Filosofía en español 
Filosofía en español


Parte primera Edad antigua

Libro III España bajo el Imperio romano

Capítulo III
Desde Marco Aurelio hasta Constantino
De 180 a 306 de J. C.

Comienza a sentirse la decadencia del imperio.– Cómodo.– Su depravación e iniquidades.– Abyección del senado.– Reinados de Pertinaz, Didio Juliano, Séptimo Severo, &c.– Monstruosidades de Eliogábalo.– Alejandro Severo sostiene por algún tiempo con dignidad el decadente imperio.– Otros emperadores u oscuros o malvados.– Guerras civiles.– Decio.– Primeras irrupciones de los bárbaros.– Godos, francos, escitas.– Trágica y afrentosa muerte de Valeriano.– Los treinta tiranos.– Frecuentes asesinatos de emperadores.– Interregno de ocho meses.– Tácito y Probo.– Sus virtudes.– Diocleciano.– División del imperio.– Cruda persecución contra los cristianos.– Constancio y Galerio.– Daciano. Martirios en España.– Maximiano.– Constantino.
 

Hemos recorrido esta galería de ilustres príncipes, los Flavios y los Antoninos, que dieron a España, al imperio y al mundo cerca de un siglo de paz y de ventura, no interrumpida sino por el reinado de Domiciano, que fue como una mancha que cayó en medio de aquellas púrpuras imperiales. La firmeza de Vespasiano, la dulzura de Tito, la generosidad de Nerva, la grandeza de Trajano, la ilustración de Adriano, la piedad de Antonino, y la filosofía de Marco Aurelio, hicieron de aquellos insignes varones otros tantos astros benéficos que resplandecieron y alumbraron al mundo romano, y bajo su influjo España dio grandes pasos en la carrera de las artes, de la política y de la civilización. Solo faltaron a estos buenos príncipes dos grandes pensamientos para acabar de ser buenos; el de haber abrazado la nueva religión, y el de restituir al pueblo los derechos que sus antecesores le habían quitado.

Tócanos ahora repasar con disgusto otro catálogo de emperadores, que como aquellos para dicha, estos para azote de la humanidad parece haber sido permitidos, por no atrevernos a decir enviados por la Providencia. Lo haremos rápidamente, ya porque no nos proponemos escribir la historia de los emperadores romanos sino en la parte que de ella pudo tocar a España, ya porque no es grato ni exponer ni contemplar un negro cuadro de horribles vicios, y ya porque por fortuna la España, colocada a alguna distancia de Roma, participaba menos que la capital del imperio del siniestro influjo de aquellos corrompidos seres que para afrenta de la humanidad conservaron el título de emperadores.

Imposible parece que un padre tan virtuoso como Marco Aurelio engendrara un monstruo como su hijo Cómodo; y no extrañamos que por respeto a las virtudes del padre supongan algunos historiadores que Cómodo no fue hijo del emperador filósofo, sino de la disoluta Faustina y de un gladiador, que, entre otros de la hez del pueblo, obtuvo sus favores. Los hombres no pueden imaginar vicio, ni crimen, ni torpeza, ni crueldad, ni corrupción de ningún género que no se hallase reunido en Cómodo. Sus acciones, sus gustos, menos eran ya de hombre corrompido que de bestia salvaje. Tiberio, Nerón, Calígula, Vitelio y Domiciano, habían sido templadamente desenfrenados en comparación de Cómodo. «El cielo, dice un escritor ilustre, añadió la locura a sus crímenes a fin de no espantar demasiado a la tierra.» En efecto, el vender todos los cargos públicos, el quitar la vida a muchos senadores, patricios y familias consulares, el tener un serrallo de trescientas concubinas y otros tantos mancebos, podía atribuirse a avaricia, a tiranía y a voluptuosidad. Pero el dividir en dos pedazos a un hombre grueso por el bárbaro placer de ver derramarse por la tierra sus entrañas{1}; el mandar asesinar una noche en el teatro a todos los que a él habían asistido; el sacar los ojos o cortar los pies a los que tenían una fisonomía que le desagradara… esto ya no cabe en las medidas de la maldad y de la corrupción, sin recurrir a un extravío de la razón, a una verdadera locura. Sin embargo el pueblo consentía que se llamara a sí mismo el Hércules Romano; que Roma se titulara Colonia Comodiana, y hasta el senado inscribió a la puerta de la asamblea: Casa de Cómodo. Increíble parece tanta abyección. ¡Y aun reinó trece años este monstruo! Esto parece menos comprensible. Al fin tuvo que morir a manos de un atleta y con el veneno de una concubina (193). Apartemos ya la vista de tanta infamia y de tanta degradación. Solo el cristianismo no fue perseguido por este hombre bestial, gracias a Marcia, una de sus favoritas, que protegía a los cristianos{2}.

