Parte segunda ❦ Edad media
Libro I
Capítulo I
Conquista de España por los árabes
De 711 a 713
La Arabia.– Su clima.– Vida, costumbres, religión de los primitivos árabes.– Nacimiento, educación y predicación de Mahoma.– El Korán.– La Meca; Medina; la Hegira.– Contrariedades y progresos del islamismo.– Muerte de Mahoma.– Sus discípulos y sucesores.– Abubekr.– Conquistas de los musulmanes.– La Siria, la Persia, el Egipto, el África.– Guerras con los berberiscos: son estos vencidos y se hacen mahometanos.– Muza, gobernador de África.– Pasan los árabes y moros a España.– Sucesos que siguieron a la batalla de Guadalete.– Venida de Muza.– Desavenencias entre Muza y Tarik.– Se posesionan de toda la península.– Teodomiro y Abdelaziz.– Capitulación de Orihuela.– Muza y Tarik son llamados por el califa a Damasco. Castigo de Muza.– Conducta de los primeros conquistadores y carácter de la conquista.
¿De dónde procedían estos nuevos conquistadores que invadieron nuestra España, y por qué encadenamiento de sucesos han venido esas gentes a plantar los pendones de una nueva religión en las cúpulas de los templos cristianos españoles? ¿Qué causa los movió a dejar los campos del Yemen, y quién fue ese hombre o ese genio prodigioso a quien invocan por profeta?
Hay allá en el Asia una vasta península que circundan el mar Rojo y el Océano Indico, entre la Persia, la Etiopía, la Siria y el Egipto: país en que se reúnen, más aún que en España, todos los climas; donde hay comarcas en que la lluvia del cielo está empapando los campos seis meses del año seguidos, y otras en que por años enteros suple a la falta de lluvia un ligerísimo rocío: heladas eminencias, y planicies abrasadas por un sol de fuego: vastísimos desiertos e inmensos arenales sin agua y sin vegetación, donde se tiene por dichoso el viajero que al cabo de algunas jornadas encuentra una palma a cuya sombra se guarece de los ardientes rayos de aquel sol esterilizador; si antes no ha perecido ahogado en un remolino de arena, o caído en manos de alguna tribu de beduinos, únicos que de aquellos inmensurables yermos han podido hacer una patria movible; y también risueñas campiñas, fertilísimos valles, frondosos y amenos bosques, verdes y abundosos prados, regados por mil arroyos de cristalinas aguas, donde estuvo, dicen, el Edén, el paraíso terrenal criado por Dios para cuna del primer hombre. Este país tan diversamente variado es la Arabia, que Tolomeo y los antiguos geógrafos dividieron en Desierta, Petrea y Feliz.
Preciábanse los árabes de descender de la tribu de Jectán, cuarto nieto de Sem, hijo de Noé, y también de Ismael, hijo de Abraham y de Agar, y de aquí los nombres de Agarenos y de Ismaelitas. Los habitantes del Yemen o Arabia Feliz, y de una parte del desierto, o labraban sus campos, o comerciaban con las Indias Orientales, la Persia, la Siria y la Abisinia. Pero los más hacían una vida nómada, vagando en grupos de familias con sus rebaños y plantando sus movibles tiendas allí donde encontraban agua y pastos para sus ganados. Teniendo que ser a un tiempo pastores y guerreros, ejercitábanse y se adiestraban desde jóvenes en el manejo de las armas y del caballo para defender su riqueza pecuaria. Especie de campeones rústicos, los fuertes hacían profesión de defender a los débiles, y montados en caballos ligeros como el viento protegían las familias y sostenían su agreste libertad y ruda independencia contra toda clase de enemigos. Así resistieron a los más poderosos reyes de Babilonia y de Asiria, del Egipto y de la Persia. Vencidos una vez por Alejandro, pronto bajo sus sucesores recobraron su independencia antigua. Aunque los romanos extendieron sus dominios hasta las regiones septentrionales de la Arabia, nunca fue esta una provincia de Roma. Defendida la Arabia Feliz por los abrasados arenales de la Desierta, cuando ejércitos extranjeros amenazaban su libertad como en tiempo de Augusto, aquellas tribus errantes aparejaban sus camellos, recogían sus tiendas, cegaban los pozos, se internaban en el desierto, y los invasores, hallándose sin agua y sin víveres, tenían que retroceder si no habían de sucumbir ahogados entre nubes de menuda y ardiente arena y sofocados por la sed sin poder dar alcance a aquellos ligeros y fugitivos hijos del desierto.
Así se defendió por miles de años esta nación belicosa, protegida por los desiertos y los mares, y como aislada del resto del mundo. Pero divididas entre sí sus mismas tribus, no se libertaron de sostener sangrientas guerras intestinas, de que fue principal teatro la Arabia Central, y cuyas hazañas suministraron materia a multitud de poesías y cantos nacionales, a que tanto se presta el genio de Oriente.
En los tiempos de su ignorancia, como ellos los llamaban después, aquellas tribus acampadas en las llanuras adoraban los astros que les servían de guía en el desierto. Cada tribu daba culto a una constelación, y cada estrella y cada planeta era objeto de una veneración particular. Mas desde los primeros tiempos del cristianismo la religión cristiana había hecho también prosélitos en la Arabia. Cuando los herejes fueron desterrados del imperio de Oriente, refugiáronse muchos en aquella península, especialmente monophisitas y nestorianos. Acogiéronse allí igualmente después de la destrucción de Jerusalén muchos judíos, y el último rey de la raza homeirita se había convertido al judaísmo, lo cual le costó perder la corona y la vida en una batalla. Con esto y con distinguirse los árabes, en árabes primitivos, árabes de la pura raza de Jectán, y árabes mixtos o descendientes de la posteridad de Ismael, hallábase el país dividido en una confusa multitud de sectas y de cultos, cuando nació Mahoma en la Meca, ciudad de un cantón de la Arabia Feliz, hacia el año 670 de Jesucristo.
Pertenecía la Meca a la tribu de los Coraixitas, que se suponían descendientes en línea recta de Ismael, hijo de Abraham. Gobernábanse por una especie de magistrados nombrados por ellos mismos, que eran al propio tiempo los sacerdotes y guardianes del templo de la Caabah, que decían construido por el mismo Abraham. A los dos años de su nacimiento quedó Mahoma huérfano de su padre Abdallah, el hombre más virtuoso de su tribu. A poco tiempo le siguió al sepulcro su esposa Amina, que dejó a Mahoma por toda herencia cinco camellos y una esclava etiopia. El huérfano fue confiado a una nodriza, hasta que le recogió su tío Abutaleb, que hizo con él veces de padre, y le dedicó al comercio, llevándole consigo a todos los mercados. Púsole después en clase de mancebo en casa de Cádija, viuda de un opulento mercader, que prendada del ingenio, de la gracia, de la elocuencia y del noble continente del joven, le ofreció su fortuna y su mano. Tenía entonces Mahoma 25 años, y la que se hizo su esposa 40, y a pesar de la diferencia de edad no quiso Mahoma, dicen los árabes, en todo el tiempo que vivió con ella usar de la ley que le permitía tener otras mujeres. Dueño ya de una inmensa fortuna, prosiguió algunos años dedicado a la vida mercantil, corriendo las ferias de Bostra, de Damasco, y de otros pueblos aún más lejanos, al frente de sus criados y sus camellos.
