Parte primera ❦ Edad antigua
Libro III ❦ España bajo el Imperio romano
Capítulo VIII
Estado social de España
bajo el Imperio romano
I. Diferentes divisiones que se hicieron de España.– Clases y categorías de las poblaciones.– Colonias, municipios, &c.– Derechos que cada una gozaba.– Gobierno. Administración. Sistema rentístico. Impuestos. Servicio militar. Estadística de población.– II. Riqueza territorial de España.– Artículos de que abastecía a Roma.– Agricultura, industria, comercio.– Minería. Cómo beneficiaban y elaboraban las minas los romanos. Cómo estaban administradas.– Acuñación de moneda en España.– III. Artes y oficios.– Riqueza monumental.– Grandes vías militares.– IV. Cultura intelectual.– Literatura hispano-romana.– Los Sénecas: Lucano: Quintiliano: Silio Itálico: Floro: Marcial: Columela: Pomponio Mela: Trajano: Adriano.– Letras cristianas. Escritos religiosos.– Osio: Juvenco: Gregorio de Illiberis: Prudencio: Prisciliano.– Prepárase España a recibir una modificación social.
I. Mejor que los hombres de la república comprendió Augusto la geografía de España, cuando a la desigual división de Tarraconense y Bética, o de España Citerior y Ulterior, sustituyó la división en tres grandes provincias, a saber: Tarraconense, Bética y Lusitania. La Bética, como provincia senatorial, era gobernada por un procónsul, la Tarraconense y Lusitania, como provincias imperiales, lo fueron por legados augustales. Cada una estaba dividida para la administración de justicia en varios distritos judiciales, llamados conventos jurídicos, semejantes a las audiencias modernas. La Tarraconense comprendía siete, a saber: Tarragona, Cartagena, Cesar-Augusta, Clunia, Lucus, Asturica y Bracara; cuatro la Bética: Hispalis, Gades, Corduba y Astigis; y tres la Lusitania: Emérita, Pax-Julia y Scalabis. Cuando los emperadores cercenaron al senado la autoridad directiva de algunas provincias que le había dejado Augusto, los gobernadores de las de España solían llamarse presidentes.
Othón incorporó a la Bética la provincia de África nombrada Tingitania. Constantino separando la Tingitania de la Bética, y los gobiernos de Galicia y Cartagena de la Tarraconense, dejó a España dividida en seis provincias y diócesis; a las cuales Teodosio, o alguno de sus hijos añadieron las Baleares. Comprendía esta provincia las islas de su nombre; la Tingitania, cuya capital era Tingi (Tánger), cogía la parte de África en que están hoy los reinos de Fez y de Marruecos; los términos marítimos de la Lusitania eran las dos playas del Océano desde el Duero hasta el cabo de San Vicente, y desde aquí hasta el Guadiana: las bocas del Duero formaban su límite septentrional, y el oriental se extendía por las riberas del Guadiana hasta el Océano: Galicia confinaba con la Lusitania por el Duero, y con la Tarraconense por el término donde tocan las Asturias con Castilla la Vieja: formaban el límite septentrional de la Tarraconense las costas de Castilla y Vizcaya con la cordillera de los Pirineos, el oriental las de Cataluña y Valencia hasta más adelante de Peñíscola, y entrábase otra línea por Aragón hasta las fuentes del Ebro, donde se tocaban la Tarraconense, la Cartaginense y Galicia: la Cartaginense confinaba con la Bética por el Guadiana, con la Tarraconense por el Ebro, y por el Duero con la Lusitania. Comprendía la Bética las costas marítimas desde el riachuelo Almanzor hasta el Guadiana, y la línea que la dividía de la Cartaginense bajaba de Medellín por Sierra Morena y por el Poniente de Baeza y Guadix. Cuando Constantino dividió el mundo romano en cuatro grandes prefecturas o diócesis, estableció en España un vicario, subordinado al prefecto de las Galias, teniendo él a su vez bajo su autoridad inmediata otros tantos gobernadores cuantas eran las provincias. Habiendo Constantino separado la administración militar de la civil, el gobierno militar de las provincias le desempeñaban los comites o condes.
Al través de estas alteraciones en la organización territorial, subsistían siempre las diferentes clases y categorías en que estaban divididas las ciudades por razón de sus derechos políticos. Eran las primeras de todas en preeminencia las colonias, pobladas de ciudadanos y soldados romanos que gozaban de todos los derechos de la metrópoli, y eran considerados como vecinos de Roma ausentes. Dábanse las colonias a los veteranos beneméritos que habían cumplido con buenas notas el tiempo porque estaban obligados a servir. Dos diputados señalaban el terreno más a propósito para fundar una colonia, y el contorno de la futura ciudad se demarcaba arando un surco con una vaca y un buey uncidos, y guiados por un sacerdote: las medallas antiguas nos representan comúnmente bajo este emblema el establecimiento de las colonias. Seguían los municipios, cuyos moradores se gobernaban por sus propias leyes, y sin gozar de todos los derechos de ciudadanos romanos tenían opción a las dignidades del imperio, y nombraban sus propios magistrados. Eran las terceras las ciudades latinas, pobladas por habitantes del Lacio. Sus moradores se igualaban a los ciudadanos de Roma, tan luego como eran investidos de alguna magistratura. Pertenecían a la cuarta clase las ciudades libres (inmunes), que quedaban en posesión de sus leyes y de sus magistrados locales, y estaban exentas de las cargas que pesaban sobre el resto del imperio. Era este un privilegio que se obtenía con mucha dificultad, y solo por necesidad le otorgaban los romanos: así solo le alcanzaron seis ciudades en España. Aun eran menos las aliadas (confederatæ), que al principio vivieron en una verdadera independencia. Había además las tributarias, que eran sobre las que gravitaba el peso de la dispendiosa máquina de aquel estado, y las que alimentaban el lujo de la ciudad madre: y habíalas también stipendiatæ, pequeñas ciudades como agregadas a otras mayores.
