Parte segunda ❦ Edad media
Libro I
Capítulo XIX
Caída y disolución del Califato
De 1002 a 1031
Justos temores y alarmas de los musulmanes.– Gobierno de Abdelmelik, hijo y sucesor de Almanzor, como primer ministro del califa Hixem.– Sus campañas contra los cristianos: su muerte.– Gobierno de Abderrahman, segundo hijo de Almanzor.– Infundado orgullo de este hagib: su desmedida ambición: hácese nombrar sucesor del califa.– Terrible castigo de su loca presunción.– Ministerio de Mohammed el Ommiada y del slavo Wahda.– Encierran al califa Hixem en una prisión y publican que ha muerto.– Mohammed se proclama califa.– Le destrona Suleiman con auxilio del conde Sancho de Castilla.– Gran batalla y triunfo de los castellanos en Gebal Quintos.– Recobra Mohammed el trono con ayuda de los cristianos catalanes.– Saca Wahda al califa Hixem de la prisión, y le enseña al pueblo que le creía muerto.– Entusiasmo en Córdoba: alboroto: Mohammed muere decapitado, y su cabeza es paseada por las calles de la ciudad.– Apodérase Suleiman otra vez del trono, y desaparece misteriosamente y para siempre el califa Hixem.– Muere Suleiman asesinado por Ali el Edrisita, que a su vez se proclama califa.– Precipitase la disolución del imperio: partidos, guerras, destronamientos, usurpaciones, crímenes.– Últimos califas: Alí, Abderrahman IV, Alkasim, Yahia, Abderrahman V, Mohammed III, Yahia, segunda vez, Hixem III.– Acaba definitivamente el imperio ommiada.
Muy fundado era en verdad el desaliento y la aflicción y pesadumbre que produjo en toda la España muslímica la nueva de la derrota de Calatañazor. Penetraba bien el instinto público que todo aquel esplendor y grandeza, toda aquella extensión, pujanza y unidad que había adquirido el califato bajo la enérgica y sabia dirección del ministro regente, había de desplomarse y venir a tierra con la muerte de aquel hombre privilegiado, que con tanta intrepidez como fortuna, con tanta maña como arrojo, y con tanta política como vigor, había elevado el imperio musulmán a la mayor altura de poder que alcanzó jamás, y reducido al pueblo cristiano casi a tanta estrechez como en los tiempos de Muza y de Tarik. Que si los defensores de la cruz no se vieron en tan escaso territorio encerrados como en los días de Pelayo, halláronse al cabo de cerca de tres siglos de esfuerzos casi en la situación que tuvieron en tiempo del primer Alfonso, y apenas fuera de la cadena del Pirineo podían contar con una fortaleza segura y con un palmo de terreno al abrigo de las incursiones del gran batallador. Temían los musulmanes, derribada la robusta columna de su imperio, por la suerte de la dinastía Ommiada, con un califa siempre en estado de pueril imbecilidad, y sin esperanza de sucesión. Temían también no menos justamente lo que a los príncipes y guerreros cristianos, antes tan abatidos, habría de alentar aquel solemne triunfo.
Brindaba ciertamente ocasión propicia a los cristianos el resultado glorioso de la batalla, y más que todo el desconcierto y descomposición a que por consecuencia de ella vino el imperio musulmán, no solo para haberse recobrado de sus anteriores pérdidas, sino para haber reducido a la impotencia a los sarracenos, si los nuestros hubieran continuado unidos, y en lugar de aprovecharse de las disensiones de los infieles no se hubieran ellos consumido también en intestinas discordias y rivalidades. Achaque antiguo de los españoles era esta falta de unión y de concierto, y causa perenne de sus desdichas y de la prolongada dominación de los pueblos invasores.
El rey Alfonso V de León, niño de ocho años, continuaba bajo la tutela de su madre doña Elvira y de los condes de Galicia Menendo González y su esposa, que educaban al rey y gobernaban el reino con recomendable prudencia. El hijo de Almanzor, Abdelmelik Almudhaffar, que había ido a Córdoba con las destrozadas huestes del ejército sarraceno, fue nombrado por la sultana Sobheya (que sobrevivió un corto tiempo a Almanzor) hagib o primer ministro del califa Hixem, el cual proseguía en su dorado alcázar, entregado a sus juegos infantiles, contento con llevar el nombre de califa y sin tomar parte alguna en los negocios del imperio. Heredero Abdelmelik de la autoridad y de algunas de las grandes cualidades de su padre, pero no de su fortuna, quiso proseguir también su sistema de guerra con los cristianos, y asegurado por la parte de África en cuyo emirato confirmó a Moez ben Zeiri, comenzó sus incursiones periódicas por el lado de Cataluña, y alcanzó una victoria cerca de Lérida (1003). En el otoño de aquel mismo año, después de un corto descanso en Córdoba, pasó con grande ejército a tierras de León, y al decir de los historiadores árabes, venció en un encuentro a los leoneses, se apoderó otra vez de la capital, y destruyó lo que había quedado en pie en la ocupación de su padre: relación que está en manifiesta discordancia con la que de esta expedición nos cuenta el arzobispo don Rodrigo, el cual dice expresamente que Abdelmelik en esta tentativa fue puesto en vergonzosa fuga por los cristianos{1}.
Continuó el hijo de Almanzor sus incursiones periódicas, ni notables por su brillo ni fecundas en resultados, hasta el 1005 en que otorgó a los cristianos una tregua, que equivalió para ellos a una paz. Debieron mover a los leoneses a solicitar esta transacción algunas desavenencias ocurridas con el conde de Castilla, y apoyó y esforzó su instancia el walí de Toledo Abdallah ben Abdelaziz, uno de los más antiguos y fieles caudillos de Almanzor. Motivaba este interés del walí toledano en favor del monarca leonés lo siguiente. Entre las cautivas cristianas que Abdallah tenía en su poder se hallaba una hermosa doncella, hacia la cual concibió el walí una pasión vehemente. Supo que aquella linda joven era hermana del rey de León y pidiósela en matrimonio. Accedió Alfonso a darle su hermana como medio y condición de alcanzar la paz de Abdelmelik. Celebráronse las paces, y también las bodas muy contra la voluntad de Teresa, que así se llamaba la princesa cristiana. Cuenta la crónica que la noche de las bodas le dijo a su mal tolerado esposo: «Guárdate de tocarme, porque eres un príncipe pagano: y si lo hicieres, el ángel del Señor te herirá de muerte.» Riose de ello el musulmán, y desatendió su intimación. Mas no tardó en arrepentirse de ello, porque a poco tiempo se cumplió el fatal vaticinio, y como el walí sintiese acabársele la vida, llamó a sus consejeros y sirvientes, mandó que devolviesen a su hermano la joven desposada, tan bella cautiva como infausta esposa, y que fuese conducida a León, acompañando el mensaje con ricos dones de oro y plata, joyas y vestidos preciosos. Abdallah falleció al poco tiempo: Teresa profesó de religiosa en un convento, y en este estado murió en Oviedo en el año 1039{2}.