La España vio pasar sin acaecimiento alguno notable el corto reinado de Pertinaz. Asesináronle los pretorianos porque quiso restablecer la disciplina; y se sacó el imperio a pública subasta. Presentáronse dos postores, y se adjudicó a Didio Juliano que ofreció mil doscientas cincuenta dracmas más que su competidor{3}, entregándole ciento veinte millones de hombres como quien entrega una mercancía. Didio no pudo pagar la suma ofrecida, y a los sesenta y seis días fue asesinado (194). Cada legión quería ya nombrar su emperador. Tres fueron elegidos; el más fuerte se quedó con el imperio. Fue éste Séptimo Severo. Para que se forme juicio de lo que era, solo diremos que obligó al senado a colocar a Cómodo en la clase de los dioses. ¡A Cómodo! Y para que todo en él fuese completo se declaró el mayor perseguidor de los cristianos: aunque era la tercera persecución, puede decirse que para España fue la primera, así por haber sido la más rigurosa y cruel, como porque entonces era ya grande en España el número de los discípulos de la Cruz. En los reinados de Cómodo, de Pertinaz, de Juliano y de Severo se vio brillar la elocuencia de los primeros padres de la iglesia. Por lo demás España, apartada un tanto de los teatros de los desórdenes, y sin mezclarse en ellos, seguía su marcha, sin sentir sino débilmente las grandes sacudidas del imperio.

Severo dejó por sucesores a sus dos hijos Caracalla y Geta: pero aunque hermanos, eran enemigos mortales, y Caracalla, deseando reinar solo, se deshizo de su hermano asesinándole en los brazos de su madre (211). Caracalla tuvo la necia presunción de querer imitar a Alejandro y Aquiles. Nos hemos propuesto no fatigar al lector con la pintura de los vicios de cada uno de estos seudo-emperadores. Murió asesinado por Macrino (218), que obtuvo el imperio, y no hizo nada sino mandar levantar altares al mismo a quien había asesinado. Los romanos, luego que morían los déspotas los convertían en dioses: así gozaban de dos inmortalidades, la del odio público y la de la ley que le consagraba. Catorce meses reinó Macrino; hasta que el ejército que le había dado el imperio se le quitó con igual facilidad. Por un concurso extraordinario de circunstancias después de Macrino una intriga de mujeres elevó al imperio a un joven sirio, por sobrenombre Eliogábalo, o más exactamente Elagábalo o Elagabal, el cual fue muerto con su madre en un lugar inmundo{4} y arrojado su cuerpo al Tíber, después de uno de los mas execrables reinados. Su nombre fue borrado en España de todos los monumentos como una mancha que los deshonraba.

Permítansenos dos palabras sobre el reinado de Elagábalo siquiera por su singularidad. Era Elagábalo en Siria sacerdote del Sol, y entró en Roma con las mejillas y párpados pintados, vestido con tiara, collar, brazaletes, túnica de tela de oro, y rodeado de eunucos y bufones, de enanos y enanas bailando delante de una piedra triangular. Este sacerdote era el que iba a empuñar el sagrado escudo de Numa{5}. El joven imberbe tenía el capricho de vestirse de mujer, y de entretenerse en las labores de este sexo, y hacíase saludar con el título de señora y de emperatriz. Concedió asiento a su madre en el senado al lado de los cónsules, y creó otro senado de mujeres que deliberaban sobre los honores de la corte y sobre las hechuras de los vestidos. ¡Este era el trono de los Césares, y el senado de los Escipiones y de los Brutos! El reinado de Elagábalo o Eliogábalo no fue el de la gastronomía, como una errada tradición vulgar ha hecho a muchos creer, sino el de la lascivia y la lubricidad, que llevó a un grado que el pudor no consiente expresar. Era preciso que todos los vicios pasaran por encima del solio romano antes que se sentara en él la religión de las verdaderas virtudes, para que se pudiera apreciar mejor.