De las ciudades que según Plinio había en España en el tiempo de las tres grandes divisiones, la Bética contaba ciento setenta y cinco; de ellas nueve colonias, ocho municipios, veinte y nueve latinas, seis libres, tres aliadas, y ciento veinte tributarias. La Tarraconense contenía ciento setenta y nueve: de ellas doce colonias, trece municipios, diez y ocho con leyes latinas, una aliada y ciento treinta y cinco tributarias, sin contar las Baleares. Contaba la Lusitania cuarenta y cinco, entre ellas cinco colonias, un municipio, tres latinas, y treinta y seis tributarias. Pero todas estas distinciones fueron desapareciendo. Othón comenzó por conceder a muchos españoles los mismos derechos que gozaban los ciudadanos de la metrópoli. Vespasiano extendió el derecho del Lacio a todas las provincias, y Antonino Pío concluyó por declarar ciudadanos romanos a todos los súbditos del imperio.
Al paso que todos los pueblos se iban identificando en derechos con la ciudad soberana, y que se confundían, por decirlo así, con la metrópoli, iba ganando en importancia el derecho municipal. Cada ciudad se iba acostumbrando a vivir con una especie de independencia, regida por sus leyes locales, viniendo a formar las ciudades como otras tantas pequeñas repúblicas, reemplazando así la vida municipal y de localidad a la vida política y de nación. Contenta la metrópoli con que le pagaran los impuestos, iba dejando a las ciudades gobernarse en lo demás por sí mismas, y cuanto más decaía el imperio, más se robustecía el poder municipal. Solo en la exacción de tributos eran inexorables los magistrados romanos.
La administración interior de las ciudades de España se diferenciaba poco de las de Italia. Gobernábanse por una curia o consejo, compuesto de diez miembros con el título de decuriones, elegidos entre los principales ciudadanos. El cargo de decurión era gratuito, y la recaudación de los impuestos le hacía tan oneroso, que los ciudadanos le rehusaban cuanto podían, pero solo lograban eximirse de él por gracia particular del emperador. Había también duumviros y cuatuorviros, encargados de los caminos públicos (quatuorviri viarum curandarum): ediles, que cuidaban de la policía urbana, dirigían las ceremonias y fiestas públicas, e inspeccionaban los abastos: curatores, que atendían a la distribución de los granos depositados en los graneros públicos: decemviri, que administraban la justicia en primera instancia, y otra multitud de funcionarios subalternos que sería largo enumerar.
El sistema de impuestos sufrió varias alteraciones durante la dominación romana. A las exacciones arbitrarias del período de la conquista sucedió en tiempo de Augusto un sistema ordenado, pero complicado y destructor. Además de los tributos ordinarios y comunes a todas las provincias, tenía España sobre sí la carga de alimentar a la metrópoli, enviando a Roma la vigésima de sus granos al precio que el senado los tasaba: era una de las provincias nutrices. Considerábase esto, no como un tributo, sino como una subvención forzosa a título de necesidad. Gravitaba también sobre ella, en concepto ya de verdadera contribución, otra vigésima sobre las sucesiones. Modificada por Trajano, y duplicada por Caracalla, volvió luego a quedar en la veintena en que la había fijado Augusto. Pero no era lo excesivo de los impuestos lo que los españoles sentían mas, sino el enjambre de empleados que con el título de censitores, de inspectores, de arcarii, de exactores &c., rodeaban a los encargados de la recaudación. Que no suelen ser los tributos en sí, por fuertes y subidos que sean, lo que más agobia a los pueblos y los exaspera, sino la manera como se exijen, recaudan y perciben, las violencias, extorsiones, injusticias y crueldades que se emplean en su cobranza. Diéronse en un principio las contribuciones en arriendo por contrata a compañías de monopolistas, que se llamaban mancipes o publicani. «Eran los publicanos una clase de ciudadanos que hacían profesión de enriquecerse con la miseria del pueblo, que por lograrlo más pronto estudiaban y empleaban todos los medios de la opresión y de la superchería, y que tenían los oídos sordos y el corazón impenetrable a los lamentos y lágrimas de los infelices.»– «Los publicanos eran los árbitros de los impuestos, y podían aumentarlos según su capricho, siendo forzoso pagar cuanto sabía pretender el avaro publicano, sin ser permitido el pedir la razón de ello{1}.» Tales debían ser sus excesos, tales sus vejaciones, que el mismo Nerón se vio precisado a publicar unas ordenanzas para reprimirlos, mandando entre otras cosas que se estableciese en cada provincia un pretor para juzgar sus informales exacciones, lo cual llama Montesquieu los bellos días de este emperador{2}. Poco remediaron estos prefectos del pretorio. Facultados para aumentar los impuestos en circunstancias y necesidades extraordinarias, su avaricia inventaba fácilmente necesidades imprevistas, y lo que antes acumulaban los publicanos pasaba después a la caja privada de los pretores.
