Filosofía en español 
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Parte segunda Edad media

Libro III

Capítulo XII
Castilla en la primera mitad del siglo XIV
De 1295 a 1350

Reinados de menor edad. Inconvenientes y ventajas de la sucesión hereditaria para estos casos. I.– Reinado de Fernando IV.– Causas de las turbaciones que agitaron el reino.– Antecedentes y elementos que para ello había.– Cómo fueron desapareciendo, y a quién se debió.– Justo elogio de la reina doña María de Molina.– Fidelidad de los concejos castellanos.– Célebre Hermandad de Castilla. Su objeto, consecuencias y resultados.– Alianza del trono y del pueblo contra la nobleza.– Influencia del estado llano.– Espíritu de las cortes y frecuencia con que se celebraron en este tiempo. II.– Reinado de Alfonso XI.– Estado lastimoso del reino en su menor edad.– Juicio crítico de la conducta de este monarca cuando llegó a la mayoría.– Júzgasele como restaurador del orden interior.– Como guerrero y capitán.– Influencia de sus triunfos en el Salado y Algeciras en la condición y porvenir de España. III.– Progreso de las instituciones políticas. Elemento popular. Derechos, franquicias y libertades que ganó el pueblo en este reinado.– Cómo fueron abatidos y humillados los nobles.– Solemnidad, aparato, orden y ceremonia con que se celebraban las cortes.– Alfonso XI como legislador. Cortes de Alcalá: Reforma en la legislación de Castilla. El Ordenamiento: los Fueros: las Partidas: en qué orden obligaba cada uno de estos códigos. IV.– Estado de la literatura castellana en este período.– El poema de Alejandro.– Obras literarias de don Juan Manuel: el conde Lucanor.– Poesías del arcipreste de Hita.– Crónicas.– Comparaciones.
 

Una de las calamidades que pesaron más sobre la monarquía castellana y entorpecieron más su desarrollo, fueron las frecuentes menorías de sus reyes. Es ciertamente una de las eventualidades más funestas a que está sujeto el principio de la sucesión hereditaria. Mas al través de estas y otras contingencias desfavorables al orden social e inherentes a la institución, compénsalas con tal exceso otras tan reconocidas ventajas, que una vez supuesto el orden en un estado, es su mejor salvaguardia contra las turbulentas pretensiones de los ambiciosos y el más fuerte dique en que vienen a estrellarse los desbordamientos de la anarquía; a tal extremo, que desde que se estableció en España aquel saludable principio, aun en las agitaciones de las menoridades de los reyes nadie se atrevió a volver a invocar como remedio la monarquía electiva. Tal aconteció en los dos reinados consecutivos de Fernando IV y Alfonso XI que abarca el período que examinamos. Hay ideas que una vez adquiridas van formando otras tantas bases que sirven de cimiento al régimen de las sociedades.

I.– No extrañamos el furor con que se desarrollaron las ambiciones en el reinado de Fernando IV. La preparación venía de atrás; y la menor edad del rey no fue la causa, sino una circunstancia de que se aprovechó la nobleza, y que la hizo, si no más pretenciosa, por lo menos más audaz. Los príncipes de la real familia; los magnates poderosos; aquellos codiciosos e inquietos infantes, don Juan, don Enrique y don Juan Manuel; aquellos indómitos señores; don Juan de Lara, don Diego y don Juan Alfonso de Haro, que se habían atrevido con un monarca del temple de don Sancho el Bravo, ¿cómo no habían de envalentonarse al ver al frente del reino un niño y una mujer? No es, pues, de maravillar el desorden, la confusión y anarquía en que tantos revoltosos pusieron el reino: y gracias que no había entre ellos unidad de miras; que a haberla, como en Aragón, algo mayor hubiera sido todavía el conflicto del trono. Pero pretendiendo el uno la corona, limitando el otro sus aspiraciones a la regencia, concretándose los demás al aumento de sus particulares señoríos, o a usurpar los que otros poseían, y no entendiéndose entre sí, todos pretendientes y todos rivales, daban lugar y ocasión a que un genio sagaz y astuto, estudiando sus particulares intereses, los dividiera más y los quebrantara.

A estos elementos de turbación se agregaron otros todavía más poderosos y más terribles. El tierno monarca y su prudente madre vieron conjurados contra sí todos los soberanos, los de Francia y Navarra, los de Granada y Portugal. Se invoca nuevamente el derecho, y se alza de nuevo el pendón de los infantes de la Cerda. Entre unos y otros se reparten buenamente la Castilla, como si fuese un concurso de acreedores, y cada cual se adjudica la porción que más le conviene. El territorio castellano se ve a la vez invadido por franceses y navarros, por aragoneses, portugueses y granadinos. Uno de los caudillos del ejército confederado, es el infante aragonés don Pedro, a quien le han sido aplicadas las ciudades fronterizas de Castilla y Aragón. Otro de sus capitanes es el perpetuamente rebelde infante castellano don Juan, que en Sahagún se hace proclamar rey de León, de Galicia y de Sevilla. ¿Quién conjurará tan universal tormenta? Imposible parecía que el pobre trono castellano pudiera resistir a los embates de mar tan proceloso y embravecido.

Y sin embargo, se ve ir calmando gradualmente las borrascas, se ve ir desapareciendo los nubarrones que ennegrecían el horizonte de Castilla, se ve ir recobrando su claridad el hermoso cielo castellano. El infante don Pedro de Aragón sucumbe con sus más esclarecidos barones en el cerco de Mayorga, y la hueste aragonesa se retira conduciendo en carros fúnebres los restos inanimados de sus más bravos adalides. El rey de Portugal retrocede a sus estados casi desde las puertas de Valladolid. El infante don Juan se reconcilia con su sobrino, deja el título de rey de León, y reconoce por legítimo rey de Castilla a Fernando IV. Alfonso de la Cerda renuncia también a la corona, y se somete a recibir algunos pueblos que le dan en compensación. Fíjanse por árbitros los límites de Aragón y de Castilla. Guzmán el Bueno salva a Andalucía de las imprudencias de don Enrique, y sigue defendiendo a Tarifa contra el emir granadino. El papa legitima los hijos de la reina. Fernando IV de Castilla casa con la princesa Constanza de Portugal: queda en pacífica posesión de su corona; desaparece la anarquía, y disfruta de quietud y de sosiego el reino castellano.

