Filosofía en español 
Filosofía en español


Parte segunda Edad media

Libro II

Capítulo XII
Las Navas de Tolosa
Alfonso VIII y Enrique I en Castilla
De 1212 a 1217

Preparativos para la gran batalla de las Navas.– Rogativas públicas en Roma.– Gracias apostólicas.– Reunión de los ejércitos cristianos en Toledo.– Extranjeros auxiliares.– Innumerable ejército musulmán.– Emprenden los cristianos el movimiento.– Orden de la expedición.– Hueste extranjera: hueste aragonesa: hueste castellana: milicias y banderas de las ciudades.– Abandonan los extranjeros la cruzada so pretexto de los calores, y se retiran.– Únese el rey de Navarra a los cruzados.– Llegan los confederados a Sierra Morena: embarazos y apuros: guíalos un pastor: ganan la cumbre.– Orden y disposición de ambos ejércitos.– Se da la batalla.– Proezas de don Diego López de Haro.– Heroico comportamiento de los reyes de Castilla, de Aragón y de Navarra.– Del arzobispo de Toledo.– Emblemas y divisas de los principales caballeros y paladines.– Completo y memorable triunfo de los cristianos: horrorosa matanza de infieles: fuga del gran Miramamolín.– Otras circunstancias de esta prodigiosa victoria.– Ganan los cristianos a Baeza y Úbeda y se retiran.– Por qué no asistieron a la batalla los reyes de León y de Portugal: sucesos de estos reinos.– Otras campañas de Alfonso VIII de Castilla: su muerte.– Sucédele su hijo Enrique I.– Muerte de Pedro II de Aragón; sucédele su hijo Jaime I.– Turbulencias en Castilla.– Regencia de doña Berenguela.– Regencia tiránica de don Álvaro de Lara.– Guerra civil.– Muerte de Enrique I.– Doña Berenguela reina propietaria.– Abdicación de la reina.– Cómo se ingenió para hacer coronar a su hijo.– Advenimiento de Fernando III (el Santo) al trono de Castilla.
 

Todo anunciaba, decíamos en el anterior capítulo, que iba a realizarse uno de aquellos grandes acaecimientos que deciden de la suerte de un país.

Todo está en movimiento en la capital del mundo cristiano. Después de haber ayunado toda la población de Roma a pan y agua por espacio de tres días, hendiendo los aires el tañido de las campanas de todos los templos, se ve a las mujeres caminar descalzas y de luto hacia la iglesia de Santa María la Mayor; delante van las religiosas; de la iglesia de Santa María marchan por San Bartolomé a la plaza de San Juan de Letrán. Es el miércoles siguiente a la pascua de la Trinidad (23 de mayo de 1212). En dirección de la misma plaza se encaminan por el arco de Constantino los monjes, los canónigos regulares, los párrocos y demás eclesiásticos con la cruz de la Hermandad: por San Juan y San Pablo se ve concurrir al resto del pueblo con la mayor compostura y devoción llevando la cruz de San Pedro. Todos se colocan en la misma plaza y en el orden de antemano establecido. Cuando todos se hallan ya congregados, el jefe de la iglesia, el papa Inocencio III, acompañado del colegio de cardenales, de los obispos y prelados y de toda la corte pontificia, se encamina a la iglesia de San Juan de Letrán, toma con gran ceremonia el Lignum Crucis, y con aquella sagrada reliquia, venerando emblema de la redención del género humano, se traslada con su brillante séquito al palacio del cardenal Albani, y presentándose en el balcón dirige una fervorosa plática al inmenso y devoto pueblo cristiano que llena aquel vasto recinto.

¿Qué significa esta solemne y augusta ceremonia de la capital del orbe católico? Es que el pontífice Inocencio III ha acogido con benevolencia la misión del enviado del rey de Castilla, ha concedido indulgencia plenaria a todos los que concurran a la guerra de España contra los enemigos de la fe, y ha querido que el pueblo romano se preparase convenientemente a implorar las misericordias del Señor. Así lo dice en el sermón que dirige a su pueblo congregado frente al palacio Albanense. Concluida la plática, las mujeres van a la basílica de Santa Cruz, donde un cardenal celebra el santo sacrificio. El pontífice con el clero y toda su comitiva vuelve a San Juan, donde se oficia otra misa solemne, y todos juntos marchan después descalzos a Santa Cruz, donde se da fin a la rogativa con las oraciones acostumbradas. Grande debía ser la importancia que daba la cristiandad a la empresa que se iba a acometer en España.

El rey de Castilla, congregados sus prelados y ricos-hombres en Toledo, para deliberar en general consejo la forma en que debía ejecutarse la próxima campaña, había designado aquella insigne ciudad como la plaza de armas y el punto de reunión a que habían de concurrir así las tropas de las diversas provincias como las extranjeras que venían a ganar las gracias espirituales concedidas por la Sede Apostólica. Un edicto real prohibió a los soldados de a pie y de a caballo presentarse con vestidos de oro y seda, con arreos de lujo y con ornatos superfluos que desdijeran del ejercicio militar. Ya la voz del ilustre arzobispo de Toledo don Rodrigo había logrado enardecer los corazones de los príncipes cristianos de Europa, y a la fervorosa excitación del prelado a nombre del monarca de Castilla multitud de guerreros de Francia, de Italia y de Alemania, habían tomado la espada y la cruz, y marchaban camino de Toledo, ansiosos de tomar parte en la gran cruzada española. Serían los que vinieron hasta dos mil caballeros con sus pajes de lanza, y hasta diez mil soldados de a caballo y cincuenta mil de a pie. De gran coste debía ser el mantenimiento de la numerosa hueste auxiliar extranjera para un reino empobrecido con tan incesantes luchas, devastaciones y rebatos pero el monarca castellano encuentra recursos para todo, y asiste a cada jinete de aquella milicia con veinte sueldos diarios, con cinco a cada infante; cantidad prodigiosa para aquellos tiempos. Compuesta aquella muchedumbre de gentes y banderas de tantas naciones, menos disciplinada que poseída de celo religioso, creyendo acaso hacer una obra meritoria, acometió a los judíos de Toledo que eran en gran número, y asesinó una parte de aquellos israelitas que habían presentado con orgullo al conquistador Alfonso VI una carta auténtica de sus hermanos de Jerusalén, en que constaba que ellos no habían tenido la más pequeña parte en la muerte del hijo de José y de María{1}. Poco faltó para que este atentado produjera una colisión lamentable: por fortuna la intervención de los sacerdotes de uno y otro culto logró apaciguar el pueblo que comenzaba a amotinarse contra los extranjeros. Mas ya por evitar conflictos, ya por haber llegado el rey don Pedro de Aragón con su ejército de aragoneses y catalanes, y no bastar el recinto de la ciudad para albergar tan numerosas huestes, fue preciso que acamparan las heterogéneas tropas en las huertas y contornos de Toledo, cuyas frutas y hortalizas quedaron de todo punto arrasadas. Acudían también caballeros leoneses y portugueses llevados del deseo de contribuir con sus armas al exterminio de los enemigos de la fe, si bien los príncipes de aquellos dos estados por particulares y sensibles razones no concurrieron a la guerra santa.

Mientras estos preparativos se hacían por parte de los cristianos en Roma y en Toledo, el emperador de los Almohades Mohammed Aben Yacub no permanecía inactivo. Además del inmenso ejército que ya había traído a España, conmovíase toda el África con exhortaciones enérgicas a la guerra que ellos también llamaban santa, y acudían a la expedición y exterminio de los cristianos los innumerables moradores de Mequínez, de Fez y de Marruecos, los que apacentaban sus rebaños por las praderas del Zahara, los habitantes de las orillas del Muluca, así como los de las inmensas llanuras de Etiopía, que con los de las tribus alárabes, zenetas, mazamudes, sanhagas, gomeles, y los voluntarios que había ya en España, junto con los Almohades de Andalucía, formaban el mayor ejército que había pisado jamás los campos españoles.

