Filosofía en español 
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Parte tercera Edad moderna

Libro I Reinado de Carlos I de España

Capítulo VIII
Las germanías de Valencia
De 1519 a 1522

Origen de las Germanías.– Opresión en que vivía la clase plebeya en Valencia: injusticias y tiranías de los nobles.– Lo que sirvió de pretexto a la plebe para insurreccionarse.– Alzamiento en Valencia.– Junta de los Trece.– Porqué se llamó Germanía.–  Alarma de los nobles.– La conducta del rey alienta a los plebeyos.– Alarde de fuerza de los sublevados.– Alzamiento en Játiva y Murviedro.– Nombramiento de virrey.– Gran tumulto en Valencia.– Fuga del virrey conde de Mélito.– Guerra de las germanías.– Fidelidad de Morella al rey.– Demasías y excesos de los agermanados.– Suplicios horribles ejecutados por plebeyos y nobles: escenas sangrientas.– Fuerzas respetables de uno y otro bando: batallas: sitios de ciudades.– Agermanados célebres: Juan Lorenzo: Guillen Sorolla: Juan Caro: Vicente Peris.– Alzamiento de moros en favor de los nobles.– Imponente motín en Valencia, y sus causas.– Grande expedición del ejército de la germanía.– Auxilio que reciben los nobles.– Derrota de los agermanados en Orihuela.– Anarquía en la capital.– Rendición de la capital al virrey.– Germanías de Játiva y Alcira: guerra obstinada.– Suplicios horribles en Onteniente.– El marqués de Zenete.– Vicente Peris en Valencia.– Acción sangrienta que motiva en las calles de la ciudad.– Su temerario valor.– Es cogido y ahorcado: es arrasada su casa.– Prosigue la guerra El Encubierto.– Es hecho prisionero y decapitado en Játiva.– Quién era El Encubierto.– Rendición de Játiva y Alcira.– Fin de la guerra de las Germanías.–  Persecución y suplicio de los agermanados.– Reflexión sobre esta guerra.
 

Con fatales auspicios se había inaugurado en España el reinado de Carlos I. Mientras agitaban al antiguo reino castellano las alteraciones que acabamos de referir, disturbios de carácter aún más sangriento afligían otra de las más bellas porciones de la monarquía, y al tiempo que ardía en los feraces campos de Castilla la guerra de las Comunidades, ensangrentaba el fértil suelo valenciano la guerra de las Germanías. Daremos idea de lo que fue aquella revolución popular, ni de todo punto desemejante, ni tampoco de la misma índole que la de Castilla, y sin conexión ni coherencia entre sí.

En Valencia las clases del pueblo vivían duramente oprimidas por la clase noble. Los aristócratas valencianos trataban a los que llamaban plebeyos con tal orgullo, insolencia y tiranía, como si fuesen sus esclavos. Reducidos estaban estos a odiar en silencio a los nobles, porque era inútil toda queja y excusada toda demanda de justicia: en sus causas y pleitos no solo eran desatendidos, sino hasta castigados y maltratados, en términos que, como dice el obispo Sandoval, «si un oficial hacía una ropa, los caballeros le daban de palos porque pedía que le pagasen la hechura; y si se iba a quejar a la justicia, costábale más la querella que el principal.» Llegaba a tal punto el escándalo y la osadía que en alguna ocasión hubo magnate que arrebató a una desposada al salir de la iglesia de entre las manos de su marido y de sus padres. Con hechos de esta naturaleza frecuentemente repetidos, el enojo de los plebeyos contra los nobles era tal, que no ansiaban estos sino una ocasión de sacudir el yugo y vengar las demasías de aquellos.

Con motivo de una epidemia que en 1519 tenía consternada la capital de aquel reino, abandonaron a Valencia huyendo de la peste las autoridades y casi todos los nobles y personas notables de la ciudad. En tales circunstancias, difundiose la voz de que los moros argelinos preparaban un desembarco en las costas valencianas, y con arreglo a una disposición de Fernando el Católico, se armaron los artesanos para prepararse a la defensa. En este estado, se predicó en la catedral un sermón en que se atribuían las calamidades que en aquella y otras ocasiones habían afligido la población a los vicios que atraían la cólera divina, y especialmente al de sodomía, crimen nefando que miraba con justo horror el pueblo. Concluido el sermón, como la voz pública designase a un panadero como mancillado con aquel delito, dirigiéronse a su casa varios grupos, le prendieron y le llevaron a la cárcel eclesiástica por ser tonsurado. Condenado por el vicario a ser expuesto a la vergüenza en la iglesia durante la misa mayor, ya no fue posible volverle a la cárcel; una turba numerosa trató de arrebatar del templo a aquel infeliz: cerráronse, para protegerle, las puertas, y entonces la muchedumbre se encaminó al palacio del nuncio, al cual puso fuego, exasperada por la resistencia que halló en él; y volviendo en mayor número a la catedral, forzó una de las puertas, y sin intimidarse por el toque de la campana de entredicho que hizo sonar el vicario, ni respetar la hostia sagrada que en procesión presentaron las parroquias, los amotinados penetraron hasta la sacristía, se apoderaron del infeliz panadero, y arrastrándole al lugar del suplicio hicieron una hoguera y le quemaron vivo{1}.

Orgulloso el pueblo con aquel terrible triunfo y con la humillación del justicia, comenzó a armarse más en orden so pretexto de la guerra contra los moros. A la cabeza de él figuraba un cardador llamado Juan Lorenzo, hombre astuto y atrevido, de no vulgar elocuencia, que gozaba cierta fama de adivino, y era como el oráculo del pueblo{2}. Este menestral propuso que para la defensa del reino contra los moros y del pueblo contra los nobles, y para el gobierno de la ciudad, se nombrara una junta de trece artesanos. Con aplausos estrepitosos se recibió la proposición de Lorenzo, y en su virtud, a pluralidad de votos, se formó la junta llamada de los Trece{3}, continuando no obstante el Juan Lorenzo ejerciendo una ilimitada influencia en la dirección de lo que se llamó Germanía{4}. Asociado a él obraba un individuo, de la Junta, tejedor de lana, nombrado Guillem Castelví, conocido por Guillem Sorolla, joven audaz, de buena figura, y de una capacidad superior a la de sus compañeros. Era esto a últimos de diciembre de 1519, en ocasión de hallarse el rey Carlos en Barcelona. Los sublevados se declararon abiertamente contra los nobles, a quienes daban los apodos de traidores y de tiznados, y los amenazaban con la hoguera.