Muerto Abdallah, y espirado que hubo también el plazo de la tregua, invadió de nuevo Abdelmelik las tierras de Castilla (1007), desmanteló a Ávila, Gormaz, Osma y otras fortalezas que los cristianos habían ido reparando: avanzó por Salamanca a Galicia y Lusitania, y regresó a Córdoba, donde solo se detuvo a preparar la campaña de la primavera siguiente. Emprendió esta hacia el interior de Galicia (1008), «al frente, dicen las crónicas árabes, de cuatro mil jinetes escogidos, armados de corazas resplandecientes como estrellas, cubiertos sus caballos con caparazones de seda de dobles forros: seguía la caballería andaluza y africana, gente aguerrida que se había distinguido en las más peligrosas ocasiones... Acometieron a los cristianos, y aunque eran los héroes de su tiempo, que todos habían entrado en muchas batallas y eran gente avezada a los horrores de las peleas, los atropellaron y rompieron sus almafallas, y se volvieron sobre ellos como dragones, y se pusieron en desordenada fuga, dejando el campo regado de sangre. Siguió Abdelmelik el alcance con su caballería, y reparados los cristianos en unos recuestos y pasos difíciles, se renovó la cruel batalla. Los infieles (continúa su crónica) pelearon como rabiosos tigres, y allí los muslimes padecieron mucho. A favor de la oscuridad que sobrevino se retiraron los cristianos a sus ásperos montes, y los musulmanes viendo la horrible pérdida que habían sufrido se volvieron a las fronteras, y de allí por Toledo a Córdoba.» Esta fue la última campaña de Abdelmelik. A poco tiempo le acometió una grave enfermedad, de que sucumbió en Córdoba en el mes de Safar de 399 (octubre de 1008) con gran sentimiento de los buenos muslimes, y no sin sospechas de que hubiese sido envenenado.
Había muerto ya la sultana madre; su hijo el califa Hixem continuaba vegetando en su alcázar entre juegos y placeres, y restaba otro hijo de Almanzor, llamado Abderrahman, tan parecido a su padre en el cuerpo y la fisonomía, como desemejante en las cualidades del corazón y del entendimiento. Sin aptitud para los negocios graves ni disposición para gobernar, dado al vino y a las mujeres, acostumbrado a pasar su vida entre juegos y festines, y aficionado a los ejercicios de caballería en que lucía su bella figura, fue no obstante nombrado hagib del califa como su padre y su hermano, por los slavos y eunucos del palacio, conocidos con el nombre de Alameríes, que eran los que disponían de la voluntad del imbécil Hixem y de las primeras dignidades del imperio. Tan lleno de ambición como escaso de mérito el nuevo ministro, no se contentó con tomar el pomposo título de Al Nasir Ledin Allah como Abderrahman III el Grande, lo cual revelaba bastante su presunción desmedida, sino que so pretexto de la falta de sucesión de Hixem, aunque todavía se hallaba en edad de poder tenerla, pretendió y obtuvo del mentecato califa que le declarara walí alhadí o sucesor del imperio. Paso tan arrojado y pretencioso, a que no se había atrevido ni aun el mismo Almanzor, y que no dejó de traspirar aunque dado en secreto, no podía menos de indignar a los ilustres miembros de la familia Ommiada, que se consideraban, y con razón, con más derechos y más títulos a la herencia del califato en el supuesto de morir Hixem II sin sucesión, y que si habían soportado el yugo de Almanzor, había sido solo por las relevantes prendas e indisputable mérito del ministro regente.
Distinguíase entre ellos el joven Mohammed, biznieto de Abderrahman III, hombre de resolución y de brío, el cual, dispuesto a atajar las orgullosas pretensiones de Abderrahman, pasó a las fronteras, habló, excitó y logró reunir en torno suyo a los muchos adictos a la familia de los Meruanes, y congregada una respetable hueste marchó a su cabeza derechamente sobre Córdoba. Informado de esta marcha Abderrahman, salió con la caballería africana y la guardia del califa a hacer frente a su competidor; pero este, hurtándole la vuelta por medio de una hábil maniobra, penetró atrevidamente en la capital, apoderose del resto de la guardia y de la persona del califa, y cuando el hijo de Almanzor revolvió sobre Córdoba, ardiendo en ira y en despecho, y confiado en el favor popular con que contaba por respetos a la memoria de su padre, halló la plaza de palacio ocupada por las tropas de Mohammed: empeñose allí un rudo y sangriento combate: el populacho en que confiaba Abderrahman, no solo se hizo sordo a sus órdenes, sino que se puso de parte de Mohammed; faltole hasta la guardia africana, y cuando desesperado intentó retirarse, cayó acribillado de heridas en poder de los enemigos: poco tiempo tardó en verse clavada en un palo la cabeza del usurpador cortada de orden de Mohammed (1009). Así acabó el segundo hijo del grande Almanzor: sus bienes fueron confiscados, y el pueblo, versátil en sus afecciones, desahogó su furor destruyendo el magnífico palacio de Azahira que Almanzor había construido para sí{3}.
Comenzó el nuevo ministro por alejar del lado del califa todas las hechuras de sus antecesores y por rodearle de personas de su partido y confianza. Pero aguijole pronto la impaciencia de reinar: al efecto hizo difundir primeramente la voz de que el califa había sido atacado de una enfermedad grave: el poco interés que el pueblo mostró por la salud de un soberano a quien no conocía y que nada significaba, inspiró a Mohammed el pensamiento de atentar a su vida, pero el slavo Wahda a quien confió su designio, antiguo camarero de Hixem, y a quien por lo tanto conservaba un resto de cariño, pudo disuadirle de la idea de derramar sin necesidad una sangre inocente, y le sugirió la de encerrarle en una estrecha prisión y publicar su muerte, lo cual era igual para sus fines. Accedió a ello Mohammed, y el califa fue sigilosamente encerrado. Para dar más aire de verdad a la proyectada farsa, se discurrió y ejecutó lo siguiente. Había en Córdoba un cristiano por su desgracia y fatalidad muy parecido en edad, en estatura y en fisonomía al hijo de Alhakem y de Sobheya. Este infeliz fue de noche sorprendido y ahogado; y habiendo colocado su cadáver en el lecho mismo de Hixem, publicose que el califa había sucumbido de su enfermedad. Creyolo el pueblo: hiciéronse solemnes y pomposas exequias al supuesto califa, y congregados los walíes y vazzires, fue declarado sucesor del califato el hagib Mohammed, de la ilustre dinastía de los Beni-Omeyas{4}, el cual tomó el título de Mahady Billah (el pacificador por la gracia de Dios).
No justificaron en verdad los sucesos la adopción de tan bello título. Habiendo determinado expulsar de Córdoba la guardia africana, aborrecida del pueblo y de ninguna confianza para él, insurreccionose esta a la voz de sus jefes; los formidables zenetas y los rudos berberiscos atacaron bruscamente el real alcázar, y costó una lucha mortífera de dos días el arrojarlos de la ciudad: la cabeza de su primer caudillo que cayó en la retirada herido y prisionero, fue arrojada por encima del muro al campo africano. Un primo suyo, nombrado Suleiman ben Alhakem, a quien aclamaron por jefe, juró vengar tamaña afrenta, y partiendo para las fronteras de Castilla, invocó la ayuda y protección del conde Sancho García, ofreciéndole la posesión de varias fortalezas si le prestaba su auxilio contra el usurpador Mohammed. Acogió el conde castellano la proposición, y un ejército cristiano unido a los berberiscos de Suleiman, se encaminó hacia Córdoba. Saliole al encuentro Mohammed con sus andaluces, y hallándose ambas huestes en Gebal Quintos, trabose una tremenda batalla (conocida en la historia árabe por la batalla de Kantisch), en que las lanzas castellanas de Sancho se cebaron horriblemente en la sangre de los andaluces de Mohammed: veinte mil árabes quedaron en el campo (7 de noviembre de 1009), y Mohammed, el Pacificador por la gracia de Dios, tuvo que refugiarse en Toledo al abrigo de su hijo Obeidallah, walí de aquella ciudad. Suleiman, victorioso, merced a los robustos brazos castellanos, no se atrevió a entrar en Córdoba receloso del mal espíritu del pueblo contra las razas africanas. Un mes tardó en resolverse a entrar. Entonces se hizo proclamar califa con el sobrenombre de Almostain Billah (el protegido de Dios).