Nada bastó sin embargo a intimidar al animoso rey de Castilla, y reunidas las provisiones necesarias para el mantenimiento del ejército cristiano, provisiones que, según el arzobispo cronista que acompañaba la expedición, eran trasportadas en setenta mil carros, según otros en otras tantas acémilas, emprendió la hueste cristiana su movimiento el 21 de junio. Guiaba la vanguardia don Diego López de Haro; componían este cuerpo los auxiliares extranjeros. Entre ellos iban los arzobispos de Burdeos y de Narbona, el obispo de Nantes, Teobaldo Blascón, originario de Castilla, el conde de Benevento, el vizconde de Turena, y otros muchos y muy distinguidos caballeros. Constaba esta legión de diez mil caballos y cuarenta mil infantes. Seguían los reyes de Aragón y de Castilla, en dos distintos campos para no embarazarse. Acompañaban al de Aragón don García Frontín obispo de Tarazona, don Berenguer electo de Barcelona, el conde de Rosellón y su hijo, don García Romeu, don Ximeno Cornel, el conde de Ampurias, y otros varios caballeros de su reino{2}. Llevaba el estandarte real don Miguel de Luesia. El séquito del de Castilla era el más numeroso y brillante. Iban con él don Rodrigo Jiménez, arzobispo de Toledo, el historiador; los obispos de Palencia, Sigüenza, Osma, Plasencia y Ávila, los caballeros del Templo, de San Juan, de Calatrava y Santiago, conducidos por los grandes-maestres de sus respectivas órdenes; don Sancho Fernández, infante de León, los tres condes de Lara don Fernando, don Gonzalo y don Álvaro, este último alférez mayor del rey; don Gonzalo Rodríguez Girón con sus cuatro hermanos que mandaban la retaguardia, con otros muchos nobles y campeones de Castilla que fuera prolijo enumerar. Iban también muchos principales señores de Portugal, de Galicia, de Asturias y de Cantabria, ilustres progenitores de muchas familias que hoy se honran con los títulos de nobleza que dieron a sus casas aquellos esforzados adalides. Seguían la bandera real de Castilla los concejos o comunidades de San Esteban de Gormaz, de Aillon, de Atienza, de Almazán, de Soria, de Medinaceli, de Segovia, de Ávila, de Olmedo, de Medina del Campo, de Arévalo, así como los de Madrid, Valladolid, Guadalajara, Huete, Cuenca, Alarcón y Toledo. Los demás quedaron guardando las fronteras. Todos ansiaban el momento de medir sus espadas con las de los infieles, y por si el ardor de alguno se entibiaba, allí iban los prelados y los monjes, unos con solo la cruz, otros con la cruz en una mano y la lanza en la otra, para recordarles a semejanza de Pedro el Ermitaño que iban a ganar las mismas indulgencias apostólicas combatiendo a los mahometanos de Andalucía que si pelearan con los infieles de la Palestina.

Al tercer día de marcha llegó el ejército cruzado a Malagón. Los extranjeros atacaron impetuosamente el castillo defendido por los musulmanes, y pasáronlos a todos al filo de sus espadas. Era el 23 de junio. De allí avanzaron hacia Calatrava, cuyo camino, así como el cauce del Guadiana que los cristianos tenían que atravesar, habían los moros cubierto de puntas de hierro para que ni caballos ni infantes pudieran pasar sin estropearse los pies. Supo vencer estos obstáculos el ejército cristiano, y se puso sobre Calatrava, que defendía el bravo Aben Cadis con un puñado de valientes sarracenos, que eran el terror de aquella frontera. La población sin embargo fue tomada por asalto. Aben Cadis y los suyos refugiáronse al castillo y enviaron a pedir socorro al emperador Mohammed; pero el sultán de los Almohades, entregado a la influencia de dos favoritos, el vazzir Abu-Said y otro hombre oscuro llamado Aben-Muneza, no llegó a saber el apuro de Calatrava que le ocultó Abu-Said envidioso de la gloria del caudillo andaluz. Aben Cadis viéndose sin esperanza de auxilio ofreció rendirse por capitulación, saliendo libres él y sus soldados. Los reyes de Aragón y de Castilla con los nobles y barones de uno y otro reino se inclinaron a admitir la condición. Insistían los extranjeros obstinadamente en que habían de ser todos degollados. Prevaleció la opinión de los españoles, sin otra modificación que la de que saliesen los infieles desarmados. Todavía sin embargo intentaron los extranjeros lanzarse sobre ellos y pasarlos a cuchillo: pero los generosos monarcas españoles, fieles a su palabra, libertaron a los sarracenos de aquel ultraje escoltándolos hasta ponerlos en seguro. El rey don Alfonso de Castilla entregó la población y castillo a los caballeros de Calatrava, de quienes antes había sido, y repartió los inmensos almacenes y riquezas que allí se hallaron entre los aragoneses y los extranjeros, sin reservar cosa alguna ni para sí ni para los suyos.

Los ultramontanos{3}, so pretexto de no poder sufrir los rigurosos calores de la estación, determinaron volverse a su país, como ya otros extranjeros lo habían hecho cuando la conquista de Zaragoza por Alfonso el Batallador. En vano los monarcas españoles se esforzaron por detenerlos; nada bastó a hacerles variar de resolución y abandonaron la cruzada, quedando solo Arnaldo arzobispo de Narbona, y Teobaldo Blascón de Poitiers, español de nacimiento. Cuando los aragoneses desertores pasaron por las inmediaciones de Toledo quisieron entrar en la ciudad, pero los toledanos les cerraron las puertas, y desde los muros los denostaban llamándolos cobardes, desleales y excomulgados. En su viaje hasta los Pirineos fueron divididos en pelotones devastando cuanto encontraban. Gran disminución padeció con esto el ejército cristiano, y muy enflaquecido quedaba. Pero no se entibió por eso el ardor de los españoles, que llenos de fe y de confianza en Dios prosiguieron su marcha hasta Alarcos, lugar de funestos recuerdos para el rey don Alfonso VIII de Castilla, pero en el cual entró ahora triunfante huyendo a su vista los moros. Y no fue este solo el signo de buena ventura que señaló su entrada en Alarcos, sino que el cielo pareció querer recompensar la virtuosa constancia de aquellos soldados de la fe, e indemnizarles del abandono de los extranjeros, haciendo que se apareciese allí el rey de Navarra, con quien no contaban ya, seguido de un brillante ejército, en que iban los nobles don Almoravid de Agoncillón, don Pedro Martínez de Lete, don Pedro y don Gómez García, y otros caballeros navarros, dispuestos todos a tomar parte en la cruzada. Inexplicable fue el consuelo y el júbilo que con tan poderoso e inesperado refuerzo recibió el ejército cristiano, y juntos ya los tres monarcas avanzaron a Salvatierra, en cuyos contornos pasaron revista general a todas sus fuerzas, quedando grandemente satisfechos y complacidos del porte y continente de sus soldados, y del ardor que los animaba de venir a las manos con el enemigo, al cual resolvieron ir a buscar donde quiera que los esperase.

Cuando el Miramamolín de los Almohades, Mohammed ben Yussuf, supo la deserción de los extranjeros del ejército cristiano, creyó ya segura la destrucción de todos los adoradores de la cruz, y a la noticia de su aproximación sentó sus reales en Baeza con el propósito de batirlos, enviando algunos escuadrones con orden de cerrarles los desfiladeros y gargantas de Sierra-Morena. El caudillo andaluz Aben Cadis que tan honrosa defensa había hecho en Calatrava se había presentado al emperador, el cual por consejo del envidioso Abu-Said sin querer escucharle ni oír sus razones le mandó degollar. Indignados los andaluces de sentencia tan inicua, quejáronse amargamente y manifestaron a las claras su resentimiento. Noticioso de ello el emir llamó a su presencia a los principales jefes y les dijo con acritud y altanería que hicieran cuerpo aparte, que para nada los necesitaba. Palabras imprudentes, que contribuyeron no poco a su perdición.

Mientras estas discordias ocurrían en el campo de los Almohades, el ejército cristiano llegaba al puerto de Muradal. Era ya el 12 de julio. Una fuerte avanzada de caballería enemiga salió a impedirles el paso. Don Diego López de Haro con su hijo Lope Díaz y sus sobrinos Martín Núñez y Sancho Fernández, visera calada y lanza en ristre los atacaron a escape y sostuvieron con ellos una vigorosa refriega, y aunque acometidos por otro cuerpo musulmán que guardaba una de las angosturas, los cristianos lograron apoderarse de la fortaleza de Castro Ferral, a la parte oriental de las Navas. Al anochecer llegaron los tres reyes al pie de la montaña con el grueso del ejército. Quedaba no obstante el formidable paso de la Losa defendido por la muchedumbre mahometana. Colocados los moros entre riscos que les servían de parapetos casi inexpugnables, encajonados los cristianos entre desfiladeros y angosturas que impedían desplegar su caballería, su posición era crítica y apurada. Túvose consejo para deliberar lo que convendría hacer. Opinaban algunos por desalojar a los enemigos a todo trance; otros más conocedores de la imposibilidad que para esto ofrecían aquellas asperezas estaban por la retirada. Opusiéronse a este último dictamen los reyes de Castilla y Aragón, penetrando todo el mal efecto que haría en el ánimo del soldado un triunfo dado al enemigo sin combatir, y no perdiendo nunca la confianza en el auxilio divino. Grande era de todos modos el conflicto de los cristianos.

En tan congojosa perplejidad presentose en los reales de Alfonso un pastor, manifestando que con motivo de haber apacentado mucho tiempo sus ganados por aquellas sierras, conocía muy bien todas las sendas, y sabía de un camino o vereda por donde podría subir el ejército sin ser visto del enemigo hasta la cumbre misma de la sierra, donde hallaría un sitio a propósito para la batalla. Tan halagüeña era para los cristianos aquella revelación, que por lo mismo recelaban si las palabras del rústico envolverían alguna asechanza inventada por el enemigo para comprometerlos en alguna angostura o paso sin salida. Era no obstante tan ventajosa la noticia, si fuese cierta, que merecía bien la pena de correr el riesgo de hacer una exploración del terreno llevando al pastor por guía. Encomendose pues la peligrosa empresa a don Diego López de Haro y a don García Romeu, caballero aragonés. Estos dos intrépidos jefes, acompañados del pastor, fueron caminando por uno de los costados de la montaña, y después de algún rodeo halláronse en efecto en una extensa y vasta planicie como de diez millas, capaz por consiguiente de contener todo el ejército, variada con algunos collados, y como fortalecida por la naturaleza y resguardada por el arte a modo de un anfiteatro. Estas llanuras eran las Navas de Tolosa, que habían de dar, no tardando, su nombre a la batalla{4}. Era por consiguiente exacto cuanto les había informado el pastor{5}.

