Parte primera ❦ Edad antigua
Libro III ❦ España bajo el Imperio romano
Capítulo V
Desde Constantino hasta Teodosio
De 306 de J. C. a 380
Constantino.– Su conversión al cristianismo.– Cambio religioso y político en el mundo romano.– Edictos imperiales en favor de los cristianos y de su culto.– Su tolerancia con los paganos.– Herejía arriana.– Concilio general de Nicea.– Osio, obispo de Córdoba.– Estado de la iglesia de España en este tiempo.– Decretos y cánones del concilio de Illiberis.– Reformas políticas de Constantino.– Fundación de Constantinopla.– Nueva aristocracia en el imperio romano.– Duques, condes, altezas, excelencias, &c.– Leyes humanitarias de Constantino.– Opuestos y encontrados juicios con que ha sido calificado este célebre emperador.– Nuestra opinión.– Muerte de Constantino.– Reinados de sus tres hijos Constantino, Constancio y Constante.– Juliano el Apóstata.– Reacción del paganismo.– Juicio crítico de Juliano.– Otros emperadores.– Valentiniano y Valente.– Irrupción de los godos en el imperio.– Trágica muerte de Valente.– Graciano.– Elevación de Teodosio.
¡Contraste singular! En el año 275 no hubo en el espacio de ocho meses quien ocupara el trono imperial. En el 306 reinan a un tiempo seis emperadores: Constantino, Maximiano y Maxencio en Occidente; Galerio, Licinio y Maximino en Oriente; los unos con el título de Augustos, los otros con el de Césares; novedad introducida por Diocleciano. Todos irán desapareciendo para dejar solo al que estaba destinado a reformar la vetusta sociedad romana.
El viejo Maximiano, después de haber abdicado la púrpura (308), quiere recogerla nuevamente, conspira contra Constantino su yerno, pero cae prisionero en manos de éste, y Constantino hace morir a un anciano que a haber podido le hubiera muerto a él (310). Galerio, el enemigo implacable de los cristianos, el instigador de Diocleciano, el autor del edicto de exterminio, el inventor de nuevos tormentos, muere de una enfermedad repugnante y vergonzosa (311), que los cristianos no dejaron de atribuir a castigo del cielo. Si no lo fue, por lo menos lo merecían sobradamente sus crímenes.
Quedaban ya cuatro emperadores. Maxencio traía escandalizado el Occidente con sus tiranías y con su liviandad desencadenada: sacrificaba a los senadores y les hacía cederle sus mujeres; dejaba a sus soldados matar, robar y violar a mansalva: jactábase de ser el único emperador verdadero, y aspiraba a derrocar a Constantino, a cuyo fin reunió un ejército de cerca de ciento ochenta mil hombres. Preparóse a su vez Constantino a marchar a Italia para purgar la tierra de aquel malvado. Seguían a Constantino solo cuarenta mil soldados. Al pasar los Alpes, meditando sobre la guerra que había emprendido, levantó los ojos al cielo, y vio una cruz resplandeciente en la cual estaba escrito con letras de fuego: in hoc signo vinces: con esta enseña vencerás. Por si dudaba de la significación de aquel prodigio, explicósela por la noche un sueño en que le fue revelado que con la cruz de los cristianos vencería a los enemigos, y que aquella debería ser la bandera de su ejército. Entonces Constantino hace poner en los estandartes la cruz con el monograma de Cristo, y el signo de la redención de los cristianos reemplaza en el Labarum a los atributos e imágenes de los dioses paganos. Baja Constantino los Alpes: encuéntranse los dos ejércitos en Saxa rubra, a nueve millas de Roma. La religión antigua y la nueva se ven en presencia la una de la otra a orillas del Tíber y a vista del Capitolio. Los soldados de Júpiter Capitolino y los del Crucificado en Judea van a decidir cuál de los cultos ha de dominar en el mundo. La aparición de la cruz no había sido una visión engañosa. Realizóse el pronóstico de la misteriosa cifra. Las numerosas tropas de Maxencio fueron hechas pedazos: el tirano fugitivo cae del puente Milvio y perece ahogado en el Tíber, y Constantino entra triunfante en Roma con universal regocijo del senado y del pueblo (312), que le saludaron libertador de la patria.
Poco tiempo después de esta victoria que resolvió la revolución que había de hacerse en el mundo, Maximino, perseguidor todavía de los cristianos, habiendo roto con Licinio, muere vencido por este (313), quedando así ya dueños del imperio Constantino y Licinio solos. Con diversos pretextos se encienden varias guerras entre estos dos emperadores: en todas va venciendo Constantino, hasta obligar a su rival a deponer la púrpura humillado a las plantas del vencedor (323). Poco después murió ahogado Licinio, viniendo a quedar así Constantino dueño y señor único del imperio.
