Filosofía en español 
Filosofía en español


Parte tercera Edad moderna

Libro I Reinado de Carlos I de España

Capítulo VII
Suplicios. Perdón del emperador
1522

Venida del emperador a España.– Su conducta con los comuneros vencidos.– Medidas de rigor: suplicios.–  Quejas del almirante sobre la calidad de los jueces y la forma de los procedimientos.– Perdón general.– Son exceptuados del perdón cerca de trescientos.– Injustas y apasionadas alabanzas de los historiadores a la clemencia del emperador.– Sentida desaprobación de su rigor por parte del almirante.– Suplicio del conde de Salvatierra.– Severidad de don Carlos.– Piadosos consejos del padre Guevara.– Suplicio del obispo Acuña.
 

Aparte de los suplicios de Padilla, Bravo y Maldonado en Villalar, y de algunas ejecuciones con que el prior de San Juan ensangrentó el cadalso levantado en Toledo, los virreyes y los magnates vencedores no habían hecho alarde de crueldad después de vencidos los populares y sosegado el reino. Muchos comuneros notables se hallaban presos en varias ciudades y fortalezas, pero aplazado habían su castigo los gobernadores, o por innecesario ya, o por apartar de sí la odiosidad del rigor, o tal vez con la intención noble de que el emperador se acreditara de clemente usando con ellos la prerrogativa del perdonar. Faltaba saber si Carlos de Alemania y de España, que no había corrido como ellos personalmente los peligros de la guerra, optaría por el camino de la indulgencia o por el de la severidad.

Si hubiéramos de guiarnos por los encomios que le prodigan los historiadores sus panegiristas, le calificaríamos nosotros, como ellos, de clementísimo{1}. Mas los documentos, que son la verdadera luz histórica, nos obligan con sentimiento nuestro a separarnos en esta parte de lo que han trasmitido escritores por otro lado muy respetables, pero que escribiendo bajo la influencia de aquel monarca, o de sus hijos y sucesores, o tuvieron la flaqueza o se vieron en la necesidad de tributar inmerecidas alabanzas al que tenía en su mano el poder, o al menos dejaron correr sus plumas con menos imparcialidad de la que fuera de apetecer. De clemencia y de rigor, de todo usó Carlos V. Los hechos nos dirán cuál de estos dos medios fue el que preponderó.

Presos, ocultos, fugitivos o atemorizados hacía meses los comuneros, sufriendo en todas partes la suerte de los vencidos, sometidas las ciudades, aterrados los pueblos y sin fuerza moral, muchos de los populares habían peleado ya en las filas del ejército real contra los franceses en Navarra, cuando por las causas que en otro lugar explicaremos regresó Carlos V a España, desembarcando en Santander (16 de julio, 1522), y trayendo consigo bastantes flamencos y un cuerpo de cuatro mil alemanes, contra las peticiones tantas veces hechas por las cortes y por las ciudades españolas. De Vitoria partieron sus virreyes a besarle la mano y a darle cuenta de su administración, y después de haber conferenciado se trasladó el emperador a Palencia (6 de agosto). Allí se ocupó en tomar medidas para castigar a los que resultara haber tenido más parte en el movimiento de las comunidades, o excitado a él, o acaudillado tropa de los populares. Consecuencia inmediata de estas medidas fueron los procesos que se formaron, y las sentencias que llevaron al patíbulo a Alonso de Sarabia, procurador de Valladolid, a Pedro Maldonado Pimentel, al licenciado Bernardino y a Francisco de Mercado, Capitán de la gente de caballería de Medina del Campo{2}.

En Maldonado Pimentel mediaba la circunstancia de haberse librado del suplicio en Villalar por intercesión y particular empeño de su pariente el conde de Benavente. No le valió ahora ni el deudo ni la recomendación de uno de los magnates que más ardientemente habían peleado contra los comuneros y en defensa del emperador. Enviado fue al patíbulo como los otros{3}. Igual fin tuvieron otras muchas personas notables; entre ellos siete procuradores de los aprehendidos en Tordesillas, que fueron ajusticiados en Medina del Campo. Ni en el nombramiento de jueces, ni en la forma y trámites de los procedimientos debió haber grande imparcialidad ni escrúpulo, cuando el mismo almirante, uno de los gobernadores del reino, le decía al emperador: «En otra parte que no se aconsejó bien V. M. fue en no hacer que sentenciasen los procesos personas con quienes el reino no tuviese necesidad ninguna, porque convenía dalles a entender que habían errado, y hasta quitalles esta credulidad podía pasar algún tiempo, según la información que les daban legistas y teólogos y otros que ellos tenían por buenos. Y pues los condenados lo habían de ser de cualquiera manera que fuesen sentenciados, ¿por qué no miraron esto en que tanto iba, y agora los del reino no dudaran que los justiciados padecieron por sus culpas, sino porque con enemistad se les hizo justicia? Y aunque los del consejo son buenos y no lo hacen sino como deben, no quita su bondad que el que quiso matallos y fue en prendellos no los tenga por sospechosos. Así que en esto no fue el consejo sano y bueno, como lo fuera si el reino conociera en esta ejecución su culpa{4}