No era esta, sin embargo, la ocupación a que Mahoma se sentía llamado. Otros y más elevados eran sus pensamientos. Por espacio de quince años, al regreso de cada viaje, y después de reposar en los brazos de Cádija, retirábase a una gruta del monte Ara a entregarse a sus silenciosas meditaciones. Allí fue donde se le apareció (al decir suyo) una noche el ángel Gabriel con un libro en la mano: «Mahoma, le dijo, tú eres el apóstol de Dios, y yo soy Gabriel.» Su libro estaba hecho: Mahoma comenzaba su misión: de allí salió proclamándose el Profeta, el Enviado de Dios. «No hay más Dios que Dios, decía, y Mahoma es su Profeta.» He aquí su gran principio. Daba a su nueva religión el nombre de islamismo, consagración a Dios. Proponíase acabar con la anarquía religiosa que reinaba en la Arabia, y principalmente con la idolatría, que había llegado al mayor grado de desconcierto. En solo el templo de la Caabah se adoraba a más de trescientos ídolos, representados muchos de ellos en ridículas figuras de tigres, de perros, de culebras, de lagartos y de otros animales inmundos, a los cuales se sacrificaban hombres y niños, y bajo este concepto la religión de Mahoma que predicaba la unidad de Dios era un verdadero progreso.
Escaso fue no obstante el número de prosélitos que en los primeros años logró hacer Mahoma. Fueron estos su mujer Cádija, Alí, a quien dio en matrimonio a Fátima su hija, Abubekr, con cuya hija se casó él cuando murió Cádija, Omar, Zaid y algunos otros. Cuando ya contó con adeptos entusiastas que le ayudaran en la obra de su misión, comenzó a hacer lectura pública de su libro, Korán, o Al-Korán, que significa la lectura. Mas aunque tenía ya su libro acabado, ni le leía ni le revelaba todo de una vez, sino por páginas sueltas y gradualmente según las escribía y entregaba el ángel Gabriel, recitando en las plazas públicas con aire y voz de hombre inspirado los versos más maravillosos de su Corán, los más a propósito para herir las ardientes imaginaciones orientales, aquellos en que prometía a los buenos y justos la posesión de un paraíso de delicias, de una mansión de deleites, embalsamada de suavísimos aromas y perfumes, donde descansarían en los purísimos senos de hermosísimas huríes que los embriagarían de placer. Pero al paso que con tan seductora doctrina halagaba la sensualidad de aquellas gentes y ganaba secuaces, excitaba más los celos de los Coraixitas, sacerdotes del templo de la Meca, que no podían consentir una predicación que daba al traste con su influjo y sus riquezas. Conjuráronse contra tan peligroso innovador, y pusiéronse de acuerdo para asesinarle una noche. Fue avisado de ello Mahoma, y burló a los conspiradores fugándose con su discípulo y amigo Abubekr, con el cual llegó felizmente a Yatreb, llamada desde entonces Medinath-at-Nabi, ciudad del Profeta, y después por excelencia Medina (la ciudad). Esta huida memorable fue la que sirvió de cómputo para la cronología de los árabes. Llámanla hegira, que significa huida{1}.
Tenía entonces Mahoma 54 años, y era el décimo cuarto de su apostolado. Contaba en Medina con partidarios numerosos, y la antigua rivalidad entre Medina y la Meca favoreció los designios del gran reformador. Uniéronsele allí muchas familias principales, y los emires o jefes de las más poderosas tribus. La espada de Dios vino luego en ayuda del Profeta, como decían sus sectarios, y en pocos años logró señalados triunfos contra sus perseguidores los Coraixitas, contra los incrédulos, los idólatras y los judíos. Fuerte y poderoso, púsose a la cabeza de sus fieles, que le siguieron entusiasmados, y acometió la Meca; rindió a los Coraixitas, se apoderó de la ciudad, abatió los ídolos del templo, le purificó y consagró al verdadero culto que él decía. Mahoma fue proclamado sobre la colina de Al-Safah primer jefe y soberano pontífice de los islamitas. Rendida la Meca, todas las tribus de la Arabia se agruparon en derredor de sus estandartes, todas las kabilas se fueron inclinando ante el Corán, y la Persia y la Siria se veían amenazadas del proselitismo. Volvió Mahoma a Medina, y entonces fue cuando dispuso la famosa peregrinación a la Meca. Ochenta mil peregrinos le siguieron en aquella célebre expedición: él ejecutó escrupulosamente todas las ceremonias del Corán: dio siete vueltas alrededor del templo de Caabah, besó el ángulo de la misteriosa piedra negra, inmoló sesenta y tres víctimas, tantas como eran los años de su edad, y se rasuró la cabeza: Khaled recogió sus cabellos, a los cuales atribuyó sus victorias posteriores. Hecho todo esto, regresó a Medina, y ya se disponía a llevar la guerra santa a la Siria y la Persia, cuando le arrebató la muerte hallándose en la casa de su amada Aiesha{2}.
¿Quién había de sospechar entonces que la naciente religión de Mahoma había de propagarse por la mitad del globo, y que había de venir no tardando a aclimatarse en la España cristiana por espacio de ocho siglos? Veamos cómo se verificó tan grande e impensado suceso.