¿Quién había obrado todos estos prodigios? ¿Cómo han podido irse disipando tantas nubes como tronaban en derredor del niño rey? ¿Cómo de la más espantosa anarquía se ha ido pasando a una situación, si no de completa bonanza, por lo menos comparativamente apacible y serena?

Es que Fernando IV, como Fernando III de Castilla su bisabuelo, ha tenido a su lado un genio tutelar, una madre solícita, prudente y sagaz como doña Berenguela: es que el rey y el reino han sido dirigidos por la mano hábil, activa y experta de doña María de Molina, que como madre ha desplegado la más viva solicitud y el más tierno cariño, como mujer ha mostrado un valor y una entereza varonil, y como regente se ha conducido con sabia política y con una energía maravillosa. Serena en los conflictos, astuta y sutil en los recursos, halagando oportunamente la ambición de algunos magnates, severa y fuerte con otros, supo dividirlos para debilitarlos, supo dividir para reinar, y no para reinar ella, sino para entregar el reino sin menoscabo a su hijo{1}.

El gran tacto de la reina regente estuvo en saber conciliarse el afecto del pueblo, en utilizar convenientemente la lealtad de los concejos castellanos y en buscar en el elemento y en la fuerza popular el contrapeso a la desmedida ambición de los príncipes y de los nobles. Entonces se vio cómo se necesitaron y apoyaron mutuamente el trono y el pueblo contra la nobleza turbulenta y codiciosa. Fieles a sus monarcas los concejos de Castilla, pero celosos al propio tiempo de sus fueros, formaron entre sí, muy en los principios del reinado de Fernando IV (1295), liga y hermandad para defenderse y ampararse contra los desafueros del poder real, pero más principalmente contra las demasías de la clase noble. Es curioso observar la marcha que en su organización política fue llevando la sociedad española en el último tercio de la edad media. En aquella lucha de poderes y elementos sociales hemos visto, antes en Aragón como ahora en Castilla, formarse estas confederaciones o hermandades como por un instinto de propia conservación y por un sentimiento de dignidad para resistir a los embates e invasiones de otros poderes. Pero en Aragón, especie de república oligárquica, estas hermandades las forman principalmente los nobles contra el influjo de la autoridad real. En Castilla, monarquía esencialmente democrática, las forma el pueblo, los concejos o municipios, no tanto para contener los desafueros del poder real cuanto para quebrantar el poderío de la nobleza.

La hermandad de los concejos de Castilla en 1295 tiene para nosotros una grande importancia histórica. Si no fue la primera confederación popular, fue la protesta más solemne del pueblo contra las demasías y contra las usurpaciones de la corona y de las clases privilegiadas. Cuando 225 años más adelante veamos sucumbir las comunidades de Castilla en guerra armada contra las fuerzas y el poder de un soberano y de unos magnates, el vencimiento de estas comunidades será la derrota de aquella hermandad después de una lucha de más de dos siglos, y será de tanto influjo en la condición política de España, que representará el tránsito del gobierno libre y popular de la edad media española al gobierno monárquico absoluto del primer período de la edad moderna. Forzoso nos es por lo tanto conocer la índole de la hermandad de Castilla de 1295.

«En el nombre de Dios e de Santa María; Amen, (comenzaba este pacto de confederación). Sepan quantos esta carta vieren como por muchos desafueros e muchos dannos, e muchas fuerzas, e muertes, e prisiones, et despachamientos sin ser oidos, e deshonras e otras muchas cosas sin guisa, que eran contra justicia, e contra fuero, e gran danno de todos los regnos de Castiella, de Toledo, de León, de Gallicia, de Sevilla, de Córdoba, de Murcia, de Jahen, del Algarbe e de Molina, que recebimos del rey don Alfonso, fijo del rey don Fernando, e mas del rey don Sancho, su fijo, que agora finó, fasta este tiempo en que regnó nuestro sennor el rey don Fernando, que nos otorgó e confirmó nuestros fueros, et nuestros privilegios, a nuestras cartas, e nuestros buenos usos, e nuestras buenas costumbres, e nuestras libertades que habiemos en tiempo de los otros reyes quando los mejor hobiemos. Por ende, e por mayor asesego de la tierra, e mayor guarda del so sennorío, para esto guardar e mantener, e porque nunqua en ningún tiempo sea quebrantado, e veyendo que es a servicio de Dios, e de Santa María, et de la corte celestial, e a honra e a guarda de nuestro sennor el rey don Fernando, a quien de Dios buena vida e salud por muchos annos e buenos, e mantenga a so servicio: et otrosí a servicio, e a honra e a guarda de los otros reyes que serán después del, e a pro e a guarda de toda la tierra, facemos hermandat en uno nos todos conceios del regno de Castiella, quantos pusiemos nuestros sellos en esta carta, en testimonio e en confirmación de la hermandat.

»Et la hermandat es esta. Que guardemos a nuestro sennor el rey don Fernando todos sus derechos e todo su sennorío bien e cumplidamente… &c.»