Gozosos los exploradores avisaron a los reyes que podían subir sin cuidado con el ejército, y así lo hicieron al siguiente día sábado 14 de julio. La avanzada que ocupaba a Castro Ferral le abandonó como punto ya inútil, lo cual observado por los moros lo interpretaron como una renuncia a pasar por la garganta de la Losa, y de consiguiente a combatir. Sorprendiéronse más por lo tanto al ver luego al ejército cristiano plantar sus tiendas en la meseta de la montaña; mas aunque sorprendidos no dejaron por eso de prepararse al combate, procurando Mohammed provocar a los cristianos a una batalla general en aquel mismo día, y como los cruzados no quisieran aceptarla, fatigados como se hallaban de marcha tan penosa, tomolo el musulmán por miedo y cobardía, y escribió arrogantemente a Baeza y a Jaén diciendo que tenía asediados a los tres reyes y sus ejércitos, y que no tardaría tres días en hacerlos a todos prisioneros. El emperador de los Almohades, llamado por los nuestros el Rey Verde porque vestía de este color, estaba en una tienda o pabellón de terciopelo carmesí con flecos de oro, franjas de púrpura y bordados de perlas, colocado en un cerro que dominaba la comarca cuajada de musulmanes en valles, colinas y llanuras.

Al día siguiente domingo 15 al romper el día volviéronse a presentar los sarracenos en orden de batalla como el anterior, y así permanecieron hasta medio día esperando el momento del ataque. Pero los cristianos, ya por la festividad del día, ya por tomarse tiempo para reconocer bien las fuerzas y la disposición del ejército musulmán, y preparar convenientemente las suyas, persistieron en no lidiar hasta el siguiente, ocupándose en tanto los monarcas y caudillos en disponer lo necesario para la batalla, los prelados y clérigos en exhortar a los soldados e inspirarles un santo y religioso fervor. A poco más de media noche los heraldos hicieron resonar a voz de pregón en las tiendas cristianas la orden de prepararse a la guerra del Señor por medio de la confesión y de las oraciones. Jefes y soldados asistieron devotamente al sacrificio de la misa; oraron todos, confesaron y comulgaron muchos, animábanse unos a otros, y así preparados con las prácticas y ejercicios de la fe, y recibida la bendición de los obispos, aguardaron la hora del alba, en que el rey de Castilla dio orden de ensillar los caballos y empuñar las ballestas, lanzas y adargas. Resonaron las trompetas y atambores, y todo el campo se puso en movimiento. Todos querían pelear en vanguardia; todos querían pertenecer a las primeras filas: el aguerrido veterano Dalmau de Crexel, catalán del Ampurdán, fue el encargado de ordenar las haces.

Formáronse cuatro cuerpos o legiones; una, que era la vanguardia, al mando de don Diego López de Haro, que llevaba a sus órdenes a don Lope y don Pedro sus hijos, a su primo don Iñigo de Mendoza, y a sus sobrinos don Sancho Fernández y don Martín Núñez o Muñoz: Pedro Arias de Toledo era el primer porta-estandarte: seguían las cuatro órdenes militares, los caballeros de San Juan con su prior don Gutierre de Armíldez, los templarios con su maestre don Gonzalo Ramírez, los de Santiago con su maestre don Pedro Arias de Toledo, los de Calatrava con el suyo don Ruiz Díaz de Yanguas; acompañaban a esta división los concejos de Madrid, Almazán, Atienza, Ayllon, San Esteban de Gormaz, Cuenca, Huete, Alarcón y Uclés. El rey de Navarra conducía el segundo cuerpo con las banderas de Segovia, Ávila y Medina del Campo y muchos caballeros portugueses, gallegos, vizcaínos y guipuzcoanos. Llevaba el estandarte real su alférez mayor don Gómez García. Capitaneaba la tercera, o sea el ala izquierda, el rey don Pedro de Aragón con los caballeros y prelados de su reino, tremolando el pendón de San Jorge su alférez mayor don Miguel de Luesia. Mandaba la retaguardia y centro, y en cierto modo el ejército entero el rey don Alfonso de Castilla, y ondeaba su estandarte, en que se veía bordada la imagen de la Virgen, el alférez don Alvar Núñez de Lara. Aquí iban el venerable e ilustrado arzobispo de Toledo don Rodrigo Jiménez, con los demás prelados de Castilla, el conde Fernán Núñez de Lara, los hermanos Girones, hijos del conde don Rodrigo que murió alanceado en Alarcos, don Suero Téllez, don Nuño Pérez de Guzmán con otros caballeros castellanos, y las comunidades de Valladolid, Olmedo, Arévalo y Toledo{6}.

El ejército musulmán formaba una media luna y estaba repartido en cinco divisiones. Los voluntarios de las tribus del desierto constituían la vanguardia: los Almohades tremolaban en el centro sus vistosos pendones; y a retaguardia formaban los andaluces. Rodeaba la tienda del califa un círculo de diez mil negros de aspecto horrible, cuyas largas lanzas clavadas en tierra verticalmente hacían como un parapeto inexpugnable, y a mayor abundamiento resguardaba aquel cuadro un extenso semicírculo formado de gruesas cadenas de hierro, con más de tres mil camellos puestos en línea. Dentro de esta especie de castillo estaba el emir Mohammed vestido con el manto que solía llevar a las batallas su abuelo el gran Abdelmumen, teniendo a sus pies un escudo, a su lado un caballo, en una mano la cimitarra y en otra el Corán, cuyas oraciones y plegarias leía en alta voz recordando la promesa del paraíso y de la bienaventuranza a los que morían en defensa de su fe.

Cuando el sol comenzaba a dorar las altas colinas de Sierra-Morena, un sordo murmullo se oyó en ambos campamentos, anuncio de que iba a dar principio la batalla. Mirábanse frente a frente los innumerables guerreros que seguían los pendones de las dos opuestas creencias; jamás en cinco siglos se había visto reunido en España tanto número de combatientes; a lo menos por parte de los musulmanes, según sus mismos historiadores, «nunca antes rey alguno había congregado tan inmenso gentío, pues iban en aquel ejército ciento sesenta mil voluntarios entre caballería y peones, y trescientos mil soldados de excelentes tropas almohades, alárabes y zenetas, siendo tal la presunción y confianza del emir en esta muchedumbre de tropas, que creía no había poder entre los hombres para vencerle{7}.» Serían los cristianos como la cuarta parte de este número, y bien era necesario que al número supliese el ardor y la fe. Suenan los atabales y clarines en uno y otro campo; la señal del combate está dada, y moros y cristianos se arrojan con igual ímpetu y coraje a la pelea. El valiente don Diego López de Haro fue el primero de los nuestros en acometer con los caballeros de las órdenes y los concejos de Castilla; de los musulmanes lo fueron los voluntarios en número de 160.000. Imposible fue a los nuestros resistir la primera acometida de los infieles con sus largas y agudas lanzas, y se cuenta que don Sancho Fernández de Cañamero que llevaba el pendón de Madrid con un oso pintado huyó con él en vergonzosa retirada, hasta que encontrado por el rey de Castilla le obligó lanza en ristre a volver otra vez rostro al enemigo y a recobrar el honor de su bandera. Pero don Diego López, blandiendo su robusta lanza tantas veces teñida en sangre enemiga, auxiliado de los de Calatrava, y resguardado con su armadura de hierro, metíase por entre los infieles y se cebaba en matar. Envalentonados no obstante los moros con el éxito de la primera carga volvieron a acometer con nuevo brío, y rompieron las filas de los navarros; y aunque acudió con oportunidad el rey don Pedro con sus aragoneses, lograron todavía algunos audaces moros penetrar hasta cerca de donde estaba el rey de Castilla, el cual a vista de aquello, aunque sin inmutarse, «nin en la color, nin en la fabla, nin en el continente,» dice la crónica, se dirigió al arzobispo don Rodrigo y le dijo en alta voz: «Arzobispo, yo e vos aquí muramos; a lo cual el prelado contestó: Non quiera Dios que aqui murades; antes aqui habedes de triunfar de los enemigos. Entonces dijo el rey: Pues vayamos a prisa a acorrer a los de la primera haz que están en grande afincamiento.

En vano Fernán García se abalanzó a la brida del caballo del rey para contenerle y evitar que se metiera en el peligro diciéndole: «Señor, id paso, que a correr habrán los vuestros.» Al ver el monarca castellano a un clérigo que vestido de casulla y con una cruz en la mano venía desalentado ya, perseguido por un pelotón de moros, que así se burlaban de su pusilanimidad como denostaban al sagrado signo que en su mano traía, y le apedreaban, apretó los híjares de su caballo, y encomendándose a Dios y a la Virgen y blandiendo su lanza diose a correr contra los atrevidos infieles. Siguiéronle todas sus tropas, inclusos los obispos y clérigos. Don Domingo Pascual, canónigo de Toledo, desplegó al aire el pendón del arzobispo que llevaba, y metiéndose por medio de las filas enemigas entusiasmó de tal modo a los cristianos que todos arremetieron desesperadamente, derribando cuanto se les ponía por delante, haciendo perder a los sarracenos el terreno que habían ganado, hasta llegar cerca de la guardia de Mohammed. Entonces Abu-Said que mandaba los voluntarios mandó a los escuadrones andaluces avanzar en socorro de los Almohades y africanos que sostenían todo el peso de la batalla, y morían ya a millares al impulso de las lanzas castellanas. Pero aquellos, que resentidos de la injusta muerte del noble caudillo andaluz Aben Cadis habían jurado vengarse del emperador y su vazzir, picados también de verse colocados a retaguardia y formando cuerpo aparte como si no perteneciesen al ejército musulmán, en vez de acudir al llamamiento de Abu-Said volvieron riendas, y como si les sirviese de satisfacción el destrozo que los cristianos comenzaban a hacer en sus rivales se alejaron del campo entregando a sus correligionarios a su propia suerte.

