Filosofía en español 
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Parte segunda Edad media

Libro I

Capítulo III
Pelayo. Covadonga. Alfonso
De 711 a 756

Los cristianos en Asturias.– Pelayo.– Combate de Covadonga.– Triunfo glorioso.– Formación de un reino cristiano en Asturias y principio de la independencia española.– Reinado de Pelayo.– Su muerte.– Idem de su hijo Favila.– Elevación de Alfonso I.– Estado de la España musulmana al advenimiento de Alfonso.– Sus guerras en la Galia con Carlos Martell.– Rebeliones y triunfos de los berberiscos en África.– Escisiones entre las razas muslímicas de España.– Atrevidas excursiones y gloriosas conquistas de Alfonso el Católico.— Terror de los árabes.– Nueva irrupción de africanos.– Designación de comarcas para el asiento de cada tribu.– Renuévanse con furor las guerras civiles entre las razas musulmanas.– Fraccionamiento de provincias.– Anárquica situación de la España sarracena.
 

¿Era toda la España sarracena? ¿Obedecía toda a la ley de Mahoma? ¿Era en todas partes el Dios de los cristianos tributario del Dios del Islam? ¿Habían desaparecido todos los restos de la sociedad goda? ¿Había muerto la España como nación? No: aún vivía, aunque desvalida y pobre, en un estrecho rincón de este poco ha tan vasto y poderoso reino, como un desgraciado a quien han asaltado su casa y robado su hacienda, dejando solo un triste y oscuro albergue, en que los salteadores con la algazara de recoger su presa no llegaron a reparar.

Desde la catástrofe del Guadalete y al paso que los invasores avanzaban por el interior de la Península, multitud de cristianos, sobrecogidos de pavor y temerosos de caer bajo el yugo de los conquistadores, buscaron su salvación y trataron de ganar un asilo en las asperezas de los montes y al abrigo de los riscos de las regiones septentrionales, llevándose consigo toda su riqueza mobiliaria, las alhajas de sus templos y los objetos más preciosos de su culto. Obispos, sacerdotes, monjes, labradores, artesanos y guerreros, hombres, mujeres y niños, huían despavoridos a las fragosidades de las sierras en busca de un valladar que los pusiera al amparo del devastador torrente. Los unos ganaron la Septimania, los otros se cobijaron entre las breñas y sinuosidades de la gran cadena de los Pirineos, de la Cantabria, de Galicia y de Asturias. Esta última comarca, situada a una extremidad de la Península, se hizo como el foco y principal receptáculo de los fugitivos. País cortado en todas direcciones por inaccesibles y escarpadas rocas, hondos valles, espesos bosques y estrechas gargantas y desfiladeros, una de las postreras regiones del mundo en que lograron penetrar las águilas romanas, no muy dócil al dominio de los godos, contra el cual apenas cesó de protestar por espacio de tres siglos, parecioles a aquellas asustadas gentes el más a propósito para guarecerse con menos probabilidad de ser hostilizados, y para atrincherarse y defenderse en el caso de ser acometidos. Diéronles benévola acogida los rústicos e independientes moradores de aquellas montañas: y allí vivían naturales y refugiados, si no contentos, resignados al menos con su estrechez y sus privaciones, prefiriéndolas al goce de sus haciendas a trueque de no verse sujetos a los enemigos de su patria y de su fe. La fe y la patria eran las que los habían congregado allí. En el corazón de aquellos riscos y entre un puñado de españoles y godos, restos de la monarquía hispano-goda confundidos ya en el infortunio bajo la sola denominación de españoles y cristianos, nació el pensamiento grande, glorioso, salvador, temerario entonces, de recobrar la nacionalidad perdida, de enarbolar el pendón de la fe, y a la santa voz de religión y de patria sacudir el yugo de las armas sarracenas.

Los mahometanos por su parte habíanse cuidado poco de la conquista de un país que sobre ser de difícil acceso debió parecerles miserable y pobre en cotejo de las fértiles y risueñas campiñas de Mediodía y Oriente de que acababan de posesionarse, mucho más no sospechando lo que se ocultaba dentro de aquellas montuosas guaridas. Parece, no obstante, que bajo el gobierno del cuarto wali Ayub llegaron algunos destacamentos enemigos a la parte llana de Asturias, y que hallándola desierta, por haberse retirado sus moradores a lo más fragoso de sus bosques y breñas, se apoderaron fácilmente de las aldeas y puertos de la costa. Dejaron por gobernador en Gegio o Gigio (hoy Gijón) a un jefe que nuestras crónicas nombran Munuza, y que fue sin duda el Othman ben Abu Neza de que hemos hablado en el anterior capítulo.

Faltábales a los cristianos allí guarecidos un caudillo de tan grandes prendas como se necesitaba para que los guiara en tan grande y atrevida empresa como la que habían meditado. La providencia les deparó un noble godo nombrado Pelayo, hijo de Favila, antiguo duque de Cantabria, y de la sangre real de Rodrigo. Había sido Pelayo conde de los espatarios o sea de la guardia del último monarca; había peleado heroicamente en la batalla de Guadalete, y la fama de sus proezas, y la gallardía de su persona, y la nobleza de su alcurnia, todo contribuyó a que los asturianos se agruparan en derredor suyo y le aclamaran unánimemente por jefe y capitán de aquella improvisada milicia religiosa, de aquella grey de fervorosos cristianos, más provistos de entusiasmo y de fe que de armas y materiales medios para la defensa. Pelayo aceptó, a fuer de hombre religioso y de varón esforzado y amante de su patria, el difícil y honroso cargo que se le confiaba, y diose principio a la obra derramándose aquellas gentes por las comarcas vecinas de Cangas de Onís, llamada entonces Cánicas.

Llegó la noticia del levantamiento de los astures a oídos del walí El Horr, al tiempo que éste se disponía a penetrar con sus huestes en la Galia Gótica, y no dando grande importancia al movimiento de Asturias, encargó a su lugarteniente Alkamah la empresa de sujetar los asturianos. Partió, pues, Alkamah con un cuerpo de ejército respetable, si bien es de sospechar que hayan exagerado su cifra los primeros cronistas españoles. A la aproximación de la hueste sarracena no creyendo Pelayo conveniente esperarle en Cangas, se retiró con todo el pueblo hacia el monte Auseva. Las mujeres, viejos y niños buscaron lo más fragoso de las breñas para cobijarse, mientras los hombres de armas se situaban en las alturas y colinas desde donde mejor pudieran ofender a los enemigos que se atrevieran a penetrar por aquellos desfiladeros.

