Filosofía en español 
Filosofía en español


Parte tercera Edad moderna

Libro I Reinado de Carlos I de España

Capítulo VI
Toledo. La viuda de Padilla
1521-1522

Mantiene la viuda de Padilla en Toledo el pendón de las comunidades.– Nobleza, carácter y cualidades de doña María Pacheco.– Algunos hechos de su vida.– Amor y respeto que le tenían los toledanos.– Heroica defensa de Toledo.– Fuga y prisión del obispo Acuña.– Honrosa capitulación con los imperiales.– Entrada del prior de San Juan.– Odiosidad entre imperiales y comuneros: insultos: peligrosa disposición de los ánimos.–  Rompimiento terrible en medio de una solemnidad pública, y su causa.– Prisión y suplicio de un infeliz artesano.– Infructuosos esfuerzos de doña María por libertarle.– Inténtanlo a la fuerza los comuneros y no pueden.– Refriega sangrienta en las calles.– Los populares sueltan las armas y evacuan la ciudad.– La viuda de Padilla se esconde en un convento.– Huye de la ciudad disfrazada de aldeana.– Refúgiase en Portugal.–  Demolición de la casa de Padilla.– Se siembra de sal su terreno, y se coloca en él un padrón de infamia.–  Término de la guerra de las comunidades.
 

El lector habrá observado que entre las ciudades que se fueron sometiendo a los gobernadores reales victoriosos en Villalar, no hemos nombrado la más fuerte de todas, y la primera que se había alzado a la voz de comunidad. Toledo era la única en que se mantenía enarbolado el pendón de las libertades castellanas, y le mantenía la mano enérgica y vigorosa de una mujer heroica y varonil. Esta mujer era doña María Pacheco, viuda del desdichado Juan de Padilla.

Doña María Pacheco, hija del conde de Tendilla y de una hermana del marqués de Villena, señora de honestas costumbres, de entendimiento claro, ejercitada en la lectura, delicada de salud, pero fuerte de espíritu, dulce y amable en su trato, protectora de los menesterosos, fecunda en recursos, hábil en ganar los corazones, tan entusiasta por la causa de las comunidades como su propio marido, ejercía tal ascendiente sobre los toledanos, que todos la amaban, reverenciaban y obedecían, como si con un mágico talismán los tuviese encantados. En una ocasión, cuando las ciudades se hallaban en mayor penuria por la escasez de metálico para pagar la gente de guerra, ella con una resolución extraña en las personas de su sexo entró en la catedral de Toledo, enlutada, cubierto con un velo el rostro, y puesta de rodillas ante el altar mayor, teniendo delante de sí dos hachas encendidas, hiriéndose el pecho y cayéndole las lágrimas de los ojos, como pidiendo a Dios perdón, tomó la plata que en la iglesia había, y de ella se pagó a las tropas: acción que reprobaron y calificaron de horrible sacrilegio los enemigos de las comunidades, pero que no era sino la repetición de un hecho practicado en casos de necesidades públicas por monarcas muy piadosos, y aun por la misma Reina Católica{1}.

La primera nueva del desastre de Villalar la halló en su oratorio rezando delante de un crucifijo, acompañada de sus dueñas y de un criado{2}. Para que los demás no desmayasen, procuró disimular la honda sensación que tan terrible contratiempo le produjo, y esforzándose por conservar la mayor entereza de ánimo, mandó poner en buena guarda las puertas de la ciudad. No tardaron en llegar los dispersos de aquella triste jornada, en cuyos semblantes leyó, antes que oyera sus palabras, el trágico fin de su idolatrado esposo. Afectos encontrados agitaron entonces su grande alma, y hubo momentos en que se creyó que desfallecía, no pudiendo sobreponerse a tan aguda pena. Pero Padilla en sus últimos instantes mostró que moría con el consuelo de que no faltaría en su ciudad natal quien tomara enmienda de su agravio, y doña María resolvió tomar a su cargo aquella enmienda como en holocausto a su esposo, y salvar, si podía, la ciudad que tanto había comprometido con sus excitaciones, o defenderla hasta alcanzar al menos las condiciones más ventajosas posibles para un pueblo que tanto la amaba. Con esta resolución se encaminó, o más bien se hizo conducir al alcázar, llevando en sus brazos a su tierno hijo, acompañada del obispo Acuña y de Hernando Dávalos, y siguiéndola con respetuoso silencio una inmensa muchedumbre.

