Filosofía en español 
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Parte tercera Edad moderna

Libro I Reinado de Carlos I de España

Capítulo IV
La guerra de las comunidades
1520-1521

Don Pedro Girón es nombrado general de los comuneros.– Resentimiento y retirada de Padilla.– Marcha del ejército de las comunidades hacia Rioseco.– Peligro de los regentes y magnates.– Extraña conducta de Girón.– Sospechosa intervención de Fr. Antonio de Guevara.– Traición de don Pedro Girón.– Injustificable retirada del ejército a Villalpando.– Apodéranse los imperiales de Tordesillas.– Sensación y resultados de este suceso.– Girón y el obispo Acuña en Valladolid: descrédito de aquel y popularidad de éste.– Retírase Girón de la guerra odiado y escarnecido.– Triste situación de Castilla.– Valladolid y Simancas.– Padilla es nombrado segunda vez capitán general de las comunidades: entusiasmo popular.– Sublevación de las Merindades: el conde de Salvatierra.– Operaciones y triunfos de Padilla y del obispo Acuña.– Crítica situación de Valladolid.– Tratos y negociaciones de paz.– Rómpese de nuevo la guerra.– Padilla se apodera de Torrelobatón.– Nuevos tratos de concordia: tregua: error de los comuneros.– Se rompe la tregua.– Campaña del obispo Acuña en Toledo.– Derrota al prior de San Juan.– Incendio horrible de la iglesia de Mora: quémanse mas de tres mil personas.– Acuña es proclamado tumultuariamente arzobispo de Toledo.– Escándalos y sacrilegios en la catedral.– Entereza y dignidad del cabildo.– Decadencia de la causa de las comunidades.
 

La Junta de Tordesillas había perdido un tiempo precioso, pasándole en la inacción mientras los grandes iban agrupando y concentrando sus fuerzas en Rioseco, donde se hallaban dos de los regentes. Tal apatía, unida a la división que se había infiltrado entre los comuneros, y aun entre los procuradores mismos, siendo no la menor de las causas los celos con que veía don Pedro Laso de la Vega, no contento con la presidencia de la Junta, la gloria que Juan de Padilla había ganado como capitán general de las comunidades, produjo la idea de poner la dirección de las armas en manos de otro caudillo que hiciera revivir el amortiguado vigor de la causa popular. Recayó la elección en don Pedro Girón, hijo primogénito del conde de Ureña.

Había sido contrariado Girón en sus pretensiones a la herencia del ducado de Medinasidonia: una promesa empeñada y no cumplida por el rey en el asunto en que ponía todo su anhelo le hizo apartarse enojado del monarca, y en su despecho, y pareciéndole que podría medrar a favor de las revueltas, hizo causa con los comuneros, y se presentó a la Junta de Tordesillas blasonando de gran patriota y ofreciéndole sus servicios. Acogieron los procuradores hasta con avidez el ofrecimiento del joven prócer, que tenía reputación de esforzado, y les halagaba la idea de que unida la bandera de la esclarecida casa de Ureña a la de las ciudades, en cualquier contratiempo que pudieran experimentar los nobles, se pasaran muchos al estandarte que conducía uno de sus más ilustres deudos. Esta consideración influyó mucho en su nombramiento de capitán general de la Junta. Mas como quiera que no fuese fácil ganar de pronto la antigua popularidad de Padilla, no tuvo éste tampoco ni abnegación, ni política para disimular su resentimiento, y so pretexto de tener su esposa enferma partió en posta para Toledo, y tras él se fue la gente que de allí había traído, con no poca satisfacción de los de Rioseco, y no poca alarma de la Junta y de las ciudades confederadas{1}.

Repusiéronse no obstante al pronto de aquel desánimo con la oportuna llegada del obispo Acuña a Tordesillas. Llevaba consigo el fogoso prelado de Zamora quinientos hombres de armas de las guardas del reino, setenta lanzas suyas, y cerca de mil infantes, en cuya hueste se contaban hasta cuatrocientos clérigos, gente resuelta y de armas tomar. El ejército de las comunidades acreció hasta diez y siete mil hombres. Sería una tercera parte la gente con que contaban los virreyes y los magnates en Rioseco. Dejando pues don Pedro Girón en Tordesillas para custodia de la Junta y de la reina doña Juana el escuadrón clerical de Acuña con pocos más infantes y jinetes, púsose en marcha con las demás tropas la vía de Rioseco, tan confiados él y los suyos en la victoria, que se celebraba ya de antemano, y de muchos lugares acudían las gentes a ser testigos del triunfo de los comuneros. Sin embargo, la prisión de los reyes de armas enviados por Girón a la ciudad para intimar la rendición a los gobernadores le indicó que estaban determinados a todo menos a rendirse{2}. También los soldados de la comunidad ardían en deseos de entrar en pelea, y no bien habían llegado al campamento cuando ya se mostraban impacientes murmurando la tardanza en el ataque.

Movió, pues, don Pedro Girón una mañana su campo con grande estruendo de trompetas, pífanos y tambores, y con grande aparato bélico, en muy vistosa formación, llevando delante el pendón morado de Castilla, y siguiendo detrás al ejército multitud de labriegos, mujeres y muchachos, llevados de la curiosidad de presenciar la victoria y del anhelo de ser los primeros a divulgar la fausta nueva por el país. Así llegaron hasta dar vista a las tapias de Rioseco: Girón envió sus corredores a provocar a batalla a los magnates, diciéndoles que allí estaban para castigar a los que habían querido gobernar a Castilla contra su voluntad. Los grandes fueron bastante prudentes para no aceptar la pelea: el jefe de los comuneros no hacía sino galopar en su brioso corcel delante de las filas, los soldados provocaban a los de la ciudad, y todos esperaban de un momento a otro oír la voz de ataque. ¡Esperanza vana! pasose así todo el día, y quedáronse todos absortos y fríos cuando ya a la puesta del sol se les dio la orden de regresar al campamento de Villabráxima.

A no dudar hubiera podido aquel día don Pedro Girón con un pequeño esfuerzo apoderarse de los principales defensores de la causa imperial, y asegurar el triunfo de las comunidades, y lo que hizo con su inacción fue dar lugar a que entrara por la otra banda de la villa el conde de Haro con buen refuerzo de gente; y tras él los condes de Miranda y de Luna, don Beltrán de la Cueva y otros caballeros, formando ya un ejército de ocho a diez mil infantes y más de dos mil jinetes. Gran disgusto produjo en el país el malogro de aquella ocasión, mas no por eso dejaron de aprontar las ciudades los nuevos contingentes de hombres que les fueron pedidos, armándose en algunas, como Valladolid, todos los varones de 18 a 60 años. Todavía la chancillería de Valladolid, y muy en especial su presidente, animados del buen deseo de evitar derramamiento de sangre, entablaron con calor y eficacia negociaciones de concordia. La propuesta fue bien acogida por los de Rioseco, señaladamente por el almirante (24 de noviembre, 1520), que continuaba abrigando los sentimientos y designios conciliadores tan propios de su buen corazón. No fueron tan felices aquellos magistrados en el campo de los comuneros, donde oída su pacífica misión por el obispo, Acuña, a cuyos ojos se representaba continuamente el ejemplo de Génova y Venecia que se gobernaban sin reyes, y que estaba resuelto a seguir en la demanda aunque se quedara solo, negose a toda avenencia, y apenas partieron los desairados oidores calose el arnés, tomó la espada, montó en su caballo y salió con una parte de su gente al encuentro de una hueste enemiga que le dijeron avanzaba desde Rioseco en ademán de ataque.

Hubo otro negociador de peor condición que los magistrados de Valladolid, más astuto que ellos, y más afortunado en el logro de sus torcidos fines. Fue este un fraile franciscano, de no oscuro nacimiento ni escasa instrucción, fácil en el decir, enérgico en el obrar, y fecundo y mañoso en recursos. Llamábase Fr. Antonio de Guevara, y había pasado la vida alternativamente entre la soledad y silencio del claustro y el bullicio de la corte y el ruido mundanal del siglo. Veíasele andar incesantemente e ir y venir del asilo de los magnates al campo de los comuneros con aire de tratador de paces. Aunque el obispo de Zamora sospechara de las pláticas del astuto franciscano con Girón, que llevaba alguna misión secreta, felicitábase de que trabajaría en valde y predicaría en desierto. Lo que se trataba entre los gobernadores y partidarios del rey y el caudillo de los comuneros por medio del sagaz franciscano no se reveló hasta que éste tuvo la audacia, cuando ya daba por consumada su obra, de requerir al final de un sermón al ejército de las comunidades y de mandar a sus caudillos de parte de los gobernadores que depusiesen las armas, deshicieran el campo y desencastillaran a Tordesillas. El auditorio le interrumpió con murmullos y denuestos, y le apostrofó con picantes burlas. El obispo de Zamora le dio una contestación enérgica y dura, que aplaudieron todos con entusiasmo, y concluyó diciéndole: «Andad con Dios, padre Guevara, y decid a vuestros gobernadores, que si tienen facultad del rey para prometer mucho, no tienen comisión para cumplir sino muy poco; y guardaos de volver acá, porque si viniereis, no tornareis mas allá.» Y aun es de extrañar en el genio virulento de Acuña que se limitara a contradecirle con vehemencia y a despedirle con ásperas palabras{3}.

