Filosofía en español 
Filosofía en español


Parte tercera Edad moderna

Libro I Reinado de Carlos I de España

Capítulo V
Villalar
1521

Justas reclamaciones de las ciudades.– Falta de dirección en el movimiento.– Cómo se malograron sus elementos de triunfo.– Errores de la Junta y de los caudillos militares.– Dañosa inacción de Padilla en Torrelobatón.– Cómo se aprovecharon de ella los gobernadores.– Célebre jornada de Villalar, desastrosa para los comuneros.– Prisión y sentencia contra Padilla, Bravo y Maldonado.– Últimos momentos de Juan de Padilla.– Suplicios.– Sumisión de Valladolid y de las demás ciudades.– Dispersión de la Junta.– Derrota del conde de Salvatierra.– Rasgo patriótico de los comuneros vencidos.
 

Con dificultad causa alguna política habrá sido más popular, ni contado con más elementos de triunfo que la de las comunidades de Castilla. Por desgracia eran sobradamente ciertos los desafueros y agravios de que los castellanos se quejaban; asaltado habían visto su reino, esquilmado y empobrecido por una turba de extranjeros, sedientos de oro y codiciosos de mando, que les arrebataron voraces sus riquezas y sus empleos: el rey, de quien esperaban la reparación de tantos agravios, desoyó sus quejas, menospreció sus costumbres, holló sus fueros y atropelló sus libertades; al poco tiempo los abandonó para ir a ceñir sus sienes con una corona imperial en apartadas regiones, dejando a Castilla, a cambio de los agasajos que había recibido, un exorbitante impuesto extraordinario, un gobernador extranjero y débil, y unos procuradores corrompidos. Si alguna vez hay razón y justicia para estos sacudimientos populares, tal vez ninguna revolución podía justificarse tanto como la de las ciudades castellanas, puesto que ellas habían apurado en demanda de la reparación de las ofensas todos los medios legales que la razón y el derecho natural y divino conceden a los oprimidos contra los opresores, y todos habían sido desatendidos y menospreciados. El levantamiento no fue resultado de una conjuración clandestina, ni producto de un plan hábil y maliciosamente fraguado. Fue un arranque de despecho, fue la explosión de la ira popular por mucho tiempo provocada; y si una ciudad tomó la iniciativa, su excitación no necesitó de grande esfuerzo, y apenas logró ser la primera, porque una tras otra se fueron las demás alzando, toda vez que en casi todas dominaba el mismo espíritu; y el movimiento fue tan espontáneo que se acercó a la simultaneidad, y tan uniforme que parecía combinado sin que precediera combinación. El grito era el mismo en todas partes: venganza y castigo de los procuradores que se habían prestado al soborno, y habían sobrecargado al pueblo faltando a los poderes e instrucciones recibidas de sus ciudades; que no gobernaran extranjeros; que los empleos de que se habían apoderado volvieran a ser desempeñados por españoles; que cesara la extracción del dinero a Flandes que tenía agotado el tesoro y empobrecido el reino; que se guardaran las leyes, costumbres, fueros y libertades de Castilla; que el rey otorgara y cumpliera los capítulos presentados en las Cortes por las ciudades; que volvieran las cosas al estado en que las dejó la reina Católica; que el monarca residiera en el reino. Ni una palabra contra la autoridad real, ni un pensamiento de menoscabar las atribuciones que daban a la corona las leyes de Castilla.

Mancharon y afearon el movimiento en su principio los desórdenes, desmanes y crímenes, las escenas sangrientas que de ordinario acompañan al desbordamiento de las masas en los sacudimientos populares, y que si hacen mirar con justo horror y fundado estremecimiento estas revoluciones, son al propio tiempo un cargo terrible para los que abusando del supremo poder, u obcecados no las evitan, o a sabiendas las provocan. En los primeros movimientos todos los excesos que cometían los amotinados eran producidos por una irritación patriótica, que los conducía y arrastraba a ensañarse con los que llamaban traidores; ahorcaban tumultuariamente los procuradores desleales, incendiaban sus casas y alhajas y destruían sus haciendas, pero no robaban; gentes muchas de ellas pobres y de humilde cuna, aun sin el freno de la educación ni de la autoridad, no se mostraban codiciosos de lo ajeno, antes bien gozaban en ver consumirse por las llamas lo mismo de que se podrían aprovechar: eran enconados vengadores de los que habían ultrajado sus derechos, no arrebatadores de los bienes de otros. Pero prolongada la lucha, y pasado el primer fervor patriótico, todos saqueaban ya y pillaban cuanto podían, así los comuneros como los imperiales, sin que los defensores del rey y de la nobleza tuvieran en este punto nada que echar en rostro a la soldadesca del pueblo; y entre unos y otros no había hacienda guardada ni segura, ni en yermo, ni en caminos, ni en poblado. Era insoportable la situación de Castilla. Achaque y paradero común de las revoluciones, aun de las de origen más legítimo.