A 26 de agosto se presentó el emperador en Valladolid, desde donde pasó a Tordesillas a visitar a la reina doña Juana, su madre, y se volvió a aquella ciudad. A los dos meses de su estancia en dicha población, más de año y medio después de la derrota de los comuneros en Villalar, cerca de uno de la rendición de Toledo, último aliento de la revolución, decapitados los principales caudillos, tranquilo y sosegado todo el reino, y sin que nadie pensara ni pudiera pensar en moverse, entonces se presentó un día el emperador Carlos V (28 de octubre) vestido de ropas talares, rodeado de los grandes y del Consejo, en la plaza de Valladolid, y subiendo todos a un estrado, cubierto de ricos paños bordados de oro y plata, hizo leer a un escribano de su cámara la famosa carta de perdón general, que ha dado motivo a los historiadores para apellidarle clementísimo y levantar hasta las nubes su generosidad y su indulgencia{5}. Pero mirando fría y desapasionadamente este célebre documento, no nos es posible conformarnos con tan desmedidas alabanzas. Muy cerca de trescientos eran los exceptuados{6}. Entre ellos figuraban todos los comuneros de alguna cuenta, nobles, magistrados, procuradores, capitanes, eclesiásticos, así seglares como religiosos, letrados, escritores, y aun menestrales y gente de la clase más humilde. Sonaban también entre los exceptuados en el perdón los que habían muerto ya en el suplicio, por la parte del perdimiento de bienes que comprendía la sentencia. De modo que el perdón solo venia a alcanzar a los comuneros insignificantes, a las masas del pueblo, y no era posible tampoco castigar a los habitantes de provincias enteras{7}.

Disgustó tanto este rigor a los mismos regentes y gobernadores a quienes se debía el triunfo sobre los comuneros, que uno de ellos, el almirante, cuyos sentimientos humanitarios nos son conocidos, dijo al rey cosas bastantes fuertes, y le hizo observaciones, que bien podríamos llamar reconvenciones y cargos harto duros. Dábale a entender que se conocía no haberse hallado en España en tiempo de la guerra; quejábase de que no entendía sino en deshacer lo que sus gobernadores habían hecho, dando oídos a malos servidores, y le representaba con amargura el compromiso y conflicto en que le ponía, habiendo él prometido perdón a los procuradores de la Junta en los tratos que con ellos había hecho{8}. La censura de persona tan autorizada como el almirante de Castilla, regente del reino, y vencedor de las comunidades, nos ahorra el trabajo de dudar si en el llamado perdón general de Carlos V hubo o no más de crueldad que de lo que han nombrado «notable clemencia» nuestros historiadores. Aparte de las consideraciones del almirante, no dejaba de ser una lista de proscripción de cerca de trescientas personas, después de año y medio de pacificado el reino.

Verdad es que, fuese porque hicieran mella en el ánimo del rey las sentidas quejas del respetable prócer, o por otra causa, la mayor parte de los procesados no llegaron a sufrir la pena. Puede ser cierto que al darle cuenta de los que habían sido ajusticiados, dijo: «basta ya, no se derrame más sangre.» Que habiéndole sido denunciado Hernando Dávalos, el cual desde Portugal había venido secretamente a la corte y andaba escondido negociando su perdón, le dijo al denunciante: «Mejor hubiérades hecho en avisar a Hernando Dávalos que se fuese, que no a mí que le mandase prender.» Pero también es verdad que todavía dos años después del llamado perdón (en 1524) pedía con instancia al rey de Portugal que le entregara los comuneros que en su reino se habían refugiado. Que allá tuvo que morir desvalido el ilustre capitán y escritor Gonzalo de Ayora. Que el conde de Salvatierra, que cometió la indiscreción de venirse a Castilla con la esperanza de obtener su indulto fue descubierto y sentenciado a muerte: diósele ésta abriéndole las venas en la cárcel hasta que expiró desangrado (1524). Llevósele a la sepultura en un ataúd hecho de forma que se le descubrieran los pies para que se vieran los grillos: ¡singular alarde de crueldad!{9}.