Después de tanta imbecilidad, de tanta degradación, de tantas iniquidades y de tantos crímenes, la España y el imperio van a gozar de un respiro bajo el gobierno de un príncipe sabio, ilustrado, juicioso y protector (222). Al modo que tras largos días de procelosas borrascas y por entre nubes espesas y sombrías se deja ver momentáneamente un sol claro, que suele ser signo y causa de arreciar más la tempestad, así apareció Alejandro Severo como un resplandor fugaz entre las negras tormentas que le habían precedido, y los huracanes que le habían de seguir. Ya la España participaba de la suerte desastrosa de la metrópoli; al peso de tanto emperador monstruoso iba también sucumbiendo: Alejandro Severo la reanima; la provee de gobernadores sabios y amantes del bien, y la hace entrar de nuevo en la senda de la prosperidad. En aquellos primeros tiempos el pueblo elegía sus sacerdotes y sus obispos: Severo quiso que se hiciera lo mismo con los gobernadores de las provincias: el emperador los proponía, proclamaba sus nombres, y dejaba al pueblo el derecho de aplaudir o vituperar la elección. Esta deferencia hacia el pueblo no podía dejar de lisonjear los instintos de libertad de los españoles, y agradecidos levantaron monumentos a quien con tanta consideración los trataba.

Por otra parte el cristianismo iba penetrando, aunque de un modo como vergonzante, en el alcázar de los Césares. Alejandro Severo colocó ya en su capilla particular una imagen del Crucificado, entre las de Apolonio de Tiana, de Abraham y de Orfeo. Algo era. Al fin ya los cristianos no se veían obligados como hasta entonces a vivir en grutas y cuevas subterráneas por librarse de la vigilancia de magistrados perseguidores: ya podían vivir en público, porque el emperador gustaba de sus libros y de su moral; y Mamméa su madre, si no era ya cristiana, al menos inspiraba a su hijo sumo respeto hacia esta religión. Algunos pueblos la erigieron estatuas, entre ellos la colonia Gémina Accitana. En cuanto a Alejandro, lo diremos todo con decir que tomó por tipo y regla de de su conducta esta máxima que es el compendio de toda la moral: «No hagas a otro lo que no quieras que te hagan a ti:» y que la hizo grabar en su palacio y en todos los edificios públicos. Reinó Severo trece años, al cabo de los cuales murió asesinado por Maximino.

Alejandro Severo fue como un puntal puesto a un edificio que se resquebrajaba por todas partes. Quitado el puntal, el viejo y combatido edificio comenzó a desmoronarse como tenía que suceder. Maximino ya no era romano, ni español, ni africano, ni sirio; era nacido en Tracia, de madre alana y de padre godo. Ya tenemos a un bárbaro sentado en el trono de los Césares, porque había entrado a servir de soldado en las legiones romanas (235). El mérito de Maximino era ser el hombre más alto y más fornido que se conocía, comer muchas libras de carne, y beber muchas azumbres de vino{6}, arrastrar él solo un carro cargado, echar a rodar por el suelo quince o veinte luchadores, y otras semejantes proezas y virtudes. Los cristianos no podían dejar de ser perseguidos por un príncipe tan bárbaro: así hubo muchos mártires en España, y entre ellos se cita a San Máximo que se cree ser el que los catalanes nombran San Magín. El manto imperial ya no era un manto de púrpura; era un harapo manchado y viejo que recogía un extranjero pobre y salvaje. Mientras Maximino estaba ocupado en batir a los germanos y a los sármatas, que todos querían dar ya emperador, el senado hacía rogativas públicas a los dioses porque no volviese a entrar en Roma. Pareció haberlos oído los dioses, porque Maximino quedó por allá asesinado con su hijo.