Desde este punto el combate hasta entonces sostenido por los Almohades con valor se convirtió en un degüello general de aquella inmensa morisma. Quedaba no obstante íntegro el parapeto de diez mil negros que circundaba y defendía la tienda del Miramamolín. Multitud de caballeros cristianos cargó con brío sobre aquellas murallas de picas. Los hombres de atezados rostros encadenados entre sí e inmóviles como estatuas esperaron a pie firme la arremetida de los cristianos, cuyos caballos quedaban ensartados en las agudas puntas de sus largas y erizadas lanzas. Pronto embistió la acerada valla otra muchedumbre de caballeros, que pertrechados con bruñidas corazas, calada la visera que cubría su rostro, empujaban sus ferrados cuerpos con la misma confianza que si fuesen invulnerables contra la falange inmóvil de los apiñados etíopes, cuya negra tez y horribles gesticulaciones provocaban más la rabia de los guerreros cruzados. Distinguíase cada paladín español por los emblemas y divisas de sus armas y blasones, por el color de sus cintas y penachos, muchos de ellos ganados en los torneos, algunos en los combates de la Tierra Santa. Sabíase que el caballero del Águila Negra era el esforzado Garci Romeu de Aragón; que el del Alado Grifo era Ramón de Peralta; Ximen de Góngora el de los Cinco Leones; que los de la Sierpe Verde eran los Villegas; los Muñozes los de las Tres Fajas; los Villasecas los del Forrado Brazo; los de la Banda Negra los Zúñigas y los de la Verde los Mendozas{8}. Y a pesar del esfuerzo de estos y otros no menos bravos campeones, los feroces negros con bárbara inmovilidad, bien que los grilletes los tenían como tapiados, dejábanse degollar, pero ni intentaban ni podían avanzar ni retroceder. El baluarte necesitaba ser roto o saltado como un muro. Pero estaba decretado que nada había de haber inexpugnable para los soldados de la cruz en aquella jornada.

Mil gritos de aclamación levantados a un tiempo en las filas españolas avisaron haber ocurrido alguna novedad feliz. Así era en efecto. En medio del palenque de los bárbaros mahometanos descollaba un jinete tremolando el pendón de Castilla: era don Alvar Núñez de Lara. ¿Cómo había franqueado la barrera este bravo paladín? Obra había sido de su arrojo, y ayudole su fogoso y altísimo corcel que obedeciendo al acicate había salvado el acerado parapeto de un salto prodigioso, y corbeteando en medio de los enemigos con orgullosa alegría, como si estuviese dotado de inteligencia, parecía anunciar ya y regocijarse de la victoria. El ejemplo de Lara estimula a otros caballeros, pero espantados los caballos con la muralla de picas vuelven las ancas hacia las filas y coceando contra las puntas de las lanzas parecía significar a sus dueños la manera como se podía romper aquel baluarte; entonces los jinetes, dando estocadas de revés, logran abrirse paso. Mas al penetrar en el círculo los intrépidos jinetes encuentran que los ha precedido ya el rey de Navarra, que rompiendo la cadena por otro flanco había entrado acaso antes que el de Lara. Siguieron al navarro varios tercios aragoneses, como al abanderado de Castilla siguieron los castellanos, y ya entonces todo fue destrozo y mortandad en los obstinados negros que caían a centenares y aun a miles, pero sin rendir ninguno las armas y blasfemando de los cristianos y de su religión en su algarabía grosera. El Miramamolín Mohammed que a la sombra de un lujoso pabellón leía el Corán durante la pelea, cuando oyó los gritos de victoria de los cristianos y vio que faltaba poco para que llegaran a su tienda soltó el libro y pidió el caballo. «Monta, le dijo un árabe que cabalgaba en una yegua, monta, señor, en esta castiza yegua, que no sabe dejar mal al que la cabalga, y quizá Dios te librará, que en tu vida consiste la seguridad de todos. Y no te descuides, añadió, que el juicio de Dios está conocido, y hoy es el fin de los muslimes.» Y montó el antes orgulloso y ahora desatentado emir, y dirigiose a todo escape a Jaén, acompañándole el alárabe en un caballo, «y huyeron, dicen sus crónicas, envueltos en el tropel de la gente que huía, miserables reliquias de sus vencidas guardias.» Los cristianos persiguieron a los fugitivos hasta cerrada la noche: el rey de Castilla había mandado pregonar que no se hiciesen cautivos, y en su virtud se cebaron los cristianos en la matanza hasta dejar todos aquellos campos tan espesamente sembrados de cadáveres que con mucho trabajo podían dar un paso por ellos los mismos vencedores.

El arzobispo de Toledo volviéndose al rey de Castilla, «acordaos, le dijo con noble y digno continente, que el favor de Dios ha suplido a vuestra flaqueza, y que hoy os ha relevado del oprobio que pesaba sobre vos. No olvidéis tampoco que al auxilio de vuestros soldados debéis la alta gloria a que habéis llegado en este día{9}.» Hecha esta vigorosa alocución que revela el ascendiente del venerable prelado sobre el monarca, el mismo arzobispo, rodeado de los obispos castellanos Tello de Palencia, Rodrigo de Sigüenza, Menendo de Osma, Domingo de Plasencia y Pedro de Ávila, entonó con voz conmovida sobre aquel vasto cementerio el Te Deum Laudamus, a que respondió toda la milicia casi llorando de gozo.

El número de mahometanos muertos en la memorable jornada de las Navas de Tolosa, que los árabes llaman la batalla de Alacab (la colina), ascendió, según el arzobispo don Rodrigo, a cerca de doscientos mil; a menos de veinte y cinco mil los cristianos{10}. Todos rivalizaron en constancia y valor en aquel memorable día: castellanos, navarros, aragoneses, leoneses, vizcaínos, portugueses, todos pelearon con heroica bravura. «Si quisiera contar, dice el arzobispo historiador, testigo y actor en aquella batalla, si quisiera contar los altos hechos y proezas de cada uno, faltaríame mano para escribir antes que materia para contar.» Distinguiéronse no obstante los tres reyes, luchando personalmente como simples soldados, y lanzándose los primeros al peligro. Las crónicas hacen también especial y merecida mención de los briosos y esforzados caballeros Diego López de Haro, Ximen Cornel, Aznar Pardo y García Romeu, del gran maestre de los Templarios, de los caballeros de Santiago y Calatrava, así como del canónigo don Domingo Pascual, que prodigiosamente salió ileso después de haberse metido por entre las filas enemigas llevando en la mano el estandarte arzobispal. Los despojos que se cogieron fueron inmensos; multitud de carros, de camellos y de bestias de carga; vituallas infinitas; lanzas, alfanjes y adargas en tanto número, que a pesar de no haberse empleado en dos días enteros otra leña para el fuego y para todos los usos del ejército vencedor que las astas de las lanzas y flechas agarenas, apenas pudo consumirse una mitad: incalculable fue también el botín de oro y plata, de tazas y vasos preciosos, de ricos albornoces y finísimos paños y telas; gran cebo y tentación de pillaje para la soldadesca si no la hubiera contenido la excomunión con que el pontífice de Toledo había conminado a los que se entretuvieran en pillar el campo enemigo. Todo era recogido por mano de los esclavos, y el generoso rey de Castilla lo distribuyó después entre los navarros y aragoneses, dejando para sí y sus castellanos o ninguna o la más pequeña parte, y contentándose con recoger el más rico de todos los despojos, la gloria. La lujosa tienda de seda y de oro del gran Miramamolín fue a la capital del orbe católico a servir de trofeo en la gran basílica de San Pedro, Burgos conservó la bandera del rey de Castilla, Toledo los pendones ganados a los infieles, y con razón añadió el rey de Navarra al escudo bermejo de sus armas cadenas de oro atravesadas en campo de sangre, con una esmeralda que ganó también en el despojo, como en memoria de haber sido el primero a saltar las cadenas que ceñían el campamento enemigo.

Excusado es decir que según la fe de aquel tiempo contábase haberse visto varios milagros en aquella batalla: que una cruz roja semejante a la de Calatrava se había aparecido en el cielo durante la pelea; que en medio de tanta mortandad y carnicería de los agarenos no se había encontrado en el campo rastro ni señal de sangre; que los moros se habían quedado aterrados y sin acción al mirar el pendón de Castilla con el retrato de la Virgen, y otros prodigios semejantes, sin contar con que harto prodigio fue tan solemne y completo triunfo ganado contra el mayor ejército que habían podido congregar jamás los orgullosos sectarios del Profeta. Con fundamento, pues, se instituyó en toda España en memoria de tan gran suceso la fiesta que todavía celebra todos los años el 16 de julio con el nombre del Triunfo de la Cruz; fiesta que con particular solemnidad se celebra anualmente en Toledo llevando en procesión los pendones ganados en la memorable jornada de las Navas{11}.