No es menos cierto que ni aun en celebridad de la famosa victoria de Pavía (1525), de que trataremos en su lugar, quiso el emperador ampliar el indulto y hacerle extensivo a los exceptuados. Puede inferirse cuál sería en este punto la severidad del rey a quien llamaron clementísimo, cuando en el sermón de albricias por aquella victoria el hombre más enemigo de los comuneros, el padre fray Antonio de Guevara, le decía excitándole a la compasión: «Más seguro es a los príncipes ser amados por la clemencia que no ser temidos por el castigo… Los que a V. M. ofendieron en las alteraciones pasadas, dellos son muertos, dellos son desterrados, dellos están escondidos, y dellos están huidos: razón es, serenísimo príncipe, que en albricias de tan gran victoria se alaben de vuestra clemencia, y no se quejen de vuestro rigor. Las mujeres de los infelices hombres están pobres, las hijas están para perderse, los hijos huérfanos y los parientes están afrentados; por manera que la clemencia que se hiciere con pocos redundará en remedio de muchos…{10}

Un año después de este sermón, y a los cinco de haberse acabado la guerra de las Comunidades, expiaba el obispo Acuña sus extravíos y excesos en un patíbulo, y era colgado de una almena en la fortaleza de Simancas.

Tal fue la clemencia del emperador con los comuneros, y tales las consecuencias de su funesto perdón general.

——

Creeríamos dejar incompleta la relación del levantamiento, guerra y fin de las comunidades, si no diéramos una breve noticia de la suerte que corrieron algunos de los principales personajes que sobrevivieron a su terminación.

Doña María Pacheco, viuda de Padilla.– Después que esta ilustre y desgraciada heroína se refugió en Portugal, anduvo algunos meses como errante de población en población, a causa de las reclamaciones que el emperador hacía al monarca de aquel reino para que hiciese salir de él a los comuneros refugiados, hasta que pudo alcanzar del portugués que la permitiese subsistir allí, y entonces fijó su residencia en Braga, cuyo arzobispo le dio un magnífico hospedaje. Allí permaneció de tres a cuatro años, hasta que lo delicado de su salud la obligó a trasladarse a Oporto, y se hospedó en las casas del obispo don Pedro de Acosta, que se hallaba en Castilla de capellán mayor de la emperatriz. Este prelado trabajó por espacio de tres años consecutivos por alcanzar el indulto imperial para doña María; le obtuvo para sus criados, pero no le fue posible conseguirle para la viuda de Padilla, que al fin falleció agobiada de disgustos y llena de achaques en marzo de 1531.

Dejó encargado en su testamento que se la enterrase en San Gerónimo de Oporto, y que después de consumido su cuerpo se llevasen sus huesos a Villalar para unirlos con los de su malogrado esposo. Mas esto no pudo tener efecto, a pesar de las vivas diligencias que para ello practicó el bachiller Juan de Losa, su capellán.–  Dícese que era muy versada en la Sagrada Escritura, en historia, y en matemáticas, y muy docta en latín y en griego.

Don Pedro Girón.– Hemos visto este personaje, que tan poco envidiable papel hizo en la guerra de las comunidades, entre los exceptuados del perdón, sin que hubiera sido bastante recomendación para con el monarca su innoble comportamiento con los populares. Sin embargo, debió después tenérsele en cuenta este servicio, puesto que fue el único que alcanzó el indulto y logró reconciliarse con el emperador. Verdad es que había abrazado con ardor la causa imperial en la guerra de Navarra, en la cual salió herido, y valiéronle además los empeños y ruegos del conde de Ureña, su padre, y la intercesión del almirante, su deudo, que fue más afortunado con él que el conde de Benavente con Maldonado. Don Carlos le perdonó a condición de que fuese a Orán a hacer la guerra a los turcos. Hízolo así Girón; en ella recibió una herida peligrosísima en la cabeza: y una sorpresa importante que hizo a los turcos le volvió a la gracia del emperador, el cual le permitió regresar a España, y le colmó de gracias y mercedes, de que disfruto poco tiempo, pues murió en Sevilla en abril de 1531, muy poco después que doña María Pacheco.– Gudiel, Historia de los Girones, fol. 151 y siguientes.