A la extremidad de un estrecho y sombrío valle al Oriente de Cangas, que torciendo un poco hacia Occidente forma una cuenca limitada por tres cerros, se levanta una enorme roca de ciento veinte y ocho pies de elevación, en cuyo centro hay una abertura natural que constituye una caverna o gruta, entonces como ahora llamada por los naturales la cueva de Covadonga. Allí se retiró Pelayo con cuantos soldados podían caber en aquel agreste recinto, colocando el resto de sus gentes en las alturas y bosques que cierran y estrechan el valle regado por el río Deva, y allí esperó con serenidad al enemigo, contando más con la protección del cielo que con sus fuerzas. Noticioso Alkamah de la retirada de Pelayo, orgulloso y confiado hizo avanzar su ejército encajonado por aquella cañada, no pudiendo presentar sino un frente igual al que oponían los refugiados en la cueva, quedando sus inmensos flancos expuestos a los ataques de los que en las colinas laterales se hallaban emboscados. Entonces comenzó aquel ataque famoso, cuya celebridad durará tanto como dure la memoria de los hombres. Las flechas que los árabes arrojaban solían rebotar en la roca y herir de rechazo a los infieles, mezcladas con las que desde la gruta lanzaban los cristianos. Al propio tiempo los que se hallaban apostados entre las breñas hacían rodar a lo hondo del valle enormes peñascos y troncos de árboles que aplastaban bajo su peso a los agarenos y les causaban horrible destrozo. Apoderose el desaliento de los musulmanes, tanto como crecía el ánimo de los cristianos, a quienes vigorizaba la fe y alentaba la idea de que Dios peleaba por ellos.

Cuando Alkamah vio sucumbir a su compañero Suleiman, intentó ganar la falda del monte Auseva y ordenó la retirada. Embarazábanse unos a otros en aquellas angosturas. Levantose en esto una tempestad que vino a aumentar el espanto y el terror en los que iban ya de vencida. El estampido de los truenos, cuyo eco retumbaba con fragor por montes y riscos, la lluvia que se desgajaba a torrentes, las peñas y troncos que de todos lados sobre los árabes caían, el movedizo suelo que con la lluvia se aplastaba y hundía bajo los pies de los que habían logrado ganar alguna pendiente, y que caían resbalados por aquellos senderos sobre los que se rebullían confusos en el valle, y que perecían ahogados en las desbordadas aguas del Deva, todo contribuyó a hacer creer que hasta los montes se desplomaban sobre los soldados de Mahoma. Horrible fue la mortandad: hay quien afirma no haber quedado un solo musulmán que pudiera contar el desastre: de todos modos el triunfo cristiano fue glorioso y completo; por mucho tiempo cuando las crecientes del río descarnaban las faldas de las colinas, se descubrían los huesos y armaduras de los soldados sarracenos. En medio de la vega de Cangas una capilla con la advocación de la Santa Cruz muestra todavía el sitio en que se atrevió ya Pelayo a atacar en campo raso a sus diezmados enemigos. Aconteció este famoso suceso en el año 99 de la hégira, 718 de Jesucristo{1}.

Admiremos aquí los altos designios del que rige los pueblos y tiene en su mano los destinos de las naciones. El inmenso poder de aquellos godos, a cuyo pujante brazo no había podido resistir el coloso de Roma, de aquellos godos vencedores de cien pueblos, dominadores de España, de África y de la Galia, viose reducido a un puñado de montañeses guarecidos en un rincón de esta Península, dentro de una cueva, capitaneados por un caudillo, en cuyas venas corría mezclada y confundida la sangre goda y la sangre española. Y del corazón de aquella gruta había de salir un poder nuevo, que había de luchar con otro pueblo gigante, y había de ser el fundador de un estado que con el tiempo había de dominar dos mundos. Pelayo cobijado en la caverna de Covadonga, seméjasenos a la semilla desprendida de un árbol viejo cortado por el hacha del leñador, que encarcelada dentro del hueso ha de romperle, brotar, desarrollarse, crecer, fructificar y formar con el tiempo un árbol más lozano, robusto y vigoroso que el que le había engendrado, y cuyas ramas se han de extender por todo el universo.

Aunque el memorable triunfo de Covadonga se esplique, como lo hemos visto, por sus causas naturales, preciso es no obstante reconocer en aquel conjunto de extraordinarias y portentosas circunstancias algo que parece exceder los límites de lo natural y humano. En pocas ocasiones ha podido ser más manifiesta para el hombre de creencias religiosas la protección del cielo. Por lo mismo no nos maravilla que los escritores de una edad de tanta fe lo dieran todo al milagro y a la mediación de la Virgen María, cuya imagen había llevado consigo Pelayo a la cueva. Las historias árabes refieren también el suceso con asombro, no disimulan haber sido horrible la matanza, y hacen justicia al valor y a la audacia de Belay el Rumi (Pelayo el Romano), como ellas le nombran{2}. El gobernador de Gegio, Munuza, sabedor de la derrota de los suyos y de la muerte de Alkamah, no se contempló seguro en Asturias, y retirose hacia la España Oriental. Algunas crónicas cristianas afirman haber sido alcanzado y muerto en la vega de Ovalle por el héroe mismo de Covadonga; acaso pudo creerse así entonces: mas este relato le contradicen los posteriores hechos de Munuza que en el precedente capítulo dejamos referidos. Quedó no obstante con esto todo el territorio de Asturias comprendido entre los montes y el mar, libre de soldados sarracenos.

En el entusiasmo de la victoria, los asturianos apellidaron rey a Pelayo: principio de una nueva monarquía, de la monarquía española; porque la religión y el infortunio han identificado a godos y romano-hispanos, y no forman ya sino un solo pueblo; y Pelayo, godo y español, es el caudillo que une la antigua monarquía goda que acabó en Guadalete con la nueva monarquía española que comienza en Covadonga. A la salida de esta célebre cueva hay un campo llamado todavía de Repelayo (síncope sin duda de Rey Pelayo), donde es fama tradicional que se hizo la proclamación levantándole sobre el pavés; y nada más natural que este acto de recompensa de parte de aquellas gentes hacia el valeroso caudillo que las había conducido a la victoria, en el primer sitio en que pudo hacer alto el ejército vencedor. A una legua junto al pueblo de Soto se halla el Campo de la Jura, donde hasta el siglo presente iban los jueces del concejo de Cangas a tomar posesión de la vara de la justicia. Respetables y tiernas prácticas tradicionales de los pueblos, que recuerdan con emoción la humilde y gloriosa cuna en que nació el legítimo principio de la autoridad.

