Filosofía en español 
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Parte primera Edad antigua

Libro IV Dominación goda

Capítulo IX
Estado social del reino godo-hispano en su último periodo
 

I.– Mudanza en la organización política del estado desde Recaredo.– Mezcla en las atribuciones de los poderes eclesiástico y civil.– Relaciones entre los concilios y los reyes. Su influencia respectiva. Sus inconvenientes y ventajas.– Índole y carácter de los concilios.— Si eran cortes o asambleas nacionales.– Opiniones diversas sobre este punto.– Fijase la verdadera naturaleza de estas congregaciones.– Independencia de la iglesia goda.– II. Examen histórico del Fuero Juzgo.– Sus diversas clases de leyes.– Juicio crítico sobre este célebre código.– Análisis de algunos de sus títulos y leyes.– Sistema judicial. Id. penal.– Sobre la familia.– Sobre la agricultura.– Colonos. Vinculaciones. Feudos.– III. Literatura hispano-goda y su índole.– Historia.– Ciencias.– Poesía.– Extravagante idea de los godos sobre la medicina.– Ilustración del alto clero.– Prodigiosa erudición de San Isidoro.– Numeración de sus obras.– IV. Estado de las artes, industria y comercio de los godos.– Errada calificación de la arquitectura gótica.– Monedas.– V. Consideraciones generales sobre la civilización goda.– Si ganó o perdió la España con la dominación de los visigodos.
 

I. Expusimos en el capítulo cuarto de este libro la marcha de la nación godo-hispana y su organización religiosa, política, civil y militar hasta el reinado de Recaredo; y anunciamos allí que desde aquella época tomaría otro rumbo, otra fisonomía la constitución del imperio gótico. Así se realizó.

Desde que Recaredo, convertido al catolicismo, sometió al tercer concilio de Toledo la deliberación de asuntos pertenecientes al gobierno temporal, comenzó a variar la índole de la monarquía, comenzó también a variar el carácter de aquellas asambleas religiosas. El trono buscó su apoyo en el altar, y la iglesia se fortalecía con el apoyo del trono. Eran dos poderes que se necesitaban mutuamente, y mutuamente se auxiliaban. Los reyes fueron al propio tiempo los protegidos y los protectores de la iglesia, la iglesia era simultáneamente la protegida y la protectora de los reyes. En esta reciprocidad de intereses y de relaciones, era muy fácil, como así aconteció, que se confundieran las atribuciones del sacerdocio y del imperio, traspasando cada cual sus límites, y arrogándose, o si se quiere, prestándose sus facultades propias. En esta especie de traspaso mutuo, el poder real ganaba por un lado y perdía por otro; el poder episcopal ganaba siempre en influjo y adquiría una preponderancia progresiva.

Los monarcas se vieron en la necesidad de acogerse al amparo de los concilios por varias poderosas razones. Lo primero, porque en estas asambleas se hallaban concentrados el talento y el saber, y necesitaban de las luces de los obispos para guiarse y dirigirse con acierto: lo segundo, porque en aquella época de espíritu religioso, y más desde que se estableció la unidad de la fe, el influjo del sacerdocio era grande en el pueblo, y convenía a los monarcas contar con el apoyo y la alianza de una clase tan prepotente: lo tercero, porque expuesto asiduamente el trono a los embates de una nobleza ambiciosa y turbulenta, avezados los magnates a conspirar, por creerse cada cual con tanto derecho a ceñirse la corona como el monarca reinante, solo el robusto brazo episcopal podía dar consistencia al solio una vez ocupado, y seguridad al que le ocupaba, para lo cual se trató de revestir su persona de un carácter sagrado, ungiéndole con el óleo santo al tiempo de ceñirle la diadema. De buena gana daban los obispos arrimo y ayuda a los reyes a trueque de verlos solicitarla humillados y de tenerlos propicios: sin inconveniente la solicitaban los príncipes a trueque de contemplarse seguros. Sancionando los concilios la inviolabilidad de los monarcas una vez constituidos, sin ser demasiado escrupulosos en cuanto a la legitimidad de su elevación; fulminando severas censuras eclesiásticas contra los atentadores a la persona y a la autoridad del rey, y excomulgando a los conspiradores; regularizando las bases de la elección, estableciendo formas y trámites, y prescribiendo las cualidades y condiciones que había de tener el elegido; señalando el tiempo y lugar en que la elección había de verificarse; decretando que el nombramiento se hubiera de hacer por los obispos y próceres, y exigiendo al rey en pleno concilio el juramento de guardar las leyes y la unidad de la fe católica, enfrenaban muchas ambiciones y prevenían muchos regicidios; evitaban los trastornos de las elecciones tumultuarias; templaban con la mansedumbre religiosa la índole feroz y los rudos instintos que aun conservaran los godos; preparaban más y más la fusión sentándose juntos a discutir tranquilamente vencedores y vencidos; fortalecían el poder real y consolidaban la monarquía, y al propio tiempo ganaban ellos ascendiente sobre el rey, sobre la nobleza y sobre el pueblo.

Los nobles que aspiraban a subir algún día al trono, necesitaban halagar a los obispos, que formaban un partido compacto, poderoso e ilustrado, y en cuyas manos venía a estar la elección. Así entraba en el interés mutuo de los prelados y de los próceres el que la corona no se hiciese hereditaria, como hubieran deseado los reyes y el pueblo, y pasaban por todos los inconvenientes del sistema electivo. Solo alguna vez permitían la asociación al imperio y la transmisión de la corona del padre al hijo, mas nunca sin su consentimiento y sin estar seguros o de la devoción o de la docilidad del asociado o heredero. Los monarcas, por su parte, una vez constituidos, necesitando de los concilios para sostenerse, prestábanse a deponer el juramento en sus manos, permitíanles deliberar y legislar en negocios temporales y políticos, o los sometían ellos mismos a su decisión, confirmaban y sancionaban sus determinaciones, fuesen sobre materias eclesiásticas o civiles, y autorizadas con la sanción real las definiciones sinodales, recibíalas el pueblo con la veneración y respeto debido a ambas potestades.

En esta conmixtión de poderes, el rey, convocando y confirmando los concilios, como protector de la iglesia, extendía la jurisdicción real a las cosas eclesiásticas, promulgando y haciendo ejecutar las providencias y reglamentos de disciplina; examinaba y fallaba en última apelación las causas entabladas ante los obispos y metropolitanos, y por último fue reasumiendo en sí la facultad de nombrar obispos y de trasladarlos de unas a otras sillas. El derecho de nombramiento que desde los primitivos tiempos de la iglesia habían ejercido el pueblo y el clero, fue pasando gradualmente al rey, primeramente por cesión de algunas iglesias, por convenio de todas después, ya enviándole en cada vacante la propuesta de las personas que contemplaban dignas de ocupar la silla episcopal, para que el rey eligiese entre ellas, ya por último encomendándole, por evitar las dilaciones de este modo, el nombramiento in solidum, que por fin se dio también, como hemos visto en la historia, en ausencia del monarca al metropolitano de Toledo.