Cercaba ya a Toledo el prior de San Juan, acantonado en los vecinos lugares con una hueste de siete mil peones y tres mil caballos. Al lado del terrible incendiario de Mora se hallaba entre otros notables personajes, el doctor Zumel, aquel célebre procurador de Burgos que en las Cortes de Valladolid había sido el más fogoso orador y panegirista de los derechos del pueblo, y después vendió sus servicios al emperador, y ahora era alcalde de corte, comisionado para procesar a los comuneros que habían obrado en conformidad a sus antiguas doctrinas. Allí se encontraba Gutierre López de Padilla, hermano del primer caudillo de las comunidades, enemigo siempre el Gutierre de los comuneros, arrojado por ellos en otro tiempo de la ciudad, y que ahora en venganza iba a rendir a la viuda de su hermano y a acibarar más y más los últimos días de su anciano padre. ¡Lastimosa condición de las guerras civiles: pelear los hijos de un mismo padre en opuestas banderas, y pugnar el hermano por verter la sangre del hermano!

Nada arredraba a la heroica viuda del ajusticiado en Villalar. Siendo lo más urgente tener con que pagar a los defensores de Toledo, obligó al cabildo a aprontar seiscientos marcos de plata. Alentados los toledanos, hacían salidas frecuentes de la ciudad a los vecinos pueblos, y aunque les costaba batirse con las tropas del prior, rara vez volvían de sus rebatos sin algún fruto. Dos capitanes hermanos, llamados los Aguirres, que antes habían interceptado los auxilios pecuniarios que Toledo enviaba a Padilla, y embolsádolos para sí después de su muerte, tuvieron la candidez de creer que no se sabría su deslealtad, y que podían llegarse impunemente al alcázar llamados por doña María. Mas no bien pisaron sus umbrales, cuando fueron acometidos y muertos a estocadas, y arrojados por el muro sus cadáveres, con los cuales se ensañó el populacho, arrastrándolos hasta la Vega, y haciendo hoguera con ellos y aventando sus cenizas, y cometiendo otras irreverencias contra una procesión que se acercaba a impedir el desacato y a dar sepultura cristiana a los restos de aquellos infelices. Castigo merecían los desleales capitanes, pero doña María Pacheco faltó en esta ocasión a la nobleza de heroína, dejándose arrastrar del vengativo genio de la mujer, y la frenética plebe obró con la ciega crueldad que en tales casos acostumbra, cuando afloja la mano fuerte que en tales desbordamientos pudiera reprimirla y contenerla.

Con propósito de ver si reducía la ciudad por tratos entró en Toledo el marqués de Villena, tío de la Padilla, y tras él el duque de Maqueda con escasa escolta para no infundir recelos. Mas como el vecindario, en vez de acomodarse a las proposiciones de los magnates, se alborotase de nuevo, viendo solo en ellos sospechosos agentes, ambos próceres tuvieron que abandonar la población, saliéndose tras ellos muchos de los que anhelaban ya la paz, y quedando con esto más a sus anchas los decididos a la defensa a todo trance. Dábales aliento la noticia de la invasión francesa en Navarra, y no carece de fundamento la sospecha de que entre el caudillo de los franceses y doña María o hubiese o se intentase al menos algunas inteligencias, si bien nunca llegó a haber formales tratos{3}.

En esto el obispo Acuña, o por falta de conformidad con doña María, o porque presagiara un desenlace funesto, o sentido de verse eclipsado por el ascendiente y predominio de una mujer, tan acostumbrado él a descollar entre los comuneros, trató de poner en cobro su persona, y una noche se salió de Toledo solo y disfrazado con traje de vizcaíno. A Francia parece que se dirigía con ánimo de pasar de allí a Roma, mas quiso su mala suerte que al ganar la frontera de Navarra, en el pueblo de Villamediana fuese conocido por un alférez de los imperiales, el cual se apoderó de su persona, y no quiso soltar la presa ni aun por el cebo de cincuenta mil ducados que por su rescate le ofrecía el turbulento prelado de Zamora. Encerrado primeramente el obispo guerrero en el castillo de Navarrete, fue andando el tiempo trasladado al de Simancas, donde tuvo el desgraciado y trágico fin que diremos más adelante.

