Parte primera ❦ Edad antigua
Libro III ❦ España bajo el Imperio romano
Capítulo VII
Los bárbaros
De 395 a 414
Arcadio, emperador de Oriente, Honorio de Occidente.– Debilidad de estos dos príncipes.– Irrupción de bárbaros en el imperio.– Los godos. Alarico.– Sus primeras invasiones por Oriente.– Invade la Italia.– Es derrotado dos veces por Estilicón, ministro y general de Honorio.– Se retira.– Nueva irrupción de bárbaros. Vándalos, suevos, alanos, borgoñones, godos.– Gran derrota de los bárbaros en Florencia.– Emperadores intrusos en las Galias y en España. Guerras civiles.– Nueva aparición de Alarico en Italia.– Sitio de Roma.– Impuesto que exige a la ciudad. Humillación de los romanos.– Segundo asedio de Roma por Alarico. Obliga al senado a aceptar un emperador que él nombra.– Sitia Alarico a Roma tercera vez.– Entran los godos en la ciudad de los Césares.– Horroroso saqueo y destrucción de estatuas y de preciosos objetos artísticos.– Manda Alarico respetar los templos cristianos. Conduce en procesión los vasos sagrados.– Retirada de Alarico.– Su muerte.– Sucédele Ataúlfo.– Su matrimonio con Placidia, hermana del emperador romano.– Ruptura entre Ataúlfo y Honorio.– Invasión de los bárbaros en España. Vándalos, suevos, alanos.– Gran desolación en España.– Repártense las provincias.– Venida de Ataúlfo y de los godos.– Disolución moral del imperio romano.– Se inicia en España la dominación de los godos.
Un solo hombre había estado deteniendo la caída del imperio. Muerto este hombre, el viejo y minado edificio iba a venir a tierra, parte desmoronándose, parte desplomándose con estrépito.
Parece que la Providencia no quería dar a cada familia imperial sino un nombre ilustre, para que los grandes de la tierra no se envanecieran. Marco Aurelio, modelo de príncipes, dio al mundo un hijo, tipo de corrupción y de perversidad. Los hijos de Constantino estuvieron lejos de heredar la grandeza de su padre; y al gran Teodosio le suceden sus dos hijos Arcadio y Honorio, el primero pequeño, miserable y estúpido, el segundo desidioso, ligero y desatentado: Arcadio dominado por una mujer y por un eunuco, y Honorio entregado a un tutor de la raza alana, y contento con casarse sucesivamente con las dos hijas de Estilicón, que supo aprovecharse bien de la inercia y de la imbecilidad de su imperial yerno. Tales eran los dos soberanos del imperio en la ocasión en que más hubiera necesitado éste de manos robustas y vigorosas.
Los bárbaros habían estado contenidos por Teodosio como un torrente detenido en su marcha por un fuerte dique: roto el dique con la muerte de Teodosio, el torrente se desborda y precipita. El godo Alarico de la familia de los Baltos, que quiere decir osado y valiente, la más ilustre entre ellos después de la de los Amalos; Alarico, que había sido aliado de Teodosio, y elevado por él al empleo de maestre general de la milicia, con pretexto de verse mal recompensado por la corte de Arcadio, sale del territorio que ocupaba, y con sus masas de godos invade y devasta la Tracia, la Dacia, la Macedonia y la Tesalia (396). Pasa el desfiladero de las Termópilas y penetra en la Grecia. El país de los sabios y de las bellas ficciones ve hollados sus campos y sus ciudades por las plantas de los bárbaros, que siembran el espanto y la desolación desde el golfo Adriático hasta el mar Negro. Arcadio asombrado concede a Alarico la soberanía de la Iliria, y sus hordas le proclaman rey con el título de rey de los visigodos. De este modo se encuentra ya establecido un nuevo poder en el antiguo imperio romano.