Semejante organización, tales relaciones entre el sacerdocio y el imperio, entre el trono y la iglesia, entre los reyes y los obispos, si bien producían los saludables efectos que hemos enumerado, tenían por otra parte que influir funestamente en la vida futura de la monarquía, de aquel mismo trono y de aquella misma iglesia. Cierto que la influencia episcopal y la ilustración del alto clero templaban y suavizaban la antigua rudeza gótica; pero llevando al exceso aquel influjo, extinguíase al propio tiempo el vigor militar y la energía varonil del pueblo godo, que en un día de prueba como el que sobrevino había de echarse de menos y ocasionar la ruina del estado. Cierto que con las leyes sobre elección se prevenían conjuraciones y crímenes, pero se mantenía el sistema electivo, fuente y raíz de ambiciones, y causa y principio de casi todos los males. Cierto que se fortalecía el poder del monarca reinante con las penas establecidas contra los atentadores a su vida o su trono; pero reconociendo y confirmando a los usurpadores, se confirmaba y reconocía la usurpación una vez consumada. Cierto que las leyes disciplinarias de la iglesia llevaban la robustez de la sanción real y el apoyo de las potestades civiles; pero compraba la corona su intervención en el derecho canónico a costa de otorgar inmunidades eclesiásticas que habían de acabar por relajar aquella misma disciplina. Cierto que a las mayores luces del clero se debieron muy sabias leyes y una mejor organización del estado; pero llevando demasiado adelante su influjo y predominio, legislando en materias políticas, aprovechando su inmenso poder y la debilidad de algunos reyes, manteniendo vivo el sistema electoral para que solicitaran sus sufragios los aspirantes al trono, el juramento ante el concilio para tener sumisos a los monarcas, llegó muchas veces a humillar la majestad, sobrepúsose en ocasiones el cayado episcopal al cetro regio, pudo dudarse si eran los reyes o los obispos los soberanos del estado; y si un Chindasvinto y un Wamba hacían esfuerzos por libertar la corona de la tutela de la iglesia y por restablecer la antigua energía y virilidad gótica, un Sisenando, un Ervigio, un Egica, eran dóciles instrumentos de los concilios y obsecuentes guardadores de sus decretos. Esta mixtura de poderes, esta prepotencia eclesiástica, con su mezcla de bien y de mal, fue al principio muy provechosa al estado, lo fue a la religión, a la iglesia, al trono mismo: llevada al extremo, perjudicó al trono, a la nación, a la misma iglesia.

«¿Se ha definido bien, preguntábamos en nuestro discurso preliminar{1}, la naturaleza y carácter de aquellas asambleas que tan singular fisonomía dieron al gobierno de la nación gótica?» La cuestión es importante, y su examen se ha hecho más necesario desde que un erudito publicista español calificó los concilios de los godos de verdaderos Estados generales o Cortes de la nación. El ilustrado autor de la Teoría de las Cortes, llevado de un celo laudable, y queriendo buscar en la más remota antigüedad posible, en la cuna de la monarquía española, el ejemplo y práctica del gobierno representativo en España, no dudó ver en los concilios nacionales de Toledo otros tantos congresos políticos con todas las condiciones de tales. «¿Quién no ve aquí, dice, toda la nación unida y legítimamente representada por las personas más insignes y por sus miembros principales, desplegando su energía y autoridad en orden a los asuntos del mayor interés y en que iba la prosperidad temporal de la república?» «Prueba evidente (dice en otra parte) de que estas juntas no eran eclesiásticas, sino puramente políticas y civiles, y unos verdaderos estados generales de la nación{2}».

La opinión de este docto español, que no dejó de hallar eco en algunos historiadores extranjeros cuyas obras tenemos a la vista, fue ya impugnada con razones de buena crítica por otro no menos erudito jurisconsulto español{3}, haciendo ver las inexactitudes en que su extremado celo hizo incurrir al ilustrado Marina, así en la calificación de aquellos concilios, como en la perfección que supone en la constitución y organización política del imperio visigodo. Menester es que fijemos bien la índole y carácter de aquellas célebres asambleas.

El primero de los diez y nueve concilios generales de la iglesia goda, en que se determinaron puntos de gobierno civil fue el tercero de Toledo. Allí no había sino obispos: el único representante del poder temporal era el rey, que no hizo sino convocar el sínodo, y suscribir con la reina las decisiones canónicas: algunos grandes firmaron la profesión de fe: nadie deliberó sino la iglesia. El orden de celebrar los concilios prescrito en el cuarto de Toledo, que ya entendió en los negocios graves de derecho político nacional, da bien a conocer que no había variado en su esencia la índole de aquellas juntas{4}. Hasta el octavo de Toledo de 653 no tomaron parte los nobles seglares en las deliberaciones sinodales. ¿Mas quiénes y cuántos eran estos? ¿qué representaban? ¿qué categoría ocupaban en el sínodo? ¿en qué negocios decidían? Era un escaso número de duques y condes, de varones ilustres del oficio palatino, elegidos y nombrados por el rey, que no tenían voz ni voto en las materias eclesiásticas, que firmaban los últimos en las políticas y civiles. «En el nombre del Señor (decía el tomo regio), Flavio Recesvinto rey, a los reverendísimos padres residentes en este santo sínodo… Os encargo (decía a los obispos) que juzguéis todas las quejas que se os presenten, con el rigor de la justicia, pero templado con la misericordia. En las leyes os doy mi consentimiento para que las ordenéis, corrigiendo las malas, omitiendo las superfluas y declarando los cánones oscuros o dudosos… Y a vosotros, varones ilustres, jefes del oficio palatino, distinguidos por vuestra nobleza, rectores de los pueblos por vuestra experiencia y equidad, mis fieles compañeros en el gobierno, por cuyas manos se administra la justicia… os encargo por la fe que he protestado a la venerable congregación de estos santos padres, que no os separéis de lo que ellos determinen, sabiendo que si cumplís estos mis deseos saludables agradareis a Dios, y aprobando yo vuestros decretos cumpliré también la voluntad divina. Y hablando ahora con todos en común, tanto con los ministros del altar, como con los asistentes elegidos del aula regia, os prometo que cuanto determinéis y ejecutéis con mi consentimiento lo ratificaré con el favor de Dios, y lo sostendré con toda mi soberana voluntad{5}

¿Qué proporción guardaba el brazo secular con el eclesiástico? Asistieron al concilio VIII de Toledo 17 palatinos y condes, y 52 obispos: 15 nobles, y 35 obispos al XII: hallábanse en el XIII 26 próceres, y 48 prelados: en el XV 16 nobles, y 77 clérigos: 16 grandes, y 61 obispos y 5 abades en el XVI. Así respectivamente en todos.{6} El clero deliberaba indistintamente en las materias religiosas y civiles: los legos en las últimas solamente.

