Filosofía en español 
Filosofía en español


Parte segunda Edad media

Libro I

Capítulo XIII
Fisonomía social de ambos pueblos en este periodo
(siglo IX)

I. Extensión material de los tres estados cristianos a la muerte de Alfonso III.– Observación importante sobre las turbulencias que señalaron estos reinados; en Asturias, en Cataluña, y en los imperios árabe y franco-germano.– Extrañas relaciones entre unos y otros pueblos.– Examinase el móvil y principio que las dictaba.– Espíritu religioso del pueblo.– Conducta de los monarcas. Su política.– Respeto de los árabes a Alfonso el Magno.– Nobleza de los árabes: perfidia y doblez de la raza berberisca.– Estado de las letras en esta época.– II. Qué leyes regían en cada uno de los estados.– Asturias: legislación goda.– Condado de Barcelona: leyes góticas: leyes francas.– Navarra: fuero de Sobrarbe.– Qué era.– Diversos juicios sobre este código.– Opinión del autor.– Otras observaciones sobre el gobierno de los estados cristianos.– III. De la lengua que en este tiempo se hablaría en España.– Principio de la formación de un nuevo idioma.– Qué elementos entraron en él.– Origen del castellano.– Idem del lemosín.
 

I. Cerca de otro siglo ha trascurrido desde Alfonso II el Casto hasta Alfonso III el Magno, desde Abderrahman II hasta la proclamación de Abderrahman III: y en este período la situación material y moral de ambos pueblos ha sufrido modificaciones sensibles. La España cristiana ha crecido, el imperio musulmán ha menguado: los confines de la una han avanzado, los límites del otro han retrocedido. Un hijo del rey de Asturias se atreve ya a establecer su corte en León; ya no se necesitan riscos que constituyan un valladar al pequeño reino de Asturias; basta ya el Duero, que corre por país llano, para servir de frontera al que ha sido reino de Asturias y comienza a serlo de León. Aquel otro país del Pirineo, la Vasconia Navarra, que tanto ha pugnado por recobrar su apetecida libertad, ha logrado sacudir la triple dependencia que alternativamente pesaba sobre ella o la amenazaba, la de los francos, la de los árabes y la de los asturianos. Roncesvalles la ha libertado de la primera; Pamplona de la segunda; un matrimonio, una mujer, Jimena, ha recabado de un rey de Asturias una especie de fiat a la independencia en que de hecho se habían constituido ya los navarros; y ya la Navarra es otro reino cristiano aparte, con monarcas y leyes propias. Aquella Marca Hispana que al Oriente de la Península fundaron los emperadores francos, ha redimido el feudo de la Francia y se ha erigido también en estado español independiente. El condado de Barcelona se ha hecho otro reino cristiano; que si sus condes siguen usando este modesto título, el nombre será signo de su modestia, no de que falten al estado las condiciones de monarquía, al modo que se cuentan por emperadores y califas de Córdoba los que hasta ahora han conservado el sencillo título de emires.

Vio, pues, el siglo IX constituido dentro de los naturales lindes de la Península tres estados cristianos, independientes entre sí, que han ido arrancando al imperio musulmán los territorios comprendidos, de una parte desde el mar Cantábrico hasta el Duero, de otra desde el Pirineo hasta el Ebro. Y a estas adquisiciones de las armas cristianas se agregan las usurpaciones que la rebelión ha hecho al imperio muslímico, dominando un rebelde mahometano desde el Ebro hasta el Tajo, desde más allá de Zaragoza hasta más acá de Toledo. Gran desmembración, que no han bastado a impedir ni la actividad, ni la política, ni los talentos militares de los emires.

Han imperado en este período en Asturias Ramiro, Ordoño y Alfonso el Magno; en Córdoba Abderrahman II, Mohammed, Almondhir y Abdallah; en Navarra los dos Garcías y Sancho; en Barcelona, después de los siete condes francos, los españoles Wifredo y Borrell; en Francia Luis el Pío, y sus hijos Carlos, Lotario y Pepino.

No hemos visto que ningún historiador haya reparado en la semejanza y analogía de los elementos y contrariedades con que tuvo que luchar cada uno de los soberanos o jefes de estos estados, o de tan diferentes procedencias, o de tan distintas religiones; y sin embargo, creemos que esta observación nos revelará en gran parte la índole, la tendencia, el genio, los rasgos comunes de la fisonomía de cada pueblo en estos siglos: sediciones y revueltas en los países por cada uno dominados: rebeliones de súbditos, conspiraciones de magnates, conjuras y tramas de príncipes, de hermanos, de hijos de cada soberano reinante: ¡qué asimilación de circunstancias!

Ramiro no ha empuñado el cetro, cuando se ve suplantado por el conde Nepociano, y tiene que castigar después las conspiraciones de Aldroito y de Piniolo. Ordoño, antes que contra los enemigos de la fe, tiene que ensayar sus armas contra sus propios súbditos de la Vasconia alavesa rebeldes a su autoridad. El reinado de Alfonso III se inaugura con la rebelión de un conde como el de Ramiro, y antes que contra los sarracenos tiene que marchar contra los alaveses como Ordoño. Multiplicanse y se suceden en tiempo de aquel gran monarca las conjuraciones. Ya son los magnates Hanno y Hermenegildo, ya son los hermanos del príncipe, ya son sus propios hijos y esposa, que le ponen en el caso de desprenderse de un cetro que con tanta gloria y por tantos años había manejado.

¿Qué acontecía en el imperio musulmán? Abderrahman II, como Alhakem su padre, y como Hixem su abuelo, tiene que pelear contra sus propios parientes que le disputan el trono antes que con los cristianos sus naturales enemigos. Los Suleiman y los Abdallah, los Mohammed y los Aben-Mafot, son para los emires de Córdoba lo que los Nepocianos, los Aldroitos, los Piniolos, para los monarcas de Asturias. Los walíes del Ebro y del Pirineo se rebelan contra Abderrahman y Mohammed, como los condes de Galicia y de Álava contra Ramiro y Alfonso. En el reinado de Abdallah se suceden una tras otra las conjuraciones como en el de Alfonso el Magno. Los Hafsûn, los Muza, los Lupos, los Suar y Aben Suquela son para el emir Abdallah lo que los Fruelas, los Hannos, los Hermenegildos y los Witizas para el rey Alfonso. Si contra Alfonso se alzaron sus hermanos y sus hijos en Oviedo y Zamora, contra Abdallah se rebelaron dos hermanos y un hijo en Sevilla: Mohammed, Alkasim y Alasbag nos recuerdan a García, Fruela y Ordoño.