En África habían proclamado emperadores a los Gordianos, padre e hijo, descendientes de los Gracos y de Trajano. El viejo Gordiano rechaza llorando el manto imperial, pero se le visten a la fuerza, y saludan también Augusto a Gordiano el joven, que, amigo de las letras, lamentaba los males de su patria entre las mujeres y las musas. Muere el hijo, y el padre se ahoga con un cinturón por no sobrevivirle, y se desprende gustoso de las grandezas de un trono que repugnaba. El senado designa dos nuevos emperadores, Máximo Papiano y Balbino, bravo soldado el primero, y orador y poeta el segundo (240). Suscítase en Roma una guerra civil: hay asaltos, combates e incendios: un niño los apaga con su presencia, un tercer Gordiano, hijo y nieto de los otros. Este tercer Gordiano, aunque joven, sostiene el honor del imperio por cinco años. Pero Filipo abusa de su inexperiencia, le hace perder el prestigio, le malquista con los soldados, y últimamente le hace morir a manos de ellos (244).

No se sabe si Filipo fue cristiano o no. Sábese que fue árabe, y que había sido bandido. Ya era emperador cualquiera, y de cualquier país. Enrédanse nuevas guerras, y apenas puede distinguirse a quiénes se nombra emperadores. Suenan los nombres de Prisco, hermano de Filipo, de Jotapiano, de Marino, y de Decio. Este último sube al trono, y despliega tal crueldad contra los cristianos, que muchos, no pudiendo sufrir tantos suplicios, apostatan públicamente e inciensan los ídolos, otros firman una abjuración escrita de su creencia. A los primeros nombran sacrificantes, a los segundos libelistas.

La España no podía ser indiferente espectadora de acontecimientos que tan de cerca la tocaban. ¡Qué ocasión tan favorable la de tanta flaqueza y tanto desorden para haber podido reconquistar su independencia, si no se hubiera hecho tan romana! Sin duda el destino a que la llamaba la Providencia no se había cumplido. Ciertamente hay en la historia de las naciones misterios que no se pueden penetrar. España sigue todavía la suerte de Roma. Grandes acaecimientos, grandes trastornos se preparan (250).

A la manera que vemos muchas veces levantarse lejos de nosotros y en lo más apartado de nuestro horizonte pequeñas y dispersas nubes, que uniéndose y condensándose después, van ennegreciendo la atmósfera, y apenas llega a nuestros oídos el ruido del trueno que de lejos las anuncia; mas luego las vemos acercarse impulsadas por el viento, los relámpagos crecen, el trueno retumba, y por último la tempestad viene a descargar sobre nuestras cabezas, y los torrentes que de ella se desgajan inundan nuestros campos: así la España en los tiempos en que vamos a entrar, veía levantarse a lo lejos aquellas masas de bárbaros que a manera de nubes amenazaban el Norte del imperio; veíalas en lontananza unirse, engrosarse, avanzar como empujadas por el viento: mas colocada España al extremo occidental del mundo romano, el ruido de aquellas guerras llegaba a ella como el sordo rugido de un trueno lejano. Y sin embargo aquellas nubes de godos, de hérulos, de vándalos, de sármatas, de escitas, de borgoñones, de hunos, de alanos y de otras mil razas y tribus, habían de venir a descargar sobre sus campos y a inundar su suelo. Preciso es conocer la marcha y progresos de aquellas masas de guerreros salvajes, que habían de derramarse por el Occidente, que habían de trastornar el imperio de los Césares, derribar el Capitolio y cambiar los destinos del mundo.