Predominando así el elemento eclesiástico sobre el seglar, no era posible que se contrapesaran dos poderes, de los cuales el uno era casi omnipotente, el otro débil por su menor número, por su menor ilustración, por sus restricciones y por su deferencia al primero. No era el estado quien daba entrada a la iglesia en sus determinaciones, era la iglesia a quien monarcas respetuosos y devotos iban encomendando los negocios del estado. Ni el pueblo tenía representantes ni diputados, ni la nobleza que asistía representaba siquiera su misma clase, puesto que eran en su mayor parte empleados de palacio, nombrados por el rey para dar lustre a la reunión, nombre y ejecución a sus resoluciones. Si en algunas actas se supone el consentimiento del pueblo, expresado con la fórmula omni populo assentiente, no podía significar sino la aprobación de los fieles que presenciaran el acto de la confirmación y promulgación, y esto las pocas veces que pudieron tener entrada en el templo. ¿Cómo podían denominarse estas congregaciones ni estados generales ni Cortes del reino? En ellas, dijimos en nuestro discurso, el clero y el rey eran casi todo, poco los nobles, el pueblo nada.

No obstante, el carácter que les imprimía la convocatoria y la sanción real, el discurso del rey, el tomo o memoria en que el monarca indicaba los asuntos que habían de tratarse, la asistencia de una parte de la nobleza, esta concurrencia incontestable, aunque desigual, de los poderes, su intervención en los negocios religiosos y políticos, la coacción que en uno y otro fuero llevaban sus resoluciones como leyes de estado, a que tenía que someterse el pueblo y la corona misma, hace que no podamos menos de considerar estas asambleas como el principio, como el germen, como el embrión de una representación nacional. Cuando más adelante se deslinden las atribuciones propias de las dos potestades, cuando deje de ser necesario el gobierno teocrático para la vida de la nación, entonces nacerán las Cortes del reino, cuyo origen, o cuyo anuncio por lo menos reconoceremos en los concilios de la iglesia hispano-goda. Así van progresivamente marchando las sociedades hacia su más conveniente organización.

Admirable es sobre todo la independencia y la entereza de los obispos y concilios de la iglesia gótica. Convocados por el rey o por el metropolitano, congregábanse y deliberaban, nombrábanse obispos y se consagraban sin la intervención de los pontífices, que raras veces en este largo período ejercieron su influjo y tomaron parte en el gobierno de la iglesia y en la disciplina eclesiástica española. Cítanse solo contados casos de ejercicio de la jurisdicción y potestad pontificia, tales como el nombramiento que en 480 hizo el papa Simplicio en el obispo Zenón de Sevilla por vicario y legado apostólico{7}; el del legado Juan enviado por San Gregorio el Grande para reponer al obispo Januario de Málaga{8}; alguna remisión de palio, y pocos otros ejemplares que ni constituían costumbre ni se miraba al parecer como de disciplina{9}. Reconociendo, como reconocía San Isidoro{10}, el supremo honor del episcopado en el sucesor de San Pedro y la superioridad de la jurisdicción pontificia sobre la iglesia universal, hubo, no obstante, vivas discusiones sobre puntos de doctrina entre algunos pontífices y prelados españoles, en que se vio hasta dónde llegaba la entereza de los obispos de España, y de que dieron admirable ejemplo los insignes Leandro de Toledo y Braulio de Zaragoza{11}. Acudíase muchas veces en consulta al jefe de la iglesia como a fuente de sabiduría, y respetábase su dictamen, mas no así en solicitud de dispensas, en lo cual como en otros negocios del gobierno de la iglesia obraban los obispos españoles con una especie de soberanía{12}. Organizada así la iglesia gótica de España, bien puede asegurarse que era la más independiente de toda la cristiandad, así como ninguna nación entonces podía presentar un catálogo y sucesión de obispos tan sabios y doctos, tan virtuosos y desinteresados, tan versados en las ciencias divinas y humanas, como los de la iglesia española{13}.

II. Pasando de la legislación canónica a la política y civil, nos es imposible dejar de admirar el progreso social que alcanzó el pueblo español bajo la dominación de unos hombres que habían venido semi-bárbaros y acabaron por ser ilustrados y cultos. Los visigodos de España presentan la singularidad de haberse dejado primeramente civilizar por el pueblo vencido, de haberse hecho después civilizadores del pueblo conquistado.

Ya hemos visto por la historia cómo desde el principio de la monarquía dos de los primeros reyes godos, Eurico y Alarico II, comenzaron a hacer compilaciones de leyes, para el gobierno del pueblo godo el uno, para el del hispano-romano el otro. De este mismo espíritu legislador fueron participando sus sucesores; la legislación se fue uniformando hasta hacerse una sola para los dos pueblos, así en lo religioso como en lo político, cuyo beneficio se debió principalmente a los ilustres monarcas Recaredo, Chindasvinto y Recesvinto. Los que sucedieron a estos en el trono continuaron haciendo leyes para el gobierno del estado, casi hasta la ruina de la monarquía. De todas ellas vino a formarse la famosa colección de leyes visigodas conocida en latín con los nombres de Codex Wisigothorum y Forum Judicum, en español con los de Fuero Juzgo y Libro de los Jueces.

Este célebre código, acaso el más célebre, el más importante, el más regular y completo de cuantos cuerpos de leyes se formaron después de la caída del imperio romano, merece una atención preferente de parte del historiador que aspira a señalar la marcha que han ido llevando la organización y la civilización de un pueblo, así por ser el libro en que refleja como en un espejo la fisonomía de la sociedad para que se hizo, como por encerrar en sí simultáneamente los restos heredados de la edad antigua, las modificaciones de una edad de transición, y el germen de la edad media de la nación española.

Después de haberse disputado largamente sobre la época en que se ordenó este memorable cuerpo de derecho, ya no se duda que debieron hacerse algunas recopilaciones de las leyes que se iban promulgando por diferentes reyes y reyes y concilios; pero que tal como en el día le conocemos no pudo ser coleccionado hasta los años del reinado común de Egica y Witiza, casi al agonizar la monarquía goda: no antes, puesto que se encuentran en él leyes de estos dos soberanos cuando regían asociadamente el reino; no después, porque no se hallan ya ni de Witiza solo ni de Rodrigo: y que la obra de la compilación fue probablemente llevada a cabo por el concilio XVI de Toledo o por alguna comisión suya, a juzgar por el encargo que Egica hizo a los padres de aquel concilio{14}.

Aunque esta edición se hiciera en el idioma latino tal cual ha llegado hasta nosotros, no puede suponerse que se redactaran al tiempo de su promulgación las leyes que le componen en la lengua del Latium. Publicaríanse en latín las que se daban para el gobierno de los hispano-romanos, por ser el idioma que ellos hablaban: redactaríanse las que eran hechas para los godos en el degenerado dialecto teutónico o germano con mezcla de latín que ellos hablarían: porque todas las leyes se dan para que las entiendan, conozcan y practiquen los individuos para quienes son hechas. Mas cuando la legislación fue ya una para entrambos pueblos, cuando estos se habían ya amalgamado y fundido por la religión, por el derecho, por los matrimonios, por el trato y las costumbres, el lenguaje y la palabra hubieron de confundirse también y ser uno mismo el de los indígenas y el de los godos, y en este debieron escribirse unas leyes cuya observancia obligaba a todo el pueblo. ¿Mas qué lenguaje, qué idioma era este? Ciertamente ni los godos del Tajo pudieron, ni quisieron acaso, conservar la palabra bárbara de los godos del Danubio, ni el pueblo hispano-romano podía hablar el culto latín de Cicerón y de Virgilio. Ambas lenguas tuvieron que alterarse y corromperse, y ambas tuvieron que mezclarse. Sin embargo, en esta composición tenía que prevalecer el elemento latino, aunque degenerado, así por ser más en número los hispano-romanos, como por exceder también a los godos en ilustración. En este idioma del pueblo, en que se supone entrarían también muchas de las voces que se hubieran conservado de la primitiva lengua de los indígenas, debieron escribirse y promulgarse las leyes godas, hasta que al ordenarlas y reducirlas a un código general fuesen vertidas al latín más culto, aunque degenerado ya y distante de su antigua pureza, de la iglesia y de los concilios. Así permaneció el Fuero de los Jueces, hasta que a mediados del siglo XIII al darle Fernando III por fuero a la ciudad de Córdoba que acababa de conquistar, mandó hacer la traducción del original latino al idioma español de aquel tiempo, tal como en el día en las colecciones de nuestros códigos se conserva, y de la cual hemos copiado algunas leyes o fragmentos en nuestra historia.