Ya ocupa solo el trono del mundo el emperador amigo de los cristianos. Ya la religión de Cristo cuenta con la protección de la púrpura imperial, antes enemiga y perseguidora. El principio civilizador de la humanidad ha subido desde la cabaña de Galilea hasta el trono de los Césares: se anunció bajo Augusto, y se entronizó con Constantino. Un santo alborozo se difunde por toda la cristiandad: las persecuciones han cesado; ya pueden los sacerdotes y los fieles salir de las sombras de las catacumbas a celebrar sus ritos a la luz del día en templos erigidos y dotados por el mismo emperador: la cruz se ostenta sobre los edificios públicos, y el lábaro ondea en los campamentos de los soldados. Los fieles se abrazan llenos de júbilo como náufragos que arriban a puerto de salvación después de una horrible tempestad.
No había necesitado Constantino de quedar solo en el imperio para favorecer a los cristianos, a cuyo sagrado signo debía su principal triunfo. Ya había expedido edictos protectores, y el papa Melquiades había comido a su mesa. Sin embargo, Constantino no abatió de repente los ídolos, ni prohibió el culto de los antiguos dioses, tan arraigado en las costumbres, tan sostenido por los intereses, y que profesaba aun la mayoría del imperio. Antes con una política hábil y prudente, y con una templanza que no es común en los innovadores, autorizó el culto público de la religión cristiana, pero tolerando a su lado el del paganismo. «Consiento, decía en un edicto que nos ha trasmitido Eusebio de Cesarea{1}, que los que están imbuidos en los errores de la idolatría gocen del mismo reposo que los fieles. La justicia que se guardará con ellos, y la igualdad con que unos y otros serán tratados, contribuirán a atraerlos al buen camino. Que nadie inquiete a otro; que cada cual elija lo que le parezca mejor: que los que se niegan a obedeceros tengan templos consagrados a la mentira, pues quieren tenerlos; que nadie atormente a los que no participan de sus convicciones. Si alguno ha alcanzado la verdadera luz, sírvase de ella para iluminar a los demás; si no, que los deje tranquilos. Una cosa es combatir para alcanzar la corona de la inmortalidad, y otra usar de violencia para obligar a abrazar una religión.» A los que le pedían el exterminio de los gentiles respondía: «La religión quiere que se padezca por ella la muerte, no que se dé a nadie.»
En cambio mostraba su predilección hacia el nuevo culto, ya publicando edictos y leyes en favor de los cristianos, ya erigiendo y dotando templos, ya otorgando a las iglesias y sacerdotes inmunidades y privilegios que cercenaba a los magistrados civiles hasta que llegara el caso de derribar los ídolos; y si no hizo al papa Silvestre la donación de Roma y de Italia que apareció en el siglo VIII inserta en las Decretales del español Isidoro Mercator{2}, no por eso dejó de dotar con espléndidas rentas las iglesias de Roma, y de decorarlas con todo el lujo y magnificencia que era capaz de desplegar el que estaba siendo señor del mundo, al propio tiempo que proscribía las fiestas escandalosas y las luchas de los gladiadores. Harto explícitamente condenaba con esto la idolatría.
Mas luego que la iglesia se vio convertida de perseguida en dominadora, comenzó a verse trabajada más seriamente por las herejías, que muy desde el principio habían empezado a combatirla. Las herejías eran como las sectas filosóficas del cristianismo. Era menester que las hubiera para que la controversia y la discusión depuraran más la verdadera doctrina. En este sentido produjeron efectos saludables; porque ejercitaron el pensamiento manteniendo siempre despierta la inteligencia, y nada mejor probaba que el cristianismo ni aborrecía la luz ni esquivaba los debates de la discusión. Celoso se mostró también Constantino en ayudar a los prelados ortodoxos a extirpar las que entonces se propagaban por la iglesia de Occidente. En un concilio que hizo congregar en Arlés fue condenada la de los donatistas. Pero la que llegó a turbar más profundamente no solo la paz de la iglesia sino también la tranquilidad del estado, fue la famosa herejía de Arrio, que negaba la consustancialidad de naturaleza del Hijo y del Padre, llamando a Cristo la primera de las criaturas. Hacemos expresa mención de esta herejía, porque la veremos por siglos enteros ejercer una influencia poderosa, no ya solo en la parte religiosa, sino también en la política de los estados.
Penetrado Constantino de lo peligroso de esta doctrina, y en vista de la rapidez con que se propagaba y del ardor sedicioso con que era sostenida, convocó un concilio general en Nicea de Bitinia, a que concurrieron trescientos diez y ocho obispos de todas las provincias del imperio: acaecimiento grande en la historia de la humanidad; tratábase nada menos que de discutir libremente en la asamblea más respetable que se había congregado jamás entre los hombres lo que estos debían creer (325). Quiso también asistir el mismo emperador. La herejía de Arrio, condenada ya en otros concilios particulares, es anatematizada también en esta solemne asamblea. En ella se compuso el símbolo de la fe, que por más de quince siglos repiten los cristianos en toda la superficie del globo.
Extrañamos ciertamente y sentimos que muchos historiadores extranjeros, al nombrar los prelados que más se distinguieron en este concilio por su sabiduría y su virtud, o no hagan mérito alguno o le hagan muy pasajeramente del ilustre y venerable español, Osio, obispo de Córdoba, a pesar de haber sido el que tuvo la honra de presidirle en nombre del papa y por orden del mismo Constantino, y de ser a quien se atribuye la redacción del símbolo de la fe. Omisión indisculpable, en que desearíamos no entrase la intención de oscurecer nuestras glorias; bien que, no pueden eclipsarse fácilmente glorias que pregonó el mundo entero{3}.