Los godos, empujados acaso por otros pueblos que detrás de ellos venían, se habían ido aproximando a las fronteras del imperio, que desde la conquista de la Dacia por Trajano habían quedado abiertas y sin barrera que oponer a una invasión. Crispo, hermano de Filipo, les revela la debilidad del imperio, y los godos invaden primeramente la Mesia, y después la Tracia y la Macedonia (250). Decio se empeña con ellos en una lid desesperada, en que después de ver perecer a su hijo, encuentra también él mismo la muerte: y Galo, acaso vendido también a los godos como Prisco, es proclamado emperador. Galo celebra con los godos una paz vergonzosa, obligándose a pagarles un tributo anual a condición de que respeten las tierras del imperio, condición que los bárbaros se cuidaron muy poco de cumplir. La peste asolaba aquellas provincias (252), y multitud de razas salvajes las invadían. Además de los godos, la Escitia y la Germania arrojaban masas innumerables de guerreros: los godos se derramaban por la Tracia y la Macedonia, los francos invadían las Galias por el Rhin, los escitas caían sobre el Ponto Euxino y avanzaban hasta Calcedonia, y Sapor, rey de los persas, ocupaba la Armenia, y se proponía arrojar a los romanos de toda el Asia. Y mientras los bárbaros sitiaban el imperio por todas partes, los aspirantes a la púrpura se hacían proclamar cada cual por su ejército, se combatían, o se asesinaban.

Tal estaba el imperio cuando Valeriano se ciñó la púrpura pasando por encima de los cadáveres de Galo y de Emiliano. El y su hijo Galieno, mozo afeminado y vicioso, auxiliados de Póstumo, Claudio, Aureliano y Probo, que en el hecho de ser caudillos del ejército eran candidatos a la púrpura, vencieron a los godos, rechazaron de España a los franco-germanos, pero marchando después contra los persas, cayó Valeriano prisionero del rey Sapor (260). Todos los crímenes del imperio y todas las flaquezas del Capitolio se vieron castigadas en la persona de aquel desventurado emperador. Propúsose el Persa hacer a su imperial cautivo objeto de ludibrio y de afrenta. El bárbaro rey le hacía servirle de estribo para montar a caballo, apoyando orgullosamente su pie sobre la encorvada espalda del prisionero revestido de la púrpura. Y porque un día le irritó, mandó desollarle vivo, y adobada su piel y teñida de encarnado, la rellenó de paja para que conservara la forma humana, y la hizo colgar de la bóveda del templo principal de Persia, donde se conservó por espacio de muchos siglos{7}. ¡Barbarie inaudita! Cuando Galieno supo el desastroso fin de su padre, se contentó con decir: «ya sabía yo que mi padre era mortal.» Y recogiendo la otra mitad de la vieja púrpura, como quien recoge la mortaja de un muerto, continuó impasible entre sus cortesanas y sus deleites. No sabemos cuál acabó de humillar más el imperio, si la muerte afrentosa del padre, o la conducta vergonzosa del hijo.

Entonces fue cuando se levantó simultáneamente un enjambre de tiranos, que unos fijan en treinta por asemejarlos a los de Grecia, otros en diez y nueve: entre ellos se distinguían las dos reinas Zenobia y Victoria. Esta última elevó al rango de Augusto en las Galias a Mario, que había sido armero, el cual llamaba a Galieno lujuriosísima peste. Mario pereció a manos de un soldado, que había sido oficial de su taller: al atravesarle el cuerpo con la espada le dijo: «tú la fabricaste.» Victoria, aquella Zenobia de las Galias, no se desalentó por esto, y nombró todavía emperador a Tétrico, que lo fue de las Galias y de España. ¡Pero cosa maravillosa! Aun producía Roma genios no comunes. Tal fue Claudio, que sucedió a Galieno: mereció y obtuvo el renombre de Gótico, por la brillante derrota que causó a los godos. Curiosas son las palabras con que él mismo la describe: «Hemos destruido trescientos mil godos, y echado a pique dos mil naves. Los ríos están cubiertos de escudos, y sus márgenes de anchas espadas y pequeñas lanzas. Las llanuras se ocultan bajo los montones de huesos blanquecinos: no hay camino que no esté tinto de sangre…  hemos hecho tantas mujeres prisioneras, que no hay soldado que no pueda tener dos o tres esclavas{8}.» La fortuna ayudaba a Claudio por otra parte. Los tiranos se habían destruido unos a otros; no le quedaban sino Zenobia en Oriente y Tétrico en Occidente: ya se disponía a ir contra ellos cuando le sorprendió la muerte (270).