Encuéntranse en este cuerpo de derecho leyes de cuatro géneros o clases: 1.° unas que hacían los príncipes por su propia autoridad, o en unión con el oficio palatino, especie de consejo privado del rey: 2.° otras que se hacían en los concilios nacionales, y fueron después trasferidas al código, como en algunas de ellas se expresa: 3.° otras sin fecha, ni título ni nombre de autor, que son probablemente las que se tomaron de las antiguas y primitivas colecciones{15}: 4.° otras que llevan al principio una nota que dice Antiqua, o Antiqua noviter emendata, que se cree fueron tomadas de los códigos romanos y revisadas por los últimos reyes{16}. Así se encuentran a un tiempo en el Fuero Juzgo leyes en que se descubre aun el espíritu heredado de la culta sociedad romana, leyes en que se conservan restos de la antigua rusticidad gótica, y leyes, y estas son las más, en que se revela la índole teocrática del gobierno de los godos, y el influjo social que ejercieron aquellos sacerdotes legisladores.

A pesar de los defectos de estilo y de forma naturales y casi indispensables en la época de su redacción, apenas se hallará ya quien dude haber sido el Fuero Juzgo el código legislativo más ordenado, más completo, más moral y más filosófico de cuantos en aquella edad se formaron, y muy superior a todos los códigos llamados bárbaros, como era superior la sociedad hispano-goda a todas las que nacieron de los pueblos septentrionales. No sabemos cómo un hombre de la ilustración y criterio de Montesquieu pudo obcecarse hasta el punto de decir con una ligereza incomprensible: «Las leyes de los visigodos son pueriles, torpes e idiotas: no llenan su objeto; están cargadas de retórica y vacías de sentido, son frívolas en el fondo y gigantescas en la forma{17}.» Felizmente fue muy luego impugnado el acre e inmerecido aserto del autor del Espíritu de las leyes por otro crítico no menos erudito, que hablando del mismo código se expresa así: «El presidente de Montesquieu le ha tratado con una severidad excesiva. Ciertamente me disgusta su estilo, como me es odiosa la superstición que en él se halla; pero no temo decir que aquella jurisprudencia anuncia y descubre una sociedad más culta y más ilustrada que la de los borgoñones y aun la de los lombardos{18}

Pero otro más reciente y no menos respetable publicista ha estado todavía más explícito y más justo. «Ábrase, dice Mr. Guizot, la ley de los visigodos, y se verá que no es una ley bárbara: evidentemente la hallaremos redactada por los filósofos de la época, es decir, por el clero; abundando en ideas generales, en verdaderas teorías, y en teorías plenamente extranjeras a la índole y costumbre de los bárbaros… En una palabra, la ley visigoda lleva y presenta en su conjunto un carácter erudito, sistemático, social. Descúbrese bien en ella el influjo del mismo clero que prevalecía en los concilios toledanos, y que influía tan poderosamente en el gobierno del país{19}.» «Aun con todos sus defectos, dice otro historiador extranjero, el código de los visigodos no deja de ser un monumento glorioso: por otra parte es el solo código de las épocas bárbaras en que se han proclamado altamente los grandes principios de moral. Ningún cuerpo de leyes de los siglos medios se ha aproximado tanto al objeto de la legislación, ninguno ha definido mejor y más noblemente la ley{20}.» Tales juicios en plumas extranjeras y tan autorizadas, valen ciertamente más que cuantos encomios pudiéramos hacer los españoles.

En el título preliminar que trata de la elección de los príncipes, aunque redactado mucha parte de él en forma doctrinal y de consejo, contra lo que hoy se acostumbra, se consignan las más excelentes máximas de política, de moral y de justicia; y la célebre fórmula: Rey serás si fecieres derecho, et si non fecieres derecho non serás rey, entra en él como principio de gobierno y de derecho público. Observamos, no obstante, que todas las precauciones que se tomaban eran ineficaces para prevenir el abuso de autoridad. Consignábase, es verdad, el principio electivo, exigíanse condiciones y cualidades en los pretendientes a la corona, obligábaselos después de nombrados a prestar juramento de guardar las leyes, sentábase el principio de que el monarca estaba tan sujeto a la ley como otro cualquier individuo del estado, dábanseles saludables consejos y reglas de gobierno, el que non facía derecho non era rey: ¿pero cómo dejaba de ser rey el que non facía derecho, el que abusara de la autoridad, el que se convirtiera en déspota? ¿Quién le deponía, y dónde estaba la ley de responsabilidad? Olvidóseles esto a los godos en la constitución de la monarquía, o no lo alcanzaron. Una vez investidos los reyes de la potestad suprema, no se pensó sino en hacer respetable su autoridad, en asegurarla y defenderla si en vez de derecho ejercían tiranía, no quedaba otro medio para deponerlos que la revolución, como sucedió con Suintila, privado del reino propter crudelissimam potestatem quam in populis exercuerat{21}. De modo que queriendo hacer una monarquía templada por las leyes, no acertaron a hacer sino una monarquía absoluta, en la cual, sin embargo, se veía ya la coexistencia y la lucha de estos dos principios, que más adelante se habían de separar.

Comprende el Fuero Juzgo doce libros, divididos en títulos, y estos en leyes a cuya cabeza va el nombre del rey que las había hecho. La división está imitada de los códigos romanos. Los cinco primeros libros están destinados a regularizar y fijar las relaciones civiles y privadas: las tres siguientes tratan de los delitos y de las penas: el nono de los crímenes contra el estado; los dos siguientes contienen reglamentos relativos al orden público y al comercio; y el último está consagrado a la extinción del judaísmo y de la herejía. No nos toca analizar detenidamente este famoso código, tarea más propia del jurisconsulto que del historiador. Mas no nos despediremos de él sin hacer notar siquiera algunas particularidades que bosquejan bien el estado de aquella sociedad.

