Filosofía en español 
Filosofía en español


Parte primera Edad antigua

Libro IV Dominación goda{1}

Capítulo I
Desde Ataúlfo hasta Eurico
De 414 a 466

Procedencia de las tribus bárbaras que se apoderaron de nuestro suelo.– De los alanos.– De los vándalos.– De los suevos.– De los godos.– Primeros reyes godos que vinieron a España.– Ataúlfo.– Sigerico.– Walia.– Combate Walia a los vándalos y alanos, y los vence.– Cédele Honorio la Segunda Aquitania, y fija su corte en Tolosa.– Teodoredo.– Guerras entre los vándalos y los suevos de Galicia.— Correrías destructoras de los vándalos.– Trasmigran a África y fundan allí un reino.– Conquistas de los suevos de Galicia.– Rechiario, primer rey suevo cristiano.– Guerras de los godos con los romanos en la Galia.– Sitios de Arlés y Narbona.– Triunfo de Teodoredo.– Paz con Aecio.– Famosa irrupción de los hunos.– Atila.– Célebre batalla de los campos Cataláunicos.– Atila es vencido.– Muere Teodoredo en la batalla.– Proclamación de Torismundo.– Breve reinado de este godo.– Sucédele Teodorico.– Derrota a los suevos de Galicia.– Saqueo de Braga y de Astorga.– Confusión y desorden en el imperio romano.– Extensión que adquiere el reino gótico en las Galias.– Muerte de Teodorico.
 

Cuando se derriba y desmorona un viejo edificio para reconstruirle sobre nuevos cimientos y darle nueva planta y forma, sin dejar de aprovechar los materiales útiles del que se destruye, mézclanse en el principio y se revuelven los antiguos y los nuevos elementos, hasta que la mano hábil del artífice va dando a cada uno la conveniente colocación y asentándolos en el lugar que a cada cual corresponde, según el plan que lleva ideado en su mente. Así al irse desmoronando el antiguo imperio romano mézclanse y se revuelven confundidos sus fragmentos con los nuevos materiales que han de entrar en la reconstrucción del edificio social. Los hemos visto, y aun los veremos más, unirse, separarse, descomponerse, luchar entre sí, sin que se sepa todavía, aunque algo se deje traslucir, cuál sea el elemento que ha de dominar sobre los otros; hasta que esa ley secreta y providencial que rige las sociedades y las lleva al través de las revueltas y de las convulsiones al fin a que están destinadas por el que gobierna el universo, vaya dando a cada cual la conveniente colocación con arreglo al plan que ha sido trazado por el grande artífice.

Multitud de tribus bárbaras han invadido el imperio y se han desparramado por sus regiones, y aun no ha acabado el Septentrión de brotar hordas salvajes. Algunas de ellas han franqueado la barrera de los Pirineos y lanzádose sobre España. Se han repartido entre sí sus provincias. España ni es ya romana, ni ha dejado todavía de serlo: ni es vándala, ni alana, ni sueva, ni goda. Cada uno de estos pueblos ocupa una parte de la Península. ¿Pero cuáles son sus respectivos límites? Ni los puede fijar el historiador, ni lo saben ellos mismos. Su índole es la movilidad; conquistan, saquean, y emigran a otra parte; su patria es el territorio que poseen. Pelean entre sí y con los antiguos poseedores, hacen alianzas y las deshacen, se ayudan y se hostilizan según se lo aconseja el interés del momento. Es un estado de fermentación social. Y la misma confusión que agita al mundo en lo material y físico, reina en los principios políticos y religiosos. Las naciones marchan lentamente hacia su fin al través de este caos: esta confusión ha de traer un orden nuevo al mundo, y de aquí ha de nacer para España una monarquía propia que hasta ahora no ha tenido. Para apreciar debidamente la revolución que va a obrarse, menester es que digamos algo de la procedencia y carácter de los nuevos invasores.

Ya no se duda que el movimiento de emigración de esas grandes masas de hombres que inundaron el Norte de Europa para desde allí derramarse por Mediodía y Occidente, partió del Asia, cuna y semillero del género humano. Tiempo hacía que estas masas de tribus bárbaras, empujadas por otras que sucesivamente iban emigrando del Asia superior, de la Escitia o Tartaria, vivían en las heladas regiones de la Escandinavia o Suecia, de la Dinamarca, de la Rusia y de la Germania, difundidas y como escalonadas desde la extremidad septentrional de Europa hasta las fronteras del imperio romano. La Providencia parecía haberlas colocado allí como queriendo tenerlas dispuestas para la misión que un día había de encomendarlas. La superabundancia de población, unida a la esterilidad de aquellos helados y rigurosos climas, les hacía apetecer y buscar un sol más claro y un suelo más fecundo. Tribus nómadas y guerreras, obligaban a los pueblos vecinos a cederles su territorio, y los más fuertes lanzaban a los otros de las comarcas que ocupaban, o los forzaban a sometérseles; y los más inmediatos al imperio romano, ya empujados por los pueblos que tenían a su espalda, ya envidiosos de la fertilidad y dulzura del país meridional que delante tenían, se arrojaban a invadir las vecinas provincias del imperio. Las márgenes del Danubio eran como la línea divisoria entre la barbarie y la civilización. Rota una vez esta, comenzó la pelea entre los hombres de la antigua sociedad destinada a perecer, y los hombres de la nueva sociedad destinada a reemplazarla, o por lo menos a refundirla.

Mientras los romanos conservaron un resto de su antiguo valor, mientras se pudo mantener en sus ejércitos la disciplina, y mientras estuvieron al frente del imperio hombres como Marco Aurelio, Constantino y Teodosio, los bárbaros, aunque repitieron las incursiones, aunque su vigor, su ferocidad y su paciencia los hacía a propósito para la guerra y los combates, no pudieron todavía fijarse definitivamente en las provincias romanas. Lo que hicieron los godos, primeros invasores y como vanguardia de los pueblos bárbaros, fue ir debilitando en lo material un imperio que la corrupción interior iba también moralmente corroyendo, al propio tiempo que ellos se dejaban ganar insensiblemente a la civilización, hasta el punto que había de convenir para la misión que estaban llamados a desempeñar. Mas cuando el imperio dejó de estar sostenido por manos vigorosas y robustas, cuando la molicie y relajación le tenían enervado, entonces, a fines del IV y principios del V siglo de la era cristiana, de todas las regiones del Norte casi simultáneamente, y como movidos por un misterioso impulso y por un agente secreto, cayeron sobre el antiguo mundo romano con impetuosidad irresistible aquellos enjambres numerosos de alanos, de suevos, de marcomanos, de hérulos, de hunos, de godos, de jépidos, de borgoñones, de vándalos, de alemanes, y de otra multitud de razas indo-escitas y germanas; que fue uno de los más grandes acaecimientos, acaso el mayor y más portentoso que se cuenta en los anales de la humanidad. De aquellos pueblos, mientras los godos al mando de Alarico saqueaban la capital del antiguo mundo, venían a España, después de haber devastado las Galias, los suevos, los vándalos y los alanos.

