Parte primera ❦ Edad antigua
Libro III ❦ España bajo el Imperio romano
Capítulo IV
El cristianismo
Pintura de las costumbres del imperio romano.– Corrupción y disolución moral.– En los emperadores: en el pueblo: en los hombres de letras.– Causas que la producían.– Politeísmo.– Constitución orgánica del imperio.– Tiranía: esclavitud: condición miserable y abyecta del pueblo.– Vicios de la legislación.– Derechos tiránicos de los padres.– Prostitución del matrimonio: facilidad de los divorcios: leyes sobre el celibatismo: esclavitud de las mujeres: falta de vínculos de familia: exposición de los hijos.– Escandaloso lujo y vida licenciosa de los ricos: egoísmo universal: estrago y desenfreno de costumbres.– Filosofía epicúrea: filosofía estoica.– Necesidad de una revolución social en el mundo.– La trae el cristianismo.– Filosofía cristiana.– El cristianismo considerado como principio moralizador y como principio civilizador.– Su doctrina: su nacimiento y progresos.– Costumbres de los primeros cristianos.– Persecuciones: martirios: edad heroica del cristianismo.– Cómo fue ganando al pueblo.– Cómo a las clases elevadas de la sociedad.– Filósofos cristianos: apologistas.– El cristianismo en España.– Mártires españoles.– Zaragoza.– Osio.– Situación religiosa del mundo al comenzar el cuarto siglo.
Estaba elaborándose lentamente en el imperio romano una revolución social, la mayor que han presenciado los siglos, y la mayor también que se verá hasta la consumación de los tiempos. Todos los sucesos que hasta ahora llevamos referidos carecen de importancia al lado del grande acontecimiento que se estaba preparando. La sociedad antigua iba a disolverse, el mundo iba a sufrir una trasformación física y moral, y la gran familia humana iba a ser regenerada en su religión, en su gobierno, en su legislación, en su moral y en sus costumbres. Los elementos existían ya, pero iban obrando paulatinamente como todo lo que está destinado a producir cambios y revoluciones que han de durar largas edades. Menester es que conozcamos las causas que fueron preparando esta gran metamorfosis social, para que podamos apreciar después debidamente sus efectos.
Por el imperfecto cuadro que hasta ahora hemos delineado se ha podido ver a qué grado de corrupción, de inmoralidad, de desenfreno habían llegado las costumbres en el imperio romano, y el imperio romano era entonces el mundo. Aunque la disolución y los vicios tenían ya gangrenada la sociedad romana en los últimos tiempos de la república, veíanse todavía algunos ejemplos, si no de virtudes morales, por lo menos de virtudes cívicas, de las virtudes propias de un resto de energía nacional, de un resto de amor a la libertad. Bruto y Casio fueron llamados los últimos romanos. La voz de Cicerón dejó de oírse, y no hubo quien la reemplazara, porque la elocuencia enmudece con la tiranía. Mientras la república estuvo ocupada en conquistar, la necesidad del heroísmo produjo todavía algunas virtudes: cuando los hombres dejaron de pensar en guerras, pensaron en deleites y en cortesanas. Cuando Augusto dio la paz al mundo avasallado, no pudo hacer sino llamar en su auxilio las musas para que encubrieran con sus laureles la tiranía y la relajación. Aunque de buena fe quisiera Augusto corregir las costumbres, era ya impotente para ello, porque el corazón de la sociedad estaba corrompido, y lo estaba por la misma organización social.
Así desde Augusto que aparentó querer contener la inmoralidad, corre después y se precipita desbocada y sin freno, ayudada de la tiranía desenmascarada que era lo único que le había faltado. Desde entonces no se ve sino una depravación profunda en todos los miembros de la sociedad: el vicio y la impiedad, la ferocidad y la adulación, la crápula y la sensualidad erigidas en sistema. Emperadores malvados disponían de un pueblo corrompido, y soldados licenciosos se daban emperadores tan desenfrenados como ellos. Plebe y soldados nombraban, aplaudían, divinizaban al que esperaban les hiciese más distribuciones de trigo o de dinero con que matar el hambre, y que les diese más espectáculos con que divertirse: cuando las distribuciones y los juegos se acababan, asesinaban a aquel y aclamaban a otro. Así el pueblo lloraba como una desgracia la muerte de Calígula, de Nerón, de Cómodo, de Caracalla y de Eliogábalo, porque habían sido los más pródigos para él. «El pueblo, dice elocuentemente un escritor español{1}, el pueblo siempre mendigo y siempre seguro, decía al tirano: tenga yo dinero, y tú confisca: tenga yo trigo, y tú mata: tenga yo espectáculos, y tú harás cuanto te agrade: con que entre el pueblo y el mal príncipe había una tácita convención, mediante la cual el déspota daba el trigo y el pueblo los aplausos… Cuando los tiranos salían de sus palacios, y oían las salutaciones y agradecimientos del pueblo, imaginábanse que todo el imperio se hallaba en el más floreciente estado, y tenían las interesadas y compradas aclamaciones de la canalla bien alimentada por indicios de la pública felicidad.— ¿Hacíase, dice en otra parte, una carnicería de los ricos? Pan al pueblo, y más que todos los ricos se matasen. ¿Subía un emperador a la escena, o descendía al palenque con los gladiadores? Pan al pueblo, y en el senado y en el circo resonaban aplausos al emperador comediante, citarista o cochero. ¿Volvía el príncipe de la guerra sin haber visto al enemigo, o después de haber hecho una paz vergonzosa? Pan y dinero al pueblo, y el príncipe quedaba hecho padre de la patria, y entraba victorioso en Roma entre las aclamaciones y bajo los arcos de triunfo. ¿Moría una cortesana, una vil prostituta, esposa del emperador y mujer de todos los hombres? Pan y dinero y aceite al pueblo, y la casta consorte del tálamo nupcial era hecha una diosa, se derramaban lágrimas sobre su tumba, y sus estatuas se adornaban de flores.»