Alarico, ya rey, medita otra expedición. Esta vez la nube va a descargar sobre el Occidente. El jefe de los visigodos endereza sus pasos a Italia (402), que se llena de terror al saber que ha traspuesto los Alpes Julianos. El ruido de la tempestad despertó a Honorio, que permanecía adormecido en el palacio de Milán. Su primer pensamiento fue huir, y hubiéralo hecho a no haberle detenido Estilicón, que se encargó de reunir por sí mismo un ejército para hacer frente al formidable bárbaro. El tutor de Honorio encontró al ejército godo acampado en Polentia. Era la fiesta de la pascua, y aquellos godos, cristianos ya, rehusaban entrar en combate por respeto a la festividad{1}. No tuvo Estilicón el mismo miramiento, los atacó, y les causó una completa derrota (403). Cayeron en su poder la esposa y los hijos de Alarico, que al fin le fueron devueltos a condición de que saliera de Italia, recibiendo además una pensión del soberano del imperio. Todavía quiso Alarico sorprender a Verona, pero noticioso de ello Estilicón, cayó otra vez sobre él de improviso, y le derrotó de nuevo. Entonces Alarico con el resto de sus hordas se resolvió a salir de Italia. Ya un alano, Estilicón, era el único capaz de defender el imperio de Occidente contra otros bárbaros, que enseñaban a Italia la facilidad con que se franqueaban sus barreras.
Por más que Honorio pasara a Roma a hacer un vano alarde del triunfo en que ninguna participación había tenido, ya no se contempló seguro ni en Roma ni en Milán, y sin perjuicio de fortificar los muros de la ciudad del Capitolio tuvo por más prudente ir a cobijarse en Rávena.
Ni el temor había sido infundado, ni inútiles las precauciones. No habían pasado dos años cuando de las riberas meridionales del Báltico se desgajaron precipitándose sobre Italia más de doscientos mil guerreros, vándalos, suevos, borgoñones, que reforzados por el camino con otras hordas de godos, de alanos, y de otras razas y tribus, mandados todos por Radagaso, cruzaron la Pannonia y los Alpes, salvaron el Apenino, y talando las campiñas y las ciudades etruscas, pusieron sitio a Florencia (405). Allí acudió también el bravo Estilicón con treinta legiones, llevando igualmente en ellas muchos bárbaros auxiliares. La batalla que se dio fue terrible y sangrienta. Estilicón volvió a quedar victorioso: dícese que murieron hasta cien mil de los invasores: Radagaso fue hecho prisionero y decapitado: muchos de los que fueron vendidos como esclavos perecieron pronto, no acostumbrados a aquel clima (406).
Estilicón, que ya no cuidaba sino de preservar la Italia, deja a los suevos, los vándalos y los alanos descolgarse sobre las Galias, donde pelean con los francos, y devastan por espacio de tres años el país. La nube que España vio levantarse a lo lejos allá en el Norte en tiempo de Decio, va aproximándose a su horizonte, y ya se oye más de cerca el ruido del trueno.
Aprovechando el general desorden las legiones de la Gran Bretaña, nombran emperador a un tal Marco, pero le asesinan en seguida para reemplazarle con Graciano, quien a su vez sufre a los pocos meses la misma suerte, y es sustituido por un soldado llamado Constantino, que sin duda por una miserable imitación del gran príncipe de su nombre llamó también a su hijo Constante, y le decoró con el título de César (407). Pasa Constantino a las Galias, y se apodera de una gran parte de aquel territorio que Honorio no podía ya defender. Franquea Constante los Pirineos con objeto de hacer reconocer a su padre en la Península española. Alármase una parte del país: dos ilustres españoles hermanos, Didimio y Veriniano, de Palencia, de una familia ligada con la de Teodosio, toman las armas en defensa del soberano legítimo; pero batidos por Constante y hechos prisioneros, son conducidos a Arlés, donde Constantino tenía un simulacro de corte, y pagan allí con la vida su devoción a la familia imperial. Estos triunfos valieron a Constante el título de Augusto que compartió con su padre. En esto Geroncio, a quien aquel había dejado encomendado el gobierno de España, se subleva también contra Constantino, y con las tropas que tenía a sus órdenes y con el auxilio de los habitantes de los vecinos países, proclama emperador a un tal Máximo; nuevo desorden, y nueva guerra: así se jugaba ya con la púrpura.
