Filosofía en español 
Filosofía en español


Parte primera Edad antigua

Libro III España bajo el Imperio romano

Capítulo II
Desde Trajano hasta Marco Aurelio
De 98 a 180 de J. C.

Un español es el primer emperador extranjero que ocupa el trono romano.– Cualidades de Trajano.– Sus defectos.– Sus grandes virtudes.– Sus triunfos militares.– Columna Trajana.– Erige en España magníficos monumentos.– Famoso puente de Alcántara.– Justicia que hace el senado a los españoles.– Adriano emperador, español también.– Vasta ilustración literaria, científica y artística de Adriano.– Sus vicios.– Visita personalmente todas las provincias del imperio.– Viene a España.– Asamblea en Tarragona.– Independencia de los diputados españoles.– Exterminio de los judíos.– Feliz reinado de Antonino Pío.– Marco Aurelio el Filósofo, oriundo de España.– Grandeza y bondad de este príncipe.– Primeras irrupciones de los bárbaros del Norte.– Punto culminante del imperio romano.
 

Roma, aquel centro de corrupción y de desorden que se llamaba la capital del mundo, no tenía ya emperadores que dar que no fuesen déspotas y corrompidos. Pero había una provincia que estaba siendo nuevo plantel de grandes hombres, y allí se encontró el más digno de ceñir la diadema imperial. Esta provincia era España.

El viejo Nerva, en cuya cabeza encanecida estaban amortiguadas todas las pasiones menos el amor de la patria, había adoptado por hijo a Trajano, natural de Itálica, y quiso hacer el mayor bien posible al imperio y a la humanidad, dejándole por sucesor suyo. Así España puede blasonar de haber sido la primera que dio a Roma un emperador extranjero. Pero aun sería escasa gloria, si este emperador no hubiese sido el que mereció el dictado de óptimo príncipe, que ninguno antes que él había obtenido. Verdad es que Trajano tenía ya en su favor, más que el testamento de Nerva, sus grandes y nobles cualidades para ejercer dignamente la soberanía imperial. No es que faltaran a Trajano flaquezas y vicios como hombre privado: afeábasele su pasión al vino y a las mujeres: pero la sombra de sus malos hábitos como particular desaparecía ante el brillo de sus virtudes como hombre público: bien era menester que fuesen muchas, y lo eran realmente.

Hallábase el español ilustre en Colonia cuando fue aclamado emperador (99). Partió a Roma, donde hizo su entrada pública como un padre en medio de sus hijos. Marchaba a pie, al modo que había marchado siempre en las guerras de la Germania, confundiéndose con los simples soldados como se confundía ahora entre la muchedumbre que se aglomeraba a saludarle y bendecirle. Así continuó siempre, sin que las lanzas de su guardia tuvieran que abrirle paso por entre las masas de un pueblo que le adoraba.

Trajano no necesitaba de estatuas; su presencia reemplazaba al mármol y al bronce; mas aunque las mejores inscripciones para él eran las alabanzas que salían de las bocas de sus gobernados, gustábale ver inscrito su nombre en las paredes de todos los edificios, lo que le valió el apodo de Parietario; flaquezas de que no suelen librarse los más grandes hombres. Sus liberalidades proporcionaban el sustento a dos millones y medio de personas. Cuando algunos le tachaban de pródigo en sus larguezas, en las sumas que destinaba al socorro de los pobres y a la educación de sus hijos, daba por toda respuesta: Quiero hacer lo que yo, si fuese un simple particular, querría que hiciese un emperador. Dedicóse a curar los males del despotismo y las llagas de la anarquía. Toma esa espada, le dijo al prefecto del pretorio; esgrímela en favor mío si cumplo con mi deber, en contra si a él faltase. Propendiendo siempre en la administración de justicia a la indulgencia y a los sentimientos humanitarios, prefiero, decía, la impunidad de cien culpables a la condenación de un solo inocente.

Menos instruido que vigoroso y enérgico{1}, distinguióse su reinado por un carácter belicoso que había faltado a los de sus antecesores. Triunfó en la Dacia, subyugó la Asiria, combatió a los parthos, venció varios reyes, llegaron sus ejércitos hasta la India, y para monumento perpetuo de sus victorias se erigió en Roma la famosa columna Trajana, formando para ello una plaza magnífica en terreno que antes ocupaba una montaña de ciento cuarenta y cuatro pies: su inauguración se solemnizó con espectáculos que duraron ciento veinte y tres días, y en que murieron más de mil fieras. Llegó con él al apogeo de su grandeza el imperio romano.

