de aquellos magistrados militares llamados pretores, que solían ser cónsules que habían cumplido el tiempo de su encargo. A estos acompañaba comúnmente un cuestor para la recaudación de los impuestos, y era como una especie de intendente militar. La cuestura, según Cicerón, era el primer paso para la carrera de los honores, lo que, como veremos luego, equivalía a la carrera de las riquezas: por eso muchos antiguos cónsules no se desdeñaron de ejercer la cuestura. Siendo sus funciones recaudar los tributos, proveer de víveres y de dinero a la tropa, distribuir el botín, y dar cuenta de los productos de las exacciones al tesoro central de Roma, era un empleo de los más apetecidos, y entre el cuestor y el pretor solía haber muy estrecha amistad. Cuando el pretor o procónsul dejaba la provincia, le reemplazaba el cuestor interinamente en sus funciones. Era pues un gobierno militar, en que las leyes de la metrópoli y los decretos del senado influían poco: pendía casi todo de la voluntad o del capricho y de las cualidades personales de cada pretor. No obstante, alguna representación debieron alcanzar las autoridades indígenas, desde que a fuerza de reclamaciones obtuvieron las ciudades el derecho, bien que casi nulo en la práctica, de acusar a sus depredadores, y más adelante el de fijar ellas mismas la cuota y calidad de los impuestos. Remedio este último, que vino a hacerse tan ineficaz como el primero, porque lo que no podían sacar los pretores por medio de contribuciones, sacábanlo a título de empréstitos y donativos como lo hicieron Lúculo y César.

Explícase la avidez de los pretores y su sed de riquezas por el estado moral a que había llegado la república. Habían pasado los tiempos de los Fabricios, de los Cincinnatos y de los Camilos, aquellos tiempos de austeridad republicana, en que la pobreza era una virtud, y en que el laurel iba a honrar el arado{2}. Las riquezas eran ahora las que abrían el camino de los honores y de los empleos. Con oro se compraban los triunfos, con oro se ganaban las votaciones de las asambleas, el oro era el que hacía senadores, pretores, cónsules y generales. La miseria a que la aristocracia del dinero había ido reduciendo a la plebe romana, que en lo general vivía de una especie de limosna pública, o de alguna corta distribución de moneda que de tiempo en tiempo se le hacía después de algún triunfo, o de las sobras que los ricos le arrojaban alguna vez por ostentación, se veía obligada a vender su voto, viniendo de esta manera a hacerse el sufragio un objeto de lucro y de tráfico inmoral. Por eso se daban tanta prisa los pretores a esquilmar las provincias, y así se hicieron en Roma aquellas fortunas desmesuradas que todavía nos escandalizan.

Se siente una admiración disgustosa al leer las descripciones de las espléndidas moradas, de los soberbios palacios, de las suntuosas casas de recreo, que dentro de Roma y en las campiñas se ostentaban, y en que pasaban los opulentos patricios una vida voluptuosa y de deleites, rodeados de todo cuanto podía halagar los sentidos: aquellas paredes de mármol, aquellas estatuas, aquellos baños, aquellos jardines y bosquecillos de plátanos, de mirtos y de laureles; aquel costosísimo menaje, aquellos lechos de riquísimas maderas, cubiertos con planchas de plata, incrustados de oro, de marfil, de concha, de nácar y de perlas; cobertores nupciales que costaban millares de sextercios; mesas y triclinarios de maderas rarísimas, sostenidas por delfines de plata maciza, como la de Cayo Craso, que valía un tesoro, o como la de Cicerón, que costó lo que equivaldría a cerca de un millón de nuestra moneda, platos de plata de doscientos marcos de peso como el que poseía Sila, tazas y vasos, candelabros y lámparas cinceladas de oro; aquellas bodegas como palacios, en que se guardaban en trescientas mil ánforas los más exquisitos vinos de todas las partes del mundo; aquellos estanques en que se alimentaban peces con carne humana para hacerlos más sabrosos; aquellos opíparos banquetes, en que se hacían servir ostras del lago Lucrino, salmonetes del Adriático, sollos del Pó, cabritos de Dalmacia, caza de Jonia y de Numidia, ciruelas de Egipto, dátiles de Siria, peras de Pompeya, aceitunas de Tarento, manzanas de Tibur, aves preciosas y raras llevadas de los bosques de las más apartadas provincias para un determinado festín; todo esto servido por multitud de esclavos, y alegrando el banquete músicos, cantantes y cómicos.