Si las engañosas ofertas del Fr. Antonio fueron tan desestimadas por las tropas de la comunidad como enérgicamente rechazados sus requerimientos, no por eso dejó de llevar a cabo su inicuo plan. La causa de los comuneros había sido vendida; concertada estaba ya una gran traición; el general en jefe de las tropas populares estaba ganado. Con pretexto de los fríos de diciembre y de estar la tropa sin tiendas y escasear en el país los recursos, dio don Pedro Girón al ejército la orden de marchar a Villalpando, donde tendría cómodos alojamientos y abundarían las vituallas. Villalpando está a seis leguas de Rioseco, y era población del condestable. A pesar de esta sospechosa circunstancia, de no vislumbrarse objeto en la ocupación de aquella villa, de lo inoportuno y extraño del movimiento, y de conocer que los mejores alojamientos para invernar hubieran sido los que en Rioseco ocupaban los virreyes y los magnates, el ejército obedeció, aunque murmurando, deslumbrado por las comodidades que se le ofrecían, y lo que es de maravillar, y prueba que el obispo Acuña tenía menos de perspicaz que de osado, todavía el prelado de Zamora no descubrió la traición que envolvía aquel movimiento{4}.

No se descuidaron los nobles en aprovechar el desembarazo en que quedaban para ejecutar la segunda parte de lo que había entrado en el trato, que era lanzarse de improviso sobre Tordesillas, que había quedado con corta guarnición, apoderarse de la reina doña Juana, y si podía ser, de la Santa Junta, y dar sobre el gobierno central de las comunidades el golpe de mano que éstas habían podido darles a ellos. Salió, pues, la hueste imperial de Rioseco al mando del conde de Haro: los que echaban en cara a los comuneros los excesos y desmanes con que habían manchado sus alborotos, iban saqueando las poblaciones, dejando tras sí una huella de miseria y de desolación, y hasta robando con sacrílega mano, como lo hicieron en Peñaflor, las alhajas y los vasos sagrados de los templos. Cuando se supo en Valladolid y en Villalpando la marcha de los imperiales, ya estaban estos combatiendo los muros y las puertas de Tordesillas, y no era posible que llegaran a tiempo los socorros. Con arrojo atacaron la villa los próceres, pero con arrojo la defendían también los moradores, en unión con los pocos soldados que había, y especialmente el escuadrón de clérigos de Acuña, que nadie hubiera podido decir aquel día que eran ministros del altar sino soldados veteranos y aguerridos, y hubo uno entre ellos que de once tiros derribó once imperiales, hasta que una saeta que le acertó a él en la frente, acabando con su vida, suspendió la cuenta de las que él iba quitando. En las cinco horas que duró el combate perdieron más de doscientos cincuenta hombres los próceres. Entre los muertos lo fue el capitán Vosmediano, a quien se encontró escondido en la manga del sayo un cáliz de plata de los del saqueo de la iglesia de Peñaflor. Naturalmente morían menos de los de dentro como más resguardados. Con mucha intrepidez, repetimos, combatieron aquel día los magnates. «Mirad, le decía el conde de Cifuentes al de Haro, empuñando su estandarte de damasco encarnado y verde con la efigie del apóstol Santiago, mirad donde me ponéis con este estandarte real, porque yo no he de volver atrás de donde me pusiéredes{5}

Últimamente, agujereada la bandera real y hecha girones con los certeros tiros de los de dentro, pero agujereadas también por los de fuera las puertas y tapias de la villa, abiertos boquetes, penetrando el primero por uno de ellos el medinés Nieto, armado de espada y de rodela, plantada sobre la almena la bandera del conde de Alba de Liste, ingiriéndose tras él por la abertura o encaramándose por el muro otros valientes soldados y desparramándose por la población, todavía tuvieron que sostener en las calles combates sangrientos, pero al fin dominaron la villa; apoderáronse de la reina y de su hija que cruzaban el atrio del palacio, y de nueve procuradores; los demás se habían salvado con la fuga. Toda la noche la pasó la soldadesca engolfada en el pillaje. «Robaron casas, iglesias y monasterios, que no perdonaron cosa, hasta las estacas de las paredes,» dice el obispo historiador, con ser como era adicto a la causa de los imperiales{6}.

Súpose la toma de Tordesillas casi a un tiempo y causó igual sensación de sorpresa y de ira en Valladolid, que se hallaba casi sin soldados y temía una marcha rápida y una acometida de los vencedores, y en Villagarcía, donde llegaban los destacamentos de los comuneros que marchaban al socorro de Tordesillas. Dos caminos quedaban todavía a los comuneros para resarcir aquella pérdida, o lanzarse rápida e impetuosamente sobre Tordesillas, o volver sobre Rioseco, donde había quedado el cardenal regente con muy escasa guarnición. Pero la torpeza de los unos ayudó a la traición del otro. Discordes los caudillos, de mal talante el obispo de Zamora con don Pedro Girón, aunque sin caer todavía en la cuenta de su perfidia, no les ocurrió, o por mejor decir, no quiso el general de la comunidad seguir el consejo y parecer que le proponían los de Valladolid de marchar de concierto sobre Tordesillas y cogerla entre dos fuegos. Lo que hicieron fue tolerar, o por lo menos no impedir que se desbandaran numerosos destacamentos y penetraran en Valladolid después de haber asolado en su marcha los campos y saqueado los lugares. Allí vendían a menos precio el fruto de sus rapiñas, las alhajas, las reses y hasta los aperos de labranza{7}. Los infelices labriegos y pastores que lograban rescatar con algún dinero su hacienda, eran otra vez asaltados y robados por nuevas bandas apenas salían de las puertas de la ciudad. Era tal el desorden, que como dice un escritor de estos sucesos, «ni las mujeres en sus casas estaban seguras, ni los hombres por los caminos. Entre los lugares comuneros y los que tenían la voz real se mataban, robaban y hacían correrías como entre enemigos mortales. Los oficiales no hacían sus oficios. Los labradores no sembraban los campos. Cesaban los trabajos de los mercaderes por no haber seguridad en los caminos. No había justicia.» ¡Tal estaba el reino en que tanta justicia, tanto orden y tanta paz habían dejado Fernando e Isabel!

A Valladolid fueron también luego Girón y el obispo Acuña con toda la gente. Colmaba el vecindario de bendiciones al obispo de Zamora por su conocida fidelidad a la causa de las comunidades, mientras don Pedro Girón, de cuya deslealtad apenas dudaba ya la gente común, era objeto del odio y hasta de las maldiciones del pueblo. Conociendo el primogénito de Ureña la odiosidad popular que su vergonzoso tráfico le había acarreado, y que ya se manifestaba con amenazas nada encubiertas, salió una mañana a la cabeza de algunos jinetes con pretexto de practicar un reconocimiento, pero con ánimo y resolución de no parecer ya más en ninguno de los bandos contendientes. Tal era su impopularidad, que en Tudela le cerraron las puertas, y no hallando mejor acogida en otros pueblos, hubo de resignarse a pasar escondido en las tierras de su padre todo el tiempo que duraron las revueltas de Castilla, para recibir después otro más triste desengaño todavía y el premio más digno de su traición, siendo exceptuado hasta del indulto general del emperador, como habremos de ver en su lugar{8}.