Con justa desconfianza estaba Suleiman en Córdoba. Sus africanos eran aborrecidos de las razas árabes que predominaban en el Mediodía de España. Estallaban continuas conjuraciones que tenía que ahogar con sangre, y en una ocasión se vio precisado a cortar la cabeza a un pariente suyo que intentaba suplantarle en el mando, y a cincuenta cómplices más. Sin embargo de ser africano, no carecía Suleiman de elevados sentimientos. Habiéndole descubierto el slavo Wahda que el califa Hixem vivía y atrevídose a proponerle que le repusiera en el poder; «Wahda, le respondió sin enojarse, yo lo desearía mucho, pero no es ocasión de entregarnos a manos tan débiles; su tiempo le vendrá.» Y como le hubiese aconsejado alguno que permitiese a sus soldados hacer una matanza de los cristianos que le habían favorecido, a fin de que nunca pudiesen ayudar a otro: «Jamás, contestó Suleiman con energía, jamás consentiré semejante maldad; han venido bajo mi fe, y cumpliré mis juramentos.» Pero temiendo algún desmán por parte de los suyos, dio licencia a los cristianos, y los invitó a que regresaran a sus tierras colmándolos de riquezas y preciosos dones{5}, lo cual ejecutaron ellos de muy buen grado.
Pero Suleiman había enseñado a su competidor Mohammed a quién había de recurrir para ganar victorias; y a la manera que aquel había acudido al conde Sancho de Castilla, este desde Toledo solicitó el auxilio de los condes de Afranc, Bermond y Armengudi (Ramón Borrell, conde de Barcelona, y su hermano Armengol, que lo era de Urgel), los cuales mediante tratos y convenios le asistieron con una hueste de nueve mil cristianos, que Mohammed incorporó a treinta mil musulmanes de las provincias de Valencia, Murcia y Toledo. A la cabeza de los catalanes venían los dos valerosos condes Ramón y Armengol, y en las primeras filas ondeaban las banderas de los obispos de Barcelona, Gerona y Vich, que personalmente quisieron compartir con sus compatricios los peligros de aquella guerra. Por primera vez los estandartes de Cataluña reflejaron en las aguas del Guadalquivir. Los ejércitos de los dos rivales mahometanos, Suleiman y Mohammed se hallaron frente a frente en los campos llamados de Akbatalbacar (la colina de los Bueyes). Lanzáronse impetuosamente los berberiscos sobre las huestes aun no bien ordenadas de el Mahady, y hubieran sucumbido si las lanzas catalanas no hubieran inclinado la victoria en favor de Mohammed, y regado los campos con sangre africana. El triunfo fue tan señalado, que el año 400 de los árabes (el 1010 de los cristianos), en cuyo estío se dio este famoso combate, quedó señalado en la historia arábiga con el nombre de el año de los Francos, que así llamaban ellos a los catalanes. Pero tan insigne triunfo fue comprado con noble y preciosa sangre cristiana. Allí pereció el brioso conde Armengol de Urgel; allí sucumbieron los tres venerables prelados, a quienes tal vez un excesivo celo religioso hizo preferir al ejercicio pacífico de su ministerio la vida inquieta y peligrosa de la campaña{6}.
Quedáronle abiertas las puertas de Córdoba a Mohammed; y Suleiman, que debió echar muy de menos el socorro de los castellanos, retiróse hacia Algeciras con intento de reclamar auxilios de África, después de haber saqueado sus soldados el espléndido palacio de Zahara, llevádose las joyas y suntuosas colgaduras, las lámparas de oro y plata del alcázar y de la mezquita, y destruido con bárbara y salvaje mano una gran parte de los libros de su magnífica biblioteca; que así comenzó la deliciosa mansión del magnífico Abderrahman a ser destruida por los vándalos africanos. Salió Mohammed de Córdoba en persecución de los fugitivos y dioles alcance en los campos del Guadiaro. Pero alumbrole en este encuentro infausta estrella: arremetieron su hueste los berberiscos con impetuosa furia, y hubo de retirarse a Córdoba en desorden. Dedicose a fortificar la ciudad, pero bullían ya, así en la capital como en toda la España muslímica, las parcialidades y los bandos. El slavo Wahda que tenía guardado al califa servíase del secreto de su depósito como de un talismán para conservar su influencia y dársela a los slavos sus compatricios, que de este modo dominaban a Mohammed. Hubiera este querido conservar los auxiliares catalanes, pero siniestros rumores que corrieron acerca de atentados que contra ellos se proyectaban, movieron al conde Ramón Borrell a volverse a Barcelona a pesar de las protestas del califa. Invocó Mohammed el apoyo de los walíes de Mérida y de Zaragoza y de los alcaides de la frontera, y escusáronse todos bajo diferentes pretextos; y era que cada cual no pensaba ya sino en apropiarse algún despojo de un imperio que veían desmoronarse. Inquietábanle los africanos con incesantes algaras; a las calamidades de la guerra civil se agregaron las de una epidemia: faltaban en Córdoba las provisiones; todo el que podía abandonaba la ciudad y sus mismas tropas se le desertaban para ir a incorporarse a los africanos. La situación de Mohammed era desesperada y no sabía qué partido tomar.
Tomole por él el astuto Wahda. De improviso y de su propia cuenta sacó de la prisión al desventurado califa Hixem a quien todos creían muerto, y le presentó al pueblo en la maksura o tribuna de la grande aljama. Entusiasmado el pueblo con tan inesperada novedad, se agolpó a la mezquita, y saludó con aclamaciones de júbilo al resucitado califa (junio de 1012), no viendo ya en él al príncipe imbécil sino al legítimo soberano de una dinastía a quien amaba entrañablemente. Asustado Mohammed con los gritos de alegría que oía resonar por todas partes, ocultose en una de las piezas más apartadas de su alcázar: descubriole un slavo y le presentó al califa, que con una energía desacostumbrada: «Ahora probarás, le dijo, el fruto amargo de tu desmesurada ambición.» Y en el acto le hizo cortar la cabeza, que un vazzir paseó a caballo en la punta de su lanza por toda la ciudad: su cuerpo fue desgarrado y hecho piezas en la plaza pública, y la cabeza enviada al campo de Suleiman como para que sirviese de lección y de escarmiento al caudillo africano. Mas el uso que de ella hizo Suleiman fue embalsamarla y hacerla conducir con diez mil mitcales de oro al walí de Toledo Obeidallah, el hijo de Mohammed, que se preparaba a vengar a su padre, con el mensaje siguiente: «Ahí va la cabeza de tu padre Mohammed: así recompensa el emir Hixem a los que le sirven y le restituyen el imperio: guárdate de caer en manos de este ingrato y cruel tirano: si buscas seguridad y venganza, Suleiman será tu compañero.»
La carta y el presente surtieron el efecto que se apetecía. Obeidallah, antes rival y enemigo de Suleiman, se unió a él para combatir juntos al verdugo de su padre, y con este fin había salido ya de Toledo. Súpolo el slavo Wahda y partió de Córdoba con un cuerpo escogido de caballería en dirección de aquella ciudad. Conocedor de la importancia y del valor del auxilio de los cristianos, le solicitó del conde Sancho de Castilla haciéndole ventajosas proposiciones. Pero habíasele anticipado ya Suleiman, y Sancho le contestó: «Seis fortalezas me ofrece ya Suleiman; si Wahda me promete por lo menos otras tantas, preferiré emplear mis armas en favor del califa Hixem.» Duélenos ver a un soberano de Castilla adjudicar su poderosa espada y disponer de los brazos castellanos en favor del mejor postor de entre los competidores musulmanes, pero así era por desgracia{7}. Wahda hizo su puja, y Sancho se decidió por él, y con ayuda de los cristianos se apoderó fácilmente de Toledo. Volvió el joven Obeidallah contra el enemigo, pero batido en Maqueda por musulmanes y cristianos, desbaratada su hueste y hecho prisionero él y sus principales oficiales fue enviado a Córdoba, donde el califa Hixem, convertido después de su resurrección de imbécil y mentecato en déspota terrible, como si realmente hubiera renacido con otra naturaleza, hízole dar una muerte tan cruel como la de su padre, y su cuerpo decapitado y mutilado fue arrojado al río (1013). Dejó Wahda el gobierno de Toledo al poderoso y noble jeque Abu Ismail Dilnûm, y después de haber entregado a los cristianos algunas de las fortalezas contratadas y despedídolos con grandes dádivas y promesas{8}, tomó la vuelta de Córdoba. Premiole largamente el califa Hixem, y dió a sus slavos y alameríes a título de perpetuidad las alcaidías y tenencias de Murcia, Cartagena, Alicante, Almería, Denia, Játiva y otras; costumbre y manera de premiar imprudentemente introducida por Almanzor, y principio y fundamento de los reinos independientes que no habían de tardar en nacer{9}.