Así los príncipes apresuraban la corrupción del pueblo, y el pueblo ayudaba a la corrupción de los príncipes.
¿Pero era solo el pueblo ignorante y estúpido el que así adulaba a sus tiranos? ¿No hacían lo mismo los hombres de letras, los sabios y filósofos? Valerio Máximo dedica su obra al infame Tiberio, y en el prefacio se dirige a él diciéndole: A vos, a quien los dioses y los hombres de concierto han dado el gobierno del mundo; a vos de quien pende la salud de la patria, pues que vuestra divina sabiduría alienta con tanta bondad las virtudes que hacen el objeto de esta obra, y castiga con severidad los vicios contrarios; a vos, César, es a quien invoco para el éxito de mi empresa.– El mismo Séneca, el preceptor de Nerón, el que mejor escribía de moral y de virtud, pero que a favor de sus usuras había amontonado en cuatro años trescientos millones de sextercios{2}; el que por impedir a su depravado discípulo que fuese incestuoso le inclinaba a ser adúltero; el mismo Séneca ¿no le decía a Nerón que «podía vanagloriarse de un mérito que ningún otro emperador tenía, la inocencia; y que hacía olvidar los tiempos de Augusto{3}?»
Jamás, ni en tiempo ni en parte alguna se vio la humanidad agobiada bajo el peso de tantos vicios y de tantos crímenes. Es un cuadro que asombra y espanta. ¿De dónde provenía tanto desorden? ¿Qué causas habían producido aquel refinamiento de disolución y de maldad? La religión y el culto, la organización política, el gobierno, las leyes, las doctrinas filosóficas, todo contribuía a fomentar la corrupción intelectual y moral del pueblo romano.
Los hombres del mundo antiguo, no habiendo alcanzado el conocimiento de la verdadera divinidad, se fabricaron dioses con las mismas pasiones y con los mismos defectos que ellos; y si al principio les tuvieron respeto, fueron perdiéndosele después. Había dioses para todas las virtudes, pero había también dioses para todos los vicios, y los hombres encontraban más fácil asemejárselos en estos que imitarlos en aquellas. «Si Júpiter trasformándose en lluvia de oro, decía Terencio en una de sus comedias{4}, seduce las mujeres, ¿por qué yo, siendo un miserable mortal, no he de poder hacer otro tanto?» Y como si el politeísmo de Roma no fuera bastante, como si el catálogo de los dioses romanos necesitara ser aumentado para autorizar todos los crímenes, llevaron los de Egipto y Grecia para que los ayudaran a proteger y santificar los vicios. Si en el templo de la Venus de Babilonia se prostituían públicamente las mujeres, si en el de Corinto se consagraban más de mil meretrices a la madre de los amores, ¿por qué en Roma había de haber vestales? Nadie quería ya serlo, y no se encontraba quien mantuviera el fuego sagrado. Pero en cambio las madres llevaban a sus hijas a las fiestas Lupercales, asistían con ellas a las danzas impúdicas de Flora, y las acompañaban al teatro a ver representar con demasiada realidad los amores lascivos de Pasifae. En cambio las doncellas llevaban Priapos colgados al cuello, y las cortesanas ostentaban su desnudez en los combates de los gladiadores, y exigían que estos escogieran para morir las posturas más lúbricas. Así se formaron aquellas Mesalinas, aquellas Lépidas, y aquellas Julias, cuyas obscenidades y cuyos delitos dejamos a los poetas de aquel tiempo que los celebren.
No eran solos el sensualismo y la lascivia los que contaban con protectores en el Olimpo, ni solos los altares de Venus, de Adonis y de Priapo los que tenían adoradores. A ningún vicio le faltaba su divinidad, inclusos el homicidio y el robo. Hasta la hipocresía era pedida a los dioses como una virtud. «Hermosa Laverna, decía Horacio{5}, enséñame el arte de engañar, y concédeme parecer justo y santo.» Los templos de la Piedad, de la Castidad, de la Concordia, de la Virtud y del Honor, estaban u olvidados o desiertos: los votos y las ofrendas se colgaban en el de Júpiter Prædator, para que les fuese propicio en sus latrocinios. No extrañamos que Cicerón y los hombres ilustrados de su tiempo se burlaran ya públicamente de aquellas divinidades, avergonzados de lo absurdo del politeísmo, pero no encontraban un dios que pudiera estar libre de caer en aquel descrédito. No se halló, como veremos luego, otra cosa que oponer al desautorizado paganismo que una filosofía ineficaz.
Si la idolatría favorecía la corrupción, no la fomentaba menos la organización política del estado. El imperio romano era un gigante que tenía abrazada la mitad del mundo con un círculo de hierro. Nunca se había extendido tan lejos la opresión de la familia humana, nunca se llevó tan adelante el desprecio de la humanidad, y nunca se vieron tantas miserias, egoísmo tan universal, relajación tan absoluta de los vínculos sociales. «El despotismo de los emperadores, dice un ilustre escritor, parece haber sido permitido para dar al mundo un ejemplo de los excesos a que la embriaguez del poder absoluto puede conducir a los hombres.» ¿Necesitaremos recordar la execrable depravación de ese catálogo de monstruos imperiales que tuvieron encadenado el mundo, que mataban a sus semejantes por recreo, que amaestraban a las fieras en el arte de devorar hombres, que gozaban en los espectáculos viendo la presteza con que los leones engullían esclavos, o prisioneros, o mujeres, o conspiradores denunciados, y que se saboreaban en las mesas con las lampreas cebadas en sus estanques con carne humana? Lo que parece sorprender más es que hubiera un pueblo tan sumiso que tolerara tan abominables monstruos y tan horribles monstruosidades. Pero armados ellos con la terrible ley que establecía el delito de lesa majestad, autorizando y premiando los delatores, provistos de numeroso espionaje a que se prestaba grandemente un pueblo de mucho tiempo atrás corrompido, ellos podían deshacerse fácilmente de todo ciudadano que pudiera hacerles sombra, o cuyos bienes codiciaran, y los especuladores y traficantes en delaciones les surtían abundantemente de víctimas, y a trueque de ganar un premio importábales poco llevar familias enteras a los suplicios o ejecutar por sí mismos cuantos asesinatos les fuesen ordenados.