El obispo Acuña.– Preso, como dijimos, este famoso y turbulento prelado antes de ganar la frontera de Navarra cuando se fugó de Toledo, y encerrado a cargo del duque de Nájera en la fortaleza de Navarrete, fue después trasladado de orden del emperador a la de Simancas, de lo cual se sintió no poco aquel magnate, tomándolo como una señal de desconfianza, y como un agravio hecho a su persona. Encargó el emperador el proceso del obispo de Zamora al de Oviedo. Pero elevado el cardenal Adriano, regente de Castilla, al pontificado, admitió a su gracia y clemencia al procesado obispo, y le hizo remisión de todos los crímenes cometidos en tiempo de las comunidades. Muerto por su desgracia el papa Adriano (setiembre, 1523), fue de nuevo encausado por el obispo de Burgos, de cuyo proceso salió triunfante. Otra vez, sin embargo, se procedió contra él por breve del papa Clemente VII (abril, 1524), que encomendó las actuaciones al arzobispo don Antonio de Rojas, presidente del Consejo. A los pocos días se presentó contra él una terrible acusación como promovedor principal de las revueltas pasadas, como desleal a su patria y a su rey, y como mal ministro de la iglesia. Notificósele el auto del presidente para que en el término de 15 días diera sus descargos por medio de procuradores: alegó el obispo haber sido perdonado ya por el pontífice, pero acusado en rebeldía, tuvo que nombrar sus procuradores.

Durante este tercero, o cuarto proceso, no perdonó medio el obispo para ver de ablandar la cólera del emperador. Dirigíale frecuentes cartas y exposiciones recordando sus antiguos padecimientos por servicio a su abuelo y padre don Fernando y don Felipe, y en una de ellas le traía a la memoria que por obra suya se habían sostenido Fuenterrabía y San Sebastián. Otras veces ponía por intercesor al duque de Nassau. Ni las súplicas del preso, ni los motivos de júbilo que al emperador deparaba la prosperidad de sus armas, alcanzaban a ablandar el corazón de Carlos. Ni siquiera la alegría de sus bodas con doña Isabel de Portugal inspiró al emperador un rasgo de clemencia para con Acuña, por mas gestiones que éste hizo con ocasión de tan fausto acontecimiento.

El proceso parecía haberse estancado; el obispo llevaba ya cinco años de prisión, insoportable para un genio inquieto, vivo y bullicioso como el suyo, y no viendo el término que podría tener, y cansado de la inutilidad de los ruegos, le entró la desesperación, y meditó recurrir a su propia industria para ver de lograr por la violencia lo que ya por otros medios había perdido toda esperanza de conseguir. Al efecto procuró entenderse con el alcaide Mendo de Noguerol, y con otras personas de las que habitaban en la fortaleza o entraban en ella, como una esclava de aquél llamada María, un criado del mismo nombrado Esteban, y el clérigo don Bartolomé Ortega que celebraba misa en el castillo, decidido a emplear para su evasión el soborno, y cuando éste no alcanzase, la fuerza. Con el capellán llegó a cartearse, y con los otros a tener entrevistas y entenderse. Así logró proveerse de tres armas, una especie de maza y dos cuchillos, uno de los cuales había sujetado a la punta de un palo con clavos y cuerdas a manera de pica, y además un guijarro que guardaba en una bolsa de cuero como si fuese el breviario. Sus medios de seducción parece que se estrellaron contra la incorruptibilidad del alcaide Noguerol, que sin faltar a los miramientos que debía a la alta dignidad del preso no se olvidaba de su deber como guardador y responsable de su persona.

Una tarde (25 de febrero, 1526), en una larga conferencia entre el obispo y su guarda, parece que aquel esforzó sus artificios para obtener de éste alguna más libertad y desahogo en la prisión, y que éste se mantuvo inaccesible a los halagos, que versaban principalmente sobre cesión de beneficios que Noguerol deseaba para sus dos hijos Francisco y Leonardo. Entonces el obispo ya no pudo reprimir su arrebatado genio, y con el guijarro que guardaba en la bolsa descargó un terrible golpe en la cabeza del alcaide, que le dejó aturdido, derribole al suelo, y con uno de los cuchillos le remató a puñaladas, echándole después encima del brasero, para asegurar más su muerte, y por último le ató al pie de su cama. Hecho esto, aprestó el prelado homicida sus dos cuchillos, sonó una campanilla, a cuyo llamamiento subió el hijo del alcaide, Leonardo: «Entra, le dijo el prelado, saliéndole al encuentro, porque tu padre está escribiendo y te necesita.» En el azoramiento de Acuña, y más todavía en alguna mancha de sangre que observó en su vestido, comprendió el mancebo algo de lo que había pasado, corrió por una espada, volvió a subir a la prisión y acometió al obispo. Defendiose éste con su pica, y después de alguna lucha retrocedió el joven, bajó la escalera, tras él marchó Acuña, pero los 65 años y la poca agilidad de sus piernas después de tanto tiempo de prisión no le permitieron alcanzarle: el fugitivo mancebo cerró tras sí la puerta del castillo y se dio a vocear por el pueblo, dejando al obispo encerrado: el cual se dirigió a las almenas del castillo, con intento de arrojarse fuera de la fortaleza y emprender su fuga.