No nos detendremos a pintar los repugnantes placeres de otros géneros en que pasaban la vida aquellos opulentos y voluptuosos romanos. Las doctrinas sensuales de Epicuro se habían introducido no solo en las escuelas, sino en la práctica de la vida ordinaria, y abandonábanse a toda clase de goces y de placeres. Así vivía aquella aristocracia degenerada y corrompida{3}.

Entretanto la plebe, la inmensa mayoría del pueblo romano yacía sumida en la indigencia, hacinada en miserables barrios y habitando hediondas viviendas, atenida a las limosnas públicas, o esperando en vergonzosa ociosidad las liberalidades de los patricios, a quienes baja y humildemente servían y adulaban, y a quienes vendían su voto o su puñal. Recogiendo Roma el oro, la plata, las producciones, los artefactos de todos los pueblos conquistados, descuidaba las artes, miraba como profesión innoble el comercio, encomendaba los trabajos de la agricultura a esclavos y a brazos serviles; y aquel pueblo sin artes, sin comercio y sin campos que labrar (que las propiedades estaban aglomeradas, concentradas en las manos de unos pocos patricios), no tenía más alternativa que la guerra o la miseria, y por eso también la guerra se perpetuaba. Queríanla los generales, porque era el medio de alcanzar riquezas, influencia y honores, y apetecíala el pueblo, porque algo le tocaba de los despojos de los vencidos. César decía que para adquirir, aumentar y conservar el poder, solo se necesitaban dos cosas, dinero y soldados.

La respectiva situación de plebeyos y patricios había producido revoluciones y guerras civiles. Los Gracos se habían declarado por el pueblo. Su muerte fue un triunfo para la aristocracia. Mario y Sila habían defendido, el primero la democracia, la nobleza el segundo. Sila había realzado la aristocracia senatorial. Sertorio, Lépido y Catilina la combatieron. César se había hecho dictador con el apoyo del ejército y de la plebe. No pudieron sufrirlo los patricios y le asesinaron. El senado, compuesto de aristócratas, protegía a los asesinos de César. Octavio vengó a su sobrino, y en la batalla de Filipos dio el último golpe a aquella corrompida aristocracia. El pueblo y el ejército le aclamaron con gusto emperador, porque defendía sus derechos, y preferían el gobierno y aun el despotismo de un hombre solo encumbrado por ellos, al de muchos aristócratas orgullosos. Así la verdadera base del poder de Augusto, más que los títulos de dictador y de emperador, fue la autoridad tribunicia perpetua. Obra de los soldados y del pueblo su elevación, contentó al uno y a los otros con donativos y recompensas, distribuyéndoles tierras y dándoles pan y espectáculos, panem et circenses. Augusto supo consolidar su poder respetando las formas y dejando una sombra de autoridad al senado; y fue fortuna para Roma, al pasar de la república al imperio, haber caído en manos de un hombre que se dedicó a pacificar el mundo conquistado por César, a reformar las costumbres públicas y a promover la civilización y las letras.

Tal era el pueblo y el hombre a quien se sujetó toda España. El estado intelectual de los españoles hasta esta época era muy vario y distinto en sus diversas comarcas o provincias. Los cántabros y algunos otros pueblos del Norte conservaban toda su rudeza primitiva, su lengua y sus costumbres. Allí no había penetrado ni la civilización ni las armas romanas hasta el tiempo de Augusto. Era donde se mantenía en su pureza la raza indígena. En las demás regiones españolas, habíanse ido introduciendo y adoptando las costumbres, el idioma, el culto romano; en aquellas más en que la dominación, o había sido o era más antigua, menos en aquellas en que la resistencia había sido mayor. De todos modos es indudable que las divinidades de la teogonía romana vinieron a mezclarse con los dioses de los indígenas y con los que ya les habían comunicado antes los fenicios y los griegos; y Júpiter Capitolino vino a alternar con la Diana Helénica y con el Hércules Tirio en las fiestas religiosas de los españoles.