Aunque privada doña María Pacheco del apoyo de Acuña, no por eso pensó en rendirse, ni dejó de defender la ciudad con igual heroísmo que antes de la salida del prelado, «y como si fuera un capitán cursado en las armas, que por eso la llamaron la mujer valerosa,» dice el historiador obispo de Pamplona. Ni el prior de San Juan ganaba terreno, antes bien tenía que sostener diarias escaramuzas con los toledanos a orillas del Tajo, ni se atrevía a aprobar de lleno las proposiciones de paz que en diferentes ocasiones de uno a otro lado se cruzaron, por insistir siempre los de Toledo en las que les eran más ventajosas, como que en ellas entraba la de conservar sus fueros, franquicias y libertades, con el dictado de muy noble y muy leal, la de que se alzara el secuestro de los bienes de Padilla, y se rehabilitara su fama y honra y la de sus parientes, y otras condiciones semejantes, hasta la de ratificar los capítulos concedidos por los grandes en Tordesillas.

De esta manera se pasó hasta mediados de setiembre, en que el prior pudo situarse, dejando atrás el Tajo, en el monasterio de la Sisla al Sur de la ciudad, el cual hizo su centro de operaciones, y desde allí podía más fácilmente cortar la introducción de víveres a los toledanos. Pero cuanto más aumentaban para estos las dificultades, mas crecía su brío, y los encuentros y escaramuzas eran más reñidas y más frecuentes{4}. Por desgracia para los sitiados se recibió entonces la nueva de haber sido desbaratados los franceses por los gobernadores reales en batalla campal cerca de Pamplona. Naturalmente se envalentonaron con esto los sitiadores, al paso que desanimaron los de la ciudad, introduciéndose entre ellos la desconfianza, y comenzando la discordia entre los que se inclinaban a la rendición y los que se obstinaban en la defensa. Apoyándose aquellos en el resultado de la guerra de Navarra, en la dificultad cada día mayor de introducir mantenimientos, y en la falta de salud de doña María, que iba visiblemente empeorando. No faltó entre ellos uno tan atrevido y tan desleal que intentara llevarla o por engaño o a la fuerza al campamento del prior, pero fue descubierto su pérfido designio, y arrojado él por el muro del alcázar. A tal punto llegaron las desavenencias, que reuniéndose un día en la plaza de Zocodover los que opinaban contra la prolongación de la guerra, hicieron ademan de acometer en tres grupos al alcázar al grito de ¡Viva el rey! Al de ¡Padilla y Comunidad! se echaron fuera del castillo sus defensores, y hubiérase trabado sangrienta refriega si doña María no hubiera pronunciado con su mágico acento la palabra paz, y sosegado los dos bandos, entre los cuales se interpuso haciéndose conducir en una litera.

Todavía después de esto, en una salida que hicieron los toledanos en busca de provisiones, pusieron en el mayor aprieto y conflicto al prior de San Juan, entrando atrevida e impetuosamente en el monasterio de la Sisla y matando o ahuyentando a sus guardadores, hasta que socorrido el prior oportunamente por los suyos, volvió de recio sobre los toledanos, y los arremetió tan briosamente que tuvieron que refugiarse a la ciudad, menguados, aturdidos y a la desbandada. De resultas de este lance amainaron los más tenaces en la defensa, creció el partido de la paz, y tan general se hizo ya el clamor, que la ilustre viuda creyó que sería temeridad persistir en contrariar el deseo general del pueblo; y calculando que podría arribar a más honrosa capitulación cuanto fuera la situación menos desesperada, allanose a entrar en negociaciones, de que resultó al fin una escritura de concordia (25 de octubre, 1524) bajo las principales condiciones siguientes, que el prior de San Juan se comprometió a trabajar e influir para que fuesen aprobadas por el rey, los gobernadores y el consejo:

Que Toledo conservaría siempre el renombre de muy noble y muy leal; que se otorgaría perdón general a todos sus moradores y comarcanos; que no se trataría de indemnización de daños y perjuicios hasta que volviese el rey a Castilla; que no se devolvería lo tomado de las rentas reales; que se alzaría el secuestro de los bienes de Padilla, se rehabilitaría su buena fama y honra, y si su viuda pidiese justicia, el rey nombraría un juez competente y no sospechoso que la hiciese; que la guarda del alcázar, puertas y puentes se confiaría a vecinos de confianza; que continuarían los diputados de las parroquias en el derecho de nombrar procuradores generales del pueblo; que la ciudad conservaría íntegros sus privilegios, franquicias y libertades; que se nombraría corregidor a su gusto, y que éste podría impedir la vuelta a la ciudad de los ausentes y desterrados que le pareciere, para evitar que se renovaran los disturbios, hasta que el emperador determinase{5}.