¿Y qué se adelantó, preguntamos nosotros, con esa nube de funcionarios asalariados que descargó posteriormente sobre los pueblos con achaque del censo o estadística, y de corregir los anteriores abusos de los publicanos? Lactancio lo demuestra con colores bien fuertes y sombríos. «La calamidad pública, dice, llegó a su más alto punto cuando descargando el azote del censo sobre todas las provincias y pueblos, se esparcieron los censores por todas partes, y lo trastornaron todo. No parecían sino invasores enemigos. Medían los campos por terrones, contaban las cepas de las viñas, anotaban los animales de toda especie, y empadronaban a los hombres. Para esta operación amontonaban nobles y plebeyos en lo interior de las poblaciones: las plazas públicas hormigueaban de familias reunidas como rebaños, porque cada cual llevaba allí sus hijos y sus esclavos. Por todas partes resonaban el tormento y el azote. Los hijos eran colgados para deponer contra sus padres, los esclavos más fieles puestos en el tormento para que acusasen a sus señores, y hasta las mujeres para que denunciasen a sus maridos. Por estos bárbaros medios se arrancaban al dolor de las víctimas declaraciones de bienes que no poseían, y que sin embargo se anotaban. No servían de escusa ni la edad ni la falta de salud. Los enfermos que no podían ir por su pie, eran llevados; a cada uno se le fijaba la edad, aumentando años a los niños y rebajándolos a los viejos. El caos, la tristeza y el luto reinaban por todas partes… A cada cabeza se imponía cierta suma, y de este modo se compraba la existencia a precio de oro… Entretanto los animales disminuían, morían los hombres, pero se pagaba también contribución por los muertos, a fin de que no se pudiese vivir ni morir sin pagar. No quedaban más que los mendigos, &c.»
Esta pintura, al parecer exagerada, la confirma Salviano{3}: siendo lo notable, que a medida que se aumentaban las exacciones de los pueblos, se ocupaban menos de ellos los emperadores. «Se enviaban más tropas a las fronteras para resistir a los bárbaros, y quedaban menos en el interior para mantener el orden… De este modo se hallaba el despotismo cada vez más exigente y más débil, obligado a tomar mucho e incapaz de proteger lo poco que quedaba{4}.»
Una de las contribuciones que se hacían más sensibles a los españoles era la de la milicia. Consecuentes los romanos a su sistema de conquista, sacaban soldados de España para llevarlos a morir por Roma allá en la Tracia o en la Iliria, en la Armenia o en la Capadocia, mientras sus legiones venían aquí a tener sujeta la España y a aclimatar en ella su lengua y sus costumbres. Del valor que en todas partes acreditaron los españoles certifican las inscripciones que en honor suyo se han conservado en la Gran Bretaña, en las Galias, en Italia, en Egipto y en África: y de lo numerosos y frecuentes que eran los subsidios de hombres que a esta provincia se exigían fue buena prueba la resistencia que encontró Adriano en los diputados de Tarragona para aprontarle el nuevo contingente que pedía, dando por causa la falta que se experimentaba ya de juventud{5}.
Y eso que debía ser grande la población de España en aquel tiempo: pues si ya al terminar la república decía Cicerón: «No hemos superado ni en número a los españoles, ni a los galos en fuerza, ni en las artes a los griegos{6},» mucho debió crecer con la paz que siguió al establecimiento del imperio a pesar de las contribuciones de sangre. Así no nos parece de modo alguno exagerada la cifra de los que hacen subir la población hispano-romana a más del duplo, y aun a dos tercios más de la que en el día tiene; lo cual está también de acuerdo, así con los censos romanos que se conocen, como con el gran número de ciudades que todos mencionan y cuentan.
II. No obstante lo gravoso de los impuestos que pesaban sobre España, no es posible dudar de la riqueza que encerraba esta región tan favorecida por el cielo. Hemos dicho ya que era una de las provincias nutrices o alimentadoras de Roma, como lo eran también Sicilia y África. Era una de las que más abastecían a la metrópoli de cereales; uno de sus graneros. Veníale bien a España, mercantilmente considerado, el desenfrenado lujo de Roma, la vida muelle de los príncipes, entre fiestas, meretrices, bailarinas, eunucos y bufones, la locura con que el pueblo se entregaba a los espectáculos, el abandono en que tenían la agricultura, aquellas fértiles campiñas de Italia o incultas o malamente trabajadas por manos esclavas; porque reducida Roma a pueblo consumidor, obligada a tener siempre provistos los graneros públicos para satisfacer las hambres frecuentes que solían agobiar al pueblo, monstruo de cien bocas siempre abiertas para recibir el alimento que le enviaran los brazos de las provincias, todo proporcionaba ocasión a España para dar salida a los abundantes frutos de su suelo; y aunque no hubiera entrado en el interés de los emperadores proteger la agricultura en las provincias proveedoras, bastaba el interés de los indígenas para mirarla como una fuente de riqueza propia. El trigo y la cebada eran los cereales de que España surtía principalmente a Roma: del último, al decir de Plinio{7}, se cogían dos cosechas anuales en muchas comarcas de la Celtiberia, y tan pródigo era el suelo, que no era raro el que diese ciento por uno. La espiga y el racimo que se ven en las monedas españolas de aquel tiempo son los emblemas de los dos principales ramos de agricultura que se cultivaban.
Los romanos que en los seis primeros siglos no habían usado el vino, hiciéronle después objeto de lujo en las mesas y banquetes: muchos patricios hacían vanidad de ser grandes bebedores; los poetas cantaban sus virtudes, y M. Antonio escribió una apología de la embriaguez. Con esto se hizo uno de los ramos más productivos de comercio la introducción de vinos extranjeros, y los de España alternaban con los de Grecia y de Sicilia: el de Tarragona era preferido a los de Italia. Así, a pesar de los edictos de algunos emperadores mandando descepar las viñas, la plantación de la vid se había hecho común en la Península; todo el litoral del Mediodía y Oriente estaba plantado de viñedo, y su fruto iba a parar a las mesas de los epulones romanos.