A caballo en el adarve le encontraron los vecinos de Simancas, que a las voces del hijo de Noguerol acudieron corriendo desde la iglesia. Rogáronle los alcaldes que se volviera al cubo, y bajo el seguro y la confianza de sus personas lo ejecutó el prelado, no sin que el hijo de su víctima se tomara el atrevimiento de poner su mano con violencia en las espaldas del obispo. Juntos se encaminaron a la prisión, donde hallaron caliente todavía el cadáver. Inmediatamente pasaron de Valladolid a instruir el correspondiente proceso los alcaldes Menchaca y Zárate. En las declaraciones pintó el obispo el suceso de la manera mejor y menos desfavorable que le sugirió su maña: tomadas estaban también las confesiones a sus cómplices, y en tal estado, muy adelantado ya el proceso, no pareciendo a la corte del rey bastante rígidos en sus actuaciones los alcaldes Menchaca y Zárate, se envió a Simancas de real orden al terrible y famoso alcalde Ronquillo con un asignado de mil quinientos maravedís al día, y con un escribano y dos alguaciles, para que fallara sumariamente la causa. Sabido es que el feroz Ronquillo, sobre ser el más furioso enemigo de los comuneros, lo era personal de Acuña, y deseaba vengarse de haberle tenido preso en el castillo de Fermoselle.

Indignó a Acuña verse sometido a un juez como Ronquillo, y tener que comparecer a su presencia con grillos en los pies y sujetas con esposas las manos. A todas las preguntas del nuevo magistrado o contestó negando o respondió con evasivas. Examinados los cómplices y testigos, y puestos a tormento y martirizados, nada averiguó Ronquillo que no hubiesen confesado ya a los otros alcaldes. Procedió en seguida a dar tormento al prelado: «lo que tengo dicho es la verdad, dijo éste al prepararse a sufrirle, y no sé mas; pero en el tormento diré lo que sepa y lo que no sepa.» En efecto, de orden del alcalde el verdugo de Valladolid, Bartolomé Zaratán, ató las manos y los pies al obispo, sujetó además estos con grillos y con una cadena a una pesa de hierro de cuatro arrobas, y de las manos subía una maroma colgada de una garrucha. Por tres veces tiró el verdugo de ella hasta levantar al obispo del suelo: a cada tirón prometía decir la verdad, y luego respondía evasivamente. Sintió al fin que se le descoyuntaba el cuerpo, y no pudiendo sufrir aquel dolor horrible, hizo algunas declaraciones incompletas y vagas, concluyendo por suplicar al alcaide que se abstuviese de hacerle más preguntas, pues serían inútiles. Pidió un abogado y un procurador, conforme a derecho, y le fue negado. Lleváronle al fin a la cama, donde había de pasar la última noche de su agitada y azarosa vida.

A la mañana siguiente (23 de marzo), entró el escribano con los alguaciles a notificarle la sentencia del alcalde que le condenaba, así por haber movido escándalos y bullicios en Castilla en ausencia del rey, como por haber dado muerte al alcaide de la fortaleza de Simancas Mendo Noguerol, a ser agarrotado a una de las almenas por donde quiso fugarse. En la misma mañana otorgó Acuña su testamento, en que ordenó se le enterrara en San Ildefonso de Zamora, e hizo bastantes mandas a varias iglesias, entre ellas a la de Simancas, a la cual dejó una renta anual de doce mil maravedís, con cargo de una misa todos los viernes por su ánima y las de sus bien hechores, y de Mendo Noguerol. Concluido el cual, se preparó a bien morir, y todo se hizo con tal precipitación, que antes de la tarde se le sacó al suplicio. Acompañáronle todos los clérigos de Simancas, atribulados de verle en tan terrible trance, y asombrados de la presencia de ánimo con que marchaba al patíbulo, entonando con más entera voz que ellos el salmo de David. Al llegar al lugar de la ejecución se prosternó el obispo, oró con devoción, puso la cabeza sobre el repostero, y le dijo al verdugo: «Yo te perdono, y empezando tu oficio, procura apretar recio.» El ejecutor le echó al cuello el lazo fatal, y le dejó colgado de la almena.

Tal fue y tan desastroso el fin del famoso don Antonio Acuña, obispo de Zamora.