Alarmados los nobles a vista del aspecto que presentaba la revolución, acordaron entre otras cosas enviar a Barcelona ocho comisionados para que informaran al rey del estado de Valencia y del peligro que había de que cundiera el mal por todo el reino, exponiéndole además lo conveniente que sería para calmar la agitación que viniese a Valencia y jurase sus fueros. El rey se limitó a expedir una real cédula prohibiendo a los gremios presentarse armados y celebrar reuniones sin previa autorización del gobernador. Pero leído el despacho en la cofradía de los carpinteros, y a consecuencia de un discurso que Juan Lorenzo pronunció en ella, determinó también la germanía enviar sus representantes al rey, para hacerle ver la necesidad que habían tenido de empuñar las armas para defenderse de la amenazante invasión de los moros y de las injusticias y tropelías de los nobles. Entretanto, la Junta de los Trece continuó celebrando sus sesiones, trabajando en su propia defensa, y en los medios de propagar la revolución.

Próximo entonces don Carlos a dejar a Barcelona para celebrar las Cortes de Santiago de Galicia, de que en otro capítulo hicimos mérito, no accedió a pasar personalmente a Valencia, sino que ordenó que se congregaran las Cortes de aquel reino, bajo la presidencia del cardenal Adriano. Muy a mal llevaron el clero y la nobleza valenciana que esquivara venir en persona a prestar el juramento a sus fueros, según era de antigua e inviolable costumbre; y lo que fue peor para ellos y los irritó mas fue, que mientras le enviaban otro mensaje, llegaron los comisionados de la Junta popular trayendo y presentando con orgullo una carta real, fechada en Fraga, concediéndoles el uso de armas, y facultándoles para tener sus revistas militares. Déjase comprender con cuánto júbilo la recibirían los plebeyos, los cuales prepararon su gran revista para el domingo inmediato (29 de febrero, 1520), a la que tuvieron la atención de invitar al cardenal y al vice-canciller don Antonio Agustín, y estos la imprudente condescendencia de asistir. Juntáronse hasta ocho mil hombres del pueblo armados: al desfilar por delante del cardenal se daba la voz de ¡Viva el rey! y el buen prelado, halagado por este grito, y admirado de ver el continente marcial de aquella tropa, llevó su complacencia hasta recibir al día siguiente una comisión de los plebeyos que pasó a cumplimentarle. Por otra parte, los delegados de los nobles no consiguieron nada del rey, a quien hallaron en Lérida, de camino ya para Castilla; antes bien en otra carta que se recibió luego en Valencia volvía a ordenar que los estamentos prestaran el juramento en manos del cardenal de Tortosa. Mostrábase en esto don Carlos tan desaconsejado como desconocedor de las costumbres y de la situación del reino.

Tomaron alas los de la plebe, viéndose tan halagados del rey, para excitar a la revolución a los demás pueblos. Játiva proclamó la germanía, y Murviedro siguió también el movimiento, formando su junta a ejemplo de la de Valencia, por cuyas instrucciones obraba. Habiéndose refugiado al castillo los principales de aquella población, atacáronlos allí los populares, asaltaron estos la fortaleza, y pasaron a cuchillo a todos los que habían buscado un asilo en la capilla, hasta niños de siete y nueve años. De los prisioneros alguno recibió una muerte horrible en la plaza pública. Por todas partes circulaban copias de la real cédula en que se autorizaba al llamamiento de la gente popular, y multitud de poblaciones se iban adhiriendo a la germanía y proclamándola y obligando a las que ponían resistencia a seguir el impulso y a reconocer las órdenes que emanaban de la Junta de los Trece. Viéndose ya los nobles en la precisión urgente de proveer a su propia defensa, nombraron veinte representantes con poderes amplios para dictar las providencias que creyeran más convenientes a la seguridad de todos. De este modo se pusieron frente a frente, dispuestos a hacerse cruda guerra, nobles y plebeyos.

Una cuestión suscitada por un pequeño incidente, ocurrido con el aprendiz de un artesano, bastó para producir en Valencia un grave tumulto, en que grupos de amotinados gritaban ya: ¡mueran los caballeros! Inútilmente se esforzó el cardenal Adriano por contener los desmanes, tropelías y aún muertes que cometieron las turbas, y entonces solo conoció, aunque tarde, el terrible aspecto y las fatales tendencias de la revolución. De resultas de este tumulto pasó una comisión de los nobles a la Coruña, donde ya el rey se hallaba, y habiéndole informado de la lamentable y crítica situación en que se encontraba el país, lograron que nombrara virrey y capitán general del reino al conde de Mélito, don Diego Hurtado de Mendoza, persona de cuyo valor y prudencia se esperaba que sabría sosegar aquellas turbaciones. Pero tras ellos fue también un individuo de la Junta de los Trece, el cual volvió con recomendaciones de la corte para el nuevo virrey, con más una carta del emperador (7 de mayo), en que expresaba que, vistos los fueros en que se apoyaban los plebeyos, les facultaba para que entre los jurados se nombrara a dos de su clase. Merced a esta conducta ambigua y débil de Carlos, que no pensaba entonces sino en recabar de las Cortes de Castilla el servicio extraordinario para embarcarse en seguida a ceñirse la corona imperial, Valencia continuaba siendo teatro de sangrientos desórdenes, parecidos al que dio por resultado el suplicio del panadero.