El país natal de aquel grande hombre no podía menos de ser especialmente favorecido. España, que no había tomado parte en aquellas apartadas guerras, vio florecer las letras y las artes a la sombra de la paz y del gobierno paternal y protector de Trajano. Construyéronse caminos nuevos, reparáronse los antiguos, levantáronse edificios y monumentos soberbios, tales como la ostentosa columnata de Zalamea de la Serena, la grandiosa Torre den Barra en Cataluña, el Monte-Furado y la Torre de Hércules en Galicia, el circo de Itálica, y el magnífico y asombroso puente de Alcántara sobre el Tajo, no menos admirable que el que hizo construir sobre el Danubio{2}.

También experimentaron los españoles que la justicia reinaba en el imperio de Trajano. Cecilio, procónsul de la Bética, se había hecho odioso y criminal por su tiranía y sus depredaciones. Las ciudades llevaron su acusación al senado: sostuvo por segunda vez la causa española Plinio, el Joven: elocuente y vigorosa fue su oración, los cargos graves, los capítulos de acusación plenamente probados. Cecilio, temeroso de la sentencia, prefirió el suicidio al castigo que le aguardaba: el senado mandó restituir a los pueblos todos los bienes que les habían sido arrebatados o injustamente confiscados; los cómplices del procónsul fueron condenados a largo destierro, y a la hija de este dejáronsele solo los bienes que su padre poseía antes de ir a España. Plinio en esta ocasión (104) dio una nueva y brillante prueba de sus simpatías hacia los españoles, y estos le cobraron nueva afición y cariño.

Sensible es que este príncipe, honor de España y del imperio, y que con tanta justicia mereció el renombre de padre de la patria, desmintiera su habitual dulzura con las persecuciones que ordenó contra los cristianos, cuyas doctrinas se iban propagando ya en aquel tiempo por el Occidente. Menester es no obstante advertir que la enemiga de algunos emperadores hacia los cristianos no nacía tanto en ciertas ocasiones de odio a sus creencias como de hacerles creer los pretores que eran peligrosos al estado, de representárselos como miembros de asociaciones prohibidas por la ley.

Murió este gran príncipe en el año 117 de Cristo, después de un reinado de diez y nueve años y medio. Sus cenizas fueron depositadas debajo de la columna Trajana destinada a recordar sus triunfos a la posteridad. Dos siglos y medio después, cuando los romanos saludaban a un nuevo emperador, le deseaban que aventajara en felicidad a Augusto y en virtudes a Trajano{3}.

Otro español, Elio Adriano, deudo suyo, y oriundo de Itálica también, pasó a ocupar el trono imperial. A su entrada en Roma, honró la memoria de Trajano colocando su estatua sobre el carro triunfal. Era Adriano a la vez excelente artista y gran literato, aunque de mal gusto. Poseía conocimientos no comunes en matemáticas, en astrología, en cosmografía y medicina. Era orador y filósofo, gramático, arquitecto, músico, hábil pintor, y poeta griego y latino. Acompañaban a tanta ciencia virtudes muy recomendables; pero oscurecíanlas grandes vicios. Era generoso, amigo de hacer justicia, y gustábale premiar el mérito, pero tachábasele de inconstante y caprichoso, y sus versos destilaban una voluptuosidad indigna de un príncipe, y descubrían una impudencia vergonzosa. Sin faltarle disposición para la guerra, se mostró más inclinado a las artes de la paz, y en su tiempo comenzaron a cejar por primera vez las armas romanas y a retroceder los límites del imperio. Verdad es que como guerrero y como hombre de virtudes, se hubiera deslucido menos si no le hubiera tocado vivir entre un Trajano y un Antonino. Dícese que en el ejército marchaba a pie y con la cabeza desnuda, así por entre las nieves o escarchas de los Alpes como por las ardientes arenas de África: singularidad no inverosímil en quien se hacía notar así por los caprichos de artista como por las rarezas de filósofo.

Llevado de la idea de que un emperador debía a semejanza del sol hacerse presente en todos los países, visitó personalmente todas las provincias del imperio, en cuya excursión empleó once años (del 120 al 131). Siendo ya España una de las más importantes, y siendo además su patria, no podía dejar de comprenderla en su visita. Reedificó en Tarragona el templo de Augusto erigido por Tiberio. Hallándose en aquella ciudad, paseando un día solo por su jardín, se vio acometido por un hombre con una espada desnuda en la mano: el emperador, por medio de diestros movimientos pudo ir burlando los ataques del agresor hasta que acudió gente en su auxilio. Informado después de que aquel hombre no tenía su juicio cabal, se opuso a que se le castigara y mandó entregarle a los médicos (122).