O no conocieron los árabes toda la importancia de su desastre de Asturias, o entretenidos a la otra parte de los Pirineos en la empresa de posesionarse de la Septimania gótica, descuidaron reparar el contratiempo de Covadonga, o no tuvieron tropas que destinar a ello. Es lo cierto que una paz que parecía providencial proporcionó a Pelayo tiempo y quietud para poder dedicarse a la organización de su pequeño estado. La fama de su triunfo fue atrayendo a aquel primer asilo de la libertad a los cristianos de las vecinas comarcas, que abandonando sus hogares y haciendas acudían ansiosos de aspirar el aire de la independencia y de vivir entre aquellos esforzados montañeses, que tenían la misma fe y hablaban la misma lengua que ellos. A medida que la población iba creciendo, y que la seguridad infundía aliento a los moradores de las montañas, iban descendiendo de las breñas y bosques a los valles y a los llanos. La necesidad y la conveniencia les prescribía ocuparse en desmontar terrenos incultos, en laborear los campos, en apacentar sus ganados, en edificar templos y casas, en ensanchar el recinto de sus pequeñas aldeas, y en aplicar cada cual su industria para irlas fortaleciendo; entre ellas debió ser una de las que recibieron más agregaciones la corta villa de Cangas, destinada a ser la capital de aquel diminuto reino. Natural era también, aunque las crónicas no lo digan, que Pelayo se consagrara en aquel período de paz a ejercitar a sus soldados en el manejo de las armas, y a dar a su pueblo una organización a la vez militar y civil, como lo es siempre la de los pueblos nacientes que conquistan su existencia por la guerra y tienen que sostenerla con la espada. No nos hablan las historias de nuevas batallas que tuviera que dar Pelayo. No hostilizado por los enemigos, fue por su parte muy prudente en no aventurarse a excursiones que hubieran podido ser peligrosas, y contento con haber formado el núcleo de la nueva monarquía, dedicado a consolidarla y robustecerla, reinó diez y nueve años, al cabo de los cuales murió pacíficamente en Cangas (737 de J. C.). Los restos mortales del ilustre restaurador de la independencia española fueron sepultados en Santa Eulalia de Abamia (antes Velamia), a una legua de Covadonga, junto con los de su mujer Gaudiosa{3}.

Mientras esto pasaba en Asturias, habían acontecido en los últimos años del reinado de Pelayo sucesos importantes en la España musulmana. La derrota de los sarracenos en Poitiers, acaecida en 732, había realentado a los cristianos de una y otra vertiente del Pirineo Occidental, que alzados en armas se dispusieron a resistir a los árabes al abrigo de sus montañas. En reemplazo del desgraciado Abderrahman muerto en la batalla de Poitiers, fue nombrado emir de España el anciano Abdelmelek ben Cotan, que bajo una cabellera emblanquecida por los años, conservaba el vigoroso corazón de un joven. Habiendo hallado sus tropas abatidas bajo el golpe del hacha de Carlos Martell, las reanimó diciendo: «La guerra es la escala del paraíso: el enviado de Dios se gloriaba de ser el hijo de la espada, y reposaba en el campo de batalla a la sombra de los estandartes ganados al enemigo. Los triunfos, las derrotas y la muerte, todo está en manos del Todopoderoso, que exalta hoy a los que había humillado ayer.» Animados con esta arenga los guerreros árabes, dirigíanse con su anciano jefe a la Aquitania, ansiosos de vengar su anterior desastre y la sangre de Abderrahman; mas al atravesar los desfiladeros de la Vasconia, encontraron a aquellos rudos montañeses preparados a atajarles el paso, y cayendo bruscamente sobre los musulmanes los obligaron a retroceder con gran pérdida y a replegarse sobre el Ebro. Segundo ejemplo que encontramos de resistencia de parte de los naturales de España a las armas sarracenas, todo en la cadena de los Pirineos (734). Costole a Abdelmelek ser depuesto por el walí de África, a quien preguntaba ya el Califa en qué consistía que saliesen tan desgraciadas todas sus empresas contra los hombres de Afranc{4}.

El desastre de Abdelmelek infundió nuevo desaliento en las tribus de España, y el gobierno de Damasco nombró emir de esta tierra a Ocba ben Alhegag, cuya cimitarra se había distinguido en África en las guerras contra los berberiscos. Tenía también fama de justo y de severo, y a ella correspondieron bien sus actos de gobierno en España. Ocba se mostró inexorable con los dilapidadores y concusionarios; quitó las alcaidías a los caudillos acusados de avaros o crueles, y llenó las cárceles de malversadores y exactores injustos. El delito más grave para este emir en un funcionario del gobierno, era el que oprimiese a los pueblos por saciar su codicia. Ocba era en esto inflexible. Además de haber establecido cadíes o jueces para que administrasen rectamente justicia, ordenó que los walíes organizaran partidas de seguridad pública para la persecución de los ladrones y bandidos: llamábanse esta especie de celadores kaxiefes (descubridores); institución parecida a la que posteriormente han adoptado las naciones modernas, bajo denominaciones diferentes, como cuadrilleros, miqueletes o gendarmes, acomodando su nombre y organización a las circunstancias y a la índole de cada gobierno y país. Ocba deslindó las atribuciones de las autoridades, empadronó todos los vecinos de todas las poblaciones, e igualó los tributos sin distinción de orígenes ni de creencias. Creó escuelas y las dotó con las rentas públicas: mandó construir mezquitas y oratorios, y dispuso que hubiese en ellas predicadores y maestros que enseñasen la religión al pueblo. Era el emir irreprensible en su porte, amábanle los buenos y temíanle los malos. Examinó la conducta de Abdelmelek, y no hallándole delincuente, le nombró comandante de la caballería con destino a la frontera del Norte. El mismo Ocba se encaminaba hacia el Pirineo para invadir la Aquitania, cuando en Zaragoza recibió órdenes del walí de África, en que le mandaba que sin demora se pusiese en camino para aquella tierra, donde los turbulentos berberiscos de Magreb con nuevas rebeliones amenazaban seriamente la autoridad del Califa, y hacían necesaria la presencia de un caudillo cuyo alfanje había domado otras veces a los inquietos africanos. Obedeció Ocba, y regresando apresuradamente a Córdoba, pasó a África con un cuerpo escogido de caballería (737).