En los títulos de las leyes y del «facedor de la ley,» se ve filosofía, razón, principios elevados de justicia. Establécese ya en el libro segundo la igualdad ante la ley, y la responsabilidad de los jueces; gran adelanto en el sistema jurídico. Lleno está el título de penas contra los jueces «que fagan tuerto por ruego, o por ignorancia, o por miedo, y hasta por mandado del rey.» Pero se da poder a los obispos sobre los jueces que tuercen la justicia, prueba incontestable de la organización teocrática de aquel pueblo. Se ve ya también la teoría de los procuradores y abogados y de la prueba por testigos. Era admitido el tormento, pero esta bárbara costumbre, tan en uso en otros pueblos, era rarísima vez aplicada por los godos, y en los doce libros de su código solo una ley autoriza la prueba del agua y del fuego, y esto con muchos requisitos y solo para los delitos más graves. Los procedimientos eran breves y sencillos. Las dilaciones ocasionadas por el juez daban derecho a la parte demandante a la indemnización de los gastos y perjuicios que se le siguieran, como si el mismo juez hubiese perdido el pleito. La recomendación de un gran personaje bastaba para dar por fallado el pleito en contra de la parte por quien se interesaba. Si el rey tomaba empeño por alguna causa, por este mismo hecho la sentencia era nula. ¡Admirable modo de poner la administración de justicia al abrigo del soborno, del cohecho y de las influencias del poder!

Aplicábase rara vez la pena capital, y solo por los delitos que se consideraban más enormes. La horrible de ceguera (sacar los ojos) solía reemplazar a la de muerte cuando el príncipe hacía gracia de la vida. Usábase mucho y era propia de los godos la de decalvación, turpiter decalvare; trasquilar en cruces, como traducen algunos, desfollar toda la fronte muy laidamientre, como se lee en el Fuero Juzgo castellano. Poco menos infamante, y en verdad no menos afrentosa que esta era la de poner el reo a la vergüenza, y aun hacerle pasear por las calles sobre un jumento, como lo mandó Recaredo con el duque Arcimundo. Cuando Wamba hizo al rebelde Paulo y sus cómplices entrar en Toledo descalzos y rapados, no hacía sino aplicarles la pena de vergüenza decretada por las leyes, ya que los había relevado de la de muerte y ceguera. Más común castigo era el de los azotes, bien en público, bien delante del juez y de pocos testigos. La ley señalaba minuciosamente el número de azotes que correspondían a cada delito, y la cantidad pecuniaria con que podían redimirse. Las multas eran la pena más ordinaria y general. Las ofensas personales, el asesinato, las heridas, los golpes y contusiones, las injurias, todo estaba sujeto a una tarifa gradual: la edad, la fortuna, la clase, todas las circunstancias del ofendido y del ofensor se tomaban en cuenta para la escala de indemnización. Pero la ley eximia a los parientes del delincuente de toda participación en la infamia que seguía a la culpa. «Aquel solo sea penado que fizier el pecado, y el pecado muera con él: e sus fijos ni sus erederos sean tenudos por ende{22}.» Ley sabia, que proscribía toda transmisión de infamia a las familias, y que enseñaba que en la sociedad cada cual debe ser hijo de sus obras.

En nada acaso aventajó tanto la legislación visigoda a la romana como en lo relativo a la organización de la familia, como jurisprudencia basada en el cristianismo. Matrimonios, dotes, divorcios, derechos conyugales, patria potestad, tutelas, heredamientos, impedimentos matrimoniales, todo estaba regularizado y ordenado por las leyes. Si no supiéramos el aprecio con que miraban los godos la castidad y la fidelidad conyugal, nos lo demostraría la dureza de su sistema penal contra los delitos de adulterio, de incesto y otros análogos, y la severidad con que se prohibía a las viudas pasar a segundas nupcias hasta cumplido cierto plazo después de la muerte del primer marido. En estas como en otras muchas leyes del código visigodo se ve la feliz alianza del cristianismo con las costumbres puras que habían traído los pueblos bárbaros, convirtiéndose así la barbarie misma, por una singular y providencial combinación, en elemento de moralidad. La sola abolición de la monstruosa potestad paternal de las leyes romanas fue un progreso inmenso en el orden social.

La multitud de leyes destinadas a proteger la agricultura prueban la importancia que dieron los godos a la industria rural en sus dos ramos de cultivo y ganadería. Admirable es y curiosa además la minuciosidad con que se previenen todos los casos de daño o atentado contra la propiedad predial o pecuaria, y las penas que para cada caso se establecen. La extensión que tiene esta materia comparada con la relativa al comercio y las artes, manifiesta que el pueblo godo, según que fue perdiendo los instintos guerreros, se fue haciendo mucho más agricultor que comerciante ni artista{23}. De la distribución que hicieron de la propiedad hemos hablado ya en el capítulo cuarto. La condición de los colonos fue mucho más dulce bajo el dominio de los godos que lo había sido en el de los romanos. En la ley 20 del tít. IV, lib. V, hallamos ya el primer vestigio de vinculación que mencionan nuestras leyes. «El omne que es solariego non puede vender la heredad por ninguna manera; e si alguno la comprare, debe perder el precio, e quanto ende recibiere.» También si se quiere encontraremos en el código visigodo algo que se aproxime y parezca al feudalismo, pero de modo alguno el verdadero feudo, tal como se conocía en Alemania y en otras naciones formadas por los pueblos del Norte. Había hombres libres y pobres que se ponían bajo la protección de un rico o de un noble, el cual proveía a sus necesidades y los amparaba a condición de que le siguieran a la guerra. Pero el cliente podía abandonar a su patrono y buscar otro, siempre que volviese al primero lo que de él hubiera recibido. Era, más que feudo, una clientela en que se conservaba un resto de la libertad germánica y de la independencia ibera. No había ni la servidumbre ni las jerarquías feudales que constituyeron el sistema feudatario de otros países. Practicábanse los dos sistemas más ventajosos de cultivo, la enfiteusis y el arriendo. Si hubo aquí un germen de feudalismo, por lo menos no llegó a desarrollarse{24}.

De las leyes sobre el servicio de las armas, y de las que se hicieron contra los judíos, que llenan la última parte del código, hemos hablado ya en diferentes lugares de nuestra historia. Y si algo nos hemos detenido en la reseña de este memorable cuerpo legislativo, considerándole bajo el triple aspecto de lo eclesiástico, de lo político y de lo civil, es porque, como veremos en el curso de la historia, sirvió como de base y fundamento para la vida futura de España, y como de eslabón para unir la edad antigua con la edad media, y los concilios y las leyes fueron la más rica herencia que a su muerte dejó la España goda a la España de la restauración.

III. El desarrollo intelectual durante la monarquía goda no podía menos de participar de la índole y carácter del gobierno, y de la fisonomía severa y ascética de los hombres de aquella sociedad. No encontraremos en este período la bella y amena literatura de Grecia y Roma. No hallaremos ni ingeniosos dramas ni sublimes epopeyas, porque no había ni Homeros y Aristófanes, ni Virgilios y Plautos. Siendo la religión la base sobre que se organizaba la nueva sociedad, siendo los concilios y las leyes, como acabamos de ver, los elementos constitutivos del gobierno, siendo el clero el depositario de los conocimientos humanos en aquella época, la literatura tenía que ser circunspecta y grave como los hombres que a ella se dedicaban. La moral, la teología, la jurisprudencia, el derecho político, la filosofía, la historia, eran las ciencias en que empleaban su talento y su estudio. Cuando Chindasvinto envió al obispo Tajón a Roma, no le envió a buscar las obras poéticas de Horacio o de Lucano, sino las obras morales de San Gregorio el Grande, que comentó y amplificó después aquel ilustre prelado de Zaragoza. Casi todos los hombres de ciencia eran obispos o clérigos.