Mientras tales contrariedades experimentaba el débil Honorio en Bretaña, en las Galias y en España, vuelve a aparecer en las fronteras de Italia el feroz Alarico al frente de nuevas bandas guerreras, tan imponente como si antes no hubiera sufrido revés alguno (408). Esta vez se presenta el bárbaro aparentando respetar a Honorio, y prometiendo marchar a las Galias contra Constantino, siempre que le den dinero y le cedan la soberanía de alguna provincia occidental. Estilicón, que traía en su mente proyectos sobre los estados de Arcadio, acoge ahora la amistad del rey godo, y arranca al senado el consentimiento de entregar a Alarico cuatro mil libras de oro y de encomendarle la defensa de las fronteras italianas. Este proceder de Estilicón le atrae el resentimiento de las legiones que así se veían postergadas, e irrita a algunos senadores que todavía conservaban un resto de energía y de amor patrio. Explota estas disposiciones un tal Olimpio, y a una señal suya las tropas romanas degüellan a todos los amigos de Estilicón: él se refugia a Rávena, se acoge a los altares, es arrancado del sagrado asilo, y con su hijo Eucherio es condenado a muerte, que sufre con la misma serenidad y valor que había mostrado en las batallas.
¿Quién puede detener ya a Alarico? Nadie. Las tropas auxiliares de Honorio, que solo servían en las filas romanas por afecto a Estilicón, se pasan a las del rey godo en número de treinta mil. Con esto el bárbaro no vacila ya sobre el partido que ha de tomar. Ya no hay para él compromisos de amistad ni de alianza; habla a sus hordas de los ricos despojos que encierra la antigua capital del mundo; levanta su campo; marcha de ciudad en ciudad, y pronto coloca sus tiendas ante los muros de Roma. «¿A dónde vas?» –le había preguntado en el camino un ermitaño.– «Dios lo sabe, respondió Alarico: siento dentro de mí una voz secreta que me dice: anda, y ve a destruir a Roma.» Cerca de setecientos años hacía que Roma no había visto acercarse a sus puertas ejércitos extranjeros. ¡Cuán otra era Roma cuando vio flotar las banderas de Cartago! ¿Quién resistirá ahora a este Aníbal del Septentrión? ¿Qué se han hecho los Fabios y los Escipiones?
Un riguroso asedio va reduciendo a la inmensa muchedumbre que se albergaba en la ciudad de Rómulo al extremo de apurar hasta los alimentos más repugnantes. Extenuadas del hambre se caían ya las gentes, y los cadáveres infestaban las calles y las plazas. De la ciudad que había enseñoreado todo el orbe, salen dos diputados a pedir la paz a un rey bárbaro. Todavía trataron de infundirle algún respeto diciéndole: «Mira que aun hay en Roma inmensa muchedumbre de gente. –Mejor, contestó el bárbaro, cuanto más espesa nace la yerba mejor se corta.» Y les pide todo el oro y toda la plata y cuantos objetos preciosos encierra la ciudad, y la libertad de todos los esclavos bárbaros.– Entonces, le preguntaron los diputados, ¿qué nos dejas? –La vida, les contestó Alarico. Tasóles al fin la contribución que habían de aprontarle, reduciéndola a cinco mil libras de oro, treinta mil de plata, otras tantas de pimienta, cuatro mil túnicas de seda y tres mil piezas de púrpura. No pudiendo los romanos completar el precio del rescate, acordaron despojar las imágenes de los templos, y fundieron las estatuas de oro de la Virtud y del Valor{2}. Así derribaban ellos mismos sus ídolos: y en cuanto al Valor y la Virtud, ¿para qué querían los que no tenían ya ni virtud ni valor las imágenes que los representaban?
