Parte segunda ❦ Edad media
Libro I
Capítulo VI
Roncesvalles. Fin de Abderrahman I
De 774 a 788
Educación de los hijos de Abderrahman.– Defección del wali de Zaragoza Ibnalarabi.– Pide auxilio a Carlo-Magno contra el emir.– Venida de Carlo-Magno con grande ejército a España.– Llega a las murallas de Zaragoza.– Se retira.– Célebre derrota del ejército de Carlo-Magno en Roncesvalles.– Canto de guerra de los vascos.– Nuevos disturbios en Zaragoza.– Sométela el emir.– Alzan otra vez bandera de rebelión los hijos de Yussuf.– Notable fin que tuvieron.– Paz.– Da principio Abderrahman a la construcción de la gran mezquita de Córdoba.– Nombra sucesor a su hijo Hixem, y muere.
Dejamos a Abderrahman en Córdoba en 774, vencidas las facciones de los Abassidas y Fehríes, gozando, si no de paz, por lo menos de un respiro que desde su arribo a España no había podido obtener. Íbase afianzando el poder de los Ommiadas en el centro y Mediodía de España. Los hijos del emir desempeñaban ya cargos públicos importantes. El mayor, Suleiman, era walí de Toledo; el segundo, Abdallah, lo era de Mérida. El tercero, Hixem, el predilecto de su padre, el que destinaba para sucesor suyo, vivía en su compañía recibiendo la más esmerada educación, asistiendo a las asambleas de los cadíes de la aljama y al mexùar o consejo de estado, e instruyéndose en las artes y en las ciencias, de que hacían los árabes alta estima: añaden los escritores que él mismo leía en las academias elegantes versos en elogio de su padre.
Mas al tiempo que reinaba esta calma por la parte de Mediodía, nublábase el horizonte por Oriente, y preparábase por el Norte estruendosa tempestad. Las indóciles tribus berberiscas que tenían su principal asiento en la parte oriental y septentrional de la Península, las más apartadas del centro del imperio, en sus perpetuos odios de raza no cesaban de conspirar contra el emirato, alimentando siempre la esperanza de la emancipación. Ya un personaje llamado Hussein el Abdari, walí que había sido de Zaragoza, había fraguado en esta ciudad una conspiración, que el walí Abdelmelek, el bravo Marsilio, había acertado a conjurar, apoderándose bruscamente de Hussein y haciéndole decapitar instantáneamente, dejando con esto por entonces la ciudad consternada y tranquila. Mas estos no eran sino síntomas de otras más terribles borrascas. El germen del descontento minaba sordamente aquel país; silencio y misterio envuelven el período que siguió a aquel amago de revolución, y las crónicas no nos dicen ni lo que pasó después en Zaragoza, ni lo que fue del valeroso Marsilio, ni quién le reemplazó en el gobierno de la provincia. Sábese solo que en 777 se hallaba de walí de Zaragoza Suleiman ben Alarabi, que lo había sido de Barcelona por Abderrahman y conducídose allí con la mayor fidelidad al emir. Pero el fiel servidor de Abderrahman en Barcelona dejó de serlo en Zaragoza. Acaso el verse al frente de una ciudad tan importante y en que dominaba el espíritu y abundaban los elementos de hostilidad hacia la familia de los Omeyas, le sugirió el pensamiento de alzarse en emir independiente de la España Oriental. Fuese este u otro semejante su designio, Zaragoza se hizo el centro y asilo de todos los enemigos y de todos los resentidos o descontentos del emir. Creyó no obstante Ben Alarabi (comúnmente Ibnalarabi), que necesitaba el apoyo de un aliado poderoso que le ayudase en sus planes contra el soberano de los muslimes de España. Corría entonces por Europa la fama de los grandes hechos de Carlo-Magno, y a él determinó acudir el ingrato walí. Trasladémonos por un momento a otro teatro para comprender mejor el interesante drama que se va a representar.
Después de los célebres triunfos de Carlos Martell sobre las armas sarracenas, su hijo Pepino el Breve había extendido su dominación desde este lado del Loire hasta las montañas de la Vasconia. A su muerte, acaecida en 768, los estados de Pepino se dividieron entre sus dos hijos Karl y Karloman; mas habiendo ocurrido a los tres años (774) la muerte de Karloman, hallose su hermano Karl, el llamado después Carlos el Grande y Carlo-Magno, dueño de toda la herencia de Pepino hasta los Pirineos. Tuvo Carlo-Magno en los primeros años siguientes ocupada toda su atención y empleadas todas sus fuerzas y toda su política en el Norte del otro lado de los Alpes y del Rhin, peleando alternativamente contra los sajones y contra los lombardos, y oponiendo un dique a las últimas oleadas de las invasiones de los pueblos germanos. Habíanse los sajones sublevado de nuevo en 777; marchó contra ellos el rey franco y los deshizo, y después de haber implantado, como dice un escritor de aquella nación, con ayuda de los verdugos la obediencia y el cristianismo en el suelo rebelde de la Sajonia, los emplazó para que compareciesen en el Campo-de-Mayo{1} de Paderborn.