Muerto Mahoma sin sucesión, fue nombrado jefe de los creyentes su discípulo Abubekr, el cual levantó el pendón de la guerra en Medina, dispuesto a propagar con las armas la fe del Profeta por todas las naciones. Los moradores de las ciudades y los pastores de las praderas del Yemen y del Hejiaz, todos acudieron entusiasmados, y vióse en poco tiempo la ciudad de Medina inundada de una muchedumbre inmensa de voluntarios, desarmados, descalzos y medio desnudos, de flacos y denegridos rostros, pero llenos de fe y de entusiasmo, pidiendo lanzas y cimitarras con que seguir al Califa{3} y ayudarle en su santa empresa. Abubekr convirtió aquel entusiasmo en un verdadero vértigo o frenesí, prometiendo a aquellos hombres la posesión del paraíso en premio de la muerte que recibieran en el campo de batalla peleando por la santa causa de Dios y del Profeta. «Habitaréis, les dijo, oh creyentes, anchos y fresquísimos vergeles, plantados en un suelo de plata y perlas, y variados con colinas de ámbar y esmeralda. El trono del Altísimo cobija aquella mansión de delicias, en la cual seréis amigos de los ángeles y conversaréis con el Profeta mismo. El aire que allí se respira es una especie de bálsamo formado con el aroma del arrayan, del jazmín y del azahar, y con la esencia de otras flores. Frutas blancas y de jugo delicioso penden de los árboles, cuyas hojas y ramas son una labor de menuda filigrana. Las aguas murmuran entre márgenes de metal bruñido.... Allí está la tuba, o el árbol de la felicidad, que plantado en los jardines del Profeta, extiende una de sus ramas hacia la mansión de cada musulmán, cargado de sabrosas frutas que vienen a tocar los labios de los que las apetecen. Cada uno de los creyentes será dueño de alcázares de oro, y poseerá en ellos tiernas doncellas de ojos negros y rasgados y tez alabastrina: sus miradas más agradables que el iris, no se fijarán sino en vosotros: aquellas huríes nunca se marchitarán, y serán tales sus encantos, tan aromático su aliento y tan dulce el fuego de sus labios, que si Dios permitiera que apareciese la menos hermosa en la región de las estrellas durante la noche, su resplandor, más agradable que el de la aurora, inundaría al mundo entero. El menor de los creyentes tendrá una morada aparte, con setenta y dos mujeres y ochenta mil servidores.... Su oído será regalado con el canto de Israfil, que entre todas las criaturas de Dios es el que tiene la voz más dulce; y campanas de plata pendientes de los árboles, movidas por la suave brisa que saldrá del trono de Allah, entonarán con una melodía divina las alabanzas del Señor. La cimitarra es la llave del paraíso: una noche de centinela es más provechosa que la oración de dos meses: el que perezca en el campo de batalla será elevado al cielo en alas de los ángeles; la sangre que derramen sus venas se convertirá en púrpura, y el olor que exhalen sus heridas se difundirá como el del almizcle. Pero ¡ay del incrédulo que vacile, que no abrigue en su pecho la verdadera fe, y que desmaye por miedo a los peligros y a las fatigas! No hay palabras para deciros los martirios que sufrirá por los siglos de los siglos en las hogueras del infierno. Marchad a proclamar por el mundo: No hay Dios sino Dios, y Mahoma es su profeta{4}.»
¿Cómo con tan vivas y halagüeñas imágenes no habían de foguearse los ánimos ya exaltados de aquellos hijos del desierto y las vivas imaginaciones de aquellos fanáticos, ya de por sí propensas a dejarse arrastrar de lo maravilloso? ¿Qué no acometerían aquellos pobres y desnudos soldados de la fe a trueque de ganar el paraíso? ¿Qué peligros no arrostrarían, qué brechas no asaltarían, qué temor podría infundirles la muerte, cuando en pos de ella les esperaba una mansión de tantas delicias, una embriaguez de bienaventuranza?
Después de esto el califa dio el mando general de las tropas que habían de ir a conquistar la Siria a Yezid ben Abi Sofian: hizo una corta oración a Dios para que auxiliase a los suyos, y dirigiéndose a Yezid, escuchando todos con el más profundo silencio: «Yezid, le dijo en alta y sonora voz, a tus cuidados confío la ejecución de esta santa guerra: a tí te encomiendo el mando y dirección de nuestro ejército: ni le tiranices ni le trates con dureza ni altivez: mira que todos son musulmanes: no olvides que te acompañan caudillos prudentes y bravos; consúltales cuando se ofrezca; no presumas demasiado de tu opinión, aprovecha sus consejos, y cuida de obrar siempre sin precipitación, sin temeridad, con reflexión y prudencia; sé justo con todos, porque el que no ama la equidad y la justicia, no prosperará.»
En seguida, dirigiéndose a las tropas, les habló de esta suerte: «Cuando encontréis a vuestros enemigos en las batallas, portaos como buenos musulmanes, y mostraos dignos descendientes de Ismael: en el orden y disposición de los ejércitos y en las lides, seguid vuestros estandartes, seguid a vuestros jefes y obedecedles. Jamás cedáis ni volváis la espalda al enemigo; acordaos que combatís por la causa de Dios; no os muevan otros viles deseos; así no temáis jamás arrojaros a la pelea, y no os asuste el número de vuestros adversarios. Si Dios os da la victoria, no abuséis de ella, ni tiñáis vuestras espadas con la sangre de los rendidos, de los niños, de las mujeres y de los débiles ancianos. En las invasiones y correrías por tierras enemigas, no destruyáis los árboles, ni cortéis las palmeras, ni abatáis los vergeles, ni asoléis sus campos ni sus casas; tomad de ellos y de sus ganados lo que os haga falta. No destruyáis nada sin necesidad, ocupad las ciudades y las fortalezas, y arrasad aquellas que puedan servir de asilo a vuestros enemigos. Tratad con piedad a los abatidos y humildes; Dios usará de la misma misericordia para con vosotros. Oprimid a los soberbios, a los rebeldes, y a los que sean traidores a vuestras condiciones y convenios. No empleéis ni doblez ni falsía en vuestros tratos con los enemigos, y sed siempre para con ellos fieles, leales y nobles; cumplid religiosamente vuestras palabras y vuestras promesas. No turbéis el reposo de los monjes y solitarios, y no destruyáis sus moradas; pero tratad con un rigor a muerte a los enemigos que con las armas en la mano resistan a las condiciones que nosotros les impongamos{5}.»
Después de estas arengas, en que se revela el genio muslímico, y el carácter a la vez pontifical, militar y político de los califas, que desde la Meca y Medina dirigían las conquistas y los ejércitos, ordenó Abubekr que la mitad de sus tropas marchase a la Siria, y la otra mitad al mando de Khaled ben Walid hacia los confines de la Persia. ¿Quién será capaz de detener estos torrentes, que se creen impulsados por la mano de Dios, ni qué imperio podrá resistir al soplo del huracán del desierto? Las ciudades de la Siria se rinden a la impetuosidad de los ejércitos musulmanes: Bostra, Tadmor, Damasco, dan entrada a los sectarios y a los estandartes del Profeta. Si alguno recibe la muerte, su jefe le señala el camino del paraíso, y una sonrisa de anticipada felicidad acompaña su último suspiro. Khaled, el más intrépido de los jinetes árabes, llamado la Espada de Dios, lleva delante de sí el terror, y no encuentra quien resista el impulso de su brazo. La Persia sucumbe a la energía religiosa de los hijos de Ismael. Abubekr muere, y le sucede Omar. Bajo Omar el torrente se dirige hacia el Egipto; la enseña muslímica tremola en los muros de Alejandría y de Menfis; los árabes del desierto reposan a la sombra de las pirámides. Pero estos soldados misioneros no pueden detenerse: un soplo que parece venir de Dios los empuja, los hace arrastrar tras sí a sus jefes más bien que ser regidos por ellos: el verdadero jefe que los manda es el fanatismo; es Dios, dicen ellos, el que da impulso a nuestros brazos, y el que afila el corte de nuestras espadas; es el Profeta el que nos lleva por la mano a la victoria; si morimos, gozaremos más pronto de Dios y del paraíso, hablaremos con el Profeta, y nos acariciarán las huríes que no envejecen nunca. ¿Quién puede vencer a un ejército que pelea con esta fe?