Retiróse por entonces satisfecho Alarico (409), cargado de oro, y engrosadas sus bandas con cuarenta mil bárbaros rescatados en Roma; y retiróse como aquel que tiene la generosidad de perdonar lo que está en su mano destruir. Pero no tardó en volver a humillar de nuevo a aquella en otro tiempo tan orgullosa ciudad. Irritado de que el impotente Honorio, siempre cobijado en Rávena, hubiera hecho jurar a los oficiales del imperio que no transigirían nunca, antes harían guerra implacable al godo, presentóse otra vez Alarico delante de Roma, y con una moderación que no era de esperar de un bárbaro poderoso y ofendido, contentóse con obligar al senado a reconocer por emperador a Atalo, prefecto de la ciudad. Puso el senado humildemente la desacreditada púrpura en los hombros de quien Alarico le designaba, y el nuevo Augusto correspondió al que le hacía emperador dándole el mando de los ejércitos de Occidente, y el de sus guardias a Ataúlfo, cuñado de Alarico, con el título de conde de los Domésticos.
¿Pero era el destino de Roma ser solamente humillada? ¿Qué era lo que le había dicho a Alarico aquella voz secreta a que no podía resistir? «Anda y ve a destruir a Roma.» Sonó, pues, la hora de cumplirse el destino de la ciudad eterna. Entretenido estaba el imbécil Honorio en Rávena en cuidar una gallina que llamaba Roma, (¡apenas puede concebirse tanta degradación!), mientras la ciudad de Rómulo caía en poder de Alarico. El 24 de agosto del año 410 de Jesucristo, a los 1163 años de su fundación, los estandartes godos plantados en lo alto del Capitolio anunciaron que la ciudad de los Césares había pasado a otro dueño, y que una nueva raza de hombres entraba en posesión del mundo antiguo. La depredadora del universo fue a su vez saqueada por aquellas turbas feroces, y la que se había jactado de subyugar el mundo entero, se vio entregada por espacio de diez y seis días al furor de una soldadesca bárbara. Por la espada pereció la que por la espada se había engrandecido.
Parecía haberse escrito para ella aquellas palabras del profeta: «Esto ha dicho el Señor: ved un pueblo que vendrá de la tierra del Aquilón, y una gran nación se levantará de las extremidades de la tierra. Tomará sus flechas y su escudo: es cruel y no conoce la compasión; su voz resonará como el mar: montarán sus caballos, como guerrero que se apresta a la pelea, contra tí, hija de Sión. Hemos oído su fama: nuestros brazos han desfallecido: la tribulación se ha apoderado de nosotros{3}.» Y bien podía decirse de Roma como de Jerusalén: «La señora de las naciones ha quedado viuda: la reina de las ciudades se ha hecho tributaria… sus enemigos se han levantado sobre su cabeza… porque el Señor ha hablado contra ella a causa de la multitud de sus iniquidades{4}.» «¿Quién hubiera pensado jamás, escribía San Gerónimo, que Roma, tan altamente ensalzada por sus victorias, había de perecer, y que después de haber sido la madre de los pueblos había de ser su sepulcro?{5}»
Estatuas, vasos, mesas, sepulcros, ídolos, los objetos preciosos del culto, las obras maestras más insignes de las artes, todo caía hecho pedazos a los rudos golpes del hacha de los godos. Palacios suntuosos fueron presa del voraz incendio, muchos hombres fueron degollados, muchas doncellas y muchas matronas hechas esclavas, y los bárbaros destruían por placer los bellos jardines y las magníficas moradas de los opulentos y voluptuosos patricios. En aquellos días de universal devastación se presenta en Roma un espectáculo sorprendente. Desde el monte Quirinal hasta el Vaticano se ve marchar una procesión solemne; los soldados que hasta entonces se han ocupado en el pillaje caminan ordenadamente en dos filas: entre ellas van sacerdotes cantando piadosos salmos: ¿qué significa esa ceremonia semi-religiosa semi-bélica? Es que conducen las reliquias de los mártires de Cristo, es que llevan los vasos sagrados de que se sirven en los altares los sacerdotes del Crucificado, que Alarico ha mandado respetar y custodiar: Alarico, que ha dado orden para que se respeten también los templos cristianos, y no se derrame la sangre de los que se han refugiado a ellos. Así los perseguidores del cristianismo deben su salvación a aquellos mismos lugares que ellos intentaban derribar, a aquella misma religión que tan crudamente perseguían. Es el cristianismo que viene a anunciar al mundo que ha concluido la idolatría, y que el culto de los dioses paganos ha terminado con el imperio de los Césares. Es la idea religiosa, que traían ya desde sus bosques los destructores providenciales de los disolutos emperadores y de las falsas divinidades. Es la sociedad cristiana que viene a reemplazar a la sociedad idólatra. Es el principio civilizador, que la espada de un bárbaro ayuda a triunfar, sin que él mismo lo conozca, de la resistencia que aun oponía a las doctrinas de los apóstoles y de las escuelas. Es la fuerza que viene a completar la obra de la idea. Porque la Providencia, dijimos en nuestro discurso preliminar, cuando suena la hora de la oportunidad, pone la fuerza a la orden del derecho, y dispone los hechos para el triunfo de las ideas.