Los alanos, pueblo de raza escítica, habían habitado al principio entre el Ponto Euxino y el mar Caspio. Luego extendieron sus conquistas desde el Volga hasta el Tanais, y penetraron por un lado hasta la Siberia y por otro hasta la Persia y la India. Invadido su país por los hunos, procedentes de las fronteras de la China, una parte de ellos se refugió a las montañas del Cáucaso, donde conservó su independencia y su nombre: otra parte avanzó hasta el Báltico, donde se asoció a las tribus septentrionales de Alemania, con los suevos, los vándalos y los borgoñones, contra los godos. Tan agrestes y feroces como amantes de la libertad, la guerra, el pillaje y la destrucción eran sus placeres. Todo el objeto de su culto un sable clavado en la tierra; su fuerza militar, como la de casi todos los pueblos tártaros, consistía en la caballería, y adornaban los caparazones de sus caballos con los cráneos de sus enemigos. Entre las hordas bárbaras que inundaron el mundo civilizado, los alanos se mostraron de los más sanguinarios y crueles. Tal era la tribu que se había apoderado de la Lusitania.

Los vándalos, que se cree pertenecían a las razas puramente germánicas, habían habitado todo lo largo de la costa septentrional desde la embocadura del Vístula hasta el Elba. Habían hecho ya algunas invasiones en el imperio, y también habían peleado contra los godos. En la última irrupción venían de la Panonia. Su amor a la independencia era igual al de los demás salvajes. Depredadores por inclinación, la memoria de sus devastaciones quedó en las tradiciones humanas como la de los grandes cataclismos, y el nombre de vándalos ha sido proverbialmente aplicado a todos los destructores de monumentos y de bellas artes. Tocóle a esta raza llevar su planta destructora a la Bética.

Habían habitado los suevos cien cantones del interior de la Germania desde el Óder hasta el Danubio. Cada cantón contribuía anualmente con mil guerreros para defender los intereses de todas las tribus. Eran los más bravos y temidos de los germanos. Su placer era exterminar, aniquilar poblaciones, y formar en torno de sí grandes desiertos. Retazos de pieles groseramente curtidas cubrían algunas partes de su cuerpo, y sustentábanse de la caza, y de la carne y leche de los ganados. Toda su religión consistía en sacrificar cada año un hombre en medio de bárbaras ceremonias en un bosque que llamaban sagrado. Distinguíanse por su larga cabellera, que anudaban sobre la cabeza y recogían en una bolsa para entrar en batalla. Fueron de los que acompañaron a los vándalos y alanos en la invasión de las Galias y de España. Instaláronse éstos en Galicia.

Los godos, a quienes más nos importa conocer, eran, como los alanos, originarios de Asia, comprendidos bajo el nombre genérico de scytas o getas. En sus transmigraciones habían pasado a la Escandinavia, que Jornandes supuso equivocadamente haber sido el país natal de los godos. Sin que se haya podido fijar todavía la época cierta de cada emigración antigua de las tribus góticas, hallábanse ya en los primeros siglos de la era cristiana dos pueblos de godos, el uno en las costas del Báltico, el otro entre el Tanais y el Danubio, en los confines de Asia y Europa. Raza asiática en las costumbres, como los alanos y los hunos, germánica en la lengua como los suevos, los francos y los sajones, dividíase la nación en dos grandes tribus, y denomináronse por la diferente posición que ocupaban, los unos ostrogodos o godos orientales, los otros visigodos o godos occidentales (Ost-Goths, y West-Goths), separados por el Dnieper (Borysthenes).

Detuviéronse en sus incesantes correrías los que llegaron a las márgenes del Danubio, así por los abundantes pastos que allí encontraron para sus ganados, como por no serles ya fácil llevar sus excursiones a países en que dominaban las poderosas armas romanas. Allí hicieron alto largo tiempo, formando como la avanzada del grande ejército de los bárbaros. Pero engrandecidos ellos, y próximos a la civilización, no tardaron, como en su lugar hemos visto, en chocar con el mundo civilizado. Vencidos siempre al principio, no por eso desmayaban, ni dejaban de repetir sus incursiones. Y al tiempo que los visigodos con sus continuas acometidas iban debilitando el imperio romano, recibían a su vez en sus rudas imaginaciones las impresiones de la civilización. Poco a poco se iban endulzando sus costumbres con el ejemplo de lo que veían; el aspecto de las ciudades en que entraban les inspiraba admiración, respeto, deseo de imitación; las relaciones de los prisioneros mismos les hacían comparar las privaciones de su condición inculta y grosera con las comodidades y los goces de los pueblos cultos; iban penetrando en ellos las artes del mundo griego y romano, y hasta las ideas del cristianismo pasaron el Danubio, y fueron a enseñarles la excelencia y las ventajas de una religión y de unas costumbres tan distintas del culto grosero y de los hábitos feroces que ellos de los bosques traían. Así los visigodos, sin perder aun su primitivo vigor y energía, iban deponiendo un poco los instintos salvajes.

Llegó al fin el caso de verse como apretados, comprimidos y como empujados estos pueblos por otros más bárbaros y más feroces que detrás de ellos venían. Eran los hunos, raza la más salvaje de todas: los hunos de horrible aspecto y de deforme rostro, que saliendo del fondo de la Tartaria y de las orillas del mar Caspio, habían derramado sus innumerables hordas sobre el gran camino de las emigraciones asiáticas, y se encaminaban también hacia Occidente; encuentran los hunos a la raza poderosa y libre de los alanos y la someten: el vasto imperio de los ostrogodos, presidido por el viejo Hermanrico (Heere-Mann-reich, rico en hombres de armas), no puede tampoco resistir al ímpetu de aquella nueva avenida, y lleno de terror acaba por someterse también con casi todos sus aliados a los feroces hunos, y por engrosar el torrente de la invasión en lugar de resistirle. Coincidió este acaecimiento con la época en que el imperio romano iba en visible decadencia, y entonces fue cuando se decidieron los visigodos a pasar por la vez postrera el Danubio, abandonando sus antiguas posesiones, y pidiendo en el imperio tierras que habitar. Entonces fue también cuando el obispo godo Ulphilas convirtió a sus compatriotas al arrianismo que profesaba el emperador Valente{2}.