Indudablemente los comuneros en un principio y por bastante tiempo fueron dueños de la fuerza física y moral, y pudieron en muchas ocasiones triunfar por completo de sus adversarios. Además de la justicia de sus reclamaciones y de estar animadas de un mismo espíritu casi todas las ciudades y poblaciones castellanas, erraría grandemente el que creyera que sólo había entrado en el movimiento la plebe, los menestrales, y gente menuda y de oficios mecánicos. Abrazaron la causa de las comunidades eclesiásticos de todas categorías, religiosos de virtud y de ciencia, jurisconsultos doctos y graves, hombres acaudalados, honrados, aunque humildes artesanos; y de entre los mismos magnates y próceres algunos se adhirieron, y otros guardaban neutralidad en expectativa del desenlace. Suya era también la fuerza material. Soldados tenían para la guerra en triple número que sus contrarios, y de cualquier descalabro podían reponerse fácilmente los comuneros con los contingentes que gustosa y espontáneamente aprontaban las ciudades confederadas. Mientras, ausente a larga distancia el rey, extranjero y de poca expedición su lugarteniente, sin prestigio el consejo, menguadas las rentas, el impuesto sin cobrar, escasas las tropas y enemigo el país, con pocos recursos podían contar los delegados del emperador para contener el torrente revolucionario. Así que, en los dos ataques que los imperiales intentaron contra dos importantes poblaciones, Segovia y Medina, cometieron atrocidades y horrores, pero quedaron derrotados; y sus dos caudillos, el magistrado cruel y el general incendiario, Ronquillo y Fonseca, tuvieron que huir a Flandes a exponer al rey Carlos su bochornosa impotencia y sus infructuosas crueldades.

¿Cómo, pues, siendo tan popular y contando con tantas probabilidades de triunfo la causa de los comuneros, llegó a la peligrosa decadencia que dejamos apuntada en el anterior capítulo, y que veremos consumarse en el presente?

Las causas más populares, los movimientos más espontáneos y robustos flaquean y se malogran, cuando no se les da una dirección atinada, cuando carecen de un jefe hábil, discreto, político, que poniéndose a la altura de los acontecimientos, y como quien dice dominándolos, sepa enderezarlos y conducirlos a término feliz. De faltar esta dirección al movimiento de las ciudades de Castilla se vieron sobradas pruebas en todo el trascurso de la contienda. Valerosos e intrépidos los populares para pelear y vencer, no era su habilidad saber aprovecharse de la victoria. Padilla mismo, capitán esforzado, cumplido caballero, patricio excelente, querido de los pueblos por su decisión y por sus prendas de alma y de cuerpo, hubiera sido un buen ejecutor, pero no era un hombre de dirección, de gobierno, ni de planes que exigieran combinaciones. Acertado en apoderarse de Tordesillas, residencia de la reina doña Juana, cuyo nombre no dejaba de dar cierta autorización al gobierno de la comunidad, él y la Santa Junta erraron en asentarse en una villa tan expuesta a un golpe de mano como el que sufrió después, y no fue más disculpable error el no haber tomado y guarnecido a Simancas; omisión funesta que proporcionó a los imperiales un punto de apoyo, del cual ya no hubo medio de desalojarlos, y desde el que molestaban a mansalva a los comuneros, cortando su línea de operaciones y siendo un perpetuo estorbo para todos sus planes.