Hallábase pues Carlo-Magno presidiendo esta célebre dieta en el fondo de la Germania, cuando inopinadamente se presentaron en ella unos hombres cuyos trajes y armaduras revelaban ser musulmanes. ¿A qué iban y quiénes eran aquellos extranjeros que así interrumpían las altas cuestiones que se agitaban en la asamblea? Era Ben Alarabi el walí de Zaragoza, que con Cassim ben Yussuf{2}, y algunos otros de sus compañeros iba a solicitar de Carlo-Magno el auxilio de sus armas contra el poderoso emir de Córdoba Abderrahman. No desechó el monarca franco una invitación que le proporcionaba propicia coyuntura, no solo de asegurar la frontera de los Pirineos, sino también de ensanchar sus estados incorporando a ellos por lo menos algunas ciudades de España que el disidente musulmán le debió ofrecer{3}, dado que más allá no fuesen sus pensamientos de conquistador. Preparose pues para invadir la España en la primavera del año siguiente (778). Dejó aseguradas las fronteras de Sajonia, pasó el Loire, cruzó la Aquitania, juntó el mayor ejército que pudo, y dividiéndole en dos cuerpos ordenó que el uno franqueara los desfiladeros del Pirineo Oriental, mientras él a la cabeza del otro penetraba por las gargantas de los Bajos Pirineos.
Sin tropiezo avanzó el rey franco con todo el aparato y brillo de un conquistador poderoso por San Juan de Pié de Puerto y los estrechos pasos de Ibañeta hasta Pamplona, cuya ciudad, en poder entonces de los árabes, tampoco le opuso resistencia; y prosiguiendo por las poblaciones del Ebro, talando y devastando sus campos, se puso sobre Zaragoza. Gran confianza llevaba el monarca franco de entrar derecho y sin estorbo a tomar posesión de la ciudad. Grande por lo mismo debió ser su sorpresa al encontrar las puertas cerradas y sus habitantes preparados a defenderla. ¿Qué se habían hecho los ofrecimientos y compromisos de Ben Alarabi? ¿Es que se arrepintió de su obra al ver a Carlos presentarse, no como auxiliar, sino con el aire y ostentación de quien va a enseñorearse de un reino? ¿O fue que los musulmanes llevaron a mal el llamamiento de un príncipe cristiano y de un ejército extranjero, y se levantaron a rechazarle aun contra la voluntad de su mismo walí? Las crónicas no lo aclaran, y todo pudo ser. Es lo cierto que en vez de hallar amigos vio Carlos sublevarse contra sí todos los walíes y alcaides, todas las poblaciones de uno y otro margen del Ebro, y que temiendo el impetuoso arranque de tan formidables masas, tuvo a bien retirarse de delante de los muros de Zaragoza, con gran peso de oro, dicen algunos anales francos, pero con gran peso de bochorno también{4}. Determinado a regresar a la Galia por los mismos puntos por donde había entrado, volvió a Pamplona, hizo desmantelar sus muros, y prosiguiendo su marcha se internó en los desfiladeros de Roncesvalles, sin haber encontrado enemigos. Solo en aquel valle funesto había de dejar sus ricas presas, la mitad de su ejército, y lo que es peor para un guerrero, su gloria.
Dividido en dos cuerpos marchaba por aquellas angosturas el grande ejército de Carlo-Magno a bastante espacio y distancia el uno del otro. Carlos a la cabeza del primero, «Carlos, dice el Astrónomo historiador, igual en valor a Aníbal y a Pompeyo, atravesó felizmente con la ayuda de Jesucristo las altas cimas de los Pirineos.» Iba en el segundo cuerpo la corte del monarca, los caballeros principales, los bagajes y los tesoros recogidos en toda la expedición. Hallose éste sorprendido en medio del valle por los montañeses vascos, que apostados en las laderas y cumbres de Altabiscar y de Ibañeta, parapetados en las breñas y riscos, lanzáronse al grito de guerra y al resonar del cuerno salvaje sobre las huestes francas, que sin poderse revolver en la hondonada, y embarazándolas su misma muchedumbre, se veían aplastadas bajo los peñascos que de las crestas de los montes rodando con estrépito caían. Los lamentos y alaridos de los moribundos soldados de Carlo-Magno se confundían con la gritería de los guerreros vascones, y retumbando en las rocas y cañadas aumentaban el horror del sangriento cuadro. Allí quedó el ejército entero, allí todas las riquezas y bagajes; allí pereció Egghiard, prepósito de la mesa del rey, allí Anselmo, conde de palacio, allí el famoso Roland{5}, prefecto de la Marca de Bretaña, allí, en fin, se sepultó la flor de la nobleza y de la caballería francesa, sin que Carlos pudiera volver por el honor de sus pendones ni tomar venganza de tan ruda agresión{6}.