Por otra parte, ¿qué sentimiento de dignidad, qué pensamientos nobles podía haber en la inmensa mayoría del pueblo romano, pobre, abyecta, deprimida, degradada por la ley, no habituada al trabajo, despojada de toda garantía social, y acostumbrada a vivir de limosnas que a título de distribuciones le daban los príncipes, o a merced de un pequeño número de ricos a quienes tenía que adular y servir? Porque, ¿qué era el imperio romano? Una agregación de ciento veinte millones de pobres o de esclavos, al servicio de diez millares escasos de opulentos. Porque allí no existía esa clase intermedia, que es el alma de las sociedades, esa clase de libres cultivadores, y de talentos independientes, esa que hoy denominamos clase media, donde suelen residir la ilustración y la virtud. No había más que un número inmenso de miserables que se morían de hambre, al lado de unos pocos que nadaban en la opulencia y en el lujo, que gastaban en un banquete lo que hubiera bastado para alimentar en un mes una provincia entera{6}, y cuyos criados se contaban por millares{7}. Plinio menciona un ciudadano, que después de lamentarse de las pérdidas que había sufrido durante las guerras civiles, dejó al morir cuatro mil ciento diez y seis esclavos, tres mil seiscientos pares de bueyes, doscientas cincuenta mil cabezas de ganado, y sesenta millones de sextercios sin contar las tierras{8}. Patricios había que poseían mas vasallos que súbditos algunos monarcas.
La esclavitud, base y vicio radical de las antiguas sociedades, estaba prescripta en Roma por las leyes. El imperio estaba poblado de esclavos, que no eran mirados como hombres. La ley los consideraba como cosa, como propiedad de sus señores ellos y sus hijos. La más ligera falta, el más leve descuido en el servicio doméstico, autorizaba al señor para arrojarle al vivero de los peces. Podía matarle, o venderle, o echarle a las fieras, y los enfermos eran despedidos y abandonados como muebles inútiles. La más remota sospecha bastaba para entregarlos a la tortura; y la legislación prescribía los tormentos, las planchas de hierro candente, los garfios para despedazar las carnes, los potros en que se estiraba los miembros hasta descoyuntar los huesos. Un pueblo en que el homicidio se había convertido en espectáculo de placer, un pueblo a quien se divertía con juegos y fiestas que duraban ciento veinte y tres días, en cuyo espacio morían en la arena diez mil gladiadores, ¿podía tener sentimientos generosos y humanitarios?
Ejercíase una tiranía legal hasta en el hogar doméstico. Los derechos del padre sobre los hijos eran los derechos de un tirano, y las mujeres, esa preciosa mitad del género humano, eran miradas por los romanos como esclavas. Pobres y ricos rehuían el matrimonio, los unos por la falta de medios con que sustentar la familia, los otros por preferencia a las caricias fácilmente compradas en un celibatismo licencioso. Hubo necesidad de establecer leyes penales contra los célibes, pero la unión a que muchos se sujetaron por no incurrir en las penas de la ley Pappia-Poppea vino a hacer del matrimonio una vergonzosa prostitución. Habiendo caído en desprecio, se facilitaron los divorcios, y llegó a hacerse legal el adulterio. Juvenal nos habla de una mujer que llevaba ocho maridos en cinco otoños, y San Gerónimo testifica haber visto en Roma a uno que enterraba a su vigésima prima esposa, la cual a su vez había tenido veinte y dos maridos. Júzguese cuál debería ser la educación de los hijos: sirviéndoles de estorbo y de carga, o perecían antes de nacer, o los dejaban abandonados, exponiéndolos en la vía pública.
En ayuda de una religión y de una legislación que así autorizaban la tiranía y la esclavitud, y que así conducían a la disolución de costumbres, vino la filosofía de Epicuro, trasportada de Grecia, con sus doctrinas de egoísmo material, de goces y de placeres sensuales, a poner el sello del refinamiento al egoísmo y a la sensualidad romana. Abrazáronla emperadores y patricios, y entregáronse sin freno a todos los goces del lujo, de la lubricidad y de la crápula, llevando el fausto, la molicie y hasta la gula a un grado que nos cuesta hoy violencia creer aun atestiguándolo unánimemente todas las historias romanas, y que dejaba atrás el lujo y la delicadeza tan ponderada de Asia.