Designa y fija la hermandad las contribuciones y servicios legalmente establecidos con que se había de seguir asistiendo al rey; acuerda cómo han de unirse todos para el mantenimiento de sus fueros, usos y libertades, en el caso que el rey don Fernando o sus sucesores, o sus merinos, u otros cualesquiera señores quisiesen atentar contra ellos; determina someter al fallo del concejo los desafueros que los alcaldes o merinos del rey cometiesen; que si algún rico ome o infanzón o caballero prendare indebidamente a alguno de la hermandad o le tomase lo suyo, y a pesar de la sentencia del concejo no lo quisiese restituir, si fuese hombre arraigado, «quel derriben las casas, et corten las vinnas, e las huertas, e todo lo al que hubiere,» para lo cual se ayuden todos los de la hermandad, y añade: «Otrosí, si un ome, o infanzon, o caballero, o otro ome qualesquier que non sean en nuestra hermandat, matáre o deshonráre a alguno de nuestra hermandat… que todos los de la hermandat que vayamos sobrel, et sil fallaremos quel matemos, e si haber non le podiéramos, quel derribemos las casas, el cortemos las vinnas e las huertas, el astraguemos quanto en el mundo le fallaremos; Despues sil podiéremos haber, quel matemos… Otrosí ponemos que si alcalde, o merino, o otro ome cualquier de la hermandat, por carta o por mandado de nuestro sennor el rey don Fernando, o de los otros reyes que serán después dél, condenáre a uno sin ser oido o yudgado por fuero, que la hermandat quel matemos por ello; e si haber non le podiéremos, que finque por enemigo de la hermandat, et quandol pudiéremos haber quel matemos por ello{2}

Terrible manera de hacerse a sí mismos justicia, pero que prueba cuán agraviados debían estar los concejos de los reyes y de los ricos hombres, y que manifiesta sobre todo cuán inmensamente había mejorado la condición política de los hombres del estado llano, y cuán larga escala habían corrido desde la antigua servidumbre hasta dictar leyes a los grandes señores y a los monarcas mismos. La reina, lejos de contrariar y reprimir este espíritu de libertad e independencia de los comunes, como por otra parte veía la fidelidad que guardaban a su hijo, los halagaba por que los necesitaba para hacer frente a las pretensiones de los nobles. La lealtad les valía a ellos concesiones y franquicias de parte del rey, o sea de la reina regente: estas concesiones le valían al rey la seguridad y espontaneidad de los subsidios y el apoyo material y moral de los cuerpos populares. Eran dos poderes que se necesitaban y auxiliaban mutuamente contra las invasiones de otro poder. Los pueblos ganaron en influjo y en condición, y doña María salvó la corona de su hijo. Las menorías de los reyes, turbulentas y aciagas como son, suelen por otra parte redundar en beneficio de la libertad de los pueblos: la debilidad misma del gobierno le obliga a apoyarse en el brazo popular: el pueblo pierde en tranquilidad, en conveniencias y en materiales intereses, se empobrece y sufre; pero es cuando suele ganar en prerrogativas y derechos, es cuando suele hacer sus conquistas políticas. Son como aquellas enfermedades de los individuos en que el físico padece y la parte intelectual se aviva.

Mucho progresó el estado llano en influencia y poder en el reinado de Fernando IV. Las cortes de Valladolid de 1295 se decían convocadas por facer bien y merced a todos los concejos del regno. En las de Cuellar de 1297 se creó una especie de diputación permanente o alto consejo, nombrado por la nación, para que acompañase al rey en los dos tercios del año y le aconsejase. En las de Valladolid de 1307 se restableció ya por la ley no imponer tributos sin pedirlos a las cortes. «Si acaesciere que pechos algunos haya menester, pedirgelos he, e en otra manera no echaré pechos ningunos en la tierra.» En las de Burgos de 1311 quisieron los procuradores saber a cuanto ascendían las rentas del rey: y en las de Carrión de 1312 tomaron cuenta a los tutores. En las de Valladolid de 1299 y 1307 se consignaron las garantías personales, ordenándose que nadie fuese preso ni embargado sin ser oído antes en derecho, y se prohibieron las pesquisas generales. Estas y otras adquisiciones políticas, que en aquel tiempo alcanzó el elemento popular no se respetaban y cumplían siempre en la práctica, pero quedaban consignadas y escritas con carácter de leyes, que era un gran adelanto, y no las olvidaba el pueblo. Salió, pues, éste ganancioso de la lucha entre la nobleza y la corona, poniéndose de parte de esta. La frecuencia misma con que se celebraban cortes revela que nada hacía ya el rey sin su acuerdo y deliberación. En el reinado de Fernando IV no pasó un solo año sin que se tuviesen cortes y en alguno, como en 1301, húbolas en dos diferentes partes del reino, Burgos y Valladolid{3}.

La conquista nacional avanzó bien poco en este reinado, y aun fue maravilla que se recobrara a Gibraltar, aunque para volver a perderle pronto: y el rey acabó faltando a las buenas leyes sancionadas por él mismo, con el arbitrario suplicio de los Carvajales, a que debió el triste sobrenombre de Emplazado.

II.– Más larga y no menos borrascosa la menoría de su hijo Alfonso el Onceno, Castilla vuelve a sufrir todas las calamidades de una anarquía horrible. Era un cuerpo que, no bien aliviado de una enfermedad penosa, apenas entraba en el primer período de la convalecencia recaía en otra enfermedad más peligrosa y más larga. Un rey de trece meses, dos reinas viudas, abuela y madre del rey niño, tantos aspirantes a la tutela cuantos eran los príncipes y grandes señores, todos codiciosos y avaros, todos osados y turbulentos, generoso ninguno, en vano era hacer las más extrañas combinaciones para que ningún pretendiente se quedara sin su parte de regencia, inútil era dejar a cada monarca y a cada pueblo elegir y obedecer al regente que más le acomodara, a cada tutor mandar en el país que le fuera más devoto. Era intentar corregir la anarquía fomentándola, era querer apagar el fuego añadiéndole combustibles. El reino era un caos, y las dos reinas murieron de pesar. Doña María de Molina era una gran reina, pero al cabo no era un genio sobrenatural, era una mujer. Afortunadamente para Castilla los moros de Granada no andaban menos desconcertados y revueltos, ocupados en destronarse los hermanos y parientes. No era el peligro exterior el que amenazaba para el reino castellano. Todo el mal le tenía dentro de sí mismo: la gangrena estaba en las entrañas mismas del cuerpo social.