¿Reinaba más armonía entre los cristianos de la Marca Hispana? Bera, primer conde godo-franco de Barcelona, es acusado de traidor por otro godo, y condenado a muerte. Bernhard, después de haber sido combatido por un conde del palacio imperial, muere asesinado por el mismo Carlos el Calvo, su emperador, y probablemente su padre. Aledran es hecho prisionero por Guillermo, y Guillermo a su vez muere a manos de los parciales de Aledran. Supónese al conde Salomón autor del asesinato de Wifredo el de Arria, y Salomón a su turno perece a manos de los catalanes, que proclaman a Wifredo el Velloso.

¿Había más concordia entre los sucesores de Carlo-Magno y Luis el Pío, entre estos príncipes, entre quienes se distribuyó el imperio del nuevo César de Occidente? Por favorecer Luis a su hijo menor Carlos el Calvo desmembra la herencia de Lotario: los obispos no escrupulizan de alentar la sedición de el hijo contra el padre, y Pepino y Luis sus hermanos se ligan con el hermano mayor contra el padre de los tres, como Fruela y Ordoño se ligaron en Asturias con su hermano mayor García contra su padre común Alfonso el Magno. Los leudes destronan a Luis en el Campo del Perjurio, como los nobles habían destronado en Oviedo a Alfonso el Casto, y condenado Luis en un concilio a penitencia canónica por el resto de sus días, viste públicamente el cilicio y el saco gris de la penitencia en la Abadía de Saint-Medard, como Alfonso el Casto en el monasterio Abelianense, aunque luego recobra el trono como Alfonso II. ¿Hay necesidad de recordar el destronamiento de Carlos el Calvo por su hermano Luis el Germánico, y las perpetuas guerras domésticas en que anduvo siempre envuelto el débil nieto de Carlo-Magno?

A vista de este cuadro, de esta fisonomía que presentan el imperio franco-germano, franco-germano, la España Oriental y Septentrional, los reinos y estados cristianos, el imperio árabe-hispano de Mediodía y Occidente, ¿no podremos designar este espíritu de sedición, de discordia y de rebeldía, como uno de los caracteres del genio de la época, y en este germen de insubordinación y de ruda independencia entrever ya en lontananza el gran fraccionamiento y descomposición a que ha de venir la España cristiana, y más todavía la España sarracena?

Este mismo espíritu producía las transacciones más extrañas y las alianzas mas injustificables entre gentes de distintas y aun opuestas creencias y principios. ¿Era ya la fe, era el principio religioso el solo que motivaba los pactos o las rupturas entre los dos pueblos contendientes, y el que aflojaba o estrechaba los vínculos sociales? ¿O prevalecían ya el interés y la política sobre el principio religioso? Es lo cierto que hemos visto pelear no solo ya cristianos con musulmanes, sino cristianos con cristianos y agarenos con agarenos: y lo que es más, al tiempo que los guerreros del cristianismo se hostilizan entre sí, negocian tratos de alianza y amistad con los sectarios de Mahoma, y pelean juntos y unidos por una misma causa, que parece no puede ser la del Evangelio: y mientras los seguidores del Profeta se despedazan entre sí, se ligan en confederaciones solemnes con los monarcas o condes cristianos, y sus huestes combaten unidas y mezcladas por una causa que parece no puede ser tampoco el triunfo del Corán. Si antes vimos al moro Balhul acaudillando guerrilleros cristianos en el Pirineo Oriental contra su propio emir, vemos luego a Caleb ben Hafsûn al frente de los montañeses cristianos de Jaca desprenderse de aquellos riscos para batir las huestes del soberano Ommiada. Si antes los cristianos de la Vasconia imploraban la ayuda de los emires cordobeses contra los reyes cristianos de Aquitania, después García de Navarra se enlaza con la hija de Muza el renegado, y combate contra el monarca cristiano de Asturias.

Podríamos atribuir estos y otros semejantes ejemplos o a personales resentimientos y ambiciones, o a individuales deslealtades, que nunca faltan en todo pueblo y en toda causa por popular y nacional que sea, o a odios de localidad, de tribu o de familia, si no viésemos tales alianzas y tratos erigidos como en sistema entre los más poderosos soberanos de unos y otros estados y de opuestas y enemigas creencias; si no viésemos a los condes de la Gothia, a los caudillos o reyes de la Vasconia, a los emperadores cristianos de Occidente, aliarse, no ya solo con la corte del imperio mahometano, sino con cualquier caudillo musulmán que no tuviese más representación que la de un intrépido capitán de bandidos; si no viésemos a los mismos monarcas de Asturias, los legítimos representantes de la causa cristiana, al mismo Alfonso el Magno, el piadoso, el devoto, que fundaba basílicas y convocaba concilios, hacer alianzas ofensivas y defensivas, y observarlas con religiosa escrupulosidad con Abdallah, último soberano del imperio muslímico el siglo IX.

¿Deberemos sospechar por eso que el sentimiento religioso de ambos pueblos no se conservaba ya tan puro como en los primeros tiempos de la conquista y de la restauración? Creemos que no hay necesidad de suponer que se hubiera ido enfriando o evaporando el ardor religioso para explicar las causas de unas negociaciones y conciertos, que en verdad se habrían tenido por irrealizables en el principio de una lucha, que parecía haber abierto una sima infranqueable entre los dos pueblos. Creemos, y es más natural que así fuese, que obraban así los más por ambición, por rivalidades de localidad y de origen, por enconos y venganzas, por amor a la independencia individual, y por pasiones humanas comunes a musulmanes y a cristianos. Aconsejábaselo a los monarcas la necesidad o la conveniencia política, a la cual no escrupulizaban en sacrificar una parte de la antipatía religiosa a trueque de libertarse de un vecino temible o de quedar desembarazados para atender a un competidor peligroso. Pero el pueblo, que no alcanzaba las miras políticas de sus soberanos, estaba pronto a murmurar de unos convenios de que se figuraba no podían salir sino muy lastimadas sus creencias. Así los árabes andaluces y los moros de Toledo criticaban a Abdallah de mal creyente porque negociaba paces y alianzas con Alfonso el infiel, y los unos omitían su nombre en la oración pública, y los otros excitaban a la rebelión contra el ismaelita excomulgado. Así los cristianos de Asturias, aun cuando nuestras crónicas explícitamente no lo expresen, debían llevar muy a enojo la larga paz de Alfonso con los soberanos infieles de Córdoba, pues no se comprende de otro modo el grande apoyo que encontraron en el reino sus rebeldes hijos, siendo como era Alfonso un monarca tan esclarecido y de tan grandes prendas, y que a tan alto punto de esplendor había sabido ensalzar la monarquía.