Llegado que hubo el virrey, conde de Mélito a Cuarte, y hecha presentación de sus poderes a los estamentos, dispuso su entrada pública en Valencia. A las puertas de la ciudad salieron a recibirle el gobernador don Luis Cavanillas, los jurados y una numerosa comisión de la nobleza. A la catedral se enderezaba la comisión por el camino más corto, cuando al doblar una esquina le salieron al encuentro los Trece de la junta popular con muchos de los agermanados. «Los reyes y los príncipes, le dijo Guillem Sorolla, cogiendo las bridas y deteniendo la mula del conde, no buscan atajos en sus entradas solemnes.» Le designó las calles por donde había de ir, tomó la comitiva la ruta marcada por el audaz plebeyo, entró en la catedral, fue reconocido y jurado el de Mélito por virrey, no sin que los estamentos protestaran que lo hacían obligados por las circunstancias y sin que sirviera de precedente para lo sucesivo, puesto que el monarca no les había jurado a ellos sus fueros, y admitida la protesta y concluida la ceremonia, se dirigió el virrey a su alojamiento.

Entre las peticiones que la junta popular presentó al virrey en aquellos primeros días, era una de las principales el nombramiento de dos jurados de la clase plebeya. Como un día le anunciasen en el palacio al síndico Sorolla que les sería negada su petición: «Pues bien, exclamó, habrá dos jurados plebeyos, o la sangre inundará el pavimento de esta casa.» Llegó en esto la víspera de la elección de los seis jurados (25 de mayo), y comenzaron los preparativos amenazantes de la gente popular. Intercedieron varios religiosos para que se accediera a la petición de los plebeyos en obsequio a la tranquilidad pública: el virrey se mantenía en su negativa, escudado en las últimas instrucciones que decía tener del monarca. Por último se hizo la elección, y resultaron nombrados los que proponían los Trece, sin que obtuvieran un solo voto los propuestos a nombre del rey. Recibiose el juramento a los nombrados, pero el virrey se obstinó en no reconocerlos, exasperando con este desaire al pueblo y a la Junta de los Trece, que protestaron vengarse en la primera ocasión; y por de pronto aquel mismo día hicieron un alarde de sus fuerzas pasando una gran revista, y descargando al tiempo de desfilar algunos arcabuzazos a las puertas del palacio del virrey.

Las ocasiones vienen pronto cuando se desean y se estudian pretextos para buscarlas, y así sucedió a los agermanados. A los pocos días, por sentencia del tribunal y mandamiento del virrey, era llevado al patíbulo un malhechor con el aparato de costumbre: hízose cundir la voz de que aquel infeliz, en contravención a los fueros, había sido condenado sin darle tiempo para su defensa, y lanzándose el atrevido Sorolla con gente de su bando sobre la comitiva fúnebre, arrebató al reo de manos de la justicia y le llevó a la catedral diciendo que era tonsurado. Puesto después el Sorolla a la cabeza de tres mil hombres, se dirigió al palacio del virrey conde de Mélito, con ánimo de apoderarse de su persona. Mas no habiendo salido con su intento a causa de la resistencia que por más de dos horas halló en la guardia del conde, se escabulló por entre los suyos, se escondió en su casa, y encargó a su amigo Bartolomé Domínguez hiciese correr la voz de que el virrey le había hecho asesinar secretamente.

El diabólico artificio del sagaz artesano surtió todo el efecto que se proponía. Difundida aquella falsa voz se alarmaron todos los plebeyos, batieron cajas, sacaron los estandartes de las cofradías, y a los gritos de ¡muera el virrey! ¡mueran los caballeros! se encaminaron en espantoso tumulto al palacio del conde. Defendiose éste vigorosamente con su corta guardia: su familia se puso en salvo pasando de casa en casa con los mayores peligros: los amotinados pedían que pareciese Sorolla, o degollarían al conde y a cuantas personas se encerraban en el palacio. En tal conflicto el obispo de Segorbe que se hallaba accidentalmente en Valencia, y que acaso supo o sospechó que Sorolla estaba escondido, se fue a su casa, preguntó por él a su mujer, y negole ésta la verdad. Insistió el anciano prelado; redobló y esforzó sus súplicas, hasta echarse a los pies de aquella mujer, que al fin confesó la verdad del caso. Presentose entonces Sorolla, el obispo le abrazó cariñosamente, le hizo cargos sobre las calamidades que estaba ocasionando, y le redujo a que montado a la grupa de su mula se presentara con él al pueblo. Era de noche, y a la luz de unas hachas que el obispo hizo encender marcharon los dos al lugar del combate. La presencia y la voz de Sorolla hicieron prorrumpir al pueblo en los gritos de ¡viva el rey! ¡viva Sorolla! Con la alegría de su aparición se apaciguó como por encanto el tumulto, y el virrey aprovechó aquellos momentos para salir muy de madrugada de Valencia y retirarse a Cocentaina, y de allí a Játiva, llamado por los nobles de esta ciudad, que al fin tuvo que abandonar también expulsado por los plebeyos, refugiándose por último en Denia.

Con la cobarde retirada del conde de Mélito los nobles de Valencia, sin protección y sin apoyo, tuvieron que salir de la ciudad con sus familias y criados, quedando los Trece dueños absolutos de ella, dejando únicamente al marqués de Zenete, hermano del virrey, que gozaba de mucha popularidad. En mal hora, cuando tan poderosa quedaba la germanía de Valencia, le ocurrió al vizconde de Chelva hacer ahorcar a un jefe de germanía de otra villa inmediata. Los valencianos enviaron allí una hueste, la cual, después de saquear y destruir cuanto le sugirió su furor de venganza, volvió ufana y victoriosa a la ciudad. Los Trece publicaron entonces una orden mandando que en adelante no se impusiese la pena de horca a ningún plebeyo, aunque fuera delincuente, sin que antes fuera ahorcado algún caballero, que fuese también criminal (julio, 1520).