No faltó quien cultivara la historia desde el principio hasta el fin de la monarquía, desde Paulo Orosio que fue testigo de la transformación de España de romana en gótica, hasta Isidoro de Beja, que presenció su transformación de gótica en árabe. Orosio había tenido la gloria de conferenciar amistosamente con San Agustín en África y con San Gerónimo en Belén. Mas si la historia de Orosio no podía dejar de resentirse de la turbación y oscuridad de los tiempos, no podemos extrañar que fuesen aún más descarnadas e indigestas las del obispo Idacio y del abad Juan de Viclara, que sin embargo nos han sido tan útiles, y demos gracias de que hayan llegado hasta nosotros. El progreso que en este ramo llegó a alcanzarse lo muestra bien la Historia de los vándalos, suevos y godos, de Isidoro de Sevilla. Julián de Toledo escribió con extensión la de la expedición de Wamba contra Paulo; y no podemos menos de lamentar que se hubiese perdido la de la España bajo los godos, de Máximo. Utilísimas fueron también las vidas de los varones ilustres, así como otras obras que recogió y publicó a fines del siglo pasado el arzobispo Lorenzana de Toledo{25}.

Innecesario es decir que en una época en que tales concilios se celebraban como los de Toledo, Braga, Mérida, Tarragona y Zaragoza, habían de abundar los varones doctos en la sagrada escritura, y en las ciencias canónica y teológica, así como los escritores de filosofía moral, de ascética, de liturgia, y de toda clase de materias eclesiásticas. De ello fueron buen ejemplo Martín de Braga, Leandro e Isidoro de Sevilla, Ildefonso, Julián y Félix de Toledo, Braulio y Tajón de Zaragoza, Mausona de Mérida, Toribio y Dictino de Astorga, y otros muchos que nos fuera fácil citar. Con las escuelas de jóvenes educandos para la iglesia, con el célebre colegio establecido por San Isidoro en Sevilla, en que estudió San Ildefonso por espacio de doce años, adelantáronse los prelados de la iglesia gótica nueve siglos a la institución de seminarios decretada por el concilio de Trento. Y aunque los estudios serios y graves fueron más cultivados por los hispano-godos que la poesía, tampoco faltaron algunos poetas de regular mérito, tales como Draconcio, que bajo el título de Hexaëmeron cantó en versos heroicos los seis días de la creación; Orencio de Illiberis, que compuso un poema en hexámetros sobre los deberes de los cristianos; Eugenio III de Toledo, que empleó ya en sus poesías diversidad de metros, y mostró mucho ingenio, aunque poco gusto, y algunos otros. Consérvanse varios himnos sagrados de aquella época, que se acompañaban al órgano, según testimonio de San Isidoro.

Singulares, extravagantes y pobres eran las ideas que en aquel tiempo se tenían acerca de la medicina y de su práctica y ejercicio. Los médicos no podían sangrar ni medicinar a mujer libre o ingenua, como no fuese a presencia del padre, madre, hermano, hijo, abuelo o algún otro pariente{26}. Si la sangría enflaquecía al enfermo, el médico era condenado a ciento cincuenta sueldos de multa. Si el enfermo moría por consecuencia de una medicina mal aplicada, el médico era mirado como un asesino, y entregado a disposición de los parientes del difunto{27}. La recompensa no correspondía a la responsabilidad y a los riesgos de la profesión, y solo se les pagaba después de hecha la cura y restablecido el enfermo. Había, sin embargo, una ley, por la que los médicos, fuera del caso de homicidio, no podían ser presos o encarcelados{28}; acaso por no privar entretanto a los enfermos de su asistencia. La medicina, como las ciencias naturales, que tanto desarrollo tomaron en tiempo de los árabes, habían hecho ciertamente bien escasos progresos en el de los godos.

De intento nos hemos reservado hablar particularmente del genio portentoso de la España goda, del doctísimo varón que asombró con su erudición al mundo, que fue el luminar que alumbró aquellos siglos, y cuyos rayos han penetrado al través de las sucesiones de los tiempos hasta el presente. Hablamos del insigne San Isidoro de Sevilla, de quien se decía en aquel tiempo que el que hubiera estudiado a fondo sus obras podía jactarse de conocer todas las obras divinas y humanas. Expresión hiperbólica, pero fundada, puesto que el solo catálogo de sus obras da idea de la inmensidad de conocimientos que abarcaba aquel genio gigantesco, a quien el concilio octavo de Toledo de 653, llamó doctor excelente, la gloria de la iglesia católica, el hombre más sabio que se hubiese conocido para iluminar los últimos siglos, y cuyo nombre no debe pronunciarse sino con mucho respeto. Además de la Crónica, de la Historia y de las Vidas de los varones ilustres que antes hemos mencionado, escribió San Isidoro los Comentarios sobre la Sagrada Escritura, tres libros de Sentencias o de opiniones, dos libros de Oficios eclesiásticos, una regla para los monjes de la Bética, un libro De la naturaleza de las cosas, dos tratados de Gramática y de Controversia, diversos tratados de Moral, el libro de la Vida y muerte de los santos de uno y otro testamento, la Colección de antiguos cánones de la iglesia de España, y sobre todo la admirable obra de las Etimologías, sabia compilación en que reunió las nociones útiles de todo cuanto cuestionaba el mundo sabio en el siglo VII. Enciclopedia llama a esta obra un autor moderno. Y, en efecto, artes, ciencias, bellas letras, gramática, retórica, dialéctica, metafísica, política, geometría, aritmética, música, astronomía, física, historia natural, todo lo trata el sabio escritor en esta obra a la altura de los conocimientos a que en aquellos tiempos le era posible al hombre llegar. Hasta la arquitectura y la pintura, hasta la táctica militar, la náutica y el arte de construir buques, juegos, espectáculos, artes y oficios, los mares, la tierra, el cielo, todo está comprendido en aquel repertorio científico de conocimientos humanos. San Isidoro, pues, puede llamarse con razón el restaurador de las letras y de los estudios en España, y el sol que alumbró al período hispano-godo.

Aunque no estuviera muy generalizada la instrucción en la España goda, por lo menos no sucedía aquí lo que en Italia, donde se lamentaba a fines del siglo VII el papa Agathon de no hallar persona de suficiente instrucción que enviar de nuncio a Constantinopla{29} ni lo que en Francia, donde a fines del siglo VI se daban los órdenes sagrados a personas que no sabían leer{30}.

IV. Mas si de las letras pasamos a las bellas artes, no fueron ciertamente los visigodos de España los que en este ramo sobresalieron, como no sobresalieron tampoco en la industria fabril ni en el comercio. Eran demasiado teólogos para ser grandes fabricantes ni mercaderes. Habla, no obstante, por incidencia San Isidoro en sus Etimologías de algunas manufacturas de hilo, lana y seda, de vidrios de varios colores, y de artefactos de oro, plata y acero. Una ley del Fuero Juzgo demuestra que debía haber en España no pocos artistas y comerciantes extranjeros, puesto que les daba el derecho de ser juzgados por las leyes y jueces de su nación, en lo cual han querido algunos ver el principio o como la indicación de los consulados modernos{31}. Mas no estaban tan desprovistos los españoles de marina propia, principalmente desde el tiempo de Sisebuto, cuando se dirigió ya una expedición naval contra Narbona, y cuando Wamba logró derrotar con una armada española aquella flota sarracena de cerca de trescientos bajeles, siquiera les demos solo el nombre de barcas, pero que suponían una fuerza naval no despreciable para aquellos tiempos.