Animada de los mejores deseos la Santa Junta, y celosa de las libertades y franquicias del reino, obró con debilidad, puesto que pudiendo haber planteado las reformas que reclamaba, y remediado los abusos que constituían su memorial de quejas y agravios, no acertó a elevarse a la altura de su misión, y habiendo podido ser ejecutora se limitó a ser suplicante, para sufrir una brusca repulsa del rey, y un altivo desaire en las personas de sus emisarios, hasta con peligro de la vida de estos. En lugar de atraerse con maña la grandeza, de cuyo apoyo necesitaba, se enajenó la clase aristocrática, revelando imprudentes proyectos y designios sobre una parte de sus bienes; y en vez de hacer de los próceres amigos provechosos los convirtió en terribles adversarios. De este mal paso de los procuradores supo aprovecharse el emperador, y el nombramiento de co-regentes, hecho en dos magnates castellanos de los de más poder e influjo, quebrantó moralmente a los populares, y lo que antes era causa nacional se trocó en contienda entre dos grandes partidos, en que estaba de una parte el trono y la nobleza, de otra solamente el pueblo.

Era, sin embargo, tan fuerte este último por sí solo, que sin la traición hecha a los comuneros en Villabrágima hubieran de seguro sucumbido los nobles en Rioseco. Aún después de apoderarse estos de Tordesillas, dueños de la reina los regentes y de Burgos el condestable, dispersa la Junta, la revolución sin cabeza, infiltrada la discordia y la rivalidad entre los procuradores y los caudillos de los comuneros, entre Acuña y Girón, entre Padilla y Laso de la Vega, todavía era tal su pujanza que bastó la reelección de Padilla, aunque hecha en tumulto, para capitán general de las tropas de la comunidad, para que aterrados los nobles y desconfiando de vencer por armas, recurrieran a tratos y negociaciones de concordia. De error en error se había ido bastardeando y debilitando el gran movimiento de las comunidades, y desde que las cosas llegaron a este punto se notó más la falta de dirección y de cabeza. Ni Padilla y Acuña, jefes de las armas, aprovecharon las ventajas que iban obteniendo en la guerra, ni Laso y Ortiz, negociadores de la paz, ni los procuradores de la Junta aceptaron condiciones harto razonables que los próceres les ofrecían y de que hubieran podido salir harto aventajados. Y en estas perplejidades y vacilaciones, y en un estado que no era de paz ni de guerra, el más perjudicial a las revoluciones, para las cuales el no marchar, es retroceder, y es perder el no ganar, malgastaron un tiempo precioso, sin acertar a salir ni vencedores ni amigos de los magnates.

Cuando una provisión imperial y un pregón del condestable llamando a los comuneros traidores vinieron a encender de nuevo la ira popular, el capitán toledano desenvaina de nuevo el acero que nunca debió estar ocioso, y al frente de los soldados de la patria, siempre valerosos para la pelea, se apodera de Torrelobatón, la villa más murada y fuerte de los imperiales. Un paso más, y tal vez el pendón de las comunidades hubiera tremolado definitivamente victorioso. Pero Padilla se durmió sobre su postrer triunfo: los procuradores volvieron a escuchar proposiciones de avenencia; adormecidos estos, y como encantado aquel, los unos gastaron el tiempo en inútiles tratos de concordia, el otro perdió cerca de dos meses en fortificar una villa donde no debió pernoctar sino una sola noche, sin advertir que mientras él reparaba los muros, los soldados le abandonaban, y los imperiales se rehacían y se preparaban a tomar la iniciativa. Y mientras la Junta se dejaba arrullar al son de buenas palabras de paz, el sagaz almirante la desmembraba y enflaquecía, llevando a sus filas a don Pedro Laso, a los procuradores de Segovia y de Murcia, al bachiller de Guadalajara, y otros miembros importantes de la Junta y capitanes del ejército, y por su parte el condestable desde Burgos congregaba fuerzas y se disponía a unirse a los co-regentes y al conde de Haro, su hijo y general de los imperiales, para caer todos juntos sobre el jefe de los comuneros que yacía como inmóvil en Torrelobatón.