Allí convocó una asamblea de los representantes de las principales ciudades españolas. Todos acudieron a excepción de los de Itálica, que despreciaron el edicto, no sabemos por qué. Justamente resentido Adriano, en el viaje triunfal que después hizo por las provincias españolas pagó a Itálica su desaire, negándose a visitarla por más instancias que para ello le hicieron. En la asamblea de Tarragona mostraron los diputados españoles una entereza y una independencia que pudiera servir de ejemplo para ulteriores tiempos. Aunque amante Adriano de la paz, necesitaba de numerosas legiones para guarnecer las vastas posesiones romanas, y pidió un nuevo contingente de hombres (123). Expusiéronle los diputados que no podían acceder a la demanda de un subsidio que privaría al país de la flor de su juventud. No le valieron al emperador sus dotes oratorias para convencer de la necesidad del impuesto: a pesar de su elocuencia, el subsidio fue denegado. Obsequiáronle no obstante con grandes festejos en Tarragona. Desde allí emprendió su viaje por las demás ciudades de la Península, las cuales se disputaban el honor de consagrarle medallas y de erigirle monumentos. En una inscripción hallada en Munda se le llama Emperador, Cesar, nieto del divino Nerva, Trajano, Augusto, Dácico, Máximo, Británico, Sumo Pontífice, por segunda vez investido del poder tribunicio y del consulado, Padre de la patria. De la misma medalla se deduce que hizo gracia a la provincia de un millón novecientos mil sextercios que debía, y que restableció a su costa la calzada pública desde Munda a Cartima en una longitud de veinte mil pasos{4}.

No se contentaba Adriano con proteger las letras y las artes liberales. Ocupóse también de la reforma del derecho civil, y publicó el Edicto perpetuo, tan célebre en la historia de la jurisprudencia: hizo leyes contra la corrupción, y contra la barbarie con que se hacía el comercio de esclavos: prohibió los sacrificios humanos, y los establecimientos de baños comunes a los dos sexos, y realizó otras reformas saludables a la civilización y a la moral.

Consumóse bajo el imperio de Adriano la ruina nacional de los judíos. Cuando este emperador visitó la Judea, hizo reedificar la ciudad de Jerusalén, pero prohibiendo la entrada a los judíos, que solo a fuerza de oro lograban el consuelo de ir a llorar sobre las ruinas de su patria. Habíalos ocupado el emperador en fabricar armas para sus tropas. Sirviéronse de ellas para insurreccionarse contra sus dominadores. Dirigíalos un tal Barcochebas que se decía el Mesías, y a quien proclamaban el astro de Jacob. Horrible fue la mortandad que ejecutaron aquellos furiosos hebreos. Cerca de quinientos mil griegos fueron degollados en Cirene, en Chipre y en Egipto. Con bárbara ferocidad aserraban los cuerpos de las víctimas, devoraban sus carnes y bebían su sangre{5}. Pero la espada romana se cebó a su vez en la sangre del ingrato pueblo hebreo (134). Sobre seiscientos mil israelitas recibieron la muerte de los que quedaron vivos unos fueron vendidos en los mercados, otros pudieron huir, y algunos se refugiaron también a España acreciendo el número de los que ya existían desde el tiempo de Tito: prohibíaseles hasta volver el rostro para mirar a Jerusalén: centenares de poblaciones fueron arrasadas, y la Judea se convirtió en una soledad. La nueva ciudad se llamó Elia Capitolina, sobre el santo sepulcro fue colocado un ídolo de Júpiter, en el Calvario una Venus de mármol, y el pesebre en que había nacido Jesús fue profanado dedicándole a Adonis{6}.

Pero al tiempo que se extinguía totalmente la nación judaica, y que los dioses de la gentilidad se posesionaban de los lugares santificados por el verdadero Dios, el cristianismo iba progresando, las herejías comenzaban también a nacer, y la humanidad se hallaba en uno de aquellos periodos que anuncian va a obrarse una regeneración social.

La muerte de Adriano fue tan singular y caprichosa como había sido su vida. Retirado a su casa de recreo de Tívoli, como Tiberio a la de Caprea, atacado de hidropesía, pero profesando la máxima de que un príncipe debe morir alegre, entregábase a todos los placeres y desórdenes sensuales que la anchurosa moral del paganismo permitía. Por último a consecuencia de sus excesos, dejó el mundo (138), no sin recitar al tiempo de morir unos chistosos versos de su composición que se han conservado por su rareza, así en la idea como en la estructura{7}.