A los tres días del combate apoderáronse los cristianos de los castillos de Ferral, Bilches, Baños y Tolosa, que el rey de Castilla dejó guarnecidos, y pasaron seguidamente a Baeza que los moros habían dejado desierta retirándose a Úbeda: solo encontraron a los viejos y enfermos en la mezquita, a la cual pusieron fuego con un furor que sentaba ya mal en cristianos vencedores, pereciendo allí aquellos desventurados, confundiéndose sus cenizas con las del incendiado templo. De allí pasaron a Úbeda, donde se habían refugiado como unos cuarenta mil moros de aquellas comarcas. Asaltaron la plaza los cruzados con no poca pérdida de gente que los obligó a cejar, hasta que un día un intrépido aragonés, el bravo Juan de Mallen, escaló el adarve, y a su vista acobardados los sitiados se retiraron a la alcazaba, desde donde ofrecieron un millón de escudos y perpetuo vasallaje al rey si les otorgaba la vida y la libertad. Inclinábanse los monarcas y magnates a aceptar el partido, mas los arzobispos de Toledo y Narbona se opusieron fuertemente, recordando la excomunión lanzada por el papa contra los que entrasen en tratos con los infieles. Reiteráronse pues los ataques, y reducidos los cercados a la mayor extremidad rindiéronse a discreción, adjudicándose muchos cautivos a los caballeros de las órdenes, que los emplearon en reedificar iglesias y fortalezas. Los soldados victoriosos ultrajaban a las infelices cautivas, sin que a contenerlos bastaran las exhortaciones de los clérigos y obispos.

Últimamente los rigores de la canícula produjeron enfermedades en el ejército, y en su vista determinaron los reyes emprender la retirada de Andalucía. En Calatrava encontraron al duque de Austria que venía con gran séquito a tomar parte en la guerra santa y a ganar las indulgencias en ella concedidas: mas no siendo ya necesario volviose desde allí con el rey de Aragón, así como los de Navarra y Castilla se encaminaron a Toledo, donde fueron recibidos procesionalmente por el clero y el pueblo entusiasmados, dirigiéndose todos a la iglesia catedral a dar gracias a Dios por la victoria que había concedido a las armas cristianas. A los pocos días se despidió afectuosamente el rey de Navarra del de Castilla, el cual en demostración de agradecimiento le devolvió quince plazas de su reino, que hasta entonces con diversos pretextos había retenido en su poder.

En cuanto al príncipe de los Almohades, después de haber desahogado su rabia en Sevilla haciendo decapitar a los principales jeques andaluces, a cuya defección atribuía la derrota de Alacab, pasó a Marruecos, donde en vez de pensar en resarcir sus pasadas pérdidas, no hizo sino ocultarse en su alcázar, esforzándose por templar la amargura que le devoraba con los vicios y deleites a que se entregó, dejando el cuidado del gobierno a su hijo Cid Abu Yacub, a quien juraron obediencia los Almohades, apellidándole Almostansir Billah. Así vivió Mohammed (el Rey Verde) hasta 1213, en que un emponzoñado brebaje que le fue propinado, puso fin a sus impuros deleites y a sus días{12}.

¿Cómo no habían concurrido a la campaña de las Navas ni auxiliado al monarca de Castilla sus dos yernos los reyes de Portugal y de León? El animoso Sancho I de Portugal había fallecido en 1212 y sucedídole su hijo bajo el nombre de Alfonso II. El nuevo monarca portugués, príncipe de menos robusto temple y de menos belicoso genio que su padre, teniendo que entender desde su advenimiento al trono en las gravísimas cuestiones eclesiásticas que agitaban entonces aquel reino, y ocupado su pensamiento en el designio y propósito de despojar, al modo de Sancho II el de Castilla, a sus dos hermanas Teresa y Sancha de los castillos que en herencia les había dejado su padre, contentose con enviar a la guerra santa los caballeros templarios junto con otros hidalgos, capitaneando tropas de infantería que no desmintieron en el día del combate la fama de intrépidos y valerosos que los portugueses habían sabido ganar peleando bajo las banderas de Alfonso Enríquez y de Sancho I. Menos generoso Alfonso IX de León, no olvidando antiguas rivalidades, y sin consideración ni a los intereses de la cristiandad, ni a los vínculos de yerno y tío que le ligaban con el castellano, lejos de acudir a su llamamiento ni de enviarle socorros, mientras el de Castilla se coronaba de laureles en las cumbres de Sierra-Morena, el leonés se aprovechaba de aquella ausencia para tomarle sin dificultad y sin hazaña las plazas de la dote de doña Berenguela, que los castellanos habían retenido, dando lugar con este comportamiento a sospechas de connivencia con los musulmanes en contra del de Castilla, sospechas que suponemos infundadas pero que llegó a manifestar el pontífice mismo{13}. Después de lo cual, como las princesas de Portugal le hubiesen pedido auxilio contra las violencias de su hermano, y el forajido infante don Pedro, como dicen los portugueses, se hubiera acogido también a su protección, un ejército leonés mandado por el rey en persona invadió aquel reino: multitud de fortalezas cayeron en poder de Alfonso IX; una derrota que causó a los portugueses en Valdevez, en aquel mismo sitio en que Alfonso Enríquez había ganado los triunfos que le alentaron a tomar el título de rey, hizo acaso al de León pensar en reincorporar a su corona aquella importante provincia que el emperador su abuelo había dejado perder. Cualesquiera que fuesen sus intentos, vino a frustrarlos, así como a salvar al apurado monarca portugués, la vuelta del de Castilla triunfante en las Navas de Tolosa. A pesar de los justos resentimientos que el castellano tenía con su antiguo yerno el de León, con una generosidad y una nobleza que así cuadraba al título de Alfonso el Noble con que le designa la historia, como contrastaba con el desleal comportamiento del leonés, el mismo vencedor le convidó a una paz cristiana que Alfonso IX no podía, aunque quisiera, dejar de aceptar. Ajustose, pues, ésta en Valladolid (1213), y no fue el de Portugal quien salió menos ganancioso, puesto que una de las condiciones fue que el leonés dejaría de hacerle la guerra y le restituiría los castillos que le había tomado{14}.

Mal hallado Alfonso VIII con el reposo, e infatigable en el guerrear contra los infieles, púsose otra vez en campaña a los principios de 1213 con las banderas de Madrid, Guadalajara, Huete, Cuenca y Uclés; apoderose luego de Dueñas, a la falda de Sierra-Morena, que dio a los caballeros de Calatrava a quienes antes había pertenecido: ocupó varias otras plazas, y avanzó sobre Alcañiz, que los moros tenían por casi inconquistable y defendieron con tesón; pero reforzado Alfonso con las tropas de Toledo, Maqueda y Escalona, hubieron de rendirse a las armas de Castilla el 22 de mayo. De vuelta de esta breve pero feliz expedición encontrose el rey don Alfonso en Santorcaz con la reina doña Leonor, acompañada del infante don Enrique y de doña Berenguela con sus dos hijos don Fernando y don Alfonso, que su padre le había enviado desde León para su consuelo. Pasaron allí juntos la fiesta de Pentecostés, y tomaron después todos reunidos el camino de Castilla.

Año memorable y fatal fue este por la horrorosa esterilidad que afligió las provincias castellanas. Heló, dicen los Anales Toledanos, en los meses de octubre, noviembre, diciembre, enero y febrero: el rocío del cielo no humedeció la tierra ni en marzo, ni en abril, ni en mayo, ni en junio: no se cogió ni una espiga de grano. Las aldeas de Toledo quedaron desiertas. Moríanse hombres y ganados: se devoraba los animales más inmundos, y lo que es más horrible, se robaba los niños para comerlos{15}. «No había, dice el arzobispo historiador, quien diese pan a los que le pedían, y se morían en las plazas y en las esquinas de las calles.» Sin embargo, el rey don Alfonso y el mismo prelado que lo cuentan, hacían esfuerzos por aliviar con sus limosnas la miseria pública, y su ejemplo movió a los demás prelados, ricos-hombres y caballeros a partir su pan con los necesitados. La caridad con que el arzobispo don Rodrigo repartió sus bienes con los pobres impulsó al monarca a hacer donación a la mitra de Toledo hasta de veinte aldeas, seguro de la liberalidad y oportuno empleo que el arzobispo hacía de sus bienes en favor de las clases más menesterosas.