El oro, la plata, el marfil, la concha, el ébano y el cedro, eran las materias comunes del ajuar de sus palacios. Calígula hizo guarnecer de perlas las proas de las galeras de cedro en que costeó las deliciosas playas de la Campania. Con perlas adornaba Nerón los lechos de sus liviandades. Con perlas ataviaban las nobles y ricas matronas su cabeza, su cuello, su pecho, sus brazos, y hasta sus piernas. Lolia Paulina llevaba un aderezo que se valuaba en cuarenta millones de sextercios. La Arabia, la India, la Persia, el África, el Oriente, el Mediodía, el Norte, los mares, los golfos, las islas, los bosques y los campos de todas las regiones, no bastaban a surtir a los voluptuosos romanos de perfumes y aromas, de perlas, de piedras preciosas, de telas, de metales, y de maderas olorosas. Cada magnate sostenía una turba de perfumistas, bañistas, y otros ministros de la molicie y de la afeminación: las ricas matronas, además de la multitud de mujeres que en su tocador empleaban, hacían gala de no presentarse en público sin un cortejo numeroso de eunucos, de galanteadores y rufianes, y de otros viles servidores de la prostitución. De Nerón dice Plinio que hizo derramar en la pira de Popéa tal copia de bálsamos exquisitos que toda la Arabia no podría producirla en un año. Y Adriano el filósofo, el que viajaba a pie y con la cabeza descubierta, regaló en una ocasión en honor de su suegra y de Trajano a todo el pueblo de Roma una cantidad prodigiosa de aromas preciosos, e hizo correr los bálsamos y los ungüentos por el vestíbulo y graderías del teatro.
Nada hay sin embargo que represente el desarreglo, el estrago, la locura a que habían llevado sus goces los voluptuosos y corrompidos emperadores de Roma, como la descripción que hace Lampridio de la vida de Eliogábalo. «Alimentaba (dice) a los oficiales de su palacio con entrañas de barbo de mar, con sesos de faisanes y de tordos, con huevos de perdiz y cabezas de papagayos. Daba a sus perros hígados de ánades, a sus caballos uvas de Apemenes, a sus leones papagayos y faisanes. El comía carcañales de camello, crestas arrancadas a gallos vivos, lenguas de pavos reales y de ruiseñores, guisantes mezclados con granos de oro, lentejas con piedras de una sustancia alterada por el rayo, habas guisadas con pedazos de ámbar, y arroz mezclado con perlas… Un día ofreció a sus parásitos el ave fénix, y a falta de ella mil libras de oro… Eliogábalo (dice el mismo historiador) nadaba en lagos y en albercas rociadas de bálsamos los más exquisitos, y hacía derramar el nardo a calderadas… Llevaba un vestido de seda bordado de perlas: nunca usaba dos veces el mismo calzado, ni la misma sortija, ni la misma túnica: no conoció jamás dos veces una misma mujer. Los almohadones en que se acostaba llenábanse con una especie de vello de pluma de las alas de las perdices. A un carro de oro embutido de piedras preciosas (porque despreciaba los de plata y de marfil), uncía dos, tres, y cuatro mujeres hermosas con el seno descubierto, y hacía que le arrastrasen en su carroza. Algunas veces iba desnudo como su elegante tiro, y rodaba por debajo de los pórticos sembrados de lentejuelas de oro, como el sol conducido por las Horas{9}.» No sabemos cuál irrita más, si el refinado lujo o la estragada lujuria.
Tal depravación de costumbres trajo tras sí el escepticismo, y la filosofía escéptica hizo alianza con la sensualidad epicúrea. Era consiguiente la incredulidad, nacida en los pervertidos patricios de su misma relajación, en la plebe de la imitación y de la ignorancia. El populacho se entregaba simultáneamente a los vicios de la superstición y a los de la incredulidad. Los hombres ilustrados, los que al mismo tiempo eran almas fuertes y espíritus generosos, buscaron un asilo contra la corrupción en las doctrinas de otra filosofía, en el estoicismo, «noble consuelo, dice un erudito escritor, para las almas solitarias, pero estéril para la sociedad.»
En efecto, ¿a qué conducía el estoicismo? ¿a qué guiaba? Al desprecio de la vida, al suicidio. Si no podéis soportar tanta disolución, si os desesperan los males de la humanidad, les decía Séneca, suicidáos. La escuela estoica enseñaba a los individuos a desprenderse de la vida con fría insensibilidad, con la impasibilidad del fatalismo; pero no hallaba medio de corregir los males que sentía la humanidad sino destruyéndola. Sabían los estoicos morir y no sabían vivir. Elogiábase mucho la serenidad de aquel ciudadano, que condenado a muerte por Calígula, y como se hallase jugando a las damas cuando entró el centurión a anunciarle que era llegada la hora de morir, respondió: aguardad un poco, voy a contar los peones. ¿Y qué ganaba con esto la sociedad? ¿Mejoraban algo las costumbres con que hubiera algunos hombres a quienes no les importaba más vivir que morir? Hasta llegó a perder el mérito aquel valor, si valor en ello había, puesto que se practicaba ya por vanidad, añadiéndose así otra corrupción nueva en vez de corregir la corrupción antigua. Por otra parte aquella filosofía no descendía al vulgo, que no entendía la metafísica en que iba envuelta. Los emperadores que la practicaron, los Nervas, los Trajanos, los Adrianos y los Marco Aurelios, reunieron una mezcla de virtudes y de vicios que los hacía cometer o crueldades o extravíos: echaron de menos los grandes hombres y no pudieron formarlos.
Aquel estado del mundo era intolerable. Había una necesidad de creer, y nadie creía: había una necesidad de reformar las costumbres públicas, y nadie hallaba el medio de reformarlas. El politeísmo había recorrido todas sus faces, y se encontraba desacreditado; se recurría a las escuelas filosóficas, y las unas desmoralizaban más, y las otras eran ineficaces para contener la desmoralización. Necesitábase una revolución general en los espíritus y en los corazones. La humanidad necesitaba de un asilo, de un consuelo, de un principio moralizador. ¿Dónde se encontraba? ¿De dónde había de venir? ¿Del cielo o de la tierra? Del cielo y de la tierra vino juntamente.