Tal fue la famosa batalla de Roncesvalles, como la refiere el mismo secretario y biógrafo de Carlo-Magno que iba en la expedición, desnuda de las ficciones con que después la embellecieron y desfiguraron los poetas y romanceros de la edad media de todos los países{7}. Por muchos siglos siguieron enseñando los descendientes de aquellos bravos montañeses la roca que Roldán, desesperado de verse vencido, tajó de medio a medio con su espada, sin que su famosa Durindaina ni se doblara ni se partiera; aún muestran los pastores la huella que dejaron estampada las herraduras del caballo de aquel paladín; aún se conservan en la Colegiata de Nuestra Señora de Roncesvalles, fundada por Sancho el Fuerte, grandes sepulcros de piedra, con huesos humanos, astas de lanzas, bocinas, mazas y otros despojos que la tradición supone pertenecientes a aquella gran batalla.
Entre los cantos de guerra que han inmortalizado aquel famoso combate, es notable por su enérgica sencillez, por su aire de primitiva rudeza, por su espíritu de apasionado patriotismo, de agreste y fogosa independencia, el que se nos ha conservado con el nombre de Altabizaren cantua, que abajo ponemos en el antiguo idioma vasco, y de que damos aquí una imperfecta traducción.
«Un grito ha salido del centro de las montañas de los Eskaldunacs: y el Etcheco-Jaona (el caballero hacendado, el señor de casa solariega), de pie delante de su puerta, aplicó el oído y dijo: ¿qué es esto? Y el perro que dormía a los pies de su amo se levantó, y sus ladridos resonaron en todos los alrededores de Altabiscar.
Un ruido retumba en el collado de Ibañeta; viénese aproximando por las rocas de derecha e izquierda: es el sordo murmullo de un ejército que avanza. Los nuestros le han respondido desde las cimas de las montañas; han tocado sus cuernos de buey, y el Etcheco-Jaona aguza sus flechas.
¡Qué vienen! ¡qué vienen! ¡oh qué bosque de lanzas! ¡qué de banderas de diversos colores se ven ondear en medio! ¡cómo brillan sus armas! ¿Cuántos son? ¡Mozo, cuéntalos bien! Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez, once, doce, trece, catorce, quince, diez y seis, diez y siete, diez y ocho, diez y nueve, veinte.
¡Veinte, y aún quedan millares de ellos! Sería tiempo perdido quererlos contar. ¡Unamos nuestros nervudos brazos; arranquemos de cuajo esas rocas; lancémoslas de lo alto de las montañas sobre sus cabezas: aplastémoslos, matémoslos!
¿Y qué tenían que hacer en nuestras montañas estos hijos del Norte? ¿Por qué han venido a turbar nuestro reposo? Cuando Dios hizo las montañas, fue para que no las franquearan los hombres. Pero las rocas caen rodando, y aplastan las haces: la sangre corre a arroyos; las carnes palpitan. ¡Qué de huesos molidos! ¡qué mar de sangre!
¡Huid, huid! los que todavía conserváis fuerzas y un caballo. Huye, rey Carlo-Magno, con tus plumas negras y tu capa encarnada. Tu sobrino, tu más valiente, tu querido Roldán yace tendido allá abajo. Su bravura no le ha servido de nada. Y ahora, Eskaldunacs, dejemos las rocas, bajemos aprisa lanzando flechas a los fugitivos.
¡Huyen, huyen! ¿Qué se hizo aquel bosque de lanzas? ¿Dónde están las banderas de tantos colores que ondeaban en medio? Ya no despiden resplandores sus armas manchadas de sangre. ¿Cuántos son? Mozo, cuéntalos bien. Veinte, diez y nueve, diez y ocho, diez y siete, diez y seis, quince, catorce, trece, doce, once, diez, nueve, ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres, dos, uno.
¡Uno! ¡ni uno siquiera hay ya! Se acabaron. Etcheco-Jaona, ya puedes retirarte con tu perro, a abrazar tu esposa y tus hijos, a limpiar tus flechas, a encerrarlas con tu cuerno de buey, a acostarte después y dormir sobre ellas.
Por la noche las águilas vendrán a comer esas carnes machacadas, y todos esos huesos blanquearán eternamente{8}.»
El escarmiento de Roncesvalles aleccionó a Carlo-Magno y le enseñó a abstenerse de traspasar unas fronteras tan ostensiblemente por la naturaleza trazadas, así como le sirvió para procurar la mejor defensa de aquel natural baluarte por la parte que miraba a sus estados, encomendando su guarda a sus más fieles condes, abades y leudes, y poniendo la Aquitania bajo una vigorosa organización militar que la conservase al abrigo de una invasión por parte de los árabes o de los montañeses vascones{9}.
