Filosofía en español 
Filosofía en español


Parte tercera Edad moderna

Libro I Reinado de Carlos I de España

Capítulo X
Guerras de Italia
Pavía
De 1522 a 1525

El papa Adriano VI.– Su carácter.– Tentativas inútiles en favor de la paz.– Nueva confederación contra el francés.– Defección del duque de Borbón.– Sus causas y sus consecuencias.– Invaden los franceses el Milanesado.– El almirante Bonnivet.– Muerte del papa Adriano VI y elección de Clemente VII.– Invasión de ingleses y españoles en Francia.– Cómo se salvó este reino.– Recobran los españoles a Fuenterrabía.– Los franceses expulsados otra vez de Milán.– Muerte del caballero Bayard.– Sitio de Marsella por los imperiales, y su resultado.– Repentina entrada de Francisco I en Milán.– Grande ejército francés en Italia.– Retíranse los imperiales a Lodi.– Sitio de Pavía.– Antonio de Leiva.– Apurada situación de los imperiales en Pavía y en Lodi.– Recursos de Antonio de Leiva y del marqués de Pescara.– Célebre sorpresa de Melzo: notable estratagema: los encamisados.– Continúa el sitio de Pavía.– Solapada conducta del papa.– Imprudencia y presunción de Francisco I.– Su reto al marqués de Pescara, y contestación de éste.– Admirable rasgo de desprendimiento de los españoles.– Famosa batalla de Pavía.– Incidentes notables.– Célebre derrota de los franceses.– Prisión de Francisco I.– Cartas del rey prisionero a su madre y al emperador.– Carta de Carlos V a la madre de Francisco I.
 

Coincidió la vuelta del emperador a España con la marcha del nuevo pontífice Adriano a Roma, decidido después de alguna vacilación a aceptar una dignidad que no había buscado. La presencia del antiguo deán de Lovaina en la capital del orbe católico (30 de agosto, 1522) produjo en el pueblo romano tan desagradable efecto, como el que había producido la noticia de su elección. Modesto y humilde en su porte, sencillo y austero en sus costumbres, enemigo de la ostentación, del boato y de la opulencia, fue muy severamente juzgado por un pueblo, que tenía tan reciente la memoria de la fascinadora grandeza marcial de Julio II, de la seductora brillantez artística de León X, y le hubiera disimulado mejor algunos vicios, que hasta gozaban de cierta boga en la época, que las oscuras virtudes que le adornaban, y que parecían una reprensión tácita de la culta corrupción de la corte{1}. Sabían además los romanos que el honrado y virtuoso Adriano, como regente del emperador en Castilla, se había conducido con debilidad, y que no era a él a quien se debía el haberse sofocado las insurrecciones populares. Por lo mismo, estaban muy lejos de creerle capaz de colocarse a la altura de las complicaciones políticas de Europa y la cuestión religiosa que agitaba entonces a la cristiandad exigían del jefe de la Iglesia.

Enemigo de los abusos y de la inmoralidad, intentó la reforma de los vicios que se habían introducido en la Iglesia y en la corte romana, que hecha con prudencia y con energía hubiera podido ser el mejor medio de acallar las agitadoras declamaciones de Lutero. Mas con mejores deseos e intención que fuerzas y habilidad para tan grande obra, tenía Adriano, como tuvo, que sucumbir en una empresa que hubiera necesitado el genio de un Gregorio VII. La restitución al duque de Ferrara de plazas de que se había apoderado la Iglesia, y el restablecimiento de La Rovere en el ducado de Urbino, eran actos que le acreditaban de escrupuloso de conciencia, pero de poco diestro en la política. Con el mejor propósito del mundo exhortó a los príncipes cristianos a que se unieran contra Solimán el turco, que acababa de apoderarse de la isla de Rodas y se presentaba amenazante y orgulloso a la faz de Europa{2}. Pero no era tampoco Adriano el hombre del ascendiente y del influjo que requería negocio tan grave y difícil como el de hacer que los soberanos y príncipes cristianos depusieran sus rivalidades y disensiones, y se unieran para atajar hermanados los progresos de las legiones otomanas. Sus laudables esfuerzos para procurar la paz entre los monarcas y las potencias enemigas, y su bula proponiendo y solicitando una tregua de tres años, surtieron poco efecto, con harto sentimiento suyo, y de los mismos estados de Italia, los más interesados en la paz, como que eran los que más sufrían las cargas y gastos, los perjuicios y calamidades de la guerra.