La situación de Córdoba y de toda Andalucía estaba bien lejos de ser lisonjera. Quejábanse amargamente los nobles de la preferencia que Hixem y su ministro daban a los slavos y alameríes. Criticábanlos agriamente por el suplicio de Obeidallah, que al fin había sido hecho prisionero peleando contra cristianos. Ardía la capital en discordias y partidos, y Suleiman que con sus correrías no dejaba un momento de reposo al país y estaba informado del descontento de la población, traspuso a Sierra Morena, visitó y escribió a los walíes de Calatrava, Guadalajara, Medinaceli y Zaragoza, ofreciéndoles la posesión hereditaria de sus gobiernos y reconocerlos como soberanos feudatarios sin otra carga que un ligero tributo, si le ayudaban a libertar a Córdoba del tirano protector de los slavos. Aceptaron ellos la proposición y le asistieron con sus personas y sus banderas. Aproximose con este refuerzo Suleiman a Córdoba, desolada simultáneamente por la peste, la miseria y los partidos. Huían otra vez las gentes de la ciudad, acosadas por la penuria. Desde Medina Zahara, donde Suleiman sentó sus reales, mantenía inteligencias con algunos nobles cordobeses por medio de los tránsfugas que iban a su campo. En tal conflicto el ministro Wahda creyó oportuno escribir a los walíes edrisitas de Ceuta y Tánger pidiéndoles ayuda y haciéndoles grandes ofrecimientos, mas luego mudó de parecer y guardó las cartas. No faltó quien le denunciara al califa como uno de los que se correspondían secretamente con Suleiman. Fuese verdad o calumnia, viose el ministro Wahda preso por aquel mismo califa a quien él mismo había tenido tanto tiempo aprisionado; hízosele capítulo de acusación de aquellas cartas que se hallaron en su poder, escritas, según muchos piensan, con acuerdo del califa y que nada revelaban menos que la inteligencia que se le suponía con Suleiman, y a pesar de todo, aquel Hixem que al cabo le era deudor de la vida y del trono, sin consideración de ningún género condenó a muerte a su antiguo servidor; que parecía haberse propuesto aquel malhadado califa desquitarse en pocos días a fuerza de crueldad inflexible de la torpe flaqueza de tantos años. Fue el desgraciado Wahda reemplazado por el wali de Almería Hairan, slavo también, hombre distinguido por su valor y generosidad, por su benignidad y prudencia, y «el más a propósito para salvar a Hixem si su fortuna no hubiese llegado ya al último plazo{10}.»
Apretaba ya Suleiman el cerco de Córdoba, y Hairan se propuso cumplir con los deberes de hombre pundonoroso y de fiel hagib. Pero de poco le sirvieron ni sus nobles propósitos ni sus heroicos esfuerzos, que no es posible, dice oportunamente el escritor arábigo, defender una ciudad que no quiere ser guardada, y en vano es sacrificarse por un pueblo que desea ser conquistado. Mientras él a la cabeza de sus slavos rechazaba vigorosamente los enemigos que atacaban una puerta, el populacho arrollaba la guardia de la ciudad que defendía otra, y la franqueaba a los africanos. Merced a la cooperación de los de dentro, penetró Suleiman en la plaza: el combate fue horrible; inundáronse las calles de noble sangre árabe, porque los andaluces de pura raza árabe defendieron el alcázar del califa hasta no quedar uno con aliento, y entre cadáveres nobles cayó herido el generoso Hairan que los había alentado a todos y fue tenido y contado por muerto. Apoderáronse al fin los africanos del alcázar y de todos los fuertes; por espacio de tres días fue entregada la ciudad a un horroroso saqueo: muchos nobles jeques y cadíes, muchos sabios y hombres de letras fueron pasados al filo de los rudos alfanjes africanos (1013). El valeroso Hairan era el que, tenido por muerto, respiraba todavía: a favor de la oscuridad de la noche y de la confusión del saqueo, había podido refugiarse en casa de un pobre y honrado vecino, donde sin ser conocido se hizo la primera cura de sus heridas. Vivía Hairan, y le veremos todavía hacer un importante papel en la historia. Dueño Suleiman del alcázar y del califa, suplicáronle y le pidieron por la vida de este algunos de sus honrados servidores: «lo que hizo de él se ignora, dice la crónica árabe, pues nunca más pareció ni vivo ni muerto, ni dejó sucesión sino de calamidades y discordias civiles.» Así desapareció definitivamente el califa Hixem II, tan misteriosa y oscuramente como había vivido{11}.
Remuneró Suleiman a los walíes y caudillos sus auxiliares, reconociéndoles, conforme a lo ofrecido, la soberanía independiente de sus provincias, aunque con la condición de asistirle en las guerras, especie de feudo que ya casi ninguno se prestó a cumplir, y cuya medida apresuró más y más el fraccionamiento y subdivisión de pequeños principados en que vino pronto a caer el imperio. Al paso que protegía a sus africanos, perseguía y ahuyentaba a los alameríes y slavos.{12} El slavo Hairan, último ministro del califa, curado ya de sus heridas, logró escaparse de Córdoba y ganar a Almería, ciudad de su antiguo waliato. El walí puesto por Suleiman quiso impedirle la entrada, y aun se sostuvo en su alcázar por espacio de veinte días, al cabo de los cuales, indignado contra él el pueblo, le arrojó por una ventana al mar con sus hijos. De Almería pasó Hairan a África, donde consiguió persuadir a Ali ben Hamud, walí de Ceuta, y a su hermano Alkasim, que lo era de Algeciras, que le ayudasen a lanzar de Córdoba al usurpador Suleiman y a reponer al legítimo soberano Hixem, a quien suponía vivo y encarcelado por Suleiman. Sirviéronle mucho al efecto las cartas cogidas al desgraciado Wahda, en las cuales el califa Ommiada ofrecía a Alí nombrarle su sucesor y heredero. Alentáronse con esto los hermanos Ben Hamud, y desembarcó Alí en Málaga con sus huestes de Ceuta y Tánger. Uniéronsele los alameríes, y diósele el mando general del ejército. Apoderado de Málaga, marchaba el ejército aliado hacia Córdoba cuando salió Suleiman a su encuentro. Viose éste obligado muy contra su voluntad a aceptar un combate general, en el cual llevó la peor parte y tuvo que tocar retirada. Cúpole peor suerte todavía en otro encuentro con los confederados cerca de Sevilla. Abandonáronle las mismas tropas andaluzas pasándose a los africanos: abandonábale ya del todo la fortuna: él y su hermano heridos perdieron sus caballos y cayeron prisioneros. Entraron al día siguiente los vencedores en Sevilla sin resistencia, y avanzando a Córdoba, tampoco hallaron oposición, que no quiso estorbarles la entrada el padre de Suleiman que gobernaba la ciudad, sabedor de la desgracia de sus dos hijos y temeroso de mayores males.