Gracias a que el pueblo de Zaragoza, noticioso de que los caballeros de Aragón enviaban al condestable más de dos mil hombres de guerra contra las comunidades de Castilla, se tumultuó, les quitó las armas y deshizo aquella gente diciendo: «Aragón no debe ayudar a quitar las libertades de Castilla{1}.» Gracias también a que el conde de Salvatierra se apoderó de más de mil veteranos que el duque de Nájera, virrey de Navarra, enviaba al gobernador de Burgos, si bien no pudo interceptar siete piezas de artillería gruesa con que también le auxilió. Gracias, decimos, a todo esto, cuando el condestable don Íñigo de Velasco se determinó a salir de Burgos, cuyo gobierno dejó a cargo del conde de Nieva, y se puso en marcha para Tordesillas, sólo llevaba tres mil infantes, quinientos hombres de armas y alguna caballería ligera. Al ruido de este movimiento, despertó Padilla de su letargo, trasladose en una noche a Valladolid, púsose de acuerdo con la Junta, quedó determinado que se corriese a Toro, llevose de allí unos dos mil peones con doscientas lanzas, y con la gente que tenía en Torrelobatón y la que instantáneamente pudo reunir en Tierra de Campos, se halló al frente de unos ocho mil hombres escasos de a pie, quinientas lanzas y la artillería de Medina. Los de Palencia У Dueñas no se pudieron incorporar, pero en Toro esperaban que se le allegasen refuerzos de León, Zamora y Salamanca. Mas cuando así pudo prepararse, ya el condestable, que había partido de Burgos, y su hijo el conde de Haro y el almirante Enríquez, que habían salido también de Tordesillas, dejando la reina doña Juana y la guarda de la villa encomendadas al cardenal Adriano y al conde de Denia, se hallaban todos reunidos en Peñaflor, a corta distancia de Torrelobatón, cada cual con su hueste, y con la guarnición de Portillo y otras que pudieron recoger, formando entre todos un cuerpo de unos seis mil infantes y sobre dos mil cuatrocientos caballos{2}.

En la mañana del 23 de abril (1521) se oyeron sonar trompetas en los campos de Torrelobatón. Era la gente de Padilla, que con las banderas de la comunidad desplegadas al viento tomaba la vía de Toro. El último marchaba el capitán toledano con la caballería, protegiendo la artillería que iba en el centro. El cielo estaba encapotado y sombrío, llovía con frecuencia, y aunque escampaba a ratos, el camino estaba lodoso y pesado, y la marcha no podía ser ligera. Noticiosos del movimiento los dos mil cuatrocientos jinetes imperiales, entre los cuales iba la flor de la nobleza castellana, emprendieron a todo andar su persecución, dejando atrás la infantería. Fácil les era no perder la pista de los comuneros, por las rodadas de los cañones y por las huellas de los caballos. Divisáronse unos a otros ya cerca de Villalar, pueblo situado sobre la meseta de una colina lindante con el camino de Toro, a las tres leguas de Torrelobatón. La gente de Padilla iba un poco suelta y desmandada, acaso por la lluvia que a la sazón se desgajaba copiosa. En vano trabajaba por ordenar su hueste el capitán de Toledo para dar la batalla: so pretexto de ganar el pueblo de Villalar, donde mejor podrían defenderse, y de que volviendo caras los azotaba en ellas el viento y el agua, perdieron formación los que iban más delanteros. Entonces los próceres soltaron algunos corredores, e hicieron algunos disparos de artillería con algunas piezas de fácil trasporte que llevaban, lo cual bastó para que los comuneros, otras veces tan valerosos y ahora extrañamente azorados, huyeran en desorden, atropellándose unos a otros, aunque más despacio de lo que quisieran, a causa del lodo en que se metían hasta la rodilla: advertido lo cual por los imperiales, cargaron sobre ellos acometiéndolos en dos mitades por los flancos. La artillería pesada de los comuneros se quedaba atascada en los lodazales, y no parece que los artilleros hicieron los mayores esfuerzos por sacarla. Los soldados se arrancaban las cruces rojas de la comunidad, y se ponían las blancas de los imperiales para confundirse con ellos.

Desesperado Padilla de verse desobedecido de los suyos, y de no poderlos detener ni ordenar, «No permita Dios, exclamó, que digan en Toledo ni en Valladolid las mujeres que traje sus hijos y esposos a la matanza, y que después me salvé huyendo.» Y poniendo espuelas a su caballo, y seguido de solos cinco escuderos de su casa, al grito de ¡Santiago y Libertad! arremetió y se abrió paso por medio de un escuadrón de lanceros imperiales, que a la voz de ¡Santa María y Carlos! cargaron sobre aquellos valientes y los hirieron a todos. Todavía Padilla acometió otra vez al escuadrón, haciendo pedazos su terrible lanza a fuerza de dar botes, de uno de los cuales derribó del caballo al señor de Valduerna don Pedro Bazán, hasta que él mismo cayó al suelo herido en una corva por don Alonso de la Cueva, entregándole su espada y su manopla. Llegose entonces un caballero de Toro llamado don Juan de Ulloa, y al saber que el rendido era don Juan de Padilla, le hirió y ensangrentó el rostro de una cuchillada; acción villana e infame que los mismos del bando del cobarde agresor no pudieron menos de reprobar.

