Parte tercera ❦ Edad moderna
Libro I ❦ Reinado de Carlos I de España
Capítulo IX
Coronación de Carlos V
Primeras guerras de Italia
1520-1522
Salida de Carlos de España.– Va a Inglaterra.– Situación, carácter y relaciones de los reyes de Francia e Inglaterra.– El cardenal Wolsey.– Alianza de Carlos con Enrique VIII.– Coronación de Carlos V en Aix-la-Chapelle.– Entrevista de Francisco I de Francia y Enrique VIII de Inglaterra en el Campo de la Tela de Oro.– Relaciones entre los monarcas y príncipes de Europa.– Guerra del Luxemburgo.– Rompimiento entre Carlos V y Francisco I.– Guerra de Navarra.– Toman los franceses a Pamplona y sitian a Logroño.– Son rechazados.– Guerra de Milán.– Alianza entre el emperador, el papa y Enrique VIII.– Los franceses expulsados de Milán.– Muerte del papa León X.– Elección de Adriano, regente de Castilla.– Nueva guerra y derrota de franceses en Lombardía.– Vuelta de Carlos V a Inglaterra.– Guerra entre ingleses y franceses.– Regresa el emperador a Castilla.
Gana y deseo vehemente teníamos ya de dar algún desahogo al espíritu fatigado del sombrío cuadro de las guerras civiles, y de apartar nuestra vista de los campos de Castilla y de Valencia regados con sangre española, vertida por españoles mismos en batallas y cadalsos, y de espaciarla por más ancho horizonte, y de distraer nuestro ánimo y el de nuestros lectores con espectáculos de otra índole que estaban representándose en otro más vasto teatro.
Y en verdad, tan pronto como se tienden al viento las velas de la nave que desde las aguas de la Coruña conducía a Carlos de Gante a los dominios del imperio que acababa de heredar (mayo, 1520), desde aquel momento no puede menos de desplegarse a los ojos de nuestra imaginación el cuadro general de la Europa, en que el regio navegante está llamado a representar el primer papel. En efecto, el nieto de los Reyes Católicos, joven de veinte años, pero rey ya de Castilla, de Aragón, de Navarra, de Valencia, de Cataluña, de Mallorca, de Sicilia, de Nápoles, de los Países Bajos, de una parte de África, y de las vastas islas e ilimitados continentes del Nuevo Mundo, va a agregar a tan grandes y ricas coronas la del imperio alemán, cuya elevadísima posición le ha de obligar a entenderse con todos los soberanos de Europa, y a tomar una parte principalísima en todas las grandes cuestiones y en todos los grandes intereses del mundo y del siglo; de un mundo y de un siglo en que encontraba ya dominando príncipes tan grandes como Francisco I de Francia, como Enrique VIII de Inglaterra, como Solimán el Magnífico de Turquía, y como León X, que desde la silla de San Pedro regía y gobernaba la cristiandad; «cada uno de los cuales, hemos dicho en otra parte, hubiera bastado por sí solo para dar nombre a un siglo{1}.»
Francisco I de Francia, rival ya de Carlos desde sus frustradas pretensiones al imperio, con todo el resentimiento de un pretendiente desairado, y con toda la envidia que inspira el amor propio mortificado con la preponderancia alcanzada a los ojos de Europa por otro contendiente más feliz{2}; soberano de un reino grande, enclavado en el centro de Europa, y fuerte por la unidad que acababa de alcanzar; dotado de un espíritu caballeresco, que no cuadraba ya a la época; pero alimentado con la lectura de los libros de caballería; dueño del Milanesado, que el imperio alemán miraba como feudo suyo, y cuya investidura no había logrado aún el monarca francés; con pretensiones todavía al reino de Nápoles, de que su antecesor había sido desposeído por Fernando el Católico; conservándolas Carlos al ducado de Borgoña que el astuto Luis XI de Francia había desmembrado de la herencia de Carlos el Temerario; interesado Francisco en que se restituyera el reino de Navarra a Enrique de Albret, y, con aspiraciones el rey de Francia a dominar sobre las dos vertientes de los Alpes, puédese discurrir cuán imposible era augurar ni prometerse que se mantuvieran amigos dos jóvenes príncipes, entre quienes tantos y tan graves y complicados motivos de rivalidad existían, a pesar del tratado de paz de Noyon{3}. Para un caso de rompimiento, Carlos contaba con mucho mayor poder y con mucho más vastos dominios que Francisco, pero de tal manera desparramados, que no le había de ser posible colocarse nunca en el centro, de modo que pudiera atender fácilmente a las necesidades que en los puntos extremos pudieran ocurrir. La Francia, mucho más pequeña que la totalidad de aquellos inmensos estados, pero más fuerte que cada uno de ellos, estaba en más ventajosa posición para defenderse y para ofender.