Había adoptado a Antonino, que le sucedió, y recibió el nombre de Pío, o el Piadoso, por el afecto que a su padre adoptivo mostró siempre. Fue Antonino uno de los mejores príncipes de que hace mención la historia. Religioso, justo, benéfico, fue el más amado de todos los emperadores, el más querido de sus pueblos, y nadie tampoco lo había merecido más que él. Cerca de veinte y tres años duró su pacífico reinado, y en este largo período no hay que decir de España sino que gozó de venturosa tranquilidad. Antonino dejó por sucesor a Marco Aurelio (161), oriundo también de familia española y pariente de Adriano{8}.

«Dichosos los pueblos, se ha dicho siempre, cuyos reyes son filósofos y cuyos filósofos son reyes.» Esta dicha se realizó con Marco Aurelio, llamado con justicia el Filósofo. «Vosotros no sabéis, les decía a sus amigos cuando supo su elevación al imperio, cuántas espinas crecen en las gradas de un trono.» Y cuando dejó los jardines de su madre para ir a habitar el palacio de los Césares, las lágrimas corrían de sus ojos al compás de los unánimes trasportes de alegría a que se entregaba el pueblo. Uno de sus primeros actos fue asociarse al imperio a su hermano Lucio Vero. Por primera vez se vio con sorpresa en Roma a dos emperadores con igual ejercicio de poder. Pero la muerte de Lucio no tardó en dejarle solo en la silla imperial. Esto y las calamidades públicas que sobrevinieron hicieron que resplandecieran más sus virtudes. Los horrores del hambre acosaban al pueblo, y Marco Aurelio supo aliviarlos. Como su esposa Faustina se quejara de que hubiese gastado la mayor parte de sus bienes en socorrer a los menesterosos, la riqueza de un príncipe, le respondió, es la felicidad pública. Regularizó los impuestos, selló con la nota de infames a los calumniadores, y afirmó la autoridad vacilante del senado. El reinado de Marco Aurelio era él solo capaz de hacer que no se llorara el de Antonino Pío. El imperio gozaba de felicidad; el más desgraciado era el emperador, cuya vida acibaraban los desórdenes de su esposa, la impúdica Faustina.

En el año décimo de su reinado (171) los africanos de la Mauritania pasaron el estrecho, vinieron a devastar las provincias meridionales de la Península, y pusieron sitio a Singilis (Antequera la Vieja); pero los gobernadores Vallio y Severo los obligaron a levantarle y los lanzaron de España, persiguiéndolos hasta las costas de Tánger.

Otras guerras más terribles turbaron la filosófica tranquilidad de Marco Aurelio. Las fronteras del imperio comenzaron a ser asaltadas por los pueblos bárbaros del Norte, como si fuesen la vanguardia de los que, tiempo andando, habían de concluir por derrocarle. En todas partes los arrolló, rechazándolos más allá del Danubio, que ya habían franqueado. Por consecuencia de aquellas victorias que le valieron el título de Germánico, devolvieron los bárbaros a Roma cien mil prisioneros; prueba grande de cuánto era ya su poderío. Aconteció en el curso de aquellas guerras un suceso que hizo gran ruido en el mundo. Hallábase Marco Aurelio allende el Danubio cercado por los marcomanos. La falta de agua tenía a sus tropas, devoradas por la sed, en un estado de desesperación (174). De repente se oscurece el cielo, y a poco rato comienza a caer a torrentes la lluvia, que los soldados reciben con ansia poniendo sus cascos para recogerla. Cuando estaban entretenidos en esta ocupación consoladora, caen de improviso los bárbaros sobre ellos y ejecutan horrible matanza. Mas luego aquella misma nube descarga sobre los enemigos un diluvio de granizo, acompañado de truenos, que los llena de terror, y alentados a su vez los romanos, los vencen, los arrollan y los ahuyentan. Gentiles y cristianos, todos tuvieron aquel suceso por milagroso. Lo que hace más a nuestro intento fue que el emperador lo creyó así, y escribió al senado indicando, aunque muy circunspectamente, que debía aquella victoria a los cristianos, y es lo cierto que ordenó fuesen castigados los que profiriesen calumnias contra ellos{9}. Citámoslo como prueba de lo que ya entonces habían cundido las doctrinas del cristianismo.

Volvieron no obstante a mover después nuevas guerras las hordas salvajes del Norte, y Marco Aurelio murió antes de acabar de sujetar a los bárbaros (180). Con él perdió Roma el príncipe más cumplido y cabal que se había sentado en el trono de los Césares, y España lloró la pérdida de quien le había dado otros diez y nueve años de paz y de ventura. Llegó el imperio romano con Marco Aurelio al punto culminante, de que no hará ya sino descender.