Mientras los nobles concertaban con el capitán general refugiado en Denia los medios de conjurar tan deshecha borrasca, se proclamaban en germanía multitud de poblaciones; levantáronse en hermandad Elche, Mogente, Jérica, Segorbe, Onda, Orihuela y muchas otras villas y lugares del reino, con más o menos desórdenes, y con más o menos resistencia de los nobles y de las autoridades. Solo el pueblo de Morella se mantenía resuelto y firme contra las germanías, al modo que en Castilla se había mantenido Simancas contra las comunidades. Los de Morella se habían obligado con juramento hasta a matar a sus propios hijos, si menester fuese, si se atrevían a hablar en favor de los agermanados. ¡A tal extremo exaltan los ánimos las contiendas políticas, cualquiera que sea el partido porque se decidan los hombres! Allí no fue oída la voz del orador popular Guillem Sorolla, que pasó comisionado por la Junta de los Trece a exhortar a los morellanos a que se adhirieran a la germanía; antes bien fueron obligados a salir inmediatamente de la población el tejedor de lana y sus compañeros, y Morella se puso en un estado de defensa imponente, por cuya decisión escribió el emperador a sus vecinos desde Aquisgrán una carta sumamente honorífica y laudatoria (22 de octubre, 1520). Pero esta distinción imperial exasperó más a los plebeyos de Valencia, de Játiva y de otros puntos, multiplicándose con este motivo los desmanes y los excesos de la plebe. En Játiva se puso fuera de la ley a los nobles; las casas del gobernador y asesor fueron allanadas, y el tumulto penetró en las de la ciudad en busca de los jurados, arrollando una procesión religiosa que para impedir tamaña tropelía había salido con grande acompañamiento de sacerdotes, llevando uno en sus manos el Santísimo Sacramento.

En Valencia era ya impotente para reprimir las demasías la autoridad de los Trece. Un infeliz, llamado Francín, salinero de oficio, cometió la imprudencia de decir que el medio más derecho de acabar con la germanía sería pegar fuego a la población. No bien tan indiscreta imprecación había salido de su boca, cuando se lanzó sobre él un grupo de agermanados. Cerca estaban ya de acabar con su vida, cuando se presentó un sacerdote rogándoles que por lo menos le permitieran confesarse antes de morir; y con objeto de ganar tiempo y dar treguas para ver si conseguía templar el furor de los agresores hizo que de la inmediata iglesia le llevasen el Santo Viático. El desgraciado moribundo se abrazó en su agonía con el sacerdote y procuró cubrirse con sus vestiduras. El pueblo pedía desaforadamente que le entregaran la víctima; el vicario, que lo era Mosen Antonio Bonet, enseñó la sagrada forma y cubrió con la estola el objeto de las iras populares, como para mostrar que estaba bajo la salvaguardia de la religión. Nada bastó a contener los ímpetus feroces de la plebe, que se abalanzó sobre el acompañamiento, derramó por el suelo las formas sagradas, hirió y maltrató al vicario manchando con sangre sus vestiduras sacerdotales, y acabó de asesinar bárbaramente a Francín. No se sabe lo que habrían hecho con el cadáver de aquel desventurado, si no los hubiera contenido Juan Lorenzo que llegó a la sazón, e impidió que aquella gente desalmada diera todavía otro escándalo. Con su muerte acreditó este comunero que era hombre de buen corazón, pues le afectó tanto aquella horrible escena, que murió a las pocas horas de haber vuelto a su casa poseído del terror, y lleno tal vez de remordimientos por haber impulsado una revolución que así se desbordaba{5}.

Habían los Trece suprimido varios impuestos y repartido entre los plebeyos los cargos públicos. El tejedor Sorolla fue nombrado gobernador de Paterna, Benaguacil y la Pobla. El carpintero Miguel Estellés marchó al frente de quinientos hombres en socorro del Maestrazgo, cuyo país amenazaba ser dominado por los realistas de Morella, que acababan de apoderarse por asalto de San Mateo, y de ahorcar a seis de los principales agermanados de aquella villa, y repartídose sus bienes en castigo de haber ellos asesinado al gobernador cuando se alzaron en germanía. Por su parte los nobles reunidos en Albatera, viendo los pocos resultados de sus embajadas y reclamaciones al emperador, habían celebrado a propuesta del almirante de Aragón don Alonso de Cardona una junta en Gandía, a que asistió el virrey, y acordado en ella convocar a todos los caballeros del reino, y facultar al señor de Albatera para que organizara un cuerpo de ejército que comenzara a obrar por la parte de Orihuela. También el duque de Segorbe, don Alonso de Aragón, hijo del infante don Enrique, se ofreció voluntariamente a socorrer con gente de su reino a los de Morella, hacia donde avanzaba rápidamente con sus comuneros el carpintero Estellés. Después de algunos movimientos se encontraron las tropas de Estellés y las del duque de Segorbe en Oropesa, y empeñada allí una acción, bien sostenida por ambas partes, fueron al fin vencidos los agermanados, y presos Estellés y sus oficiales, y conducidos a Castellón fueron ahorcados él y doce más de los principales entre los suyos.

Algunas ventajas obtenidas en otros puntos por las germanías no bastaron a atenuar la irritación que produjo en Valencia la derrota de la división de Estellés y los suplicios de sus jefes. Sonó la campana de rebato, congregáronse en la plaza de San Francisco más de dos mil hombres, y sin que los ruegos de la clerecía, ni las lágrimas de las mujeres y ancianos fueran bastantes a contenerlos, salieron animosos de la ciudad y se alojaron aquella noche en Catarroja, donde por renuncia del jurado Jaime Ros que los mandaba nombraron general al confitero Juan Caro. Reforzados en su marcha por gentes de las germanías que se les allegaba, entraron en Alcira, desde cuyo punto, en número ya de cuatro mil hombres, hicieron una excursión y emprendieron el ataque del castillo de Corbera, defendido por caballeros. Después de algunos combates infructuosos, marchó Juan Caro hacia Játiva, cuyo castillo estaba por los nobles, con noticia que tuvo de que el virrey se disponía a sitiar la ciudad. Pero antes tuvo Juan Caro que acudir a Mogente, para impedir que el señor de esta villa se incorporase al virrey. También aquí fueron inútiles los asaltos que por cinco veces dio al castillo, si bien en uno de ellos consiguió clavar dos banderas en lo alto del muro. Avanzó al fin sobre Játiva, decidido a libertar la ciudad rindiendo la fortaleza. Resistieron por algunos días los caballeros que la guardaban, mas por último tuvieron que entregarse a los populares a condición de que los dejaran ir libres. Sin embargo, uno de ellos, llamado don Guillen Crespi, fue asesinado al salir de la ciudad. En este sitio murió el jefe de la germanía de Alcira, Tomás Urgellés, siendo reemplazado por Vicente Peris, terciopelero de oficio, y no menos audaz que Juan Caro.