Después de la desastrosa retirada de Carlo-Magno, Zaragoza fue teatro de nuevas turbulencias entre los caudillos musulmanes enemigos de Abderrahman. Hussein ben Yahia, el Abassida, había hecho asesinar a Ibnalarabi, provocado una reacción contra los malos muslines, que habían llamado al rey de los cristianos Karilah, y proclamádose emir independiente de la España Oriental. Los partidarios de Ibnalarabi, incluso su hijo Issum, igualmente que los parciales del emir de Córdoba, habían tenido que refugiarse a los valles de los Pirineos y a la Septimania, huyendo de la común persecución de Hussein. La traición de Ibnalarabi y la invasión de Carlo-Magno habían conmovido menos a Abderrahman que la noticia de haberse enarbolado de nuevo en Zaragoza el aborrecido pendón de sus eternos enemigos los Abassidas, y desde luego acudió con gran golpe de gente contra la sublevada ciudad. Costó esta vez la rendición de Zaragoza dos años de obstinado sitio, al cabo de los cuales, cansado Hussein y agotados todos sus medios de defensa, se sometió a Abderrahman, dando al vencedor en rehenes sus hijos (780). El valeroso Ommiada, restablecida su autoridad en Zaragoza, pasó a Pamplona, que desmantelada de murallas dos años antes por Carlo-Magno, no pudo oponerle resistencia alguna; desde allí prosiguió a visitar el país vecino a Roncesvalles, teatro de las glorias de los montañeses vascones, pero sin atreverse a penetrar en aquellas terribles gargantas en que tan duro escarmiento había hallado un príncipe cristiano, no menos esclarecido y poderoso que él; después cruzando de nuevo el Aragón, y reducidos a la obediencia los walíes y alcaides de las ciudades y villas de aquellas inquietas comarcas, pasó a Gerona, Barcelona y Tortosa, y asegurada al parecer la tranquilidad en estas no menos turbulentas tribus, regresó a su residencia habitual de Córdoba, satisfecho de dejar sometidos a su dominación los valles del Ebro y las tribus y ciudades de las vertientes de los Pirineos.
Pero destinado estaba el ilustre fundador del imperio árabe de Occidente a pasar una vida desasosegada y zozobrosa. Veinte y cinco años se contaban desde su arribo a la Península, y apenas había podido gustar algunos momentos de reposo. Vencedor de cien rebeliones, tantas veces reproducidas como sofocadas, parecía que sus enemigos de dentro y fuera se habían propuesto proporcionarle ocasiones de ganar gloria, aunque a costa de inquietudes y peligros. Aun no había trascurrido un año de la sumisión de Zaragoza cuando se vio tremolar otra vez la bandera de la rebelión en el seno mismo de la Andalucía (781). El otro hijo de Yussuf el Fehri, aquel Abul Asûad, a quien en 763 dejamos recluido por orden de Abderrahman en un torreón de los muros de Córdoba, acababa de evadirse de la prisión, y era el que había alzado de nuevo el estandarte rebelde de los Fehries. Las circunstancias de su evasión merecen ser referidas.
Los primeros años de su cautiverio había sido custodiado con toda rigidez, porque el bando de los Fehríes era todavía fuerte y hacía necesaria toda precaución. Mas al paso que se disipaban los temores de nuevas revueltas por parte de aquella parcialidad indócil, había ido aflojando el rigor de los guardas y carceleros, y disminuyendo poco a poco su vigilancia y cuidado. No era, sin embargo, ésta tan escasa que hubiese podido Abul Asûad realizar su fuga en dos ocasiones que la intentó. Entonces apeló a un ardid, tan ingenioso como de paciencia grande y de ejecución difícil. Un día habiéndole sacado a que gozase de la luz del sol, fingió en aquel momento quedarse ciego, y lo fingió con tal propiedad y lo sostuvo con tal perseverancia que llegaron todos a persuadirse de ser una realidad su ceguera. Con este motivo fuéronsele ensanchando los límites de la prisión; permitíasele bajar a los aljibes, y a las salas bajas del baluarte que daban al río, y cuyas ventanas ofrecían fácil salida; dejábasele hasta dormir en aquellas piezas en las noches del estío. En este estado había tenido ocasión de comunicar su proyecto a algunos parciales de su familia que acudían a verle, y de concertar con ellos los medios de ejecución. Así fue que una tarde de verano aprovechando la hora y sazón de estarse bañando las gentes en el Guadalquivir y distraídos en otros negocios sus carceleros, se descolgó de repente por una de las ventanas bajas de la escalera de las cisternas, pasó a nado el río, y cuando se halló del otro lado tomó un disfraz y un caballo que sus amigos le tenían dispuesto, y se encaminó por sendas desusadas a Toledo, donde ya le esperaban también sus adictos, los cuales le proveyeron de todo lo necesario y le facilitaron medios para que pudiese sin peligro pasar a las montañas de Jaén, abrigo de todos los descontentos del emir y de todos los parciales del antiguo y pertinaz partido de los Fehríes.