Otro tanto nos vemos precisados a decir de los que afirman que a principios del cuarto siglo solo había un corto y escaso número de cristianos en España, y que solo entonces comenzaron a dejarse ver obispos y pastores{4}. Si tantos testimonios auténticos no certificaran del gran número de fieles que había ya en España en el siglo III, si las actas de los mártires de aquel tiempo no estuvieran tan llenas de nombres españoles, y si no se hubieran hecho conocer ya en aquel siglo los nombres de tantos obispos, los unos como impugnadores de herejías, algunos, como Marcial y Basílides, en sentido menos favorable, acreditaríalo sobradamente el concilio de Illiberis, incontestablemente anterior al de Nicea, acaso también al advenimiento de Constantino, y tal vez celebrado en el año mismo de 300, según Tillemont y los monjes de San Mauro{5}. Diez y nueve obispos asistieron a esta célebre asamblea religiosa, y sin que estuviera ya muy difundida por España la doctrina de la fe, ni hubieran podido congregarse tantos dignos prelados, entre ellos el eruditísimo Osio, ni se hubieran hecho aquellos célebres cánones, aquellas disposiciones disciplinarias, en que se revela la fuerza que había adquirido ya el cristianismo en España a pesar de los obstáculos que una persecución ruda y reciente había opuesto a sus progresos{6}.
Grandes novedades políticas introdujo también Constantino en el gobierno del imperio. Roma iba a perder en importancia política lo que estaba llamada a ganar en importancia religiosa. La que había de ser ciudad de los pontífices y centro del mundo cristiano, iba dejando de ser poco a poco ciudad de los Césares y centro del mundo idólatra. Ya Diocleciano, residiendo fuera de Roma, la había acostumbrado a pasar sin la presencia del emperador, y dividiendo el imperio entre Augustos y Césares había roto la antigua unidad. Constantino va más adelante todavía en menoscabo de la grandeza romana. Constantino después de residir alternativamente en Roma, en Milán, en Treves, en Syrmium o en Tesalónica, determina fijar su residencia en Bizancio. Desde allí podía el emperador observar con un ojo a los bárbaros de la Germania, con otro a los persas, los dos enemigos más formidables del imperio. Desde allí podía extender sus dos brazos para recibir las riquezas de Oriente y de Occidente. Comienza pues a sentar allí los cimientos de una nueva capital (329). Los trabajos se emprenden y ejecutan con actividad maravillosa. Calles, plazas, palacios, pórticos, circos, termas, templos y basílicas se levantan como por encanto. Las estatuas de los héroes de Roma van a decorar los edificios públicos de la nueva ciudad, y todo el orbe es puesto en contribución para llevar allí sus más preciosos objetos artísticos. Establece un senado particular; créanse dignidades y magistraturas; allá concurren senadores, patricios, cortesanos, y tras ellos el pueblo de artesanos, y el pueblo de menesterosos, los unos a vivir de su industria, los otros de las liberalidades del emperador. En la nueva corte imperial se ostenta todo el fausto, todo el lujo de Oriente. Dedícase un templo suntuoso a la Sabiduría eterna, con el nombre de Santa Sofía. La nueva población, que al principio se ha nombrado como por modestia Nueva Roma, toma luego por adulación el nombre de Constantinópolis, o ciudad de Constantino (330). Aunque Roma no renunció a la supremacía imperial, revelábase ya que Constantinopla compartiría con ella la importancia de los sucesos del mundo. La voluptuosidad y la depravación se apoderaron pronto de aquella segunda ciudad del imperio.
Siguiendo Constantino un sistema semejante al de Diocleciano, dividió el imperio en cuatro grandes prefecturas. La de las Galias comprendía también las provincias de Bretaña y las siete de España{7}: el prefecto residía en la Galia: España era regida por un vicario, subordinado al prefecto, al cual iban las causas en apelación.
Constantino separó el servicio militar de la administración civil, y trasformó en funciones permanentes los cargos que hasta entonces habían sido pasajeros y a manera de comisiones. Creó dos maestros generales, uno para la infantería y otro para la caballería, a los cuales subordinó treinta y cinco comandantes militares con los títulos de duces y de comites, de que las naciones modernas han hecho duques y condes. Ostentando la vana pompa de un soberano asiático, quiso rodearse de una aristocracia fastuosa, y entonces aparecieron los orgullosos títulos de serenísimo, de ilustrísimo, de venerable, de vuestra excelencia, vuestra eminencia, vuestra alteza magnífica, y otros con que distinguía las diversas jerarquías de los oficiales del imperio, y de que los pueblos modernos se han apoderado. Los oficiales de palacio tenían también sus títulos honoríficos, como el comes domesticorum, el præfectus sacri cubiculi, y otros infinitos. Las tropas se dividían en palatinas y fronterizas. Las primeras, estacionadas en la corte y en las grandes ciudades, se desmoralizaban y afeminaban con la ociosidad, y excitaban además con sus privilegios los celos de las que en las fronteras tenían que luchar todos los días con los bárbaros. La admisión de estos como auxiliares contribuyó también a la desmoralización del ejército, y todas estas causas producían el disgusto y horror de los romanos a la milicia, hasta el punto de mutilarse los dedos para huir del servicio militar. No solo fueron admitidos godos y germanos en las legiones, sino también en los oficios palatinos, y hasta en las primeras dignidades, y las magistraturas se fueron envileciendo de día en día.