Retiráronse los godos cargados de botín a la Italia Meridional. A los pocos días murió Alarico, como si hubiera concluido su misión sobre la tierra. Los godos proclamaron rey a Ataúlfo, cuñado del jefe que acababan de perder. Ataúlfo había concebido el pensamiento de fundar un imperio godo sobre las ruinas del romano; mas comprendiendo luego que su pueblo no estaba aun preparado para recibir las instituciones y las leyes de un gobierno regular, parecióle que podría merecer mejor la gratitud del mundo haciendo al imperio romano recobrarse de su postración, contento con que esto se debiera a la influencia goda. Ofreció, pues, su amistad a Honorio, que no desdeñó admitirla a pesar del odio que había jurado a los godos. Encargóse entonces Ataúlfo de combatir a los que en las Galias tenían usurpado el poder romano, y se posesionó de Narbona, Tolosa, Burdeos, y todo el país que se extiende desde Marsella hasta el Océano (412).
Entre las damas que los godos habían hecho prisioneras en Roma hallábase la bella Placidia, hermana de Honorio. Habíase prendado de ella Ataúlfo, y muchas veces la había pedido a su hermano por esposa. Como este rehusase siempre su consentimiento, determinó el godo por sí mismo casarse con la que por derecho de guerra hubiera podido tratar como esclava. Celebráronse solemnemente los desposorios en Narbona. Ataúlfo se presentó en la ceremonia vestido a la romana, y Placidia con el traje y pompa de emperatriz. Cincuenta lindos mancebos vestidos de seda ofrecieron a la ilustre desposada otras tantas bandejas llenas de oro y pedrería{6}. Así un godo venido de la Escitia se desposaba con la hija del gran Teodosio, llevándole en dote los despojos del imperio de su padre.
Destinado estaba este consorcio a ejercer grande influjo en la suerte del decadente imperio, y a no tenerle menor en la de nuestra España. Amaba también a Placidia Constancio, a la sazón ministro y consejero de Honorio, que aspirando a la mano de aquella princesa esperaba poder encumbrarse un día al trono. Hombre animoso y hábil, había tenido Constancio la fortuna de ir acabando con todos los usurpadores del imperio. Constantino y Constante en las Galias, Heraclio en África, Máximo y Geroncio en España, todos habían ido pereciendo, o en batalla, o suicidados, o sentenciados a muerte{7}. A Constantino había reemplazado en las Galias Jovino, que cayendo en manos de Ataúlfo fue decapitado también, y su cabeza enviada como un trofeo por el godo vencedor al emperador su cuñado (413). Así los dos rivales, el esposo y el amante de Placidia, proporcionaban triunfos al imbécil Honorio, o por lo menos le libertaban de sus competidores. Mas las victorias de Ataúlfo no hacían sino excitar mas los celos de Constancio, quien provocó al emperador a que exigiera al rey godo la restitución de Placidia su hermana. Negóse a ello Ataúlfo, y rompió con el emperador y con el imperio. Era lo que Constancio deseaba. Habiendo tenido la precaución de aliarse con los otros bárbaros que procedían del Rhin, pudo Constancio dedicarse exclusivamente a hostilizar a Ataúlfo y sus godos. Entonces el sucesor de Alarico determina venir a España: traspone el Pirineo Oriental y toma posesión de Barcelona (414). ¿Cuál era el pensamiento de Ataúlfo, y cuál su objeto en venir a España? Veamos cuál era la situación de nuestra provincia cuando esto acaecía.