Coincidió este suceso con la muerte de Pelayo, a quien sucedió en el reino por consejo y determinación de los grandes su hijo Favila, que en un corto reinado de menos de dos años no hizo cosa digna de la historia, dice el cronista Salmantino{5}, sino haber construido cerca de Cangas la iglesia de Santa Cruz que poco ha hemos mencionado. Era la caza la pasión favorita de este príncipe, y entregado a esta diversión pereció un día desgarrado por un oso que había tenido la imprudencia de irritar (739). Aunque Favila había dejado hijos, ninguno de ellos fue llamado a reinar, acaso por sus pocos años, y dióse la soberanía al yerno de Pelayo, casado con su hija Ermesinda, llamado Alfonso, hijo de Pedro, duque también de Cantabria y de la noble sangre goda{6}. Era el nuevo príncipe hombre de ánimo esforzado, inclinado a la guerra, emprendedor y atrevido, y el más propio para mandar en aquella sazón al pueblo y gobernarle. Ardía ya Alfonso en deseos de acometer alguna empresa con los vencedores de Covadonga, y a este propósito comenzó por excitar el celo religioso y guerrero de aquellos moradores, exhortándolos a salir de sus estrechas guaridas y a emprender la guerra de agresión contra los infieles, en lo cual no hacia sino seguir los instintos de su natural belicoso y fiero.

Brindábale oportuna ocasión el estado en que los musulmanes se hallaban del otro lado de los Pirineos. Allá en la Galia llevaba Carlos Martell más de ocho años gastándoles las fuerzas con su prodigiosa actividad. Disputábanse con furor sangriento la posesión de la Provenza y de la Septimania. Marsella, Arlés, Avignon, Nimes, Beziers, Narbona, todas las ciudades del Sur de la Galia de que se habían posesionado los sarracenos, perdidas y recobradas alternativamente por árabes y francos, eran teatro de las devastaciones del feroz Carlos, que en su furor de destruir pretendió hasta incendiar el maravilloso y colosal anfiteatro romano de Nimes. Guerra de exterminio era la que se hacía a los árabes por el Mediodía de la Francia. «Porque francos y sarracenos, dice con loable imparcialidad un historiador moderno de aquella nación, bárbaros del Norte y bárbaros del Mediodía, parecía competir en aquella época desastrosa en menosprecio de la especie humana; y aun en esta triste rivalidad los francos excedían en mucho a los árabes. Desapiadados estos en el combate, pero tolerantes y humanos después de la victoria, tenían aliados y súbditos, mientras los francos no tenían sino enemigos, y nadie jamás aplicó tan duramente como ellos el vaæ victis de Roma{7}.» Así cuando la muerte sorprendió en 741 al furibundo jefe de la raza Carlovingia, dominaba la Provenza, y tenía reducidos los árabes a Narbona y a la insegura posesión de algunas ciudades de la Septimania.

En África había conseguido Ocba sujetar a los inquietos berberiscos, derrotó muchas de sus taifas, y dispersó a los más rebeldes por el desierto. Pero el temor de nuevas insurrecciones le detuvo en África por espacio de cuatro años, y cuando regresó a España la encontró en el mayor desorden. Durante su ausencia, los walíes y los gobernadores subalternos, más ocupados en guerras y rivalidades de raza que en el gobierno de los pueblos y en el progreso del Islam, no habían pensado en empresa alguna del otro lado de las fronteras. La discordia reinaba en todas partes. Solo Abdelmelek había hecho esfuerzos por sostener el honor de las armas muslímicas, y acudido a reprimir las inquietudes de las fronteras. Ocba le dio las gracias por su celo y sus servicios, más habiendo enfermado el emir en Córdoba, sucumbió sin haber podido hacer otra cosa que dejar el gobierno de España en manos de Abdelmelek como el más digno.

Completemos el triste cuadro que para los musulmanes ofrecía el estado de su imperio en África y España, cuando Alfonso I de Asturias se preparaba a hacer sus primeras excursiones.

Horribles guerras entre árabes y berberiscos habían vuelto a ensangrentar el suelo africano desde la salida de Ocba. Aquellas bárbaras, numerosas y turbulentas tribus berberiscas, catervas de salvajes de cetrinos rostros, ennegrecidos del sol, cubierta solo su cintura con un delantal corto y grosero, siempre de mal grado sujetos, montados en ligerísimos caballos, perpetuamente rebeldes al yugo de los árabes, habíanse insurreccionado de nuevo, y vencido en dos mortíferas batallas las huestes árabes, egipcias y sirias, la una cerca de Tánger, en que veinte y cinco mil árabes con su jefe el anciano Koltum recibieron el martirio, la otra a las márgenes del Masfa, en que después de otra semejante y no menos espantosa carnicería, obligaron a un cuerpo de veinte mil sirios mandados por Baleg y Thaalaba a refugiarse en Ceuta, desde donde acosados por el hambre imploraron el socorro de sus hermanos de España. Negósele al principio el emir de Córdoba Abdelmelek; y a un piadoso musulmán, Zehiad ben Amru, que de su cuenta les envió barcos con provisiones, le hizo arrancar los ojos y ahorcarle entre un cerdo y un perro para ignominia y afrenta y ejemplar escarmiento de los que imitarle pensaran. Mas noticiosos los berberiscos de España de los triunfos de sus hermanos en la Mauritania, revolucionáronse también contra el emir, especialmente los de Galicia, y marcharon los unos sobre Toledo, los otros sobre Córdoba. Encerrado por ellos Abdelmelek en esta última ciudad, llamó entonces él mismo a los sirios de Ceuta, y los hizo trasportar a condición de que habían de reembarcarse cuando él lo creyera oportuno. Baleg, en el apuro en que se hallaba, aceptó todas las condiciones.