En un rincón de la Judea había nacido el que tenía la misión divina y sublime de regenerar el mundo. «De la humilde cabaña de Galilea, dice un elocuente escritor contemporáneo, salió la buena nueva pregonando un Dios único, la fraternidad, la igualdad de los hombres, y un reinado de virtud, de verdad, y de justicia… Desde ahora la unidad de Dios enseña la unidad del género humano. Queda prescrita la inocencia, no solo en las obras sino también en el pensamiento emancipado. Hasta entonces el único medio de poderío y de gloria había sido la guerra, el único objeto de los héroes la conquista, se había declarado la servidumbre como un hecho necesario, natural, equitativo; y condenado el esclavo a todas las miserias, y además al embrutecimiento intelectual y moral, vivía sin existencia religiosa, sin afecciones, sin legítima descendencia. Ahora una nueva palabra, la caridad, hace menos pesadas las cadenas, mientras logra romperlas del todo: la paz universal es proclamada, y quedan extinguidos los privilegios de nacimiento y de conquista. Propende todo a inspirar horror a la efusión de sangre… Vese aparecer el modelo de una sociedad sobre la combinación de formas pacíficas, de un poder espiritual en su esencia, opuesto a los excesos del poder armado; el modelo de una fraternidad de naciones, que en vez de aniquilarse unas a otras se comunican para perfeccionarse mutuamente. ¿Y quién ha obrado este prodigio? Un artesano de Galilea.»
Vino, pues, el cristianismo, y el mundo oyó por primera vez: «no hay más que un solo Dios verdadero.» Habían pasado cuatro mil años, sin que nadie hubiera dicho a los hombres: «todos sois hermanos; haced bien a vuestros mismos enemigos;» hasta que Cristo vino a enseñarles esta sencilla máxima que a todos se les había escapado. A los tiranos les dijo: «todos los hombres son iguales ante Dios:» y los rebajó hasta nivelarlos con los oprimidos. A los esclavos les dijo: «todos los hombres son libres:» y los elevó hasta igualarlos con los emperadores ante la presencia de Dios. A los epicúreos: «los goces materiales no hacen la felicidad del hombre, porque hay en él algo más elevado y noble que la materia y el cuerpo:» y a los estoicos: «no os suicidéis, porque el disponer de vuestra vida le toca solo a Dios que os la ha dado, y porque hay otra vida más allá de este mundo:» y les enseñó la inmortalidad del alma. Dijo a los pobres: «bienaventurados los humildes:» y los consoló. Y a los ricos: «la mayor de todas las virtudes es la caridad.» Los sabios habían ignorado el medio de contener la corrupción universal, y Cristo se lo enseñó con la doctrina y el ejemplo. Santificó el matrimonio, y haciendo a la mujer compañera del hombre y no esclava, emancipó con esto solo a la mitad del género humano. No había salido doctrina semejante de las escuelas de Pitágoras ni de Epicuro, de Sócrates ni de Platón.
La revolución moral que necesitaba el mundo quedaba iniciada. Como religión, aventajaba el cristianismo a todas las religiones fundadas sobre el politeísmo porque en vez de dioses cargados de flaquezas o de vicios humanos enseñaba a adorar un solo Dios puro y sin mancilla. Como filosofía, era más digna, más elevada, más sublime que cuantas habían producido las academias, porque enseñaba la fraternidad universal: como sistema de gobierno, ninguno más aceptable, más noble, más liberal, que el que daba al hombre derechos que no había gozado nunca, el que arrancaba la humanidad de la dominación de la fuerza bruta, el que proscribía la tiranía, abolía la esclavitud, y proclamaba la libertad, la igualdad, la emancipación del pensamiento; el que decía a los súbditos: «obedeced, pero sin servidumbre:» y a los príncipes: «gobernad, pero sin tiranía:» el que prescribía, en fin, dar al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios.
Los hombres escarnecieron al que se anunció como regenerador del mundo sin espadas y sin ejércitos, al que se presentó como moralizador y civilizador, y le hicieron sellar con su propia sangre su doctrina. Todo estaba previsto, o por mejor decir, todo estaba decretado, y el Hombre-Dios quiso dejar al mundo el ejemplo más sublime que ha podido concebirse de abnegación, de amor y de caridad. Fue el primer mártir de su culto. El se había presentado humilde, y los que después de él se encargaron de propagar su legislación eran tan pobres y tan humildes como él. Hasta entonces, todos los sistemas filosóficos, todas las creencias religiosas habían nacido en los entendimientos de los sabios, de allí se trasmitían a las inteligencias de segundo orden, y poco a poco se difundían por el pueblo. Este es el orden natural de las influencias. El cristianismo, al contrario, tuvo por primeros propagadores a artesanos pobres y de ingenios rudos: de allí subió a las escuelas, se difundió entre los sabios y filósofos, y había de remontarse hasta el trono de los Césares. O en el fondo de la doctrina, o en el modo de su propagación tenía que haber algo de sobrenatural. Habíalo en uno y en otro.