El primero que contó el milagro de la batalla de Clavijo se mostró más conocedor del espíritu del pueblo que de su historia. Porque tal era la fe y el entusiasmo religioso de los soldados españoles de aquel tiempo, que si les hubieran dicho que peleaba por ellos el apóstol Santiago en persona hubieran jurado verle, como los soldados de Constantino juraban haber visto la misteriosa cruz; y con el mismo ardor que combatieron las legiones del emperador romano en los campos del Tíber hubieran lidiado las huestes de Ramiro en el collado de Clavijo, confiados en que el esclarecido capitán los sacaría triunfantes cualquiera que fuese el número de los infieles. Y este espíritu fue el que les dio, no ya la victoria fabulosa de Clavijo con Ramiro, sino el triunfo verdadero de Albelda con Ordoño, casi en el mismo sitio en que se supuso la primera.

Gran monarca fue este Ordoño. «Príncipe, decía su epitafio de Oviedo, de quien siempre hablará la fama, cuyo semejante no verán quizá los siglos futuros.» Sin poder convenir nosotros con el autor del honroso epitafio, y más cuando hemos visto sucederle un Alfonso III, no ya semejante, sino muy superior a Ordoño, debiéronle engrandecimiento la religión y el reino. Administrador celoso y acertado, mereció el título más honroso de los reyes, el de padre de los pueblos. Fue, dicen, de irreprensibles costumbres, y esto más que la fortuna y el valor en las batallas nos hace mirar con gusto su alabanza en el sarcófago de Oviedo.

¿Pero era Alfonso III menos piadoso y menos devoto que sus antecesores porque celebrase tratos de paz y viviese a veces en buena inteligencia con los emires del imperio mahometano? ¿Lo sería por que enviara sus hijos a instruirse en las ciencias naturales en las escuelas arábigas de Zaragoza de acuerdo y aun bajo la protección del walí Ismael? Alfonso, bastante ilustrado para no confundir la educación profana con la religiosa, y bastante discreto para distinguir las necesidades del guerrero de los deberes del creyente, no cedió a ninguno de sus predecesores en actos de piedad cristiana. Bajo su reinado, y merced a sus generosas donaciones, prosperan el culto, la riqueza y la magnificencia de los templos. La iglesia compostelana, erigida de pobre y tosco material por Alfonso el Casto, se trasforma en templo suntuoso de sólidos sillares por la mano liberal de Alfonso el Magno. La de Oviedo, que había hecho catedral Alfonso II, es elevada a metropolitana por el tercer Alfonso, y asigna rentas de que puedan vivir a los obispos de las ciudades ocupadas por los infieles, que se habían ido congregando en Oviedo. Propúsose exceder al rey Casto en esplendidez y largueza, y al modo que aquel enriqueció el templo del Salvador con la famosa cruz de los Ángeles, éste no satisfecho con haber hecho el presente de una hermosísima cruz de oro a la iglesia de Santiago, regala a la de Oviedo otra cruz aun más preciosa, forrada en planchas de oro, con labores de esmalte, y tachonada de riquísimas piedras, casi con las mismas inscripciones que se leían en la del segundo Alfonso, como si en los actos más piadosos no pudiera dejar de entreverse el orgullo humano. El alma o parte interior de esta segunda cruz es de roble. ¿Qué misterio encierra este leño? Encierra un recuerdo el más propio para excitar al mismo tiempo el entusiasmo religioso y el patriotismo de los asturianos. Es la misma cruz de Pelayo, es aquella cruz rústica que el primer libertador de España tenía en Covadonga, y con la cual se presentó en el glorioso combate. Es la cruz de la Victoria, que así la llama el pueblo, porque con ella venció su héroe.

¿Cuál sería el móvil principal que impulsara a Alfonso a consagrar este don, que Ambrosio de Morales, teniéndole a la vista, llamó la más rica joya de España? ¿Sería todo piedad, mezclaríase algo de rivalidad humana, o seria acaso un pensamiento político? Todo pudo aunarse en unos tiempos en que si la devoción y la piedad eran verdaderas virtudes en los príncipes, tenían que ser también su política, como el medio de captarse las voluntades de unos pueblos para quienes era todo la fe{1}.

Al espirar el año 883 y comenzar el 884, presenciaron los españoles, cristianos y musulmanes, un espectáculo interesante, cuadro dramático y tierno, que representa y dibuja a los ojos del hombre pensador, mejor que los documentos históricos, la índole de la época y la situación respectiva en que se habían colocado ya los dos pueblos. Un embajador cristiano se había presentado en la corte mahometana de Córdoba, enviado por el rey de Asturias. Este embajador era un ministro del altar, era un presbítero, Dulcidio de Toledo. ¿Cómo así se ha atrevido ya un sacerdote de Cristo a presentarse, solo, desarmado, indefenso, en la capital del imperio Ommiada, allí donde está el sucesor de Mahoma, el terrible Mohammed, gran perseguidor que ha sido de los cristianos? Es que este Mohammed ha solicitado una tregua, ha propuesto una alianza al rey cristiano Alfonso el temido, y ese sacerdote ha llevado de Alfonso la misión de ajustar las condiciones de la paz. Entre estas condiciones había entrado una muy propia del espíritu de aquel tiempo, la de que los cuerpos de los santos mártires Eulogio y Leocricia que los mozárabes de Córdoba guardaban fuesen trasladados a Oviedo. Accedió a todo el emir, y las reliquias de dos santos, conducidas por un sacerdote, cruzaron pacíficamente desde el Mediodía de España hasta su extremidad septentrional por en medio de pueblos mahometanos, sin que nadie se atreviese a inquietar ni los sagrados restos ni al ministro de paz que los conducía. Una solemne festividad religiosa anunciaba el 9 de enero en la corte del reino cristiano la llegada del precioso tesoro. Es extraño que la imaginación poética de los orientales no augurara de esta primera humillación del islamismo que pudiera un día el templo del Salvador de Oviedo donde iban las reliquias, acabar de abatir la gran mezquita de la ciudad de donde salían.

¡Sublime testimonio del gran respeto que debía inspirar ya a los infieles el solo nombre de Alfonso el cristiano! ¿Y cómo no habían de respetar al vencedor de Abdel Walid, al triunfador de Órbigo, de Polvoraria, de Sahagún y de Zamora, al que les había arrancado a Deza y Atienza, a Salamanca y Coria, al que los había arrojado de Coímbra, de Porto, de Auca, de Lamego y de Viseo, al que se había atrevido a llevar las lanzas cristianas hasta tocar con ellas los viejos torreones de la antigua corte de Recaredo y de Wamba? ¡Príncipe magnánimo, que después de abdicar un cetro que empuñara con gloria por espacio de 45 años, tuvo la heroica humildad de pedir permiso al mismo a quien acababa de hacer monarca para combatir a los infieles, y que, anciano y destronado, acreditó que para ser grande y vencedor no necesitaba ni de juventud ni de cetro, y ejecutada su postrera hazaña bajó tan satisfecho al sepulcro como había descendido resignado del trono!