A este tiempo habían sido ya hechos también prisioneros los capitanes Juan Bravo de Segovia y los Maldonado de Salamanca, que intentaron defenderse abandonados de los suyos. Los imperiales seguían dando caza a los fugitivos por más de dos leguas, matando y degollando impunemente, pisoteando sus caballos las desparramadas banderas de la libertad, y sin dolerse de los ayes de los moribundos, haciéndose notar el fraile dominico Fray Juan Hurtado, que corriendo desaforadamente por el campo en una pequeña cabalgadura, enronqueció a fuerza de exhortar a los imperiales a que no aflojaran en la matanza{3}. «Matad, matad, les decía, a esos malvados; destrozad a esos impíos y disolutos: no haya perdón; eterno descanso gozará en el cielo el que destruya esa raza maldita: no reparéis en herir de frente o por la espalda a los perturbadores del sosiego.» «Pedían confesión algunos, dice el mismo obispo cronista, y no se la daban, ni aun había quien de ellos se doliese; que era una gran compasión verlos padecer así, siendo todos cristianos, amigos y parientes.» A todos los iban desnudando y dejando en carnes, y hasta al mismo Padilla le despojaron de la bordada y relumbrante ropilla de brocado que encima del arnés llevaba puesta. De los así desnudos se contaron más de cien muertos, sobre cuatrocientos heridos, y prisioneros más de mil. De los imperiales no se cuenta que muriese ninguno, lo cual no es de maravillar, pues aunque la derrota de los comuneros fue completa, no hubo batalla, y puede decirse que solo Padilla y sus cinco escuderos pelearon{4}.

Llevaron aquella noche los cuatro capitanes prisioneros al castillo de Villalba, propiedad de don Juan Ulloa, el que tan alevemente después de rendido hirió a Padilla, y a la mañana siguiente (24 de abril) los trasladaron a Villalar para juzgarlos y sentenciarlos. Bien quisieran algunos hombres de sentimientos generosos, como el almirante, que no enrojeciera el cadalso la sangre de tan valerosos capitanes, pero prevaleció el dictamen de los más rencorosos y la dureza de la ley, que en los procesos políticos condena a los vencidos como traidores{5}. Tomáronles, pues, declaración jurada, y confesado por ellos haber sido capitanes de las comunidades, se condenó a los tres a ser degollados y confiscados sus bienes y oficios como traidores al rey{6}. Don Pedro Maldonado Pimentel se libró de morir entonces, pero no más adelante, como luego veremos.

Juan Bravo y Francisco Maldonado bramaron de coraje al notificárseles la sentencia. Padilla recibió con la inalterable dignidad de un jefe que va a morir por una causa grande y noble. Pidió un confesor letrado para cumplir el último deber religioso y un escribano para hacer testamento, y ni uno ni otro le fue otorgado. Confesáronse todos con el primer fraile franciscano que al acaso se encontró, y después de llenar esta sagrada obligación de cristianos, Padilla pidió recado de escribir, e inflamado de patriotismo de amor conyugal, escribió las dos siguientes cartas, que con razón han alcanzado una celebridad histórica.

CARTA DE JUAN DE PADILLA
a la ciudad de Toledo.

«A tí, corona de España y luz de todo el mundo, desde los altos godos muy libertada. A tí, que por derramamientos de sangres extrañas como de las tuyas cobraste libertad para tí e para tus vecinas ciudades. Tu legítimo hijo Juan de Padilla, te hago saber como con la sangre de mi cuerpo se refrescan tus victorias antepasadas. Si mi ventura no me dejó poner mis hechos entre tus nombradas hazañas, la culpa fue en mi mala dicha y no en mi buena voluntad. La cual como a madre te requiero me recibas, pues Dios no me dio más que perder por tí, de lo que aventuré. Más me pesa de tu sentimiento que de mi vida. Pero mira que son veces de la fortuna que jamás tienen sosiego. Solo voy con un consuelo muy alegre, que yo el menor de los tuyos morí por tí; e que tú has criado a tus pechos a quien podrá tomar enmienda de mi agravio. Muchas lenguas habrá que mi muerte contarán, que aun yo no la sé, aunque la tengo bien cerca: mi fin te dará testimonio de mi deseo. Mi ánima te encomiendo, como patrona de la cristiandad: del cuerpo no hago nada, pues ya no es mío, ni puedo más escribir, porque al punto que esta acabo, tengo a la garganta el cuchillo, con más pasión de tu enojo que temor de mi pena.»