Del Egipto el torrente se desborda de nuevo. ¿Qué dique podrá oponerle el África, devastada por los vándalos, sometida por Belisario, y arruinada y empobrecida por la tiranía de los emperadores griegos? Desde las llanuras de Egipto hasta Ceuta y Tánger, desde el Nilo hasta el Atlántico, había una línea de poblaciones, poderosas y florecientes en otro tiempo, yermas y pobres ahora. Berenice, la ciudad de las Hespérides; Cirene, la antigua rival de Cartago; Cartago, la ciudad de Aníbal y de Escipión; Utica e Hipona, las ciudades de Catón y de San Agustín; todas las poblaciones de las dos Mauritanias, teatro sucesivo de las conquistas de los cartagineses, de los romanos, de los vándalos, de los godos y de los griegos, se someten a las armas de ese pueblo nuevo, poco antes o desconocido o despreciado. Solo los moros agrestes, aquellas hordas salvajes que, o bien aparentaban ganados en las llanuras siendo el azote de los aduares agrícolas, o bien vivían entre sierras y breñas disputando sus pieles a las fieras de los bosques, fueron los que opusieron a los árabes invasores una resistencia ruda y porfiada. Pero la política, la astucia y la perseverancia de los agarenos triunfaron al fin de todos los esfuerzos de los berberiscos. En medio del desierto y a unas treinta leguas de Cartago fundaron la ciudad de Cairwan, que unos suponen poblada por Okbah y otros por Merwam. El intrépido caudillo Okbah, después de haber penetrado por el desierto en que se levantaron más adelante Fez y Marruecos, cuéntase que detenido por la barrera del Océano, hizo entrar su caballo hasta el pecho en las aguas del mar, y exclamó: «¡Allah! ¡Oh Dios! ¡Si la profundidad de estos mares no me contuviese, yo iría hasta el fin del mundo a predicar la unidad de tu santo nombre y las sagradas doctrinas del Islam!»
A principios del octavo siglo fue encargado Muza ben Nosseir, el futuro conquistador de España, de la reducción completa de Al-Magreb, o tierra de Occidente, que así llamaban entonces los árabes al África entera por su posición relativamente a la Arabia. Muza llenó cumplidamente su misión, y el undécimo califa de Damasco, Al Walid, le dio el título de walí con el gobierno supremo de toda el África Septentrional{6}. Muza logró con la persuasión y la dulzura mitigar la ruda fiereza de los moros; y las tribus mazamudas, zanhegas, ketamas, howaras y otras de las más antiguas y poderosas de aquellas comarcas, fueron convirtiéndose al islamismo y abrazando la ley del Corán. Llegaron los árabes a persuadirlos de la identidad de su origen, y los moros se hicieron musulmanes como sus conquistadores, llegando a formar como un solo pueblo bajo el nombre común de sarracenos{7}.
En tal estado se hallaban las cosas en África en 711, cuando ocurrieron en España los sucesos que en el capítulo octavo de nuestro libro IV dejamos referidos. Estaba demasiado inmediata la tempestad y soplaba el huracán demasiado cerca, para que pudiera libertarse de sufrir su azote nuestra península. Los desmanes de Rodrigo, las discordias de los hispano-godos, y la traición de Julián, fueron sobrados incentivos para que Muza, jefe de un pueblo belicoso, ardiente, victorioso, lleno de entusiasmo y de fe, resolviera la conquista de España. De aquí la expedición de Tarik, y la tristemente famosa batalla de Guadalete que conocemos ya, y en la cual suspendimos nuestra narración, para dar mejor a conocer el pueblo que concluía y el pueblo que venía a reemplazarle.
La fama del vencedor de Guadalete corría por África de boca en boca. Picóle a Muza la envidia de las glorias de su lugarteniente, y temiendo que acabara de eclipsar la suya, resolvió él mismo pasar a España. Por eso al comunicar al califa el triunfo del Guadalete calló el nombre del vencedor, como si quisiera atribuirse a sí mismo el mérito de tan venturosa jornada, y dio orden a Tarik para que suspendiera todo movimiento hasta que llegara él con refuerzos, a fin de que no se malograra lo que hasta entonces se había ganado. Comprendió el sagaz moro toda la significación de tan intempestivo mandato, mas no queriendo aparecer desobediente reunió consejo de oficiales, y les informó de la orden del walí, manifestando que se sometería a la deliberación que el consejo adoptase. Todos unánimemente opinaron por proseguir y acelerar la conquista, aprovechando el terror que se había apoderado de los godos, y no dando lugar a que pudieran reponerse de la sorpresa, y Tarik aparentó ceder a una deliberación que ya esperaba y que él mismo había buscado. Ordenó, pues, sus haces para la campaña; hizo alarde de sus huestes; nombró caudillos, otorgó premios, y arengó a sus soldados, recomendándoles, según costumbre de los musulmanes, que no ofendiesen a los pueblos y vecinos pacíficos y desarmados, que respetaran los ritos y costumbres de los vencidos, y que solo hostilizasen a los enemigos armados{8}.
Con esto dividió su ejército en tres cuerpos: el primero bajo la dirección de Mugueiz el Rumi fue enviado a Córdoba; el segundo al mando de Zaide ben Kesadi recibió orden de marchar a Málaga; y el tercero guiado por él mismo partió al interior del reino por Jaén a Tolaitola, que así llamaban ellos la ciudad de Toledo.
Muza por su parte, resuelto a venir a España, organizó sus tropas, en número de diez mil caballos y ocho mil infantes, arregló las cosas de África, dejó en ella de gobernador a su hijo Abdelaziz, y trayendo consigo a otros dos hijos menores, Abdelola y Meruan, con algunos jóvenes coraixitas, y varios árabes ilustres, pasó el estrecho y desembarcó en Algeciras en la luna de Regeb del año 93 (712). Allí supo con indignación y despecho que Tarik, desobedeciendo sus órdenes, proseguía la conquista. Desde entonces concibió el proyecto de perderle tan pronto como hallase oportuna ocasión.
Entretanto la primera hueste de Tarik al mando de Zaide tomó a Écija, no sin resistencia; le impuso un tributo, encomendó la guarnición de la plaza a los judíos, dejando también algunos árabes; se posesionó después, sin dificultad, de Málaga y Elvira, armó también a los judíos, procuró inspirar confianza a los pueblos, y marchó a incorporarse en Jaén con la división de Tarik. El segundo cuerpo regido por Mugueiz el Rumi (el romano), acampó delante de Córdoba, e intimó la rendición bajo condiciones no muy duras. Los godos que defendían la ciudad negáronse a admitirlas. Entonces informado Mugueiz por un pastor de la poca gente de armas que la ciudad encerraba, y también de que el muro tenía un punto de fácil acceso por la parte del río, dispuso en una noche tempestuosa y de lluvia pasar el río a la cabeza de mil jinetes que llevaban a la grupa otros tantos peones. El pastor que les servía de guía los condujo sin ser sentidos al lugar flaco de la muralla. Las ramas de una enorme higuera que al pie de ella crecía sirvieron a un árabe para escalarla, y el turbante desplegado de Mugueiz sirvió a otros para subir a lo alto del muro. Cuando ya hubo sobre el adarbe el número suficiente, degollaron los centinelas, abrieron la puerta inmediata, y entraron todos los sarracenos en la ciudad derramando en ella el terror con sus gritos y alaridos. El gobernador y unos cuatrocientos hombres se refugiaron en un templo bastante fortificado, donde se defendieron por algunos días obstinadamente, hasta que Mugueiz mandó aplicarle fuego, y perecieron todos, quedándole al templo el nombre de iglesia de la Hoguera. Dueño el Rumi de la plaza, tomó rehenes a su arbitrio, confió una parte de su guarnición a los israelitas, dejó el gobierno de la ciudad a los más principales de ella, y partió con su ejército a correr la comarca, llenando de asombro el país con su maravillosa actividad y rápidos movimientos.