Sublime contraste formaban las costumbres de los primitivos cristianos con las que seguían practicando los hombres de la antigua sociedad. De parte de los paganos, disolución, inmoralidad, prostitución; de parte de los seguidores de Cristo, moralidad, pureza, inocencia. Mientras los mancebos idólatras acudían anualmente al sepulcro de Diocles, donde se coronaba al más lascivo, los cristianos proclamaban la virginidad como el estado más perfecto del hombre. Mientras aquellos pasaban la vida en la embriaguez de los deleites, en doradas viviendas, entre aromas y perfumes, en opíparos banquetes, donde tenían que discurrir cómo excitar su apetito ya embotado, estos recomendaban y practicaban la mortificación y la abstinencia, sus comidas eran frugales y reguladas por la necesidad, no por la gula, vestían modestamente, menospreciaban el lujo y el fausto, y no mantenían esclavos ni eunucos. Mientras los idólatras repudiaban diariamente sus mujeres, exponían sus hijos en los caminos o en las plazas públicas, y hacían de la ley del divorcio un comercio de prostitución, los cristianos predicaban la indisolubilidad del matrimonio, hacían de la fidelidad conyugal una de las primeras virtudes y una prenda segura de la felicidad doméstica, y mirando como un deber sagrado el sustento y educación de los hijos, estrechaban las relaciones de familia con lazos de amor. Mientras aquellos asistían con placer a las gemonías, o se recreaban con los sangrientos espectáculos del circo, y se saboreaban con los sacrificios humanos, estos visitaban a los presos en los calabozos, socorrían a los necesitados en sus humildes cabañas, asistían a la cabecera de los enfermos, y consolaban en el lecho del dolor a los moribundos. De un lado había un pueblo miserable y esclavo recogiendo las migajas de las mesas de los opulentos patricios, de otro familias que partían entre sí fraternalmente un pan de caridad.
Semejantes prácticas eran una acusación, una censura elocuente de los vicios dominantes, y los que así obraban no podían menos de ser objeto de las iras de los disipados emperadores y de los prefectos libertinos. De aquí esa lista de edictos sanguinarios, esas persecuciones, esos refinados tormentos, esos suplicios atroces, esas diez batallas generosas que sostuvieron los cristianos desde Nerón hasta Diocleciano, inclusos los Antoninos, aquellos príncipes humanitarios que merecieron ser llamados las delicias de la tierra, pero que no se eximieron de ensangrentarse contra los que se negaban a quemar incienso en los altares de los dioses del imperio. No había medio para los cristianos de librarse de la persecución. Si se congregaban a la luz del día con el fin inocente de celebrar los misterios de su culto, eran perturbadores de la pública tranquilidad. Si huyendo del hacha del verdugo se retiraban a las catacumbas a comer el pan eucarístico, eran sociedades secretas que conspiraban contra el estado. ¿Afligía una guerra al imperio, o le desolaba una peste? La culpa tienen los cristianos, gritaba el populacho; y el emperador decretaba: cristianos a las hogueras. ¿Sobrevenía una sequía, un hambre, un incendio? La culpa tienen los cristianos, decía el emperador; y el pueblo gritaba: cristianos a los leones. Y los cadáveres de los cristianos palpitaban en los anfiteatros, sus entrañas desgarradas por tigres o por leones cubrían la arena del circo, y los que no eran derretidos en las llamas, eran despeñados de lo alto de una roca, o despedazados en ruedas de cuchillos, o arrojados a las aguas del Tíber.
¿Y quiénes eran esas almas heroicas que tan rudas pruebas sufrían sin desaliento, y así desafiaban a los verdugos a quién se fatigara primero, y a quién faltara más pronto, si las víctimas o los sacrificadores? ¿Eran guerreros avezados a los peligros y familiarizados con la muerte? ¿Eran temperamentos robustos, ejercitados con la fatiga y endurecidos con el trabajo? Eran muchas veces viejos encorvados con el peso de los años; eran pontífices y sacerdotes encanecidos a la sombra del santuario; eran a las veces tiernos niños que apenas se habían desprendido del regazo maternal; eran delicadas doncellas que no habían probado otras caricias que las de sus padres, y que caminaban al suplicio como si caminaran al festín de las bodas; no por hastío de la vida como los estoicos, sino con la esperanza de otra vida mejor. ¿Quién infundía tanto aliento a gentes tan flacas? ¿Quién trasformaba a los débiles en fuertes? ¿Qué secreta inspiración los conducía al heroísmo?
El pueblo lo veía, lo contemplaba y lo admiraba; los hombres no querían ser menos héroes que las mujeres, y acababan por convertirse a aquella religión que parecía tener el privilegio de vigorizar las almas. El pueblo por otra parte oía por primera vez sonar en sus oídos una doctrina filosófica que comprendía, un principio social que estaba al alcance de su inteligencia, reflexionaba sobre él, y deducía cuánto iba a mejorar su condición en el caso de que prevaleciera. El pueblo, a quien ningún filósofo había enseñado todavía, ni él se había imaginado nunca que podía dejar de ser esclavo, oyó predicar una doctrina que condenaba la esclavitud en nombre de Dios{10}, y se fue adhiriendo a ella, porque los más dispuestos a creer son siempre los más oprimidos. Los poderosos la rechazaban, porque les era violento renunciar a los goces materiales a que estaban tan apegados.