Desde esta época hasta su primera entrada en España hemos seguido paso a paso a los visigodos en sus relaciones con el imperio romano, principalmente con Honorio, bajo sus dos primeros reyes Alarico (All reich, todo rico) y Ataúlfo (Atta, padre; Hülfe, socorro). Dejamos también referido en el precedente libro{3}, como Ataúlfo, a consecuencia de haberse desavenido con Honorio, invadió la España al frente de sus godos, y después de haber combatido en ella los vándalos, murió asesinado en Barcelona por Sigerico (Siege reich, rico en victorias), cuyo reino duró solo siete días, habiéndole asesinado a su vez los suyos.

Aun cuando Ataúlfo no pueda decirse con propiedad el primer rey godo de España, puesto que solo dominaba una parte de la Tarraconense, él fue sin embargo el que concibió el pensamiento de arrojar de la Península española las razas bárbaras que la inundaban, probablemente con la intención de fundar en ella un imperio gótico, cuyo pensamiento fue constantemente proseguido por sus sucesores.

Proclamado Walia (Wal, baluarte) rey de los godos, supo con una política y una destreza no propias de un bárbaro, halagar primeramente el odio de sus gentes hacia los romanos, aparentando querer hacer a estos la guerra. Mas como el general romano Constancio le propusiera la paz con la sola condición de que le devolviera a Placidia, a quien seguía amando siempre, y a quien Walia tenía el estéril honor de guardar en su poder, aceptólo el godo con la cláusula de que le suministrara el romano seiscientas mil medidas de trigo para mantener su ejército; cláusula que no podía menos de contentar a sus soldados, faltos como se hallaban de subsistencias, y talados como estaban los campos. Con esto tuvo la habilidad de persuadirles que no era a Roma a quien les convenía entonces combatir, sino a los suevos, vándalos y alanos de España. «Roma es ya demasiado débil, les decía, y podemos darla por vencida. ¿Qué interés tenemos en conservar en nuestro poder a la hermana de Honorio? Volvámosles a Placidia, y llevemos nuestras armas contra los vándalos y suevos, que es más digno de nuestro valor, y cuando hayamos concluido con ellos, Roma se humillará a nuestros pies por sí misma.» Acogieron los godos con entusiasmo las razones y la voluntad de su rey, y Walia los llevó a pelear con los vándalos de la Bética.

Breve y gloriosa fue esta primera campaña de Walia: los vándalos fueron vencidos y obligados a cruzar lo interior de la Península en busca de un asilo entre los suevos de Galicia, con quienes momentáneamente se confundieron. Walia intentó una expedición a África, pero una tempestad que dispersó su flota le obligó a renunciar a su proyecto. Lo mismo había intentado antes Alarico desde Italia, y otra tempestad había frustrado también sus intenciones. Parecía que era la voluntad de la Providencia que los godos no salieran de Europa, y que fundaran en Occidente un imperio gótico, precedido del exterminio de las otras razas bárbaras. Revolvió Walia entonces contra los alanos de la Lusitania: deshízolos igualmente, y sus restos fueron a incorporarse con los vándalos. Disponíase ya a acometer a los suevos, cuando supo que estos, temiendo sin duda el empuje de las armas godas, habían reconocido la soberanía de Roma y héchose tributarios del imperio, y se detuvo Walia en la carrera de sus victorias por un resto de respeto a la majestad romana.

Honorio, que celebraba los triunfos de los godos en España haciéndose la ilusión de que le pertenecían a él, recompensó a Walia, dándole la Segunda Aquitania, extendiéndose de este modo el imperio gótico desde Tolosa de Francia hasta el Océano, comprendiendo también la mitad del país entre el Garona y el Loire. Walia fijó su asiento y la corte del imperio gótico en Tolosa, donde murió hacia el año 420.

Sucedióle Teodoredo, que otros con San Agustín nombran Teodorico. Durante los primeros años de su reinado, los vándalos que se habían refugiado entre los suevos de Galicia, subleváronse contra los mismos que les habían dado hospitalidad, y les hicieron cruda guerra. Pero al fin rechazados con vigor, viéronse aquellos bárbaros precisados a volver a la provincia que habían dado su nombre, donde tornaron a ejercer sus acostumbrados estragos, y extendiéndolos a las costas de Valencia, tomaron y saquearon a Cartagena, diéronse a piratear por aquellas costas y las de las Baleares, y como si se cansara pronto de todo ejercicio este pueblo movible y versátil, volvió otra vez a establecerse en Andalucía animado del mismo espíritu de destrucción, único que no le abandonaba nunca. Un acontecimiento inesperado vino a libertar las fértiles y desgraciadas comarcas de la Bética de aquella plaga asoladora.