Mientras Mugueiz se enseñoreaba de Córdoba, los dos ejércitos reunidos de Tarik y Zaide avanzaban hacia Toledo. Pronto estuvieron delante de la corte de los visigodos, porque la noticia del suceso de Guadalete, la fama del valor y ligereza de la caballería árabe, y hasta la vista de los turbantes muslímicos, todo había difundido el pavor en las poblaciones, los nobles y el clero huían despavoridos, las reliquias de los soldados godos andaban dispersas, y las familias abandonaban sus hogares a la aproximación de los invasores. Lo mismo había sucedido en Toledo. Aunque la posición de la ciudad la hacía a propósito para la defensa, fuese terror, flaqueza, falta de provisiones, escasez de guarnición, o todo junto, los toledanos pidieron capitulación. Tarik recibió a los parlamentarios con firmeza y bondad, y concertóse la rendición, a condición de entregar todas las armas y caballos que hubiese en la ciudad, que los que quisiesen abandonarla podrían hacerlo dejando todos sus bienes, que los que quedaran serían respetados en sus personas e intereses, sujetos solo a un moderado tributo, con el libre ejercicio y goce de su religión y de sus templos, más sin poder edificar otros nuevos sin permiso del gobierno, ni hacer procesiones públicas, y por último que se regirían por sus propias leyes y jueces, pero que no impedirían ni castigarían a los que quisiesen hacerse musulmanes. Con estas condiciones se abrió a Tarik la ciudad de Toledo; eran casi las mismas que imponían a todas las ciudades.
El caudillo moro se hospedó en el suntuoso palacio de los monarcas visigodos, donde halló, dicen, muchos tesoros y preciosidades, entre ellos veinte y cinco coronas de oro guarnecidas de jacintos y otras piedras preciosas y raras, porque veinte y cinco, dicen estos autores, eran los reyes godos que había habido en España, y era costumbre que cada uno a su muerte dejara depositada una corona en que escribía su nombre, su edad y los años que había reinado{9}. Veamos lo que hacía entretanto Muza.
Determinado Muza a continuar la conquista de España por las partes en que no hubiera estado Tarik, tomó guías fieles (que dicen las historias arábigas que nunca le engañaron), y recorrió el condado de Niebla apoderándose de varias ciudades, y mientras algunos cuerpos de caballería berberisca discurrían por las vecinas comarcas, detúvose él delante de Sevilla, cuya ciudad capituló después de un mes de resistencia. Muza entró en ella triunfante, tomó rehenes, y encomendando la custodia de la ciudad al caudillo Isa ben Abdila, pasó a Lusitania, donde tampoco halló resistencia de consideración, y vino a acampar delante de Mérida. A la vista de esta ciudad dicen los historiadores árabes que se sorprendió el viejo musulmán de su grandiosidad y magnificencia y exclamó: «¡Dichoso el que pudiera hacerse dueño de tan soberbia ciudad!» Desde luego reconoció Muza la dificultad de reducirla, y confirmóle en ello la altiva respuesta que recibió a su primera intimación. Tanto que desesperanzado de rendirla con las fuerzas que acaudillaba, mandó a su hijo Abdelaziz que de África viniese en su ayuda con cuanta gente de armas allegar pudiera. Cada día se empeñaba un combate entre sitiadores y sitiados: los mejores oficiales árabes iban pereciendo: Muza discurrió lograr por medio de un ardid lo que por la fuerza veía serle imposible. Escondió de noche gran parte de su gente en una caverna. A la alborada de la mañana siguiente presentóse Muza como de costumbre a atacar la ciudad; los cristianos salieron a rechazarlos; los árabes fingieron retirarse dejándose perseguir hasta la celada, y creyendo los cristianos aquella huida obra de su bravura y esfuerzo, llegaron hasta más allá de la gruta, salieron entonces los emboscados, y se trabó una reñida y brava pelea que duró muchas horas; acometidos los cristianos de frente y de espalda, después de pelear valerosamente y vender caras sus vidas, fueron la mayor parte degollados. Pronto vengaron el ultraje, pues a pocos días, habiéndose apoderado los árabes de una de las torres de la ciudad, asaltáronla los españoles tan denodadamente, que ni uno solo de los musulmanes que la defendían quedó vivo. Llamaron desde entonces los árabes a aquella torre la torre de los Mártires.
Pero he aquí que a este tiempo llega el joven Abdelaziz de África con siete mil caballos y cinco mil ballesteros berberíes. Viendo los meridanos acrecentado el campo de los árabes con tan poderoso refuerzo, escasos ya de guarnición y de provisiones, determinaron pedir capitulación. El viejo walí recibió a los mensajeros en su tienda, y acordó con ellos las bases del convenio. Muza acostumbraba a teñir su blanca barba, lo que dio ocasión a que en el segundo recibimiento que hizo al siguiente día a los diputados de Mérida, se sorprendieran estos de hallarle como rejuvenecido. Duras fueron las condiciones que les impuso Muza: la entrega de todas las armas y caballos, de los bienes de los que se habían huido, de los que se retirasen de la ciudad, de los muertos en la celada, las alhajas y riquezas de los templos, la mitad de las iglesias para convertirlas en mezquitas, y por rehenes las más ilustres familias que se habían refugiado allí después de la batalla de Jerez, entre las cuales se hallaba la reina Egilona, viuda de Rodrigo. Muza hizo su entrada triunfal en Mérida el 11 de julio de 712, el día de Alfitra, o de la Pascua que termina el Ramadán{10}.