Cuando el emir supo la evasión del creído ciego exclamó «Temo mucho que la fuga de este ciego nos haya de causar no poca inquietud y efusión de sangre.» En efecto, ya entonces se hallaba Abul Asûad al frente de seis mil hombres posesionado de las sierras de Segura y de Cazorla, mientras su hermano Cassim, el fugado de Toledo, el compañero de Ibna-Jarabi, había reaparecido otra vez como por encanto en la Serranía de Ronda, y reclutaba gente para engrosar las bandas de Abul Asûad. ¡Admirable actividad y constancia la de los hijos de Yussuf, solo comparable a la de su padre! Noticioso el emir de esta novedad partió de Córdoba a la cabeza de su caballería, y dio órdenes a diferentes walíes para que se le incorporasen con sus respectivas huestes. Encastillados los rebeldes en las breñas de Cazorla, sostuviéronse por espacio de tres años haciendo la guerra de montaña, la mas a propósito para rendir de fatiga y sin resultados las tropas del emir. Impacientado ya éste y ardiendo en deseos de terminar de una vez lucha tan prolongada y fatigosa, hizo un llamamiento general a todas las tribus, y congregados todos los hombres útiles de guerra, dispuso una batida simultánea en las asperezas en que se abrigaban los rebeldes, suelto a no dejar un enemigo a vida. Abul Asûad de resultas de este ojeo reconcentró su gente en Cazorla. Aconsejábanle allí unos que implorase la clemencia del emir, seguro de que sería acogido con benignidad, otros que aceptara la batalla y en lo más recio de ella se pasara al campo enemigo donde sería recibido con benevolencia. Desechó altivamente el Fehri una y otra proposición como innobles, y prefirió aventurar el todo por el todo en un combate. Y así fue que forzado a aceptar la pelea en los campos de Cazorla, sus indisciplinadas bandas, buenas para la guerra de montaña, de sorpresa y de rapiña, pero poco a propósito para una batalla campal, fueron pronto acuchilladas y deshechas por los escuadrones regulares y aguerridos de Abderrahman. Muchos se ahogaron en las aguas del Guadalimar; otros se retiraron a sus casas; Hafila, uno de los bandidos más antiguos, huyó a sus conocidas montañas de Jaén; Cassim pudo retirarse a la Serranía de Ronda, y Abul Asûad escapó despavorido con unos pocos por Sierra Morena a Extremadura y el Algarbe. Más de cuatro mil hombres habían quedado en el campo (784).
Viose Abul Asûad acosado en tierra extraña por los walíes de Beja, de Alcántara y de Badajoz: abandonáronle sus compañeros; y solo, errante noche y día por bosques y cuevas, como hambriento lobo, dice un autor arábigo, derrotado y miserable entró en Coria, donde estuvo oculto algún tiempo: precisado a volver a salir de allí, continuó errante de bosque en bosque, apagando su sed en los arroyos, y pidiendo limosna a los transeúntes: por fin, descalzo y andrajoso, desfigurado con los trabajos, entró en Alarcón, pueblo y fortaleza de Toledo, donde recibió la hospitalidad del desvalido, y a poco tiempo una muerte oscura puso fin a sus infortunios. Tal fue el lamentable fin del hijo mayor de aquel Yussuf, enemigo implacable de Abderrahman. Habíase fingido ciego en la prisión, y solo recobró la libertad y la vista para gozar de la libertad de las fieras del bosque y del espectáculo de su negra desventura.
Terminada esta guerra, pasó Abderrahman a visitar la Extremadura y Lusitania. Recorrió las ciudades de Mérida, Évora, Lisboa, Santaren, Coimbra, Porto y Braga, haciendo levantar en todas partes mezquitas y estableciendo escuelas públicas para la enseñanza del islamismo: volvió por Zamora, Astorga y Ávila, ciudades todas conquistadas antes por el rey cristiano de Asturias Alfonso I, y abandonadas sin duda después o poco defendidas, y pasó a Toledo, donde fue recibido por su hijo Abdallah con las mayores demostraciones de alegría (785). Allí supo que Cassim, el hijo menor de Yussuf, unido al indómito Hafila, restos ambos de la batida de Cazorla, hacían todavía los últimos desesperados esfuerzos por la parte de Murcia y Almería. Mientras Abdallah, hijo del célebre Marsilio, y heredero del valor y de la severidad de su padre, perseguía a Cassim ben Yussuf, Abderrahman visitaba los pueblos de las montañas de Jaén, teatro de la última guerra, cambiando con su presencia y porte el espíritu desfavorable que en ellos dominaba y disipando con su amabilidad las prevenciones que contra él tenían. Al llegar a Segura de la Sierra, exclamó: «esta fortaleza, defendida por un buen alcaide y por algunos ballesteros fieles, sería inaccesible como el nido del águila en la empinada roca.» Lleváronle allí la noticia importante de haber caído Cassim el Fehri en manos de Abdallah, hijo de Marsilio (Abdelmelek ben Omar). Invirtió algunos días el emir en recorrer las aldeas de la sierra, y luego bajó a Denia, donde le esperaba otra nueva no menos feliz. Abdallah había capturado también al terrible caudillo de los rebeldes Hafila, a quien había decapitado en el acto. Cuando Abderrahman llegó a Lorca, incorporósele el vencedor Abdallah, y juntos se encaminaron a Córdoba, donde entraron en medio de las más vivas aclamaciones y plácemes de los habitantes de la ciudad (786). Presentáronle allí al rebelde Cassim encadenado: el hijo de Yussuf imploró la clemencia del emir besando la tierra que pisaba el mismo a quien había hecho guerra obstinada y pertinaz. El ilustre emir puso término a la guerra de treinta años con un rasgo de magnanimidad que acabó de realzar su grandeza. No solo mandó quitar las cadenas y grillos al cautivo Fehri, sino que le otorgó mercedes y le dio tierras en Sevilla para que pudiese vivir conforme a su antiguo rango y socorrer a sus parientes desvalidos. Cassim conmovido con tan generoso proceder ofreció solemnemente ser desde entonces el más fiel servidor y amigo de su magnánimo bienhechor{10}.