Como se hubiese hecho tan común en Roma el uso de la púrpura, que lo que al principio solo se empleó para adorno de los dioses, de los templos y de los pontífices, se fue extendiendo a la toga, a la pretexta, a la clámide, hasta a las colchas de las camas y a los vestidos de los soldados, era este ramo de lujo de gran recurso a España para dar salida a sus lanas, de cuya calidad y del aprecio en que se las tenía hemos dado cuenta en el curso de la historia. Ibiza sacaba gran producto del establecimiento de tinturería de púrpura que tenía; y en la Bética se utilizaban grandemente de la cochinilla, y muchos habitantes hallaban en la coscoja un medio para pagar sus tributos. En tiempo del emperador Vespasiano encareció la grana purpúrea en términos que se compraba casi al valor de las perlas{8}. Ni eran menos apreciados los linos de la Tarraconense, y los de Asturias y Galicia. Pero el que llevaba la palma a los de todas las provincias del imperio era el de Sétabis (Játiva), del cual tomaron su nombre los pañuelos y servilletas setabinas, que por su extremada finura usaban solo los ricos. El poeta Catulo las menciona en dos lugares{9}; y Silio Itálico dice también hablando de estas telas:
Setabis et telas Arabum sprevisse superba{10}.
Eran igualmente objetos de comercio y de lucro para los españoles, la cera, la miel, las frutas, los higos secos de Ibiza, el aceite, que tanto recomendaba el emperador Galieno, y de cuya preparación nos informa Columela, y multitud de otros artículos y producciones debidas a la privilegiada feracidad del territorio español, y de que hacían constante tráfico las costas de Mediodía y de Levante, saliendo frecuentemente para Roma barcos de Cádiz, de Málaga, de Cartagena, de Tarragona, de Barcelona, y de otros pueblos del litoral.
Mirando los romanos el comercio y la industria como profesiones innobles{11}, satisfechos con haber acumulado en Roma el oro y la plata de todas las provincias del imperio, dejando a los pueblos conquistados el comercio activo, y limitados ellos a solo el pasivo, no advirtieron que teniendo que recibir las producciones y manufacturas de aquellos mismos pueblos conquistados, y no creando nada ellos, necesariamente habían de ir devolviéndoles a cambio de mercancías aquellos mismos metales de que con las armas los habían despojado. Era una riqueza facticia la de Roma; riqueza puramente metálica, que arrebatada en un día de victoria y de despojo a las provincias productoras, tenía que refluir lentamente a los mismos pueblos de donde había salido. Opulentia, había dicho Floro, paritura mox egestatem. Plinio da por seguro que salían cada año de Roma por lo menos cien millones de sextercios{12}. Solo la prodigiosa abundancia de dinero que allí se había concentrado pudo hacer que no se sintiera de repente la falta; era una enfermedad lenta que iba royendo el estado, y cuyo estrago no se percibía sino cuando el mal llegó a hacerse demasiado grave. El primer Antonino tuvo ya que vender los adornos imperiales para subvenir a las urgentes atenciones del imperio. Marco Aurelio se vio obligado por dos veces a hacer almoneda de los vasos de oro, de las joyas y alhajas del palacio imperial. Alejandro Severo se vio precisado a vender su vajilla de oro, y a alterar en dos tercios la moneda. Cuando en el imperio de Maximiano hubo que fundir los metales preciosos de los templos y los monumentos de las antiguas victorias para convertirlos en dinero: cuando en el reinado de Galieno se advirtió que solo circulaban monedas de cobre, porque la plata había desaparecido casi toda; cuando, en fin, entre todos los ciudadanos romanos no pudieron reunir el oro en que Alarico había tasado su rescate y tuvieron que apelar a fundir en el fuego las estatuas de las virtudes, entonces pudieron conocer los pródigos romanos cuán efímeras son las riquezas que no se fundan en el trabajo, en la industria y en la economía: opulentia paritura egestatem. Las riquezas de Roma habían vuelto a pasar a las provincias productoras.
Otro de los ramos de la riqueza de España eran las minas. Los romanos en los primeros tiempos de la conquista dejaron a los naturales el cuidado de beneficiarlas, seguros de que sus productos habían de ir a parar a sus manos. Los emperadores se reservaron la explotación de algunas minas, dando el resto en arriendo a compañías de publicanos, que las subarrendaban a los habitantes del país. Estaba prohibido emplear en los trabajos de una mina más de cinco mil operarios, que regularmente eran esclavos o criminales de la ínfima plebe: y pueblos había a quienes se les daban tierras de que vivir, a condición de que elaboraran las minas de plomo en beneficio del estado, de lo cual fueron nombrados plumbarii. Los romanos apenas tuvieron que hacer en el ramo de minería sino proseguir y perfeccionar las obras comenzadas por los fenicios y cartagineses. Abrían las galerías con mucha regularidad: hacían los pozos redondos; y los barnizaban con un betún que hacía sus paredes tersas como las de un vaso de tierra cocida. Poníanles comúnmente el nombre de algún emperador o emperatriz, o de alguno de sus favoritos o amigos.
Siendo España la provincia del imperio más rica en metales, era también donde más moneda se acuñaba. Eran muchísimas las ciudades que tenían derecho y casas de fabricación. De aquí la abundancia de monedas que se encuentran a cada paso en las ruinas de las antiguas ciudades romanas de la Península, y la facilidad con que los aficionados a la numismática acrecen cada día sus privados monetarios. Y eso que este derecho duró solo desde Augusto hasta Calígula, que despojó de él a las provincias, y le hizo privilegio exclusivo de Roma. Casi todas las monedas imperiales de España eran de cobre; las de plata pertenecían generalmente a familias ricas cuyo nombre llevaban. Era uno de los cargos de los ediles inspeccionar la fabricación de moneda, y en muchas de ellas se leen sus nombres y los de los duumviros monetarios. Es de notar que las monedas de este tiempo no tenían la perfección artística de las celtíberas, o sea de los tiempos anteriores a la conquista romana.