En medio de las calamidades públicas que tenían consternado su reino, no pudo el rey de Castilla contener su espíritu marcial, y renovada la avenencia con el de León, convinieron en hacer otra vez la guerra a los moros cada uno por su lado. Llevando consigo el leonés al valeroso y noble don Diego López de Haro que el de Castilla le envió, ganó a Alcántara, que dio a los freires de Calatrava. Pasó a Cáceres, que no pudo tomar, y volviose hostigado por los calores a León, donde tuvo el sentimiento de saber la muerte de su hijo el infante don Fernando, no el hijo de doña Berenguela, sino el de su primera esposa doña Teresa de Portugal. El de Castilla más animoso y resuelto, penetró en Andalucía y puso cerco a Baeza, otra vez repoblada y fortificada por los mahometanos. La falta absoluta de alimentos que se experimentó en su campo, las bajas que diariamente en las filas de sus soldados ocasionaba el hambre, le obligaron a hacer treguas con los sarracenos, y levantando el sitio volviose por Calatrava a las tierras de Castilla a principios de 1214. Esta fue su última expedición bélica. Deseaba el noble Alfonso celebrar una entrevista con su yerno Alfonso II de Portugal a fin de poner término a las diferencias que en ambos reinos existían, e invitó al portugués a que concurriese al efecto a Plasencia. Púsose el castellano en camino, mas al llegar a la aldea llamada Gutierre Muñoz, a dos leguas de Arévalo en la provincia de Ávila, sobrevínole una fiebre maligna, que se agravó con el disgusto de la nueva que le dieron de que el de Portugal esquivaba venir a Plasencia, y después de haber recibido los últimos sacramentos de mano del arzobispo don Rodrigo, falleció el 6 de octubre de 1214 a los 57 años de edad y casi 55 de reinado{16}. Así murió Alfonso el Noble de Castilla, uno de los más grandes príncipes que ha tenido la España. Así como al nombrar a Alfonso VI se añade siempre: «el que ganó a Toledo,» así al nombre de Alfonso VIII acompaña siempre la frase: «el de las Navas,» que fueron los dos grandes triunfos que decidieron de la suerte de España y prepararon su libertad. Sus restos mortales fueron llevados al monasterio de las Huelgas de Burgos, una de sus más célebres fundaciones. Acompañáronle en su última hora la reina doña Leonor, y varios de sus hijos y nietos.

Terminados los regios funerales, fue alzado y jurado rey de Castilla el infante don Enrique su hijo, joven de once años, bajo la tutela de su madre la reina doña Leonor. Mas como esta señora, agobiada por el dolor de la pérdida de su esposo, le sobreviviese solos 25 días, quedó el rey niño bajo la regencia y tutela de doña Berenguela, su hermana mayor, con arreglo a las disposiciones testamentarias de sus padres, y por la voluntad de los prelados y magnates de Castilla{17}.

Antes de dar cuenta del breve reinado de Enrique I de Castilla, veamos lo que entre tanto había acontecido en el reino de Aragón.

Diferente suerte que el de Castilla corrió entretanto el rey don Pedro de Aragón después de su regreso de la gloriosa jornada de las Navas. La guerra de los albigenses había continuado y proseguía en Francia con encarnizamiento y furor, y sus deudos los condes de Tolosa, de Bearne y de Foix reclamaron de nuevo el auxilio y protección del monarca aragonés, sin el cual eran perdidos; que tan apurados los tenía el conde Simón de Montfort, jefe de los cruzados. Acudió allá el rey don Pedro, y obtenida una entrevista con el legado de la Santa Sede reclamó que se devolviesen a los condes de Tolosa, Cominges, Foix y Bearne las ciudades y fortalezas que les habían sido tomadas por el de Montfort, puesto que estaban prontos a dar cumplida satisfacción a la iglesia romana por las faltas y errores que hubiesen cometido. Entabláronse con esta ocasión negociaciones de parte de unos y de otros con el pontífice Inocencio III: celebrose también un concilio de orden del papa en Lavaur para saber la opinión de los prelados sobre este negocio; y resultando no ser cierto lo que el de Aragón había escrito al pontífice sobre la disposición de los condes sus amigos, parientes y aliados, a renunciar a la herejía, sino que continuaban favoreciendo con obstinación a los herejes, conminó el papa con los rayos del Vaticano al rey don Pedro en caso de que se empeñase en seguir protegiendo la causa del conde de Tolosa y demás fautores de los albigenses. Entonces don Pedro, que había regresado otra vez a Cataluña, hizo publicar que él no podía dejar de defender al conde de Tolosa por el parentesco que con él le unía, y a los demás condes por otras razones de estado. Y sin oír más reflexiones ni consejos levantó un ejército de aragoneses y catalanes, y marchó resueltamente sobre el condado de Tolosa. Sentó sus reales a la vista del castillo de Murét sobre el Garona, a poca distancia de aquella ciudad. Avisó la pequeña guarnición del castillo al conde de Montfort, el cual acudió apresuradamente en su socorro. Deliberaron los cruzados lo que convendría hacer, y se resolvió hacer una salida sobre los enemigos la vigilia de la exaltación de la Santa Cruz por cuya gloria se peleaba. Preparáronse para esto los católicos recibiendo devotamente el sacramento de la penitencia. El rey de Aragón salió a encontrarlos con sus escuadrones: mas al primer encuentro los condes herejes o fautores de la herejía volvieron vergonzosamente la espalda; los católicos atacaron entonces con intrepidez al escuadrón en que estaba el monarca, e hiciéronlo con tal ímpetu que el vencedor de las Navas de Tolosa perdió allí miserablemente la vida con muchos de los valientes que le habían acompañado en aquella gloriosa jornada. A veinte mil hacen subir las crónicas el número de los que perecieron en el desastroso combate de Murét (13 de setiembre de 1213), inclusos los esforzados campeones Aznar Pardo, Gómez de Luna, Miguel de Luesia, y otros valientes caballeros aragoneses. ¿Cómo tan grande ejército se dejó así arrollar por solos mil peones y 800 jinetes que dicen eran los cruzados? Atribúyenlo algunos a la retirada de los condes y al ningún concierto con que los ricos-hombres peleaban acometiendo cada uno por sí y aisladamente; recurren otros a la protección visible del Altísimo hacia sus servidores, y a castigo providencial de los que se habían ligado con los enemigos de la iglesia católica{18}.

Así pereció el valeroso rey don Pedro II de Aragón. Grandes alteraciones se levantaron en el reino con motivo de su muerte. Los dos hermanos, don Sancho, conde de Rosellón, y don Fernando, que aunque monje y abad de Montaragon despuntaba de aficionado a las armas, pretendía cada cual pertenecerle la sucesión del reino, sin mirar que vivía el infante don Jaime, y que el pontífice había declarado válido y legítimo el matrimonio del rey su padre con la reina doña María. Seguía no obstante a cada uno de ellos su parcialidad. Mas otros principales barones y ricos-hombres aragoneses enviaron una embajada al papa suplicándole mandase al conde Simón de Montfort les entregase el infante que bajo la tutela de aquél se estaba criando en Carcasona, puesto que a don Jaime solo era al que reconocían como su rey y señor natural{19}. Hízolo así el pontífice cometiendo este negocio al cardenal legado Pedro de Benevento, y en su virtud fue el infante llevado a Narbona, donde salieron a recibirle muchos nobles catalanes y los síndicos de las ciudades y villas. Acompañábanle el mismo legado y el conde de Provenza don Ramón Berenguer su primo. Llegado que hubieron a Cataluña, convocáronse cortes en Lérida en nombre del infante con acuerdo de los prelados y ricos-hombres. Concurrieron a ellas, además del legado, todos los prelados, ricos-hombres, barones y caballeros, y además diez personas por cada una de las ciudades, villas y lugares principales del reino. Era el año 1214, y tenía entonces don Jaime seis años y cuatro meses. Allí, reunidos todos en el palacio real, teniendo al infante en sus manos Aspargo arzobispo de Tarragona, juraron todos que le tendrían y obedecerían por rey, defenderían su persona y estado, pero tomándole a su vez juramento de que les conservaría y guardaría sus fueros, usos, costumbres y privilegios.

Concluidas las cortes, entendió el legado con gran diligencia en apaciguar las disidencias y discordias que había en el reino, lo que consiguió no sin alguna dificultad. La guarda y educación de la persona del rey durante su menor edad fue encomendada al maestre del Templo Guillen de Monredón, que lo era de aquella orden en Aragón y Cataluña. El rey con el conde de Provenza su primo, joven también como él, fueron llevados al castillo de Monzón, lugar fuerte y seguro. Nombráronse tres gobernadores, uno para Cataluña, y dos para Aragón, concordándose que el uno de estos tuviese a su cargo todo el país comprendido entre el Ebro y los Pirineos; fue este don Pedro Ahones; y que el otro gobernase toda la tierra de esta parte del río hasta Castilla; diose este mando a don Pedro Fernández de Azagra. Nombrose además procurador general del reino a don Sancho, conde de Rosellón, tío del rey; todo esto con consentimiento de los pueblos.

El orden y la claridad histórica exigen que dejemos para otro capítulo el largo y glorioso reinado de don Jaime I de Aragón, y que volvamos ahora a lo de Castilla.

Reprodujéronse bajo la menor edad de don Enrique I de Castilla las propias turbaciones que habían agitado la de su padre, promovidas por la misma familia, la de los Laras. Los condes don Fernando, don Álvaro y don Gonzalo, hijos de don Nuño de Lara, herederos de la ambición y de los odios de sus mayores, comenzaron por difundir la especie de que no era conveniente ni propio que un rey, que había de necesitar de nervio y vigor para regir el estado en la paz y en la guerra, estuviese confiado a las débiles manos de una mujer, y que estaría mucho mejor en poder de alguno de los grandes y señores del reino que en el de doña Berenguela. Mas no atreviéndose todavía a arrostrar de frente y a las claras la oposición que podría suscitar una pretensión declarada a la regencia, valiéronse de la intriga y el artificio, ganando a un palaciego llamado García Lorenzo, natural de Palencia, que tenía gran lugar en la gracia de la hermana del rey. Hízolo tan bien el consejero áulico, y de tal modo supo influir en el ánimo de la regente, que intimidada y temerosa de los males que le representaba podrían sobrevenir, accedió al fin a ceder la regencia al conde don Álvaro Núñez de Lara, si bien haciéndole jurar no solo que miraría por el reino y la persona del rey, sino que conservaría a las iglesias, órdenes, prelados y señores todos sus honores, posesiones, tenencias y derechos; que no impondría nuevas gabelas y tributos, ni celebraría tratados de guerra ni de paz sin el consentimiento de doña Berenguela.