Por lo menos entre los monarcas de Asturias y los emires de Córdoba hemos visto guardarse los pactos con cierta nobleza y dignidad correspondiente a dos grandes poderes. La sangre árabe mostrábase por lo común menos indigna de mezclarse con la sangre española. Perfidia y doblez era lo que acreditaban casi siempre los caudillos berberiscos. Estos africanos no solo no escrupulizaban de faltar abiertamente a las promesas y convenios, sino que empleaban los artificios mas aleves para engañar así a cristianos como a musulmanes, así a enemigos como a favorecedores. Zaid, Hassam, Amrú, hacen gala de rebelarse primero contra su soberano para burlar después a Carlo-Magno y Luis. Mohammed ben Abdelgebir, el revolucionario de Mérida, infiel a Abderrahman, concluye con ser traidor a Alfonso el Casto, a quien había debido asilo y hospitalidad. Hafsûm, el famoso jefe de bandidos de Trujillo, gran revolvedor en el Pirineo y en el Ebro, después de protestar sumisión, obediencia y lealtad a Mohammed, asesina traidoramente a su nieto Ben Cassim y a las tropas que el confiado emir le suministrara. Su hijo Caleb, heredero de su deslealtad, ejecuta en Toledo una felonía semejante a la de su padre en Alcañiz, abusando tan alevemente de la buena fe de Haxem, como su padre había abusado de la de Almondhir. Abdallah ben Lopia corresponde con ingratitud a Alfonso III protector de su padre; abandónale sin motivo, para aliarse después y faltar alternativamente a sus dos tíos, al emperador musulmán y al monarca cristiano. La conducta de Muza el renegado con árabes y españoles, con extraños y con deudos, mostró lo que había que fiar en la fe morisca. Parecía que estos africanos se habían propuesto renovar en España y resucitar la memoria de aquella fe púnica de los otros africanos sus mayores, los cartagineses.

En este período han comenzado a sonar en Álava, Castilla y Galicia, y como a anunciar su futura influencia los condes gobernadores de provincias y castillos. En Álava, Eilon y Vela Jiménez, rebelde y prisionero el uno, enviado a reemplazarle el otro: en Castilla Rodrigo, de desconocido linaje, Diego Rodríguez Porcellos su hijo, fundador de Burgos, Nuño Núñez, gobernador de Castrojeriz, Nuño Fernández, suegro de García de León y conspirador con él: en Galicia Pedro, el que arrojó a los normandos, y Fruela, el que se levantó contra Alfonso III. Hasta ahora han sido gobernadores puestos por los monarcas; no tardarán en aspirar a ser independientes.

Época estéril todavía en letras, no dejaba de haber ya escuelas cristianas, tales como la estrechez de los tiempos las permitía. Abundaban los libros sagrados{2}, y no faltaba algún obispo y algún monje que escribiera las crónicas de los sucesos; y si la que hemos citado tantas veces como del obispo Sebastián de Salamanca no fue acaso del mismo rey Alfonso III, como muchos sostienen, y con cuyo nombre es también conocida, prueba por lo menos que se suponía a aquel monarca bastante aficionado a las letras para hacerla escribir, o con bastante capacidad para escribirla él mismo{3}.

II. ¿Cómo y por qué leyes se regían estos tres estados cristianos independientes que se han formado en la Península? Distintos en origen y procedencia, distintos el carácter, las costumbres, las tendencias de cada localidad, distintos tenían que ser también los principios que sirvieran de base a su organización, y diversa la fisonomía social de Asturias, de Barcelona y de Navarra.

Las tradiciones y las leyes góticas seguían prevaleciendo en el más antiguo de los tres reinos, así en la corte como en la iglesia, así en el orden de sucesión al trono como en el sistema penal; y las dos asambleas de obispos que el tercer Alfonso congregó en Santiago y en Oviedo, para consagrar aquella iglesia reedificada por él, y para elevar esta a la clase y dignidad de metropolitana, ambas fueron como una reproducción de los concilios góticos, con la misma intervención que en aquellas antiguas congregaciones eclesiásticas tenían respectivamente los monarcas y los prelados{4}.

Mixto de origen godo y franco el condado de Barcelona, tenían que reflejar en su constitución y en sus usos el genio y carácter de los dos pueblos de que procedía. Godos eran los que se habían refugiado en considerable número a aquel territorio; con el nombre de Gothia se señaló el vasto país de que formaba parte la Marca Hispana, y después el condado de Barcelona, y era natural que se considerara en derecho como vigente la legislación goda; por lo mismo no es maravilla que las leyes godas se citaran con la frecuencia que manifiestan los documentos insertos en el apéndice a la Marca Hispánica del arzobispo Pedro de Marca. ¿Pero cómo había de dejar de sentirse al propio tiempo, y aun con más fuerza, la influencia inmediata de la organización y de las costumbres francas, habiendo sido los monarcas francos los creadores de aquel estado? ¿Cómo no había de participar el condado de Barcelona, aun después de erigido en independiente, de la constitución, de la índole, de la legislación de la monarquía franca, de que era hijo, y de que había sido feudatario? De aquí la necesidad que más adelante se reconoció de corregir en parte la legislación goda y de suplir lo que a ella faltaba con los Usages, que a su tiempo daremos a conocer, como lo hicimos con el fuero de los visigodos.

Desde luego se observa en el condado de Barcelona el principio hereditario de la soberanía, con aquella especie de carácter patrimonial y de familia que le daban los reyes de la raza Carlovingia, tan diferente del principio cuasi electivo que seguía observándose en la monarquía de Asturias. Veíase el tinte, la fisonomía feudal que constituía la organización de las monarquías francas, y que arrancando de la corona se extendía a las últimas autoridades y funcionarios del estado, formando como una escala jerárquica de infeudaciones, de señoríos y de vasallaje, viniendo a ser la condición social del condado de Barcelona por causas de origen y de influencia casi idéntica a la de aquellas monarquías, como nos lo irá demostrando la historia{5}.

Si oscuro, intrincado y nubloso hemos hallado el origen y principio del reino de Navarra, no rodea más claridad ni alumbra mas copia de luz al origen, época y naturaleza del primer código de leyes que se supone hecho por los navarros, conocido con el nombre de Fuero de Sobrarbe. ¿Qué era, y dónde y cuándo nació el famoso Fuero de Sobrarbe? Compendiaremos lo que se cuenta de la historia de este código, que así se refiere al reino de Navarra como al de Aragón, que algunos suponen simultáneos, pretendiendo otros hacer aquel posterior a este, que es la eterna disputa que el afán de la antigüedad ha suscitado, y mantendrá si se quiere perpetuamente entre aragoneses y navarros, como si uno y otro país no abundaran de verdaderas glorias históricas, sin necesidad de encaramarse a buscarlas allá donde no pueden hacer sino darse tormento a sí propios y dársele al historiador.