En 424 había muerto Honorio, aquel emperador a quien cupo la triste suerte de ver la púrpura de los Césares hollada por la planta salvaje de los hijos de los bosques. Habíale sucedido en el trono imperial el niño Valentiniano III, hijo de su hermana Placidia, la viuda de Ataúlfo, la cual regía el imperio durante la menor edad de su hijo. Nombrado prefecto de África por la regente el conde Bonifacio, fue muy pronto relevado de aquel gobierno por instigación de Aecio, general y consejero íntimo de Placidia. Tomólo Bonifacio por desaire y afrenta, y a impulsos del resentimiento resolvió vengarse de los cortesanos sus enemigos, a cuyo fin buscó el apoyo de los vándalos de Andalucía invitándolos a que pasaran a África, y ofreciéndoles las dos terceras partes de las posesiones romanas en aquellas regiones, reservando solo para sí la tercera con tal que le dieran ayuda. Acogieron los vándalos la proposición, o por espíritu de movilidad, o halagados por el ofrecimiento, o deseosos de reposar de las inquietudes que sufrían en la Península, o por todas estas causas juntas. Dispusiéronse pues los vándalos a una nueva transmigración, y con su rey Genserico a la cabeza, cargando con todo el fruto de sus saqueos, y reuniendo sus mujeres y sus hijos, dirigiéronse al estrecho de Gibraltar, donde se embarcaron en número de ochenta mil (428). Ahora iban los vándalos a África, llamados por un conde resentido, llevando el mismo derrotero que tres siglos después habían de traer los moros de África a España, invitados por otro conde resentido también. En el espacio de tres siglos se ven iguales sucesos producidos por las mismas pasiones. Poco tardó Bonifacio en arrepentirse de su obra; pero ya era tarde. Apoderáronse los vándalos de toda la Mauritania, pusieron sitio a Hipona, donde murió la gran lumbrera de la iglesia San Agustín, se posesionaron de Cartago a los 585 años de haber el joven Escipión destruido la ciudad de Aníbal, y fundaron en África un imperio que solo la espada de Belisario había de poder más adelante destruir. Así iban los bárbaros del Norte entrando en posesión de todo el antiguo mundo.

Vínole bien a España, que así se vio libre de aquellas hordas feroces. Quedaban solo los suevos (porque los alanos habían sido aniquilados), pueblo no menos feroz y belicoso que los vándalos, que viendo las provincias del Mediodía abandonadas por estos quisieron conquistarlas para sí. Opusiéronse en vano así los romanos como los españoles mismos, tan fáciles en adherirse a los godos, que en medio de sus violencias trataban mejor a los indígenas, como enemigos de la dominación de los demás bárbaros. Victoriosos los suevos en una batalla que aquellos les presentaron cerca del Genil, ocuparon a Sevilla y Mérida, y en pocos años llegaron a reunir bajo sus dominios la Galicia, la Bética y la Lusitania, llevando más adelante sus conquistas hasta la Cartaginense, provincia que se había conservado romana, y que no fue restituida al imperio hasta el 443. Así se había ido extendiendo y al parecer consolidando el reino suevo bajo sus dos primeros reyes Hermerico y Rechila, si bien contra el torrente de las poblaciones españolas, que no cesaban de protestar contra esta dominación, y a disgusto del clero cristiano de Galicia, que en una ocasión había enviado al obispo Idacio con la misión de solicitar de los romanos los ayudaran a sacudir el odioso y pesado yugo de aquellos feroces extranjeros.

Los suevos además se habían mantenido paganos. Pero una revolución religiosa se obró poco antes de mediar el siglo V entre los suevos de Galicia. Habiendo muerto en Mérida el sanguinario y conquistador Rechila, su hijo Rechiario que le sucedió se convirtió a la religión cristiana. Pero el suevo ni dejó de ser bárbaro por ser cristiano, ni los pueblos experimentaron los efectos de su conversión al cristianismo. Habiéndose casado con una hija de Teodoredo, el rey de los godos, salió a recibir a su esposa hacia los confines de los vasco-navarros, cuyas comarcas taló y saqueó. Desde allí quiso pasar a ver a su suegro, y franqueando los Pirineos avanzó a Tolosa, donde dejó admirados a los mismos godos de su rudeza y barbarie. De vuelta devastó y pilló los países de Lérida y Zaragoza, regresando impunemente a sus estados, porque no había soldados romanos que defendieran las provincias que aun pertenecían nominalmente al imperio. Tal era este primer rey cristiano de los suevos.

¿Qué hacían entretanto los godos, que habían de ser los señores de España? Aunque los godos poseían la parte de la Tarraconense comprendida entre los Pirineos, el Llobregat y el Segre, sus dominios principales estaban en la Galia Meridional, donde ocupaban un territorio capaz de constituir un reino de regulares dimensiones. Hallaba no obstante su rey Teodoredo estrechos los límites de la Aquitania, y aprovechando las discordias que después de la muerte de Honorio traían más y más conmovido el ya harto trabajado y desfalleciente imperio, quiso recobrar todas las provincias de la Galia que Honorio había cedido primitivamente a Ataúlfo, y puso sitio a la fuerte ciudad de Arlés (426). Obligóle a levantarle y retirarse a Tolosa el general romano Aecio, gran sostén del maltratado edificio imperial en los momentos en que parecía deber desplomarse con estrépito. Gracias a él, todavía el genio del porvenir representado por el pueblo godo conservaba un resto de respeto al genio de lo pasado representado por la vieja corte imperial. Trascurrieron así algunos años mirándose de frente los dos pueblos, viviendo alternativamente ya en guerra, ya en paz, entre alianzas y rupturas, pero siempre ensanchando Teodoredo y como empujando los límites de su reino hacia el Loire y el Ródano.

Más adelante, como viese el godo a los rivales de la corte romana, Aecio y Bonifacio, destrozarse en sangrientas guerras allá en Italia, dejando ya a un lado todo miramiento y consideración púsose con su gente sobre Narbona (437). Acudió a combatirle Litorio, lugarteniente de Aecio, y uno de sus más ilustres oficiales, que simbolizaba la antigua Roma peleando todavía en nombre de los dioses del Capitolio. Orgulloso el general idólatra de haber rechazado a los godos y forzádolos a encerrarse otra vez en Tolosa, desdeñó admitir la paz que Teodoredo le proponía. Decidiéronse entonces los godos a correr los riesgos de una batalla. Dióse el combate; grande estrago sufrieron en él los romanos: el pagano Litorio perdió allí la vida, en castigo, dicen las crónicas cristianas, de la ceguedad de su idolatría, añadiendo que los godos hicieron proezas con la ayuda de Dios y de su espada, en cuya expresión se revela ya el genio naciente de la edad media. Extendióse con esto el imperio gótico hasta el Ródano, y guarniciones visigodas ocupaban las ciudades abandonadas por los romanos, siendo gustosamente recibidas por los pueblos, cansados de la opresión romana (439). Vióse forzada la corte imperial a solicitar la paz, que se negoció por mediación de Avito, prefecto pretoriano de las Galias, suegro de Sidonio Apolinar, el obispo poeta, que con tanta viveza y exactitud supo pintar los complicados sucesos de esta época tan revuelta y procelosa.