Enrique VIII de Inglaterra, que había reunido en su persona los opuestos derechos de las familias de Yorck y de Lancaster; que había subido al trono en una de las épocas más felices para su pueblo; que había heredado paz y tesoros; activo, emprendedor, ambicioso, diestro en los ejercicios militares, y con un carácter acomodado a las inclinaciones de sus súbditos, se hallaba en una posición de todo punto diferente de la del monarca francés. Separada la Inglaterra del continente europeo, al abrigo de una invasión extraña, dueña del puerto de Calais, que le abría la entrada en Francia y le franqueaba el camino a los Países Bajos, hallábase el rey Enrique en disposición de mantenerse neutral, de poder ser mediador entre Carlos y Francisco, y de impedir el desequilibrio europeo que pudiera ocasionar la preponderancia de uno de los dos rivales. Pero no tenía Enrique ni la habilidad ni la calma necesarias para mantener tan ventajosa posición, y sobrábale pasión y vanidad para conocer como debiera sus verdaderos intereses y los de su reino. Verdad es que tanto como a su carácter culpa la historia a los consejos y al influjo de su primer ministro y favorito el cardenal Wolsey, hombre devorado de la ambición y de la codicia, y lleno de orgullo por la solicitud con que los príncipes mismos buscaban su amistad y le adulaban, como el mejor medio para congraciarse con el rey{4}.
Había logrado el rey de Francia granjearse el favor del cardenal inglés, halagando su codicia con una considerable pensión, y su vanidad consultándole en los más arduos e importantes negocios, y por su mediación había ajustado el casamiento del delfín con la hija de Enrique, y concertado tener los dos monarcas una solemne entrevista, a que asistiera todo lo más brillante de las cortes de Europa. Temiendo el rey Carlos de España las consecuencias de esta unión, determinó ganar a su rival por la mano, y desde la Coruña se dirigió a Inglaterra, desembarcando en Douvres (26 de mayo, 1520), sin avisar de ello a Enrique, a quien sorprendió y halagó tan inesperada visita. En solos cuatro días que permaneció Carlos en Inglaterra consiguió atraerse y separar de la amistad de la Francia al rey Enrique y a su ministro favorito; a éste, prometiéndole todo su valimiento para que un día cambiara el capelo de cardenal por la tiara pontificia, que sabía ser el sueño dorado de Wolsey; a aquel, ofreciendo hacerle árbitro de todas sus diferencias con Francisco I. Seducidos ambos con tan bellas promesas, agasajaron a Carlos a competencia, y Enrique le dio palabra de pagarle su atención, volviéndole la visita en los Países Bajos, tan luego como tuviera la acordada entrevista con el francés.
Despidiéronse con esto afectuosamente ambos monarcas, y Carlos se reembarcó para Flandes, donde permaneció poco tiempo, y de allí partió a Aix-la-Chapelle, ciudad designada en la Bula de Oro para la coronación de los emperadores. Allí, con la más suntuosa magnificencia, y a presencia de la asamblea más brillante y más numerosa que jamás se había visto, vestido Carlos de una ropa talar de brocado, con un rico collar al cuello, se hizo la solemne ceremonia (23 de octubre), ungiendo sus manos y colocando la corona de Carlo-Magno en su cabeza los arzobispos de Colonia y de Tréveris{5}.
Antes de esto se había verificado ya en Ardres, ciudad de la costa de Francia, la célebre y fastuosa entrevista de Francisco I y Enrique VIII en la llanura llamada Campo de la Tela de Oro; famosa reunión, por el lujo, el boato y la esplendidez que ostentaron los nobles de ambos reinos, que, como dice un escritor francés{6}, «llevaban sobre sus cuerpos sus molinos, sus bosques y sus prados:» fiesta de placer y de etiqueta, solemnizada por espacio de diez y ocho días con juegos y ejercicios en que reinó la galantería, la elegancia y el buen gusto{7}. Concluida aquella fiesta, Enrique VIII pasó a visitar a Carlos en Gravelines, donde estrecharon su alianza los dos soberanos, acompañando después Carlos a Enrique hasta el puerto de Calais.