No creemos pueda imaginarse estado más lastimoso en una sociedad que vivir los hombres a merced de los asesinos y ladrones públicos; que enseñorear los malvados y malhechores la tierra, y tener que abandonarla los pacíficos y honrados; que ejercer públicamente y a mansalva, hidalgos y plebeyos, el robo y la rapiña; que mirarse como acaecimiento ordinario y común encontrar los caminos sembrados de cadáveres; que tener que andar los hombres en caravanas armadas para librarse de salteadores; que despoblarse los lugares abiertos y quedar deshabitadas y yermas las aldeas por ser imposible gozar en ellas de seguridad. San Fernando no hubiera podido reconocer su Castilla; ¿y quién pensaba entonces en poner en ejecución las leyes de Alfonso el Sabio? Pues tal fue la situación en que halló su reino el undécimo Alfonso cuando tomó en su mano las riendas del Estado.

Príncipe de grandes prendas, enérgico y brioso, dotado de no común capacidad, y amante de la justicia el hijo de Fernando IV, pero joven de catorce años cuando tomó a su cargo el regimiento del reino, no extrañamos ver mezcladas medidas saludables de orden, de conveniencia y de tranquilidad pública con ligerezas y arbitrariedades, y hasta con arranques de tiránica crueldad, propios de la inexperiencia y de la fogosidad impetuosa de la juventud. Con el buen deseo de restablecer el orden en la administración tomaba cuenta al arzobispo de Toledo de los tributos y rentas que había percibido, y le despojaba del cargo de canciller mayor: obraba en esto como príncipe celoso y enérgico. Pero se entregaba de lleno a la confianza de dos privados, Garcilaso y Núñez Osorio, de los cuales el primero por sus demasías había de perecer asesinado por el pueblo en un lugar sagrado, y al segundo le había de condenar él mismo por traidor y mandarle quemar: aquí se veía al mancebo inexperto, y al joven impetuoso y arrebatado. Comprendía la necesidad de desarmar a los príncipes y magnates revoltosos, y se atraía a don Juan Manuel casándose, con su hija Constanza: en esto obraba como hombre político. Pero luego la repudiaba para dar su mano a doña María de Portugal, recluía a la primera en un castillo, y provocaba el resentimiento y el encono de su padre: veíase aquí al joven o inconstante o desconsiderado. Propúsose enfrenar la anarquía, castigando severamente a los próceres rebeldes y bulliciosos: nada más justo ni más conveniente a la tranquilidad del reino. Pero halagaba con engaños a don Juan el Tuerto para mandarle matar sin formas de justicia: y con dotes de monarca justiciero aparecía vengativo y cruel.

Los suplicios de don Juan el Tuerto, de Núñez Osorio, conde de Trastámara, de don Juan Ponce, de don Juan de Haro, señor de los Cameros, del alcaide de Íscar y del maestre de Calatrava, no diremos que fuesen inmerecidos, puesto que todos ellos fueron o revoltosos o desleales: mas la manera arbitraria y ruda, la inobservancia de toda forma legal en tan sangrientas ejecuciones, no puede disimularse a quien dijo en las cortes de Valladolid de 1325: «Tengo por bien de non mandar matar, nin lisiar, nin despechar, nin tomar a ninguno ninguna cosa de lo suyo sin ser ante oído e vencido por fuero e por derecho: otrosí, de non mandar prender a ninguno sin guardar su fuero y su derecho de cada uno{4}.» Comprendemos lo difícil que era en tales tiempos deshacerse por medios legales de tan poderosos rebeldes y de tan osados perturbadores. Esto podrá cuando más atenuar en parte, pero nunca justificar los procedimientos tiránicos. Es muy común recurrir a la rudeza de los tiempos para buscar disculpa a las tropelías más injustificables, y querer cubrir con el tupido manto de la necesidad los actos más violentos y tiránicos. «Trasladémonos, se dice, a aquellos tiempos.» Pues bien, trasladémonos a aquellos tiempos, y hallaremos ya, no unos monarcas rudos y extraños al conocimiento de las leyes naturales y divinas, sino príncipes que establecían ellos mismos muy sabias y muy justas leyes sociales, que consignaban en sus códigos los derechos más apreciables de los ciudadanos, los principios y garantías de seguridad real y personal, tan lata y tan explícitamente como han podido hacerlo los legisladores de las naciones modernas más adelantadas; y que sin embargo, cuando llegaba el caso de obrar, pasaban por encima de sus propias leyes, y mandaban degollar o quemar, o lo ejecutaban ellos mismos, sin forma de proceso y sin oírlos ni juzgarlos, a los que suponían y suponemos criminales, y se apoderaban de sus bienes. No sino demos elasticidad y ensanche a la ley de la necesidad, y a fuerza de invocarla nos convertiremos sin querer en apologistas de la tiranía. Nuestra moral es tan severa para los antiguos como para los modernos tiempos, porque las leyes naturales han sido y serán siempre las mismas, y las leyes humanas tampoco se diferenciaban ya en este punto.

Según que crecía en años Alfonso, mejoraba su carácter y mejoraba la situación del reino. Enérgico y vigoroso siempre, pero ya no violento ni atropellado; severamente justiciero, pero ya más guardador de la ley, y hasta dispensador generoso de la pena, solía perdonar a los magnates rebeldes después de vencerlos y subyugarlos; desmantelaba los muros de Lerma, donde tenía su foco la rebelión, pero se mostraba clemente con el de Lara, y el mismo don Juan Manuel no le halló sordo a la piedad: resultado de esta conducta fue convertirse ambos de enemigos en servidores y auxiliares. Otorgando indulto y perdón general por todas las muertes y delitos cometidos anteriormente, y declarando su firme resolución de castigar irremisiblemente los que en lo sucesivo se perpetraran, hizo cesar las guerras entre los nobles y puso término a la anarquía, obligándolos a que en lugar de recurrir a las armas para dirimir sus diferencias, apelaran a los tribunales. Haciendo que los hidalgos juraran entregar al rey los castillos que tenían por los ricos-hombres siempre que aquel los reclamara, minó por su base la jerarquía feudal, y revindicó el supremo señorío de la corona. Merced a esta inflexible energía el orden se restableció en el reino, cesaron los crímenes públicos, sometiéronse los turbulentos nobles, el trono recobró su fuerza perdida, la autoridad real se hizo respetar, y la monarquía castellana marchaba visiblemente hacia la unidad. Hasta las provincias de Álava y Vizcaya se reunieron bajo una sola mano, y los hombres de estos países esencialmente independientes no vacilaron en reconocer la soberanía de Alfonso en Vitoria y en Guernica, sin renunciar por eso a sus amados fueros.