Unos y otros padecían escasez y apuro de numerario para pagar las tropas: advertíase la falta de tanto como habían extraído los flamencos; interrumpido el comercio y paralizada la agricultura, escasas y mal cobradas las rentas reales, no atreviéndose ni los unos ni los otros a sobrecargar con nuevas imposiciones los pueblos en que dominaban, los magnates, a pesar de su reciente triunfo, se hallaban aun en peor situación que los plebeyos, porque estos o se remediaban con la hacienda de los mismos nobles, o percibían algunos donativos voluntarios de las ciudades federadas. De todos modos, imperiales y comuneros asaltaban y robaban en caminos y poblaciones. Urgía un remedio a tan grave mal. El obispo Acuña ganó mucho crédito en Valladolid castigando a los saqueadores de las casas y haciéndoles restituir lo hurtado. La Junta de los procuradores, que refugiada en aquella ciudad había vuelto a abrir sus sesiones, publicó un pregón imponiendo pena de muerte a los que robaran en el campo, y el almirante expidió una orden igual para los suyos en Tordesillas y Simancas.

Aun con la defección de Burgos y la pérdida de Tordesillas quedaban todavía pujantes los comuneros; tenían muchas más fuerzas que los regentes y magnates, contaban con más recursos, y podían reponerse más fácilmente de un contratiempo. Así fue que no tardaron en acudirles refuerzos de Salamanca, de Toro, de Ávila y de Zamora. Por tanto, cuando el almirante, que no se cansaba de procurar y proponer la paz, escribió a Valladolid exhortando a la Junta y aun intimándola que hiciese cesar la guerra, la Junta no solo no le contestó, sino que hizo un acuerdo prohibiendo recibir carta alguna que viniese de los regentes o de los grandes, y en un arranque de arrogancia resolvió seguir haciéndoles todo el daño posible. Los próceres por su parte se limitaron con mucha prudencia a guarnecer y fortificar los lugares que poseían en un pequeño radio, y a mantener expedita la comunicación de Tordesillas, donde se hallaban la reina doña Juana, el cardenal, el almirante y el conde de Haro, con Burgos, donde estaba el condestable con el consejo. El principal de aquellos puntos era Simancas, así por su natural fortaleza, como por su posición intermedia entre Valladolid y Tordesillas. Allí fueron destinados el conde de Oñate como caudillo, y como capitán de la gente de a caballo el de Alba de Liste. En la guerra de combates parciales que se sostuvo aquel invierno entre comuneros e imperiales, y en que el obispo Acuña ganó algunas victorias y tomó algunas villas, Simancas, población realista desde el principio, era el padrastro de Valladolid, que se había hecho el núcleo de la revolución de las comunidades. Todos los días ocurrían encuentros, escaramuzas, insultos, muertes, y aun ataques y peleas formales entre los de una y otra población, que se miraban y trataban como irreconciliables enemigos; y entonces pudieron conocer los comuneros con cuánta imprevisión habían obrado sus caudillos en no haberse apoderado de aquella villa cuando lo tuvieron en su mano, y cuán torpes anduvieron en no calcular el daño que de ella habrían después de recibir y la mala vecindad que les había de hacer{9}.

Grandemente reanimó a los populares y gran júbilo les dio la noticia que tuvieron, apenas entrado el año 1521, de que Juan de Padilla había vuelto a salir a campaña y dirigídose a Medina al frente de dos mil toledanos. Golpe era este de mal agüero para los nobles, y hubiéralo sido mucho más si Padilla y Acuña hubieran llevado el plan que concibieron de marchar en combinación sobre Tordesillas, arrojar de allí a los regentes y magnates y trasladar la reina a otro punto de menos peligro. Pero desbaratose el proyecto por las vacilaciones que en los momentos críticos entorpecían siempre y desvirtuaban las operaciones de los comuneros, y uno y otro se fueron a Valladolid, burlando mañosamente la vigilancia de los de Simancas. Recibiéronlos en aquella ciudad con grande entusiasmo, y tratose luego de proveer la plaza de general en jefe de las tropas de la comunidad que la deslealtad de don Pedro Girón había dejado vacante. La Junta de los procuradores quería investir con este cargo a su presidente don Pedro Laso de la Vega, que en verdad era más experto y tenía más suficiencia que Padilla, pero era mucho menos simpático. El pueblo, por el contrario, amaba a Padilla con delirio, y sin tener en cuenta sus anteriores errores y su mayor o menor capacidad, no veía en él sino el campeón decidido de su causa, y le aclamaba general con frenético empeño. Padilla en esta ocasión se condujo con la mayor nobleza y galantería con su compatriota Laso, ensalzando sus buenas prendas, recomendando su mayor aptitud para el mando, y exponiendo y esforzando la conveniencia de su nombramiento. Alborotado y tumultuado el pueblo, nada oía y a nadie escuchaba; las arengas del mismo Padilla eran interrumpidas y las reflexiones de la Junta menospreciadas; no se oía otro grito por las calles que el de ¡Viva Juan de Padilla! La Junta tuvo que transigir, con no poco desprestigio de su autoridad, y Juan de Padilla quedó nombrado capitán general por aclamación. Desde entonces don Pedro Laso de la Vega comenzó a irse desviando de la causa de los comuneros y a irse arrimando disimuladamente a la de los nobles, de la que había de acabar por ser partidario{10}.

Buena ocasión se presentaba a los jefes de los comuneros para su nueva campaña, puesto que el más temible de los tres gobernadores, el condestable don Íñigo de Velasco, que permanecía en Burgos, tenía harto a que atender con los alborotos de dentro y fuera de la ciudad. Produjeron los de dentro los despachos que llegaron del emperador otorgando a los burgaleses tan solo una mínima parte de los derechos y exenciones que ellos, y el condestable en su nombre, habían pedido, y bajo cuya condición se habían sometido a la obediencia real. Llamáronse con esto a engaño los vecinos, y los más valerosos se reunieron con resolución de echar al condestable de la ciudad. Gracias a los oportunos socorros que le enviaron el duque de Medinaceli y otros grandes, y merced al soborno de los procuradores del común y a la traición del alcaide que los populares tenían en la fortaleza, logró restablecer su autoridad y rescatar sus dos hijos que estaban en poder de los del pueblo.

Dábanle que hacer por fuera los pueblos de las Merindades, y otros de las provincias de Vizcaya, Álava y Navarra, que hacía tiempo andaban alborotados, movidos por el conde de Salvatierra, hombre turbulento y altivo, de condición recia y desapacible, que por disensiones domésticas después de haberse indispuesto con la corte de los reyes se había rebelado contra el condestable, y al abrigo de las turbulencias de Castilla andaba desmandado y traía revueltas aquellas comarcas. Aunque la causa del conde de Salvatierra era diferente de la de las comunidades, la Junta y los caudillos de estas procuraron traerle a su partido, y veníale grandemente al orgulloso magnate su apoyo; de modo que recíprocamente podían auxiliarse y servirse contra el condestable don Iñigo de Velasco, quien por otra parte podía fiar poco en los burgaleses, oprimidos y tiranizados, quejosos de él y del emperador, deseosos de vengar su taimado porte, y solo por fuerza sujetos a su autoridad.

Para obligar y comprometer más en su causa al revolvedor de las Merindades, acordaron Padilla y Acuña rescatar para el magnate alavés la fuerte villa de Ampudia, en la tierra de Campos, que era de su señorío, y de la cual se había posesionado el condestable. Encamináronse a esta empresa los dos jefes de los comuneros con una respetable hueste y buenas máquinas de batir, entre las cuales se contaba un célebre y famoso cañón llamado San Francisco, fabricado en tiempo de Cisneros, cuyos disparos eran tan terribles, que solía en las batallas decirse comúnmente; ¡Guárdate de San Francisco! Batido y aportillado el muro de Ampudia, como el alcaide de la fortaleza se saliera por un postigo y se refugiara en la torre de Mormojón, a una legua de distancia, noticioso Padilla de su fuga, fuese tras él y puso cerco a la torre, y la combatió, e intimó la rendición a los que la defendían, amenazando ahorcar a todos los que no se entregaran. A un tiempo resonaba la artillería del caballero toledano contra la torre de Mormojón, y la del obispo de Zamora contra el castillo de Ampudia, y casi a un mismo tiempo se les rendían las dos fortalezas, si bien no sin haber obtenido sus defensores capitulaciones bastante honrosas, con seguro para sus vidas, y pudiendo salir con armas y caballos{11}.