III. Lejos no obstante de ser extraños a los españoles los conocimientos artísticos, bien puede asegurarse que hubo en este tiempo muchos y excelentes artistas en España, principalmente marmolistas, lapidarios, fundidores, plateros y cinceladores, los cuales parece formaban gremios o corporaciones de obreros dirigidas por un presidente elegido entre los ciudadanos más ilustrados, según acredita más de una inscripción y más de un epitafio dedicados o a simples artistas o a los presidentes de sus asociaciones o colegios. No negaremos que a España, como a la misma Roma, le fueran importadas y trasmitidas las artes liberales por los insignes maestros de la culta Grecia, de cuyo país tomaron los romanos, (y fue la más rica adquisición de su conquista, y el mas honroso trofeo para los griegos) las letras como las leyes, y las artes como las letras, y muy principalmente la arquitectura y la estatuaria. Mas tampoco puede negarse la aptitud que debieron hallar en los españoles para el ejercicio de algunas artes, pues ya antes de la conquista los hemos visto sobresalir en la fabricación de la moneda, en el temple y estructura de las armas, en el tejido de las telas, y en otras manufacturas y oficios, según en otro lugar dejamos expresado. Ni cabe en lo posible que tantas obras artísticas como enriquecieron entonces el suelo español fueran exclusivamente debidas a artífices extraños, sin que tuvieran gran participación en ellas los naturales.
Porque no hay sino ver esa prodigiosa riqueza monumental que España conserva todavía, restos preciosos de la antigua grandeza hispano-romana, para calcular cuán maravilloso debía ser el número de obras artísticas que en aquel tiempo se levantaron en este suelo. Aparte de los museos, que aunque abundantes, deberían ser, fuera de los de Italia, los más ricos del mundo en antigüedades romanas, toda España es un museo disperso de apreciables objetos artísticos, y cada comarca una historia inagotable en que cada día se descubren nuevas páginas escritas en piedra o en metal: cada día la reja del arado del labriego y la piqueta del albañil se enredan en la estatua de un emperador, en la columna miliaria de una vía militar, en el privilegio de un municipio, en la urna cineraria de un cónsul, o en el mosaico de un suntuoso palacio imperial. Apenas pasa día en que no se descubran o las ruinas de un templo, o los restos de un circo o de un anfiteatro, o los fragmentos de un arco de triunfo, o la lápida de un panteón, o el ara en que se ofrecían sacrificios a una divinidad. No pocas veces hemos visto con lástima desmenuzar la piedra de un sarcófago para rellenar los hoyos de un camino público, mutilar la imagen de un ídolo para empotrarla en el lienzo de un edificio privado, o enterrarla para que le sirviera de cimiento: hemos hallado en las tapias de las huertas inscripciones importantes arrancadas de un palacio de los Césares, y esculturas y bajos relieves de ágata o de granito en lugares que ni aun fuera decoroso nombrar. Por fortuna la creación de academias y corporaciones arqueológicas, de institutos de bellas artes y de museos provinciales, va poniendo remedio a los males que la indolencia o la ignorancia hacían lamentar, y enriqueciéndose diariamente estos establecimientos, la ilustración y laboriosidad de sus individuos contribuyen a hacer nuevas y útiles investigaciones históricas.
Ni es de nuestro propósito, ni bastarían volúmenes enteros, si hubiéramos de dar cuenta de los infinitos vestigios de monumentos romanos que aún se conservan en nuestra Península. Solo Tarragona, la ciudad española de los Césares, ostenta todavía tantas y tan venerables ruinas, que solas ellas bastarían para mostrar cuánta fue la opulencia, cuánta la magnificencia de las ciudades hispano-romanas del imperio. Tarraco quanta fuit ipsa ruina docet, dijo ya un escritor latino. Otro tanto podemos decir de Mérida, de uno de cuyos monumentos dijo el erudito Pérez Bayer: «Vi el famoso arco romano; ni en Roma, ni en parte alguna he visto cosa igual ni que se le parezca.» Las ruinas de Itálica, tan dignamente celebradas por la vigorosa musa de Rioja, son tan preciosas como no podían menos de ser los restos de la ciudad
Donde «nació aquel rayo de la guerra,
gran padre de la patria, honor de España,
Pio, Felice, Triunfador Trajano,
ante quien muda se postró la tierra…»
Donde «de Elio Adriano,
de Teodosio divino,
de Silio peregrino
rodaron de marfil y oro las cunas»{13}.
Hemos nombrado una sola ciudad de cada una de las tres grandes provincias, no porque en otras muchísimas dejen de existir monumentos igualmente magníficos, sino porque sus solos nombres formarían un largo catálogo, pasando ya de dos mil las poblaciones en que se sabe haberse descubierto más o menos preciosas antigüedades romanas; estando con tal abundancia y prodigalidad sembradas en el suelo español, que mas de un labriego del siglo XIX se sienta a descansar en la puerta de su humilde vivienda sobre alguna pilastra del antiguo palacio de un procónsul, y las pilas de las regaladas termas romanas sirven a veces de abrevadero al ganado del aldeano. Templos, anfiteatros, circos, palacios, puentes, acueductos, baños, neumaquias, estatuas, aras, mosaicos, columnas, capiteles, vasos, lápidas infinitas, mil otros objetos por todas partes diseminados están testificando el esplendor a que llegó la España romana, y por los despojos que subsisten se puede discurrir la grandeza de lo que fue{14}.