A DOÑA MARÍA PACHECO,
su esposa.

«Señora: si vuestra pena no me lastimara más que mi suerte, yo me tuviera enteramente por bienaventurado. Que siendo a todos tan cierta, señalado bien hace Dios al que la da tal, aunque sea de muchos plañida, y de él recibida en algún servicio. Quisiera tener más espacio del que tengo para escribiros algunas cosas para vuestro consuelo: ni a mí me lo dan, ni yo querría más dilación en recibir la corona que espero. Vos, Señora, como cuerda llorad vuestra desdicha, y no mi muerte, que siendo ella tan justa de nadie debe ser llorada. Mi ánima, pues ya otra cosa no tengo, dejo en vuestras manos. Vos, Señora, lo haced con ella como con la cosa que mas os quiso. A Pero López mi señor no escribo porque no oso, que aunque fui su hijo en osar perder la vida, no fui su heredero en la ventura. No quiero más dilatar, por no dar pena al verdugo que me espera, y por no dar sospecha que por alargar la vida alargo la carta. Mi criado Losa, como testigo de vista e de lo secreto de mi voluntad, os dirá lo demás que aquí falta, y así quedo dejando esta pena, esperando el cuchillo de vuestro dolor y de mi descanso{7}

Llegada la hora salieron los tres sentenciados camino del lugar donde había de ejecutarse el suplicio, que era al pie del rollo de la villa. Iban en mulas cubiertas de negro, y auxiliados de sacerdotes. Como en la carrera fuese gritando el pregonero: «Esta es la justicia que manda hacer S. M. y los gobernadores en su nombre a estos caballeros, mándanlos degollar por traidores...»– «Mientes tú, y aun quien te lo mandó decir, exclamó altiva y fieramente Juan Bravo: traidores no, mas celosos del bien público y defensores de la libertad del reino.» A lo cual le contestó con noble entereza Padilla: «Señor Juan Bravo, ayer fue día de pelear como caballeros, hoy lo es de morir como cristianos.» El capitán segoviano guardó silencio, y así llegaron a la plaza.–- «Degüéllame a mi primero, le dijo al verdugo, porque no vea la muerte del mejor caballero que queda en Castilla.» Y la cuchilla segó su garganta. Llegose al cadalso Padilla, y quitándose unas reliquias que llevaba al cuello las entregó a don Enrique Sandoval y Rojas, primogénito del marqués de Denia, que se hallaba a su lado, para que las trajese mientras durase la guerra, suplicándole las enviase después a doña María Pacheco, su esposa. Vio el cadáver de Juan Bravo y exclamó: «¡Ahí estáis vos, buen caballero!» Levantó los ojos al cielo y pronunció el: Domine, non secundum peccata nostra facias nobis, e instantáneamente le fue cortada el habla y la vida separándole la cabeza del cuello. Lo propio se ejecutó con Francisco Maldonado, y las tres cabezas fueron clavadas en escarpias y puestas a la expectación pública en lo alto del rollo{8}.

Así acabaron los tres más bravos caudillos de las comunidades. Su suplicio fue también la muerte de las libertades de Castilla. La jornada de Villalar en el primer tercio del siglo XVI no fue de menos trascendencia para la suerte y porvenir del reino castellano, que la de Épila para el aragonés al mediar el siglo XIV. En esta quedó vencida la confederación de las ciudades, como en aquella quedó vencida la Unión, con la diferencia que allí, el vencedor de Épila, Pedro IV de Aragón, si bien rasgó con el puñal el privilegio de la Unión, fue bastante político y prudente para conservar y confirmar al reino aragonés sus antiguos fueros y libertades: aquí, un monarca que ni corrió los riesgos de la guerra, ni se halló presente al triunfo de los realistas en Villalar, despojó, como veremos luego, al pueblo castellano de todas las franquicias que a costa de tanta sangre por espacio de tantos siglos había conquistado. Por siglos enteros quedaron también sepultadas en los campos y en la plaza de Villalar las libertades de Castilla, hasta que el tiempo vino a resucitarlas y a hacer justicia a los campeones de las comunidades. Al tiempo que esto escribimos, los nombres de los tres mártires de Villalar, Padilla, Bravo, y Maldonado, por una ley de las Cortes del reino, se hallan decorando, esculpidos con letras de oro, el santuario de las leyes y el sagrado recinto de la representación nacional española.