Valiole poco, en verdad, al anciano aquella conducta; porque el feroz Alí, haciendo que le fuesen presentados el padre y sus dos hijos Suleiman y Abderrahman, estos ya casi exánimes de resultas de sus heridas: «¿Qué habéis hecho de Hixem, les preguntó, y dónde le tenéis? –Nada sabemos de él, respondió el anciano. –Vos le habéis muerto, replicó Alí. –No, por Dios, contestó el viejo Alhakem, ni le hemos muerto, ni sabemos si vive ni dónde está.» Entonces sacando Alí su espada: «Yo ofrezco, dijo, estas cabezas a la venganza de Hixem y cumplo su encargo.» Alzó Suleiman los ojos y le dijo: «Hiéreme a mí solo, Alí, que estos no tienen culpa.» Pero Alí, desatendiendo su ruego, los descabezó a todos tres con ferocidad horrible con propia mano. Diéronse luego a buscar a Hixem por todas las estancias y hasta por los subterráneos de palacio, y por todas las casas de la ciudad, y no habiéndole encontrado por ninguna parte, se anunció públicamente su muerte en la ciudad, muerte en que ya no quería creer el pueblo, dando esto ocasión al vulgo por espacio de algunos años para mil fábulas y consejas (1016).
Proclamado califa Ali ben Hamud el Edrisita, tomó los títulos de Motuakil Billah (el que confía en Dios), y de Nassir Ledin Allah (el defensor de la ley de Dios). Pero dábanle mucha inquietud los alameríes, y el mismo Hairan le inspiraba recelos, por lo que, temeroso de su influjo, le envió a su gobierno de Almería. Había escrito Alí a los walíes de las provincias reclamando su fidelidad y obediencia como a sucesor legítimo del califato designado por el mismo Hixem; pero los de Sevilla, Toledo, Mérida y Zaragoza ni aún siquiera se dignaron contestar a sus cartas. Formose por el contrario una federación entre los walíes emancipados, al parecer y de público con el intento de colocar en el trono a algún príncipe Ommiada, de secreto tal vez con el principal designio de asegurar la independencia de sus gobiernos. Proclamose, pues, a Abderrahman ben Mohammed, llamado Almortadi, de la ilustre estirpe de los Beni-Omeyas, hombre virtuoso y rico, de ánimo esforzado y muy querido de todos, al cual se dio el nombre de Abderrahman IV. Casi todos los walíes de la España Oriental y muchos alcaides del Mediodía, do quiera que dominaban los alameríes, se agruparon con gusto en derredor de aquella bandera. Mas en su misma corte y dentro de su propio alcázar tenía Alí ben Hamud desafectos que espiaban ocasión de deshacerse de él. Un día, cuando él se preparaba a salir de Córdoba, como ya lo habían verificado sus tropas y acémilas, para combatir a Abderrahman que se sostenía en tierra de Jaén, quiso tomar antes un baño, del cual no salió, porque le ahogaron en él los mismos slavos que le servían, tal vez ganados por los alameríes de la capital (1017). Divulgose su muerte como un accidente y natural desgracia, y así lo creyeron sus guardas y familiares.
Nada aprovechó este acaecimiento a Abderrahman Almortadi, porque el partido africano, bastante fuerte todavía en Córdoba, proclamó al wali de Algeciras Alkasim, hermano del ahogado. Condújose Alkasim con una crueldad que hizo olvidar la de su antecesor, y con pretexto de descubrir y castigar a los perpetradores de la muerte de su hermano, a unos daba tormento, a otros hacía perecer en suplicios, y los alameríes y las familias más nobles de Córdoba se vieron oprimidas o proscriptas, y no había quien no temiera su venganza. Pero alzose pronto contra él un terrible enemigo, su propio sobrino Yahia, hijo de su hermano Alí, que se hallaba en Ceuta, el cual pretendiendo que le pertenecía el trono de Córdoba, desembarcó en España al frente de sus salvajes tribus, y trayendo consigo una hueste auxiliar compuesta de los feroces negros del desierto de Sûs, raza belicosa y bárbara que nunca había pisado el suelo español. Cuando Alkasim partió de Córdoba a su encuentro, ya su sobrino se había apoderado de Málaga: diéronse los dos competidores algunas batallas sangrientas, mas temeroso Alkasim de que sus discordias redundasen en provecho de Abderrahman el Ommiada que se mantenía en las Alpujarras, propuso a Yahia un concierto, por el cual se convino en compartir entre sí el imperio. Tocole a Yahia la ciudad de Córdoba, y encargose Alkasim de proseguir la guerra contra Almortadi con la gente de Sevilla, Algeciras y Málaga que reservó para sí. Mas habiendo tenido este último la imprudente confianza de pasar a Ceuta con objeto de dar solemne sepultura a los restos mortales de su hermano, Yahia, con insigne mala fe, se hizo proclamar en su ausencia soberano único del imperio muslímico español. Favoreciole mucho la general odiosidad que había contra Alkasim, no solo para que aquel fatigado pueblo no se opusiese a la usurpación, sino para que los jeques y vazzires se alegraran del cambio y le juraran gustosamente fidelidad y apoyo (1021).
Súpolo Alkasim en Málaga de regreso de su expedición funeral, y con toda su gente marchó resueltamente sobre Córdoba decidido a vengar la alevosía de su sobrino. Faltole a Yahia el valor cuando más le había menester, y a pesar de contar con el arrojo de sus negros, y con más partido, o siquiera con menos antipatías en el pueblo que Alkasim, no se atrevió a esperarle, y abandonando la ciudad, no paró hasta Algeciras. Sin resistencia entró segunda vez Alkasim en Córdoba, si bien la soledad, el silencio, la tristeza que notó a su entrada le significaron bastante el disgusto con que era recibido, y que él aumentó con sus nuevas crueldades y sañudas ejecuciones. El aborrecimiento llegó a punto que no podía ya dejar de producir un conflicto. Una noche se tocó a rebato, y el pueblo, de antemano y secretamente armado, acometió furiosamente el alcázar, que a pesar de su impetuosa arremetida no pudo tomar, porque la guardia le defendió con bizarría. El populacho, sin embargo, no se separó de allí, y por espacio de cincuenta días tuvo estrechamente asediado al califa y sus guardias. Faltos ya de provisiones, determinaron hacer una salida vigorosa: muchos perecieron clavados en las lanzas populares: el mismo Alkasim hubiera sido despedazado sin la generosidad de algunos caballeros que le conocieron y escudaron, y le sacaron de la ciudad, y aun le dieron escolta hasta Jerez.
Cansada la población del yugo africano, hubiera recibido con los brazos abiertos al Ommiada Abderrahman Almortadi, si a tal sazón no hubiera llegado la noticia de su muerte. ¿Cómo fue la muerte de este esclarecido príncipe, y qué había sido de sus aliados, y cómo no prosperó más su partido a través de las disidencias entre los caudillos y califas africanos? He aquí como lo cuenta Ebn Khaldun en su capítulo sobre los príncipes de Granada. Veían Hairan y Almondhir (walí de Almería el uno y de Zaragoza el otro, principales fomentadores de la insurrección y del partido de Abderrahman) que Almortadi no era el califa que ellos se habían propuesto buscar. Cuidábanse ellos en el fondo muy poco de los derechos de los Omeyas, y si combatían por un príncipe de aquella familia, era con la esperanza de reinar ellos bajo un señor débil e impotente que hubieran impuesto como soberano legítimo a los berberiscos. Pero Almortadi, que era de natural altivo y fiero, no quiso acomodarse a semejante papel ni contentarse con una sombra de soberanía. Lejos de obrar según las miras y fines de Hairan y Almondhir, fue bastante imprudente para hacérselos enemigos. Un día les había prohibido entrar en su casa. «A la verdad, se dijeron ellos entre sí, este hombre se conduce de bien distinta manera ahora que manda un numeroso ejército que antes. Indudablemente es un engañador de quien no se puede fiar.» Para vengarse de Almortadi, que había favorecido a costa de ellos a los jefes de las tropas de Valencia y Játiva, escribieron a Zawi{13}, excitándole a que atacase a Almortadi en su marcha a Córdoba, prometiéndole que abandonarían al califa cuando la lid estuviera empeñada. La batalla duró muchos días; en uno de ellos las huestes de Almondhir y de Hairan, según su promesa, volvieron la espalda al enemigo, quedando Abderrahman solo con los verdaderos partidarios de su familia y con algunos cristianos auxiliares que llevaba. Fueron estos pronto puestos en fuga por los berberiscos, que hicieron horrible matanza en sus contrarios, y se apoderaron de sus riquezas y de las magníficas tiendas de sus príncipes y de sus generales.