Poco a poco fue penetrando la nueva doctrina en las escuelas, y se hizo objeto de examen y de discusión entre los sabios. Compararon los filósofos a Sócrates con Jesús, y en el primero hallaron toda la grandeza de un hombre, en el segundo toda la grandeza humana y toda la grandeza divina. Cotejaron la filosofía del Evangelio con las de Aristóteles, de Platón y de Epicuro; pusieron el Dios de los cristianos al frente de todos los dioses del gentilismo, y resultó de la comparación que los sabios no solo se hicieron creyentes, sino que se convirtieron en apologistas del cristianismo. Aquella doctrina que al principio habían llamado por desprecio stultitia, insipientia, insania, era lo más sublime que había salido de la boca de los instructores y de los legisladores de la humanidad. Los filósofos vinieron entonces en apoyo de los apóstoles, y los académicos continuaron la misión de los artesanos. Entonces salieron los elocuentes escritos apologéticos de Justino, de Tertuliano, de Clemente de Alejandría, de Cipriano, de Lactancio y de Orígenes, desafiando a toda la sabiduría pagana. «Desgarraré el velo que cubre vuestros misterios, les decía Clemente Alejandrino, versadísimo en la filosofía de Platón: Cántanos, Homero, tu magnífico himno: Los amorosos hurtos de Marte y Venus: pero no, enmudece; no es magnífico el canto que enseña la idolatría. Vuestros dioses, crueles e implacables con los hombres, oscurecen su espíritu…»
Así se iba infiltrando el principio civilizador en las clases más elevadas de la sociedad romana; ya los magnates, los patricios, las matronas, no se desdeñaban de creer: el sentimiento religioso se había ido propagando de las aldeas a las ciudades, de las grutas a las academias, de las chozas a los palacios: ¿cuánto tardará en subir hasta el trono imperial? Ya Alejandro Severo se había atrevido a poner la imagen de Jesús entre las de Abraham y Apolonio. Marco Aurelio se había hecho semi-cristiano desde el prodigio de la Legión Fulminante; y de cristiano se murmuraba al emperador Filipo. Ya no solo se extendía la nueva fe por las provincias romanas, sino que había franqueado los límites y barreras del imperio; ya cundía por los pueblos bárbaros, y ganaba soldados donde no había llegado el vuelo de las águilas romanas: allá se propagaba hasta por regiones y lugares en que ni siquiera se sabía que existía Roma, y que había un senado, y un hombre que se llamaba emperador.
Siendo España una de las más importantes provincias del imperio, y teniendo tanta comunicación con la metrópoli, no pudo tardar en tener conocimiento de la doctrina que había venido a alumbrar al mundo. Una piadosa tradición, no interrumpida por espacio de diez y ocho siglos, hace a España el honor de haber tenido por primer mensajero de la fe cristiana al apóstol Santiago el Mayor, y de haberla predicado en persona en varias regiones de la Península: cumpliéndose así la profecía de que las palabras de los apóstoles llegarían hasta los confines de la tierra. El rayo, el hijo del trueno, como le llamaba su maestro divino, derrama el fulgor de la fe en las comarcas de Galicia, donde siete de sus más esclarecidos discípulos le ayudan a plantar la viña del Señor. Algunos de ellos le acompañan en su regreso a Jerusalén, a donde le llamaba la Providencia para coronar su celo. Allí recibe el martirio, y recogiendo sus discípulos el cadáver de su venerado maestro, se embarcan para Galicia, su patria, trayendo consigo el sagrado depósito. Dios permitió que el lugar en que se guardaron las cenizas del santo apóstol permaneciera ignorado, para que su prodigioso hallazgo diera, al cabo de ocho siglos, días de regocijo a la iglesia española y días de gloria al pueblo cristiano{11}.
Con el propio objeto de difundir la doctrina del Evangelio en esta favorecida porción del globo, España tuvo también la gloria de ser luego visitada por el apóstol de las gentes, por el apóstol filósofo, San Pablo, que hasta en el palacio del mismo Nerón había logrado hacerse discípulos y ganar prosélitos. El elocuente apóstol dirige su rumbo hacia las regiones de la Península a que no había podido llegar la voz del hijo del Zebedeo, y derrama por las comarcas de Oriente el conocimiento de la doctrina civilizadora del cristianismo{12}.
La sangre de los mártires empezó pronto a colorear este suelo en que tanto había de prevalecer y donde tanto había de fructificar la semilla de la fe. A pesar del influjo que en España ejercían los opulentos patricios, que atraídos de la belleza de su clima la habían hecho como una colonia de la aristocracia romana, no pasa el primer siglo sin que España vea algunos de sus hijos figurar gloriosamente en el martirologio cristiano. Eugenio de Toledo es colocado ya, desde la segunda persecución movida por Domiciano, en la nómina de los que vertieron una sangre generosa en obsequio del Crucificado. En el segundo siglo, imperando Marco Aurelio, y gobernando a León Tito Claudio Ático, se ofrecen Facundo y Primitivo en holocausto por la nueva fe, dejando con su valor y su constancia maravillados a sus perseguidores. Fructuoso de Tarragona, prelado de su iglesia, presenta el modelo del héroe cristiano, y con sus dos compañeros de martirio asombra y confunde al cruel ministro del despreciable Galieno{13}. Los atletas de la fe se multiplican en el tercer siglo, y las vidas de los santos, «ese gran árbol genealógico de la nobleza del cielo,» presentan ya en sus páginas un largo y auténtico catálogo de ilustres mártires españoles.
Mas cuando se vio aparecer en España huestes, legiones enteras de campeones de la fe de Cristo, fue en la horrible persecución de Diocleciano. Entonces, cuando más arreció la tempestad, cuando Daciano, el ministro más sanguinario y cruel que había tenido emperador alguno, levantó por todas partes cadalsos y multiplicó los suplicios, entonces fue cuando España acreditó que vivían en su suelo los descendientes de los que en Sagunto, en Astapa, en Numancia habían sabido sacrificarse arrojándose a las llamas por defender su libertad y sus hogares, y que los despreciadores de la muerte por sostener su independencia, lo eran también por sostener la fe una vez abrazada, cuando se intentaba arrancarles brutalmente la una o la otra. Hombres, mujeres y niños desafían entonces con intrepidez el hacha del verdugo y la cuchilla del tirano. Toledo, Alcalá, Ávila, León, Astorga, Orense, Braga, Lisboa, Mérida, Córdoba, Sevilla, Valencia, Gerona, Lérida, Barcelona, Tarragona y otros cien pueblos y ciudades, cuentan entre sus blasones cada cual su hueste de mártires. Daciano medita sacrificar en masa la población cristiana de Zaragoza, y no pudieron contarse los mártires de Zaragoza, porque fueron innumerables. El poeta cristiano Prudencio la llamó Patria sanctorum martyrum{14}. La ciudad que había de suministrar muchedumbre de mártires a la patria, comenzó por proveer de mártires a la religión.