De los cómplices en su tentativa de fuga, el criado del alcaide, Esteban, fue condenado en ausencia a ser ahorcado donde quiera que fuese habido: el presbítero don Bartolomé Ortega fue puesto bajo la jurisdicción eclesiástica por aquel mismo Ronquillo, que no había tenido escrúpulo en entregar al verdugo un prelado de la iglesia, bien que criminal e indigno: a la esclava Juana le dio tormento metiéndole astillas de tea por las uñas, y la sentenció a ser azotada por las calles, y por último a que le cortaran la lengua; todo lo cual fue ejecutado.

Hemos tenido presente para esta reseña el proceso original del obispo Acuña, que existe en el archivo de Simancas, cuyo edificio es la fortaleza misma en que estuvo preso y fue ejecutado, y muchas veces hemos visitado el lugar de su prisión y la pieza destinada al tormento, en cuyas paredes y bóveda subsisten aun garfios y argollas. También hemos consultado la Historia MS. de Simancas por el licenciado Cabezudo, que da muy curiosas noticias suministradas por testigos de vista de la catástrofe.

Réstanos rectificar una inexactitud de las muchas de esta especie en que incurrió Sandoval por empeñarse en defender la clemencia del emperador. Hablando del proceso y suplicio de Acuña, dice: «Todo esto se hizo sin saberlo el emperador, a quien pesó mucho de ello.» Lib. IX, párr. 28.

Tan lejos estuvo de ignorarlo el emperador ni de pesarle de ello, que lo mandó él mismo, y felicitó a Ronquillo por lo bien que había desempeñado su comisión. «Lo que habéis fecho en lo que llevasteis mandado (le decía) ha sido como vos lo soléis facer y habéis siempre fecho en lo que entendéis: yo os lo tengo en servicio; y pues ya eso es fecho, en lo que resta, que es mandar por la absolución, yo mandaré que con diligencia se procure tan cumplida como conviene al descargo de mi real conciencia y de los que en esto han entendido.» La absolución vino como era de esperar, interesándose en ello el emperador.




{1} El obispo Sandoval encabeza el párrafo o número 21 del libro IX de su Historia con el epígrafe: Notable clemencia del emperador.

{2} Archivo de Simancas, Comunidades de Castilla, núm. 6, donde se hallan las copias de las sentencias y los testimonios de las ejecuciones.

{3} Su sentencia decía: «Debemos condenar y condenamos al dicho don Pedro Pimentel… a pena de muerte natural, la cual le sea dada desta manera: que sea sacado de la cárcel donde está preso en la villa de Simancas a caballo en una mula, atado los pies y las manos con una cadena al pie, y sea traído por las calles acostumbradas de la dicha villa con voz de pregonero que publique sus delitos, e sea llevado a la plaza de la dicha villa, e allí le sea cortada la cabeza con cuchillo de fierro y acero, por manera que muera naturalmente y le salga el ánima de las carnes, &c.»– La ejecución se verificó el 16 de agosto. Las de Bernardino y Mercado fueron acompañadas de circunstancias más atroces.– Archivo de Simancas, ubi sup.– Colección de Documentos inéditos, tom. I.

{4} Cartas y advertencias del almirante de Castilla.

{5} Esta carta o cédula de perdón es muy conocida, y la insertan varios autores. Cópiala también don José de Quevedo en la nota 17ª a la obra del presbítero Maldonado El Movimiento de España.

{6} Por consecuencia se equivoca mucho Sandoval cuando dice: «Fueron hasta doscientas personas de toda suerte las que en el perdón general se exceptuaron.» Y mucho más todavía cuando añade: «pues bien, de todas ellas no se castigaron dos, y casi todos alcanzaron perdón.» En parecidos términos se expresan Pero Mejía, el P. Sigüenza y otros. Los documentos están por desgracia en contradicción con estos asertos.

{7} «Declaramos y mandamos, que deste nuestro perdón y remisión no hayan de gozar, ni gocen ni sean comprendidos, ni entren en él, antes queden fuera dél para proceder contra ellos y contra sus bienes conforme a justicia, las personas siguientes:

D. Pedro de Ayala, conde que fue de Salvatierra.

D. Pedro Girón, Capitán general de la junta.

D. Pedro Laso de la Vega, vecino de Toledo, procurador en la junta.

Juan de Padilla, vecino de Toledo, justiciado.

Doña María Pacheco, su mujer.

D. Pedro Maldonado, vecino y regidor de Salamanca, justiciado.

D. Antonio de Quiñones, vecino de León, procurador en la junta.

Ramiro Núñez de Guzmán, vecino y regidor de León (y cuatro hijos).