Con la fuerza moral que daba a los comuneros este triunfo, y obligado a ellos por gratitud el conde de Salvatierra, hubiera peligrado Burgos si unos y otros hubiesen atacado en combinación la residencia del condestable. Pero el artificioso gobernador tuvo maña para hacer una especie de armisticio con el de Salvatierra, que dirigió sus miras hacia Vitoria. El prelado zamorano fue enviado a tierra de Toledo, donde andaba el prior de San Juan levantando los pueblos en favor de los imperiales, y el ambicioso obispo, noticioso de la muerte del arzobispo de Toledo Guillermo de Croy, no iba descontento a hacer la guerra en aquella comarca, por si tal vez podía alcanzar la primera mitra del reino por los mismos medios con que se había posesionado de la de Zamora, y estado a punto de ponerse la de Palencia{12}. Y por otra parte Juan de Padilla tuvo que acudir a Valladolid, llamado por los de esta ciudad para que los ayudara a contener y enfrenar a los de Simancas, que diariamente se les llegaban a las puertas de la población, y los traían en continua zozobra, ya con diarias acometidas, ya con correrías y rebatos por el territorio intermedio, no pudiendo salir nadie de la ciudad que no le costase por lo menos sostener una escaramuza con los simanquinos.

Valladolid era la población que más sufría, ya por tener los enemigos tan cerca, ya por los sacrificios de hombres y de dinero que tenía que hacer continuamente, ya porque habiéndose hecho el asiento de la Santa Junta y como el alma del movimiento de las comunidades, era también el punto principal a que asestaban los tiros de su encono el emperador, los gobernadores y el consejo. Un clérigo tuvo la audacia de presentarse en la ciudad con unas provisiones imperiales, mandando que la chancillería, la universidad y el colegio, los tres establecimientos que más amaban los vallisoletanos, se trasladaron en el término de tres días a Arévalo y Madrigal. Alborotose el pueblo y se puso en armas, pidió y obtuvo que le fuese entregado el clérigo, el cual fue puesto en la cárcel, y se apoderaron también los tumultuados de las provisiones. Los regentes y los caballeros desde Tordesillas despachaban cartas a la Junta y a los procuradores y jefes de las comunidades, requiriéndoles que depusiesen las armas y obedeciesen al gobierno de S. M., o de otro modo los pregonarían y tratarían como traidores, y los desafiarían a fuego y a sangre. La Junta contestaba con altivez y resolución desafiándolos a su vez a sangre y a fuego si no se apartaban de su mal camino. En estas agrias contestaciones, en que unos y otros, comuneros y realistas, blasonaban ser los mejores servidores del rey, la Junta y los populares volvieron a caer en el lamentable error de enajenarse cada vez más, en vez de atraer a los nobles, amenazándolos con reincorporar al patrimonio real los muchos bienes de que habían despojado a la corona, con lo cual no solo se hacía imposible toda transacción, no obstante las condiciones razonables que algunas veces proponían los caballeros, sino que colocaban al monarca en una condición absoluta y más independiente de sus vasallos, y en más aptitud de acabar con las mismas libertades que se proponían defender{13}.

Por otra parte, el presidente de la Junta don Pedro Laso de la Vega, que, como ya indicamos, había quedado resentido de la preferencia que el pueblo había dado a Padilla para el mando en jefe de las tropas, comenzó a apartarse de la causa que tan ardientemente defendiera hasta entonces, y a entablar negociaciones secretas de concordia con el almirante por medio del jurado de Toledo Alonso Ortiz, y llevando mañosamente el hilo de estos tratos los padres Loaisa y Quiñones, generales de las órdenes de Santo Domingo y San Francisco. Don Pedro Laso se obligaba a desmembrar de la Junta algunos procuradores, y a entregar una parte de la artillería y de la gente de a caballo y de a pié, con tal que los gobernadores se obligasen a traer concedidos por el emperador los capítulos que el reino pedía, que eran ciento diez y ocho, de los cuales solos cinco fueron negados. Mediaron de una a otra parte muchas embajadas y conferencias secretas, no sin grave peligro algunas veces de los negociadores, que eran frailes los más de los que en estos tratos andaban.

Traslucidos, sin embargo, estos planes, a que decididamente se oponían Juan de Padilla y la gente popular, y conociendo los perjuicios de tener en inacción las tropas, determinaron emprender de nuevo la campaña. Sobrevínoles en esta situación un grave entorpecimiento. Cuatrocientas lanzas, procedentes de los Gelbes, que los comuneros tenían a sueldo, gente acostumbrada a pelear y vencer, se sublevaron en reclamación de los atrasos que se les debían, y que ascendían a una considerable suma, e intentaron abandonar la población. No era cosa de dejar escapar soldados tan valientes y aguerridos, y se les cerraron las puertas de la ciudad. Mas como la Junta careciese absolutamente de fondos para aprontarles las pagas, tomó del monasterio de San Benito seis mil ducados que tenían en depósito personas particulares, sacó del colegio lo que pudo, y lo demás lo pidió prestado. A poco de terminado este incidente, salió Juan de Padilla con sus tropas camino de Zaratán, con ánimo de caer sobre Torrelobatón, villa del señorío del almirante. Acompañábanle Juan Bravo, capitán de la gente de Segovia, Francisco Maldonado que capitaneaba la de Ávila y Salamanca, y Juan Zapata, que conducía la de Madrid, reuniendo en todo sobre siete mil hombres, quinientas lanzas y la correspondiente artillería (16 de febrero, 1521). El obispo Acuña, que se hallaba enfermo, se hizo llevar a Zaratán en una litera para sosegar algunas alteraciones que comenzaban a amagar por la diversidad de pareceres entre los capitanes de las comunidades. Los caballeros habían tenido también cuidado de apercibir su gente de guerra; habían pedido refuerzos a muchas ciudades y villas, y el condestable desde Burgos había hecho un llamamiento a los montañeses, «para resistir, decía, al obispo de Zamora y a otros traidores que estaban con él{14}

Partió, pues, Padilla al cabo de unos días con su hueste (21 de febrero) camino de Torrelobatón, villa bien murada y defendida con buena guarnición por Garci Osorio. Sin disparar un tiro se metieron los comuneros en el arrabal, y comenzaron a asestar con gran furia los arcabuces, cañones y ballestas contra el muro. Sosteníanse con valor y brío los sitiados contra los tiros de las lombardas y contra los asaltos que uno y otro día intentaron con arrojo y denuedo los sitiadores. El conde de Haro, que desde Tordesillas acudió en auxilio de los cercados con buen refuerzo de peones y jinetes, hubo de volverse por desavenencias con el almirante y por orden de éste, sin otro resultado que algunos soldados que llevó de menos. A los ocho días, después de haber recibido Padilla un refuerzo de tres mil infantes y cuatrocientos caballos de los veteranos de los Gelbes, combatida y aportillada la parte más flaca del muro, fatigada y debilitada ya la guarnición, penetraron a escala vista los comuneros, llevando delante la bandera de Valladolid, rindiéronse los defensores, fue preso su caudillo Garci Osorio, y la villa fue entregada a un horroroso saqueo. Al día siguiente, aislados y desalentados los del baluarte, hicieron también su entrega, a condición de salvar las vidas y la mitad de su ropa y haciendas{15}.

Si inmediatamente después de la toma de Torrelobatón se hubieran lanzado los comuneros de improviso y sin perder instante sobre Tordesillas, con el prestigio que les daba su reciente triunfo, consternados como se hallaban los regentes y los nobles, y sin fuerzas suficientes para presentarles batalla, sin duda se hubiera terminado la guerra y resuelto la lucha en favor de las comunidades. Todo en efecto parecía ya hacedero y fácil con soldados tan intrépidos y con un jefe tan brioso como Juan de Padilla. Pero en vez de avanzar aquel paso, dieron imprudente oído a las proposiciones de una tregua de ocho días, que hicieron los regentes y a los tratos de concordia que volvieron a anudarse: tregua y tratos que estuvieron a punto de romperse de una manera estruendosa y de convertirse en tumultuoso estallido, por los vigorosos, ardientes y coléricos discursos que en las conferencias fulminó fray Pablo de Villegas, uno de los comisionados por la Santa Junta a Flandes, que acababa de llegar rebosando de ira por el desaire recibido allí del emperador. Hasta en las calles peroraba furiosamente a las turbas, concitándolas contra Alonso Ortiz y otros negociadores de la paz, apellidándolos traidores, y a las voces del acalorado fraile se formaron grupos de gente armada que penetraron hasta en la sala de las sesiones. La Junta no obstante logró aplacarlos, y prevaleciendo el partido contrario a la guerra, se ajustó al fin la tregua entre la Junta de Valladolid, los gobernadores de Tordesilas y los capitanes de Torrelobatón; tregua, aunque corta, mal observada por ambas partes, infringida con mutuos asaltos, escaramuzas y robos de la indisciplinada soldadesca de ambos bandos, y cuyas consecuencias exaltaron al partido belicoso, en términos que en una reunión habida en el pueblo de Bamba, que se trató de prorrogar el armisticio, hubo quien amenazara a Padilla de muerte, viéndose éste obligado a volverse a uña de caballo å Torrelobatón{16}.