«Esta derrota, dice Ebn Hayan, fue tan terrible, que hizo olvidar todas las demás: desde entonces jamás el partido andaluz pudo reunir ya un ejército, y él mismo confesó su decaimiento y su impotencia.» Expiaron, pues, Hairan y Almondhir con la ruina de su propio partido su infame traición contra Almortadi. Este desventurado príncipe logró no obstante poder escapar de los berberiscos, y ya había llegado a Guadix cuando unos espías enviados por Hairan le descubrieron y asesinaron. Su cabeza fue enviada a Almería, donde Almondhir y Hairan se hallaban entonces{14}.
Gran desconsuelo causó esta novedad a los alameríes de Córdoba y a todos los parciales de los Omeyas, que temían verse de nuevo envueltos en los horrores de la guerra civil de que un momento se lisonjearon haberse libertado. Pero conociendo que no debían perder el tiempo en lamentos estériles, apresuráronse a proclamar califa a Abderrahman ben Hixem, hermano de Mohammed el biznieto de Abderrahman III. Diéronle el título de Abderrahman V, y el sobrenombre de Almostadir Billah (el que confía en el amparo de Dios). Joven de veinte y tres años, bella y agradable figura, ingenio claro, erudito y elocuente, y de costumbres severas, parecía Abderrahman V el más a propósito para reparar los males del imperio, si los males del imperio no hubieran sido ya irreparables. Todos ambicionaban ya el trono, y su mismo primo Mohammed ben Abderrahman fue el que más sintió verse postergado y juró destronarle o sucumbir en la demanda. Sobre no poder contar ya ningún califa con la sumisión de los walíes de las provincias, perdiole a Abderrahman su propia severidad y su celo por la reforma de los abusos. Quiso enfrenar la licencia de la guardia africana andaluza y slava, y suprimir algunos privilegios odiosos que se habían arrogado, y como no faltara quien instigase a los descontentos, a quienes tales medidas ofendían, burlábanse de él diciendo que era más cortado para superior de un convento de monjes que para soberano de un imperio. Mohammed era el que principalmente fomentaba estas malas disposiciones. El resentimiento estalló en rebelión abierta, y una mañana antes de levantarse el califa, se vio asaltado por una muchedumbre tumultuosa, que comenzó por asesinar los slavos que guardaban la puerta de su departamento. Despertó Abderrahman al ruido, y empuñando su alfanje, se defendió valerosamente un buen espacio hasta que sucumbió a los repetidos golpes de los asesinos, que con bárbara ferocidad hicieron su cuerpo pedazos, y se derramaron tumultuariamente por la ciudad proclamando a desaforados gritos a Mohammed en medio de la sorpresa y espanto de una población intimidada.
Dueño Mohammed del apetecido y ensangrentado trono, siguió el sistema opuesto al de su antecesor. Propúsose conquistar la afección de la guardia africana a quien debía su elevación, a fuerza de prodigalidades y larguezas. Otorgole nuevos privilegios, daba a los soldados espléndidos banquetes, agasajábalos de mil maneras, y creyéndose con esto afianzado y seguro entregose a una vida de placeres, entre músicas, versos, juegos y festines en el palacio y jardines de Zahara que hizo reparar. Los walíes y alcaides que le veían tan distraído y apartado de los negocios públicos y de gobierno obraban como señores independientes y disponían por sí de las rentas de las provincias, y como estas dejaron de ingresar en el tesoro y los dispendios del califa consumían tan apresuradamente los escasos recursos que quedaban, agotáronse estos pronto, y solo a fuerza de gabelas y vejaciones empleadas por los recaudadores públicos podían los pueblos de Andalucía subvenir a las liberalidades de su pródigo soberano. Pero era a costa de la miseria de la opresión del pueblo, cuyas quejas y lamentos eran necesarios y naturales. Cuando todo se apuró, y llegó a faltar no solo para las acostumbradas larguezas sino basta para las atenciones indispensables, murmurábanle ya simultáneamente la guardia y el pueblo, este por lo que había dado de más, aquella por lo que dejaba de percibir. Pueblo y guardia al fin se sublevaron; comenzó la multitud amotinada por pedir la destitución de algunos vazzires y las cabezas de otros, y concluyó por reclamar a gritos la del califa y sus ministros. Merced a la lealtad de algunos jinetes de la guardia africana que pudieron librarle del furor popular, logró Mohammed salir de Zahara con su familia y refugiarse en la fortaleza de Uclés, cuyo alcaide le franqueó generosamente la entrada. Pero allí le alcanzó el odio de sus perseguidores, y en aquel hospitalario asilo murió a poco tiempo envenenado, después de un corto reinado de año y medio (1025).
Córdoba suspiraba ya por un soberano capaz de poner término a la feroz anarquía que la desgarraba. Poseía entonces el emirato de Málaga y extendía su gobierno a Algeciras, Ceuta y Tánger aquel Yabia ben Alí el Edrisita, que ya había obtenido algún tiempo el califato, y gozaba fama de gobernar con moderación y con justicia. A invitación de sus parciales pasó Yahia a Córdoba, donde fue recibido con demostraciones públicas de alegría. Su primer cuidado fue escribir a los walíes ordenándoles que pasaran a la capital a jurarle obediencia, pero estos no estuvieron con él más deferentes que con sus antecesores: los unos o se excusaron o se hicieron sordos, los otros le desobedecieron abiertamente y aun se atrevieron a tratarle de intruso y usurpador. De este número fue el de Sevilla Mohammed ben Abed, llamado Abu al-Kasim, conocido ya por su rivalidad con Yahia. Quiso este castigar ejemplarmente su desobediencia, y salió a combatirle con la caballería de Córdoba, dando orden a los alcaides de Málaga, de Arcos, de Jerez y de Medina Sidonia para que se le incorporasen. Noticioso de ello el de Sevilla dispuso una emboscada y por medio de una hábil estratagema logró envolver el ejército del califa, que fue completamente desbaratado: el mismo Yahia recibió en la refriega una lanzada que le clavó a la silla de su caballo: su cabeza fue enviada a Sevilla en señal de triunfo, y las reliquias del destrozado ejército cordobés se retiraron en el más triste abatimiento (1026). Así acabó Yahia ben Alí, último califa edrisita, que en dos veces que ocupó el trono no llegó a reinar año y medio. Mohammed ¡cosa extraña! se volvió a Sevilla sin aspirar al califato.