Vinieron, pues, los veinte mil sirios a España en una desnudez espantosa. Vestidos y armados que fueron, unidos a los árabes andaluces pelearon con los berberiscos y los derrotaron, vengando el desastre de Masfa. Mas cuando Abdelmelek no tuvo necesidad de ellos y en cumplimiento del tratado quiso hacerlos reembarcar para África, negáronse a ello abiertamente, los auxiliares se convirtieron, como de común acontece, en enemigos, pusiéronse sobre Córdoba, apoderáronse de Abdelmelek, y no olvidando Baleg su primera negativa de socorro, sin respeto a la blanca cabellera del anciano emir, impúsole el castigo que él había ejecutado en Zehiad, hízole ahorcar entre un perro y un cerdo. Así los sirios se trocaron de miserables aventureros en señores de España, y aclamaron emir a su jefe Baleg (entre los años 742 y 743). No sufrieron los árabes andaluces que unos extranjeros les pusieran así la ley, y se revolucionaron. También Thaalaba, segundo jefe de los sirios, se negó a reconocer la elección de Baleg. La más completa escisión y anarquía se declaró en los ejércitos musulmanes. Vino a aumentar la confusión y el desorden el walí de Narbona Abderrahman ben Alkamah, uno de los árabes más ilustres, que a la cabeza de un gran número de descontentos acudió desde la Septimania a medir sus fuerzas con Baleg. Encontráronse los walíes en los campos de Calatrava (Calat-Rahba), batiéronse cuerpo a cuerpo, la lanza de Abderrahman atravesó el cuerpo de Baleg, derrotó su hueste y fue apellidado al Mansur (el victorioso). Reunió Thaalaba los restos del ejército sirio, se apoderó de Mérida (743), pasó a Córdoba y se hizo proclamar emir. Tal era el estado de desconcierto del imperio muslímico en la Galia, en África y en España{8}.

Por su parte los cristianos del Norte, gallegos, cántabros, vascones y euskaros, mal sujetos a la dominación sarracena, apoyados los unos en sus vecinos de Aquitania, alentados los otros con el ejemplo de los asturianos, y animados todos con las discordias en que se destrozaban las razas y bandos del pueblo muslímico, hacían esfuerzos o por defender o por rescatar su independencia, y aunque sin concierto todavía ni combinación, comenzaban a entenderse, porque los impulsaba un mismo pensamiento, los unía un mismo peligro, un mismo odio al extranjero, una misma fe.

Conoció Alfonso de Asturias todo el partido que de este concurso de circunstancias podía sacar, y resolviose a levantar el pendón de la conquista y a ensanchar los reducidos límites de su reino, saliendo de los atrincheramientos rústicos a que estaba concretado. Compartió el mando de las tropas de la fe con su hermano Fruela, y con animoso corazón franqueó las montañas que dividen las Asturias de Galicia (742). O mal guarnecido, o abandonado entonces acaso este país por los sarracenos disidentes, Lugo vio con alegría ondear en su recinto el estandarte de los cristianos; Orense y Tuy recibieron con júbilo las bandas libertadoras de la fe; las ciudades de la Lusitania, Braga, Flavia, Viseo, Chaves, acogían con entusiasmo a sus hermanos de Asturias. Lástima grande que las crónicas no nos hayan relatado sino en conjunto la serie de las conquistas ejecutadas por el esforzado Alfonso, ni fijado con exactitud el orden de las excursiones, ni dado noticia cierta de las dificultades con que hubo de tener que luchar en su atrevida cruzada. Refiérennos en globo haber tomado, además de las expresadas ciudades, las de Ledesma, Salamanca, Zamora, Astorga, León, Simancas, Ávila, Segovia, Sepúlveda, Osma, Saldaña, Auca, Clunia y otras muchas de los territorios de Cantabria, Vizcaya, Álava, hasta el Bidasoa y los confines de Aragón, llevando sus armas victoriosas desde el Océano Occidental hasta los Pirineos, y desde el Cantábrico hasta las sierras de Guadarrama y últimos términos de los Campos Góticos que taló y yermó{9}, recorriendo con sus triunfantes pendones una cuarta parte de la Península.

Suponemos que haría en diferentes años estas rápidas y gloriosas excursiones, las cuales por otra parte no podían ser conquistas permanentes: antes bien la devastación y el incendio iban señalando las huellas de la marcha de Alfonso. Los campos eran talados, desmanteladas las poblaciones, las guarniciones sarracenas degolladas, los hijos y mujeres de los vencidos llevados como esclavos, los cristianos mismos recogidos para poblar con ellos las comarcas de Cantabria, Álava y Vizcaya, menos expuestas a la invasión de los musulmanes. Solo conservó y fortificó las ciudades de las montañas limítrofes a sus antiguos estados, las que se prometía poder conservar. León y Astorga eran de este número. Un historiador arábigo describe así las expediciones de Alfonso: «Entonces vino Adefuns, el terrible, el matador de hombres, el hijo de la espada: tomó ciudades y castillos, y nadie osaba hacerle frente; mil y mil musulmanes sufrieron por él el martirio de la espada; quemaba casas y campiñas, y no había tratados con él{10}.» Aterraban a los árabes aquellos rudos montañeses, con sus largas cabelleras, sus groseras mallas de hierro, armados de hondas, del dardo ibero, del puñal cántabro, de horquillas de dos puntas, de aguzados chuzos y de cortas y cortantes guadañas, precipitándose de las sierras sobre los valles y campiñas.

En las poblaciones que conservaba, iba Alfonso restableciendo el culto católico, reponiendo obispos, restaurando o erigiendo templos y dotando iglesias, lo cual le valió el dictado de Católico, que siglos adelante había de aplicarse a otro rey de España para seguir siendo apelativo de honor de los monarcas españoles. Para defensa y seguridad de las fronteras, en las quebradas y en los lugares más enriscados de las breñas y montes iba también erigiendo fortalezas y castillos, Castella, de donde más adelante habían de tomar su nombre dos provincias de España. Así empleó Alfonso los 18 años de su reinado, de modo que a su muerte, acaecida en 756, el reino de Asturias se extendía, aunque inseguramente y sin solidez, por toda la ramificación de los Pirineos desde Galicia y la Cantabria hasta la Vasconia. Murió Alfonso en Cangas, y sus restos mortales fueron sepultados en el monasterio de Santa María de Covadonga que él había fundado, donde fueron también trasladados los de Pelayo. Las crónicas cristianas cuentan los milagros que señalaron sus últimos momentos, y dicen que en su entierro se oyó a los ángeles cantar en armoniosos coros el salmo: Ecce quomodo tollitur justus{11}.