Si mérito grande adquirió el undécimo Alfonso como restaurador del orden interior de la monarquía, no fue menor la gloria que supo ganar como guerrero. Aún no tenía su tierna mano fuerza para manejar la espada, y ya hizo expediciones felices contra los moros del reino granadino. Aun no sombreaba la barba su rostro, y ya los reyes de Granada y de Marruecos le respetaban como a príncipe belicoso y bravo. Si por deslealtad o por cobardía de uno se perdió Gibraltar, y por las turbulencias interiores no pudo rescatarla, costoles por lo menos a los dos emires musulmanes la humillación de ofrecer la paz al joven monarca castellano, y de reconocerle de nuevo vasallaje el de Granada. Revivieron por último con Alfonso XI los buenos tiempos de Castilla, y a orillas del Salado volvieron a brotar los laureles de las Navas de Tolosa y las palmas de Sevilla, que parecía haberse marchitado. Repitiéronse a la vista de Tarifa casi los mismos prodigios que en las Navas: aparte de la diferencia de lugar, semejaba la jornada de un drama heroico reproducida por los mismos personajes con otros nombres. En la batalla de el Salado y en el sitio de Algeciras mostraron Alfonso y sus castellanos dos diferentes especies de valor, ambas en grado heroico. En la primera el valor agresivo, el brío en al acometer, la bravura en el pelear; en el segundo el valor pasivo, la perseverancia, la paciencia, el sufrimiento y la resignación en las privaciones, en las penalidades, en las tribulaciones. Con los triunfos de el Salado y de Algeciras quebrantó Alfonso el poder reunido de los musulmanes africanos y andaluces, incomunicó al África con España, y dejó aislado el emirato granadino, abandonado a sus propias fuerzas, frente a las monarquías cristianas, que tardarán en consumar su ruina lo que tarde en aparecer en Castilla otro genio como el de Alfonso XI.

La Providencia no le permitió acabar la conquista de Gibraltar. La peste que había desolado el mundo arrebatando la tercera parte de la especie humana, privó a Castilla de un soberano, a quien sus enemigos respetaron y temieron vivo, veneraron y elogiaron muerto.

Y sin embargo este monarca de tan eminentes prendas dejó en herencia a Castilla, a causa de su incontinencia y de sus incestuosos amores, el más funesto de los legados, el germen de sangrientas guerras civiles, que apreciaremos debidamente cuando toquemos los resultados de aquellas lamentables flaquezas y extravíos.

III.– En el reinado de Alfonso XI, y en medio de las agitaciones y guerras que le señalaron, se ve progresar las instituciones políticas y crecer las prerrogativas populares y la influencia del estado llano. Si Fernando IV en las cortes de Valladolid de 1307 se comprometió a no imponer tributos sin pedirlos a las cortes, Alfonso XI, su hijo, en las de Medina del Campo de 1328, se obligó a no cobrar pechos o servicios especiales ni generales sin que fuesen otorgados por todos los procuradores que a ellas viniesen{5}. De tal manera respetó Alfonso este derecho, que cuando apremiado por la necesidad recurrió al extraordinario servicio de la alcabala, hubo de irla pidiendo a cada concejo en particular, hasta que en las cortes generales de Burgos de 1342 le fue concedida por todos los brazos reunidos, y aun así la fue planteando parcialmente en las provincias con asentimiento de los concejos. Y aunque el precioso derecho de la seguridad real y personal fue quebrantado más de una vez por el monarca, escrita estaba esta garantía política, y los pueblos castellanos miraron ya siempre como desafuero toda prisión, muerte o despojo de un hombre antes de ser oído y vencido en juicio, uno de los derechos más fundamentales de las modernas constituciones. Joven de catorce años Alfonso cuando otorgó estas garantías, nos confirmamos más en que las menorías de los reyes, turbulentas y aciagas como suelen ser, favorecen comúnmente a la libertad de los pueblos y a sus conquistas políticas.

Identificados no obstante en la época que examinamos los intereses del pueblo y del trono, y necesitando apoyarse mutuamente contra el poderío y las usurpaciones de la nobleza, las cortes contribuían con gusto a robustecer el poder real. La prohibición de enajenar los pueblos o señoríos de realengo; el derecho que se quitó a los nobles de fortificar las «peñas bravas;» la obligación que se impuso a los alcaides de los castillos de entregarlos al rey siempre que éste los pidiera y por quien quiera que los tuviesen; los severos y ejemplares escarmientos con que Alfonso XI castigó a los que se negaron a obedecer y cumplir esta medida; todas estas disposiciones y leyes, tan poderosas a dar robustez y unidad al trono y quitar fuerza e influjo a la nobleza, hallaban al elemento popular dispuesto a prestarles su apoyo, y merced a esta combinación y al empeño y perseverancia del rey, los bulliciosos magnates tuvieron que convencerse de que habían pasado los tiempos en que podían a mansalva rebelarse contra la autoridad real.