Entre los graves negocios que reclamaban la presencia del recién coronado emperador en Alemania el más importante de todos era el de la reforma religiosa proclamada por Lutero. Interesaba a la cristiandad, y urgía atajar la revolución y el cisma que amenazaban producir las nuevas doctrinas difundidas por el fraile alemán, y a este efecto convocó el emperador la dieta imperial para el 6 de enero (1521) en la ciudad de Worms. Pero antes de informar a nuestros lectores de lo que se determinó en la dieta de Worms sobre la famosa Reforma, origen de grandes acontecimientos materiales y principio de una revolución en las ideas del mundo, piedra de toque de todos los principales sucesos y complicaciones de este reinado y de este siglo, de la cual por lo mismo nos proponemos hablar separadamente, cúmplenos para la mayor claridad histórica dar cuenta de las causas y de las primeras consecuencias del rompimiento que ya se temía entre los dos poderosos rivales Carlos V y Francisco I.
Temiendo ya este rompimiento, que la política del ministro Chièvres había podido retardar, cada uno de los dos monarcas había procurado hacerse aliados y amigos, en lo cual también se anticipó al francés el emperador, que desde su salida de España obraba con una previsión, una destreza y una energía, que el emperador de Alemania no parecía ser el rey de España, y en los asuntos generales de Europa mostrábase muy otro que en los negocios del reino español. De contado tuvo la habilidad de halagar la ambición de su hermano Fernando cediéndole el ducado hereditario de Austria, con lo que contaba un aliado seguro en aquella frontera. La amistad de Enrique VIII era un gran peso en la balanza de su poder, como lo significaba sobradamente la arrogante divisa no sin fundamento adoptada por el monarca inglés: Cui adhæreo, præest; «a quien yo me adhiero, aquel prevalece.» Una vez inclinado el rey de Inglaterra del lado del emperador, restábale a Francisco I de Francia ganar el favor del papa León X, que había empleado todo su estudio en mantener cuanto le fue posible su neutralidad y en diferir la hora de decidirse por uno de los dos soberanos. Llegado el momento de resolverse, logró el de Francia pactar con él un tratado de partición de Nápoles. Pero bajo este pacto ostensible celebró secretamente otro más serio con el emperador, en que concertaron unirse para arrojar los franceses de Italia, dando el Milanesado en usufructo al duque Francisco Sforza, y comprometiéndose el emperador a devolver a la Iglesia los ducados de Parma y Plasencia, a sostener en Florencia los Médicis, y a aumentar el tributo que por el feudo de Nápoles pagaba a la Santa Sede. Así se apartó León X de la prudente neutralidad que tanto le hubiera convenido, ya que no tenía el genio y la osadía de Julio II. Venecia seguía su acostumbrada política expectante, y las demás repúblicas y príncipes de Italia estaban más para guardarse y defenderse lo mejor que pudieran, que para moverse y ofender a otros.
No pudiendo sufrir Francisco I, aunque desprovisto de aliados, el engrandecimiento de su rival, y deseando tener motivo o pretexto para romper el tratado de Noyon, discurrió, a guisa de rey-caballero, cuyo dictado se daba, ayudar a su infortunado pariente Enrique de Albret en sus pretensiones a la corona de Navarra, incorporada desde Fernando el Católico a la de Castilla. Pero era menester cohonestar la ruptura con Carlos, para lo cual se le deparó la ocasión siguiente. Roberto de la Marca, que estaba al servicio del emperador, por un desaire que sufrió en sus pretensiones a un castillo del ducado de Luxemburgo se despidió de Carlos, y pasando a Francia levantó gente y se metió por las tierras del Luxemburgo que pertenecían al imperio. Comprendió luego el emperador de dónde podía venirle aquel golpe, y quién era el que había promovido o alentado la agresión, y sin dejar de enviar contra el rebelde Roberto el duque de Nassau, despachó un mensaje al rey de Francia haciéndole cargo de haber roto la paz de Noyon, cargo de que procuró excusarse Francisco I. Mas como a los pocos días continuasen las hostilidades, a pesar de la mediación y de las conferencias de paz abiertas por Enrique de Inglaterra en Calais, la guerra prosiguió por Luxemburgo y las fronteras de Flandes, sosteniéndola por parte del emperador el duque de Nassau, por la del rey de Francia La Marca, Bayard, y el condestable de Borbón: guerra que hizo al emperador ponerse en marcha para los Países Bajos, que dio por resultado una alianza secreta entre el emperador, el papa y el rey de Inglaterra contra el de Francia, y que fue como el pequeño preludio de otros más graves acontecimientos.