Mientras este último rendía el castillo de Játiva, entraba en Valencia un comisionado de la germanía de Murviedro a pedir socorro a los Trece, no solo contra el duque de Segorbe que los hostigaba con correrías, sino también contra dos mil moros del país que se habían levantado en favor de la nobleza. Para concitar más los ánimos llevaba el mensajero sobre dos caballos los cadáveres de dos jóvenes que se encontraron ahogados en la acequia de Murviedro, de cuyo crimen se culpaba a los moros que se habían alzado por el partido de los nobles. Al rumor de la noticia y a la vista del espectáculo se armó instantáneamente el pueblo; un fraile agustino, llamado fray Lucas Bonet, corría las calles con un crucifijo en la mano arengando al pueblo y excitándole a vengar la muerte de los dos jóvenes, que llamaba mártires de Jesucristo. A la cabeza de la muchedumbre se dirigió el fraile a la catedral en busca del estandarte de la cruzada, que se negó a entregarle el cabildo. Entonces un mancebo, hijo de un escribano, se comprometió a sacar de la casa municipal la bandera que se enarbolaba en las guerras contra los moros, y así lo ejecutó entre los aplausos de la multitud, colocándola en la puerta de Serranos. Por su parte el religioso fray Lucas puso a la ventana de su casa un crucifijo entre dos banderas, como símbolo de la guerra santa que los exhortaba a emprender. Al día siguiente salían de Valencia en dirección de la antigua Sagunto cinco mil agermanados, mandados por el jurado Jaime Ros, llevando la bandera de la ciudad el cardador Miguel Marza, y haciendo de maestre de campo el mesonero Juan Siso. Era ya el verano de 1521.

Con la gente que se les agregó de Murviedro ascendía la legión de los agermanados hasta siete u ocho mil hombres. El duque de Segorbe, que se hallaba en Almenara con una mitad de gente, de la cual acaso la mayor parte era de los moros allegados, supo atraer los enemigos a la llanura donde pudiera maniobrar la caballería, en que llevaba gran ventaja a los de Valencia. Así fue que a pesar de la inferioridad numérica de los realistas, fueron los de la germanía destrozados, dejando en el campo cerca de dos mil hombres, si bien costó también al duque la pérdida de muchos caballeros de distinción (18 de julio, 1521). Recayeron sospechas de traición en el mesonero Juan Siso, y en su virtud fue alanceado en la plaza pública de Murviedro. No fue tan feliz el virrey, conde de Mélito, que alentado con la victoria del duque de Segorbe, acometió con cuatro mil quinientos hombres los agermanados que acaudillaba el intrépido y brioso Vicente Peris en Biar, y tuvo que retirarse vergonzosamente vencido y con no pocas bajas en sus filas; y aun de los nobles que se hallaron en la batalla, unos se retiraron con el virrey a Denia, otros se embarcaron a Peñíscola, y otros se internaron en Castilla{6}.

Vicente Peris era el terror de los nobles en aquella comarca, y de los moros que auxiliaban al virrey. Cerca de seiscientos de estos, refugiados en el castillo de Polop, se rindieron a las tropas de Peris, que les ofrecieron perdón con tal que recibieran el bautismo. Fiados en esta palabra y accediendo a la condición, salieron aquellos infelices y se dejaron bautizar. Mas no bien se verificó la ceremonia cristiana, se arrojaron sobre ellos los agermanados y los degollaron a todos bárbaramente, diciendo que aquello «era echar muchas almas al cielo y mucho dinero en las bolsas.»

Para ver de abatir a los populares que tan pujantes y soberbios se ostentaban, y de poner término a tan desastrosa lucha, se avistó el duque de Gandía con el condestable y el almirante de Castilla, gobernadores a la sazón de este reino, y acordaron que la gente que los caballeros castellanos reclutaban en Andalucía fuese en auxilio del virrey de Valencia, y que el marqués de los Vélez obraría también en combinación con los señores valencianos por la parte de Orihuela. Tan oportunamente acudió el de los Vélez, que no solo llegó a tiempo de apoderarse de Elche, donde los agermanados estaban dando harto que hacer al almirante de Aragón y a los magnates del país, sino que tomando sucesivamente a Aspe, Crebillente y Alicante, libertó también el castillo de Orihuela que defendía don Jaime Despuig, próximo ya a rendirse a los plebeyos. No esquivaron estos presentar la batalla a los nobles reunidos, confiando la dirección de su hueste al escribano Pedro Palomares. Pero el resultado de la batalla fue calamitoso y terrible para los agermanados (20 de agosto). Contáronse en ella hasta cuatro mil muertos; con los cadáveres se cubrió una acequia, en términos de pasar por encima de ellos como por un puente la caballería de los vencedores: el caudillo Palomares fue preso y decapitado, y los Trece que formaban la Junta de la ciudad fueron también ahorcados en la plaza. De resultas de la derrota de Orihuela se sometieron a los nobles, abandonando la causa de las germanías, casi todos los pueblos situados entre Orihuela y Játiva.

La mayor anarquía reinaba entretanto en la capital. Sin recursos el gobierno de los Trece para mantener las tropas sobre las armas, sublevábasele con el más ligero pretexto la plebe, y los reveses de fuera aumentaban, como acontece siempre, la exasperación de los más revoltosos y díscolos. Como el único remedio posible a tamaños males acordaron las personas más sensatas llamar al infante don Enrique de Aragón, el cual después de haberlo meditado se resolvió ir a Valencia y se alojó en el palacio arzobispal (19 de setiembre). Pero el buen efecto que pudo producir la presencia del príncipe se malogró a los pocos días con la llegada de Vicente Peris, que ufano con sus triunfos y su popularidad pretendía mandar en jefe y revocaba las órdenes de don Enrique. Con esto crecían diariamente los desórdenes y la confusión. El día que se celebraba el aniversario de la conquista de Valencia por don Jaime I (9 de octubre), pasando los populares en procesión por delante del palacio del arzobispo, insultaron al príncipe que se había asomado a una ventana y dispararon de paso algunos tiros.