Celebráronse ya las cortes en tiempo de este monarca con un aparato y una solemnidad que hasta entonces no se había acostumbrado. Las de Sevilla de 1340 presentan un ejemplo del ceremonial que en ellas se usaba. Reunidos los prelados, señores y procuradores de las ciudades, sentose el rey en un estrado colocando a un lado la corona y al otro la espada, y les dirigió un largo razonamiento o discurso en que expuso el estado del país y el objeto principal de aquella congregación, expresando lo que a él le parecía que convendría hacer, pero sometiéndolo a su consejo: «que ellos viesen lo que el rey debía facer, et que le aconsejasen; ca él un ome era, et sin todos ellos non podía facer mas que por un ome.» Seguidamente salió del palacio dejándolos solos, para que discutiesen y deliberasen con toda libertad; «por que ninguno dejase de decir lo que entendiese por miedo dél, nin por verguenza.» Quedaron las cortes discutiendo, y razonando y emitiendo cada cual libremente su parecer. Volvió el monarca, y tuvo la fortuna de inclinar con sus razones a la asamblea a seguir el dictamen que él había propuesto{6}. Igual conducta observó en las de Burgos de 1342: y en prueba de la libertad con que los procuradores deliberaban, bástanos citar las siguientes palabras de la Crónica. «Et los cibdadanos de Burgos habiendo fablado sobre esto que el rey les avia dicho, venieron algunos dellos ante él con poder de su concejo, para darle respuesta de aquello que les avia dicho, et la respuesta era tal, que el rey entendió dellos que non era su voluntad de lo facer.» Tratábase ya del servicio de la alcabala para la conquista de Algeciras, y oída aquella respuesta, el rey muy prudentemente y con mucha mesura se contentó con decir: Que «él cataría de lo que pudiese aver de sus rentas, y que esperaba que muchos por mercedes que les había fecho irían con él:» hasta que convencidos los prelados y procuradores de la utilidad de aquella conquista y de la resolución del monarca, «otorgáronle todas las alcabalas de todos los sus logares, et pidiéronle merced que las mandase arrendar et coger.» Así se trataban mutuamente el rey y las cortes en una época todavía tan apartada como aquella.

Y no fue solo en las cortes donde el estado llano mostró el influjo grande que había adquirido, sino que en los consejos del rey era oído y consultado, y alternaban ya los hombres del pueblo con los prelados y señores. Envalentonados pues con la protección de un monarca que hacía pechar a los nobles y demolía sus castillos; alentados con las consideraciones que el rey les guardaba oyendo y satisfaciendo sus peticiones en cortes y su consejo en palacio, no es maravilla que aquellos humildes pecheros que hasta el siglo XI habían vivido bajo la servidumbre de la nobleza, llegaran a mediados del XIV por una especie de reacción a abusar de su pujanza hasta expulsar de algunos lugares a sus mismos señores, levantándose ya tribunos populares que excitaban a combatir la aristocracia, y que por el contrario los magnates antes tan soberbios sufrieran humillaciones y tuvieran que tascar el freno ante la fuerza reunida de los dos poderes, el monárquico y el popular.

Mas donde se ven como compendiadas las tareas legislativas del undécimo Alfonso es en las cortes de Alcalá de 1348, notables, no solo por el riguroso ceremonial que ya en la representación nacional se observaba, y de que da buen testimonio la célebre disputa sobre preferencia entre los procuradores de Burgos y de Toledo, sino también y más principalmente por la gran revolución que en ellas se hizo en la legislación del país, y que forma época en la historia política de Castilla. Menos sabio y menos teórico que su bisabuelo Alfonso X, pero con más tino práctico y más conocedor del estado intelectual y moral de su pueblo, no aspira como el rey Sabio a hacer de una vez una legislación general para la cual no están preparados sus súbditos; al contrario, transigiendo hábilmente con todos, publica el célebre Ordenamiento de Alcalá, encaminado a dar unidad y robustez a la potestad real, pero ordena que los pleitos que por él no puedan librarse lo sean por los Fueros municipales o de conquista, y cuando ni unos ni otros alcancen manda que se guarde y observe el código de las Partidas. Alfonso XI comprende bien la contradicción que existe entre el espíritu de libertad de los Fueros y las máximas absolutistas de las Partidas, pero comprende también la adhesión de los pueblos a su legislación foral, y por eso da el último lugar a las Partidas, admitiéndolas solo como un código suplementario después de haberlas corregido y modificado en algunos puntos. De este modo, y no escondiéndose a la previsión de este gran monarca que la organización social de un pueblo no puede hacerse de una vez, sino acomodándose a las circunstancias y costumbres, logró el doble objeto de hacerle admitir sin repugnancia una legislación nueva, y dar fuerza y carácter de ley nacional a la grande obra de Alfonso el Sabio, y con menos sabiduría, pero con más tacto que éste, alcanzó lo que al grande autor de las Partidas no le fue dado conseguir.

Comenzó también Alfonso el Onceno la formación del libro Becerro de las Behetrías, famosa colección en que se contienen los derechos de las poblaciones castellanas que gozaban del beneficio y privilegio de behetría, que en otro lugar dejamos ya explicado{7}. Fue el que cambió el titulo arábigo de almojarife, por el castellano de tesorero, dejando de dar a los judíos la universal y casi exclusiva intervención que hasta entonces habían tenido en la percepción de las rentas reales. Instituyose igualmente en su tiempo el oficio y dignidad de alcaide de los donceles, especie de capitán o jefe de los jóvenes de la clase de caballeros o hijos-dalgo, que se criaban desde muy pequeños en el palacio y cámara del rey, de los cuales concurrieron hasta ciento a la batalla de el Salado, y se distinguieron y señalaron por su esfuerzo y valor{8}.

IV.– Muy poco favorables fueron a las letras los últimos años del siglo XIII y los primeros del XIV. Ocupados los hombres durante las procelosas menorías de Fernando IV y Alfonso XI, ya en las luchas intestinas, ya en la guerra contra los moros, no estaban los ánimos para dedicarse al cultivo pacífico de las letras; y el idioma, la poesía, la bella literatura, a pesar del grande impulso que les había comunicado el rey Sabio, se estacionaron, o más bien retrocedieron en vez de progresar. Sin embargo, aunque el ejemplo de aquel monarca no produjo todo el fruto que se habría podido esperar y hubiera sido de apetecer, no faltaron algunos ingenios privilegiados que consagraron su tiempo a tareas literarias, de las cuales dejaron pruebas que no carecen de mérito, atendido lo calamitoso de la época y lo desfavorable de las circunstancias para tales ocupaciones.