En realidad había quien trabajaba por la paz de buena fe; el almirante la deseaba y la procuraba ardientemente; el mismo don Pedro Laso de la Vega obraba como hombre resentido, mas no como traidor, y procuraba sacar partido en favor de la causa popular. Entabláronse formales y reservadas negociaciones de paz entre la Junta de Tordesillas y la de Valladolid. Mediaban en ellas, además de don Pedro Laso el bachiller de Guadalajara, procurador de Segovia, fray Francisco de los Ángeles y el caballero don Pedro Ayala. Las conferencias se celebraban secretamente en dos conventos que había extramuros de las poblaciones, corriendo a veces los negociadores no poco peligro, especialmente por parte del pueblo y gente menuda de Valladolid, que era el partido intolerante y exaltado.

A pesar de todo, se trabajaba por algunos con ahínco y resolución en favor de la paz, los tratos iban marchando, y las condiciones que servían de base a la concordia en las conferencias de los dos conventos no dejaban de ser razonables{17}.

Convenían ya todos en que el emperador nombraría los gobernadores a gusto del reino; en que estos jurarían en Cortes guardar las leyes de Castilla; en que no se darían empleos y oficios a extranjeros; en que cesaría la extracción de moneda; en que se reunirían las Cortes por propia autoridad al menos cada cuatro años, aunque no fueran convocadas; en que se obligaría a la corte y comitiva del rey a pagar los alojamientos; en que se indemnizaría a Medina del Campo de los daños ocasionados por Fonseca; en que se obtendría el perdón del levantamiento bajo la fe y palabra real, y en otros varios capítulos sobre consejo, chancillería, alcabalas y otros asuntos. Mas cuando a tal altura y tan en buen camino se hallaban las negociaciones, la desconfianza inspiró a los comuneros exigir a los nobles la condición de que si el rey no accedía a las capitulaciones, se comprometerían a ayudar con las armas y a hacer causa común con las comunidades. Los próceres, recelosos, y no sin razón de las tendencias de los populares, y no olvidando la idea y el designio que la Junta había ya indicado de devolver a la corona las tierras y rentas que le tenían usurpadas, esquivaban entregarse en brazos de los comuneros, y dieron una respuesta dilatoria y ambigua hasta consultar con el condestable.

No hubo necesidad de esperar la respuesta de don Íñigo de Velasco, porque harto significativa la dio por él un edicto que amaneció un día en Valladolid, puesto de noche en sitio público por oculta mano, y era copia de una provisión imperial expedida en Worms, que el condestable había hecho pregonar a son de trompeta en la plaza de Burgos, por la cual el emperador Carlos declaraba rebeldes, traidores y desleales a los que sostenían la revolución popular, y señaladamente a doscientas cuarenta y nueve personas principales que en ella nombraba, condenando desde luego a los seglares a la última pena, y a los eclesiásticos y obispos a la ocupación de sus temporalidades y demás penas establecidas para semejantes delitos{18}. A este acto de duro rigor, y bajo la impresión del fatal cartel, contestó la Junta de Valladolid con otro no menos fuerte y enérgico, haciendo levantar en la plaza mayor un estrado que se cubrió con telas de seda y oro, y pregonando con solemne acompañamiento y a son de timbales y clarines como traidores y quebrantadores de la tregua al condestable, el almirante, y a los condes de Haro, de Benavente, de Alba de Liste y de Salinas, al obispo y al marqués de Astorga, a los consejeros y a sus dependientes, a los mercaderes y otros vecinos de Burgos, de Tordesillas y de Simancas{19}. Con esto se hizo ya imposible todo proyecto de concordia, y a las negociaciones de paz sucedieron los preparativos de guerra.

Pero mucho había dañado a la comunidad, y aun fue, como veremos, causa de su perdición, el tiempo invertido en infructuosos tratos, cuando urgía emplearle en activas y provechosas operaciones. Dormido y como encantando Padilla en Torrelobatón, esperando que viniese por negociaciones de otros una paz que podía haber sido glorioso fruto de sus victorias, dio lugar a que muchos soldados abandonaran sus banderas, los unos por acogerse al indulto que les ofrecía el emperador, los otros por llevar a sus casas el botín que habían podido recoger, y a que se rehicieran los magnates y señores, y manteniendo viva y libre la comunicación entre Tordesillas y Burgos, pudiera el condestable dar la mano al de Haro su hijo, y reunirse con los otros dos regentes para caer de concierto y de improviso sobre el descuidado Padilla, como veremos que se ejecutó.

Diremos antes lo que hizo el obispo Acuña en tierra de Madrid y de Toledo, punto que anteriormente se le había designado para combatir al prior de San Juan don Antonio de Zúñiga que andaba revolviendo el país en favor de los imperiales, y donde el obispo de Zamora acudió tan pronto como se vio restablecido de la enfermedad que le había tenido postrado en Valladolid. La aparición del belicoso prelado en las comarcas de Madrid, Ocaña y Guadalajara, fue acompañada de aclamaciones, aplausos y festejos; su presencia excitó el entusiasmo en unas poblaciones, y reanimó en otras el espíritu de la causa popular, inclusa Alcalá, donde los estudiantes, dividiéndose en los dos opuestos bandos que traían revuelta la Castilla, habían tenido entre sí una reñidísima batalla, prevaleciendo al fin el partido de los realistas o imperiales, que allí llamaban el de los andaluces, porque en Andalucía se acababan de confederar varias ciudades y villas contra los comuneros castellanos, si bien ofreciéndoles ser sus buenos intercesores con el emperador para alcanzar su indulgencia si dejaban la voz de comunidad y deponían las armas{20}.

Fogoso y ardiente partidario de las comunidades el obispo Acuña, tan mal prelado como buen comunero, sin que su investidura episcopal le sirviera de embarazo, ni los sesenta inviernos que ya contaba hubieran enfriado, ni templado siquiera sus bríos, se vio asaltado un día de repente cerca del Romeral y atacado por la espalda por las tropas del prior, que al pronto desordenaron a los populares. Revolvió el obispo velozmente su caballo, arengó a su gente, la hizo volver cara al enemigo, restableció el orden de las filas, enardeció los corazones de los soldados, y en lo más recio de la pelea saltó ligeramente del caballo, embrazó el escudo, blandió la pica, e infundiendo con el ejemplo vigor en los suyos, arrojó y dispersó a los de Zúñiga, que con su vergonzosa fuga perdió en aquella ocasión la reputación de caballero y de esforzado que hasta entonces hubiera podido ganar, viéndose obligado a pedir tregua por unos días{21}.

O por sobra de confianza, o por un resto de miramiento hacia sus deberes sacerdotales y su carácter episcopal, licenció el prelado la mayor parte de sus tropas durante la Semana Santa, y dirigiéndose a Toledo, entró en la ciudad acompañado de un solo guía. Nadie hubiera podido sospechar que aquel hombre era don Antonio Acuña, porque nadie por el traje podía deducir que era un obispo; pero el guía lo reveló a algunos, e instantáneamente y como chispa eléctrica cundió la voz por la ciudad, y llenose la plaza de Zocodover de un gentío inmenso que circundó al prelado, aclamándole con loca alegría padre de la patria. Extremadas siempre las masas populares en las demostraciones de odio o de amor, en uno de esos arranques de frenético entusiasmo que suelen tener las turbas, se vio el obispo de Zamora desmontado de su caballo, cogido en hombros y llevado en medio de la muchedumbre hasta las naves de la catedral, en ocasión que resonaban en sus bóvedas las sublimes lamentaciones del Profeta que la Iglesia repite anualmente en la grave y patética ceremonia de las tinieblas del Viernes Santo. En vano pugnaba el obispo por desprenderse de los brazos de los que así profanaban el augusto santuario en momentos tan solemnes: que aunque nada escrupuloso en el cumplimiento de sus obligaciones apostólicas, comprendía toda la trascendencia de aquel desacato, y le repugnaba; pero el pueblo, llevando adelante su sacrílega profanación, le metió en el coro, le sentó en la silla pontifical y le proclamó arzobispo de Toledo. Por más que Acuña ambicionara la silla primada del reino, era imposible que entrara en su pensamiento obtenerla por un medio tan tumultuario, ilegítimo e irreverente; sin embargo, fundándose sus enemigos en los antecedentes de su vida profana, y haciendo servir a su inculpación la memoria de lo ocurrido en Zamora y en Palencia, le supusieron o promovedor, o por lo menos, cómplice en el escándalo de la catedral de Toledo, y la locura del pueblo toledano dañó a la causa de las comunidades más que la pérdida de algunas batallas{22}.