Hubieron de proceder a nueva elección los cordobeses, y a propuesta e influjo del vazzir Gehwar recayó el nombramiento de califa en Hixem ben Mohammed, otro biznieto del grande Abderrahman, y hermano de aquel desgraciado Abderrahman IV Almortadi. Hallábase el elegido retirado en la fortaleza de Albonle (acaso Alpuente) en compañía de su alcaide, cuando le fue anunciada la nueva de su proclamación. Modesto, desinteresado y prudente Hixem, contestó a los enviados del diván que daba las gracias al pueblo de Córdoba por la honra que le hacía y el afecto que le mostraba, pero que no podía resolverse a echar sobre sus hombros el grave peso del gobierno ni a dejar la vida quieta y pacífica de su retiro. Pasáronse algunos meses antes que pudieran vencer su repugnancia al trono, y cuando hostigado por las instancias de los principales alameríes se resolvió a aceptarle, difirió cuanto pudo su entrada en Córdoba so pretexto de organizar un ejército en las fronteras, encomendando entretanto el gobierno de la capital al vazzir Gehwar a quien nombró su hagib. Habían los cristianos, a través de las discordias que también los consumían entre sí, aprovechádose algo, aunque mucho más hubieran podido hacerlo, de las que destrozaban a los musulmanes, y ensanchado considerablemente los límites de sus fronteras. Guerreó, pues, Hixem III con ellos por espacio de tres años con fortuna varia, y principalmente por la parte de Calatrava y de Toledo. Fomento mucho la institución de los zahbits, especie de monjes guerreros, y como la milicia sagrada de los musulmanes, que se consagraban voluntariamente al ejercicio de las armas y a defender constantemente las fronteras contra los almogávares cristianos; origen, a lo que muchos creen, de las órdenes militares cristianas.
Pero si algo ganaba el califa sosteniendo el honor de las armas muslímicas en las fronteras, perdía más por otra parte el imperio con su apartamiento de la capital, aflojándose, o más propiamente desatándose ya los escasos vínculos que le unían, ya tomando ocasión de su misma ausencia los sediciosos para fomentar en la capital hablillas y disturbios, ya declarándose los walíes en completa independencia y obrando como reyes absolutos. De todo le dio aviso su fiel hagib Gehwar, instándole a que con la mayor presteza y diligencia pasase a Córdoba. Hízolo así Hixem (1029), y su presencia, su afabilidad, su prudente y generoso comportamiento no dejó de calmar los ánimos de los más revoltosos e inquietos, y de captarse las voluntades de la mayoría de la población, visitando las escuelas, colegios y hospicios, y socorriendo a los huérfanos, desvalidos y enfermos. Mas cuando quiso persuadir a los walíes con amistosas cartas y prudentes razones la necesidad de la unión y cooperación común para recuperar lo que las discordias habían hecho perder al imperio, no obtuvo ya sino o negativas o indiferencia, y no hubo manera de recabar de ellos las contribuciones y subsidios. Convencido de la ineficacia de los medios blandos y suaves, apeló a los fuertes y violentos, y encomendó a sus más fieles caudillos la reducción de los walíes desobedientes. ¡Inútiles y tardíos esfuerzos! Algunos de los disidentes eran momentáneamente sometidos, pero la unidad del imperio ya virtualmente disuelta acabó de disolverse en lo material. El africano Zawi ben Zeiri se hacía proclamar rey de Granada y de Málaga: los de Denia y Almería, los de Zaragoza, Badajoz, Mérida y Toledo, declaráronse independientes de hecho y de derecho; a las mismas márgenes del Guadalquivir se le rebelaban los de Carmona, Sevilla y Medina Sidonia; y el mismo Abdelaziz a quien había dado el gobierno de Huelva se alzaba con el señorío de aquel país. Apenas le quedaba sino la capital, y esta no tardó en enajenársele.
Supieron que el califa en última necesidad había hecho pactos y transacciones con los rebeldes, y aquella población, aquella raza degenerada, que, como el mismo Hixem decía, ni sabía ya mandar ni sabía obedecer, le criticó de débil y de cobarde, le culpó de la mala suerte de la guerra y de las calamidades del reino, y se produjo en términos y demostraciones amenazadoras contra el califa. Aconsejábale Gehwar que abandonara la ciudad: él, que no había merecido la desafección del pueblo, no creía tampoco en su ingratitud, hasta que llegó el caso de pedir la amotinada multitud a gritos por las calles la deposición del califa y su destierro. Avisóselo el mismo Gehwar, y entonces Hixem con resignación filosófica exclamó sin alterarse: «Gracias sean dadas a Dios que así lo quiere.» Y aquel príncipe que con repugnancia había aceptado un trono jamás ambicionado, salió sin pesar de Córdoba acompañado de su familia y de algunos principales caballeros y literatos que quisieron correr la misma suerte que su soberano. Retirose este primeramente a Hisn Aby-Sherif (1031), mas perseguido allí por los cordobeses buscó un asilo cerca de Lérida, donde acabó tranquilamente sus días en 1037. «En él, dice el historiador arábigo, feneció la dinastía de los Omeyas en España, que principió en Abderrahman ben Moawia año 138, y acabó en este Hixem al-Motadi año 422 (de 756 a 1031). Así pasó el estado y la fortuna de ellos, añade, como si no hubiese sido. Feliz quien bien obró, y loado sea siempre aquel cuyo imperio jamás acabará{15}.»
{1} «Venció, dicen los escritores árabes de Conde, a los cristianos cerca de León, y se apoderó de la ciudad, y arrasó sus muros hasta el suelo, que ya antes su padre los había destruido hasta la mitad.» Cap. 103.– «Habiendo congregado, dice el arzobispo don Rodrigo, un grande ejército sobre León, fue vergonzosamente ahuyentado, y se retiró ignominiosanosamente... a cristianis turpiter effugatus, turpiter est reversus.» Hist. Arab. c. 32.– Estas contradicciones son frecuentes, y no es ya fácil apurar de parte de quién está la verdad.
{2} Pelag. Ovet. Chron. n. 3.
{3} Conde, cap. 104.– Almakari, en Murphy, cap. 3.– Roder. Tolet. Hist. Arab. c. 31.
{4} Roder. Tolet. Hist. Arab. l. c.– Conde, ubi supra.
{5} Roder. Hist. Arab. c. 32 et 33.– Conde, cap. 105.
{6} Roder. Tolet. Ibid.– Conde cap. 106.– Según algunos, el conde Armengol no murió en esta batalla, sino en la de Guadiaro, y según otros después de haber salido de Córdoba a consecuencia acaso de las heridas recibidas en ella. Conde se contradice en dos páginas no muy distantes. De todos modos es cierto que murió en esta expedición.
{7} El arzobispo don Rodrigo, Hist. Arab. c. 37.
{8} De las siete fortalezas prometidas solo se mencionan como entregadas cuatro, San Esteban, Coruña del Conde, Osma y Gormaz, «y algunas otras casas en Extremadura.» Chron. Burgens. Annal. Complut. y Compostel.
{9} La relación de los sucesos de estas guerras, que hemos tomado de los autores Árabes de Conde y de los historiadores latinos españoles, difiere en muchos incidentes de la que hace el señor Dozy, con arreglo a otras historias arábigas que él ha consultado (Recherches sur l'Histoire, &c. T. I. desde la pág. 238 hasta la 268).
El autor de esta obra, titulada: Recherches sur l'Histoire politique et litteraire de l'Espagne pendant le moyen age, comenzada a publicar en Leyden en 1849, se muestra en ella profundamente versado en la historia de la dominación de los árabes en España y gran conocedor de los autores arábigos, cuyas palabras textuales cita, copia y coteja con frecuencia en sus propios caracteres, al mismo tiempo que manifiesta no serle extraño lo que en otras lenguas se ha escrito antigua y modernamente así en España como en otros países, por lo menos en lo relativo al oscuro período que se propone examinar. Escudriñador e investigador minucioso, pero crítico severo, duro, inexorable, confesamos que no han podido menos de introducir en nuestro ánimo zozobra, confusión y desconfianza las atrevidas proposiciones que con aire de infalible magisterio sienta en el brevísimo prólogo en forma de epístola de su obra y en el discurso de toda ella. El señor Dozy con un rigor despiadado parece haberse propuesto dar al traste con todas las ilusiones de los que creíamos que después de las publicaciones de Casiri, de Conde, de Gayangos y de otros orientalistas nacionales y extranjeros, podíamos ya saber algo de la historia de los árabes españoles. El señor Dozy tiene la crueldad de decirnos que no sabemos nada, porque estos escritores no lo sabían ellos mismos. Copiaremos algunas palabras de su prólogo.