Dícese que un ermitaño llamado Juan, con deseo de hacer vida retirada, construyó para sí una morada en el monte Uruel cerca de Jaca, donde levantó también una capilla con la advocación de San Juan Bautista. La fama de su santidad le atrajo otros cuatro compañeros que quisieron hacer la misma vida ascética y eremítica que él. Cuando murió el ermitaño Juan, acudió mucha gente de la comarca a hacerle las honras. Entre los concurrentes lo fueron trescientos nobles o caballeros, que algunos hacen subir a seiscientos, los cuales no iban, dicen otros, a hacer las exequias al ermitaño Juan de Atarés, sino huyendo de los conquistadores moros. Allí reunidos, comenzaron a tratar de la manera de defender su país de los infieles y sacudir su pesada servidumbre, y entonces aclamaron por rey o caudillo, según unos a Íñigo Arista, según otros a García Jiménez, que suponen dio el señorío de Aragón al conde Aznar, padre de Galindo que le sucedió en el condado de aquella tierra. Bajo la conducta de aquel jefe ganaron una gloriosa batalla sobre un numeroso ejército de moros junto a la villa de Ainsa, que desde entonces fue como la capital del naciente reino de Sobrarbe. A la media legua de esta villa se encuentra una cruz puesta sobre una columna de piedra, imitando el tronco de un árbol, rodeada de otras columnitas de orden dórico, que sostienen una media naranja cubierta de pizarra, cerrado todo el monumento por una verja de hierro. Este, dicen, fue el sitio de aquella célebre victoria, y aquella cruz es el emblema de una cruz roja que se le apareció al afortunado caudillo sobre una encina durante la refriega, y de la cual viene el nombre de Sobrarbe, contracción de sobre-el-árbol, si bien otros le derivan de super-Arbem, sobre la sierra de Arbe. Todos los años el 14 de setiembre acuden los fieles en romería a aquella capilla, y para mantener viva la memoria de tan glorioso suceso algunos vecinos vestidos de moros hacen una especie de simulacro de la referida batalla. Esta es una de las diferentes versiones con que se explica el nacimiento del reino de Sobrarbe a principios del siglo VIII.{6}

Añádese que al depositar aquellos montañeses el poder en manos de un caudillo le pusieron entre otras las condiciones siguientes: «que jurase mantenerlos en derecho y mejorar siempre sus fueros; que se obligase a partir la tierra y distribuir bienes y honores entre los naturales del país; que ningún rey pudiera juzgar, ni hacer guerra, paz o tregua, ni determinar negocios graves con príncipe alguno, sin acuerdo de doce ricos-omes, o de doce de los más ancianos y sabios de la tierra.» A esto poco más o menos se reducía el Fuero de Sobrarbe según Moret y Elizondo; el mismo en lo sustancial, pero distinto en los términos del que trae Blanca en sus comentarios de las cosas de Aragón, escrito en la propia forma y estilo que las famosas leyes de las Doce Tablas de los romanos{7}. Avanzan algunos escritores aragoneses a asegurar que en el Fuero de Sobrarbe se estableció ya la dignidad del Justicia, que tan célebre se hizo en la historia política y civil de aquel reino; y no lo dirían sin fundamento a ser ciertas las palabras del Fuero latino: Judex quidam medius adesto, ad quem a rege provocare &c.

En vista de esto, ¿será cierta la existencia del Fuero de Sobrarbe? El historiador Moret que trató de propósito esta materia después de haber consultado los archivos, y a cuyo buen juicio y espíritu investigador hacen justicia los mismos que difieren de sus opiniones, sienta como cosa incontestable que el Fuero de Sobrarbe no pudo redactarse hasta fines del siglo XI en tiempo de don Sancho Ramírez{8}. El motivo, dice, de haberse puesto en forma por don Sancho Ramírez el Fuero de Sobrarbe fueron las grandes quejas que en su reinado se levantaron acerca del gobierno, leyes y forma de juzgar entre aragoneses, pamploneses y sobrarbinos. Así lo indica aquel rey en una escritura suya, según la cual pasó a arreglarlo todo con los magnates en San Juan de la Peña{9}.

Niegan muchos modernos no solo la existencia del Fuero sino hasta la del reino mismo de Sobrarbe, que ciertamente no hallamos mencionado en las crónicas que nos han servido de guía, al menos como existente en la época remota en que se supone{10}.

El señor Yanguas, antiguo archivero de la diputación de Navarra, y de cuyos conocimientos en esta materia tenemos más de un testimonio en sus diferentes obras{11}, dice así hablando del Fuero de Sobrarbe: «Si oscura es la materia que acabamos de explicar{12}, no lo es menos la del origen del Fuero de Sobrarbe, y el tiempo en que se estableció: porque el Fuero primitivo no existe, y son muchos los códices que andan manuscritos, casi todos de diferente contexto, variados y adicionados... Yo sospecho que el Fuero original de Sobrarbe contenía muy pocos artículos, reducidos principalmente a la forma de levantar rey, su juramento, y las prerrogativas de la nobleza y del país de Sobrarbe a quien parece se concedió; de manera que podía titularse el Fuero de los Infanzones, como lo indica el artículo 137 del códice de Tudela que dice así: «Et establimos e damos por fuero a los infanzones de Sobrarbe &c.{13}» Y más adelante: «El título y prólogo de este Fuero de Sobrarbe tampoco dan ninguna luz acerca de la época de su establecimiento, porque están llenos de inconexiones.» El de Tudela comienza diciendo: «En el nombre de Jesucrist, que es e será nuestro salvamento, empezamos este libro, por siempre remembramiento, de los Fueros de Sobrarbe e de cristiandad exaltamiento.» «En medio de estas dificultades, dice después, solo se puede asegurar que hubo un Fuero de Sobrarbe, pero nada de la época en que se estableció, del rey que intervino en su concesión, ni de sus leyes primitivas. Pudiera dudarse también si se le dio el nombre de Fuero de Sobrarbe por haberlo concedido a ese país, o por haberse formado en él; pero parece más cierto lo primero, si se examina con reflexión el artículo 137 ya copiado: et establimos e damos por fuero a los infanzones de Sobrarbe: lo cual indica que dicho Fuero era relativo únicamente a la nobleza, esto es, a los hombres libres: pero también se mezclaron en ese código leyes y costumbres antiguas, y se adicionaron otras sucesivamente... Puede asegurarse finalmente, que hubo ciertos pactos sociales y jurados entre los monarcas y los pueblos de Navarra, Sobrarbe y Aragón, cuyos naturales, unidos desde el principio de la guerra contra los africanos, por costumbres, simpatías y necesidades que les eran comunes, caminaron también acordes en sus instituciones civiles, hasta que la división de las monarquías, las nuevas conquistas de Aragón, y las relaciones de Navarra con Francia, les hizo contraer respectivamente otros hábitos, y alejarse con el tiempo de los primitivos{14}

La Academia de la Historia (dice el académico Tapia), que registró tantos autores y documentos originales para ilustrar la primera época del reino Pirenaico, da por sentado que en la elección de Íñigo Arista se hicieron pactos fundamentales. Natural era, pues, prosigue, que se escribiesen para preservarlos del olvido; y esto se haría en latín, que era la lengua usada para los instrumentos públicos{15}.