¡Cuán diferente estrella la de los dos hijos de Yussuf el Fehri! Abul Asûad, preso diez y ocho años en una torre, logra a costa de una fingida ceguera, ficción aún más incómoda que el mismo cautiverio, evadirse de la prisión, alza el pendón rebelde en el corazón de una montaña, es batido a ojeo como una fiera dañina, derrótanle en un combate, abandónanle los suyos, vaga por los bosques como una alimaña perseguida por el cazador, pide limosna a los transeúntes, apaga la sed en los torrentes del desierto, desfigúranle los trabajos de la vida salvaje, y escuálido y desnudo entra en una población donde muere como un mendigo en la oscuridad y en la miseria. Cassim, su hermano, diez veces prisionero y otras tantas auxiliado para fugarse, fomentador de todas las rebeliones, conspirador incansable y eterno, aparecido do quiera que había enemigos armados del emir, en ciudades y en despoblados, en España y fuera de ella, en Mediodía y en Oriente, en riscos y llanos, es apresado al fin, y no solo obtiene perdón e indulto de un vencedor de quien fuera tan mortal enemigo, sino también tierras de que poder vivir con la grandeza de un príncipe. Inútil sería buscar en lo humano las causas de estos contrastes que en todos los siglos, en todas las religiones y en todos los países, suele ofrecer la suerte de los hombres.
Llegamos por fin al término de la carrera de Abderrahman: treinta años llevaba de luchas el hijo de Moavia con pocas interrupciones, al cabo de los cuales, vencedor siempre, pero siempre molestado, logró todavía poder dedicar con quietud alguno aunque corto tiempo a afianzar el trono de los Ommiadas y a legársele en un estado brillante a sus sucesores. Dedicó, pues, Abderrahman este apetecido período de sosiego a embellecer a Córdoba con monumentos que testificarán a la posteridad su poder y grandeza. Ya la había adornado con alcázares, palacios y jardines; mas queriendo dejar levantado en la capital del imperio un templo que igualara o excediera a los más magníficos y soberbios de Oriente, dio principio a la construcción de la grande aljama o mezquita mayor de Córdoba sobre el mismo plan de la de Damasco, en lo cual llevó acaso la idea religiosa y el pensamiento político de apartar más y más a los musulmanes españoles de la dependencia moral de Oriente en que los conservaba la veneración a la Meca, haciendo a Córdoba un nuevo centro de la religión muslímica. Para activar los trabajos y alentar a los operarios con su ejemplo, trabajaba Abderrahman por sí mismo una hora cada día; mas a pesar de tanta actividad y de haber consumido en los gastos de la obra más de cien mil doblas de oro, Dios no le permitió ver concluido el grandioso monumento, en que, al decir de un moderno poeta, el ojo había de perderse en maravillas{11}. Reservada estaba esta satisfaccion a su hijo Hixem{12}. Pero a Abderrahman corresponde la gloria del pensamiento y la honra de haber dotado con rentas perpetuas los hospitales y escuelas (madrissas) que levantó a la sombra de la grande aljama.
Ocupado estaba el ilustre Ommiada en estos trabajos, cuando sintiéndose próximo a descender al sepulcro convocó a los walíes de las seis provincias, y a los gobernadores de doce ciudades principales, con sus veinte y cuatro wazires, y teniéndolos reunidos en su alcázar, a presencia de su hahgib o primer ministro, del cadí de los cadíes, de los alkatibes, secretarios y consejeros de estado, declaró su voluntad de dejar a su hijo Hixem por walí alahdi, o sucesor del imperio; rogó a todos le reconociesen y jurasen por tal, e hiciéronlo así todos aquellos altos dignatarios, tomando la mano a Abderrahman, según costumbre, en señal de obediencia y respeto, y prometiendo fidelidad al futuro emir cuando su padre muriese. Era Hixem el predilecto de su padre, porque aventajaba a sus hermanos en bondad y en sabiduría, en prudencia y rectitud. Murmuróse que la sultana Howara, madre de Hixem, la más querida, y acaso la única esposa que tuvo el emir, no había dejado de influir en la elección. Mas aunque los dos hermanos mayores Suleiman y Abdallah no podían reclamar legalmente derecho de preferencia a la soberanía, puesto que esta era electiva como lo era también en aquella época entre los cristianos, no pudieron sin secretos celos y sin un resentimiento que por entonces ahogaron, verse postergados a un hermano menor, cuyo mérito y virtudes presumían por lo menos igualar.