Tarik desde Toledo hizo una excursión por los pueblos de lo que hoy forma el territorio de las dos Castillas, de donde, noticioso de que Muza se encaminaba desde Mérida a la antigua corte de los godos, regresó a Toledo cargado de ricos despojos, entre ellos la célebre y preciosa mesa llamada de Salomón, guarnecida de jacintos y esmeraldas{11}. Desde allí salió a recibirle a Talavera (Medina Talbera); y conociendo las desfavorables disposiciones que para con él traería, llevó consigo algunas preciosas joyas que ofrecer a Muza, con las cuales esperaba templar su enojo. Tan luego como el vencedor de Guadalete vio al anciano walí, apeóse respetuosamente de su caballo. La entrevista fue fría y severa.– «¿Por qué no has obedecido mis órdenes? le preguntó Muza con altivez. Porque así lo acordó el consejo de guerra, le respondió Tarik, a fin de no dar tiempo a los enemigos para reponerse de su primera derrota, y porque así creí servir mejor la causa del Islam.» Y presentóle las alhajas que llevaba, y que el codicioso Muza aceptó. Pasaron luego juntos a Toledo. Allí en presencia de todos los caudillos preguntó Muza a Tarik dónde estaba la preciosa mesa verde de Suleiman. Presentósela el africano, pero falta de un pie, que de intento le había hecho quitar, ya veremos con qué singular previsión, diciendo no obstante que en tal estado había sido hallada. El término de estas conferencias fue la destitución de Tarik en nombre del califa, nombrando en su lugar a Mugueiz el Rumi, el cual tuvo la generosa valentía de constituirse en defensor del exonerado caudillo, pero sin poder evitar el que fuese reducido a prisión. Estas reyertas de los dos jefes dejaron hondas huellas de división entre las dos razas de árabes y africanos, como en el discurso de la historia habremos de ver.
En este tiempo, el joven Abdelaziz, que de orden de su padre había ido a Sevilla a sosegar un motín popular que contra la guarnición musulmana había estallado, pacificado que hubo la ciudad, salió hacia la costa del Mediterráneo, defendida por el cristiano Teodomiro (llamado por los árabes Tadmir), el mismo que había intentado rechazar la primera invasión de los árabes, y que después había hecho proezas en la batalla de Guadalete. Retirado allí con las reliquias del destrozado ejército godo, había sido proclamado rey de aquella tierra. Llevaba Abdelaziz a sus órdenes varios jóvenes entusiastas de las más nobles familias árabes, entre ellos Otman, Edris y Abulcacin. Noticioso Teodomiro de la aproximación de Abdelaziz, apostóse con su gente en los desfiladeros de Cazlona y Segura, con ánimo de hostilizar al enemigo desde aquellas asperezas, sin exponer sus mal pertrechados soldados al rudo empuje de los lanceros árabes. Pero Abdelaziz combinó tan diestramente sus movimientos, que obligó a los españoles a replegarse a la provincia de Murcia. Persiguiéronlos los escuadrones musulmanes hasta las áridas campiñas de Lorca, donde los lancearon y acuchillaron. Teodomiro se encerró con muy pocos en Orihuela, a cuyas puertas se presentó en seguida Abdelaziz. Grande fue la sorpresa de este al ver las murallas coronadas de muchedumbre de guerreros. Preparábase no obstante a dar el asalto, cuando vio salir de la ciudad un gallardo mancebo, que dirigiéndose a él, solicitaba hablarle en nombre del caudillo godo. El árabe le admite en su tienda, y escucha con la mayor cortesanía las proposiciones de paz del caballero cristiano, y en esta célebre entrevista se ajusta un convenio que original nos ha conservado la historia, y que es uno de los documentos más curiosos de esta época. He aquí su contexto.
«En el nombre de Dios, clemente y misericordioso: rescripto de Abdelaziz, hijo de Muza para Tadmir ben Gobdos (Teodomiro hijo de los Godos): séale otorgada la paz, y sea para él una estipulación y un pacto de Dios y de su Profeta, a saber: que no se le hará guerra ni a él ni a los suyos: que no se le desposeerá ni alejará de su reino: que los fieles (así se nombraban a sí mismos los árabes), no matarán, ni cautivarán, ni separarán de los cristianos sus hijos ni sus mujeres, ni les harán violencia en lo que toca a su ley (su religión); que no serán incendiados sus templos; sin otras obligaciones de su parte que las aquí estipuladas. Entiéndase que Teodomiro ejercerá pacíficamente su poder en las siete ciudades siguientes: Auriola (Orihuela), Balentila (Valencia), Lecant (Alicante), Mula, Biscaret, Aspis y Lurcat (Lorca): que él no tomará las nuestras, ni auxiliará ni dará asilo a nuestros enemigos, ni nos ocultará sus proyectos: que él y los suyos pagarán un dinhar o aureo por cabeza cada año, cuatro medidas de trigo, cuatro de cebada, cuatro de mosto, cuatro de vinagre, cuatro de miel y cuatro de aceite: los siervos o pecheros pagarán la mitad.– Fecho el 4 de redjeb del año 94 de la hégira (abril de 713). Signaron el presente rescripto Otman ben Abi Abdah, Habib ben Abi Obeida, Edris ben Maicera, y Abulcacin el Mozeli.»
Concluido el tratado, y manifestando Abdelaziz deseos de conocer a Teodomiro, el caballero cristiano se descubrió al joven árabe; era él, el mismo Teodomiro en persona. Sorprendió a los árabes tan impensado descubrimiento, celebráronlo mucho, y diéronle un banquete, en que comieron los dos caudillos juntos como si hubieran sido amigos toda la vida. Al día siguiente entraron Abdelaziz y Otman en Orihuela con la gente más vistosamente ataviada, y preguntando a Teodomiro dónde estaban aquellos tantos guerreros que el día anterior coronaban los muros de la ciudad, tuvieron que admirar una nueva estratagema y ardid del caudillo cristiano. Aquellos soldados, pertrechados de cascos y lanzas, que habían visto sobre los muros, eran mujeres que Teodomiro había hecho vestir de guerreros; sus cabellos los habían dispuesto de manera que imitaran la larga barba de los godos. Aplaudieron los árabes la ingeniosa ocurrencia, riéronse de su mismo engaño, y todo contribuyó a que se entablara una especie de confraternidad entre Teodomiro y el hijo de Muza{12}.
Pacificada toda la tierra de Murcia y Valencia, Abdelaziz retrocedió a las comarcas de Sierra Segura, descendió a Baza, ocupó a Guadix y a Jaén, tomó a Granada (Garnathat), colonia judía y arrabal de la antigua Illiberis (Elvira), entró en Antequera, y prosiguió a Málaga, sin hallar resistencia, y dejando en las ciudades judíos y árabes de guarnición.