De Casiri dice, que «sus extractos dejan mucho que desear en punto a exactitud; que no estaba suficientemente familiarizado con la materia que intentaba esclarecer, y que por otra parte no se distingue por un juicio sólido y claro.».– Es, sin embargo, a quien trata con más compasión y con menos dureza.– «Conde (dice) trabajó sobre documentos árabes sin conocer mucho mas de esta lengua que los caracteres en que se escribe; pero supliendo con una imaginación en extremo fecunda la falta de los conocimientos más elementales, con una impudencia sin ejemplo ha forjado fechas a centenares, inventado millares de hechos, haciendo siempre alarde de quien pretende traducir fielmente textos árabes... Los historiadores modernos, sin sospechar que eran unos simples engañados por un falsario, han copiado muy cándidamente todas estas mentiras: algunos han dejado atrás a su mismo maestro combinando sus invenciones con los autores latinos y españoles a quienes de esta manera calumniaban...» «En resumen (dice más adelante), si contamos solo el libro de Conde, considerado siempre como el más importante y el más completo sobre la historia de la España árabe, el público de hoy, y hablo aquí de los literatos no orientalistas, no tiene más medios para instruirse en esta historia que los que tenía el público para quien escribió Morales en el siglo XVI. Es peor todavía: los que han leído y estudiado a Conde, se hallan en la necesidad de hacer todo lo posible para salir de este abominable camino en que se los ha extraviado, de olvidar todo lo que habían aprendido... Porque se deberá considerar de dado de hoy más el libro de Conde como si no existiera (comme non avenu)... &c.»
Con muy poca más piedad trata al señor Gayangos, de quien dice desde luego que «su libro no ha reemplazado al de Conde.» Y nos sería fácil citar muchísimas páginas en que hace una crítica acre y amarga de su traducción de Almakari, ya suponiendo que no ha entendido bien el original, ya notando omisiones esenciales o adiciones que dice haber hecho el traductor de su cuenta, ya haciendo indicaciones no muy embozadas que parece tienden a demostrar que de parte de este ilustrado traductor ha habido algo más que descuido o mala inteligencia. No se podrá en verdad argüir al señor Dozy de indulgente en sus juicios.
De todo ello deduce, que «la historia de España en su edad media hay que rehacerla.» «Yo creo, añade, que se hará bien en abandonar la senda hasta ahora seguida. En lugar de hacer historia será mejor estudiar y publicar desde luego los textos.»
Véase si decíamos con razón que el señor Dozy, con sus palabras y su obra había introducido en nuestro ánimo confusión y desconfianza, por lo mismo que su erudición y los inmensos recursos literarios de que parece dispone no pueden menos de dar valor y peso a sus juicios. Dejamos, no obstante, a los orientalistas españoles y extranjeros (y en ellos comprendemos a todos los que hasta ahora han escrito de la historia de la España árabe) el cuidado de contestar a los gravísimos cargos que contra ellos envuelven sus dogmáticas y absolutas aserciones, y de demostrar (como esperamos y nos alegraremos de que lo hagan) que ni ellos han sido o tan ignorantes o tan falsarios, ni los que nos hemos valido de sus obras hemos sido tan cándidos y tan simples, ni acaso el señor Dozy sea tan infalible como él en sus arrogantes asertos supone.
Nosotros mismos, que no nos preciamos de orientalistas, lo haremos ver fácilmente. Pongamos un solo ejemplo. En la relación misma de los hechos, en que tanto corrige a nuestros autores y que le hacen exclamar: «¡Así la pobre España no tendrá jamás una Historia! (pág. 256).» cuenta el crítico holandés que después de la batalla de Akbatalbacar, Suleiman que se había retirado hacia Zahara, «en una noche abandonó aquella mansión con sus berberiscos, y se retiró sobre Xátiva (pág. 245).» ¿Sabe bien el señor Dozy dónde está Xátiva? Pues está a nueve leguas de Valencia, y a más de setenta u ochenta de Córdoba y de donde estuvo Zahara, regular distancia para retirarse en una noche. Por lo menos los españoles no tenemos noticia de otra Xátiva que la Sætabis de los romanos, la Xátiva de los árabes, San Felipe de Játiva hoy. Añade Dozy que Mohammed entró en Córdoba acompañado de los catalanes; que los berberiscos dejaron a Xátiva y avanzaron hasta Algeciras; qué salió Mohammed de Córdoba en su busca, y se encontraron los dos ejércitos cerca del Guadiaro en las cercanías de Algeciras, donde se dio la segunda batalla: todo en el espacio de cinco días que mediaron de uno a otro combate (del 15 al 21 de junio), en cuyo tiempo, si Suleiman y sus berberiscos anduvieron de Zahara a Xátiva y de Xátiva a Algeciras, tuvieron que andar cosa de ciento sesenta leguas por lo menos. El señor Dozy enmienda (en la nota primera de dicha página) al arzobispo don Rodrigo que en lugar de Xàtiva nombra Citana, y a Conde que la nombra Citawa. No conocemos hoy esta ciudad, pero tenemos esto menos malo que hacer a Suleiman y a sus africanos ir donde pi podían ni debían ir, y andar lo que ni podían ni debían andar. Y no debe ser otra Xátiva que la que nosotros conocemos, puesto que el mismo Dozy, hablando del principado de Almería, nos dice, que «comprendía al N. E. las ciudades de Murcia, Orihuela y Xátiva (pág. 65).» De todos modos agradeceríamos al sabio orientalista holandés que con su infalibilidad nos disipara esta dificultad histórico-geográfica que nos ha ocurrido.
{10} Conde, cap. 108.– Roder. Tolet. c. 38.
{11} Conde, ibid.
{12} Aun no hemos explicado lo que estos eran. Los árabes compraban a los judíos gran número de esclavos germanos o slavos, de los cuales unos eran eunucos y se servían de ellos en los harenes, otros constituían parte de la guardia de los califas, y solían distinguirse en las batallas: todos llevaban el nombre genérico de slavos, y habían abrazado el islamismo: los príncipes los manumitían por servicios particulares, y muchos se habían hecho ricos propietarios, y llegaron a formar un partido poderoso opuesto al de los africanos berberiscos.
{13} Zawi ben Zeiri era el walí de Granada, que, como berberisco se había mantenido fiel a Alkasim, y fue el que principalmente sostuvo la guerra con Abderrahman.
{14} Dozy, Recherches &c. tomo 1. pág. 40. y sig.– Conde, cuyo relato difiere del de Ibn Khaldun, cuenta que «en lo más recio de la pelea, cuando la victoria se declaraba por los alameríes, una fatal saeta flechada por la mano del destino enemigo de los Omeyas, hirió tan gravemente al rey Abderrahman, que expiró en la misma hora que al rey Abderrahman le anunciaron que sus tropas y aliados seguían victoriosos a sus enemigos (cap. 113).» Dozy supone este acaecimiento en 1018. Conde en 1023. Esta última fecha concierta mejor con los sucesos anteriores y posteriores, según hasta ahora los conocemos. Según Conde, no pudo Hairan tener parte en el asesinato del califa Ommiada, puesto que refiere haber sido decapitado por Alí en una invasión que este hizo en Almería. Dozy le hace morir después de muerte natural. ¡Notables discordancias!