Rotas ya entre los dos monarcas las hostilidades, que habían de durar toda su vida con pocos intervalos, pareciole a Francisco que las alteraciones en que España andaba por aquel tiempo envuelta con motivo de las guerras de las comunidades de Castilla y de las germanías de Valencia, ofrecían oportuna ocasión para acometer la Navarra en auxilio de Enrique de Albret. Envió pues de este lado de los Pirineos un ejército al mando de Andrés de Foix, señor de Lesparre{8}, hermano de Mr. de Lautrec, virrey de Milán. Navarra estaba en efecto desguarnecida de tropas, y no les fue difícil a los franceses apoderarse de Pamplona, que el virrey duque de Nájera había desamparado, y pasando el Ebro y siguiendo adelante casi sin resistencia pusieron sitio a Logroño. Por fortuna para el emperador los gobernadores de Castilla acababan de quedar desembarazados de la guerra de las comunidades con la derrota de los comuneros en Villalar, y convocando y allegando cuanta gente pudieron y ofreciéndose a servirles para rechazar la invasión extranjera muchos de los mismos que habían peleado en favor de los populares, acudieron todos al peligro, obligaron a los franceses a levantar el sitio de Logroño{9}, y continuaron rechazándolos y persiguiéndolos hasta lograr batirlos en un campo entre Ezquiroz y Noain. El señor de Lesparre tuvo la temeridad de aceptar allí la batalla sin esperar los refuerzos que le llevaba el de Albret. El resultado fue quedar derrotado y deshecho el ejército francés (30 de junio, 1521), con no poca gloria del condestable, del almirante, del duque de Nájera y demás caballeros castellanos que a aquella batalla concurrieron, siendo pocos los franceses que pudieron volver a su tierra, porque los montañeses navarros les atajaban, como de costumbre, los desfiladeros, y los mataban en aquellos peligrosos pasos tan funestos a los soldados de Francia.
Algunos meses más adelante (fines de setiembre) hicieron los franceses otra invasión en España: tomaron las fortalezas del Peñón y de Maya, y lo que fue más sensible, rindieron a Fuenterrabía en Guipúzcoa, que custodiaba el Capitán Diego de Vera, y dejándola bien pertrechada se volvieron a Bayona (octubre). Causó mucho dolor esta pérdida en Castilla, y el fiscal real entabló acusación contra Diego de Vera, que tuvo necesidad de dar sus descargos. Para mantener en respeto a los franceses y contener sus progresos se destinó a San Sebastián con buenas compañías de guarnición a don Beltrán de la Cueva, primogénito del duque de Alburquerque, hombre reputado por valeroso; pero ni los franceses trataron ya de internarse más, ni se recobró Fuenterrabía. Harto tenían aquellos que hacer por otro lado.
Como uno de los designios del emperador y del papa fuese arrojar de Italia a los franceses, cuya dominación había sido siempre repugnante y odiosa a los italianos más que la de otra nación alguna{10}, extendiose también la guerra por el Milanesado, a la cual dio buena ocasión el carácter y conducta del mariscal de Lautrec, que mandaba en Milán, general experto y hábil, pero codicioso, altivo e insolente, que con sus exacciones y sus violencias tenía irritados a los milaneses y había hecho aborrecible y execrable el nombre francés. Uno de los que habían salido huyendo de sus tiranías, el vice-canciller Gerónimo Morón, se había refugiado en casa de Francisco Sforza, y reveládole un plan para sorprender muchas plazas en aquel ducado. El papa no solo acogió y alentó este proyecto, sino que habiéndose atrevido el de Lautrec a acometer, aunque sin fruto, una plaza de los dominios pontificios{11}, valiose de esta ocasión para declarar abiertamente la guerra al virrey de Francia en Milán de concierto con el emperador. Diose el mando de las tropas imperiales y pontificias a Próspero Colona, general prudente y consumado, compañero en otro tiempo del Gran Capitán español, el segundo de Gonzalo de Córdoba y su émulo después. Sorprendió esta novedad comunicada por Lautrec al rey Francisco I, que teniendo una parte de sus tropas en los Países Bajos, otra en las fronteras de España, y no esperando tan repentino ataque por la parte de Italia, se apresuró a pedir auxilios a sus aliados los suizos, y a mandar a Lautrec que se retirase inmediatamente a su gobierno y cuidara de la defensa de Milán.