Grandemente había favorecido al éxito de las correrías militares de Alfonso el anárquico estado en que los musulmanes continuaban, no más lisonjero que el que anteriormente hemos descrito. Cierto que en África el emir Hantala había logrado vencer y sujetar, momentáneamente al menos, la raza indomable de los berberiscos. Pero la idea de descargar el suelo africano de esta gente feroz y desalmada trasplantándola a nuestra Península vino a aumentar los elementos de discordia que ya pululaban en ella. Quince mil magrebinos fueron trasportados a España al mando del emir Hussan ben Dirhar, llamado también Abulkatar. Llegaron estos africanos a dar vista a Córdoba a tiempo que Thaalaba iba a degollar en las afueras de esta ciudad mil prisioneros berberiscos. Preparábase una inmensa muchedumbre a presenciar el horrible suplicio de aquellos infelices, cuando entre nubes de polvo se divisaron banderolas y turbantes y el brillo de fulgentes armas. A la llegada de Abulkatar se suspendió la sangrienta ejecución; los que iban a ser sacrificados fueron puestos en libertad, ordenó Abulkatar la prisión de Thaalaba, y encadenado le envió a África a disposición del emir (744).

Deseoso Abulkatar de poner término a las escisiones en que se despedazaban las diversas razas de los musulmanes españoles, e informado de que una de las causas más fuertes de las discordias era la repartición de tierras, aspirando todos a poseer las fértiles campiñas de Andalucía, y principalmente los árabes y sirios que se creían con derecho de preferencia en la repartición, como lo eran en la jerarquía religiosa, quiso por un medio ingenioso cortar todas las disputas, acallar todas las pasiones y contentar todas las voluntades, haciendo una nueva y general distribución de territorios, señalando a cada tribu aquellas tierras o comarcas que más se asemejasen a su país natal, y cuyo suelo y clima les suscitase más dulces recuerdos de su patria. Así a los de la Palestina les señaló el país montuoso de Ronda, Algeciras y Medina Sidonia, que podían recordarles su Líbano y su Carmelo: los que habían pastoreado en las márgenes del Jordán estableciéronse en Archidona y Málaga, a orillas del Guadalhorce, que corre como el Jordán entre pintorescos valles: asentáronse los de Kinserina en tierra de Jaén; algunos persas se quedaron en Loja; los de Wacita en los alrededores de Cabra; los del Yemen y Egipto obtuvieron las comarcas de Sevilla, de Úbeda, Baza y Guadix; a otros egipcios les fue designada la tierra de Osonoba y Beja; los de Damasco no hallaron país ni cielo que les representara mejor los jardines y vergeles que rodeaban la corte de sus Califas, que las márgenes del Genil y la vega de Garnathah y de Elvira, y adoptaron por nueva patria el país de Granada: a los árabes de Palmira les fueron señaladas las campiñas de Murcia y las comarcas orientales de Almería, que formaban la tierra de Tadmir. Por algún tiempo llamaron a Elvira Damasco, a Málaga Arden, a Jaén Kinserina, a Murcia Palmira, Palestina a Medina Sidonia, y así a las demás{12}.

Estas adjudicaciones no se hicieron sin perjuicio de los cristianos, saliendo entre ellos el más lastimado en sus intereses el godo Atanaildo, que por muerte de Teodorico obtenía el señorío de la tierra de Murcia. Impúsole Abulkatar fuertes tributos para el mantenimiento de los nuevos colonos, o creyéndose o suponiéndose desobligado el emir de guardar los convenios y estipulaciones ajustadas entre Teodomiro y Abdelaziz. Así fue desapareciendo aquel estado que el valor de Teodomiro había sabido conservar enclavado entre los dominios musulmanes, sin que de él vuelva a hacer mención la historia{13}.

Lo que se hizo para traer las tribus a una concordia vino a ser causa de disturbios mayores. Samail, joven sirio de ilustre cuna, pero de genio inquieto y díscolo, práctico en el ejercicio de las armas y astuto para tramar conspiraciones, alzó el estandarte de la rebelión so pretexto de que la tribu del Yemen, a que pertenecía Abulkatar, había sido la más favorecida en la distribución de los lotes. Adhiriósele Thueba ben Salemi, aunque yemenita, y juntos declararon una guerra cruel a Abulkatar y a las tribus de su partido. Nada puede dar mejor idea del extremado encono a que se dejaron llevar en esta guerra aquellas razas vengativas que la descripción que hace un historiador arábigo de las batallas que se dieron cerca de Córdoba. «Fue (dice) como un duelo caballeresco entre dos ejércitos de quince a veinte mil hombres cada uno... No hubo lanza que no se rompiera, y los caballos heridos y sofocados por el calor, ni obedecían ya al freno ni podían moverse: echaron los jinetes pie a tierra, y arremetiéronse espada en mano... la mayor parte rompieron también sus aceros, pero no por eso dejaban de combatir, los unos con el pedazo de alfanje que en la mano les quedaba, los otros hasta con puñados de arena y de guijo. Los que no hallaban con qué herirse se abrazaban cuerpo a cuerpo, se asían por la garganta, por los cabellos, luchando, haciéndose rodar por el polvo, sobre los cuerpos de los heridos, de los moribundos, de los muertos. Hacia el mediodía la victoria estaba indecisa, faltaban ya a todos las fuerzas... cuando de repente vienen de Córdoba algunos centenares de hombres a mezclarse en la pelea. No eran guerreros, era un populacho tumultuoso de artesanos, de ganapanes, de carniceros, ávidos de sangre, armados de lanzas o de espadas, de hachas, de palos, de cuchillos o de piedras... que en otra ocasión no hubieran excitado sino risa, pero que en la crisis en que la lucha se hallaba no tuvieron que hacer sino o prender o degollar...{14}

Alzóse Thueba de resultas de esta batalla con el poder soberano de la Península: recompensó a Samail dándole el emirato independiente de Zaragoza y de la España Oriental, pero los walíes de Toledo y de Mérida se negaron a obedecer al usurpador. Así se fraccionaba ya en pedazos el imperio fundado por Muza y Tarik. La anarquía, el desorden y la inseguridad eran tales, que hasta los labradores y pastores tenían que defender con las armas sus propiedades y ganados. Era esto en ocasión que Alfonso de Asturias paseaba los estandartes cristianos desde la Lusitania hasta la Vasconia. Aprovechábase bien Alfonso del desconcierto de los musulmanes. En tan angustiosa situación las diferentes razas de árabes, sirios, egipcios, persas, yemenitas y berberiscos, por un natural instinto de conservación acordaron dar una tregua a sus rivalidades y reunir todas las fuerzas del Islam bajo la autoridad única y central de un emir. Congregáronse los más nobles jeques en Córdoba en una especie de asamblea general de los estados musulmanes, y conviniendo en la necesidad de elegir un jefe bastante enérgico que administrara justicia por igual y los sacara a todos de aquel estado de anarquía, recayó la elección en Yussuf ben Abderrahman el Fehri, noble coraixita y caudillo acreditado, que había sabido mantenerse extraño a todos los partidos, siendo por esta razón recibido su nombramiento con aplauso y contentamiento universal (746).