Época de dolores y de angustias era ésta ciertamente: en todas partes lanzaba gemidos tristes la humanidad: todo era pelea, todo matanza y desolación, todo desorden, confusión y espanto: el mundo sufría una especie de movimiento convulsivo: no había reposo para la gran familia humana en parte alguna en Oriente y en Occidente, a solis ortu usque ad occasum, se guerreaba sin cesar: no se conocían los límites de los pueblos; nada aseguraba los tratados; la fuerza era el derecho de los hombres; cada cual se asentaba donde podía, y lo que conquistaba aquello hacía suyo; la barbarie andaba mezclada con los restos del mundo civilizado, y los semi-bárbaros luchaban alternativamente con todos. Los godos, semi-bárbaros y arrianos, pelean en España con los suevos, alanos y vándalos, bárbaros y gentiles; en la Galia con Aecio, general romano y católico, y con Litorio, general romano también, pero idólatra. Aecio, representante de la antigua cultura, lleva por auxiliares en su ejército a francos, borgoñones, hunos, y alanos, los más feroces y salvajes que habían brotado la Germania y la Escitia; Bonifacio, general romano también, llama en su auxilio a los vándalos; y Bonifacio y Aecio, romanos los dos, pelean entre sí, ambos con auxiliares bárbaros, y la larga lanza del uno se hunde en el corazón del otro: hombres, pueblos, sociedades, cultos, todo se confunde en sangrienta mezcla, y no había quietud en el universo. No nos maravilla que los más creyentes de aquel tiempo sospecharan si la Providencia había retirado su tutela a la humanidad. Pero tampoco faltaron hombres ilustrados que penetraron por entre la oscuridad de aquella descomposición, por entre la nube de aquel laberinto de males los secretos designios de la ley providencial, y esperaron y proclamaron que tras aquellos sufrimientos y dolores alcanzaría la humanidad una condición más ventajosa, más digna de los altos fines de la creación que la que hasta entonces habían conocido los hombres.

Un grande acontecimiento viene a unir a los romanos, a los francos y a los godos, que hasta ahora han estado sosteniendo entre sí varias y muy vivas guerras en las Galias. Por fortuna, como hemos visto, se había ajustado una paz entre Aecio y Teodoredo, lo cual les facilitó el concertarse para resistir aunados a un enemigo común formidable y poderoso que de nuevo amenazaba al Occidente. ¿Quién es, y de dónde viene ahora este terrible adversario?

Parecía que el Septentrión debería haber agotado ya sus hordas salvajes, habiendo inundado con ellas el mundo. Pero he aquí que un nuevo y más copioso torrente se desgaja de aquellas ásperas y frías regiones; he aquí que a la cabeza de nuevas y más formidables masas de guerreros agrestes y feroces se presenta el rey de los hunos, el jefe de la raza mas bárbara y fiera, el Azote de Dios, Atila; que vencedor de los persas en Asia y de los bárbaros en Europa, teniendo sujetas a su imperio la Escitia y la Germania, y por vasallos a los jépidos y los ostrogodos, había asustado con sus hordas a Constantinopla y concedido al emperador Teodosio II reinar a costa de cederle la Iliria y de pagarle seis mil libras de oro y un tributo anual; Atila triunfador de los marcomanos, de los quados y de los suevos, y dueño de Hungría a que habían dado nombre los hunos; Atila desde el fondo de su ciudad cercada de bosques dudaba a cuál de las dos partes del mundo extendería su brazo conquistador, si al Oriente o al Occidente, o si los abarcaría ambos ahogando entre sus brazos toda la Europa como el cuerpo de un gigante. Decidióse por el Occidente, y emprendió su camino para las Galias (451), al frente de quinientos mil guerreros según unos, de setecientos mil según otros{4}. Veamos lo que contribuyó a moverle a esta elección.

Teodoredo, rey de los godos había casado una de sus hijas con Hunnerico; hijo del rey de los vándalos de África. Por una sospecha de envenenamiento, el bárbaro Hunnerico había hecho cortar la nariz y las orejas a su mujer, y enviádola así a su padre. Temeroso el vándalo de que este acto de inaudita y horrible barbarie había de excitar justo resentimiento y natural venganza de parte de los godos, incitó vivamente a Atila a que acometiera el Occidente, persuadiéndole que con su ayuda se haría fácilmente dueño de Italia, de las Galias, de España y de África, y que serían los señores del mundo. Resolvióse a ello Atila impelido también por otras causas, y no pudiendo ocultar el movimiento de sus innumerables hordas, quiso, aunque bárbaro, engañar con maña a unos y a otros, escribiendo al emperador Valentiniano que aquel aparato de gente y armas se dirigía solo contra los visigodos para acabar con ellos y restituir al imperio romano las provincias que le tenían usurpadas, y escribiendo por otra parte a los godos que aquel armamento se encaminaba a asegurarles la pacífica posesión de las tierras que habían conquistado a los romanos, sus comunes enemigos. Fortuna que ni unos ni otros le creyeron: antes concertáronse entre sí Teodoredo rey de los godos y Aecio general romano, y aun trajeron a su partido a Meroveo (Mere-Wich), primer rey de los francos, y fundador de la monarquía merovingia en las Galias, y aunáronse y estrecháronse todos para hacer frente al impetuoso Atila. Este emprendió su movimiento desde la Panonia, atravesó la Germania, pasó el Rhin, y se entró por lo que ahora es la Lorena, deteniéndose a la orilla del Loire delante de Orleans, porque los godos y los romanos habían marchado apresuradamente a su encuentro, y habían llegado a aquella ciudad. Con esta noticia Atila se retiró a los famosos Campos cataláunicos, cerca de Chalons-sur-Marne, cuya extensión era de cien leguas, de sesenta y dos su latitud, según el historiador Jornandes{5}: una colina que se elevaba insensiblemente cerraba la llanura.

Por la mañana ordenaron unos y otros generales sus ejércitos en batalla. Así los hunos como los aliados se dividieron en tres cuerpos. «Veíase reunida (dice Chateaubriand) una parte considerable del género humano, como si hubiera querido Dios pasar revista a los ministros de sus venganzas en el momento en que acababan de llenar su misión: iba a distribuirles la conquista, y a señalar los fundadores de los nuevos reinos. Estos pueblos, venidos de todos los extremos de la tierra, habíanse colocado bajo las dos banderas del mundo futuro y del mundo pasado, de Atila y de Aecio. Con los romanos marchaban los visigodos, los letos, los armoricanos, los galos, los bretones, los sajones, los borgoñones, los sármatas, los alanos, los ripuarios y los francos sujetos a Meroveo: con los hunos militaban otros francos y otros borgoñones, los rufianos, los hérulos, los turingios, ostrogodos y jépidos.» «Paganos, cristianos, idólatras (añade otro escritor), habían sido llamados a esta batalla inenarrable.»