Hízolo por él su sucesor Aureliano, llamado Espada-en-mano, Manus ad ferrum. Dotado Aureliano de cualidades brillantes, de gran valor, y de un golpe de vista pronto y certero, subyugó a los dacios, y venció a Zenobia y a Tétrico. El triunfo de Aureliano fue el más pomposo y brillante que se vio jamás: todos los pueblos figuraron en él: llevaba prisioneros godos, alanos, alemanes, vándalos, roxolanos, sármatas, suevos y francos; tras ellos iba Tétrico, que algún tiempo había dominado en España, vestido con la púrpura imperial; entre las reinas prisioneras distinguíase la famosa Zenobia, reina de Palmira, atadas las manos con una cadena de oro tan pesada, que los grandes de su corte, cautivos como ella, tenían que irla aliviando el peso; las perlas que cuajaban su vestido apenas la permitían andar{9}. Ostentábase Aureliano sentado en un carro triunfal arrastrado por cuatro ciervos. Así renovó todavía Aureliano las antiguas glorias de Roma. Era naturalmente severo: no permitía a los soldados tomar ni un pollo de los labradores, diciendo que los guerreros deben verter la sangre de los enemigos, no la de los pollos ni las lágrimas de los infelices ciudadanos{10}. Cuando se dirigía a Oriente a hacer la guerra a los persas, fue muerto por los oficiales de su armada. Los cristianos lo agradecieron, porque meditaba contra ellos una nueva persecución (275).

Sucedió entonces un fenómeno inexplicable. El mundo estuvo ocho meses sin dueño. El senado remitía al ejército el cargo de nombrar emperador; el ejército a su vez le remitía al senado: ni el uno quería usar de su derecho ni el otro de su fuerza. Cosa extraña: no sabemos si sería capricho o cansancio. Por fortuna, con las últimas victorias contra los bárbaros de fuera y contra los tiranos interiores, el imperio estaba tranquilo. Roma hubiera podido recobrar su libertad, y no lo hizo: parecía haberla ya olvidado. Por fin el senado proclamó emperador a Tácito, anciano de setenta y cinco años, y de la familia de Tácito el historiador filósofo. Este anciano pareció rejuvenecer un poco la corrompida decrepitud de la república, mas cuando iba a colocarse a la cabeza del ejército para repeler una nueva invasión de los alanos, halló un fin desastroso. Su hermano Floriano, que le sucedió, reinó poco, y le mataron los soldados, por pasarse a las águilas de Probo, o más bien, los soldados asesinaban ya emperadores por costumbre (276).

Probo fue uno de los más grandes emperadores del tiempo de la decadencia. En otra época hubiera podido ser un Augusto. Tan rígido soldado, como hábil político y celoso administrador, defendió el imperio contra los enemigos, y las provincias contra los excesos de los soldados, los cuales veían en él un soldado más frugal y más disciplinado que ellos. No podían ser insensibles al ejemplo de un emperador, que sentado en tierra sobre la yerba en la cima de una montaña de la Armenia, comiendo legumbres en un puchero, con un sencillo vestido de lana teñida de púrpura, recibía a los embajadores del rey de Persia. La modestia de Probo era tan grande, que cuando sus soldados le aclamaban; «me matáis, decía, cuando me llamáis emperador.» Cuando le murmuraban su pobreza, decía a su ejército: «¿Queréis riquezas? Ahí tenéis el país de los persas. Creedme; de tantos tesoros como poseía la república romana, nada ha quedado: el mal viene de los que han enseñado a los príncipes a comprar la paz de los bárbaros. Nuestras rentas están agotadas, nuestras ciudades destruidas, nuestras provincias arruinadas. Un emperador que no conoce otros bienes que los del alma, no se avergüenza de confesar una honesta pobreza.» Como guerrero, derrotó a los francos, a los borgoñones y a los vándalos que se habían apoderado de las Galias. Mató a cuatrocientos mil bárbaros, libertó y reedificó setenta ciudades, trasladó a la Gran Bretaña colonias de prisioneros, sometió una parte de la Alemania, levantó una muralla de doscientas millas desde el Rhin hasta el Danubio, y libre de las guerras extrañas sofocó las rebeliones interiores: como administrador, afianzada la paz, empleó sus ejércitos en labores de agricultura, y mandó plantar de nuevo viñas en España revocando el ridículo edicto de Domiciano. «Si los dioses me conceden vida, dijo en una ocasión, pronto el imperio no necesitará de soldados.» Las legiones recogieron esta expresión, y no aguardaron más que una ocasión para deshacerse de quien tal ánimo mostraba de disolverlas. Al día siguiente de haberle asesinado (282), le erigieron un sepulcro de mármol con esta inscripción: «Aquí yace Probo, el mejor de los emperadores, el vencedor de los tiranos, y de todas las naciones bárbaras.» Esta inscripción era una verdad, y aun pudieron decir más de sus virtudes pacíficas{11}.