A la escena lamentable de Toledo siguió otra a las cinco leguas de la población, de naturaleza bien diferente, pero no menos lastimosa, y mucho más horrible. El competidor de Acuña en la guerra, el prior de San Juan don Antonio de Zúñiga, el vencido por el prelado de Zamora junto al Romeral, envalentonado con la ausencia del obispo, en una de las atrevidas correrías por la comarca cayó con todas sus fuerzas sobre la rica villa de Mora, adicta a la causa de los comuneros. Atacada la población, y resueltos a defenderla hasta perder sus vidas los habitantes, a fin de quedar más desembarazados para la pelea, condujeron a la iglesia, que era fuerte, todos los ancianos, mujeres y niños. Embestida la villa por la gente del prior, forzados unos en pos de otros los parapetos en que los moradores se atrincheraban, perseguidos estos de barrera en barrera y de calle en calle con furor insano y con mortandad terrible de acometidos y acometedores, refugiáronse al fin a la iglesia, donde tenían los objetos queridos de sus entrañas. Sordos a toda intimación los de Mora, rabiosos y frenéticos los realistas de Zúñiga, acudieron para rendirlos al bárbaro recurso del incendio. A las puertas, y sobre la techumbre y en derredor del templo hacinaron combustibles y les pusieron fuego. Apoderáronse pronto de todo el edificio las voraces llamas; a unos aplastaban los trozos de bóveda que se hundían; muchos perecieron al derrumbarse el pavimento del coro; el humo ahogaba a los que acaso perdonaba el fuego; prolongaron un poco su existencia los que se colocaban en los huecos de los altares o en los arcos de las capillas, hasta que los alcanzaban las llamas devoradoras. Sobre tres o cuatro mil desgraciados sucumbieron entre tormentos horribles; Mora quedó despoblada, y el terrible perseguidor de los comuneros plantó el pendón imperial sobre montones de escombros, de cenizas y de cadáveres.

Con la noticia de tan horrorosa catástrofe, salió Acuña de Toledo ardiendo en ira y ansioso de venganza, y con la gente que de pronto pudo recoger arremetió a un escuadrón de los del prior que andaba talando el territorio de Illescas, y que a la vista de la pequeña hueste del obispo se refugió a un castillo fuerte, situado en la cumbre del cerro del Águila. Trepó tras ellos furioso el prelado por la áspera pendiente, pero no le ayudaron los suyos, que los más se quedaron a la falda de la eminencia. Siguiéronle no obstante los más resueltos, a los cuales hizo colocar con las bocas frente al baluarte algunas piezas de batir que llevaba, y que él mismo a veces disparaba con su mano y hacia resonar con estruendo. Allí pasó la noche al raso, y por la mañana halló que había aportillado la fortaleza. Alentáronse con esto a subir los que a la falda del cerro estaban; mas cuando se preparaban a la acometida, yendo el sexagenario obispo delante de todos, acudieron los de dentro a un ingenioso artificio, que fue soltar de repente todas las cabezas de ganado, fruto de sus rapiñas, que allí tenían encerradas. El estrépito de las reses asustó a los soldados, de modo que creyéndose asaltados por numerosa falange enemiga, bajaron o corriendo o rodando por la ladera, y cuando se repusieron del susto, se dieron a recoger a porfía el ganado, sin cuidarse más del castillo, poco solícitos de la victoria cuando tenían ya el botín. Solo el impertérrito Acuña se quedó con unos pocos combatiendo el baluarte, hasta que las lluvias le obligaron a retirarse otra vez a Toledo para no perder la artillería.

El resultado afrentoso de esta jornada, junto con el escándalo de la tumultuaria promoción de Acuña al arzobispado de Toledo, produjeron en el espíritu público una mudanza desfavorable a la causa popular. Muchos de los comprometidos en ella se entibiaron o se ladearon del todo. Los religiosos ya no exhortaban como antes a la defensa de las libertades del reino, sino que predicaban la paz: arrimábansele cada día partidarios al prior Zúñiga, y numerosas partidas realistas bloqueaban a Toledo, y casi la incomunicaban con las demás ciudades. El vecindario, sin embargo, se mantenía fogosamente decidido, y en venganza de los contratiempos de Mora y del cerro del Águila, incendiaba y destruía dentro y fuera, siempre que podía, pueblos, casas y haciendas de los desafectos.

Cada vez más entusiastas del obispo Acuña los toledanos, quisieron darle una nueva prueba de su estimación, haciendo que el cabildo sancionara y legitimara con su voto el nombramiento popular para la mitra primada. Un día se apostaron los más turbulentos en las calles contiguas a la catedral, y a la hora que los canónigos concurrían al santo templo se iban apoderando de ellos individualmente, y los conducían y encerraban en la sala capitular. Cuando hubo ya número suficiente, presentáronse las turbas y exigieron la confirmación del nombramiento sin excusa ni réplica. Conservaron su dignidad los prebendados, y negaron con entereza, hasta los más pacatos y tímidos, tan injusta e incompetente demanda. Noticioso de esta resistencia el díscolo prelado, a instigación de sus parciales, depuso ya todo miramiento, y colocándose a la cabeza de los peticionarios ultrajó de palabra a los capitulares. Cuanto más arreciaba el empeño de Acuña y de sus desatentados aclamadores, más inflexible se mantenía el cabildo. Treinta y seis horas duraron los debates, y todo este tiempo estuvieron los canónigos sin comer ni beber, sin que las conminaciones ni el material desfallecimiento quebrantaran su espíritu ni amansaran sus ánimos. Por último, aunque con repugnancia y de mal talante, los puso Acuña en libertad, no sin darse el placer efímero y pueril de engalanarse con las vestiduras y atributos arzobispales, de que tan poco tiempo, por fortuna y para honra de la Iglesia española, había de gozar.

Semejantes excesos de parte del más fogoso sostenedor de la causa de las comunidades hubieran bastado para desnaturalizarla y perderla, si ya por otra parte no le estuviera amagando el último golpe, no en el claustro de una iglesia y en la persona de un prelado bullicioso y desaconsejado, sino en los campos de batalla y en la persona de un capitán esforzado y generoso, lo cual nos conduce a referir lo que pasaba allá por donde hemos dejado a Juan de Padilla{23}.




{1} Pero Mejía, lib. II, c. 10.– Maldonado, lib. V.– Sandoval, libro VIII.

{2} Los próceres que se hallaban en Rioseco, además del cardenal y el almirante, eran, el conde de Benavente, el marqués de Astorga, el prior de San Juan, el marqués de Denia, el conde de Alba de Liste, el de Rivadavia, el de Cifuentes, el de Altamira, el vizconde de Balduerna, el señor de Alcañices, el de la Mota, el de Santiago de la Puebla, y otros varios grandes y caballeros.

Los caudillos de la tropa de las comunidades, eran, don Pedro Girón, primogénito del conde de Ureña, el obispo Acuña de Zamora, don Pedro Laso de la Vega, caballero de Toledo, don Pedro y don Francisco Maldonado, capitanes de la gente de Salamanca, Gonzalo de Guzmán de la de León, don Fernando de Ulloa de la de Toro, don Juan de Mendoza, de Valladolid, hijo natural del gran cardenal de España, don Juan de Figueroa, hermano del duque de Arcos, con algunos otros capitanes y muchos procuradores de las ciudades.

{3} Epístolas familiares del P. Guevara, fol. 55 a 81.

{4} «Todos los autores, dice el ilustrado traductor de El movimiento de España en la nota 11, que escribieron algo sobre esta revolución, convienen en que Girón fue traidor a su partido, y le hacen aparecer como la causa principal de la pérdida de los comuneros. En efecto, cuando estaba a la vista de Medina de Rioseco, tenía a su favor todas las probabilidades, y un ataque sobre Medina hubiera puesto en su mano la corona de vencedor en toda España. Pero pudo más en su ánimo el temor de ser vencido; se dejó llevar de las promesas y halagos de los grandes, y confiado en ellas, sin adelantar nada para sí, vendió inicuamente al partido que se había entregado en sus manos.»