Hizo por otra parte Constantino multitud de leyes saludables. Restituyó al senado las prerrogativas de que le habían despojado sus antecesores; libertó al imperio de aquella milicia pretoriana que con tanta facilidad daba y quitaba coronas; castigó a los delatores que creyendo lisonjearle iban a denunciarle víctimas; condenó la bárbara costumbre de exponer los niños recién nacidos que sus padres no podían alimentar; dio edictos contra los parricidas, reprimió la insolente avidez de los grandes, protegió la manumisión de los esclavos, y dictó otras muchas medidas humanitarias que fuera prolijo enumerar. Pero al propio tiempo veíasele entregar a los leones del circo los prisioneros de la cuarta campaña germánica, condenar a muerte de una manera misteriosa a su mismo hijo Crispo, y ahogar en un baño a su mujer Fausta, la calumniadora de aquél, acusada ella a su vez de mantener relaciones vergonzosas con un criado de las caballerizas imperiales. Veíasele en el concilio de Nicea tener la modestia de permanecer en pie hasta que se sentaran los prelados, y por otra parte ostentar un lujo soberbio, impropio de un príncipe cristiano, yendo siempre cargado de oro y pedrería, y agravando para sostener aquel fausto con nuevas cargas a sus súbditos. Tal mezcla de virtudes y de vicios, y la circunstancia de haber sido un innovador religioso y político, ha sido causa de los juicios tan encontrados que de él ha hecho la historia.
Al decir de algunos, «supo combatir y vencer como Cesar, gobernar como Augusto, trabajar por la felicidad del mundo como Tito y Trajano, y hacer servir a la gloria del verdadero Dios todo el poder que de él había recibido{8}.» Al decir de otros, «no supo ni reprimir sus pasiones, ni afianzar el imperio que había conquistado, ni tuvo un talento extraordinario, y afeó sus buenas cualidades con una ambición desmesurada, con un natural feroz, con su prodigalidad y sus voluptuosidades{9}.» Hay quien dice que «reinó diez años como buen príncipe, otros diez como un brigante, y los diez restantes como un pródigo{10}.» Otro, haciendo el paralelo de sus virtudes y de sus vicios, afirma que siguió la senda inversa de Augusto, y que acabó como Augusto había comenzado{11}. Y ha habido quien ha llevado su audacia hasta negarle la cristiandad{12}. Emítense juicios igualmente opuestos acerca de su muerte. A pesar de haber recibido el bautismo al fin de sus días, y de declarar al tiempo de morir que la única vida verdadera era aquella en que iba a entrar, no se libertó de que sospecharan algunos que había muerto en la herejía arriana, así por la confianza que a este heresiarca había llegado a dispensar, como por su amistad con Eusebio de Nicomedia, y el destierro de Atanasio a Alejandría. Pero el senado romano le colocó en el número de los dioses, y la iglesia griega le aclamó apóstol y santo.
Nosotros creemos que es imposible despojar a Constantino del mérito de haberse puesto a la cabeza de la revolución social más grande, más necesaria, y más provechosa que se ha verificado en el mundo, y que en este sentido la iglesia y la humanidad le estarán siempre agradecidas, y la posteridad no podrá menos de contar entre los más grandes monarcas de la tierra al que dejó encumbrada en el solio del mundo la religión que había nacido en un pesebre.
Murió pues Constantino en el año 337 de J. C. a los 34 de su reinado. El pueblo dio pruebas evidentes de su dolor, y su cuerpo fue sepultado junto a la tumba de su madre Santa Helena, la que tuvo la dicha de hallar el leño santo en que había sido crucificado el Redentor.
Constantino cometió el yerro de dejar dividido aquel mismo imperio por cuya unidad tanto en el principio había trabajado El pueblo y el ejército, disgustados de esta división, hicieron una horrible matanza en la familia imperial, comprendiendo en ella a dos hermanos, un cuñado y cinco sobrinos del emperador difunto. Solo se libraron de ella los dos sobrinos Galo y Juliano, y los tres hijos de Constantino en quienes quedó definitivamente compartido el imperio, a saber; Constantino, Constancio y Constante. Al primero de ellos le tocaron las Galias, la Bretaña y la España.