Semejante situación no podía prolongarse mucho. El virrey se había apoderado de Murviedro y amenazaba la capital, mientras por otro lado amenazaban los marqueses de los Vélez y de Moya con los señores de Albatera y de Mogente, al frente de siete mil infantes y ochocientos caballos. Viendo la Junta de los Trece la imposibilidad de resistir, en la situación anárquica de la población, a tan considerables fuerzas, propuso capitulación{7}. Admitiola el virrey a condición de que los plebeyos dejaran las armas, depositándolas en el convento de San Francisco, y de que admitieran los jurados que él proponía. Aviniéronse a ello los Trece, y en su virtud resignaron el gobierno de la ciudad en manos de don Ramón de Viciana; los nuevos jurados tomaron posesión de sus cargos (18 de octubre); los agermanados más comprometidos abandonaron la ciudad, refugiándose Vicente Peris en Alcira, y trece días después hizo su entrada el conde de Mélito en Valencia (1.º de noviembre), dejando acantonadas sus tropas en los pueblos de la comarca.

El nervio y la fuerza principal de las germanías quedaba en Alcira, donde se hallaba el intrépido Vicente Peris con gente denodada y resuelta a defenderse peleando a todo trance, y en combinación con la de Játiva hacía atrevidos rebatos contra los destacamentos realistas. Sobre Alcira se puso el virrey con ocho mil hombres y un buen tren de batir. Pero a los pocos días de sitio, faltas sus tropas de víveres, intentado infructuosamente un asalto, y con noticia de que se aproximaban tres mil agermanados en socorro de la población, levantó el cerco con pérdida de más de mil hombres, y enderezose a Játiva, no sin que los de Alcira destacaran en pos de él una respetable columna que le fue molestando todo el camino y diezmándole su retaguardia.

Cuando parecía ir tocando a su término esta desastrosa guerra, se derramaba más sangre de compatriotas y hermanos. En los diferentes ataques que el virrey intentó contra Játiva, y en las varias salidas que contra él hicieron los de la ciudad, perecieron de una y otra parte cerca de cuatro mil hombres. Recurrió el virrey a medios políticos para hacer venir la ciudad a una capitulación, y se vio envuelto por un ardid de los agermanados, con el cual se acreditaron de muy artificiosos, pero de nada nobles. Dijéronle que rendirían la ciudad con tal que se les permitiera entregarla a su hermano el marqués de Zenete, de quien tenían confianza. Accedió a ello el virrey; en su virtud el marqués su hermano fue llamado a Játiva (diciembre), y el conde, fiado en que se haría su rendición, se retiró a Montesa. Tan luego como se vieron libres los de la germanía, provocaron un motín dentro de la ciudad; trató de sosegarle el marqués de Zenete, echose sobre él Vicente Peris, que parecía hallarse en todas partes, con doscientos de los suyos; el marqués se defendió briosamente, pero fatigado del largo combate hubo de rendirse, y le encerraron en la torre de San Jorge.

Justamente exasperado el virrey con tamaña deslealtad y tan pesada burla, antes de revolver contra los de Játiva, descargó primero sus iras en los de Onteniente, que sometidos ya, habían vuelto a rebelarse. Acometida la villa y hechos fuertes los comuneros en la iglesia y en la casa del párroco, incendió el virrey la una y se apoderó a viva fuerza de la otra; hizo sobre quinientos prisioneros y mandó ahorcar en su plaza a más de setenta. Angústiase el alma y se estremece el corazón al tener que reseñar (y lo hacemos lo más compendiosamente que nos es posible) tan trágicas escenas. No sucedía así en verdad a los autores de aquellos dramas sangrientos, puesto que en la misma plaza de Onteniente un oficial del rey veía impasible y sereno ejecutar en la horca a un hermano suyo que militaba entre los agermanados.

A reclamación de casi todo el vecindario de Valencia fue puesto en libertad el marqués de Zenete, que volvió a la capital con gran satisfacción de los nobles, y hasta de los plebeyos, que de todos era generalmente bien quisto el marqués. Pero aquella alegría se aguó pronto con la nueva de que el temible Vicente Peris había salido de Játiva con alguna gente y se dirigía a Valencia a reanimar a sus parciales. A prenderle o impedirle la entrada salió con cien caballos el gobernador don Luis Cabanillas, que temiendo ser cortado por una columna de la germanía de Alcira, regresó a la ciudad sin otro fruto que ser insultado a la entrada por la plebe, contra la cual tuvo que dar algunas cargas de caballería.

No obstante la vigilancia y las prevenciones de las autoridades de Valencia, el diabólico y artificioso Peris tuvo maña para introducirse una noche en la ciudad (18 de febrero, 1522), y con una osadía que no puede menos de asombrar se instaló en su propia casa, en la calle de Gracia, donde inmediatamente congregó a los más resueltos de sus amigos, decididos todos a morir por defenderle. Con la noticia de su llegada puso el gobernador sobre las armas cinco mil hombres, de los cuales formó tres cuerpos; confió el mando del uno a su lugarteniente don Manuel Exarch, el del otro al marqués de Zenete, y él en persona había de dirigir el tercero. Todos habían de confluir simultáneamente por diferentes puntos a la calle en que moraba Vicente Peris. La guerra de las germanías se iba a decidir aquel día, pero tenía que ser un día de horror para Valencia. Se abrieron todos los templos. Se expuso en ellos el Santísimo Sacramento y se llenaron de gente. Las tres columnas avanzaron por diversas calles hasta penetrar a un tiempo en la de Gracia. Sobre las tropas del rey caían de todas las ventanas de aquella estrecha calle las piedras, los utensilios y enseres de las casas, y el agua hirviendo que desde ellas arrojaban las mujeres. Tres horas duró el combate y la defensa de la casa de Vicente Peris, y la calle estaba sembrada de muertos, heridos y moribundos. Pudieron al fin los soldados acercarse a la casa y ponerle fuego. Por entre las llamas salieron la mujer de Peris y sus hijos, quedándose él dentro con unos pocos. El fuego le abrasaba ya, desplomábase la humilde vivienda, y ya no tuvo remedio sino entregarse al capitán don Diego Ladrón que tenía más inmediato. Entre el gobernador y el marqués de Zenete se hallaba el Vicente Peris a poco rato, cuando se lanzaron sobre él unos grupos y le asesinaron bárbaramente. Arrastrando llevaron su cadáver hasta la plaza del Mercado; medio despedazado su cuerpo le colgaron en la horca: bajáronle después, le cortaron la cabeza y la colocaron en una ventana del palacio episcopal, de donde más adelante la quitaron para clavarla en la puerta de San Vicente. Hasta otros diez y nueve de sus compañeros fueron ahorcados en las cárceles aquel mismo día, y sus miembros se veían después en las puntas de los maderos en los caminos reales. La casa de Peris fue arrasada, y de su solar quedó la plazuela llamada de Galindo.