A este tiempo recibió Muza órdenes del Califa, preceptuándole devolver a Tarik el mando de las tropas que tan gloriosamente había conducido, diciéndole que no inutilizase una de las mejores espadas del Islam. Muza obedeció, aunque bien a pesar suyo, pero con gran contento de los muslimes. Fingió no obstante una reconciliación sincera, y concertóse que Tarik con sus tropas marchase al Oriente de España, mientras él con las suyas se dirigía a reducir las regiones del Norte. Tarik recorrió el Sur y el Este de Toledo, la Mancha, la Alcarria, Cuenca, y descendió a las vegas y campos del Ebro hasta Tortosa. Muza tomó hacia Salamanca y Astorga, que se le rindieron sin resistencia, y volviendo y remontando el curso del Duero, haciendo después una conversión hacia el Ebro, vino a incorporarse con el ejército de Tarik, que sitiaba ya a Zaragoza (Medina Saracusta). Obstinada resistencia había encontrado Tarik en Zaragoza, pero la llegada de Muza, coincidiendo con el apuro de víveres de la plaza, desalentó a los sitiados, y fue causa de que se propusiese su entrega bajo las condiciones ordinarias. Muza, valiéndose de la ocasión y dejándose llevar de la codicia, impuso a los habitantes de Zaragoza una contribución extraordinaria de guerra, para cuya satisfacción tuvieron que vender sus alhajas y las joyas de los templos. Muza tomó en rehenes la más escogida juventud, y dejando el gobierno de la ciudad a Hanax ben Abdala, que luego edificó allí una suntuosa mezquita, prosiguió sometiendo el Aragón y Cataluña. Huesca, Lérida, Barcelona, Gerona, Ampurias, todas fueron reducidas a la obediencia del Islam. De allí volvió y enderezóse a Galicia por Astorga, entró en la Lusitania, y en todas partes fue recogiendo riquezas que no partía con nadie.
Tarik por el contrario, siguiendo otra ruta, y encaminándose por Tortosa a Murviedro, Valencia, Játiva y Denia hasta los límites del pequeño reino de Teodomiro, observaba también muy opuesto comportamiento. Trataba a los pueblos con dulzura, partía con sus soldados los despojos de la guerra, y con mucha escrupulosidad reservaba el quinto de todo el botín para para el califa. Comunicaba a éste directamente sus operaciones sin entenderse con Muza. Este por su parte no perdía ocasión de desacreditar a su rival para con el califa, ponderándole su espíritu de insubordinación y sus prodigalidades.
Estos enconos de parte de los dos conquistadores fueron causa de que el Califa de Damasco escribiera a ambos mandándolos comparecer a su presencia, dejando el gobierno de España encomendado a personas de confianza. Tarik obedeció al momento: Muza lo hizo con más repugnancia, mas al fin después de haber nombrado a su hijo Abdelaziz walí o gobernador en jefe de España, partió con los despojos de sus felices expediciones, con la famosa mesa verde, y con inmensa cantidad de oro y pedrería. Pasó el estrecho, atravesó el Magreb, primer teatro de sus campañas y de sus glorias. En su comitiva iban cuatrocientos jóvenes de las familias godas más ilustres, que tomó para que sirvieran de ostentación a su marcha triunfal, y con este aparato fue costeando el litoral de África. Tarik había llegado antes que él a Damasco, y expuesto ante el Califa sencillamente y con lealtad su conducta. Cuando llegó Muza, Walid se hallaba gravemente enfermo; Suleiman, su hermano, designado para sucederle, hizo comparecer a los dos rivales. La historia de esta entrevista es de un género enteramente oriental. Muza creyó adquirir gran mérito a los ojos del Califa presentándole la célebre mesa de oro y esmeraldas. «Emir de los creyentes, dijo entonces Tarik, esa mesa soy yo quien la ha encontrado.– He sido yo, replicó Muza, este hombre es un impostor.– Preguntadle, repuso Tarik, qué se ha hecho el pie que falta a la mesa.– Estaba así cuando se encontró, respondió Muza.– Emir de los fieles, exclamó Tarik, ahora juzgarás de la veracidad de Muza.» Y sacando el pie de la mesa que llevaba escondido, le presentó al Califa, el cual quedó convencido de que era Muza el verdadero calumniador. Y como ya deseaba tomar severa satisfacción de su conducta, le castigó teniéndole un día entero expuesto a un sol abrasador, haciéndole azotar y condenándole a una multa de cien mil mitcales, que Rasis y Ebn Kalkan hacen subir a doscientos mil. Así pagó el conquistador de África y de España la envidia y rencor con que había perseguido a Tarik.
Quedó, pues, sometida la España a las armas sarracenas. Rápida, breve, veloz fue la conquista. Lo que costó a los poderosos romanos siglos enteros de porfiada lucha, lo hicieron los árabes en menos de dos años. Diestros, políticos, activos, valerosos y entendidos capitanes eran los jefes de la conquista. El estupor se había apoderado de los españoles después del desastre de Guadalete, y no les dieron tiempo para recobrarse. El principio religioso, único que hubiera podido realentar los abatidos ánimos, tuvieron los conquistadores la política de aparentar por lo menos que le respetaban, dejando a los vencidos el libre ejercicio de su culto. Sin perjuicio de juzgar más adelante la conducta de estos primeros invasores, obsérvase desde luego que no fue ni tan ruda, ni tan cruel, ni tan bárbara como nos la pintaron nuestros antiguos cronistas, impresionados por las calamidades inherentes a tan brusca invasión, y como guiados por ellos la han representado después otros historiadores. A ser auténticas, como no se duda ya, las capitulaciones de Córdoba, de Toledo, de Mérida, de Orihuela, y aun la de Zaragoza, revélase en ellas más la política de un proselitismo religioso que el afán de exterminio, y algunas de sus condiciones fueron más humanitarias de lo que podía esperarse de un pueblo invasor que ocupaba por conquista un país donde hallaba diferente religión y distintos hábitos y costumbres: creemos que en este punto no puede compararse la conducta de los árabes a la de los romanos y godos; si bien se comprende también que a nadie tanto como a los conquistadores convenía, pocos como eran, no exasperar a una nación grande y vasta, que aunque amilanada entonces, hubiera podido en un arranque de cólera serles terrible{13}.
Veamos cómo se condujeron los que sucedieron a Tarik y a Muza en el gobierno de España{14}.
{1} La hegira comienza en el primer día de moharren, primer mes del año árabe, que corresponde al 16 de julio de 622 de J. C. Aunque la fuga de Mahoma se verificó el 8 de rabie primera de este año, y su llegada a Medina fue el 16 del mismo mes, los árabes comenzaron a contar su era desde el primer día del año en que tuvo lugar la huida, no del día mismo en que se realizó. Para buscar la relación entre los años árabes y los cristianos, hay que comparar los dos calendarios, comenzando a contar el primero de los árabes por el 16 de julio de 622 de Cristo, teniendo presente que el año arábigo no es solar como el cristiano, sino lunar de 354 días, 8 horas y minutos, y que la diferencia de diez u once días en un año, viene a ser considerable a la vuelta de un siglo, puesto que 97 años solares equivalen casi a 100 lunares. Estas diferencias, no bien conocidas de nuestros antiguos cronistas, dieron ocasión a muchas equivocaciones cronológicas, que han ido desapareciendo desde que se fijaron con la posible exactitud las correspondencias. Hoy tenemos ya tablas bastante minuciosas y exactas.
La huida de Mahoma de la Meca su patria, es una buena confirmación del proverbio del Evangelio: Nemo es propheta in patria sua: Nadie es profeta en su patria.