{1} No sabemos de dónde pudo sacar Mariana que Trajano fue discípulo de Plutarco, no hallándose noticia de ello en ningún autor antiguo. La carta del filósofo al emperador a que él se refiere, tiénese por apócrifa. De la escasa instrucción de Trajano da testimonio Juliano, y a ella atribuye el que se sirviera siempre de Sura para escribir sus cartas.

{2} Entre las muchas y suntuosas obras con que Trajano enriqueció y embelleció a España es una de las más sorprendentes (dado que el acueducto de Segovia no fuese obra suya también, como sospechan muchos) el puente de Alcántara que acabamos de citar. Puede verse su descripción en el tomo del Viaje de España de don Antonio Ponz correspondiente a Extremadura, en las notas de Sabau y Blanco a la historia de Mariana, tomo III, en el artículo Alcántara del Diccionario geográfico de Madoz, y en otros muchos lugares. Aquí se encuentran también las inscripciones, que antes habían copiado ya Flórez en el tomo XIII de su España Sagrada, Morales en el lib. IX de las Inscripciones, Masdeu en el tomo VIII de su Historia Crítica, y muchos otros autores. Nosotros copiaremos solo traducida, por parecernos la más importante, la de la capilla o templo hoy de San Julián, que empieza Templum in rupe &c.

«Este templo fabricado sobre una roca del Tajo, está lleno de culto y veneración de los dioses y del César, y en él la grandeza de la materia vence al primor del arte. Por ventura dará cuidado a los pasajeros, que siempre gustan de cosas nuevas, saber por quién y con qué fin se ha hecho. Sepan pues que Lacer, que acabó este puente de extraordinaria grandeza, hizo el templo para ofrecer el sacrificio a los dioses y tenerlos propicios y favorables. Lacer, que hizo el puente, dedicó también el templo, porque ofreciendo dones a los dioses se aplacan y alcanza su favor. Lacer, insigne en el arte divino de la arquitectura, hizo este puente, que ha de durar por los siglos del mundo: el mismo Lacer hizo el templo en honra y reverencia de los dioses de Roma y del Cesar. ¡Dichoso uno y otro motivo de este edificio sagrado! Cayo Julio Lacer hizo y dedicó este templo con el favor de Curio Lacon, natural de Idaña.»

Parece que no debe quedar duda de quien fue el arquitecto que dirigió el famoso puente: así como otras inscripciones expresan bien claramente haberse dedicado a Trajano.– Sobre las Antigüedades extremeñas puede consultarse la obra moderna que con este título ha publicado el anticuario don José Viu.

Acerca del acueducto de Segovia se hallan minuciosas y muy apreciables noticias en la historia de Colmenares, y en la obra antes citada de Somorrostro.

La naturaleza de nuestra historia no nos permite detenernos en las descripciones de la parte monumental, ni podemos ni nos proponemos hacer otra cosa que mencionar o indicar las más notables, en cuanto es necesario para dar idea del progreso o decadencia de España en este punto. Los que deseen noticias más circunstanciadas sobre esta materia, pueden consultar las obras arqueológicas y artísticas que de propósito la tratan.

{3} Eutrop. l. VIII.

{4} En algunas monedas de Adriano se ve en el anverso el busto del emperador, en el reverso una matrona con un ramo de oliva en la mano, un conejo a los pies, y la palabra Hispania. Que fue lo que ocasión a algunos para tomar el conejo por emblema de España y para hacer derivar el nombre de la nación de la palabra span, conejo. En otra parte hemos manifestado la puerilidad de esta derivación, a pesar de las monedas de Adriano.

{5} Dion Cas. lib. LXIII.

{6} En una letanía que cantaban después los hebreos se decía: «Recordare, Domine, qualis fuerit Adrianus, crudelitatis consilia amplexus, consuluit idola se pervertentia, &c.» Juan de Lenth, De Judeorum pseudomessiis.

{7} He aquí aquellos singulares versos:

Animula, vagula, blandula,
Hospes comesque corporis,
Quæ nunc abibis in loca,
Palidula, rigida, nudula,
Nec, ut soles, dabis jocos.

Spartiano, vida de Adriano.

{8} Su bisabuelo paterno era de Ucubi, ciudad de la Bética, no lejos de Itálica.

{9} El hecho le atestiguan casi todos los historiadores, y Tertuliano en su Apología habla de la carta de Marco Aurelio como de una cosa conocida.