Habiendo estallado la guerra entre los dos hermanos Constantino y Constante, y perecido aquel en la lucha, quedó el segundo dueño de España y de las demás provincias que antes habían pertenecido a Constantino II (340). Constante era cristiano y piadoso, y convocó el concilio general de Sárdica, que presidió también nuestro Osio, obispo de Córdoba, y al que asistió igualmente el infatigable Atanasio (347), mientras los orientales disidentes, reunidos en Philipópolis, se vengaban en excomulgar a Osio, a Atanasio y al papa Julio. Pero Constante, al mismo tiempo inepto y vicioso, una tarde al volver de caza, su recreo favorito, se halló suplantado por Magnencio, que en un banquete se había hecho aclamar por los soldados emperador. Huyendo Constante hacia España, fue alcanzado por las tropas de Magnencio, que a la falda del Pirineo le quitaron la vida (350).
Mientras esto acontecía en Occidente, y mientras en Oriente sostenía Constancio la guerra con los persas, el ejército de Iliria aclamaba Augusto a Vetranión, general anciano, que ni siquiera sabía escribir, pero que declaró no aceptar la púrpura sino para vengarse del usurpador Magnencio, como lo realizó en la famosa batalla de Murza, donde le derrotó completamente. En Roma se había hecho aclamar emperador Nepociano. Así andaba revuelto el imperio. Al fin logró Constancio quedar dueño único de todo el imperio como su padre Constantino (355). Pero Constancio favorecía la causa de los arrianos, que dio ocasión a la celebración de tantos concilios, figurando honrosamente en casi todos nuestro Osio de Córdoba. Las revueltas de las Galias y las devastaciones de los francos y germanos movieron a Constancio a encomendar el cuidado de aquella guerra a Juliano, último descendiente de Constantino. Este hombre hábil y cuente supo ganarse pronto la confianza del ejército, que acabó por aclamarle Augusto. Murió Constancio, y quedó Juliano señor del imperio (361).
Fue este Juliano el llamado apóstata, porque apostató de la fe cristiana en que había sido educado, y no solo volvió al culto de los antiguos dioses, sino que promovió una reacción en favor del politeísmo, cuyos oráculos no dejaban todavía de consultarse en mucha parte del imperio. También Juliano ha servido de original a retratos bien distintos, como suele acontecer a los príncipes reformadores. Los cristianos le han vituperado con razón en la parte que se refiere al restablecimiento de la idolatría y al afán de rejuvenecer las creencias paganas que Constantino había proscrito. Pero los cristianos que no veían en el emperador sino al apóstata, no al literato ni al filósofo, acumularon sobre su cabeza enormidades en masa. Los incrédulos, por el contrario, le han ensalzado en demasía, llamándole otro Marco Aurelio, y habiendo quien le haya apellidado el segundo de los hombres: estos no han querido ver en él sino un filósofo con quien congeniarían, pero no han visto en Juliano el cínico, el burlón, el petulante; y de fanático y supersticioso le califica el mismo Amiano Marcelino, siendo un historiador gentil{13}. Como enemigo de los cristianos, tuvo Juliano dos épocas; una de tolerancia, en que quiso hacer el papel de un Constantino de los paganos, permitiendo la libertad de cultos, si bien favoreciendo el de los antiguos dioses como Constantino favorecía el de los cristianos: en una carta a Ecébola le decía: «He resuelto usar de dulzura y humanidad con todos los galileos (así llamaba él siempre a los cristianos), y no tolerar que en manera alguna se violente a ninguno para que concurra a nuestros templos, ni se los obligue con malos tratamientos a que hagan cosa alguna contraria a su modo de pensar:» ¿quién no vé aquí una imitación afectada de Constantino? Pero tuvo su época de intolerancia, en que hizo a los cristianos una persecución, más corta, pero no menos encarnizada que la de Diocleciano. Viéronse horrores que hacen estremecer: por una ley que publicó en 362, tuvo la pequeñez de prohibirles la facultad de enseñar la retórica y las bellas letras. Ciertamente que cuando él subió al imperio la sociedad religiosa ofrecía ya un espectáculo bien triste: la herejía de Arrio lo había invadido todo, y lo traía todo revuelto: los católicos celebraban concilios contra los arrianos, los arrianos los celebraban contra los católicos; unos a otros se anatematizaban, y llegaban ya a no entenderse los obispos se disputaban las sillas, y mutuamente se desterraban. Añadíase a esto los donatistas, novacianos, y eunomianos. No faltaba al desorden sino la rehabilitación del paganismo, y esto hizo Juliano: aún hizo más; por odio a los cristianos constituyóse en protector de los judíos, y quiso que se reedificase el templo de Jerusalén, lo cual le impidió llevar a cabo un terremoto acompañado de erupciones volcánicas, porque estaba profetizado que no se volvería a levantar y era menester que la profecía se cumpliera. El desorden religioso había llegado al más alto punto.