Sentados estos precedentes, y omitiendo otros que no harían sino complicar esta reseña de las diversas opiniones sobre la existencia, carácter y origen del Fuero de Sobrarbe, nosotros creemos que los vascones del Pirineo y montañeses de Jaca, viéndose acometidos por los moros, y con noticia de la resistencia que a los mismos opusieron los cristianos de Asturias, se unieron y aliaron más estrechamente de lo que antes estaban, y reconociendo la necesidad de elegir un caudillo que los gobernara en la paz y en la guerra, y obrando conforme a su espíritu de independencia y a sus costumbres, impusieron a este caudillo, bien se llamara García Jiménez, bien Íñigo Arista, bien García Íñiguez, o bien Sancho Garcés, ciertos pactos y condiciones que creyeron necesarias para conservar sus libertades, y para que el gobierno que se iban a dar no degenerara en un despotismo como el de los últimos monarcas godos cuya memoria tuvieron acaso presente. No creemos que para esto fuese necesario un grado de ilustración como el que algunos modernos parece exigir para la redacción de aquellos fueros; bastaba para dictarlos el sentimiento de libertad y de independencia que era como innato a aquellos rústicos montañeses.

Tenemos, pues, por cierta la existencia de un pacto entre los pueblos aragoneses y navarros, todos vascones en aquel tiempo, y sus primeros reyes, cuyo pacto se llamaría entonces o después Fuero de Sobrarbe. Y así como convenimos en que aquellos primeros reyes, más que verdaderos monarcas serían unos caudillos militares, a quienes unos pueblos también guerreros confiaban el ejercicio de un poder mixto de legislativo, judicial y militar, así también convendremos en que aquellos fueros o no se escribieron en el principio, supliendo el juramento a la escritura, o si se consignaron por escrito, perdiéronse en aquella época de turbulencias y de guerras, quedando acaso mejor conservados en la memoria tradicional que en las diferentes copias que de ellos nos han dado diversos autores, las cuales opinamos con el juicioso Yanguas han sido variadas y adicionadas, no existiendo ya el primitivo fuero.

El estar basados sobre el Fuero de Sobrarbe así el general de Navarra, como los demás cuadernos legales que con el nombre de Fueros otorgaron después los reyes don Sancho Ramírez y don Alonso el Batatallador a las ciudades de Jaca y Tudela, y el haber sido el fundamento y principio de las tan famosas y celebradas libertades de Aragón que tan merecido renombre gozan en la historia, al propio tiempo que nos persuade no haber podido ser el llamado Fuero de Sobrarbe una mera invención o un hecho imaginado, nos da una alta idea del espíritu de independencia y libertad que abrigaban en sus corazones los rústicos montañeses del Pirineo, espíritu que unido a su denuedo y bizarría en los combates y al celo religioso que los animaba, contribuyó tanto a enfrenar el orgullo sarraceno, influyó tan poderosamente en la reconquista de España, y sirvió de nuevo cimiento a las libertades españolas, como en el discurso de la historia tendremos más de una ocasión de ver comprobado{16}.

Tales eran en general los respectivos principios que servían de base al gobierno de cada uno de los tres estados cristianos de la Península; gobierno imperfecto todavía, como de estados nacientes, pues si bien el de Asturias contaba ya dos siglos de existencia, la rudeza de los tiempos y la necesidad continua del pelear hacían que monarcas y súbditos atendieran más o a la propia defensa o a la conquista y material engrandecimiento de territorio que a la organización política y civil del estado, que al estudio de las letras, al fomento de la industria y de las artes, y a los medios de regularizar una administración.

III. ¿Qué lengua se hablaría en estos primeros siglos de la reconquista en las diversas comarcas y estados cristianos de España? Que el idioma se alteró y modificó con la gran revolución social que sufrió España, con la conquista de los árabes y la caída del imperio godo, es incuestionable. Fuera es de duda también que el latín, ya algo adulterado en la dominación goda aun entre las clases ilustradas y los hombres de letras, y más viciado y corrompido en el uso vulgar de las masas iliteratas e incultas, apareció desde los primeros tiempos de la restauración no solo alterado en su sintaxis, en sus casos y declinaciones, sino salpicado también de palabras nuevas y extrañas, que revelaban el nacimiento y formación de un nuevo lenguaje en el pueblo, cuyo lenguaje trascendía a los documentos oficiales, a las escrituras públicas y a los instrumentos solemnes. No hay sino ver los que de esta clase y de aquellos tiempos insertan en sus obras Yepes, Sandoval, Aguirre, Flórez, y otros coleccionistas de escrituras, de donaciones y privilegios de los primeros siglos de la restauración{17}.

¿Pero qué elementos entraban en la confección de este nuevo idioma, de que había de resultar andando el tiempo la rica y armoniosa lengua castellana? Creemos que los eruditos Aldrete, Pellicer, Poza, Mayans y Ciscar, Larramendi, Escolano, Sarmiento, Marina y otros ilustres españoles que han tratado de propósito esta materia hubieran podido andar más acordes en sus opiniones y sistemas, si algunos no se hubieran dejado llevar del apasionamiento hacia lo que se llaman glorias de cada país; flaqueza de que no suelen eximirse los escritores de mas ilustración y criterio{18}. No nos empeñaremos ahora nosotros en apurar la parte respectiva que en la formación del nuevo idioma que lentamente se elaboraba pudo caber a cada uno de los elementos que entraron en su composición: ni es de nuestro propósito, ni nos prometeríamos que de nuestro examen saliera una opinión menos sujeta a controversia que las de los autores citados. Cúmplenos solo como historiadores considerar las circunstancias de tiempo y de lugar en que comenzó a obrarse esta fusión de idiomas y la situación relativa en que cada pueblo entonces se hallaba, para deducir cuáles de ellos pudieron ejercer más influjo en la construcción de aquella nueva e imperfecta gramática, de que después había de resultar una de las más variadas y armoniosas lenguas vulgares.