Nada hay más común, ni tampoco más infundado que denominar arquitectura gótica a cierto género y estilo arquitectónico, que no se conoció hasta el siglo XIII en España. Ni el sistema ojival que constituye el gusto gótico nació sino mucho después que los godos habían dejado de figurar en el mundo, ni los godos hicieron otra cosa en materia de arquitectura que acabar de corromper el gusto romano, harto degenerado ya en los últimos tiempos del imperio; por lo menos los visigodos de España, que los ostrogodos de Italia hicieron muchas y magníficas construcciones, en lo cual llevaron grandísima ventaja a los nuestros. Nómbranse solo tres ciudades fundadas en los tres siglos de dominación visigoda; Reccopolis y Victoriacum, erigidas por Leovigildo, y Oligitis por Suintila. Aunque construyeron los godos muchas iglesias, palacios y monasterios, se han conservado pocos monumentos propiamente góticos, y estos más sencillos que magníficos, de más fuerza que gracia, y de menos gusto que solidez. Subordinada la escultura a la arquitectura, no produjo el cincel gótico sino obras toscas y pesadas, y adornos desmañados{32}.

Resiéntense sus monedas de este mal gusto y de esta imperfección artística, notándose en ellas al propio tiempo incorrección de dibujo y falta de solidez. Ordinariamente representan en su anverso la cabeza y nombre del rey, y en su reverso el de la ciudad en que se acuñaron. Los reyes que batieron moneda fueron diez y ocho desde Liuva hasta Rodrigo, y muchas las ciudades en que se acuñaba, principalmente las metrópolis de provincia. Desde Recaredo casi siempre la cabeza de los reyes lleva las insignias reales introducidas por Leovigildo. Los caracteres de sus exergos son muchas veces ilegibles o de difícil interpretación, y se da a los monarcas los dictados de Inclitus, Justus, Pius, &c. Algunas representan en el anverso una Victoria toscamente delineada. La mayor parte eran de oro, y de plata o plata sobredorada: batiéronse pocas de cobre, en razón a las infinitas de este metal que se conservaban de los romanos. Las más usuales eran la libra, el sueldo, la semisa, la tremisa, la siliqua y el denario{33}.

Las inscripciones lapidarias se escribían en latín; y faltas de mérito como obras artísticas, no merecen gran consideración sino en cuanto pueden servir para confirmar o rectificar las fechas de las épocas o sucesos de la historia: su ortografía no muy exacta ni esmerada, y muchas veces confusa.

V. Hemos bosquejado el cuadro de la situación de España bajo la dominación de los visigodos: hemos trazado su marcha sucesiva en lo material y en lo moral y político: hemos descrito su organización religiosa y civil: hemos mostrado las relaciones que se fueron estableciendo entre los diversos poderes del estado, y el carácter y fisonomía de su constitución: hemos dado idea de su civilización en lo político, en lo literario, en lo artístico y en lo industrial. Nada más interesante para el filósofo, y en general para el lector que se propone sacar fruto de la lectura histórica, que conocer la situación en que se halla un pueblo cuando va a sufrir una transformación social, que es el caso en que se encuentra la España en la época a que llegamos, invadida por otro pueblo extraño que la va a dominar y a mudar enteramente su condición. España va a entrar en un nuevo período de su vida.

Al despedirnos del pueblo godo, podríamos repetir con el autor del discurso que precede al Fuero Juzgo: «Fue una grande época, un período interesante… el que corrió desde el siglo V hasta el VIII… Fue una gran nación la que venció a los romanos, rechazó a los hunos, sojuzgó a los suevos, y se estableció desde el Garona hasta las columnas de Calpe. Fueron una gran iglesia y una gran literatura las que tuvieron a su frente a Ildefonso y a Eugenio, a Leandro y a Isidoro. Y fue más grande aún, que todos estos elementos que le dieran vida, el célebre código que nació en esa sociedad, que ordenó esa monarquía, que caracterizó esa época, que fue redactado por esos literatos y esos obispos. Cuando faltas y yerros por una parte, cuando la ley de la naturaleza por otra, acabaron con el pueblo y con sus monarcas, con los próceres y con los sacerdotes, con el poder y con la ciencia de aquella edad, el código se eximió justamente de ese universal destino, y duró y quedó vivo en medio de las épocas siguientes, que no solo le acataron como monumento, sino que le observaron como regla y se humillaron ante su sabiduría.»

Nosotros, sin constituirnos en apologistas de los godos ni de su sistema de gobierno, cuyos defectos hemos apuntado, añadiremos, por último, que si hemos de juzgar de la civilización de un pueblo, no por el ostentoso aparato de los triunfos militares comprados a precio de sangre humana; no por el brillo exterior de pomposos espectáculos, que fascinan y corrompen a un tiempo; sino por su mayor moralidad, por el menor número de inútiles matanzas de hombres, por el mayor respeto a la humanidad, a la propiedad, a la libertad individual de sus semejantes, por la mayor suavidad de sus leyes y de sus castigos, por su mayor justicia y su mayor consideración a la dignidad del hombre, España debió grandes beneficios a un pueblo que modificó y alivió la dureza de la esclavitud, que abolió la bárbara costumbre de entregar los hombres a ser devorados por las fieras del circo, que hizo menos mortíferas las guerras, que economizó la pena de muerte, que consignó en sus leyes la libertad personal, y que le dio, en fin, una nacionalidad y un trono que no tenía. Bajo este concepto la civilización goda aventajó en mucho a la romana, como guiada aquella por el principio civilizador y humanitario del cristianismo. Así, al través de sus defectos de constitución, de las leyes bárbaras conservadas en su código, de los regicidios que mancharon el principio y el fin de su dominación, y de otros males de que no pretendemos eximir aquel período de tres siglos, incomparablemente menos terrible para España que lo fue para los pueblos de Europa, la sociedad siguió su marcha progresiva, aunque lenta, hacia su mejoramiento social. Ahora retrocederá otra vez, para encontrarse más avanzada al cabo de centenares de años, que tal es y tan pausado y por tantas contrariedades interrumpido el desarrollo de la vida de la humanidad.




{1} Párraf. V, pág. 55.

{2} Marina, Teoría de las Cortes. tom. I, cap. 2.

{3} Sempere y Guarinos, Hist. del Derecho, tom. I, cap. 13. Observaciones sobre los concilios toledanos.