Lautrec, a pesar de las dificultades y entorpecimientos que experimentó, llegó a reunir un ejército respetable, con el cual pudo detener algún tiempo los progresos de las tropas confederadas y defender su estado. Mas por una combinación artificiosa que supo emplear el cardenal de Lyon su enemigo, mientras la legión suiza que militaba bajo las banderas imperiales continuó al servicio del emperador y del papa contra una orden de la dieta helvética, que le fue interceptada y no comunicada, los suizos auxiliares de Lautrec, que constituían su fuerza principal, obedeciendo aquella misma orden que les fue intimada, abandonaron las filas francesas retirándose a sus cantones. Disminuido así el ejército francés, el general de los imperiales Próspero Colona atravesó el Adda, y obligó a Lautrec a recogerse en Milán; un desconocido que salió de la ciudad al campamento de los aliados les reveló el modo y la hora en que podían sorprender la plaza; en su virtud de orden de Colona avanzó el marqués de Pescara con la infantería española, siguió a éste todo el ejército; al llegar a la puerta de la ciudad huye la guardia; prosigue internándose casi sin resistencia el ejército y se encuentra dueño de la población, sin tener tiempo Lautrec para otra cosa que para dejar guarnecida la ciudadela y retirarse él a territorio veneciano. El ejemplo de Milán es seguido por otras ciudades. Parma y Plasencia vuelven al dominio de la Santa Sede, y fuera de Cremona, del castillo de Milán y de algunos otros fuertes poco considerables, no queda nada a los franceses de todas sus conquistas en Lombardía.
Tal fue el trasporte de júbilo que causó al pontífice León X la noticia de este suceso feliz, que habiéndole cogido con una fiebre que estaba bien lejos de creerse peligrosa, le alteró de tal manera y agravó de tal modo su enfermedad, al decir de muchos historiadores, que en pocos días le condujo al sepulcro (2 de diciembre, 1521), en el vigor de su edad y en los momentos que más le sonreía la fortuna. La muerte del papa trastornó la marcha de los sucesos: los cardenales que seguían al ejército, dejaron los campamentos militares para asistir al cónclave: los suizos, atrasados en sus pagas, se fueron a sus cantones, y para la defensa del Milanesado no quedaron más tropas que las españolas y algunos alemanes al servicio del emperador. Buena ocasión para Lautrec, si no se hubiera hallado sin soldados y sin dinero, y si Colona y Morón no hubieran sido tan a propósito para frustrar sus débiles tentativas.
Reuniose el sacro colegio para la elección del pontífice. Fiado en la promesa del emperador, esperaba el cardenal Wolsey que sería para él la tiara en la primera vacante, pero su nombre apenas fue pronunciado en el cónclave. Quien contaba con más probabilidades era Julio de Médicis, sobrino del papa difunto, y el más distinguido de los miembros del colegio; pero contrariado por los viejos cardenales, él y sus partidarios dieron sus votos al cardenal Adriano de Utrech, que gobernaba la España a nombre del emperador; en despique le dio también sus sufragios la otra fracción del cónclave, y con sorpresa de todos salió electo por unanimidad (9 de enero de 1522) en tan delicadas circunstancias un extranjero, ausente, y desconocido de los mismos electores. Pero fuese casualidad, o mañosa combinación de alguno, se vio elevado a la silla de San Pedro el antiguo preceptor de Carlos V, su regente en España y hechura suya, con lo cual creció grandemente el influjo, la importancia y el poder del emperador en Europa.