Entre las razas salvajes que en la grande irrupción del año 406 dijimos haber inundado el imperio romano, contábanse, según indicamos también, los vándalos, los alanos y los suevos, que precipitándose sobre las Galias las devastaron por espacio de tres años. Habían hecho estas tribus su principal asiento, si asiento hacían en alguna parte estos guerreros nómadas, en la Aquitania y la Narbonense. Viéndose casi al pie de los Pirineos, o bien que Geroncio los llamara de España, o bien que los empujara solo su propia movilidad, o que los aguijara la codicia o el deseo de ver lo que se ocultaba detrás de aquella formidable barrera de elevados montes, franquearon los Pirineos (409), desgajándose como torrentes por las comarcas españolas en ocasión que en la España andaban revueltos en guerras los Máximos, los Constantes y los Geroncios, disputándose entre en sí un retazo de la desgarrada púrpura romana. Coincidía este gran suceso con la entrada de Alarico en la capital del antiguo mundo romano. Cada uno de estos pueblos trashumantes traía su rey, o más bien su jefe militar. Gunderico se llamaba el de los vándalos, los más poderosos y fieros, a quienes acompañaban los silingos, tribu particular de su misma raza; Atacio era el de los alanos, y Hermarico o Hermenerico el de los suevos.
Triste y horroroso espectáculo ofrecía entonces España. El genio de la devastación se apoderaba de ella. El incendio, la ruina, el pillaje, la muerte, era la huella que dejaba tras sí la destructora planta de los nuevos invasores. Campos, frutos, ciudades, almacenes, todo caía, o devorado por las llamas, o derruido por el hacha de aquellas hordas feroces. Veíanse las gentes morir transidas de hambre, sustentábanse algunos con carne humana, llegando el caso, al decir de algunos historiadores, de que una mujer se alimentara sucesivamente con la carne de sus cuatro hijos; barbarie horrible que la costó ser apedreada por el indignado pueblo{8}. Siguiéronse a los horrores del hambre los de la peste: porque los campos se hallaban cubiertos de insepultos cadáveres, que con su podredumbre infestaban la atmósfera, y a cuyo olor acudían manadas de voraces lobos y nubes de cuervos y de buitres, que los unos con sus aullidos, con sus roncos y tristes graznidos los otros, infundían nuevo espanto a los que presenciaban la calamidad. La cólera divina parecía querer descargar entera sobre este desventurado pueblo. En este estado, hartos los bárbaros de carnicería y de rapiñas, acordaron repartirse entre sí la España, en cuya distribución tocó a los suevos la Galicia, a los alanos la Lusitania y la Tarraconense, la Bética a los vándalos, que le dieron el nombre de Vandalusia. Algunos pueblos de Galicia conservaron su independencia en las montañas{9}. Y no obstante la ferocidad de estas gentes, cuando ya se asentaron, casi se felicitaban los indígenas de verse sujetos a la dominación bárbara con preferencia a la sabia opresión de los magistrados romanos.