{4} Formula qualiter concilium fiat, sive ordo de celebrando concilio. Al amanecer abrían los ostiarios una sola puerta de la catedral, por la cual permitían entrar solamente a los que habían de tomar parte en el sínodo. Primeramente se colocaban los metropolitanos, después los sufragáneos por el orden de antigüedad de su consagración. Sentados los obispos, se llamaba a los presbíteros, y luego a los diáconos necesarios para el servicio. Seguidamente entraban los señores de la corte que acompañaban al rey, y los que habían de hacer de secretarios de la asamblea. Cerrada la puerta, y colocados todos en el orden que el canon cuarto señalaba, después de un rato de silencio el arcediano decía en voz alta Oremus. Oraban todos de rodillas en voz baja, hasta que uno de los prelados más antiguos los interrumpía con una oración vocal, a que contestaban todos: Amén. El arcediano decía entonces: Surgite, fratres: levantáos. Sentados otra vez en su lugar respectivo, se leía la profesión de fe, símbolo del dogma católico, acordado en los cuatro primeros concilios ecuménicos. Cuando asistía el rey, dirigía a los prelados un corto discurso, y les entregaba una memoria, tomus regius, en que expresaba los asuntos en que pedía se ocupasen. El metropolitano presidente abría la discusión con otro discurso, en que los exhortaba a deliberar sin apasionamiento y con templanza y mesura. Nadie podía entrar ni salir hasta que se levantaba la sesión. Las puertas del templo permanecían cerradas durante los debates, los cuales versaban primeramente sobre los negocios eclesiásticos, y hasta que terminaban éstos no se deliberaba sobre los temporales o civiles.

{5} Conc. VIII. Tolet.

{6} Esta proporción consta, con la cortísima diferencia de algún guarismo (que suele consistir en contar algunos como obispos a los que estaban representados por vicarios) de la Colección canónica española, de Aguirre, de Flórez, de Ulloa y otros.

{7} Flórez, Esp. Sagr. tom. IV.

{8} Greg. Magn. Epist. VII ad Joannem defensorem.

{9} Véase Flórez, España Sagrada; Villodas, Análisis de antigüedades eclesiásticas, y otros.

{10} Carta y consulta de Eugenio II de Toledo a Isidoro de Sevilla, y la respuesta de éste. San Isidor. Opera.

{11} Juliani Liber Apologéticus, p. 77.– Felix Tolet. in Vita Juliani, p. 19.– Isid. Pacens. Chron.– Concil. Toletan. III.– S. Braulii. Epistolæ, ep. XXI.

{12} «En muchos siglos, dice Villodas, no estuvo en práctica en España acudir a Roma a solicitar dispensas. Estas se concedían por los obispos o concilios acerca de las traslaciones, colación de beneficios, impedimentos de matrimonio, &c. El papa Siricio en su carta a Eumerio Tarraconense decretó que los casados dos veces o con viudas fuesen irregulares y depuestos del clero, y con todo dispensó en esto el concilio toledano primero can. 3… El mismo papa en su carta a los obispos de España había prohibido bajo pena de deposición a todos los sacerdotes y diáconos usar de sus mujeres después de la ordenación, de modo que si lo hacían les estaba entredicha toda función eclesiástica. Sin embargo, los PP. del primer concilio de Toledo modificaron en parte la constitución de Siricio, y ordenaron en el primer canon que los sacerdotes y diáconos culpables de incontinencia no tuviesen otra pena que quedar privados de ascender a órdenes superiores… En una palabra no ofrece la historia de aquellos siglos ejemplo alguno que acredite se acudiese a Roma por dispensas, sin embargo de la costumbre contraria de las demás iglesias extranjeras.» Antigüedades eclesiásticas, pág. 225.

«Como los godos, dice a este propósito el obispo Sandoval, entraron desde la niñez de la iglesia a ser señores de España, y los pontífices no tenían fuerzas, contentábanse con lo que les querían dar, y con lo demás pasaban y disimulaban… Y con esta buena fe los reyes y santos que aquí se hallaban hacían sus decretos y ordenanzas dichas.» Sand. Chron. de Alonso VII, cap. 63.

{13} El mismo Gibbon, autor nada sospechoso en la materia, hace justicia a los prelados españoles. «Los obispos de España, dice, se respetaban a sí mismos, y eran respetados por el pueblo… y la regular disciplina de la iglesia introdujo la paz, el orden y la estabilidad en el gobierno del estado.»

{14} Cuantas noticias puedan apetecerse relativamente a la ordenación de este famoso código, así como a las opiniones que sobre ello habían emitido diferentes historiadores y jurisconsultos, se hallan en el erudito discurso del señor Lardizábal que precede a la edición española del Fuero Juzgo, hecha por la Academia en 1815, y en el del señor Pacheco que encabeza el primer tomo de los Códigos españoles concordados y anotados, edición de 1847.

{15} «E aquellas leyes mandamos que valan, las quales entendemos que fueron fechas antiguamente por derecho.» Ley 5. tit. I, lib. II.

{16} Lardizábal, Discurso citado.

{17} «Les lois des visigoths sont puériles, gauches, idiotes: elles n'atteignent point le but; pleines de rhétorique et vides de sens, frivoles dans le fond et gigantesques dans la forme.» Espr. des Lois, lib. XXVIII. chap. 1.

{18} Gibbon, Historia de la decadencia y destrucción del imperio romano.

{19} Guizot, Curso de Historia de la civilización europea.

{20} Romey, Hist. d' Espagne, tom. II, chap. 18.

{21} Conc. IV. Toletan.

{22} Lib. VI, tít. I, l. 8.

{23} Pueden verse los títulos III y IV del libro VIII que llevan por epígrafe: «De los dannos de los árboles, e de los huertos, e de las mieses, e de las otras cosas.– Del danno que face el ganado, o de las otras animalias.»

{24} Lib. V, tit. III.

{25} Sanctorum Patrum ecclesia Toletanæ quæ extant Opera, &c. Matriti, 1782.

{26} «Ningún físico non deve sangrar ni melecinar muger libre, si non estuviere hy su padre, o su madre delantre, o sus fijos, o sus hermanos, o sus tíos, o otros sus parientes, fueras ende si la dolor la acoitare mucho…» Lib. XI, tit. I.

{27} Ibid. l. 6.

{28} «Ningún omne non meta físico en cárcel, maguer que non seya conocido, fueras ende por omecillo.» Ibid. ley 8.

{29} Agath. Epistola ad Constantinum Pogonatum.

{30} Concil. Narbon. can. 11.

{31} Fuero Juzgo, lib. XI, tit. III, ley 2.

{32} Sobre esto puede verse a Ponz, Viaje de España, tom. I.

{33} La libra de oro hacía 72 sueldos.
El sueldo de oro, 24 siliquas.
La semisa era la mitad del sueldo.
La tremisa, la tercera parte del sueldo.
La siliqua, la vigésima cuarta parte.
La libra de plata se componía de 20 sueldos de plata.
El sueldo de plata, de 40 denarios de cobre.

Equivócase Mariana haciendo derivar los ducados modernos del tiempo de los godos, y atribuyendo a los duques el derecho de batir moneda en las provincias de su mando. Sobre monedas de los godos pueden consultarse, Flórez, Medallas; Velásquez, Conjeturas sobre las medallas de los godos; Masdeu, Colección preliminar de lápidas y medallas de los godos y árabes; Cantos Benítez, Escrutinio de monedas, donde se dan largas y minuciosas noticias acerca de las de los godos.