En virtud de esta concordia entró el prior de San Juan en Toledo, de cuyo gobierno se posesionó el arzobispo de Bari. El perdón general concedido por este tratado dejó ocioso al doctor Zumel, encargado de procesar a los culpables. La viuda de Padilla se trasladó del alcázar a su casa, pero quedándose con la artillería y gente de armas para su seguridad; precaución atinada y que justificaron los sucesos, puesto que lejos de armonizar en la población comuneros e imperiales, y con motivo de haber empezado a introducirse en la ciudad los desterrados, contra los capítulos del pacto, comenzaron unos y otros por mirarse de mal ojo, prosiguieron insultándose, y hubieran acabado por romper en abierta lucha, si la ilustre heroína no infundiera a todos temor y respeto. Sin embargo era tal la enemiga, y tal la exaltación de los ánimos, que al cabo fue insuficiente toda la prudencia de doña María, y cuando menos podía pensarse una leve chispa bastó para encender en llama de guerra la ciudad, y para convertir sus calles en sangriento campo de batalla. El motivo fue el siguiente.

A los tres meses de haber entrado en la ciudad los imperiales se recibió la nueva (22 de enero, 1522) de haber sido elevado a la silla pontificia, por muerte de León X, Adriano de Utrech, antes deán de Lovaina, después cardenal obispo de Tortosa, maestro del emperador y regente de España. Todos se alegraron de la exaltación del cardenal, los unos por que veían premiadas sus virtudes, los otros porque la nueva dignidad le alejaba de Castilla. Acordó pues la ciudad solemnizar la elevación de Adriano con públicos y grandes festejos. Comuneros y realistas tomaron igual parte en aquellos vistosos espectáculos. Mezclados iban todos y no poco alborozados con las caprichosas mascaradas que a caballo recorrían las calles (2 de febrero), cuando hizo la mala suerte que un muchacho, hijo de un artesano forastero, como había de dar otro grito de entusiasmo saltando con sus compañeros, le diera el fatal antojo de gritar ¡viva Padilla! Cogido el imprudente joven por un grupo de realistas, fue bárbaramente azotado. El padre rebosando en cólera, la emprendió con los crueles maltratadores de su hijo: uniéronsele otros a vengar tan rudo ultraje, y enredáronse ya en formal pelea imperiales y comuneros, agrupándose estos en derredor de la casa de la viuda de Padilla, los otros en la del gobernador arzobispo de Bari. Los populares fueron dispersados por los jinetes realistas, y preso el infeliz menestral, padre del incauto mancebo.

Inútilmente apuró doña María Pacheco, en medio de la conflagración en que el pueblo ardía, mensajes, ruegos y súplicas al arzobispo, al cabildo y a los nobles, para que no se usara de rigor con el desgraciado artesano, exponiendo cuán natural cosa era en un padre irritarse de ver maltratar a su hijo. El desventurado menestral fue sentenciado a pena de horca, y sacado en medio del día al lugar del suplicio. A libertarle de las manos del verdugo acudieron grupos armados a la casa de doña María, pero el arzobispo a la cabeza de las tropas reales rechazó con la fuerza a los libertadores. Conatos tuvo la viuda de Padilla de salir en persona a librar la víctima, aunque fuese desde el pié mismo del cadalso, pero estorbáronselo la condesa de Monteagudo, su hermana, y su cuñado Gutierre López de Padilla, exponiéndole que era menos malo que se perdiese un hombre que ponerse en nuevo peligro ella y los suyos. Con trabajo se contuvo la piadosa y resuelta señora, no sin vaticinar que de todos modos ella y su gente corrían gran riesgo.