En tal situación aconteció la venida de Ataúlfo y de sus godos a España. Diferentes y aun opuestos juicios hacen los historiadores acerca del objeto que pudo impulsar al monarca visigodo a penetrar en la Península, y no es de extrañar que las historias de aquellos tiempos participen de la general confusión en que entonces andaba todo envuelto y turbado. Suponen unos que por anteriores conciertos con Honorio le había concedido éste, además de la posesión de la Narbonense, la parte oriental de España más próxima al Pirineo. Sospechan otros que solo vino huyendo de las legiones imperiales de Constancio. Afirma Jornandés, cuyo testimonio no carece de importancia en lo relativo a las cosas de los godos, que Ataúlfo hizo ya cruda guerra a los vándalos de España. ¿Y no pudo decir Ataúlfo, a la manera de Alarico: «siento dentro de mí una voz que me dice: «anda y vé a lanzar de España a los bárbaros que la inundan, y funda en ella un imperio?» Por lo menos los sucesos posteriores mostraron que esta era la misión providencial que habían recibido los godos. Mas si Ataúlfo había tenido este pensamiento faltóle tiempo para la ejecución faltándole la vida. Quitósela en Barcelona el godo Sigerico, ansioso de reemplazarle en el mando, y con pretexto acaso de la flojedad con que Ataúlfo hacía la guerra a los romanos.
Todos los ímpetus que el nuevo rey había anunciado antes de serlo contra los imperiales, los descargó inhumana y bárbaramente contra la familia de Ataúlfo, ya degollando a los seis hijos que de su primera mujer había este dejado, ya haciendo marchar a Placidia por espacio de doce millas delante de su caballo a pié y mezclada entre una turba de mujeres esclavas. Tan intempestiva fiereza debió irritar a los godos, que habiendo sin duda aprendido ya de los romanos la manera de quitar y poner reyes, asesinaron a los siete días al violento y arrebatado Sigerico, nombrando en su lugar a Walia.
Reservámonos referir en otro lugar los triunfos de Walia sobre los vándalos, la devolución de Placidia a Honorio, la concesión que este emperador hizo a los godos de las tierras de Aquitania, y el establecimiento de la corte goda en Tolosa. Limitámonos en este capítulo a apuntar los primeros pasos en España de los que habían de trasformar nuestra península de provincia romana en monarquía goda. Dejámosla cuajada de ejércitos bárbaros, de masas de salvajes que se mueven y chocan entre sí disputándose la posesión de un suelo envidiado; a otros bárbaros menos salvajes y feroces que ellos pugnando por arrojar a los primeros invasores; el imperio romano de Occidente desmoronándose, saqueada por los godos la capital del que se había llamado pueblo-rey, un emperador imbécil dando leyes a súbditos que no tenía, y cuyos sucesores no hacían ya sino disputarse los harapos inservibles de una púrpura desgarrada; la dominación romana moralmente abolida en España, pero luchando todavía por sostener un poder ilusorio y fantástico, y fundiéndose y como amasándose una España nueva: periodo de fermentación, y mezcla de pueblos y de elementos extraños, de que habrá de resultar otro idioma, otros nombres, otras costumbres, otra forma de gobierno, otra sociedad. La España se está descomponiendo para renovarse.
Por eso, sin dar por definitivamente terminada la dominación romana, ni por formado todavía el imperio godo que la habrá de sustituir, pero no rigiendo ya la organización a que hasta ahora ha estado sujeta, parécenos que debemos dar cuenta del carácter de la situación política que termina, para que podamos después apreciar mejor el cambio material y moral que va a sufrir.
{1} Claud. de Bell-Gotic.– Orosio, lib. VII. cap. 37.
{2} Zosim. lib. V.
{3} Jerem. cap. VI.
{4} Id. Lament. cap. I.
{5} Capitur urbs quæ totum cepit orbem. Hieronim. ad Eustochium.
{6} Idat. Chron.
{7} De estos últimos fue Constantino, a quien no valió ordenarse de sacerdote para hacer sagrada su persona. También le fue enviado aquel Atalo, a quien Alarico había nombrado emperador de Roma, como para mofarse de la grandeza romana. Con todos estos se divertía Honorio exponiéndolos al público. Incapaz de resistir por sí mismo a ninguno de ellos, gozábase de hacerlos objeto de escarnio después que se los daban rendidos. Así se hacía aquel emperador mentecato la ilusión de que era fuerte.
{8} Idat. Chron.– Orosio, lib. VII.
{9} Idacio, Orosio, Salviano, Olimpiodoro.