Habían los romanos llegado a unir a Roma con todas las principales ciudades del mundo por medio de grandes ramales de caminos, que partiendo de la metrópoli y enlazándose entre sí, venían a convertir el vasto imperio en una sola y gran ciudad. Fecisti patriam diversis gentibus unam{15}. Nada ha igualado en solidez, belleza y magnificencia a estas grandes vías romanas, de que se conservan trozos que al cabo de cerca de veinte siglos admiran todavía y sorprenden por el mérito de su construcción. De las dos principales cadenas de comunicaciones que venían de Italia a España, la una arrancaba de la misma Roma por la puerta Aurelia, seguía por la Toscana a Génova, a Arles por los Alpes Marítimos, a Narbona, Cartagena, Málaga y Cádiz; la otra partía de Milán, y atravesaba los Alpes Cotianos y la Galia Narbonense, continuaba por Gerona, Barcelona, Tarragona, Lérida, Zaragoza, Calahorra y León, y se prolongaba por Galicia y Lusitania hasta Mérida. Cruzaban además a España otras muchas magníficas calzadas, de las cuales concurrían nueve a Mérida, siete a Astorga, cuatro a Lisboa, cuatro a Braga, tres a Sevilla, y cinco a Córdoba. Calcúlase en una longitud de cerca de tres mil leguas lo que los romanos tenían ramificado de calzadas. Muchas de ellas estaban cubiertas con una capa de argamasa en extremo consistente y dura; el camino que atravesaba por Salamanca lo estaba de una piedra blanquecina, que le dio el nombre de Vía argentea. Señalábanse con mucha exactitud las distancias de una a otra ciudad en elegantes marcos llamados columnas miliarias, de que se encuentran muchas todavía. A veces se inscribía en ellas el nombre del emperador que había hecho abrir el camino, o del magistrado que le había hecho reparar, y solían también recordar algún suceso contemporáneo. Los pueblos en que las legiones hacían sus estaciones o descansos, se hallan igualmente especificados con sus respectivas distancias en el Itinerario de Antonino. Además de las grandes vías mencionadas había otras de orden inferior para las comunicaciones particulares de los pueblos entre sí, las cuales recibían, según su clase, los nombres de pretorianas, consulares, vecinales, &c. La mayor parte de los grandes caminos se construyeron en los buenos tiempos del imperio{16}.
IV. Los españoles, que en medio del estruendo de las armas y al través de las turbaciones de los tiempos durante la república habían mostrado ya su afición a las letras y su aptitud intelectual, acudiendo presurosa su juventud a la escuela fundada por Sertorio, ¿podían dejar de progresar en los conocimientos humanos desde que llegó la edad de Augusto llamada la edad de oro de la literatura romana? La paz en que quedó el país, la protección de Augusto y el ejemplo de Roma los convidaban al cultivo de las letras. La lengua indígena había ido cediendo su lugar a la latina de las costas y de los países llanos, los más abiertos a la invasión, y que por consecuencia experimentaban mas el influjo del trato y comunicación con los conquistadores, se iba retirando el lenguaje nativo a las montañas, acabando por refugiarse en esas comarcas que hoy llamamos provincias vascongadas, únicos puntos donde se ha conservado. Por más tenaces que los españoles fueran y por más apegados que estuviesen a su idioma primitivo, no era posible que resistiera este a la influencia de la larga dominación romana, mucho más siendo el latín la lengua oficial, la lengua de la legislación que regía a España, la de las escuelas y de la poesía, a que tan temprano se dedicaron los españoles, y posteriormente hasta la lengua de la religión. Reemplazó, pues, el latín al idioma ibero y a los dialectos locales, sin perjuicio de que se conservara en el pueblo una especie de lenguaje intermedio o de latín corrompido y mezclado con voces de la lengua nativa, que acaso fuera el precursor del que con la mezcla de otras sucesivas había de constituir un día la lengua española.
Fue, pues, la literatura romana, obra ella misma de imitación (que así se van trasmitiendo los pueblos su civilización, y así se va enlazando la vida universal de la humanidad, contribuyendo todos a su vez a la grande obra del progreso social), aclimatándose en España, en términos que a aquellos primeros poetas cordobeses, cuyas palabras y estilo pingüe quiddam atque peregrinum sonantia parecía ofender el armonioso oído de Cicerón, sucedieron otros poetas, otros oradores y otros filósofos españoles que tuvieron la honra de fundar una escuela hispano-latina en la misma, y de imprimir el sello de su gusto a la literatura romana.
No diremos que España pudiera presentar ni un Cicerón, ni un Tito Livio, ni un Virgilio, ni un Horacio, pero sí que a poco de haber pasado la era de Augusto, y cuando Roma se arrastraba en el cieno de la sensualidad y de la corrupción, la única literatura que prevalecía en el imperio era la española, y lo mejor que entonces se escribía era obra de los ingenios españoles, aparte de alguna otra lumbrera, como Tácito, que aun solía aparecer en el turbado y nebuloso horizonte romano. Convendremos, si se quiere, en que la escuela española al volver a Roma bajo Nerón el impulso literario que de ella había recibido bajo Augusto, corrompiera el gusto de sus maestros como en venganza de la servidumbre en que España había sido tenida. Pero aun así, ¿fue indigna la literatura española de figurar al lado de la romana? Dejemos hablar a un erudito historiador extranjero, que con una imparcialidad no común en los escritores de su país cuando tratan de España, se explica de este modo acerca de las dos literaturas: «Se podrá disputar sobre su preeminencia; se podrá preferir la una a la otra; nada más natural: pero nadie podrá negar que sea un glorioso catálogo de oradores, de poetas y filósofos, aquel en que figuran los Sénecas, Lucano, Marcial, Quintiliano, Silio Itálico, Floro, Columela y Pomponio Mela, por no hablar sino de los más ilustres. Tales son los maestros de la literatura hispano-latino pagana; tales son también los primeros de entre los escritores de Roma después de la edad en que escribían Virgilio y Horacio. Toda esta escuela tiene un carácter propio, y que no deja de tener relaciones con el genio literario español de las edades siguientes{17}.»