Tal fue el clérigo de Astorga Juan Lorenzo de Segura, autor del poema de Alejandro, en que refiere en verso la historia del héroe de Macedonia, si bien con tan poco gusto y con tan poca crítica histórica, que en él confunde lastimosamente los hechos y costumbres de la antigüedad griega, con las tradiciones y usos de la edad media española y del tiempo en que él escribía; las ficciones y fábulas de la mitología con las ceremonias y ritos de la religión cristiana, como cuando al acercarse Alejandro a Jerusalén, prosiguiendo la conquista de Asia, hace al obispo de aquella ciudad de la Palestina celebrar una misa para impedir la entrada del conquistador. Es, no obstante, apreciable este poema como un monumento curioso en que se refleja el gusto y espíritu de la poesía española en aquel tiempo, y no deja de haber en la versificación alguna lozanía.

Don Sancho el Bravo escribió para su heredero en el trono un libro de consejos, de que se han conservado algunos fragmentos, pero que en mérito no es comparable a ninguna de las obras de su padre{9}.

Quien más se distinguió en esta época, y escribió más y mejores obras en prosa y en verso, fue el infante don Juan Manuel, aquel nieto de San Fernando tan inquieto, turbulento y bullicioso, y que tantas discordias y rebeliones promovió en los reinados de Fernando el Emplazado y de Alfonso el Justiciero. Este revoltoso príncipe, que pasó treinta años en una vida agitada y revuelta, que parecía no deber dejarle vagar para consagrarse a ocupaciones literarias, fue acaso el ingenio a quien debieron más las letras y el idioma castellano en el siglo XIV. Entre las diferentes obras que escribió, puede citarse como la principal la titulada El conde Lucanor, que es una colección de anécdotas y apólogos, en la cual, bajo forma de diálogo y en estilo sencillo y agradable, se dan reglas y consejos muy importantes para conducirse y vivir bien. Figura que el conde Lucanor es un magnate poderoso que carece de la suficiente disposición para manejarse convenientemente por sí mismo en casos y cuestiones de política y de moral, y el autor ha puesto a su lado al consejero Patronio, especie de Mentor que le dirige y enseña cómo ha de conducirse en cada caso que va ocurriendo, y resuelve las cuestiones o dudas con una fábula o cuento moral, que él llama Emxiemplos, y que juntos forman como una colección de máximas filosóficas y caballerescas, propias de aquel siglo. Su estilo es generalmente grave y elevado, y el autor muestra en la obra bastante erudición. Las anécdotas o emxiemplos son en número de cuarenta y nueve{10}.

Así como el infante don Juan Manuel fue quien después de don Alfonso el Sabio cultivó mejor la prosa castellana, sin que por eso dejase de ser también poeta, así quien se señaló más por sus obras poéticas en los últimos años de Alfonso XI, fue el arcipreste de Hita, o sea Juan Ruiz de Alcalá de Henares. Distínguense las poesías del Arcipreste, ya por la variedad de sus metros, de que se cuentan hasta diez y seis diferentes, ya por la agudeza, soltura y donaire con que están escritas, y ya también, y muy principalmente, por cierta tendencia nada disimulada que se descubre en el autor a la licencia y a la inmoralidad. Aunque sus asuntos aparecen a primera vista tan variados como los metros, redúcense casi todos a contar las aventuras amorosas de que parece fue harto fecunda la vida del buen eclesiástico, mezcladas con alegorías, cuentos, sátiras, refranes, y aun con devociones, informe amalgama no rara en aquellos tiempos. A veces donoso y satírico, a veces cáustico y mordaz, muestra un conocimiento profundo del corazón humano, y pinta con libre desenfado las costumbres y vicios de su época, pero descubriendo a cada paso que no era él mismo, en verdad, ningún modelo de virtud, por lo cual no extrañamos que el arzobispo de Toledo le hiciera sufrir una larga prisión entre los años 1337 y 1350{11}.

El mismo rey Alfonso XI tan guerrero y tan político, a vueltas de tan gravísimas atenciones de su tormentoso reinado, no descuidó el fomento de la literatura. Además de un Tratado de Caza o Libro de la Montería que se escribió de su orden, mandó también componer, y fue lo más importante, las Crónicas de sus tres antecesores, o sea de los tres reinados de Alfonso el Sabio, Sancho el Bravo y Fernando el Emplazado, que han servido de guía a los historiadores, y que generalmente se han atribuido a la pluma de Fernán Sánchez de Tobar. De este modo se continuó y anudó la historia de los sucesos de Castilla, que desde la Crónica general de Alfonso el Sabio había quedado como interrumpida. A pesar de los errores cronológicos de estas crónicas, de su desaliño y pesadez, y de que en punto a lenguaje y estilo distan mucho del que distingue a la General del rey Sabio, fueron no obstante de grandísima utilidad, y prueban que Alfonso XI cuidó de reparar en este punto el descuido de su padre y abuelo.

Dijimos antes que la literatura castellana había más bien retrocedido que progresado desde el décimo al undécimo Alfonso; y en efecto, ninguna de las obras literarias de esta época que hemos citado iguala en mérito a las del célebre autor de la Crónica general y de las Partidas, que es el mayor testimonio de que aquel ilustrado monarca se adelantó a su siglo y a la sociedad en que vivía. Se ve no obstante, que su ejemplo no fue del todo perdido, y que a pesar de lo desfavorable de las circunstancias no faltaban ingenios que se dedicaran al cultivo de la ciencia histórica y jurídica, de la poesía, y de otros ramos del saber humano.

Tal era el estado material y moral de la monarquía de la sociedad castellana en la mitad del siglo XIV a la muerte de Alfonso XI y cuando entró a reinar su hijo don Pedro.