Estrelláronse, pues, las tentativas de Adriano en favor de la paz contra la ambición y las pasiones de los príncipes, y formose otra alianza, (28 de junio, 1523) entre el emperador, el archiduque de Austria, el rey de Inglaterra, y la mayor parte de los estados italianos, inclusa la república de Venecia, aliada de Francia hasta entonces, contra Francisco I de Francia, concluyendo el mismo papa Adriano por adherirse a la confederación (3 de agosto), instigado por su compañero y paisano Carlos de Lannoy, virrey de Nápoles. Quedaba, pues, solo contra todos Francisco I. Pero lejos de mostrarse intimidado el rey-caballero con tan poderosa y general conjuración, era su carácter no volver la cara a los mayores peligros, y mostrar más valor y resolución cuanto eran más formidables sus contrarios. Así, con la actividad que en tales casos acostumbraba, se anticipó a todos, levantó un brillante ejército, y cuando los confederados andaban todavía en proyectos y preparativos, tomó audazmente al frente de sus tropas el camino de Italia con intento y resolución de recobrar el Milanesado.

Atajole en su atrevida empresa la defección inopinada del condestable duque de Borbón, su pariente, y el vasallo de más influencia y de más fortuna de toda la Francia. Este opulento y poderoso personaje había sido blanco de los odios de la reina viuda, Luisa, madre de Francisco, mujer tan avara como altiva, que había perdido ya a Lautrec, y por cuyas sugestiones había recibido el condestable desaires y desdenes de su monarca. Tan impetuosa la reina madre en sus venganzas como en sus amores, a cuya pasión no había aún renunciado a los cuarenta y seis años, tan luego como supo la muerte de la duquesa de Borbón, empezó a mirar con otros ojos al duque, concibió por él tanta pasión como antes le había tenido encono, y llegó a ofrecerle su mano. El de Borbón no sólo la desdeñó con entereza y dignidad, sino hasta con altivez, profiriendo expresiones que hirieron el orgullo y el amor propio de la reina. Entonces la madre de Francisco llevó su resentimiento y su rencor hasta consumar la ruina del condestable, y no paró hasta desposeerle por medio de un pleito injusto de todos los bienes y riquezas pertenecientes a la casa de Borbón, adjudicándose una parte al patrimonio de la corona, y otra a ella misma como heredera inmediata de la difunta duquesa. Este despojo, unido a las anteriores persecuciones, puso al condestable en situación de tomar un partido desesperado. Creyó que el proceder inicuo que se había tenido con él le daba derecho a todo, y entabló inteligencias y tratos con el emperador, y le ofreció su brazo para conquistar la Francia. Carlos no vaciló en aceptar tan bello ofrecimiento, y para más obligar al condestable, le propuso el matrimonio con su hermana, doña Leonor, viuda del rey don Manuel de Portugal, que había regresado a Castilla, y de acuerdo con el rey de Inglaterra se proyectó darle los condados de Provenza y del Delfinado con título de rey.