Por fortuna de la cristiandad el reinado de Juliano fue corto; no llegó a tres años; y el politeísmo murió con el mismo que había querido resucitarle contra el torrente del siglo. Juliano fue el último emperador pagano. No sabemos cómo un hombre de sus talentos emprendió detener en su curso la revolución ya inevitable de las ideas. Bien que era menester que el paganismo moribundo hiciera como los hombres un esfuerzo vigoroso antes de espirar. Muerto Juliano, el ejército a quien se había vuelto momentáneamente el derecho de elección, ofreció la púrpura al prefecto Salustio, que no la admitió, y en su lugar fue elegido Joviano, hijo de Vetranión (364): este era cristiano, y como tal volvió la paz a la iglesia. También quiso dar la paz al imperio, pero la compró de los persas por medio de un tratado vergonzoso en que les cedió cinco provincias. Reinó solo siete meses, y le sucedió Valentiniano, confesor de la fe en tiempo de Juliano. A poco de su elevación se asoció al imperio su hermano Valente, a quien dio todas las provincias orientales, quedándose él con las de Occidente. Desde entonces se dividieron para siempre el imperio Oriental y el Occidental: Valentiniano estableció su corte en Milán, y Valente en Constantinopla. Valente era un arriano furibundo, y en sus dominios se encrudeció la persecución contra los ortodoxos, inaugurándose con la muerte del venerable Atanasio, a quien Joviano antes había restituido a su silla.
Otra persecución de nuevo género se desplegó en el reinado de estos dos hermanos. La magia y la hechicería se habían propagado prodigiosamente en estos últimos tiempos en que el paganismo expirante había buscado todos los medios de herir las imaginaciones vulgares para sostenerse, y algo que sustituir a los milagros del cristianismo. Los dos emperadores atestaron las cárceles de súbditos acusados de ejercer encantamientos, y complacíanse en que los desgarraran las fieras: porque ambos eran tiranos y crueles, Valente por debilidad, Valentiniano por genio y por inclinación. Matadle: esta era la fórmula con que fallaba las causas. Increíble nos parecería, si no lo dijera un historiador contemporáneo{14}, que Valentiniano hiciera dormir junto a su cama dos feroces osas, llamadas Inocente y Lentejuela de oro (Innoxia y Mica-Áurea), las cuales alimentaba de carne humana. ¡Y este era un cristiano!
Sin embargo, este hombre cruel a quien una sentencia de muerte por la más leve falta en su servicio personal no costaba nada, este hombre que ordenó en una ocasión a sus lictores le llevasen las cabezas de tres magistrados por provincia, este hombre de las dos fieras por compañeras de dormitorio, ¡cosa rara y singular! hizo leyes sabias y justas para el imperio. Dio a las ciudades defensores de oficio, estableció médicos gratuitos en Roma para la asistencia de los pobres, creó escuelas públicas a semejanza de las universidades modernas, puso límites al acrecentamiento de las riquezas de la iglesia y a la multiplicación de las órdenes monásticas, prohibió al clero aceptar legados testamentarios por el abuso que hacían de su oficio con los moribundos, castigó severamente el adulterio, disminuyó los impuestos y refrenó los desórdenes y vejaciones de los agentes del fisco{15}. Las ideas civilizadoras del cristianismo luchaban en este hombre con la ferocidad de su carácter. Por algunas de sus leyes vemos también que el poder y la fortuna iba siendo un principio de corrupción en los cristianos.
Se acerca el tiempo de las grandes irrupciones de los bárbaros: se aproxima el gran suceso que apresuró la caída del antiguo mundo. Valentiniano tiene que combatir contra los alemanes que se arrojan sobre la Galia. Aparecen los borgoñones salidos de los vándalos, y como enemigos de los alemanes se alistan con Valentiniano y le ofrecen un ejército de ochenta mil hombres. Los sajones y los francos se presentan de nuevo en las costas de la Galia: los pictos y los scotos devastan la Gran Bretaña. Un general español se hace conocer en esta guerra, Teodosio, el padre del que había de ser emperador de Oriente. Teodosio liberta la Gran Bretaña, rechazando los bárbaros hasta el centro de la Caledonia. Los númidas y los mauritanos se revolucionan en África, y nombran un emperador. Acude Teodosio, y pone al príncipe moro en tal apuro, que le obliga a suicidarse. Teodosio liberta también el África. Por recompensa de sus servicios, el virtuoso español, el hábil general, el libertador de la Bretaña y del África es decapitado en Cartago, después de haber recibido el bautismo. Los cuados y los sármatas desolaban también la Iliria: Valentiniano corre al frente de las fuerzas de la Galia, y en una audiencia que daba a los diputados de los cuados reventó en un acceso de cólera que le rompió un vaso del corazón. Tal era la irascibilidad del compañero de gabinete de las dos osas. Fueron proclamados emperadores sus dos hijos Graciano y Valentiniano II. Este era demasiado joven, y aunque en la repartición le tocó la Italia, la Iliria y el África, guardando para sí Graciano la Galia, la España y la Inglaterra, Graciano fue el que en realidad gobernó todo el Occidente.