{1} El Maestro Tirso de Molina, o sea Fr. Gabriel Téllez, ha retratado con verdad y con vivos colores el carácter de esta reina en una de sus mejores comedias titulada La prudencia en la mujer. En uno de los diálogos que supone con su hijo pone el autor en boca de doña María la siguiente descripción de la situación en que se hallaba el reino cuando se encargó de la regencia, y del estado en que se le entrega cuando el rey llega a la mayor edad.

Un solo palmo de tierra
no hallé a vuestra devoción,
alzose Castilla y León,
Portugal os hizo guerra,
el granadino se arroja
por extender su Alcorán,
Aragón corre a Almazán,
el navarro la Rioja;
pero lo que al reino abrasa,
hijo, es la guerra interior,
que no hay contrario mayor
que el enemigo de casa.
Todos fueron contra vos,
y aunque por tan varios modos
os hicieron guerra todos,
fue de nuestra parte Dios.

Pues en el tiempo presente,
porque al cielo gracias deis
del reino que le debéis,
le hallareis tan diferente,
que parias el moro os paga,
el navarro, el de Aragón,
hijo, amigos vuestros son,
y para que os satisfaga
Portugal, si lo admitís,
a doña Constanza hermosa
os ofrece por esposa
su padre el rey don Dionís.
No hay guerra que el reino inquiete,
insulto con que se estrague,
villa que no os peche y pague,
vasallo que no os respete;
de que salgo tan contenta
cuanto pobre, pues por vos
de treinta no tengo dos
villas que me paguen renta.
Pero bien rica he quedado,
pues tanta mi dicha ha sido,
que el reino que hallé perdido
hoy os le vuelvo ganado.
    Acto III., escena primera.

En nuestros días el señor Roca de Togores, marqués de Molins, ha escrito también un drama titulado Doña María de Molina, en que se hallan bien dibujados algunos de los personajes de este reinado. La situación del reino está pintada en el discurso de la reina a las cortes de Valladolid.

…Por do quier mirad las dos Castillas
de rebeldes falanges dominadas,
consumidas por bárbaras gavillas
sus mieses, y con hierro destrozadas,
sus mejores ciudades y sus villas
al saco y a las llamas entregadas,
y en medio de sus páramos incultos
cadáveres sin número insepultos.
Discordia y escasez con doble estrago
minan el trono, el pueblo despedazan,
y casi ya con furibundo amago
tornar la patria en ruinas amenazan…
    Acto V, escena tercera.

{2} Colección diplomática inédita, formada por la Academia de la Historia

{3} Tenemos a la vista la mayor parte de los cuadernos de estas cortes. Pueden verse las de don Sancho el Bravo y don Fernando IV, publicadas por los doctores Asso y Manuel, las de Marina, en su Teoría, y la Colección diplomática sobre Fernando IV.

{4} Cuadernos de Cortes publicados por la Academia.

{5} «Otrosi, a lo que me pidieron por merced de les non echar ni mandar pagar pecho desaforado ninguno especial, ni general en toda la mi tierra, sin ser llamados primeramente a cortes, e otorgado por todos los procuradores que y viniesen: a esto respondo que lo tengo por bien e lo otorgo.»

{6} Chron. de Alfonso el Onceno.

{7} Es un gruesísimo volumen que se conserva en el Archivo de Simancas, y que hemos tenido ocasión de consultar muchas veces.

{8} Por lo menos ni en las Partidas ni en las Crónicas se hace mención de estos donceles, ni de su alcaide hasta el reinado de Alfonso XI; y es de presumir que se crearía esta clase para aquella empresa, según los reyes lo acostumbraban a hacer para tales casos, y al modo que San Fernando instituyó el cargo y dignidad de almirante para la conquista de Sevilla y don Juan I el de condestable para la de Portugal. Era el que llaman algunos Præses domicelorum o Domicellorum custos.

«Donceles han dicho algunos que son pajes (dice Salazar de Mendoza, Dignidades de Castilla, lib. III, cap. 9), y no están en lo cierto, porque sin duda son gente de guerra, aunque criada en palacio. Esto se muestra claro en la Crónica del rey, cap. 238, donde tratando de Alonso Hernández, alcaide de los donceles, en el cerco de Algeciras, dice de esta manera: –este alcaide y estos donceles eran homes que se habían criado desde muy pequeños en la cámara del rey y en la su merced, y servían al rey de buen talante en lo que él les mandaba, e avian buenos corazones, e estos fueron a comenzar la pelea con los moros, e eran fasta cien de a caballo que andaban a la guerra.– Buen texto para probar que el alcaide de los donceles era capitán, y que los donceles no eran pajes, aunque lo hubiesen sido…. &c.»

{9} Se titulaba: Castigos y documentos para bien vivir, ordenados por el rey don Sancho el Cuarto, intitulado el Bravo. Pueden verse algunos extractos en Castro, Bibliot. tom. II.

{10} Entre otras obras de don Juan Manuel se citan: El Cronicón, de que nosotros hemos hecho ya mérito en los capítulos anteriores: El libro de los Estados, que según Ticknor puede ser el que Argote de Molina llama «de los sabios»: el Libro del Caballero y el Escudero, que Argote hace dos obras diferentes: el libro de los Engeños, o tratado de máquinas militares: Libro de la Caballería: Libro del Infante: La Cumplida: Reglas como se debe trovar; y otras. Véanse Argote de Molina, Vida de don Juan Manuel: Códice de la Biblioteca nacional de Madrid: Sánchez, Colec. de poesías, &c.: Ticknor, Hist. de la Liter. españ., primera época, cap. 4, y la nota 11 de los traductores.

{11} Son notables entre sus poesías algunos apólogos, y sobre todo la lucha entre don Carnaval y doña Cuaresma. Han dejado memoria los dos versos en que este eclesiástico criticó en pocas y duras palabras la avaricia que decía haber observado en la corte de Roma.

Yo vi en cort de Roma do es la santidat,
Que todos al dinero fasian gran homildat.

Sobre el arcipreste de Hita véase a Sánchez, poesías anter. al siglo XV.– Fernando Wolf, en el Anuario de la literatura; Viena, 1832, donde se halla una detenida crítica de las obras de este autor.