Pero esto mismo excitó mas los celos y la envidia de su rival Francisco I, que determinado a hacer un esfuerzo para arrancar a Carlos sus últimas conquistas de Lombardía reclutó otra vez diez mil suizos, y facilitó algún socorro de dinero a Lautrec, que con estos elementos hubiera podido poner en apuro a los conquistadores y defensores de Milán, si otra vez no hubieran sido funestos a los franceses los auxiliares de Suiza. Debíanseles ya a éstos algunas pagas; una escolta que iba de Francia con dinero fue detenida por el vigilante Morón; con esta noticia se agruparon los suizos en derredor de Lautrec, pidiendo tumultuariamente y a gritos o las pagas o el combate. En vano les expuso la imposibilidad de lo primero por falta de numerario, y la temeridad y peligro de lo segundo, atendidas las posiciones que Colona ocupaba en la Bicoca. Los suizos se obstinaron en dar la batalla para ver de salir de aquella situación, y fue menester llevarlos a la pelea, al día siguiente (mayo, 1522). Ellos combatieron con desesperado arrojo, pero habiendo perdido sus más bravos oficiales y sus mejores soldados, tuvieron que retirarse del campo de batalla, y de allí los que quedaron se volvieron a los cantones de la Helvecia. Lautrec, abandonado de nuevo, tuvo por prudente regresar a Francia, dejando guarnecidos algunos puntos, que todos se fueron rindiendo, a excepcion de la ciudadela de Cremona.
Alentado Colona con el éxito de las dos campañas de Milán, procedió a arrojar a los franceses de Génova, donde todavía dominaban, y era siempre un punto de apoyo para la reconquista del Milanesado. Los partidos interiores de aquella importante ciudad le facilitaron su reducción casi sin resistencia, y la Francia se encontró otra vez desposeída de todas sus conquistas y arrojada de Italia.
La feliz situación de los negocios en Italia y en España permitió al emperador pensar en su regreso a este último reino, y cumplir así la palabra que al partir había empeñado de volver antes de los tres años. Pero antes quiso visitar otra vez a su aliado el rey de Inglaterra, ya con el fin de estrechar los lazos de amistad que con él le unían y empeñarle en la guerra con Francia, ya con el de desenojar al cardenal Wolsey, a quien suponía resentido por el desaire del cónclave en la elección de papa. Uno y otro objeto logró Carlos cumplidamente en su viaje a Inglaterra. Las muestras de consideración y deferencia, juntamente con el aumento de pensión que de Carlos recibió el cardenal, las nuevas promesas que aquel le hizo de apoyar sus pretensiones en otra vacante, y la esperanza de que ésta no tardaría mucho en ocurrir, atendidos los muchos años y no pocos achaques del nuevo pontífice, todo contribuyó a templar el enojo del altivo Wolsey, que continuó mostrándose tan propicio como antes al emperador. Enrique VIII, halagado con esta segunda visita de Carlos, se ligó con él más estrechamente, le prometió la mano de su hija María, y adoptó todos sus proyectos de guerra contra la Francia. El pueblo inglés, lisonjeado en su orgullo nacional con la elección que hizo el emperador del conde de Surrey para su primer almirante, se prestó con ardor a pelear contra los franceses.
Compréndese bien el mal humor con que recibiría Francisco I la declaración de guerra de parte del inglés, después de sus recientes derrotas en Italia. Sin embargo, se preparó a recibir al nuevo enemigo; y como las guerras y los placeres le hubiesen agotado el tesoro, apeló a recursos extraordinarios, creó y vendió empleos, enajenó el patrimonio real, y convirtió en moneda la balaustrada de plata maciza con que Luis XI había cercado el sepulcro de San Martín. Con estos arbitrios levantó un buen ejército y fortificó sus ciudades fronterizas. Dueños los ingleses del puerto de Calais, metiose en él el rey Enrique con un ejército de diez y seis mil hombres, y penetró en Picardía uniéndose a las tropas flamencas; todo esto después de haber enviado una flota a cargo de Surrey a devastar las costas de Normandía y de Bretaña. Pero Surrey no pudo tomar ninguna plaza importante, y la táctica prudente y mesurada del duque de Vendôme, general del ejército francés en Picardía, detuvo los progresos de los ingleses, que después de algunas desgraciadas escaramuzas, cansados, faltos de víveres y con sus filas diezmadas, tuvieron que volverse a su reino, sin que Francisco viera pasar a poder del enemigo una sola ciudad del suyo, ni una comarca de su territorio{12}.