Dedicose Yussuf a escuchar y satisfacer las quejas de los pueblos; arregló la administración, reformó la estadística, destituyó a los malos gobernadores, consagró la tercera parte de las rentas de cada provincia a la construcción de mezquitas y a la reparación de puentes y caminos, y dividió la España muslímica en cinco grandes provincias o emiratos, cuyas capitales eran: Córdoba, Toledo, Mérida, Zaragoza y Narbona. De hecho el emir de España obraba ya con independencia del Califa de Damasco, o era por lo menos una dependencia casi nominal. De ello se valió el ambicioso Ahmer ben Amru, walí de Sevilla, para intrigar con el Califa contra Yussuf y Samail, a quienes aborrecía mortalmente. Descubrióse la intriga por una carta que le fue interceptada. Yussuf y Samail trataron de deshacerse de Ahmer y no pudieron lograrlo (753). Nuevas guerras civiles volvieron a ensangrentar los campos de la España musulmana, porque le fue fácil a Ahmer indisponer de nuevo a las siempre rivales y jamás bien unidas tribus. Pelearon, pues, otra vez encarnizadamente árabes, sirios, egipcios y mauritanos, y guerrearon entre sí los emires y walíes de Córdoba, Zaragoza y Toledo. Toda la España ardía en guerras civiles: todos sufrían: era un estado insoportable. Veremos cómo el mismo exceso del mal les inspiró el remedio.




{1} Para la relación que acabamos de hacer del levantamiento de Asturias, de la proclamación de Pelayo y de la batalla de Covadonga, hemos recogido cuanto hemos hallado de más comprobado y verosímil en los escritores árabes y cristianos, desnudo de las exageraciones y fábulas, de las invenciones maravillosas y de las extravagantes aserciones con que algunos parece haberse propuesto embrollar este brillante periodo de nuestra historia, los unos llevados del fanatismo propio de su época, los otros arrastrados de una especie de pirronismo histórico. Así no extrañamos que el doctor Dunhan se viera embarazado hasta el punto de expresarse de la manera siguiente: «Hay tanta confusión, tanta contradicción, y a veces tal carencia de probabilidad en las oscuras autoridades relativas a este periodo, así árabes como cristianas, que es desesperada empresa la del que aspira a formar una narración algo racional y un tanto ordenada del reinado de Pelayo. Bien es verdad que cuando discrepan las autoridades, toca a la razón dar el fallo...» Esto es precisamente lo que nosotros hemos procurado hacer, con la diferencia que no tenemos por tan desesperada empresa como el historiador inglés, el entresacar de entre tan encontrados relatos lo más conforme a la autoridad, a la razón y a la tradición. Creemos que basta para ello un mediano criterio.

Convenimos en que se ha embrollado mucho este periodo, o por lo menos ha habido riesgo de que así sucediese, máxime desde que algunos críticos españoles conocidos por su prurito de sentar opiniones nuevas y peregrinas, pretendieron trastornar toda la cronología de estos sucesos, suponiendo no haber acontecido hasta el año 756, es decir, 38 años más tarde de lo universalmente admitido. Sustentó el primero esta aserción el erudito Pellicer, a quien un historiador moderno (Ortiz) llama el Hardouin de España, «por su ciega manía en decir cosas nuevas y sostener paradojas,» y a quien siguieron Mondejar, Masdeu y Noguera, aquejados también del mismo furor de novedad. Sirvióles de principal apoyo y fundamento el silencio del Pacense, único cronista español contemporáneo, acerca de todo lo acaecido en Asturias. Ciertamente es notable y lastimoso el silencio que sobre tan importantes sucesos guarda el obispo cronista. Mas por fortuna, sobre no pasar de ser un argumento negativo, ha venido la publicación posterior de historias árabes que aquellos críticos no conocieron, a confirmar la cronología general recibida y que nosotros seguimos. ¿No pudiera además el Pacense haber escrito aparte los sucesos de Asturias, y haberse perdido su obra, como desgraciadamente sucedió con el Epitome de la Historia de los Árabes, de que el mismo Isidoro nos habla en el n. 65 de su Crónica?

Por otra parte, mientras Noguera niega el título de rey a Pelayo, Masdeu empieza su catálogo de reyes desde Teodomiro y Atanaildo o Atanagildo, tocándole a Pelayo ser el tercer rey de España. Nos parece aventurada la opinión primera, e infundada la segunda.

Masdeu sostiene que los árabes no llegaron nunca a Gijón, y que Munuza no era gobernador de Gegio, sino de Legio, León. La similitud del nombre y la circunstancia de pertenecer entonces León a las Asturias, podrían hacerlo verosímil. Pero sus esfuerzos para probar que fuese Legio y no Gegio han sido insuficientes para persuadirlo.

Más razón nos parece que tienen Pellicer y Masdeu para dar por fabulosa la idea del obispo Oppas a Asturias y su presencia em la batalla, cuanto más los largos razonamientos que dice Mariana pasaron entre el obispo y Pelayo, y que nos da íntegros y a la letra según su costumbre. Lo cual, dice un escritor de nuestro siglo, lleva un sello de falsedad tan evidente que avergüenza hablar de ello. Tampoco falta quien añada haberse hallado y muerto en el combate el conde Julián y los hijos de Witiza: lo que consignamos, porque se vea que no ha quedado nada por decir de aquella célebre familia.

En cuanto a la genealogía de Pelayo hay también variedad y confusión. La crónica Albeldense le hace hijo de Veremundo o Bermudo y sobrino de Rodrigo. Sebastián de Salamanca le supone hijo de Favila, duque de Cantabria. Duque de Álava llama a su padre la crónica de Oviedo.