Así se deduce con sobrada claridad de Alcocer, de Sandoval, de Colmenares y otros autores, y muy principalmente de las cartas del mismo Padre Guevara.

{5} MS. de la Academia de la Historia: Hist. inédita de las Comunidades.

{6} Sandoval, Hist. del emper. Carlos V, lib. VIII, párr. 8.– Maldonado, Movimiento de España, lib. VI.– Pero Mejía, lib. II, c. 13.– Mártir de Anglería, epíst. 709.– Cabezudo, Antigüedades de Simancas, inéd. tom. I, p. 544.– «Así se perdió, dice Alcocer, en pocos días lo que Juan de Padilla había ganado con muertes y combates.»

{7} «Daban, dice Sandoval, un carnero por dos reales, una oveja por un real, y una vaca por dos ducados.» Lib. VIII, párr. 9.

{8} Hasta el mismo obispo de Pamplona, con ser adicto a la causa imperial, no puede dejar de decir de don Pedro Girón, que «sin duda hizo la treta que se sospechó.» Ibid. párr. 11.

Robertson (en su Historia de Carlos V, lib. III) opina de diferente modo, pues dice que «verosímilmente carecía de fundamento esta imputación y que los realistas debieron su triunfo a la mala dirección de aquel más bien que a su perfidia.» Pero Robertson está lejos de poder ser considerado como autoridad relativamente a los acontecimientos que en aquella época pasaron dentro de la península, en cuya relación es por otra parte muy sucinto, así como se extiende difusamente en los sucesos de fuera. Este historiador trató el reinado de Carlos V considerándole más como emperador que como rey de España. Desconocía además varias de las principales fuentes históricas de aquel tiempo.

{9} El licenciado Cabezudo, en su obra inédita Antigüedades de Simancas, refiere la multitud de choques, algunos bastante porfiados y sangrientos, que casi diariamente sostenía la gente de Simancas con la de Valladolid, y de incidentes curiosos que darían materia abundante para una historia particular.

{10} Gonzalo de Ayora, Hist. de las Comunidades, c. 37.– Mejía, lib. II, c. 14.– Maldonado, Movimiento de España, lib. VI.– Sandoval, lib. VIII.

{11} Sandoval, Hist. del Emperador, lib VIII.– Ayora, c. 37.– Carta del P. Guevara al obispo Acuña.

{12} En una de sus recientes expediciones se trasladó una noche de Valladolid a Palencia, combatió y tomó el castillo de Fuentes de Valdepero (una legua), y fortificó y guarneció los de Monzón, Torquemada, Carrión y otros. Mucha parte del vecindario de Palencia le aclamó por su obispo, y le fueron ofrecidos diez y seis mil ducados de la iglesia y del obispado. «Hecho esto, dice en tono sarcástico Sandoval, volvió a Valladolid hecho un rey y un papa.»

{13} Sandoval trae mucha parte de esta correspondencia que medió entre los de Tordesillas y Valladolid en enero y principios de febrero de 1521. En los dos primeros tomos de la colección de Documentos inéditos se insertan también varias cartas.

{14} Habían pedido los regentes y nobles a Ávila 4.800 infantes, a Córdoba 4.000 infantes, a Jaén 300, a Trujillo 150 lanzas y 200 infantes, a Badajoz 100, a Baeza 200, a Écija 300, a Úbeda 200, a Cáceres 200, a Andújar 150, a Ciudad Real 120, a Jerez 150 lanzas, a Carmona 150 infantes, al duque de Arcos 60 lanzas, al conde de Ureña 60 ballesteros, a don Fernando Enríquez 20 lanzas, al conde de Palma 20, à don Rodrigo Mejía 20, al marqués de Tarifa 80, al conde de Ayamonte 30, al marqués de Comares 30, al marqués de Villanueva 20, al conde de Cabra 50, al duque de Medinasidonia 100; toda esta gente se pedía pagada por tres meses.

{15} Mártir de Anglería, epistola 714.– Maldonado, Movimiento de España, lib. VI.– Pero Mejía, Hist. de las comunidades, lib. II, c. 16.– Cabezudo, Antigüed. de Simancas, MS.– Sandoval, libro VIII.– Carta del arzobispo de Granada al emperador Carlos V. MS. de la Real Academia de la Historia.

{16} Cartas de Gonzalo de Ayora.– Sandoval, lib. VIII y IX.

{17} En el archivo de Simancas, entre los muchos documentos de las comunidades, hemos visto también gran parte de la correspondencia que medió en estos tratos. De ella hemos escogido y copiamos (por ser una de las que dan más clara idea de todo) la siguiente carta de don Pedro Ayala, escrita desde Valladolid a don Juan su hijo, fecha 21 de febrero de 1521.

«Don Juan: oy me trujo una carta de la cibdad un correo, y el traslado de la carta del condestable y la respuesta que la cibdad envía: yo envié allá la respuesta a la cibdad, a otras ciertas escrituras que se han hecho en lo que agora te contaré. Aquí vino Fray Francisco de los Ángeles habrá cinco o seys dias y truxo una creencia del almirante, la cual llevó primero a esta villa, y ella deputó ciertos deputados para que viniesen con el dicho fraile a nosotros, para que tuviésemos por bien la conferencia: e como nosotros no queremos otra cosa sino paz, acordamos que fuese con tal medio que eligiésemos nosotros a dos que fuesen a conferir a un monesterio que está un tiro de ballesta de Tordesillas, e otros dos de Tordesillas que viniesen a Prado, un monesterio que está dos tiros de ballesta de aquy, a conferir con nosotros: e hizímoslo entonces saber a la villa, y a ellos les pareció muy bien; & despachamos al frayle con una carta al almirante, e enbiamosle seguro para los que de allá habían de venir, e que enbiasen seguro de allá para los que de acá hubiesen de ir. Elegimos para que fuesen el señor don Pedro Laso, e el bachiller de Guadalajara, procurador de Segovia, y ellos mismos fueron a decirlo a la junta de la villa como estaban elegidos, y la villa olgó mucho dello. Estando en esto, anoche que se contaron 20 de este mes vino el frayle, e trujo el despacho del traslado que allá enviamos, e a la puerta fue muy mal tratado, e tomáronle las cartas, e hubímonos de juntar a las diez de la noche en nuestra junta, e enbiamos por ellas e truxeronnoslas, e despachamos a los dichos que habían de ir: y estando el procurador de Valladolid delante, determinamos que porque otro día de mañana no hubiese alguna falta, porque los menudos no muestran buena voluntad al señor don Pedro Laso ni al bachiller de Guadalajara, que fuesen otro día de mañana su camino, e amostraríamos el despacho a la villa, e qe los enbiaríamos con sus criados e azémilas. Oy jueves fueron a mostrar el despacho a la villa, e tuvieron por muy grande desaire porque se avía ydo el señor don Pedro Laso sin hazerlo saber a toda la villa, no obsant quél avia demandado licencia, e dicholo en la villa. Mas dixeron que a todas las quadrillas se había de decir, e fue tanto el alboroto que le saquearon todos sus caballos y azémilas, e quanto tenía, e dieron de palos a sus criados, e los maltrataron diciéndoles asy mismo de muchas palabras feas e injuriosas, en lo cual trabajó su parte Moyano, ensuciando muchas veces su lengua en palabras perjudiciales; y la misma junta de la villa a sentido, a lo que ha parecido, lo que a acaecido oy. Estamos muy peligrosos aquy, y pasamos mucho trabajo, e no sabemos qué hazernos. Por una parte estamos apremiados que no nos dejan salir del lugar, e por otra querríamonos yr cada uno a su tierra, sino que se acabe de perder todo el negocio del reino. Mírese todo allá, e tórnenme a despachar un correo, porque me parece que debe descrebir largo esa cibdad a Valladolid el mal tratamiento que pasamos, e como no castigan ningún escándalo destos, y como delante dellos nos dicen cada día que nos han de matar. Yo te juro a Dios que querría mas ser uno de los procuradores questan presos en Tordesillas questar en Valladolid porque no ternya tan grandes sobresaltos como tengo: como aquel señor que de allá vino con la gente nos mete todo el trabajo que puede por deshacer la junta: y yo no sé qué ganancia le verná a él, que a mi paréceme quel queda perdido si nos vamos. Y tengo tanta pasión, que se me ha olvidado todo lo que te había descrebir. Plega a Dios que lo remedie todo con paz, aunque a mí no quede qué comer. Amuestra esta carta al señor Antón Álvarez, porque vea su md. qué cosa es gobernar, y que le beso las manos myll veces. Fecha oy jueves XXI de hebrero en la noche a las diez.