Su pronóstico se cumplió. Ahorcado que fue el supuesto delincuente, volvieron las tropas del arzobispo contra los populares que permanecían armados en las bocas-calles. Al verse estos acometidos, dispararon la artillería haciendo grande estrago en las filas de sus contrarios; por largo espacio continuaron después la refriega con los aceros. El hermano de Juan de Padilla, Gutierre López, con la más loable resolución corría de unos en otros, colocándose a veces con grave peligro entre los combatientes, exhortándolos a que cesasen en la pelea. Oída fue su voz de los comuneros, los cuales se conformaron a soltar las armas, a condición de que se les permitiera salir libres de la ciudad aquella misma noche, y ofreciendo que de no hacerlo así, desde el otro día quedarían sus vidas y haciendas a merced del rey y de los oficiales de su justicia. Quedó, pues, de hecho anulada la concordia y capitulación de la Sisla, y los comuneros rendidos evacuaron la ciudad, todos por una misma puerta, no sin que necesitara Gutierre López de Padilla protegerlos de los insultos de los vencedores (3 de febrero).

Este Gutierre López, que, aunque enemigo de los comuneros, al cabo sentía correr por sus venas la noble sangre de los Padillas{6}, se condujo en Toledo con la nobleza heredada de su familia. La viuda de su hermano fue puesta por él en seguridad en el convento de Santo Domingo, con el cual se comunicaba su casa, y él mismo ayudó a la desconsolada doña María Pacheco a salir clandestinamente de una ciudad en que por horas corría peligro su persona. Merced a su auxilio, la mujer fuerte que por espacio de diez meses había mantenido con honra enarbolado el estandarte de las comunidades dentro de los muros de una ciudad aislada, logró salir de aquella ciudad disfrazada de labradora, con saya, basquiña y calzado de aldeana y con un viejo sombrero en la cabeza. Cuéntase que al trasponer la puerta del Cambrón, la reconoció un soldado, y que el generoso guerrero disimuló, entretuvo a sus compañeros de guardia, e hizo espaldas a la dama fugitiva. Luego que se vio en la vega, montó en una mula que la condesa de Monteagudo le tenía preparada. Acompañábanla el alcaide de Almazán, Hernando Dávalos, y una esclava negra que siempre tuvo consigo y a quien la fama vulgar calificaba de hechicera. Con no poco riesgo pudo eludir la pequeña comitiva la vigilancia de un destacamento de imperiales que guardaba un paso a la orilla del río, y sin más tropiezo llegaron de noche a Escalona, pueblo del marqués de Villena, su tío. Negose bruscamente el rudo magnate a dar hospedaje a su desgraciada sobrina. «Que se vaya en buen hora, dijo ásperamente, donde fuere de su agrado... y bueno es que sufra por haber desoído mis instancias cuando estuve a tratar con ella de la paz y asiento de las cosas.» Dotada de más piadosas entrañas la marquesa su esposa, le envió una buena mula, con trescientos ducados en oro y algunas cajas de conserva para el camino, con lo que llegaron con alguna menos incomodidad a la Puebla de Sanabria, donde otro tío de doña María, hermano del marqués, les franqueó una hospitalidad benévola, y estuvo con su sobrina tan agasajador y galante como desabrido y áspero había estado su hermano en Escalona.

Tomado allí el necesario reposo a las fatigas del viaje, y dado algún alivio al espíritu, prosiguió la ilustre heroína su peregrinación por la vía de Portugal, traspuso la frontera a los ocho días de haber salido de Toledo, y después de gratificar generosamente a los guías que la habían puesto en salvo, respiró ya mas desahogadamente al verse en seguridad, y se internó en el reino lusitano.

Mientras así se ponía en cobro doña María Pacheco, su persona era objeto de escrupulosas pesquisas en Toledo. Buscábanla con afán por todas partes, sin quedar rincón que no escudriñaran los agentes del prior de San Juan, del gobernador arzobispo, y del oidor Zumel, y no pudiéndola hallar, desahogaron su encono en la que había sido su morada. Derribaron, pues, la casa de Padilla, demoliéronla hasta los cimientos, araron el suelo, le sembraron de sal, «para que no pudiera producir ni aun yerbas silvestres,» y en medio del solar que había ocupado pusieron un pilar con un letrero, en que se expresaban las causas, para que fuese padrón de infamia{7}. A tal extremo llevaron su sañudo furor los que en el monasterio de la Sisla habían accedido a todas las condiciones que les impuso una ciudad mandada por una mujer.