En efecto, aparte de los Balbos, del bibliotecario Higinio, del poeta Sextilio Henna, de los oradores Marco Porcio Latrón, Junio Galión, Marco Anneo Séneca, y otros que florecieron ya en el tiempo de Augusto, ¿quién no ve en Lucio Anneo Séneca, el Filósofo, el moralista de la antigüedad pagana? ¿Quién no admira la fecundidad de su ingenio, la profundidad de sus pensamientos, la sublimidad de sus máximas, y aquella valentía de imaginación, aquel conocimiento del corazón humano, aquella alma ardiente y melancólica, aquella dignidad de sentimiento que respiran sus escritos del Reposo, de la Providencia, la Vida feliz, los Consuelos a Helvia y a Marcia, y otras muchas de sus obras? En vano ha intentado zaherirle La-Harpe en su Curso de Literatura, acaso en despique de lo mucho que Diderot gustaba de los escritos de Séneca, como observa el historiador antes citado. Schlegel le llama el verdadero fundador de un nuevo gusto amanerado y sentencioso{18}. Pero esto en nada disminuye su mérito como pensador. ¡Ojalá hubiera participado menos del estoicismo de su tiempo! Nuestro juicio y nuestra admiración al talento del filósofo español es tanto más imparcial cuanto más severamente hemos censurado sus flaquezas como hombre.
«Con Lucano, prosigue Schlegel, vemos a la poesía de los romanos volver a tomar la forma heroico-histórica, como si no hubiese podido olvidar su antiguo origen sepultado en el olvido.» El autor de la Farsalia era sobrino de Séneca, y murió como su tío víctima de la tiranía y de la insensatez de Nerón, que tenía el necio orgullo de pasar por el mejor poeta como por el mejor músico, y miraba como un rival a Lucano. Córdoba podrá gloriarse siempre de haber sido cuna de una familia tan ilustre como los Sénecas.
Así puede envanecerse Calahorra de haber producido un Quintiliano, el juicioso y profundo retórico, el honrado orador, la gloria de la toga romana, que decía Marcial, el primer profesor asalariado que hubo en Roma, y cuyas Instituciones serán consideradas siempre como un tesoro para los humanistas.
Viene el historiador poeta Silio Itálico, cuyo poema histórico es un manantial de instrucción sobre todos los lugares que fueron teatro de la segunda guerra púnica. Todos los amantes de la literatura visitaban su retiro por el gusto de conocer al antiguo cónsul hecho poeta fecundo y filósofo amable. El poeta Marcial se envanece de que Silio se dignara escuchar sus epigramas y concederle un lugar en su biblioteca. Floro, historiador español también, aunque vivió casi siempre en Roma, no se olvidó de realzar en su compendio histórico las glorias de su patria llamando a España viribus armisque nobilis.
Marcial, natural de Calatayud, puede decirse el creador de los epigramas, si bien desearíamos que no hubiese escrito tantos, pues es muy difícil hacer mil seiscientos epigramas buenos. Nadie sin embargo ha podido llevar más lejos la precisión, la finura y la agudeza que este género de composición exige. Lástima que al lado del genio se vea en los que tituló Obscena el grado de libertinaje y de inmoralidad a que había llegado la civilización del paganismo. Distinguióse Marcial por un amor tierno y ardiente a su país nativo a él se retiró después de treinta y cinco años de vida tormentosa, y desde él escribía a su amigo Juvenal: «Mientras tú recorres inquieto y agitado las tumultuosas calles de Roma, yo descanso al fin en mi amada ciudad natal… duermo a mi gusto… al levantarme encuentro una buena lumbre, los cazadores me esperan, mientras el mayordomo distribuye el trabajo a los esclavos. He aquí cómo vivo, y cómo quiero vivir hasta el término de mis días.» Eran sus amigos Plinio el Joven, Quintiliano, Frontino, Juvenal, Silio Itálico y Valerio Flacco.
Mas no fueron solamente poetas, oradores y filósofos los que produjo la España durante el imperio. Honorato Columela, natural de Cádiz, fue el sabio agrónomo de la antigüedad, y mereció ser llamado el padre de la agricultura. Plinio, su contemporáneo, le cita muchas veces con elogio en su Historia Natural; y sus obras de Re rustica y de Arboribus revelan un hombre profundamente entendido en estos ramos. Pomponio Mela, de Mellearia, pudo acaso no ser un insigne geógrafo, pero hay en su cosmografía concisión, variedad, estilo rápido y animado: algunos lugares especialmente favorecidos por la naturaleza están descritos con admirable talento.
Nos hemos ceñido en esta breve reseña a aquellos que adquirieron una celebridad en la literatura latina, y le imprimieron una nueva índole y carácter, sin que el objeto de nuestra obra nos permita detenernos ni a analizar con más extensión a estos, ni a hacer un catálogo de los demás que en España cultivaron las letras con más o menos reputación, como Flavio Dextro, el amigo de San Gerónimo, Fexto Rufo Avieno, y otros, porque no hacemos una historia literaria. Basten estos apuntes para mostrar los progresos que había hecho la civilización en España en el periodo que comprende el presente libro.