Despedida la asamblea, partió Abderrahman a Mérida, acompañándole Hixem, y quedando Abdallah en Córdoba: Suleiman volvió a su gobierno de Toledo. A los pocos meses adoleció Abderrahman en Mérida de una enfermedad, de la cual no tardó en sucumbir. Acaeció su muerte en el año de la hegira 171, el 22 de la luna de Rebie segunda (30 de setiembre de 788). Tenía entonces poco más de cincuenta y nueve años, y dejaba once hijos y nueve hijas. Hízosele un entierro solemne y pomposo, acompañando su féretro toda la gente de la ciudad y de sus contornos, con señaladas muestras de sentimiento y pesadumbre{13}.
Así terminó su agitada y gloriosa carrera el primero de los Ommiadas de España, Abderrahman ben Meruán, a cuyas aventajadas cualidades sus mayores enemigos no pudieron menos de hacer justicia. Almanzor, Califa de Bagdad, y por lo mismo natural enemigo de su nombre y familia, elogiaba su valor y sus talentos, y se felicitaba de que las guerras interiores de España le hubieran impedido ejecutar el atrevido pensamiento que tuvo, según Al Makkari, de llevar la guerra hasta el Oriente y de derrocar la poderosa dinastía de los Abassidas. Los escritores cristianos, a pesar de sus naturales antipatías, no pudieron dejar de reconocer sus virtudes. El Silense le llama el gran Rey de los moros{14}, y el Arzobispo don Rodrigo dice que Abderrahman fue llamado Adahid, el Justo{15}. «Carlo-Magno, dice un escritor contemporáneo, la figura colosal que descuella en aquel siglo, queda rebajado en comparación de Abderrahman.{16}»
Aunque Abderrahman gobernó como jefe supremo e independiente, y aunque las historias cristianas y algunas árabes le nombran Rey, Califa (Vicario), o Miramamolín{17}, consta por Al Makkari que nunca se dio a sí mismo sino el modesto título de Emir. Los dictados de Miramamolín y de Califa no empezaron a darse a los Emires de Córdoba hasta el octavo de los Ommiadas de España Abderrahman III, o sea Abderrahman al Nasir.
El mismo año de la muerte de Abderrahman I entró en África Edris ben Abdallah, que después de haber andado errante por aquellas regiones como en otro tiempo Abderrahman, se apoderó de Almagreb, quitándoselo a los califas de Oriente, y echó los cimientos del reino de Fez, que trasmitió en herencia a su hijo Edris ben Edris. De esta manera el África propiamente dicha, desde el Egipto hasta el Estrecho, se constituía independiente de los califas Abassidas, como treinta y ocho años antes se había constituido la España: circunstancia interesante para la inteligencia de los sucesos ulteriores de nuestra historia.
{1} Nombre que daban los francos a las asambleas semi-religiosas, semi-militares de la Germania, por haber Pepino trasladado al mes de mayo los antiguos Campos de Marte. Más tarde se llamaron dietas, estados generales, cámaras, &c.
{2} Aquel tercer hijo de Yussuf el Fehri, que cuando el ejército de Abderrahman tomó a Toledo se había fugado de la ciudad salvándose a nado. (Cap. IV. de este libro).
{3} «Entonces el rey, dice su mismo secretario y cronista Eginhard, concibiendo a persuasión del mencionado sarraceno la esperanza de tomar algunas ciudades en España... Tunc rex persuasione prædicti sarraceni &c. Eginh. Annal.
{4} Annal. Metens.– Id. de Aniano.– Id. de Eginbard. ad an. 778.
{5} El Roldan de nuestros romances, Hrnodland.
{6} Eginh. Annal.– Id. Vit. Karol. Magn.– Conde, cap. 20.
{7} ¿Quién no conoce la famosa crónica del arzobispo Turpin, las proezas de Roldan y de los Doce Pares de Francia, las hazañas de Bernardo del Carpio, y los mil romances, canciones y leyendas a que ha dado argumento aquella famosa batalla, incluso lo de:
Mala la hubistes, franceses,
en esa de Roncesvalles,
que el inmortal Cervantes llegó a poner como el romance más popular en boca de un labrador del Toboso?
{8} Altabizarem cantua.
Oiubal aituia izauda
Escualdunen mendeüen artelic;
Eta etcheco-jauna, bere atiaren aitcinian chutic,
Idekitu beharrüac, eta errandu: norda hor? ¿Cer nahi dantel?
Eta chacurra bere nausiaren cinetan lo zaguena;
Alt chatuda eta carasiz Altabizaren ingurniac beteditu.
Ibanetaren lephuan harabostbat agercenda;
Hurbilcenda, arrokac ezker eta escuin iotcendi tuie lazic.
Horida urrundic helduden armada baten burrumba.
Mendüen capete taric guriec erepuerta emandiote.
Bere tunten seinuia adiaaçinte:
Eta etcheco-januac bere dardac choroch tentu.