El emperador, apenas logró la satisfacción de ver el principio de las hostilidades entre Inglaterra y Francia, se despidió de Enrique y se dio a la vela para España, donde llegó el 17 de junio (1522), hallando su reino hereditario en la situación que le hemos visto en los capítulos anteriores a consecuencia de las alteraciones que durante su ausencia habían ocurrido, y que él había dejado como incoadas. Tal y tan prósperamente habían marchado sus negocios en Europa durante los dos largos años de su ausencia de Castilla.
{1} Discurso preliminar, tomo I, pág. 138.
{2} Cuéntase que decía el monarca francés cuando se agitaban las pretensiones: «Cortejamos a una misma dama; empleemos cada cual para lograrla todos nuestros esfuerzos; mas luego que ella haya designado al rival más dichoso, toca al otro conformarse y quedar tranquilo.» Pronto había de acreditar que tales propósitos se hacen mejor que se cumplen.
{3} En este célebre tratado (13 de agosto de 1516), se había concertado entre otras cosas el matrimonio de Carlos con Luisa, hija de Francisco de Francia, niña de pocos meses; como en seguridad del auxilio y asistencia que se habían prometido, aun en sus respectivas conquistas.
{4} He aquí el retrato que hace Robertson de este prelado: «De la hez del pueblo, dice, había este hombre subido a una elevación que no había podido alcanzar vasallo alguno, pues dominaba como amo imperioso al más orgulloso e intratable de los reyes. Sus cualidades le hacían a propósito para sostener el doble papel de ministro y favorito. Un juicio profundo, una aplicación infatigable y un conocimiento cabal del estado del reino, unido al de los intereses y miras de las cortes extranjeras, le hacían capaz de ejercer la autoridad absoluta que se le había confiado; mientras que sus finos modales, la gracia de su conversación, su insinuante genio, su gusto por la magnificencia y sus progresos en el género de literatura que mas agradaba a Enrique, le captaban la confianza y el afecto del joven rey. Lejos estaba Wolsey de emplear en bien de la nación, o del verdadero engrandecimiento de su amo, la amplia y casi regia autoridad de que gozaba, antes codicioso y pródigo a la vez, nunca se saciaba de riquezas, &c.» Historia del Emperador Carlos V, lib. II.
{5} El obispo Sandoval, en el lib. X de su Historia de Carlos V, trae todo el largo ceremonial de la entrada del emperador en Aix-la-Chapelle (Aquisgrán) y de su coronación.
{6} Du Bellay.
{7} Cuéntase que en estas fiestas, habiéndose retirado ambos reyes a una tienda de campaña, donde bebieron juntos, asió Enrique del cuello a Francisco y le dijo: Hermano, es menester que luchemos los dos: y que se esforzó una o dos veces para echarle la zancadilla; pero Francisco, que era más diestro luchador, le cogió por mitad del cuerpo y con prodigiosa violencia le tiró al suelo: que quiso Enrique renovar la lucha, mas no se lo permitieron. Mem. de Fleuranges, cit. por Robertson.
{8} El Mr. de Asparrós, que dicen Sandoval y nuestros historiadores.
{9} En premio de sus servicios en esta guerra, el emperador declaró a la ciudad y habitantes de Logroño libres de servicios, pechos y armas, y al condestable le confirmó los diezmos del mar.
Por este tiempo había muerto ya el ministro y antiguo ayo de Carlos V, señor de Chiévres, que tan funesto había sido a España. Dicen que aceleró su muerte el pesar de haberse hecho sin su consulta ni conocimiento la alianza entre el emperador, el papa y el rey de Inglaterra contra el de Francia.
{10} «La flema de los alemanes y la gravedad de los españoles, dice Robertson, se avenían mucho mejor con el celoso carácter y ceremoniosos modales de los italianos que la vivacidad francesa, sobrado galante y poco atenta al decoro.»
{11} Reggio, donde mandaba el célebre historiador Guicciardini, que rechazó a los franceses.
{12} Guicciard. Istor. lib. XIV.– Mem. de Du Bellay.– Sandoval, Hist. del Emperador, lib. X.