Diego de Ulloa Sarmiento, vecino de Toro.

D. Fernando de Ulloa, vecino y regidor de Toro, procurador en la junta.

Gómez de Ávila, vecino de Ávila, procurador en la junta.

Suero del Águila, vecino y regidor de Ávila, capitán de la junta.

Luis de Quintanilla, y Alonso, su hijo mayor, vecinos de Medina del Campo, capitanes que fueron de la junta.

D. Carlos de Arellano, vecino de Soria, capitán de la junta.

D. Juan de Figueroa, capitán de la junta.

D. Juan de Luna, capitán de la junta.

D. Juan de Mendoza, capitán de la junta, hijo del cardenal don Pedro González de Mendoza.

D. Juan de Guzmán, vecino y veinticuatro de Sevilla.

D. Pedro de Ayala, vecino de Toledo, procurador de la junta. Fernando de Avalos, vecino y regidor de Toledo.

Juan de Porras y el comendador Fernando de Porras, procurador en la junta, su hermano, vecino de Zamora.

Francisco Maldonado, vecino de Salamanca, justiciado.

Diego de Guzmán, vecino de Salamanca, procurador de la junta.

Juan Bravo, vecino y regidor de Segovia, capitán de la junta, justiciado.

D. Juan Fajardo, vecino de Murcia, procurador de la junta.

Gómez de Hoyos, que está preso.

García López de Porras, hijo de Juan de Porras, vecino de Zamora.

Juan Zapata, vecino de Madrid, capitán que fue de la junta.

Alonso Sarabia, vecino de Valladolid, procurador que fue de la junta, justiciado.

Gonzalo Barahona, vecino de la merindad de…

Gonzalo Gaitán y Juan Gaitán, vecinos de Toledo.

Juan Carrillo, vecino de Toledo.

Francisco de Rojas, vecino de Toledo.

Fernando de Rojas, vecino de Toledo.

Fernando de Ayala, vecino de Toledo.

Francisco de Guzmán, vecino de Illescas.

Pedro de Tovar, vecino y regidor de Valladolid, capitán de la junta.

El jurado Pero Ortega, vecino de Toledo.

Francisco de Mercado, vecino de Medina del Campo, justiciado.

Pedro de Sotomayor, vecino de Madrid, procurador de la junta, justiciado.

Luis Godínez, vecino y regidor de Valladolid, capitán de la junta.

El licenciado Bernaldino, vecino de Valladolid, justiciado.

El doctor Juan Cabeza de Vaca, vecino de Murcia, justiciado.

El jurado Montoya, vecino de Toledo, procurador en la junta, justiciado.

El licenciado Bartolomé de Santiago, vecino de Soria, procurador en la junta, justiciado.

El doctor Alonso de Zúñiga, procurador en la junta por Salamanca.

El licenciado Manzanedo, vecino de Valladolid, alcalde en la junta.

Diego de Esquivel, vecino de Guadalajara, procurador en la junta.

El doctor Francisco de Medina, vecino de Guadalajara, procurador en la junta.

Juan de Orvina, vecino de Guadalajara, procurador en la junta.

El doctor Martínez, vecino de Toledo.

El licenciado Rincón, vecino de Medina del Campo, justiciado.

El licenciado Urrez, vecino de Burgos, justiciado.

El licenciado Sancho Ruiz de Maluenda, vecino de Valladolid.

El bachiller Tordesillas, vecino de Valladolid, fiscal en la junta.

Juan de Solier, vecino de Segovia, procurador de la junta, justiciado.

El comendador Fr. Diego de Almaraz, vecino de Salamanca, procurador en la junta.

Pedro Bonal, vecino de Salamanca.

Diego de Torremocha, comendador de la cámara.

El doctor Juan González de Valdivieso, vecino de Salamanca.

Francisco de Anaya, defuncto, vecino de Salamanca, hijo del doctor Gabriel Álvarez.

El licenciado Lorenzo Maldonado vecino de Salamanca.

El licenciado Gil González de Ávila, alcalde que fue de nuestra corte.

… de Villaroel, vecino de Ávila, capitán de la junta.

Sancho de Zimbrón, vecino y regidor de Ávila, procurador en la junta.

El licenciado Juan de Villena, el mozo, vecino de Valladolid.

Antonio de Montalvo, vecino de Medina del Campo.

Gonzalo de Ayora, coronista, vecino de Palencia.

Pedro de Ulloa, vecino de Toro, procurador en la junta.

El bachiller Alonso de Guadalajara, vecino de Segovia, procurador en la junta.