»Agora vienen los criados de don Pedro Laso con todo lo que yo e trabajado oy por la villa y predicado, a dezerme como poco a poco an cobrado todo lo de don Pedro Laso. Plaziendo a Dios, si tenemos mejor dicha, mañana gelo enbiaremos; y enbiame a decir la junta de la villa que querrían escribille demandándole perdón de lo pasado, e asy mismo lo hará nuestra junta: no dexe de entender en los negocios por lo acontecido, aunquél ternya mas razón de tornarse Moria (así) que entender en ellos, pues tan buena paga le dan que yo creo que en Castilla no hay cosa más ingrata que la que con él se ha hecho no mereciendo más que un ángel; porque asy viva yo que después que nací nunca yo tal hombre conocí de tener tal ynclinación, e tan reta e entera al bien común, sino que los zapateros le hacen perder cuanta devoción tiene hombre a ello. Y en lo de las pazes torno a dezir que ay tanta voluntad en los buenos de la una parte e de la otra, e veen tan conocido el destruyamiento del reino como los menores se van soliviando, e como están pobres, e como no pueden desear otra cosa sino robar, habemos de trabajar con todas nuestras fuerzas de dar un corte para que aya pazes, porquesto cumple a todos los buenos e zelosos de nuestro Señor: por esto por amor de mi que agora mas que nunca se hagan plegarias en todos los monesterios de esa cibdad, para que Nuestro Señor no mire a nuestros pecados, sino que nos dé paz verdadera.– Don Pedro de Ayala.

»En todo caso despache luego la cibdad un correo para ver lo que me manda, que aunque sepa que me han de cortar la cabeza en este lugar yo esperaré el correo. Mas bien sería que me diesen o nos diesen libertad para quando nos viésemos, o me viese en peligro, que mas no pudiésemos, y en todo provea brevemente. E de una cosa me place, que si en la villa me dejan, ya que me saqueen no me saquearán mucho que me duela. Esteban y Rybadeneyra están buenos y te besan las manos.»– Archivo de Simancas, Comunidades de Castilla, Legajo número 3.

{18} Alcocer pone los nombres de todos los exceptuados.– Sandoval inserta la real provisión en el libro IX, párr. 2.º, copiada, dice, del registro del canciller y secretario del Consejo real. Su provisión estaba fechada en Worms a 17 de diciembre de 1520, y el edicto del condestable, en Burgos a 16 de febrero de 1521.

{19} «La paz es buena, decía este cartel, pero no la de Judas, como esta que te dan. La cual paz mora en el rencor de sus pensamientos, porque no tratan sino de quien más parte ha de llevar de la copa.»

{20} Las poblaciones andaluzas confederadas eran: Sevilla, Córdoba, Écija, Jerez, Antequera, Cádiz, Ronda, Andújar, Martos, Arjona, Porcuna, Carmona y Torre Don Jimeno. Estos pueblos enviaron un mensaje al emperador suplicándole regresase pronto a España y entrase por algún puerto de Andalucía. Juramentáronse para impedir los alborotos, auxiliar las justicias del rey y no obedecer ninguna orden que emanara de la Junta de Castilla.

{21} El presbítero Maldonado, en su libro VI del Movimiento de España, es el que da más extensas y minuciosas noticias sobre la expedición y campaña del obispo Acuña en tierra de Toledo. De ella no hablan nada ni Robertson en su Historia del emperador Carlos V, ni Lista en sus adiciones a la universal del conde de Segur.

{22} Pero Mejía, Hist. de las Comunidades, lib. II, c. 15.– -Maldonado, Movimiento de España, lib. VI.– Sandoval, Hist. del Emperador, lib. IX.– Pisa, Descripción de Toledo, lib. V.

{23} Maldonado, lib. VI.– Mejía, lib. II. c. 15.– Sepúlveda, libro IV.– Sandoval, lib. IX.– Mártir de Anglería, epist. 719.

Ocúrrenos, con motivo del bárbaro incendio de la iglesia de Mora, una reflexión bien triste, y que en vano querríamos apartar de nuestra imaginación.

En la guerra de las comunidades, los eclesiásticos que tomaron parte en pro o en contra, ya con la predicación o con las negociaciones, ya con las armas en la mano, excedieron a todos en exaltación, en fogosidad y en reprobadas y criminales acciones. Entre otros muchos que pudiéramos nombrar citaremos solo los siguientes.

Fray Antonio de Guevara, partidario de los imperiales, más amigo del mundo que del claustro, por más que predicaba las ventajas y excelencias del retiro; más palaciego que religioso, por más que reprendía los vicios de la corte; orgulloso de su cuna aristocrática y despreciador del pueblo, por más que hiciera profesión de humilde; hombre que no carecía de erudición, aunque indigesta y de mal gusto, fue el que preparó, instigó y negoció en Villabráxima la traición de don Pedro Girón a la causa de los comuneros. Este famoso franciscano, intrigante infatigable y realista furibundo, en sus cartas al obispo Acuña, a Padilla, a la esposa de éste, doña María Pacheco, y a otros personajes, exhortándoles a que abandonaran la causa de la comunidad, usaba siempre de un lenguaje el más destemplado, el más violento y grosero que puede salir de la boca o de la pluma del hombre más deslenguado. Omitiendo las insultantes frases de sus escritos a los jefes del movimiento popular, sirva de muestra de su impudencia, de su grosería y de su encono la manera como trataba a la esposa de Padilla, sin considerar siquiera que escribía a una señora, y señora de tan noble cuna y limpia sangre como pudiera serlo cualquiera otra.– «Si las historias (le decía en una ocasión) no nos engañan, Mamea fue superba, Medea fue cruel, Marcia fue envidiosa, Populia fue impúdica, Zenobia fue impaciente, Helena fue inverecunda, Macrina fue incierta, Mirtha fue maliciosa, Domicia fue mal sobria; mas de ninguna he leído que sea desleal y traidora sino vos, señora, que negásteis la fidelidad que debíades y la sangre que teníades...»– «Suelen ser (le decía luego) las mujeres piadosas, y vos, señora, sois cruel; suelen ser mansas, y vos, señora, brava; suelen ser pacíficas, y vos sois revoltosa; y aun suelen ser cobardes, y vos sois atrevida...» Así, poco más o menos en todas las cartas.

Por el contrario, el dominico Fr. Pablo de Villegas, comunero acérrimo, uno de los enviados por la Santa Junta al emperador con el Memorial de Capítulos, cuando volvió de Flandes y vio que se andaba en tratos de concordia y de paz, lleno de indignación, y como le pinta un escritor de nuestros días, «saliéndosele de las órbitas los ojos, pálido el semblante y trémulo de ira,» pronunció en las conferencias los más vehementes y coléricos discursos contra toda idea de paz, de tregua o de transacción. Peroraba a los corrillos en las calles, concitaba a las turbas y provocaba a tumultos. El padre Villegas proclamaba la guerra a todo trance hasta acabar con todos los nobles, y quedar los comuneros y los procuradores de la Junta dueños únicos y absolutos de Castilla.

El incendio de la iglesia de Mora, donde se hallaba encerrada toda la población, la mortandad de más de tres mil personas, entre ellas una gran parte ancianos decrépitos, débiles mujeres e inocentes párvulos, aplastados por los escombros o derretidas por las llamas, tragedia horrible, propia solo de los tiempos de la mayor barbarie, ordenada por el prior de San Juan don Antonio de Zúñiga, revela harto tristemente toda la negrura de alma de este caudillo de los imperiales.

No tuvieron los comuneros entre todos sus capitanes y caudillos uno que igualara en decisión, en energía y en entusiasmo por su causa al obispo de Zamora. Abominable en su conducta como prelado de la Iglesia, pero sin ser cruel como su competidor el prior Zúñiga, era Acuña, como comunero, más exaltado, más fogoso, más avanzado, más comunero en fin que el mismo Padilla. De seguro sus ideas en punto a libertad iban más adelante que las de todos los castellanos, y si él hubiera sido el intérprete de la Junta no hubiera mostrado tanto respeto como aquella mostraba en todos sus memoriales y escritos a la autoridad del emperador.

Lo mismo pudiéramos decir en menor escala de otros eclesiásticos que militaban en los dos opuestos bandos, y duélenos por lo mismo observar que los hombres de la iglesia fuesen los más apasionados y más fogosos en cuestiones políticas y en contiendas profanas.