El desastre de Villalar infundió, como era consiguiente, el desaliento en las ciudades de Castilla. Sin obstáculo pudieron llegar los vencedores hasta las puertas de Valladolid, y la junta de los comuneros se dispersó intimidada. A la voz de perdón se abrieron las puertas de la ciudad a los imperiales, que entraron ostentando orgullo en una población que con su silencio, con la soledad que se notaba en sus calles, con las ventanas de las casas cerradas, significaba la tribulación que la afligía. Doce solos fueron exceptuados del perdón, que al fin tuvieron la fortuna de salvarse escondiéndose o huyendo, a excepción de un alcalde y un alguacil que fueron habidos y justiciados{9}.

Benigno y generoso como siempre se mostraba el almirante don Fadrique Enríquez, y el que antes con tan buena intención había exhortado a la paz, no negó su indulgencia a los mensajeros de Toro, de Zamora, de Salamanca y de León, que acudieron a solicitarla. Fuéronse rindiendo las poblaciones situadas entre Valladolid y Burgos. Dueñas recibía de nuevo a su conde. Valencia abría las puertas al condestable. No tardaron en enviar mensajes de sumisión Medina del Campo, Ávila, Soria, Cuenca y Murcia. Volvía Alcalá a la obediencia del duque del Infantado. El primer conde de Puñonrostro don Juan Arias Dávila sometía a Madrid bajo las mismas condiciones que otorgaban los regentes a las demás ciudades. Y por último los realistas que aun seguían sosteniendo el alcázar de Segovia, estando la ciudad por los comuneros, salieron libres (27 de mayo) a dominar la población, que también se puso bajo la obediencia de los gobernadores y del soberano. Así se fue apagando el voraz incendio tan rápidamente como se había levantado y cundido.

Para mayor fortuna de los imperiales el conde de Salvatierra, que tan alborotadas tenía las Merindades y servía como de auxiliar a los comuneros de Castilla, había sufrido también una completa derrota en el puente de Durana, teniendo que fugarse él solo con un paje, dejando en poder del enemigo seiscientos prisioneros, y siendo entre ellos decapitado el capitán Barahona; con lo que había quedado todo sosegado y sujeto por la parte de las Merindades.

Sucedió en este tiempo una invasión de franceses en Navarra, motivada por las eternas discordias que ya habían comenzado entre Carlos V y Francisco I, y como las tropas reales se hallasen ocupadas en destruir las comunidades de Castilla, los franceses se habían apoderado fácilmente de Pamplona, y avanzando por un país desguarnecido sitiaban a Logroño. Citamos sucintamente este suceso, cuya explanación corresponde a otro lugar, solo por hacer notar un rasgo de españolismo de los que habían seguido las banderas de las comunidades y acababan de ser derrotados y vencidos. Estos hombres, cuyos jefes habían perecido en un patíbulo, donde todavía humeaba su sangre, a la noticia de una invasión extraña en territorio español, olvidan si han sido comuneros, y acordándose solo de que son españoles, acuden en defensa de su patria, y juntos marchan a Navarra próceres y populares. El desleal don Pedro Girón, Sánchez Zimbrón, el mensajero de la Santa Junta a Flandes y compañero de Fr. Pedro Villegas, los procuradores fugitivos de la junta de Valladolid, y hasta los dispersos del día aciago de Villalar, todos acuden a las fronteras de Navarra en unión con los gobernadores que tanto los habían humillado y maltratado; y olvidando recientes agravios los ayudan a lanzar del territorio español a los extranjeros. Así obraron los comuneros de Castilla, cuya causa han venido pintando con tan feos colores nuestros historiadores por espacio de tres siglos{10}.




{1} Sandoval, Hist. de Carlos V, lib. IX.

{2} Maldonado, Movimiento de España, lib. VI.– Mejía, Comunidades, lib. II, c. 17.– Sandoval, lib. IX, párr. 17.

{3} Ratifica este hecho nuestra observación de que los eclesiásticos eran los más exaltados y furiosos de los dos bandos.