{2} Los árabes en su fanatismo religioso han llenado de relaciones maravillosas y hasta de anécdotas absurdas toda la vida de Mahoma. Según ellos, a su nacimiento se derramó por el horizonte un resplandor inusitado: el lago de Sawa se secó de repente, y el fuego sagrado de los persas, conservado mil años hacía, se apagó por sí mismo. Cuando Abraham e Israel edificaron el templo de la Meca, un ángel les llevó un jacinto blanco, que con el tiempo se petrificó: un día le tocó con su mano una mujer adúltera, y la piedra mudó de color y se hizo negra. Tocóle a Mahoma enterrar en el templo esta piedra misteriosa, signo de la nueva religión que iba a fundar. Las apariciones del ángel Gabriel fueron frecuentes: él fue quien le enseñó a leer y escribir, el que le infundió la ciencia y le nombró apóstol de Dios, el que le inspiró el Corán. Un día, durmiendo Mahoma en el monte Merva, el ángel Gabriel le despertó con un soplo. A su lado estaba el cuadrúpedo gris Elborak, cuyo galope era más vivo que el relámpago. El ángel echó a volar, y Mahoma le siguió en la famosa yegua. Llegaron a Jerusalén, donde Mahoma halló a Abraham, a Moisés y a Jesús; los saludó, los llamó sus hermanos, y oró con ellos. Desde allí se remontaron ambos viajeros a los cielos: setenta mil ángeles estaban entonando alabanzas a Dios, el cual ordenó a Mahoma las oraciones que había de hacer cada día; de cincuenta que le prescribió diarias, fue rebajando a ruegos de Mahoma hasta cinco, que son las que manda el Corán. Después de haber recibido las órdenes de Dios, volvió Mahoma a montar en su veloz yegua Elborak, y regresó a la tierra. Por este orden se contaban de él mil ridículas visiones y maravillas.
A pesar del entusiasmo que el impostor supo inspirar a sus adeptos, hubo ocasiones en que sus escándalos estuvieron a punto de hacerle perder toda su autoridad. La ley de su mismo Corán no permitía a los musulmanes tener más de cuatro mujeres. Mahoma, luego que murió su primera esposa Cádija, pasando por encima de su propia ley, tuvo doce a un tiempo, y se jactaba de ello. Hizo más; llevó a su lecho a Zainab, estando casada con Zaid, lo cual produjo entre los árabes gravísimo escándalo. «Dios (decía) ha dado a los hombres dos cosas buenas, los perfumes y las mujeres.» A pesar de todo, tuvo astucia y maña para acallar todas las murmuraciones, y logró que la misma Zainab fuese reconocida y saludada por mujer legítima del Profeta. La mayor prueba del ascendiente y prestigio que Mahoma alcanzó sobre los árabes, fue haber conseguido hacerlos renunciar al uso del vino.
Cuando examinemos el Corán, juzgaremos del mérito de Mahoma como legislador, y como reformador religioso.
{3} Vicario.
{4} En el Corán se hallan estas y otras descripciones de las bellezas y encantos del paraíso, tan propias para halagar el sensualismo oriental, especialmente en las suras o capítulos 18, 25, 28, 38 y 56.
{5} Conde, Historia de la Dominación de los árabes en España, part. I, cap. 3. A ser ciertas estas arengas, probarían verdaderamente una ilustración y un espíritu de humanidad y de templanza, que sería de desear en muchos caudillos militares de los pueblos civilizados y de los siglos modernos. Por lo menos descubren no poca política de parte de aquellos conquistadores.
{6} Los califas sucesores de Mahoma hasta la conquista de España fueron, Abubekr, Oman, Othman y Ali, que residieron en la Meca y Medina desde 632 hasta 660. Hacia el fin del reinado de Alí, Moaviah ben Abi Sofian, de la casa de Ommiyah, wali de Siria, con pretexto de vengar la muerte de Othman, le disputó el poder, y se siguió una guerra civil. A la muerte de Alí le sucedió su hijo Hassan en el Hejiaz, pero Moaviah tomó el título de califa de Damasco, y fue el origen de los Ommiadas que después habían de fundar un imperio en España. Siguieronle Yezid I, Moaviah II, Merwan, Abdelmelek y Walid, sexto de los Ommiadas, en cuyo califato fue conquistada España.
{7} Derivan algunos el nombre de sarracenos de Sara, una de las mujeres de Abraham, lo cual se opone a la genealogía que se dan ellos mismos. Otros de Sharac, que significa oriental, que puede ser más probable, y otros también de Sahara, gran desierto, que no deja de ser verosímil.
{8} Conde, Dominación, &c., part. I, cap. 44.– Ahmed Almakari, lib. IV, cap 1.– Al Kattib, y Ben Hazil, en Casiri, tom. II.
{9} Isidor. Pacens. Chron.– Roder. Tolet. de Reb. Hisp.– Conde, cap. 12.– Al Makari, lib. IV. En cuanto a haberse hallado en el palacio de Toledo algunas coronas, pudo muy bien suceder; pero no es tan verosímil que fuesen veinte y cinco, puesto que desde Leovigildo, primer rey godo de quien se sabe que usara corona, hasta Rodrigo, apenas pueden contarse diez y siete reyes.
{10} Conde, cap. 13.– Lucas Tud. Chron.
{11} Don Rodrigo de Toledo se extiende en muchos pormenores acerca de esta famosa mesa: supónese que fue hallada en Medinaceli, aunque no todos convienen en ello: otros creen que fue en la antigua Complutum: Dunhan lo califica de cuento árabe; el historiador inglés propende a hacer casi siempre la misma calificación de todo suceso que tenga algo de extraño o de dramático.
{12} Isid. Pac. Chron. 38.– Roder. Tolet. de Reb. Hisp.– Conde, cap. 15.
{13} Después de leer las crónicas cristianas y árabes, nos quedamos sin saber con certeza qué fue del conde Julián, del obispo Oppas y de los demás parientes de Witiza, o causadores o cómplices de la pérdida de España. Los unos suponen al conde Julián alentando a Tarik en el consejo de oficiales a que se apresurara a apoderarse de Toledo, los otros le hacen servir de guía a Muza desde su desembarco y en casi toda la expedición: otros, y son los más, guardan profundo silencio. El Pacense dice que Muza condenó a muerte a varios nobles de Toledo por causa de Oppas que se había fugado de la ciudad: per Oppam... a Toleto fugam arripientem: lo cual probaría que los árabes no habían correspondido muy bien con los mismos que los invitaron o auxiliaron en la empresa de la conquista. De todos modos la suerte de la familia de Witiza ha quedado envuelta en bastante misterio.
{14} Fuera largo enumerar las inexactitudes que cometió Mariana, privado de muchos documentos posteriores, en los capítulos que destina a la narración de estos sucesos. Su mismo ilustrador, el docto Sabau y Blanco, nota ya bastantes; y al llegar al cap. 25 del libro VI dice: «Los cronicones antiguos no hablan nada de lo que refiere Mariana en este capítulo, ni sabemos de dónde tomó estas noticias.» Hay errores evidentes de fechas, de nombres y de hechos.