Atila se mostraba como turbado: acaso no esperaba encontrar tantos enemigos. No se resolvió a entrar en acción hasta las tres de la tarde. Aun arengó a sus soldados diciendo: «Despreciad esa turba de enemigos de diversas costumbres y lenguas, unidos por el miedo. Precipitáos sobre los alanos y los godos que hacen toda la fuerza de los romanos: el cuerpo no puede tenerse en pie cuando le arrancan los huesos. ¡Tened valor! ¡mostrad vuestro acostumbrado arrojo! Nada puede el acero contra los valientes cuando no les ha llegado su destino. Esa despavorida muchedumbre no podrá mirar a los hunos cara a cara. Si el éxito no me engaña, estos son los campos en que nos han sido prometidas tantas victorias. Yo arrojaré el primer dardo al enemigo: el que se atreva a ir delante de Atila caerá muerto{6}

La batalla fue la más sangrienta que vieron los siglos: mezclábanse los contendientes en masas de a cien mil: pronto aquellos dilatados campos se ocultaron bajo una inmensa capa de cadáveres; los vivos peleaban sobre los muertos. Los ancianos que vivían cuando el historiador de esta batalla era todavía joven, contábanle que habían visto un arroyuelo que pasaba por aquellos campos heroicos salirse de su cauce y convertirse en torrente acrecido con la sangre: que los heridos se arrastraban a apagar la sed al arroyo, y lo que bebían era la sangre que acababan de derramar. Añade el historiador de los godos, que los que vivían en aquel tiempo y no pudieron ver cosa tan grande, se perdieron un espectáculo maravilloso{7}: pero maravillosamente horrible, pudo añadir. Ciento sesenta y dos mil muertos cubrieron la llanura, y hay quien los hace subir a doscientos mil: no sabemos adónde hubiera llegado la carnicería si no hubiera sobrevenido la noche. Pereció en la batalla el valeroso Teodoredo rey de los godos, buscando a Atila. Encontróse su cuerpo sepultado bajo un espeso montón de cadáveres. Pero Atila había sido vencido. El fiero caudillo de los hunos pasó la noche atrincherado detrás de sus carros, cantando al son de sus armas, al modo del león que ruge y amenaza en la entrada de la caverna a donde le han hecho retroceder los cazadores{8}.

Atila creyó llegado su fin, y esperaba ser atacado a la mañana siguiente. Pero el silencio de los campos le dio a entender que los enemigos habían renunciado a aniquilarle como hubieran podido y él temía. ¿Por qué los vencedores dejaron escapar tan bella ocasión de acabar con el coloso del Norte? Verdad es que ni ellos mismos supieron al pronto que había sido suya la victoria, hasta que la luz del nuevo día les enseñó que la mayor parte de los cadáveres que cubrían aquellos campos de muerte eran de los hunos. Pero otra causa influyó más en aquella extraña determinación. El altivo Aecio que había visto la heroica conducta de los godos en la batalla, sospechó que si se consumaba la destrucción de Atila tomarían demasiado ascendiente en el imperio, y a este espíritu de celosa rivalidad debió Atila su salvación. Los godos habían proclamado rey a Torismundo, hijo mayor de Teodoredo, y Aecio tomó de aquí pretexto para alejar al godo, persuadiéndole debía apresurarse a marchar a Tolosa para hacer confirmar su elección antes que alguno de sus hermanos se le anticipase. A Meroveo, jefe de los francos, le hizo también retirarse gratificándole largamente, y esta era la causa del silencio de los campos que notó Atila, al cual de este modo hizo Aecio puente de plata para escaparse, como lo ejecutó volviéndose a la Panonia.

De corta duración fue el reinado de Torismundo. Avaro, cruel y revoltoso, hízose aborrecer del pueblo y de los suyos, y concertáronse para desembarazarse de él sus dos hermanos Teodorico y Frederico. Hiciéronle pues asesinar, y Teodorico (Theod-rick, poderoso sobre el pueblo) fue aclamado rey de los godos, enviando a Frederico a España, de acuerdo y a solicitud del emperador Valentiniano, a sujetar a los bagaudas que inquietaban los campos de Tarragona (453).

Recorramos ahora una serie de crímenes que rápidamente se sucedieron para acabar de precipitar el imperio romano por los romanos mismos. Valentiniano después de la muerte de su madre Placidia soltó los diques a todo género de pasiones torpes y violentas. Celoso de Aecio, asesinó al único que por largo tiempo había sustentado con su valor un imperio moribundo: el último romano pereció al filo de la espada del mismo emperador a quien había sostenido. Era la primera vez que la desenvainaba Valentiniano. Este imbécil príncipe puso sus torpes ojos en una honesta y hermosa romana, mujer del rico senador Máximo: la llamó engañosamente a su palacio, y no pudo libertarse de su bárbara violencia: la infeliz murió de pesar: Máximo quiso vengarse del lascivo príncipe, y halló fácilmente quien le ayudara en sus proyectos: dos asesinos clavaron sus puñales en el pecho de Valentiniano en medio del día, y el pueblo celebró el asesinato. Máximo fue proclamado emperador en lugar del violador de su mujer. Pero Máximo se obstinó en casarse con Eudoxia, viuda de Valentiniano, contra la voluntad de ésta, que viéndose forzada a ello llamó en su socorro a Genserico rey de los vándalos: ¡qué complicación de sucesos! El terrible instrumento de la venganza marcha sobre Roma. Máximo intenta escaparse, y el pueblo le hace pedazos. Genserico entra en Roma, y la ciudad eterna es entregada al saqueo por espacio de catorce días y catorce noches. Las estatuas y objetos artísticos que Alarico había perdonado, despedázanlas los vándalos por recreo y por el instinto de destruir: lo único que recogen es la plata y el oro. Roma era ya un cadáver que Genserico acabó de despojar. Los bárbaros vuelven a embarcarse, y trasportan a Cartago las últimas riquezas de Roma, como algunos siglos antes había llevado Escipión a Roma los tesoros de Cartago. ¡Qué cambio de tiempos! Entre los tesoros se encontraron los adornos robados por los romanos al templo de Jerusalén. ¡Extraña mezcla de ruinas! todo va pasando a poder de los bárbaros.