Reunidos al abrigo de unos riscos los restos del imperio godo-hispano, apiñados allí y en inmediato contacto emigrados e indígenas, obispos, clérigos, monjes, nobles y pueblo de diferentes comarcas de España, así habitantes del interior como moradores de aquellas montañas que más habían resistido la influencia civilizadora de los pueblos dominadores; los unos con el influjo que les daba su mayor saber, los otros con el ascendiente del número; viviendo todos en íntimo trato y comunicación; hablando el clero y los hombres más ilustrados el latín heredado de los romanos, más o menos alterado o puro, degenerado en las masas, y adulterado y confundido en los dialectos usuales de estas con vocablos del primitivo idioma que siempre conservan los pueblos, y con los que en más o menos copia dejan y trasmiten a cada país las dominaciones que pasan, al modo de las arenas o del limo que los ríos desbordados van depositando en las comarcas que riegan: todos estos elementos, allí donde la necesidad, el peligro y el interés estrechaban tanto a los hombres, debieron entrar en la refundición del idioma que comenzó a obrarse. Por lo mismo no tenemos dificultad en convenir en que al latín, raíz principal y elemento dominante siempre, se agregarían voces célticas, euskaras, fenicias, púnicas, griegas y hebreas, y que alterando su sintaxis, y modificándole en sus casos, desinencias e inflexiones, dieran nacimiento a la lengua mixta, que perfeccionada y enriquecida había de ser la que después hablaran los españoles.

Siguiéronse luego las guerras con los árabes; las continuas y recíprocas irrupciones; las conquistas y reconquistas, las treguas y alianzas. Comarcas enteras eran dominadas frecuente y alternativamente por españoles y sarracenos; árabes resentidos emigraban a territorio cristiano, cristianos había en países de continuo ocupados por los árabes; ejércitos árabes y españoles peleaban juntos; cautivos musulmanes eran educados por los cristianos y los hacían sacerdotes, como los clérigos sacricantores de Alfonso el Casto; sacerdotes cristianos eran hechos cautivos por los sarracenos, y con sus predicaciones convertían después a los muslimes como San Víctor{19}; renegados de una y otra religión que se pasaban a los dominios contrarios; capitulaciones, cartas, embajadas, y por último enlaces matrimoniales entre súbditos y aún entre príncipes de ambos pueblos. Todas estas relaciones no podían menos de producir mezcla en los idiomas, y no extrañamos que Marina señale la lengua arábiga como una de las que se inocularon más en la que hoy se habla en Castilla{20}; ni que Escalígero dijera que eran tantas las voces arábigas que se encontraban en España, que podía hacerse de ellas un lexicón completo{21}. Y aunque no carezca de razón un crítico moderno cuando dice, «que entrando en el examen de la afinidad de las lenguas por el significado de ciertos vocablos y por el análisis, se entra en un laberinto y se prueban los mayores absurdos,» tales pueden ser las afinidades, y tan numerosas las voces y de tan clara procedencia, que no pueda ponerse en duda su origen, y no hay sino abrir el vocabulario español para hallar multitud de palabras cuya raíz, sabor y sonido arábigo es imposible desconocer.

Mientras así se formaba la lengua en el Norte de España, los cristianos del Mediodía de tal manera llegaron a arabizarse, que al decir del ilustre cordobés Pablo Álvaro{22}, a mediados del siglo IX apenas se encontraba en aquella tierra quien supiese escribir bien una carta en latín, habiendo por el contrario muchísimos que hacían elegantes y muy correctos y limados versos en árabe. Y esto hubiera acontecido de todos modos con el trascurso de los tiempos, aun cuando el emir Hixem no hubiera prohibido, como prohibió, que se enseñase el latín en las escuelas de los cristianos, y ordenado el uso del árabe para todas las transacciones sociales.

Entretanto en el Oriente de España, en la Cataluña o condado de Barcelona, formábase también otra lengua, nacida, como la castellana, del latín corrompido y modificado con los idiomas y dialectos de los pueblos de raza germánica que se establecieron en el Mediodía de la Francia, con quienes en tan inmediatas y tan largas relaciones estuvieron aquellas regiones españolas. Este idioma, construido también sobre las ruinas del romano, fue el provenzal o lemosín, del que dijo nuestro historiador Gaspar Escolano: «La tercera lengua maestra de las de España es la lemosina, y más general que todas... por ser la que se hablaba en Provenza, y toda la Guiayna, y la Francia Gótica, y la que agora se habla en el Principado de Cataluña, reino de Valencia, Islas de Mallorca, Minorca, &c.{23}» Y hablábase en efecto el lemosín en la larga zona comprendida desde las fronteras de Valencia y parte de Aragón, Cataluña, la Guiena, Languedoc, Provenza, y la Italia Septentrional hasta los Alpes: era la lengua de los célebres trovadores provenzales{24}.

No insistimos ahora más sobre este punto, porque la historia y los documentos nos irán mostrando cómo el idioma, siguiendo la misma marcha que la nación, se fue formando como ella sobre los fragmentos incoherentes y dispersos arrancados a anteriores dominaciones, que unidos con el tiempo habían de constituir una nación y una lengua propia, abundante y rica.




{1} En el tomo 37 de la España Sagrada pueden verse las escrituras de otras donaciones hechas a diferentes iglesias y monasterios por Alfonso el Magno.

{2} En el testamento o carta de dotación de Alfonso III a la iglesia de Oviedo se lee haber entrado en el número de las dádivas muchísimos libros sagrados: libros etiam divinæ paginæ plurimos.

{3} Atribuyéronla al primero, Pelayo de Oviedo, Ocampo, Morales y Sandoval; al segundo, Pérez, Mariana, Pellicer, Mondéjar, Pagi y otros. Puede verse sobre esto el Apéndice VII al tomo 13 de la España Sagrada de Flórez.

{4} En el concilio de Oviedo dijo el rey a los padres, que los había convocado para elegir metropolitano, arreglar la disciplina eclesiástica, y reformar las costumbres que con la revuelta de los tiempos andaban algo estragadas. Determinose en él entre otras cosas que se celebrasen sínodos dos veces cada año, y se concluyó mandando que se observasen los cánones de los de Toledo. Las actas se perdieron, y no hay razones bastante fuertes para asegurar que sean auténticas las que publicó Aguirre en el tom. 3.° de su colección. Véanse Risco, Esp. Sagr. tom. 37.– Ferreras, Sinopsis Hist.– Mariana se muestra bien poco versado en la historia cuando al hablar de este concilio dice: «No era lícito conforme a las leyes eclesiásticas convocar los obispos a concilio así no fuese con licencia del papa.» En harto fuertes términos le reprenden este error histórico sus dos ilustradores Mondéjar y Sabau. Nosotros le remitiríamos a la historia de los ocho siglos de la iglesia que iban trascurridos.

{5} El erudito catalán Masdeu se dejó sin duda arrastrar de un celo laudable, pero exagerado, de amor patrio, al sentar en términos absolutos que «Cataluña jamás recibió la legislación francesa.» (Historia crítica de España, t. 13). Aserción extraña en quien da cuenta de los nombramientos de condes hechos por los reyes francos, y de los preceptos de Carlo-Magno, Luis el Piadoso y Carlos el Calvo, que en el nombre mismo de preceptos parece llevar envuelto carácter jurisdiccional. Pudiera ser admisible la aserción del docto crítico si se refiriera a época posterior.