¿Pero podríamos dejar de mencionar a los ilustres emperadores españoles Trajano y Adriano, ya como protectores de las letras, ya como literatos y doctos ellos mismos? «¿Qué honores no dispensas (decía Plinio el Joven a Trajano) a los maestros de elocuencia? ¿Qué beneficios no haces a todo hombre docto y erudito? Por tí los estudios han recobrado la vida y vuelto a su patria, después de haberlos desterrado bárbaramente la crueldad de otros príncipes viciosos.» «Ya volvió los ojos (decía hablando de él Juvenal) a las musas afligidas, a los poetas insignes, a quienes la dura necesidad había obligado a servir en los baños públicos, a encender los hornos de Roma, y aun a tomar la trompeta del pregonero… Ya no tenéis que humillaros, oh jóvenes cantores, a ocupaciones tan indignas de vuestro espíritu, pues el príncipe os mira con amor, y os estimula, y no espera sino que le deis ocasión para ejercitar con vosotros su conocida generosidad.» Grande, como César, imitóle también, aunque en mérito no le igualara, en escribir las guerras en que había tomado parte. Adriano, su sucesor, aquel hombre de tan asombrosa y universal erudición que apenas había ramo de literatura que le fuese extraño, el que introdujo la costumbre de premiar a los hombres de letras con pensiones vitalicias, ¿podría dejar de favorecer singularmente a los españoles estudiosos, siendo su patria la España?
Otro género de literatura comenzó a desarrollarse en nuestra Península con la introducción del cristianismo, y con el estudio que era consiguiente de las letras sagradas, y de la filosofía religiosa que tanto influyó en el cambio del orden social. En este nuevo campo que se abrió a los entendimientos no faltaron tampoco a España varones distinguidos e ilustres, que con discursos y escritos luminosos contribuyeron a la propagación de la fe, y de ello son buena prueba los concilios que a principios y fines del siglo IV se celebraron en Illiberis y en Zaragoza. Y si en España no hubo en aquel tiempo plumas tan fecundas y elocuentes como las de los Gregorios, de los Ambrosios, de los Ciprianos, de los Gerónimos y de los Agustinos, nadie ha desconocido ni la instrucción científica, ni la fogosa elocuencia del venerable Osio de Córdoba, el presidente de los concilios; y su carta a Constancio sobre la separación de los poderes eclesiástico y civil, sobre ser una bella producción literaria, es una obra maestra como testimonio de magnanimidad episcopal. Aquilino Juvenco puso en versos hexámetros la vida de Jesucristo: San Gregorio de Illiberis compuso un libro titulado de la Fe contra los arrianos; Prudencio, de Zaragoza, fue el mejor y más elocuente de todos los poetas sagrados de la antigüedad; y se señalaban ya como hombres de letras los obispos Itacio e Idacio, autor este último de la crónica, así como el sacerdote de Tarragona, Orosio, autor de otra historia. El mismo Prisciliano, el propagador de la herejía, era hombre que escribía con facilidad y con fuego; y las mismas controversias que suscitaba la herejía ejercitaban, como hemos indicado en otra parte, el pensamiento, y tenían despiertas las inteligencias, y en actividad continua los espíritus{19}.
Tal era el estado político, administrativo, social e intelectual que España había alcanzado en el período del imperio romano desde Augusto hasta Honorio.
España con la conquista romana perdió su independencia, pero adquirió la unidad política que no tenía. Incorporada al imperio como una sola provincia, entra a participar de la civilización del antiguo mundo, de la vida universal de la humanidad; pero participa también de la imperfección del elemento constitutivo de las antiguas sociedades, la religión y la filosofía pagana. Cuando otro principio civilizador, unido por una disposición providencial con el elemento bárbaro, representante de la fuerza, disuelve la antigua sociedad humana para refundirla, España se prepara a entrar en un nuevo período de su vida, que será ya una vida más propia, más individual, como pueblo que empieza a emanciparse después de una larga tutela. Va a recibir una gran modificación en su existencia. Veamos cómo se fue realizando esta transformación social.
{1} Azanza, sobre el comercio de Roma.
{2} Esprit des Lois, tom. I. chap. XIX.
{3} Citado por Chateaub. Estud. Histor.
{4} Guizot, Hist. de la Civilizat.
{5} Véase el cap. II. de este libro.
{6} Nec número hispanos, nec robore gallos, nec artibus græcos superavimus.
{7} Hist. Nat.
{8} Plin. Hist. Nat. lib. IX.
{9} Nam sudaria Setaba ex Hiberis… Y en otra parte: Sudariumque Setabum, Catagraphonque linum.
{10} Sil. Ital. lib. III.
{11} En prueba de cómo se miraban en Roma las profesiones industriales, citaremos solo el hecho de haber condenado Augusto a muerte al senador Q. Ovinio, porque en Egipto había deshonrado su dignidad haciéndose director de ciertas manufacturas. Oros. Hist. lib. VI.
{12} Hist. Natur.
{13} Rioja, Ruinas de Itálica.
{14} Además de las muchas obras que sobre sus antigüedades monumentales se habían publicado en España hasta el primer tercio del presente siglo, se están publicando todavía al tiempo que esto escribimos dos obras especiales, que no dudamos sean de gran utilidad para nuestra historia, la una titulada: Antigüedades Extremeñas, por el Sr. Viu, la otra, Tarragona monumental, por los señores Albiñana y Bofarull.
{15} Rutil. Galic.
{16} Bergier escribió una obra exclusivamente sobre las grandes vías romanas, titulada: Histoire des grands chemins de l'Empire.
{17} Romey, Hist. d'Espagn. ch. XII.
{18} Schlegel, Hist. de la literatura antigua y moderna, t. I. cap. 3.
{19} Puede verse el catálogo de los hombres doctos de España en este tiempo en la Biblioteca Vetus de D. Nicolás Antonio, y en el tomo VIII de la Historia crítica de España de Masdeu.