Francisco de Campo, vecino de Zamora.

Francisco de Porras, vecino de Zamora.

El licenciado de la Torre, vecino de Palencia.

Antonio de Villena, vecino de Valladolid, justiciado.

El licenciado del Espina, vecino de Palencia.

Pedro de Losada, vecino de Madrid, procurador en la junta.

El doctor de Aguerra, vecino de Murcia.

El bachiller Zambrana.

El bachiller García de León, vecino de Toledo, alcalde que fue en la junta.

El licenciado Dobravo, alcalde que fue en la junta.

D. Antonio de Acuña, obispo de Zamora, capitán general de la junta.

D. Juan Pereira, deán de Salamanca.

D. Alonso Enríquez, prior de Valladolid.

El doctor don Francisco Álvarez y Zapata, maestre-escuela de Toledo.

Alonso de Pliego, deán de Ávila.

D. Juan de Collados, maestre-escuela de Valladolid.

D. Francisco Zapata, arcediano de Madrid.

Rodrigo de Acevedo, canónigo de Toledo.

D. Alonso Fernández del Rincón, abad de Compludo y de Medina del Campo.

D. Pedro de Fuentes, chantre de Palencia.

Gil Rodríguez Juntero, arcediano de Lorca.

Juan de Benavente, canónigo de León.

D. Pedro González de Valderas, abad de Toledo.

Fr. Alonso de Medina.

Fr. Pablo y Fr. Alonso de Villegas, y el maestro Bustillo, dominicos,

Fr. Francisco de Santa Ana, de la orden San Francisco.

Fr. … de la orden de los mínimos, y Fr. Juan de Bilbao, guardián de San Francisco de Salamanca.

Fr. Bernardino de Flores, de la orden de San Agustín.

Francisco Pardo, vecino de Zamora, justiciado.

Juan Repollo, vecino de Toro, justiciado.

Juan de Bobadilla, tundidor, vecino de Medina del Campo, justiciado.

Valloria, pellejero, vecino de Salamanca, justiciado.

El alguacil Pacheco y Francisco Gómez Delgado, vecino de Palencia, justiciados.

Gervas, artillero, vecino de Medina del Campo, justiciado.

Pedro Merino, vecino de Toro, justiciado.

Pedro Sánchez, vecino de Salamanca, justiciado.

El licenciado Úbeda, vecino de Toledo, alcaide que fue en el ejército de la junta.

Antonio de Linares, escribano del número.

Francisco de San Miguel, Pero González, joyero.

El bachiller Andrés de Toro, escribano, y siete vecinos de Salamanca.

Álvaro de Bracamonte, y … de Henao, capitán, y otros trece vecinos de Ávila.

El bachiller Alcalá, relator de la audiencia, y otros seis vecinos de Valladolid.

Bernaldo de Gil, y otros ocho vecinos de León.

Alonso de Beldredo, y otros diez vecinos de Medina del Campo.

García Gimeno, y otros catorce vecinos de Aranda.

Francisco Delada, y otros tres vecinos de Toro.

García del Esquina, y otros diez y ocho vecinos de Segovia.

Alonso de Arreo, vecino de Navalcarnero, tierra de Segovia.

Alonso, pescador, y otros seis vecinos de Zamora.

Diego de Villagrán, y otros veinte y cinco de la Puebla.

Ricote, Miguel de Aragón, batidor, Andrés de Villadiego, el mozo, vecinos de Palencia.

Juan Negrete, y otros quince vecinos de Madrid.

García Cabrero, y otros siete vecinos de Murcia.

Martín Alonso, y otros siete vecinos de Cartagena.

Francisco de Santa María, y otros ocho vecinos de Huesca.

Juan de la Bastida, Juan de Losa, Juan González, criados y vasallos del duque de Nájera.

{8} «A V. M. he suplicado muchas veces que quiera confirmar el perdón que yo prometí a los que saqué de la Junta, teniendo tanta necesidad, que se tomó por remedio ofrecelles perdón y más, lo cual fue causa de que estuviesen las cosas en el estado que hoy están, pues a no tomarse este trabajo, la batalla fuera muy dudosa.»– Cartas y advertencias del almirante de Castilla a Carlos V.

{9} Pasó el conde muchas miserias durante su prisión. Para alimentarle tuvo su hijo, que era paje del emperador, que vender su caballo. Súpolo el rey, y mandó dar a aquel buen hijo cuarenta mil maravedís, mas no por eso se libró su padre de la sangría suelta.– Sandoval, lib. IX, párr. 29.

{10} Cartas familiares de Fr. Antonio de Guevara, part. I.