Mas no eran solamente mártires los que producía la naciente iglesia española. Varones y prelados eminentes en letras producía ya también. Y Osio, el venerable obispo de Córdoba, el enemigo terrible del paganismo y de la herejía, lumbrera de la cristiandad y presidente futuro de casi todos los concilios de su tiempo, comenzaba a asombrar con su erudición y con su fogosa elocuencia, no solo a España, sino al mundo entero.
Ni por eso negamos que hubiera en España defecciones y flaquezas lastimosas durante las persecuciones. ¿En qué pueblo del mundo no habrá espíritus débiles, ni qué nación podrá blasonar de que todos sus hijos sean héroes?
Lejos estaba también de ser el cristianismo la religión dominante ni en España, ni en las demás provincias del imperio romano en la época a que alcanza nuestro examen. Paganos eran todavía los emperadores; idólatra se mantenía el senado romano; las magistraturas civiles y militares se conservaban en manos de los seguidores del antiguo culto, y la mayoría de los pueblos adoraba todavía a los viejos ídolos, y se postraba ante los dioses de la gentilidad.
En tal estado se encontraba el mundo cuando subió al trono de los Césares Constantino. Prosigamos ahora nuestra historia.
{1} Malgorza y Azanza, Discurso sobre el comercio de los romanos.
{2} Tacit. Ann. lib. XIII.
{3} Sen. De Clementia.
{4} Eun. Act. III.
{5} Epist. XVI. l. I.
{6} Lucio Vero, el colega de Marco Aurelio, gastó en una noche con solo doce convidados la enorme suma de seis millones de sextercios. Fue memorable aquella cena en los fastos de la gastronomía. Jul. Capit. in Vero, cap. V.
{7} Familiarum numerum et nationes los llama Tácito. Annal. lib. XI.– Plinio dice que era necesario un nomenclátor para conocerlos y llamarlos; y Ateneo, que había quien poseía quince o veinte mil. Dignos. l. VI.
{8} Citado por Cantú, Hist. Universal, Época VI. cap. V.
{9} Lamprid. Hist. Aug. in Vit. Heliog.
{10} «Los preceptos del cristianismo, dice Robertson, comunicaban tal dignidad a la naturaleza humana, que la arrancaron de la servidumbre deshonrosa en que se hallaba sumida. (Discurso sobre el estado del universo a la aparición del cristianismo).» Solo Gibbon se atreve a negar que fuese debido a la religión cristiana este admirable mejoramiento de la humanidad.
{11} Véanse Flórez, España Sagrada, tom. III.– Morales, Cron. general.– Medina, Grandezas de España.– Masdeu, Esp. Roman. tom. VIII.– Niegan los extranjeros la venida del apóstol Santiago a España y su predicación en nuestra Península. ¿Podremos dejar de respetar las tradiciones solo porque las nieguen los extranjeros? No nos detendremos ahora a refutar sus argumentos negativos: otros lo han hecho ya victoriosamente antes que nosotros. Solo diremos en cuanto a las dificultades de tiempo, que desde el año 38 de nuestra era, en que suponemos la venida de Santiago, hasta el 42, en que acaeció su muerte en Jerusalén, tuvo tiempo de ejercer su apostolado en España y de volver a la Palestina.
{12} También hay extranjeros, aunque no tantos, que nos quieren disputar la gloria de la venida y predicación del apóstol San Pablo. Pero de ella por fortuna tenemos clarísimos testimonios. Su intención de venir a España la manifestó él mismo bien explícitamente en la Epístola a los romanos. Cum in Hispaniam proficisci cœpero, spero quod præteriens videam vos. Cap. XV. ver. 24. Per vos proficiscar in Hispaniam. Ibid. vers. 28. De haberlo realizado certifican, San Juan Crisóstomo en la homilía 43 sobre la Epístola a los de Corinto, y en la X sobre la segunda carta a Timoteo; San Gerónimo en el libro IV sobre Isaías, y en el cap. 5 sobre el profeta Amós; San Teodoreto en el Comentario sobre la Epístola a los Filipenses, y otros muchos de los primitivos santos padres. El año que San Pablo vino a España se cree haber sido el 60 de la era vulgar, y tiénese por cierto que vino por mar, y desembarcó en Tarragona, donde acostumbraban a hacerlo los cónsules y pretores, proponiéndose predicar la palabra de Dios en la España Oriental, como en la Occidental lo había hecho ya el apóstol Santiago. El ilustrado Sr. Cortés, dignidad de la iglesia metropolitana de Valencia, ha recogido los mejores testimonios sobre este asunto en un librito titulado: Compendio de la vida del apóstol San Pablo, impreso en Valencia en 1849.
{13} Acta primorum martyrum, &c.
{14} Prudent. in Himn. Martyr, Cæsar Aug.– Actas de los Mártires.– Depping., Hist. tom. II.– Tertuliano, contemporáneo de San Irenéo, en el escrito que presentó a Escápula, presidente de África, refiere como entonces se ejercía la persecución contra los cristianos de España por el presidente que se hallaba en León. Pero aun es mayor el testimonio que ofrece en el libro contra los judíos al c. 7 donde hablando de las regiones que habían abrazado la religión cristiana aplica el todo a la nación española. Maurorum multi fines: Hispaniarum omnes termini, et Galliarum diversæ nationes.