{4} Para la narración de esta triste jornada hemos tenido presentes y cotejado las relaciones que de ella hacen Alcocer, el presbítero Maldonado, Ayora, Pero Mejía, Sepúlveda y Sandoval en sus respectivas historias, Anglería en su epíst. 720, López de Gomara en sus anales de Carlos V, las Cartas y advertencias al mismo por el almirante de Castilla, un MS. anónimo contemporáneo de la Biblioteca del Escorial, los documentos insertos en los tomos I y II de la Colección de Navarrete, Salvá y Baranda, y otros que nosotros hemos copiado del archivo de Simancas, Legajos de Comunidades.

{5} El mismo Sandoval lo reconoce así, diciendo en una parte: «Porque, según vemos, todas las acciones o hechos de esta vida se regulan más por los fines y sucesos que tienen que por otra causa. Si a Cortés le sucediera mal en Méjico cuando prendió a Motezuma, dijéramos que había sido loco y temerario. Tuvo dichoso fin su valerosa empresa, y celébranle las gentes por animoso y prudente.» Y en otra parte: «De haber vencido, Padilla figurara entre los hombres de más renombre.»

{6} Sentencia contra Juan de Padilla, Juan Bravo y Francisco Maldonado. «En Villalar a veinte e cuatro días del mes de abril de mil e quinientos e veinte e un años, el señor alcalde Cornejo por ante mi Luis Madera, escribano, recibió juramento en forma debida de derecho de Juan de Padilla el cual fue preguntado si ha seido capitán de las Comunidades, e si ha estado en Torre de Lobatón peleando con los gobernadores de estos reinos contra el servicio de SS. MM.: dijo que es verdad que ha seido capitán de la gente de Toledo, e que ha estado en Torre de Lobatón con las gentes de las comunidades, e que ha peleado contra el condestable e almirante de Castilla gobernadores de estos reinos, e que fue a prender a los del consejo e alcaldes de sus Majestades.

»Lo mismo confesaron Juan Bravo e Francisco Maldonado haber seido capitanes de la gente de Segovia e Salamanca.

»Este dicho día los señores alcaldes Cornejo, e Salmerón e Alcalá dijeron que declaraban e declararon a Juan de Padilla, e Juan Bravo e a Francisco Maldonado por culpantes en haber seido traidores de la corona Real, de estos reinos, y en pena de su maleficio dijeron que los condenaban e condenaron a pena de muerte natural, e a confiscación de sus bienes e oficios para la cámara de sus Majestades, como a traidores, e firmáronlo.– Doctor Cornejo.– El licenciado Garci Fernández.– El licenciado Salmerón.»– Archivo de Simancas, Comunidades de Castilla, n. 6.

El señor Ferrer del Río, el último y el que con mejor crítica ha escrito la historia del Levantamiento y guerra de las Comunidades, indica equivocadamente haberse condenado a los tres caudillos sin forma de proceso. Hist. de las Comunid. lib. X, pág. 251. Lo mismo viene a decir Sandoval, de quien sin duda lo ha tomado. «En la justicia que se hizo de este caballero (Padilla) no se hizo, dice, proceso ni auto alguno judicial de los que suelen hacerse en cosas de otros crímenes.» Hist. de Carlos V, lib. IX, párr. 19. Pero contra estos asertos está la letra de la sentencia, que sin duda Sandoval no conoció.

{7} Hay quien ponga en duda la autenticidad de estas cartas, pero nosotros no hallamos razón ni motivo fundado para sospechar de ellas.

{8} «E luego incontinente se ejecutó la dicha sentencia e fueron degollados los susodichos. E yo el dicho Luis Madera, escribano de sus Majestades en la su corte e en todos los sus reinos e señoríos que fui presente a lo que dicho es, e de pedimiento del fiscal de sus Majestades lo susodicho fue escrebir e fiz aquí este mío sino atal.– En testimonio de verdad.– Luis Madera.»– Alcocer, Mejía, Sepúlveda, Maldonado, Sandoval, en sus citadas obras.

En el tomo I de la Colección de Documentos inéditos, páginas 284 y siguientes, se hallan unas notas biográficas muy curiosas de Juan de Padilla y de su mujer, sacadas de los documentos originales que existen en el archivo de Simancas por el penúltimo archivero don Tomás González.

{9} Sandoval inserta el edicto del perdón que se concedió a Valladolid, fechado en Simancas el 26 de abril. La entrada de los imperiales fue el 27.

{10} Sandoval, Hist. de Carlos V, lib X.