Indignados los godos de la destrucción vandálica de Roma, se congregan en Arlés para dar a los romanos un emperador. Sidonio Apolinar nos pinta esta asamblea electoral con las siguientes palabras: «Conforme a su antigua costumbre reúnense sus ancianos al salir el sol: bajo el hielo de la vejez conservan el fuego de la juventud. No es posible ver sin disgusto el lienzo que cubre sus descarnados cuerpos; y las pieles con que se visten apenas descienden más debajo de las rodillas. Usan botines de piel de caballo, que aseguran con un simple nudo en medio de la pierna, cuya parte superior permanece descubierta.» El resultado de la deliberación fue elevar al imperio a Avito, suegro de Sidonio Apolinar, que regía entonces las armas romanas en las Galias. Avito partió para Italia.

Los suevos de Galicia, siempre belicosos, siempre inquietos y siempre feroces, mandados por su caudillo Rechiario, invadieron otra vez la provincia de Cartagena. En vano Avito y Teodorico unidos le enviaron embajadores intimándole que respetara las provincias del imperio. Los embajadores fueron maltratados, y Rechiario acometió y saqueó la provincia de Tarragona. Nuevos embajadores, nueva intimación y nuevo desprecio. Fue ya preciso que Teodorico acudiera con un ejército de godos y romanos a castigar la insolencia del suevo. Pasa Teodorico los Pirineos, Rechiario se retira, el godo le persigue, y viene a alcanzarle a cuatro leguas de Astorga, junto al rio Órbigo, en una llanura llamada el Páramo (456). Empéñase allí la pelea, los suevos son derrotados con gran mortandad, y su jefe Rechiario se retira herido a las extremidades de Galicia. El godo avanza en su persecución: la ciudad de Braga abre las puertas a los godos acogiéndose a su piedad; no se quitó la vida a nadie, pero los principales suevos fueron hechos prisioneros, las casas saqueadas, los templos despojados, derribados los altares, y las iglesias convertidas en caballerizas: y eso que los godos eran los menos feroces de todos los bárbaros. Rechiario, enfermo de su herida, fue descubierto en su retiro, entregado a Teodorico, y condenado a muerte. Parecía, pues, destruido el imperio suevo en España por los godos. Teodorico salió de Braga, corrió la Lusitania, y se apoderó de Mérida, donde recibió la noticia de que Avito había sido desposeído del imperio en Roma por el famoso suevo Ricimer, lo que movió al rey godo a regresar a su capital de Tolosa, no sin dejar en España una parte de su ejército, que tomó por engaño a Astorga, la saqueó y pasó a cuchillo sus habitantes: hizo lo mismo en Palencia; acometió en seguida a Coyanza (hoy Valencia de Don Juan) sobre el río Esla, cuyo castillo no pudieron tomar, y de allí se retiraron a la Aquitania. Este fue el principio del engrandecimiento de la dominación goda en la Península. El pensamiento de Avito y Teodorico era ayudarse mutuamente a engrandecer el imperio godo y el romano: quizá lo lograran si Roma no estuviera ya destinada a perecer muy pronto.

En efecto, el suevo Ricimer, nieto de Walia, había destronado a Avito, y vestido con la raída púrpura imperial a Mayoriano: pero Mayoriano comenzó a dar sabias, justas y saludables leyes, y a reanimar la gloria romana, y no había sido la intención de Ricimer sentar en el trono a un hombre de talento: promovió, pues, una sedición, y le forzó a abdicar: puso la rota diadema sobre la cabeza de Libio Severo, especie de autómata imperial, y por lo mismo muy del agrado de Ricimer. Mas luego convínole a éste deshacerse de Severo, le envenenó, y puso en su lugar a Anthemio, con cuya hija se casó. Indispúsose luego con su suegro, y trasladó la vieja púrpura de los hombros de este a los de Olibrio, que se había casado con Placidia, hija de Valentiniano III. Roma por este tiempo fue saqueada tercera vez. Anthemio fue muerto: murió también Olibrio, y Ricimer mismo cayó en la tumba en que había precipitado a cinco emperadores hechos por su mano.

Entretanto la España participaba de la espantosa descomposición que trabajaba al mundo. Creemos deber aliviar a nuestros lectores de la relación minuciosa de unos sucesos nublosos, confusos y embrollados, en que figuran muchos caudillos y ningún héroe; sucesos que pueden interesar solo por sus resultados, no por sus pormenores; hechos comunes, guerras parciales, nombres oscuros, correrías y saqueos. ¿Qué podemos decir de los suevos, Maldras, Frumar, Remismundo, y otros cuyos nombres nos han trasmitido las crónicas de aquel tiempo? ¿Qué eran y qué hacían? Eran caudillos que peleaban entre sí, que saqueaban, que se sometían a los godos, que se hacían arrianos como ellos, que todos tomaban el título de rey, sin que esto significase más sino que iban al frente de cierto número de parciales que seguían sus banderas, que morían en batalla o asesinados, sin dejar a la historia otra cosa que un nombre que recogió un historiador. Los hérulos, que podemos llamar el pueblo corsario de los bárbaros, se acercaban con sus flotas a las costas de España, entraban en las poblaciones que hallaban desprevenidas, las saqueaban y volvían a embarcarse con los despojos. Teodorico, rey de los godos, enviaba sus generales y sus ejércitos a España, y sometiendo a los suevos, a unos por medio de tratos, y a otros por la vía de las armas, iba ensanchando sus dominios en la Península, al paso que estrechaba los de los suevos, que redujo a los términos de Galicia, quedando él dueño de la Bética y de casi toda España, a excepción de algunas ciudades que aun obedecían a los romanos. Teodorico extendió también sus posesiones de las Galias, dominando desde el Loire hasta los Pirineos, de manera que el imperio godo fue el que creció al través de tantas discordias, al compás que menguaba el de los suevos y el de los romanos. En cuanto a religión, el arrianismo era el que dominaba, y dominaba a costa de la opresión de los católicos, de la persecución de los obispos ortodoxos, y de la destrucción de los templos. Entre los prelados católicos a quienes alcanzó la persecución del arrianismo fue uno Idacio, autor de una de las crónicas de que hemos tomado una parte de la relación de estos sucesos.