¡Herdurida! ¡herdurida! ¡Cer lantzazco sasia!
¡Nola cernahi colorezco banderas hoi en erdian agertcendiren!
¡Cer sinuitac at heratcendiren hoï en armetaric!
¿Ceubat dira? Haurza, condaïtçac ongi!
Bat, büa, hirur, lau, bortz, sei, zatzpi, sortzi, bederatzi, hamar, bameca, hamabi,
Hamahirur, hamalau, hamabort, hamasei, hamazazpi, hemeçortzi, hemeretsi, hogoï.
¡Hogoï eta milaca oraïno!
Hoïen condatcia deubora, gastcia litake.
Hurbildet çagun gure beso çaï lac, errhotic alherabet çagun arroca horiec,
Botha detçahun mendáren petharra behera
Hoïen buruen gaïnezaino.
Leherdet çagun, herüoaz iodetçagun.
¿Cer nahiçuten gure medietaric norteco giçon horiec? ¿Certaco iendira gure baakiaren maasterat?
Jaungoïcoa mendiac endituiemar, nahi izandu hec giçonec ez pasatçia
Bainan arrohac biribicoïlca eroztcendira tropac leher candituzte.
Odola currutan badoha, haragi puscac dardaran dande.
¡Oh! ¡ceubat heçur carrascat huac! ¡Cer odolesco itsasua!
Escapa, escapa, indar eta zaidi ditucnïenac.
Escapa hadi, Carlomagno errege, hire luma beltcekin eta hire capa goria rekin.
Ire iloba maïtia Rolan çangarraha hautchet hila dago.
Bere cangarthasuna ieretaco ez tuiçan
Eta horai, Escualdunac, utzdiçagun arrhoca horiec.
Jausgiten fite igordetçakun queredardac escapa tcendiren contoa
¡Baduaci! ¡baduaci! ¿Nunda bada lantzazco sasi hura?
¿Nun dira hoïen erdian agericiren cernahi colorezco bandera hec?
Ezta gihüago simistaric atheratcen hoïen arma odolez bethetaric.
¿Ceuban dira? ¡Haura, condaitçac ongi!
Hogoi, hemeretzi, hemeçortzi, hamazazpi, hamazei, hamabortz, hamalaü, hamahirur,
Hamabi, hameca, hamar, bederatzi, zortzi, zatzpi, sei, bortz, laü, hirur, büa, bat.
¡Bat! Ezta bibiric ageri gihïiago.
¡Akhaboda! Etcheco-jauna, inaïten ahaltcia çure Macurrarekin,
Zure emaztiaren, eta çure haurren bezarcat cerat,
Zure darden garbitcerat, eta altchatcerat, çure tuntekin, eta gero heüen gaïnian et çatçat eta lociteat.
Gabaz arrchanuac ienendira haragi pusca leherta horien iaterat
Eta hezur horiec oro zuritu codira eternitatean.
Este bello canto de guerra en lengua euskara, cuya tradición aún se conserva entre los habitantes de los Pirineos donde pasó la batalla de Roncesvalles a que alude, hállase en el Recueil de M. J. Michel, Chansons de Roland, appd. pag. 226, y en el Journal de l'Institut historique, tom. 1 pag. 476.– El Altabizar es una colina que domina el vallado de Roncesvalles.
{9} No es posible formar una idea medianamente exacta de estos sucesos por la historia de Mariana. En el cap. 11 del lib. VII, que titula: Como Carlo-Magno vino en España, altera fechas, refiere fábulas, supone hechos, ni probados ni verosímiles, añade dos o tres venidas de Carlo-Magno que no hubo, confunde épocas, y confunde también al lector, que debe mirar como no existente dicho capítulo.
{10} Conde, part. II, cap. 23.
{11} Víctor Hugo.
{12} Abderrahman hizo la parte principal, desde el muro occidental hasta la undécima nave inclusive. Según el autor del Indicador Cordobés (edición de 1837), la actual catedral de Córdoba compendia en sí la historia de los cuatro grandes períodos de la España romana, gótica, arábiga y restaurada. En el sitio que hoy ocupa este grandioso templo estuvo el que los romanos dedicaron a Jano, que llamaron Augusto. De ello se hallaron dos inscripciones cuando se abrieron los cimientos para la fábrica de la capilla mayor, que están hoy colocadas en el arco llamado de las Bendiciones. En este mismo sitio, según la opinión más probable, estuvo en tiempo de los godos el templo de San Jorge, aquel fuerte donde se refugiaron los caballeros godos y cordobeses cuando la invasión de Mugueiz el Rumi, y que de la catástrofe en él ocurrida se llamó iglesia de los Mártires. Después fue la gran mezquita, y San Fernando la convirtió en catedral cristiana, cuyo destino conserva.
{13} Conde, cap. 24.
{14} Abderramen magnus rex Maurorum... Chron. n. 48.
{15} Hist. Arab. 18.
{16} Alcant., Hist. de Granada, tom. II.
{17} Corrupción de Emir-al-mumenin, emir o jefe de los creyentes.