Pero no era ciertamente la virtud de los Laras el religioso cumplimiento de los juramentos. Y lo que hizo el conde don Álvaro tan pronto como se vio dueño del poder fue satisfacer sus particulares resentimientos y rencores, mortificando de mil maneras a todos los barones que no eran de su parcialidad, atropellando los más sagrados derechos, incluso el de la propiedad, con descarada insolencia y no disfrazada ambición. Con pretexto de las necesidades públicas y de asegurar las fronteras contra los moros echó mano también a los bienes y diezmos de las iglesias, con que acabó de despechar a los prelados y al clero, tanto que el deán de Toledo le excomulgó por lo que tocaba a los de su iglesia, y no le absolvió hasta hacerle jurar que restituiría lo usurpado y respetaría en adelante los privilegios y bienes eclesiásticos. Para dar alguna satisfacción a estas y otras quejas y a las instancias que por otra parte le hacían los grandes, viose el regente en la necesidad de convocar cortes en Valladolid a nombre del rey. Pensaba don Álvaro hacer valer en ellas el derecho que alegaba a los patronazgos legos de las iglesias; mas lo que aconteció fue que muchos de los grandes y ricoshombres, entre ellos principalmente don Lope Díaz de Haro, señor de Vizcaya, don Gonzalo Ruiz Girón y sus hermanos, don Alvar Díaz señor de los Cameros, y don Alfonso Téllez de Meneses, con otros nobles del reino, suplicasen a doña Berenguela con repetidas instancias que volviese a tomar la tutela del rey y sacase al rey y al reino del cautiverio en que los tenía el de Lara. Una carta que parece escribió con este motivo doña Berenguela a don Álvaro recordándole su juramento y excitándole a que le cumpliera para la tranquilidad de la monarquía, acabó de enojar al soberbio tutor, que no contento con tratar mal de palabra a la ilustre princesa se atrevió a mandarla salir desterrada del reino. Refugiose entonces doña Berenguela con su hermana doña Leonor a la fortaleza de Autillo, en tierra de Palencia, que era del señorío de don Gonzalo Ruiz Girón, adonde la siguieron algunos nobles de los que le eran más leales: con lo que quedó deshecha aquella asamblea, y como dice un cronista, «acabó en bandos lo que empezó en gobierno.»

No desconocía don Enrique, en medio de su corta edad, ni las demasías de su tutor, ni el desacato con que trataba a su hermana, ni los clamores que levantaban en el pueblo las injusticias e insolencias de don Álvaro. Bien mostraba en su tristeza y disgusto que de buena gana se volvería a poner bajo la tutela de su hermana, pero el astuto regente cuidó de distraerle y divertirle hablándole de bodas, «que en los pocos años, dice un cronista, es lo que más ruido hace para divertir pensamientos tristes.» Oyó gustoso el joven rey la proposición, y don Álvaro se apresuró a negociar su enlace con la infanta doña Mafalda, hija del rey don Sancho de Portugal. Obtenido su consentimiento, diose prisa don Álvaro a traer la princesa a Castilla, no imaginando hallar obstáculo a su combinado enlace. Pero engañose en esto el de Lara, que ya el papa Inocencio III, advertido por doña Berenguela y sus leales castellanos del parentesco que entre los dos príncipes mediaba, había encargado a los obispos de Burgos y de Palencia que declarasen la nulidad del matrimonio. Tan osado anduvo el de Lara, que en vista de este impedimento se atrevió a pedir para sí la mano de la que venía a desposarse con el rey de Castilla. La pudorosa princesa rechazó noble y altivamente tan audaz proposición, y volviose a Portugal, donde consagró sus días a Dios profesando de religiosa en un monasterio{20}.

Creció con esto y subió de punto la ira y el enojo de don Álvaro, y entregose a nuevos y mayores desafueros, principalmente contra los nobles que favorecían a doña Berenguela, los cuales sufrieron todo género de persecuciones y de despojos. Anduvo con el rey por los pueblos de la ribera del Duero haciendo exacciones, so pretexto de la necesidad de que reconociese sus dominios. Detúvole algún tiempo en Maqueda, con poco beneplácito de las poblaciones de la comarca, que experimentaron de cerca las terribles vejaciones del desconsiderado regente{21}. Las cosas fueron agriándose más cada día. Movida doña Berenguela del interés fraternal, envió secretamente un mensajero para que se informara del estado en que se hallaba el rey su hermano. Súpolo el conde regente, prendió al enviado, y mandole ahorcar, «so color de haberle hallado una carta de doña Berenguela en que incitaba a los de la corte a que diesen veneno al rey.» Por más que don Álvaro procuró fingir la letra y sello de doña Berenguela, nadie creyó en la supuesta carta, que tenía aquella princesa harto acreditada la bondad de su corazón, y túvose todo por superchería del regente: tanto que excitó su inicuo proceder tal ira en el pueblo que tuvo que abandonarle y marcharse con su real cautivo a Huete. Desde allí mandó el rey un emisario a su hermana para informarle de su malhadada situación; mas como niño, no lo hizo con tanta cautela que no le sorprendiesen los espías de don Álvaro, y costole a Ruy González, que así se llamaba el mensajero, ser encerrado en el castillo de Alarcón.

El encono del de Lara contra doña Berenguela y los de su partido era ya demasiado para que no estallase de un modo violento. Mandó pues a sus parciales que tuvieran dispuesta toda su gente de armas, y trasladose con el rey a Valladolid, desde donde intimó a Doña Berenguela y sus adictos le entregasen las fortalezas que poseían. Negáronse ellos a la demanda, antes aparejáronse para sostenerlas con tesón y con brío. Siguiose de esto una breve guerra en Castilla, acometiendo don Álvaro las plazas que defendían los Tellez, los Girones y los Meneses, nobles y principales caballeros castellanos que seguían el partido de doña Berenguela. Ganoles el conde algunas, menos por la fuerza que por ir escudado con el rey a quien aquellos no se atrevían a hostilizar. Un incidente casual vino a poner inesperado término a la cuestión de la minoría y tutela de don Enrique. El de Lara había ido con el rey a Palencia: alojábase el joven monarca en el palacio del obispo; un día hallándose el rey niño en el patio del palacio entretenido en jugar con otros donceles de su edad, una teja desprendida de lo alto de una torre vino a dar en la cabeza del joven príncipe, causándole una herida mortal de que falleció a los pocos días (6 de junio de 1217). Jamás se vio más prácticamente que las cosas más graves, inclusa la suerte de los imperios, suele depender del más fortuito y al parecer más liviano incidente. Aún no tenía don Enrique 14 años, y había reinado tres no completos, si reinar puede llamarse vivir bajo la guarda de un tutor tirano, entre revueltas y agitaciones que el monarca ni promueve ni puede evitar.

Doña Berenguela, que se hallaba en Autillo, tuvo inmediatamente noticia de la muerte de su hermano, por más que don Álvaro trató de ocultarla llevando el cadáver del rey a Tariego y dando desde allí frecuentes avisos a los grandes del estado de su salud. Sobre la marcha y con la prontitud que en casos arduos y difíciles suele tener en sus deliberaciones una mujer, despachó a don Gonzalo Ruiz Girón y don Lope de Haro, sus mayores confidentes, a su marido el rey don Alfonso de León (de quien como sabemos estaba hacía mucho tiempo separada), el cual se hallaba a la sazón en Toro ignorante del suceso, solicitando le enviase a su hijo don Fernando a quien deseaba ver, asegurándole le sería pronto restituido. No puso en ello don Alfonso dificultad alguna, y traído el infante a Autillo, dispuso su madre, de acuerdo con los caballeros de su séquito, llevarle al momento a Palencia, donde fue recibido con grandes aclamaciones por el pueblo, y en solemne procesión por el obispo y clero de la ciudad. De allí determinaron pasar a Valladolid, mas al llegar a Dueñas cerroles las puertas de la plaza el gobernador, y fueles preciso tomar la villa por asalto. Propusieron entonces algunos señores a doña Berenguela tratase de hacer concordia con el de Lara, pero habiendo tenido este hombre ambicioso la audacia de poner por condición que se le entregase la persona de don Fernando en los mismos términos que antes se le había entregado la de don Enrique, indignáronse doña Berenguela y los grandes, y sin quererle escuchar prosiguieron a Valladolid, donde fueron acogidos con las mismas aclamaciones que en Palencia.