El plan de la conjuración era, tan pronto como Francisco traspusiera los Alpes, invadir simultáneamente la Francia, Carlos por los Pirineos con los españoles, el monarca inglés con los flamencos por la Picardía, y doce mil alemanes pagados por ambos ocupar la Borgoña y obrar de concierto con un cuerpo de seis mil hombres que el de Borbón se proponía levantar de entre sus vasallos y parciales. No faltó quien denunciara la conspiración al rey, el cual pasó inmediatamente a avistarse con el condestable, que se había fingido enfermo en Moulins para eludir el compromiso de acompañarle a Italia. Con tanta candidez obró en esta ocasión el rey Francisco, y costábale tanto trabajo creer en la traición del primer príncipe de la sangre, que a pesar de las razones que tenía para no dudar del hecho se dejó alucinar y seducir por las protestas de inocencia del duque, y por la palabra que le dio de que muy pronto se incorporaría al ejército. Con esto el crédulo monarca tomó otra vez el camino de Lyon; no tardó en salir en la misma dirección el condestable, mas torciendo luego repentinamente de rumbo, atravesó el Ródano y se metió en Italia salvando todos los peligros, sin que alcanzaran ya a evitarlo las tardías precauciones que tomó el imprudente y confiado monarca.

Viéndose así burlado Francisco, y temiendo perder su propio reino si faltaba de él, renunció a conducir la expedición en persona, pero no a la invasión del Milanés, que confió a su favorito el almirante Bonnivet, enemigo personal de Borbón, valeroso, galante y cumplido caballero, pero que distaba mucho de ser tan buen general. Cuarenta mil franceses penetraron en Italia, y franquearon el Tesino: abierto quedaba el camino de Milán: pero la incalificable inacción de Bonnivet permitió a Colona y a Morón, que no contaban con la mitad de la fuerza que su contrario, fortificar la plaza y sus contornos, almacenar víveres, y ponerla a cubierto de un golpe de mano, y aun de resistir un sitio. Bonnivet la bloqueó sin fruto, y después de algunas tentativas y movimientos inútiles, obligado por el rigor de la estación se replegó sobre el Tesino a cuarteles de invierno, sin otro resultado que haber tomado a Lodi, y dejar no bien parado el honor de las armas francesas y el suyo propio.

Ocurrió en este intermedio un suceso que celebraron los italianos, a saber, la muerte del papa Adriano VI (14 de setiembre, 1523), que sucumbió lleno de amargura por los males que veía dentro y fuera de la Iglesia, y que sus esfuerzos fueron impotentes a remediar{3}. Reunido el cónclave por espacio de cincuenta días, venció esta vez todos los obstáculos el cardenal Julio de Médicis, y salió electo pontífice (18 de noviembre), y proclamado con el nombre de Clemente VII con general aplauso, por lo mucho que se esperaba de sus vastos conocimientos, de su práctica en los negocios, y de las buenas relaciones y grande influjo de su ilustre familia. Excusado es decir cuán herido quedaría en su orgullo el ambicioso y altivo cardenal inglés Wolsey, al ver por segunda vez burladas sus esperanzas y pretensiones, mucho más cuando ya no podía prometerse sobrevivir a un papa de cuarenta y cinco años. Y aunque el nuevo pontífice le nombró su legado perpetuo en Inglaterra con amplísimas facultades, a fin de templar un poco su resentimiento y su índole vengativa, no por eso dejó de encenderse en odio, especialmente contra el emperador, de quien se dio por vergonzosamente engañado, si bien disimuló al pronto y continuó mostrándosele afable, mientras el tiempo le deparaba oportuna ocasión para vengar el agravio.

Cumpliendo los aliados contra la Francia lo pactado en 18 de junio, invadieron los ingleses aquel reino en unión con los flamencos, todos al mando del duque de Suffolk, dirigiéndose a Picardía: los españoles por la parte de Guiena, y los alemanes por la de Borgoña. Parecía imposible que Francisco I pudiera desenvolverse y salvar su reino de estas tres invasiones simultáneas, en ocasión que tenía su mayor ejército imprudentemente distraído en el Milanesado. Y sin embargo Francisco I y la Francia se salvaron maravillosamente, y ganaron no poca reputación en Europa, merced a la inteligencia y denuedo de sus oficiales generales. La Tremouille con un puñado de hombres supo contener los progresos de los ingleses y flamencos, que habían avanzado ya hasta siete leguas de París y llenado de espanto a la capital, obligándolos a retirarse faltos de víveres. El duque de Guisa, gobernador de la Champagne, rechazó con no menos vigor a los alemanes de Borgoña, y los españoles que amenazaban a Bayona no consiguieron mejor resultado habiendo tenido que habérselas con el intrépido Lautrec. Así las armas francesas alcanzaron en la campaña del invierno de 1523 dentro del reino contra tres poderosos ejércitos triunfos tan gloriosos como inopinados, mientras en Italia, donde Bonnivet contaba con más seguros elementos de victoria, estaba lejos de corresponder al comportamiento y a los esfuerzos de su patria y de su rey.