Sin embargo no debía ser ya tanta la rusticidad y la barbarie en los pueblos del oriente y centro de la Península durante las guerras con la república romana, a juzgar por las muchas ciudades populosas de solo la Celtiberia que hallamos ya mencionadas en Estrabón, Tolomeo, Polibio, Tito Livio, Floro y Appiano. De que no les eran desconocidas algunas artes mecánicas dan testimonio así las telas y vestidos de los naturales, no sin inteligencia fabricados, como las armas e instrumentos de guerra, tan celebrados por su temple y por la perfección de su trabajo, entre las cuales sobresalían las renombradas espadas de las fábricas de Bilbilis, adoptadas por los romanos con preferencia a las suyas tan pronto como las conocieron. Las monedas celtíberas tenían ya una regularidad en su forma y una corrección en el dibujo de los caballos, bueyes y otros animales que representaban, que nos dan una idea más aventajada de la que podría esperarse de los adelantos a que en este género habían llegado. Si no cultivaban las letras, por lo menos no carecían de discreción sus discursos: en ellos se revelaba la aptitud intelectual de aquellas gentes, las cuales ni dejaban de hablar con desembarazo a los generales y magistrados de la culta Roma, ni tenían dificultad en exponer sus querellas en pleno senado, y entrar en contestaciones y razonamientos con los padres conscriptos.

En la Bética fue donde debieron, antes que en otras provincias de España, empezar a cultivarse las letras. Cuando el cónsul Metelo regresó a Roma se llevó consigo multitud de poetas cordobeses, algunos de los cuales se hicieron célebres allí, y de ellos se ocupó Cicerón en una de sus más bellas oraciones{4}. Contábase entre ellos Cornelio Balbo de Cádiz, distinto del otro Balbo el Triunfador. No es extraño, habiendo sido la Bética donde dejaron derramadas más semillas de civilización los fenicios, y donde menos obstinada resistencia hallaron los romanos. La Celtiberia y la Lusitania, y en general la España toda, fueron deudores a Sertorio de la participación que comenzaron a tener en la ilustración romana. La escuela de Huesca y el senado de Évora que estableció aquel ilustre romano, fueron las dos grandes bases por donde España entró en el movimiento intelectual del mundo civilizado. Desde entonces empezó a hacerse el latín la lengua vulgar de los españoles, y el gusto a las letras que nació con Sertorio no hizo sino desarrollarse con Augusto.

Cierto que Augusto acabó de someter la España al yugo de Roma. Pero fue un yugo mil veces más soportable que el que había sufrido bajo los tiránicos pretores. El hombre que dio reposo al mundo, el que le dio una unidad civil y política, el que sustituyó al principio de conquista el de civilización, y reemplazó el de la fuerza con el de la inteligencia, no podía menos de ejercer en España un influjo altamente benéfico. Desde los primeros años prohibió a los gobernadores de las provincias pedir ningún género de subsidio, como tenían de costumbre al espirar el término de su magistratura, y solo les permitió poder aceptar algún donativo que por vía de obsequio quisieran hacerle las ciudades agradecidas a sus servicios, y esto después de trascurridos setenta días de haber salido de las provincias. Dejó también a las ciudades libres que se administraran por sí mismas. Abrió escuelas públicas en las ciudades principales y las dotó de profesores ilustres. En ellas se fueron formando algunos de aquellos ingenios que después dieron lustre a la literatura romano-hispana.

Sufrió pues España bajo Augusto una completa trasformación social. Pero no olvidemos que si las guerras romanas trajeron a España la civilización que entonces se conocía, que si España dio por este camino un gran paso en la carrera del mejoramiento social, este mejoramiento y esta civilización los compró al caro precio de dos siglos de guerras, de sangre, de calamidades, de horrores, y de sacrificios y víctimas sin cuento. ¡Ley fatal de la humanidad, que cada paso hacia un bien respectivo ha de ir precedido de una serie de males, y de una cadena de angustias y de dolores! ¡Y aun se ha de agradecer, si tras un siglo y otro de tragedias se encuentra al fin un Augusto!




{1} Difficile est dictu quantum in odio simus apud exteras nationes propter eorum, quos cum imperio missimus, injurias et libidines. Cic. pro Leg. Manil.

{2} Gaudebat tellus vomere laureato. Plin.

{3} Para formar idea de la desmoralización, de la voluptuosidad y del libertinaje a que habían llegado los ricos patricios romanos, no hay sino leer las oraciones de Cicerón y las odas de Horacio. Sobre la suntuosidad de los palacios romanos y el lujo de su menaje, pueden verse las obras de Mazois y de Gabriel Peignot, que han recogido curiosos pormenores y noticias circunstanciadas sobre esta materia. Hállanse confirmadas estas noticias por todas las historias romanas.

{4} Etiam Cordubæ natis poetis pingue quiddam sonantibus atque peregrinum, tamen aures meas dedebat. Cicer. pro Arch. n. 26.