Siguieron Caro, Carino y Numeriano. Carino, residió en España. De su estancia se hallaron monumentos en el mercado público de Sagunto, y muchas inscripciones han perpetuado su administración. Sucedió a estos Diocleciano, con el que empieza la era famosa de la iglesia conocida con el nombre de era de Diocleciano, o era de los mártires.

Aun estaba la España bajo la dominación de Carino cuando fue contra él Diocleciano: encontráronse sus ejércitos, pero los soldados de Carino ahorraron a Diocleciano el trabajo de vencerle. Parecía ya como artículo de ordenanza para los soldados asesinar a sus jefes, o para dar la púrpura a otro, o para quitársela a los mismos que habían proclamado. Diocleciano no se reconoció bastante fuerte para sustentar solo el peso de tan vasto imperio y le compartió con Maximiano Hércules (285). Aún hizo más: nombró luego dos Césares, a saber, Constancio Chloro y Galerio, y dividió los dominios imperiales en cuatro grandes provincias. La España con la Bretaña y las Galias le fue encomendada a Constancio, que era el mejor de los tres. Tiénese no obstante en lo general una idea muy exagerada de la crueldad de Diocleciano, sin duda por la persecución general que en su reinado sufrió la iglesia. Pero Diocleciano, príncipe prudente y hábil, había dado antes de la persecución diez y ocho años de gloria al imperio; había sido gran administrador, y refrenó mucho el despotismo militar y la preponderancia de las legiones. El mismo edicto de persecución que con tanta sangre de mártires enrojeció la tierra le dio de muy mala gana; el delito de Diocleciano fue la flaqueza de haber cedido a las inicuas sugestiones de Valerio. El emperador quiso antes consultar a un consejo de magistrados, y este consejo opinó que los cristianos debían ser perseguidos. Diocleciano, no tranquilo todavía, envió a consultar a Apolo de Mileto, y Apolo respondió que los justos esparcidos por la tierra le impedían decir la verdad; los arúspices declararon que estos justos eran los cristianos: resolvióse con esto su persecución, y se dio el famoso edicto de Nicomedia, obra de la maldad de Galerio y de la debilidad de Diocleciano{12}.

Antes de este edicto, y en los reinados de Galo, Valeriano, Galieno, Claudio y los demás que le sucedieron, los decretos de persecución habían sido o parciales o contradictorios, y los gobernadores de las provincias, más bien que los emperadores, eran los que empleaban, según su carácter, la tolerancia o el rigor con los cristianos. Ahora la persecución se hizo general; el decreto prevenía el exterminio; Galerio no se contentaba con menos; se empezó destruyendo las iglesias y entregando a las llamas los libros santos y las actas de los mártires que había habido, y siguieron los suplicios sin distinción de orden, clase ni edad: las cárceles rebosaban de víctimas; los caminos se veían cubiertos de montones de hombres mutilados; los garfios, el potro, la cruz y las bestias feroces despedazaban a niños y madres, o los arrojaban confundidos a las piras, o los precipitaban al fondo del mar a centenares, porque no había verdugos para tantas víctimas (300).