Así acabó el levantamiento de las comunidades{8}.




{1} Cartas de Fr. Antonio de Guevara.– Sandoval, Historia del emperador, lib. VIII, pár. 29.

{2} MS. de la Biblioteca del Escorial, por un testigo de vista.

{3} MS. de la Academia de la Historia, cit. por Ferrer del Río en la Hist. de las Comunidades, cap. 44, p. 264, nota.

{4} Alcocer, y después de él Sandoval refieren una anécdota, que fue consecuencia de una de estas excursiones de los toledanos, propia de los mejores tiempos de la caballería, y que honra tanto al carácter de la viuda de Padilla, como le desfavoreció el hecho con los dos hermanos Aguirres.

En un encuentro cerca del castillo de San Serván fue herido y hecho prisionero el valeroso joven don Pedro de Guzmán, hijo, del duque de Medinasidonia. En una camilla le llevaron a Toledo, por no permitirle sus graves heridas ir de otra manera. Doña María, que desde una ventana del alcázar había visto la bizarría y el denuedo con que había peleado su ilustre enemigo, salió a recibirle personalmente, le hizo llevar al alcázar, encargó que le cuidasen con esmero, le trató con dulzura y le regaló con esplendidez. Cuando ya estuvo restablecido, le convidó a que se quedase de general de los comuneros: el pundonoroso y valiente joven rechazó noblemente la oferta, y entonces doña María con no menos nobleza dejó al prisionero en libertad de volverse a su campo, con la sola condición de que le diese a canje de su persona varios toledanos que estaban en poder del prior, lo cual todo se cumplió así.

{5} En el tomo I de la Colección de Documentos inéditos se inserta a la letra esta Capitulación, que ocupa cerca de 20 páginas; encontrose entre los papeles de las oficinas de amortización de Toledo, y fue remitida por el presbítero don Ramón Fernández de Loaisa a la Academia de la Historia en 1841. Se ve que Sandoval no conoció este importante documento.

{6} Su anciano y apenado padre, don Pero López, había muerto hacía cinco meses.

{7} La inscripción en verdad no pecaba de corta: decía: «Aquesta fue la casa de Juan de Padilla y doña María Pacheco, su mujer, en la cual por ellos e por otros, que a su dañado propósito se allegaron, se ordenaron todos los levantamientos, alborotos y traiciones que en esta ciudad e en estos reinos se ficieron en deservicio de S. M. los años de 1521. Mandóla derribar el muy noble señor don Juan de Zumel, oidor de S. M. e su justicia mayor en esta ciudad, e por su especial mandado, porque fueron contra su rey e reina e contra su ciudad, e la engañaron so color de bien público por su interese e ambición particular por los males que en ella sucedieron; e porque después del pasado perdón fecho por SS. MM. a los vecinos de esta ciudad, que fueron en lo susodicho, se tornaron a juntar en la dicha casa con la dicha doña María Pacheco, queriendo tornar a levantar esta ciudad e matar todos los ministros de justicia e servidores de S. M. Sobre ello pelearon contra la dicha justicia e pendón real, e fueron vencidos los traidores el lunes día de San Blas 3 de febrero de 1522 años.»

Posteriormente por orden de Felipe II se trasladó esta columna a la puerta de San Martín, y se le añadió la inscripción siguiente: «Este padrón mandó S. M. quitar a las casas que fueron de Pedro López de Padilla, donde solía estar, y ponerlo en este lugar, y que ninguna persona sea osada de le quitar so pena de muerte y perdimiento de bienes.» MS. de la Real Academia de la Historia.

{8} Extrañamos que Fr. Prudencio de Sandoval, tan prolijo en la relación de la guerra de las comunidades, nos dé tan escasas y diminutas noticias de los últimos sucesos de Toledo durante el mando y la defensa de la viuda de Padilla, omitiendo muchos de los más característicos e importantes. El que mejor y con mas extensión trata este periodo es Ferrer del Río en el cap. 11 de su Historia del Levantamiento, con arreglo a los datos sacados de Alcocer, Relación de las Comunidades, de las Probanzas de Gutiérrez Gómez de Padilla, de una relación escrita por un criado de doña María Pacheco, y de la Colección de documentos inéditos.