Coincidió con la muerte de Valentiniano la gran invasión de los bárbaros. Los godos, que habían permanecido fieles a la familia de Constantino, y que se habían ido multiplicando en los bosques y sujetando en torno suyo otras poblaciones bárbaras, tenían a su cabeza al viejo Hermanrico, que con más de un siglo de edad iba todavía a los combates. El Danubio era la barrera que separaba el imperio salvaje del imperio civilizado. Los ostrogodos, o godos del Este, habían cedido su preeminencia a los visigodos, o godos del Oeste, cuando se aparecieron los hunos, que después de haber derrotado a los alanos se hallaron frente a frente con los godos. Las dos monarquías salvajes, escita y tártara, iban a chocar una con otra, cuando murió Hermanrico asesinado por la familia de un jefe a cuya mujer había condenado a ser magullada por los cascos de los caballos{16}. Un corto número de ostrogodos se aventuró a combatir con aquellas hordas desconocidas, pero no pudiendo resistir a la caballería de los hunos y de los alanos, los ostrogodos se sometieron a sus vencedores. Los visigodos, retirados hacia el Danubio, pidieron permiso a Valente, por medio de su obispo Ulfila, para establecerse a la orilla derecha del río (375). Valente accedió a su petición, felicitándose de recibir en su imperio aquellas masas de bárbaros, semi-cristianos la mayor parte, y que le prometían hacerse arrianos y defenderle, pero a condición de que le entregasen sus hijos y sus armas. Convinieron los godos en ello. Valente mandó reunir una multitud de barcos, balsas y troncos de árboles para que los godos pasasen el Danubio, y los romanos se ocuparon día y noche en trasladar a su imperio los que habían de destruirle. Varias veces intentaron los romanos contar los que pasaban, y siempre tuvieron que desistir: no era fácil contar un millón de individuos{17}. Separáronse los hijos de los padres, y fueron aquellos distribuidos en varias provincias. Las armas no las dejaron. Con las riquezas que llevaban sobornaron los oficiales del emperador y así pudieron conservar sus aceros.
Había entrado en el trato que los romanos suministrarían víveres a los godos, pagándolos estos. Pero no tardó la avidez de los generales romanos en agotarles todos los recursos; un pan les costaba un esclavo; y cuando no tuvieron esclavos que vender, daban sus propias mujeres. En esto los ostrogodos pasaron también el Danubio sin pedir permiso a nadie: a la voz de Fritigernes, jefe de los visigodos, fácilmente se aliaron los antiguos y los nuevos emigrados; y un día estando convidado Fritigernes a un festín por Lupicino, general de los romanos, estalló la rebelión en Marcianópolis: una riña entre algunos soldados romanos y otros de la guardia de los godos, hizo que las voces penetraran en la sala del banquete. Fritigernes y los suyos desnudan sus espadas, atraviesan la ciudad, y se dirigen al campamento donde la muchedumbre los recibe con aclamaciones. Lupicino marcha con sus legiones contra ellos; los godos hacen resonar aquel cuerno a cuyo ronco y triste sonido había de desplomarse el Capitolio{18}; empéñase el combate y los romanos quedan vencidos. Desde aquel momento aquellas masas de salvajes, primero fugitivos y suplicantes, luego aliados, y oprimidos después, se creen ya señores del imperio.
Con el orgullo de esta victoria marchan sobre Andrinópolis; saquean por segunda vez la Tracia; a esta novedad Valente parte a toda prisa desde Antioquía, y solicita socorro de su sobrino Graciano, emperador de Occidente; encuéntranse los dos ejércitos a ocho millas de Andrinópolis; el campo era llano; la infantería romana se ve envuelta por la numerosa caballería de los bárbaros; las legiones deshechas y confusas caen atropelladas bajo los innumerables sables de los godos: una flecha hiere al emperador al cerrar la noche, retíranle a una cabaña, acométenla los godos, y hallando alguna resistencia préndenla fuego: el emperador con toda su regia pompa perece entre las llamas{19}. Las dos terceras partes del ejército romano con sus principales caudillos quedaron en el campo. Horrorosa fue la carnicería. Los godos se presentaron en seguida sobre Andrinópolis, pero hallando más resistencia de la que habían pensado, extiéndense como una nube hasta las murallas de Constantinopla, dejando asolado y desierto el país por donde pasaba aquella muchedumbre. Allí se encuentran los bárbaros del Norte y del Mediodía. Los árabes que estaban al servicio de Valente acometen a unos germanos, y los godos ven con horror a un sarraceno arrojarse sobre el cadáver de un godo que había matado, chupar la herida y beberse la sangre. Los bárbaros se asombraban de haber encontrado otros hombres más bárbaros que ellos (378).
En este tiempo Graciano, emperador de Occidente, enredado en la guerra que le habían movido los germanos y alemanes, sin poder enviar a su tío los socorros que le había pedido, recibe la noticia del desastre de Andrinópolis y del asolamiento de la Tracia. Entonces busca un general que sea capaz de resistir a torrente tan impetuoso: solo uno había que pudiera desempeñar tan ardua misión, y este hombre no estaba en el ejército; estaba en España, retirado como otro Cincinnato. Este general era Teodosio, el hijo de aquel Teodosio que tres años antes había sido decapitado en Cartago, desde cuya época el hijo se había desterrado voluntariamente a España, su patria, habiendo antes servido gloriosamente a las órdenes de su padre. Graciano llama a este ilustre y modesto español, y en presencia de las tropas le proclama emperador de Oriente, agregando a las antiguas provincias las dos grandes prefecturas de Dacia y Macedonia (379).
{1} Vit. Constant.