Muchos mártires hubo también en España, no por culpa del César, porque Constancio no los perseguía, y acaso en su interior los amaba, sino del gobernador Daciano, escogido de entre la aristocracia romana, la más enemiga de las novedades (que así llamaban la nueva religión), para dar cuenta de los cristianos desde los Pirineos hasta el Océano. Murieron obispos, centuriones, magistrados; y de este tiempo fueron los innumerables mártires de Zaragoza. Hubo también en España, fuerza es confesarlo, falta de constancia en muchos; bastantes abjuraron o por debilidad o por poco arraigados en la fe, y faltábale todavía mucho a la España para ser toda cristiana. La persecución duró en Occidente dos años largos, los últimos del reinado de Diocleciano: en Oriente la continuó Galerio por otros ocho años más. Galerio no se saciaba de sangre cristiana.

El impío e infame Galerio había logrado persuadir a Maximiano, padre de su mujer, a que abdicase la púrpura. Logró después lo mismo de Diocleciano, más ciertamente con amenazas que con la persuasión; y Diocleciano, tan generoso en partir con otros el imperio, obligado a bajar de él por el mismo a quien había elevado, se retiró a Salona su patria. Así quedaron por emperadores Valerio en Oriente, y Constancio en Occidente. Con la elevación de Constancio al imperio cesó en España la persecución de los cristianos (305), antes se entregó públicamente a su confianza; abriéronse las cárceles a todos, y entre ellos recobró la libertad Osio, obispo de Córdoba, que después se hizo tan justamente célebre. Constancio fue un excelente príncipe, dulce, justo y tolerante, y tan pobre, que cuando daba un festín tenía que pedir la plata prestada. Suidas le llama Constancio el Pobre. Su hijo Constantino, el que después había de dar tanto engrandecimiento y lustre a la iglesia, tenía entonces diez y ocho años, y habiéndose alistado antes en las banderas de Diocleciano, continuaba sirviendo en Oriente bajo los estandartes de Galerio. Reclamábale su padre, agobiado de enfermedades; pero el inicuo Galerio le retenía en su poder, hasta que una noche se salvó de sus lazos con la fuga. Para librarse Constantino de la persecución, iba en cada parada de postas cortando las piernas a los caballos de que se servía{13}, y de este modo llegó a incorporarse con su padre, el cual murió luego en Yorck; las legiones, haciendo el último ensayo de su poder, aclamaron a Constantino emperador, en nombre de las virtudes de su padre (306).

Muchas guerras tuvo que sostener todavía Constantino antes de sentarse tranquilo en el trono de Occidente, ya contra Maximiano, que arrepentido de su abdicación, quiso vestirse otra vez la púrpura, ya contra Galerio, ya contra Maxencio y Licinio. Por este tiempo se celebró en España el concilio de Illiberis. La iglesia y el mundo van a recibir una trasformación bajo el imperio de Constantino.




{1} Hist. August. p. 128.

{2} Herod. in Vit. Commod.

{3} Dion, Hist. Rom. lib. LXIII.

{4} Atque in latrina ad quam confugerat occisus. Hist. Aug. página 478.

{5} Hist. Aug.

{6} Al decir de Codro, comía este bárbaro cuarenta libras de carne, y bebía veinte y cuatro azumbres de vino.

{7} Direpta est ei cutis,… ut in templo barbarorum deorum ad memoriam triumphi clarissimi poneretur, Lactant. De morte per secut. cap. V.

{8} Carta de Claudio a Broco, gobernador de la Iliria.

{9} Cuando presentaron a Aureliano la ilustre prisionera de Palmira: «¿Con que has tenido atrevimiento, le dijo, para oponerte a un emperador romano?– Ignoraba, le contestó la cautiva reina, que hubiese todavía emperadores dignos de este nombre: a todos los consideraba como Galienos o Aureolos: pero me has vencido, Aureliano, y veo al fin un emperador.»

{10} Hist. Aug. p. 222.

{11} Hist. Aug. Vit. Prob.– Zosim. lib. I.

{12} Chateaubriand, en sus Mártires, ha hecho el retrato de las cualidades respectivas de los tres emperadores, Diocleciano, Galerio y Constantino, con mucha verdad histórica, y con la elegancia que distingue al ilustre escritor de nuestro siglo.

{13} Zosim. lib. II.