Parecía que vencida la revolución, de una manera tan trágica, pero tan definitiva en Valencia, debía haber quedado sosegado el reino; pero alentaba a los agermanados de Játiva un hombre misterioso, a quien habían recibido con entusiasmo, y que había logrado alucinar a la gente crédula, diciendo que era hijo de unos grandes príncipes, pero que graves motivos de política le obligaban a ocultar su nacimiento y su nombre, por cuya razón le llamaban El Encubierto. Este singular personaje hablaba varias lenguas, seducía con la palabra, atraía con sus modales, mostraba valor en los peligros, dábase aire de apóstol, y se decía inspirado y como predestinado por Dios para acabar con la morisma del reino. Suponíase hijo del Príncipe don Juan de Castilla y de Margarita de Flandes, y por consecuencia nieto de los Reyes Católicos. Decía que lo que había dado a luz la princesa Margarita no había sido una niña, como había figurado el cardenal Mendoza de acuerdo con la partera, sino un niño, que era él, y que no había muerto, como se dijo entonces, sino que había sido trasportado a Gibraltar, y dado a criar a una pastora, que le puso el nombre de don Enrique Enríquez de Ribera. Al principio cuando los agermanados le preguntaban su nombre, respondía que se llamaba el Hermano de todos. «Vestía, dice un historiador valenciano, una hernia parda de marinero, un capotín de sayal abierto por los lados, calzones de lo mismo a lo marinesco, y el bonete, una gallaruza castellana: el calzado una abarca de cuero de buey y otra de pellejo de asno. De cuando en cuando salía a predicar en público{8}

Con esto logró el Encubierto fascinar a muchos, se hizo un gran partido entre la gente popular, y había quien le reverenciaba como a verdadero príncipe. Habíase hecho amigo de Peris, y cuando se levantó el sitio de Játiva, se trasladó a Alcira, donde fue espléndidamente agasajado. Presentose el Encubierto como vengador de la muerte de Vicente Peris, y así se lo escribió desde Alcira a los de Valencia, anunciando su ida a la ciudad. Súpolo el marqués de Zenete, hizo vigilar las puertas y frustró su tentativa. Penetrado el marqués de la necesidad de acabar con aquel hombre, pregonó su cabeza, ofreciendo al que le cogiera muerto o vivo doscientos ducados de oro. Abandonado por sus parciales en otra segunda tentativa que hizo sobre la capital, y retirado a Burjasot, le sorprendieron una noche en su casa dos plebeyos y le asesinaron (19 de mayo, 1522). Llevado el cadáver del Encubierto a Valencia, fue quemado de orden del Santo Oficio, y su cabeza y la del que había de haberle facilitado la entrada en la ciudad, fueron clavadas sobre la puerta de Cuarte{9}.

Continuó, sin embargo, por algún tiempo la guerra entre las tropas reales y las de las germanías de Játiva y Alcira por la parte de Sueca, Carlet, Luchente, Albaida y Bellús. En este último punto tuvieron los agermanados un encuentro con el virrey, en que perdieron más de mil infantes y siete banderas. Con esto y con los refuerzos que al conde de Mélito envió el emperador, de vuelta ya en España, acometió otra vez la rebelde y obstinada ciudad de Játiva, en ocasión que se hallaban casi solas las mujeres en la población (6 de setiembre, 1522), las cuales hicieron una defensa varonil, dando lugar a que entraran los hombres que andaban corriendo la comarca. Pero el virrey, jefe ya de un ejército respetable, apretó tanto el sitio, que después de algunos días tuvieron que rendirse aquellos tenaces agermanados. Privada Alcira del apoyo de Játiva, y sola ya en la contienda, se entregó sin resistencia al vencedor, que pasó a plantar el estandarte imperial en el último baluarte de las germanías{10}.

Terminada aquella sangrienta guerra y sosegado el reino, comenzaron los procesos contra los agermanados, como en Castilla contra los comuneros después de concluida la guerra de las comunidades. El famoso Guillem Sorolla, gobernador de Paterna y Benaguacil, que había sido traidoramente vendido y entregado a la justicia real por un moro criado suyo, fue sentenciado a muerte y ejecutado en Játiva, sufriendo después igual pena el agermanado Oller, cuyo interrogatorio había servido para condenar a Sorolla. Su cabeza fue llevada a Valencia, y colocada a una esquina de la casa de la ciudad. Su casa fue arrasada como la de Vicente Peris. El nombre de aquel famoso tejedor, individuo del gobierno de los Trece, y uno de los más audaces caudillos de las germanías, se conserva inscrito en la calle misma en que vivía, que desde entonces se ha llamado calle de Sorolla. Igual fin que Sorolla tuvieron Juan Caro y otros jefes de la germanía. La muerte, el destierro o la fuga fueron haciendo desaparecer a todos los agermanados de alguna cuenta, y los gremios de Valencia, y en general todas las clases de menestrales y artesanos, todos los que se nombraban plebeyos, fueron objeto de una activa persecución, sufrieron la triste suerte de los vencidos, y fueron recargados de gravosísimos impuestos. Un escritor valenciano hace subir a catorce mil el número de víctimas que costó la guerra de las germanías{11}.