{2} Supónese en estas decretales que el emperador había cedido al papa Silvestre y a sus sucesores la soberanía de Roma y de las provincias de Occidente. De aquí las pretensiones de los papas al señorío temporal.
{3} Con razón fue llamado Osio el padre de los obispos y el presidente de los concilios. Este virtuoso y sabio prelado, fue el alma de todas las asambleas religiosas de aquel tiempo y una de las antorchas más luminosas que ha producido la España. Su contestación a las cartas amenazantes del emperador Constancio, en la cual sostiene la separación de las potestades eclesiástica y civil, es la obra maestra de la magnanimidad episcopal. Desterrado a Sirmich a la edad de cien años, se le presentó una fórmula arriana para que la suscribiese: para ello emplearon con el venerable anciano todo género de tormentos: y es objeto de la discusión de los críticos si realmente flaqueó y llegó a suscribirla, o si después de suscrita se arrepintió. San Atanasio le defiende de la calumnia de haber firmado su condenación: y la mayor parte de los autores sostienen que murió en la comunión católica.– San Hilario, San Epifanio, Sócrates, Sozomeno, Aguirre, D. Nicolás Antonio, &c.
{4} «En Espagne, ce ne fut qu'au commencement du quatrième siècle qu'on vit s'élever quelques édifices pour la célébration du nouveau culte… ce n'est qu' alors que paraissent les évêques et les pasteurs… Tous les actes de l'authenticité desquels on ne saurait douter témoignent du petit nombre de chrétiens que l'avénement de Constantin trouva en Espagne…» Charl. Romey, Hist. d'Espagn. Chap. X. Es más extraño esto en un escritor ilustrado, que comúnmente suele hacer justicia a las cosas de España, y que a renglón seguido conviene en que el concilio español de Illiberis fue por lo menos anterior al de Nicea, y que asistieron a él diez y nueve prelados, casi todos de la Bética. Si tan escaso era el número de los cristianos en España al advenimiento de Constantino, si no se había hablado antes de obispos ni de pastores, ¿cómo tan de repente pudieron celebrar un concilio nada menos que diez y nueve ilustres prelados de una sola provincia?
{5} L'Art de verifier les dates.
{6} Aguirre, Collectio maxima conciliorum Hispaniæ.– Algunos cánones de este concilio merecen ser notados, por la idea que dan de la relación en que estaban en aquel tiempo el antiguo y el nuevo culto en España. Se prohíbe a los cristianos entrar en los templos de la idolatría, dar sus hijas en matrimonio a los gentiles, tener ídolos en sus propiedades, &c. Pero los duumviros cristianos deberán, durante el año de su magistratura, abstenerse de entrar en las iglesias, porque los deberes de su cargo los obligan a asistir al menos a alguna ceremonia pagana. Infiérese que las magistraturas municipales las ejercían paganos, si bien los cristianos iban teniendo ya ingreso en ellas. El concilio huía de romper abiertamente con las autoridades constituidas; no se oponía a que los cristianos que desempeñaban oficios de república observaran el culto gentílico a que los forzaban los deberes civiles de su cargo, pero no quería que mezclaran los dos cultos. Por el canon LX se declaraba que no serían considerados como mártires los que fueran muertos en el acto de derribar un ídolo, porque el Evangelio no lo ordena, y los apóstoles no lo practicaban así. Conócese que los prelados del concilio querían evitar las temeridades a que un celo excesivo conducía a aquellos fogosos cristianos. Prohibíase la granjería a los obispos y sacerdotes, y se les prescribía la continencia. Dábanse otras muchas disposiciones pertenecientes a disciplina eclesiástica, y muy particularmente a la reforma de costumbres, y se establecían penas contra la usura, contra el homicidio, contra el adulterio, contra la bigamia, contra la prostitución, &c. Se prohibió pintar imágenes sagradas en las paredes de los templos; acaso porque los infieles no acusaran a los cristianos de ser también idólatras, o porque en las persecuciones no estuvieran expuestas a la profanación.
{7} Bética, Lusitania, Galicia, Tarraconense, Cartaginense, Tingitana y las Baleares.
{8} Ducreux, Hist. del Cristianismo.
{9} Viennet.
{10} Víctor el Joven
{11} Gibbon.
{12} Escaligero.
{13} Superstitiosus magis quam sacrorum legitimus observator. Amm. Marc. En el siglo pasado Voltaire le llamaba modelo de reyes, y Montesquieu el más digno de cuantos han mandado a hombres. La Bletterie, a pesar de ser gran parcial de Juliano, le lisonjeó menos. Los filósofos franceses del siglo pasado disimularon poco su incredulidad y menos su apasionamiento a la filosofía anti-cristiana. Muy de otro modo y con más tino le juzga el erudito Chateaubriand en sus Estudios Históricos, Disc. II. part. II.
{14} Amm. Marcel. lib. XXVII y XXIX.
{15} Códig. Theodos.
{16} Jornard. De rebus Géticis, c. XIV.
{17} Amm. lib. XXXI.
{18} Auditisque triste sonantibus cornuis. Amm. ibid.
{19} Cum regali pompa crematus est. Jornaud. cap. XXVI.