El P. Mariana da un origen muy singular al gran suceso de Asturias. En la idea de que la incontinencia de un rey cristiano (Rodrigo) fue la causa de la pérdida de España, buscó el desquite en la incontinencia de un gobernador moro para encontrar la causa de su restauración. Al efecto supone que Munuza se enamoró ciegamente de una hermana de Pelayo, extraordinariamente hermosa, como era menester que fuese; y que no pudiendo lograrla en matrimonio, halló medio de enviar a Pelayo con una comisión a Córdoba para el caudillo Tarik, cuya ausencia aprovechó el moro para satisfacer su torpe deseo. Noticioso Pelayo a su vuelta e indignado de la afrenta y deshonra de su hermana, juró vengarse del atrevido y deshonesto moro, y de aquí la excitación a los asturianos a tomar las armas y todo lo demás que se siguió, y que el historiador exorna con circunstancias todas singulares, sin que podamos saber de dónde tomó la fábula y sus decoraciones. El caso es que el Padre d'Orleans, el Abad de Vairac y la compilación de Paquis, tomaron ciegamente la fábula del historiador español, la cual ha podido ser muy buena para dar argumento a Moratín, padre, para su tragedia de Ormesinda, y a Jovellanos y Quintana para su Pelayo.

Excusado es decir que el P. Mariana acoge de lleno todos los milagros que se cuentan de la batalla de Covadonga.

Las crónicas antiguas hacen subir el ejército árabe que combatió en Asturias a una cifra que asombra. Sebastián de Salamanca sienta muy formalmente que murieron en la primera refriega ciento veinte y cuatro mil moros (caldeos llama él), y que los sesenta y tres mil restantes perecieron aplastados bajo aquella colina que se desgajó. De manera que según el cronista, a quien han seguido el monje de Silos y otros posteriores, hasta el canónigo Ortiz, historiador de nuestro siglo, el ejército moro se componía de ciento ochenta y siete mil hombres, que todos perecieron sin quedar uno solo que lo contara. Si así fue, bien hacen en recurrir a dos milagros visibles para explicar la derrota de Covadonga, pues de otro modo sería imposible. Don Rodrigo de Toledo solo hace perecer veinte mil en la primera pelea, y después en la retirada una gran muchedumbre. A este sigue sin duda el P. Mariana. Un historiador árabe (Ebn Haiyan, in Ahmed) toma su exageración por otro estilo. Este dice que el comandante de los infieles (Pelayo) se encerró en una cueva con trescientos hombres, los cuales todos perecieron de hambre y de fatiga, excepto treinta hombres y diez mujeres que sobrevivieron y se alimentaban de miel que las abejas habían dejado en las hendiduras de la orca Por último, en el Moro Expósito de nuestro ilustrado contemporáneo el duque de Rivas, se acaba de poner el sello a la exageración en el romance que supone cantado por un rústico como canción popular en la España antigua, y dice así:

El valeroso Pelayo
cercado está en Covadonga
por cuatrocientos mil moros
que en el zancarrón adoran.
Solo cuarenta cristianos
Tiene, y aun veinte le sobran.

Y concluye diciendo:

Cuatrocientas mil cabezas
de los perros de Mahoma
los valerosos cristianos
siegan, hienden y destrozan;
concediendo así la Virgen
al gran Pelayo victoria.

Pero no era en España solo donde de tal manera se ponderaban pérdidas de los infieles Las crónicas cristianas francesas hacían subir el número de árabes muertos en el sitio de Tolosa a la enorme cifra de trescientos setenta y cinco mil, y a otros tantos en la batalla de Poitiers, si bien acaso algunos las confundieron. Menester es disimular tales hipérboles a las gentes de aquel tiempo en su ansia de exterminar a los enemigos de su religión.

{2} Sabido es que los árabes llamaban romano a todo el que no fuese árabe, o acaso godo puro. También significaba el cristiano, el extranjero.

{3} Sebast. Salmant. n. 11.– El monje de Silos.– El arzobispo don Rodrigo.– La crónica general.– Los Árabes de Conde.— Ahmed Almakari y otros.

{4} Ebn Khaldun. apud Ahmed Almakari.– Isidor. Pacens. Chron.

{5} Propter paucitatem temporis nihil historiæ dignum egit. Sebast. Salmant. Chron. n. 12.

{6} Afirma Mariana equivocadamente haber muerto Favila sin sucesión; y consiguiente a este yerro, que una inscripción de la iglesia de Santa Cruz desmiente expresamente, comete otro mayor y de más trascendencia, que es suponer que Alfonso fue nombrado rey, «según que estaba dispuesto en el testamento de don Pelayo.» Ni da nadie noticia de semejante testamento, ni la monarquía entonces era todavía hereditaria, sino electiva como en tiempo de los godos.

{7} Saint-Hilaire, Hist. d'Espagn. lib. III, c. 3. «El duque de Austrasia, dice también Romey, se mostraba más bárbaro con los cristianos que ninguno de los generales musulmanes que habían invadido el país. Así la memoria y el odio de la invasión de Carlos Martell han vivido más tiempo en la Septimania que la memoria y el odio de la ocupación sarracena.» Hist. d'Espagn. part. II, c. 4. «Aún pueden verse, dice Agustín Thierry hablando del famoso anfiteatro de Nimes, bajo las arcadas de sus inmensos corredores, todo lo largo de las bóvedas, las negras manchas trazadas por las llamas en los sillares que no pudieron ni destruir ni devorar.» Lettres sur l'Histoire de France.

{8} Isid. Pacens. Chron. n. 63 y sig.– Conde, part. I., cap. 29 y sig.– Ben Alabar de Valencia, en Cassiri, tom. 2.

{9} Campos quos dicunt ghoticos usque ad flumen Dorium cremavit. Chron. Albeld. n. 52. Los Campos Góticos se extendían entre el Duero, el Esla, el Pisuerga y el Carrión. Hoy se llama este país Tierra de Campos, y pertenece a Castilla la Vieja.

{10} El Laghi, citado por Faustino Borbón, Cartas, p. 176.

{11} Sebast. Salmant. n. 15. Silens. 26.– Chron. Ovet. p. 65.

{12} Xerif Aledris. Geogr.– Ben Alabar, Cassiri, tom. 2.– Conde, cap. 33.– Al Kattib de Granada, part. 1.

{13} Según el Pacense, le exigió 27.000 sueldos. Chron. n. 39.

{14} Manuscrito árabe de la Biblioteca Real de París, citado por Fauriel, tom. III.