Así sucumbió casi a un tiempo y de un modo igualmente trágico la clase popular en Castilla y en Valencia, y en uno y otro reino quedó victoriosa y pujante la clase nobiliaria. Diversas en su origen y en sus tendencias las dos revoluciones, sobrábanles a los populares de ambos reinos motivos de queja, y aun de irritación, a los unos por las injusticias y las tiranías con que los oprimían los nobles, a los otros por la violación de sus fueros y franquicias que sufrían de parte de la corona. Para sacudir la opresión o reivindicar sus derechos acudieron unos y otros a medios violentos, cometieron los excesos que acompañan de ordinario a los sacudimientos populares, fueron en sus pretensiones más allá de lo que consentía el espíritu de la época y de lo que les convenía a ellos mismos; les sobró valor e intrepidez y les faltó dirección y tino; ambos movimientos fueron mal conducidos, y entre sus muchos errores el mayor para ellos fue haber obrado aisladamente y sin concierto los de Valencia y los de Castilla. Aun así, estuvo Carlos de Gante a peligro de perder su corona de España mientras ceñía en sus sienes la del imperio alemán. Pero una y otra revolución sucumbieron, y las guerras de las Comunidades y de las Germanías dieron por resultado el engrandecimiento de la autoridad real y la preponderancia de la nobleza.




{1} Los que más de propósito y con más extensión han escrito sobre el levantamiento y guerra de las Germanías, son: Martín de Viciana, «escriptor de vista,» como él se dice, en la cuarta parte de su Chronica de Valencia; Gaspar Escolano, en el libro X de la Historia de Valencia; Bartolomé Leonardo de Argensola, en su libro I de los Anales de Aragón; y Sandoval, aunque más brevemente, en su Historia del emperador Carlos V.– Con presencia, a lo que se ve, de estas obras, y de los documentos que haya podido recoger en los archivos de aquella ciudad, publicó recientemente (en 1843) don Vicente Boix su Historia de la ciudad y reino de Valencia, cuyo libro VI dedica a la relación del alzamiento y guerra de las Germanías. Seguimos generalmente este extracto, por hallarle conforme en lo sustancial con las relaciones de los historiadores citados.

Don José Quevedo publicó por apéndice, o sea nota, a su traducción de la Historia de las Comunidades de Castilla de Maldonado, una sucinta relación de la de las Germanías de Valencia, sacada de una Apología escrita en latín a Joanne Baptista Agnesio, Christi Sacerdote, impresa en Valencia en 1543. Tomamos muy poco de ella, porque la hallamos en muchos puntos en contradicción con lo que aquellos respetables historiadores nos suelen decir contestes.

{2} «Mostraba, dice Escolano, tener entre todos gran celo, mejor labia, y no poca agudeza.»– «Era anciano, leído y bien hablado, dice Argensola; y con esto ganaba y conservaba autoridad, con la cual llegó a tener tanta mano en el pueblo, que le gobernaba desde su casa.» Anal. lib. I, c. 75.

{3} «Por memoria, dice Escolano, de Christo nuestro Señor y de los doce Apóstoles.» Lib. X. cap. 4.

Los trece nombrados fueron: Antón Garbi, pelaire; Sebastián de Noha, vellutero (tejedor de terciopelo); Guillem Sorolla, tejedor de lana; Vicente Montolí, labrador; Pedro Villes, tundidor; Pedro Bage, curtidor; Damian Isern, guantero; Alonso Cardona, cordonero; Juan Hedo, botonero; Gerónimo Cervera, cerero; Onofre Peris, alpargatero; Juan Sancho y Juan Gamis, marineros.

Declararon además que siempre habían de ser de la junta un pelaire, un terciopelero, un tejedor y un labrador: los demás oficios serían echados a la suerte en un sombrero, y de los que saliesen se nombraría un menestral a votación, hasta que todos los oficios participaran del gobierno.

{4} De la palabra lemosina germá, hermano: y así Germanía quería decir Hermandad.

{5} «Nunca para esto se inventó la germanía,» había dicho Juan Lorenzo al presenciar el sacrilegio y la atrocidad; y volviéndose a Vicente Peris y a uno de los asesinos les dijo: «Vosotros dos seréis la perdición de Valencia.» El pronóstico de Juan Lorenzo se cumplió.– Escolano, lib. X, c. 9.

{6} Cuando le preguntaron los nobles qué harían, respondió el virrey: «Que se de cada uno cobro: batalla han querido, buena batalla les queda.» Y picó su caballo, y se partió volando a Denia a poner en salvo su mujer y sus hijos.

{7} Para esto pasaron a Murviedro en nombre de la ciudad el obispo de Mallorca, tres canónigos, el racional, un abogado, y dos de cada oficio, que serían entre todos ciento cincuenta de a caballo.

{8} Escolano, Historia de Valencia, lib. X, c. 19.

{9} Este famoso embajador parece era hijo de padres judíos y natural de Castilla, cuya lengua hablaba muy bien. Había estado algún tiempo en la Huerta de Valencia haciendo vida de ermitaño. Después sirvió en Cartagena a un rico comerciante llamado Juan Bilbao, en cuya compañía fue a Oran a asuntos mercantiles. Al cabo de algún tiempo sedujo la mujer o la hija del comerciante, por lo cual fue despedido de la casa ignominiosamente y pasó a servir al gobernador de Orán. Habiéndosele descubierto otra fechoría semejante, fue azotado públicamente por las calles de aquella ciudad. Y desde allí se vino a Valencia, y tomó la parte que hemos visto en la guerra de las germanías.

{10} Allí recibió el virrey orden del emperador para que diera libertad al duque de Calabria don Fernando de Aragón, preso hacía diez años en el castillo de Játiva.

{11} La isla de Mallorca donde se había propagado también la revolución de las germanías, con los mismos horrores que en Valencia, se rindió y sometió al poco tiempo a consecuencia de una armada que envió allá el emperador.