Merece mencionarse, por la idea que da de las costumbres de la época el singular privilegio que Ludovico Pío concedió a la iglesia de San Justo y Pastor de Barcelona, fundada y dotada por él. Cuando algún caballero era desafiado, retado y retador debían ir a jurar la batalla en dicha iglesia. El día del combate antes de pasar al campo habían de entrar en el templo a prestar juramento, el acusador de ser cierta la acusación, y el acusado de ser falsa, de pelear con armas legales, &c.– Pujades, chronica, part. II, lib. 40, cap. 14.

{6} De aquí han pretendido muchos escritores aragoneses derivar la antigüedad del reino de Aragón, disputándosela al de Navarra, apoyándose en la vecindad de Bigorra, de donde creen haber venido Íñigo Arista, en que los caballeros que se hallaron a la elección de rey eran de sus montañas, y en haber elegido para su sepultura aquellos primeros reyes los monasterios de San Juan de la Peña y San Vitorian; sin embargo, los críticos modernos no dudan en rechazar por apócrifas las inscripciones sepulcrales de San Juan de la Peña, uno de los grandes fundamentos de toda esta historia.

{7} He aquí el texto latino: In pace et justicia regnum regito, nobisque foros meliores irroganto.– E Mauris vindicabunda dividuntur inter ricos-homines non modo, sed etiam inter milites et infantiones.– Peregrinus autem homo nihil inde capito.– Jura dicere regis nefas esto, nisi adhibito subditorum consilio.– Bellum agredi, pacem inire, inducias agere, remve aliquam magni momenti pertractare caveto rex, præterquam seniorum annuente consilio.– Ne quid autem damni, detrimentive leges aut libertates patiantur, judex quidam medius adesto, ad quem a rege provocare, si aliquem læserit, injuriasque arcere, siquas forsan reipublicæ intulerit, jus fasque esto.

El que insertó Pellicer en castellano antiguo en sus Anales de España, copiado de un códice del Escorial, y compuesto de un prólogo y diez y seis leyes, ha sido calificado expresamente de apócrifo.

{8} Investig. Histor. lib. II.

{9} El original que vio Moret comenzaba asi: Quoniam mezclabatur omnis terra mea per judicios malos super terras, et vineas, et villas, placuit mihi supradicto regi, et veni ad Sanctum Joannem, &c.– Tabula pinnat. lig. 1, n. 20, lib. 1.

{10} «En mi concepto, dice Morón, no existió jamás el reino de Sobrarbe figurado por los aragoneses, ni el fuero que suponen en el modo y forma con que describen su redacción. Hasta don Sancho el Mayor, es decir, hasta el siglo XI, no hacen mérito los documentos históricos ni siquiera del territorio de Sobrarbe, ni aparece la monarquía de Aragón hasta que don Sancho el Mayor de Navarra dio este reino, pequeño a la sazón,aá don Sancho Ramírez.» «Y en el siglo XIII, añade, no se sabía siquiera lo que era el Fuero de Sobrarbe.» Hist. de la Civilización de España, tom. IV.

{11} En su Diccionario de Antigüedades del reino de Navarra, Diccionario de los Fueros, Apuntes para la sucesión a la corona de Navarra, y su Historia compendiada del mismo reino.

{12} Hablaba del Fuero general de Navarra.

{13} Diccion. de Antigüed. tomo 1. art. Fuero general.

{14} Ibid. pág. 578.

{15} Tapia, Historia de la Civilización española, tom. I. cap. 6.

{16} Escriben además algunos autores, que cuando Íñigo Arista aceptó los fueros añadió: que si por un evento llegaba en lo futuro a lastimar en lo más mínimo los fueros del reino o la libertad del país en ellos contenida, pudiesen elegir otro rey, cual ellos por mejor tuviesen, «o infiel o cristiano;» mas que en lo de poder elegir rey infiel, no lo admitieron por cosa deshonesta. Zurita, Anal. tom. 1, cap. 5.

{17} En la de fundación del monasterio de Obona en 780 se encuentran las palabras: vacas, tocino, mula, río, peña, y otras completamente extrañas al latín, y que hoy forman parte del diccionario castellano. En la de donación de Alfonso el Católico a la iglesia de Covadonga se lee: «Propterea damus vobis Abbati Adulpho et monachis... duas campanas de ferro, et duas cruces... tres casullas de syrgo, et tres pallias, et quinque capas... viginti equos, et totidem equas, triginta porcos, &c.» En otra de Ordoño I se encuentra verano, iberno, ganado, carnicerías, y otras del lenguaje usual moderno, como caballo, desfigurándose cada vez más el degenerado latín con la mezcla de estas voces castellanas al paso que avanzan los tiempos.

{18} Desconsuela ver la divergencia que en este punto se nota entre nuestros filólogos. Mientras Larramendi hace la lengua euskara o vascongada una de las más influyentes en la adulteración del latín y en la formación del castellano, Mayans y Ciscar la coloca en el último lugar de las que entraron en su composición. «Los etimologistas, dice el escritor valenciano, hallarán en el territorio español más etimologías en la lengua latina que en la árabe, más en la arábiga que en la griega, más en la griega que en la hebrea, más en la hebrea que en la céltica, más en la céltica que en la gótica, más en la gótica que en la púnica, y más en la púnica que en la vizcaína o vascuence.» Orígenes de la lengua castellana, tom. II. p. 67.

{19} Flórez, Esp. Sagr. tom. 28: Apéndice III.– El mismo Flórez, y Berganza en sus Antigüedades traen documentos de fundaciones religiosas, en los cuales se leen, entre los nombres de los firmantes, no pocos de presbíteros o clérigos, o con muy poca alteración, o completamente árabes, como Meliki presbiter, Moeruanus presbiter, Alaytrac presbiter, Ayub diaconus, Mohamudi diaconus, &c.

{20} Memoria sobre el origen y progresos de la lengua, y especialmente del romance castellano, inserta en el tomo IV de las de la Academia de la Historia.

{21} Joseph. Escalig. Epistolæ: epist. 228 ad Isaacum Fontanum.

{22} En su Indiculus luminosus, lib. 4, cap. 14.

{23} Hist. de Valencia, part. I.

{24} «Tal vez, añade un moderno escritor francés que suele hablar con acierto de España, tal vez en Cataluña y Aragón tomó origen el uso de la lengua provenzal, porque los catalanes en su famosa Proclamación católica recuerdan al rey de España, como uno de sus principales méritos, que los primeros padres de la poesía vulgar fueron los catalanes...» Viardot, Hist. de los Árabes de España, part. II, cap. 2.