Tan trabajosa y lentamente se iba fundando en España la monarquía goda. Verémosla crecer con Eurico, que sucedió a Teodorico su hermano, a quien quitó la vida en Tolosa a fines del año 466{9}.




{1} Comprendemos, como observará el lector, este periodo en la edad antigua. Ni se ha fijado bien, ni es fácil determinar con exactitud el principio, el término, la duración precisa de la edad media. Algunos abarcan bajo esta denominación el espacio de cerca de diez siglos que medió entre la destrucción del imperio romano en Occidente hasta la destrucción del mismo en Oriente. Otros hacen comenzar la edad media en la época de la grande irrupción de las naciones germánicas, esto es, en 406. Otros la difieren hasta la ocupación de Roma por Odoacro. La misma variedad en cuanto a su terminación; fijándola unos en el descubrimiento del Nuevo Mundo, otros en la reforma de Lutero, otros en la toma de Constantinopla, &c. Suelen los franceses en sentido estricto contar su edad media desde el reinado de Carlomagno. En España creemos estar en un caso excepcional respecto a las demás naciones de Europa en este punto. Pues aunque aquí como en las demás partes iniciaron los hombres del Norte una edad nueva, su completa desaparición en el principio del siglo VIII nos hace mirar aquel periodo como una época de transición, y la verdadera y rigurosa edad media comprende desde la irrupción de los árabes hasta su completa expulsión, o sea, si se quiere, hasta el fin del reinado de los reyes católicos y principio del de Carlos V. Por eso, y por no poder constituir la dominación de los godos, una edad aparte por sí sola, hemos creído deber incorporarla con más razón a la edad antigua que a la edad media. Permítasenos la frase que vamos a usar. La dominación goda fue para España al mismo tiempo el apéndice de la edad antigua, y el prólogo de la edad media.

{2} Jornand. De Reb. Get.– Procop. De Bell. Vandal.– Anm. Marcell. Hist.– S. Isid. Hist. Goth.– Tacit. De mor. German.– Idat. Chron.– Aschbac, Geschichte der West Gothen.– Memor. de la Academia de la Hist. Tom. I.

{3} Cap. VII.

{4} Jornand. Hist. Goth.– Prisc. p. 64.

{5} Jorn. cap. XXXVI.

{6} Adunatas despicite dissonas gentes, &c. Jornand. ibid.

{7} Cap. XL.

{8} Strepens armis canebat, &c. Id. ibid.

{9} Este Teodorico es el que nombran Teodorico II los que llaman también Teodorico a Teodoredo su padre.

Acerca de las cualidades y costumbres de este rey godo nos ha dejado Sidonio Apolinar noticias curiosas e interesantes. «La estatura de Teodorico, dice, es mediana, su cabeza redonda, su cabellera espesa y crespa se levanta desde la frente hasta la coronilla: espesas cejas coronan sus ojos, y cuando baja los párpados, sus largas cejas llegan casi hasta la mitad de las mejillas. Sus orejas, según la costumbre de su nación, están cubiertas y como azotadas por los bucles de sus largos cabellos. Su nariz forma una graciosa curva. Crécele poblada barba bajo las sienes; pero todos los días la afeita debajo de la nariz y en las partes inferiores del rostro. Su cuello y su barba son regularmente gruesos, y su tez, de un blanco de leche, se colora algunas veces de un sonrosado juvenil…

»En cuanto a su método de vida, Teodorico se levanta antes del día para asistir con poco séquito a las oraciones de sus capellanes, con el respeto y la asiduidad convenientes: pero se conoce fácilmente que es un tributo que paga más bien a la costumbre que a la convicción. El resto de la mañana le dedica a los cuidados del gobierno. El conde que lleva sus armas está de pie cerca de su silla. Hácense presentes algunos guardias vestidos de pieles, que permanecen a cierta distancia por no hacer ruido, y murmullan sordamente excluidos de las salas interiores y encerrados entre canceles. Entonces se da entrada a los embajadores extranjeros. Teodorico responde en pocas palabras a sus largos discursos.

»A las ocho se levanta y va a visitar sus tesoros o sus establos. Cuando sale de caza, se creería poco digno de la dignidad real llevar él mismo su arco; mas al presentarse la caza, tiende la mano por detrás, y un esclavo le alarga el arco, cuya cuerda no debe estar armada de antemano, porque se tendría por una molicie indigna del hombre: después armándola él mismo, os pide le indiquéis el punto en que ha de herir, y no bien se le indica, ya está acertado.

»Su mesa ordinaria es la de un simple particular: su más sabroso manjar es la conversación, seria y formal por lo común: el arte, no el precio, constituye el valor de lo que se le sirve: la copa circula pocas veces, y los convidados tienen derecho de quejarse de ello. Solo el domingo, en sus banquetes de ceremonia, se encuentra la elegancia de la Grecia, la abundancia de la Galia, y la actividad de la Italia.

»Después de comer duerme muy poco o nada. Entonces se le lleva el tablero de los dados. En el juego invoca alegremente la fortuna o la espera con paciencia: si gana, calla, y si pierde se sonríe. Poco aficionado al desquite, gústale no obstante aparentar que no teme los azares. Suele deponer en el juego la reserva de rey, y excita a todo el mundo a la franqueza y a la familiaridad le complace ver las emociones del que pierde, y necesita que se enfade el vencido para creer en su propio triunfo: muchas veces esta misma alegría, cuya causa es tan frívola, favorece a otros negocios más graves… Yo mismo, cuando tengo algo que pedirle, me procuro una feliz derrota, y pierdo la partida para lograr mi pretensión.

»A las tres vuelve a cargar sobre él el peso de los negocios; reaparecen los pretendientes, y este impertinente cortejo se agita en derredor suyo hasta que la noche y la hora de la cena le hacen dispersarse. Algunas veces durante la comida se introducen farsantes y bufones; pero sus mordaces chistes deben respetar a los convidados. Nada de música ni de coros: los únicos aires que agradan al rey son los que despiertan el valor bélico. Finalmente, cuando se retira a descansar, por todas partes hay centinelas armados a las puertas del palacio.»

Las guerras en que anduvo casi siempre envuelto este rey no debieron dejarle disfrutar mucho tiempo de este sistema de vida.