Convocó doña Berenguela desde esta ciudad a los prelados, grandes y señores del reino, y a los procuradores de las villas y ciudades para celebrar cortes, diciéndoles que ya sabían como ella era la heredera y sucesora legítima del reino de Castilla por haber muerto sus hermanos, y que por lo mismo esperaba que concurrieran a Valladolid para reconocerla y aclamarla como tal, en lo cual no harían sino cumplir con un deber de fidelidad{22}. Convenciéronse las ciudades más rebeldes de la razón y derecho de doña Berenguela, y abandonando el partido de don Álvaro acudieron a Valladolid. Fue pues reconocida y jurada doña Berenguela como reina de Castilla. Mas ella con magnánimo desprendimiento y con mas abnegación todavía de la que había mostrado al abdicar la regencia y tutela de su hermano don Enrique, hizo en el acto renuncia de su corona en su hijo don Fernando, con admiración y con beneplácito de todos. En su virtud alzose un estrado a la puerta meridional de la ciudad sobre el campo, y colocado en él el infante fue solemnemente proclamado rey por su madre, por los prelados, por los ricos-hombres, caballeros y procuradores del reino (31 de agosto de 1217).

Dejamos reconocido por rey de Aragón a don Jaime I llamado después el Conquistador; dejamos ahora aclamado en Castilla a Fernando III denominado después el Santo. Antes de referir los sucesos de los reinados de estos dos grandes príncipes, cúmplenos examinar el estado social de los diferentes reinos españoles en el período que hemos abrazado en estos capítulos.




{1} Documento citado por Sandoval, Cinco Reyes, p. 71.

{2} Los nombres de los aragoneses que aquí omitimos, pueden verse en Zurita, Anal., libro II, c. 61: los de Castilla en Núñez de Castro, Crónica de don Alfonso VIII, cap. 70.

{3} Los omes de ultrapuertos, que dicen nuestras crónicas.

{4} Las Navas de Tolosa pertenecen a las llamadas poblaciones de Sierra Morena, partido de la Carolina, y lindan con el desfiladero nombrado de Despeña-perros.

{5} Dice alguna crónica que este pastor se llamaba Martín Halaja: que entre las señas que dio fue una que encontrarían en el sendero una cabeza de vaca comida de los lobos, lo cual se verificó también; y añaden, que enseñado que hubo el camino no se volvió a ver a semejante hombre: por lo mismo no es maravilloso que en aquellos tiempos se generalizara la tradición de que aquel hombre era un ángel bajo el traje de pastor. El suceso verdaderamente, atendidas las circunstancias, parece tener algo de providencial, ya que no de milagroso.

{6} Otros nombres pueden verse especificados con prolijidad en don Rodrigo, Bleda, Zurita, Argote de Molina, la Crónica de Beuter y otras varias.

{7} Conde, p. 3, c. 55.

{8} Argote de Molina, en su Nobleza del Andalucía, l. 1, c. 46.

{9} El mismo arzobispo en su Historia.

{10} Seguimos en esto la relación del mismo don Rodrigo, que fija en doscientos mil poco más o menos el número de los moros muertos; número, que aunque parezca exagerado no debe serlo sin duda a juzgar por la confesión de los mismos historiadores mahometanos. En los árabes de Conde, donde se supone que solo los voluntarios de África eran ciento sesenta mil, se dice expresamente: «y los cristianos los envolvieron con sus escuadrones haciendo en ellos atroz matanza... y perecieron innumerables voluntarios: de todos dieron cabo, hasta el último soldado murió peleando.» Y hablando más adelante del resto del ejército dice: «Siguieron los cristianos el alcance, y duró la matanza en los muslimes hasta la noche... hasta no dejar uno vivo de tantos millares.» En cuanto al número de los cristianos que perecieron, muchos de nuestros historiadores quieren limitarle al reducidísimo e increíble de veinte y cinco, y otros de cincuenta, atribuyéndolo a milagro, que milagro sería en verdad y no pequeño, si tal hubiese sido el resultado de tan sangrienta y reñida pelea. Creen algunos que serían veinte y cinco mil, y que el error de nuestros cronistas nace de no haber entendido bien el texto del arzobispo don Rodrigo, pues dice el prelado historiador: «Calcúlase que de los moros murieron sobre doscientos mil: de los nuestros apenas veinte y cinco: secundum existimationem creduntur circiter bis centum milia interfecta: de nostris autem vix defuere viginti quinque. Lo que induce a pensar que diría veinte y cinco por contraposición a los doscientos, omitiendo el mil, como muchas veces se acostumbra por sobreentenderse ya cuando los guarismos son inmediatamente correlativos. No es inverosímil esta interpretación.

Sin embargo, en la carta que el rey de Castilla dirigió al papa Inocencio dándole cuenta del resultado de la batalla, le dice: «Fueron los moros, como después supimos por verdadera relación de algunos criados de su rey, los que cogimos cautivos, ciento y ochenta y cinco mil de a caballo, y sin número los infantes. Murieron de ellos en la batalla más de cien mil soldados, según el cómputo de los sarracenos que apresamos después. Del ejército del Señor, lo cual no se debe repetir sin dar muchas gracias a Dios, y solo por ser milagro parece creíble, apenas murieron veinte y cinco o treinta cristianos de nuestro ejército.»– En Mondéjar, Crónica, edición de 1773, p. 316.– Y el arzobispo de Narbona, testigo también presencial de la batalla, dice: «Y lo que es más de admirar, juzgamos no murieron cincuenta de los nuestros (Ibid).» Si asi fue, no nos admiramos nosotros menos que el monarca y los prelados historiadores.

{11} Para la relación que acabamos de hacer de esta memorable batalla hemos tenido presente la carta del mismo Alfonso de Castilla al papa Inocencio II dándole cuenta del suceso; la del arzobispo de Narbona, y la Historia de don Rodrigo de Toledo, todos tres testigos y actores en el combate; Lucas de Tuy; los Anales Toledanos; los Apéndices con que Mondéjar enriqueció su Crónica de Alfonso VIII; la de Núñez de Castro; la de los moros de Bleda; los Anales eclesiásticos de Jaén, por Gimena; Argote de Molina, Nobleza de Andalucía; la General de don Alfonso el Sabio; Rades y Andrada, Crónica de Calatrava; Brandão, Mon. Lusit.; los Anales de Zurita y Moret; los árabes de Casiri y de Conde; Almakari; Ben Abdelhalim, traducido por Moura, y todas las historias modernas.

{12} Conde, part. III, cap. 53.

{13} Innocent. III, Epist. L.

{14} Roder. Tolet.– Luc. Tud.– Mon. Lusit. t. IV, Ap. p. 14.

{15} «E comieron las bestias, e los perros, e los gatos, e los mozos que podían furtar.» Anal. Toled. primeros, pág. 399.

{16} Roder. Tolet., lib. VIII, capítulo 16.– Anal. Toled. primeros, p. 574.– Id. terceros, p. 411.

{17} Tuvo Alfonso VIII de Castilla de su esposa Leonor de Inglaterra los siguientes hijos: Berenguela, que fue reina de León y propietaria de Castilla: un Fernando, que murió antes de 1180: Sancho, que vivió muy poco tiempo: Enrique, que le sucedió en el trono: otro Fernando que falleció en 1211: Urraca que casó con el príncipe Alfonso de Portugal: Blanca, que fue mujer del rey Luis VIII de Francia: Constanza, que entró religiosa y fue abadesa de las Huelgas de Burgos, y Leonor, que fue después reina de Aragón. Algunos añaden todavía otras hijas.– Véase Flórez: Reinas Católicas, tomo I, y Mondéjar, Apend. a las Memorias de Alfonso VIII.

{18} Zurita, Anal., lib. II, c. 63.– Mem. del rey don Jaime.– Matt. París, Hist. Angl. ad. ann. 1213.– Dom. Vaisett, Hist. de Languedoc.– Su cadáver fue enterrado al lado del de su madre doña Sancha en el monasterio de Sijena.– Murió después la reina doña María en Roma (1248). En los días que permaneció en aquella ciudad ganó otro pleito que seguía sobre la sucesión del señorío de Mompeller contra Guillermo su hermano, cuyo señorío heredó también su hijo don Jaime.

{19} Don Pedro Ahones había de reptar al conde de traidor en nombre de toda la tierra en el caso que no quisiese entregar el infante.– Zurita, c. 66.

{20} Roder. Tolet., lib. IX, c. 2.– Núñez de Castro, Coron. cap. 7.

{21} «Si algún cuaderno de las crónicas de los siglos (dice Núñez de Castro con mucho fuego) hubiera dejado planas en blanco para escribir arrojos, desenfrenamientos, atrocidades de la ambición, no llenaran con poca admiración los blancos los sucesos del conde don Álvaro.» Crónica de don Enrique el Primero, cap. 9.

{22} Padeció Mariana un gravísimo error en suponer que el reino de Castilla, después de la muerte de don Enrique, pertenecía de derecho a doña Blanca su hermana, casada con Luis VIII de Francia, y atribuyendo la no proclamación de doña Blanca al odio de los castellanos al gobierno extranjero. Nace este error de creer a doña Blanca mayor de edad que doña Berenguela, según en otro lugar dejamos manifestado. Equivocase también en decir que fue alzado don Fernando por rey en Nájera debajo de un olmo. Tampoco es exacto en la fecha de la proclamación.– Don Rod. de Toledo, libro VIII.– Anal. Toled. y Compost.– Cron. de don Enrique I.– Id. de San Fernando.– Crónica general.