Bajo muy diferentes auspicios se abrió para los franceses la campaña de 1524. Los españoles habían ido apretando el sitio de Fuenterrabía, que aquellos conservaban en su poder, y cuando ya los tenían estrechados y minados, y propensos a dar oídos a tratos de rendición, el condestable de Castilla, que mandaba el cerco, entabló pláticas secretas con el mariscal de Navarra, marqués de Cortes y deudo suyo, que capitaneaba la guarnición de la plaza compuesta de franceses y navarros. El resultado de aquellos trabajos y de estas negociaciones fue la entrega de la plaza, retirándose los franceses a su reino sin que quedara en su poder un palmo de terreno del territorio español{4}. En Italia el papa Clemente VII, antiguo enemigo de la nación y de la influencia francesa, comenzó a pensar en los peligros que podría traer a los estados italianos la desmedida preponderancia del emperador, y olvidando o haciendo el sacrificio de su aversión personal a la Francia, rehusó formar parte de la liga, y trabajó por dar la paz a la cristiandad, pero sus gestiones no pasaron de un loable propósito. Al paso que disminuía el odio del nuevo pontífice a la Francia, crecía el de Enrique VIII y el del condestable de Borbón, sin menguar el de Carlos V. Así, lejos de pensarse en dejar la guerra, reunieron los aliados un respetable y floreciente ejército en Milán, donde por muerte del octogenario Colona mandaba el duque de Lannoy, virrey de Nápoles, si bien la dirección de las operaciones se encomendó principalmente al de Borbón, y al valeroso perito marqués de Pescara (marzo, 1524).

No tenía Bonnivet ni la fuerza ni los conocimientos necesarios para resistir a tan expertos jefes y a ejército tan brillante. De modo que después de verse forzado a abandonar la ventajosa posición de Biagrassa en que se había atrincherado, y a vista de las bajas que iba experimentando en sus tropas, de continuo molestadas por el enemigo, tuvo por prudente probar de retirarse a Francia. Mas no bien hubo empezado a cruzar el Sessia, cuando se vio impetuosamente acometido por Borbón y Pescara reunidos al frente del primer cuerpo de los aliados. Valor no le faltaba a Bonnivet, y peleó briosamente; mas como tuviese la fatalidad de salir gravemente herido en el principio del combate, hubo que retirarle del campo de batalla, lo cual obligó a confiar el mando de la retaguardia al valeroso y entendido Bayard, el caballero sin miedo y sin tacha. Este esforzado guerrero, puesto a la cabeza de los gendarmes, detuvo con su brío el ímpetu de los contrarios y salvó el ejército, aunque a costa de su propia sangre, y aun de su vida; que allí sucumbió la flor de los campeones y el tipo de los caballeros franceses. Cuéntase que este intrépido paladín, al sentirse herido de muerte, y cuando le faltaban ya las fuerzas para sostenerse en el caballo, mandó que le arrimaran a un árbol dando rostro al enemigo, en cuya actitud le halló el duque de Borbón, jefe de la vanguardia enemiga, y como éste le mostrara compasión al verle desangrado y moribundo: «No me compadezcáis, le replicó el arrogante caballero; muero con la tranquilidad del hombre honrado que cumple su deber: los dignos de compasión son los que combaten contra su rey, contra su patria y contra su juramento.» Y levantando con trémula mano su espada, besó la cruz de su pomo y espiró. El marqués de Pescara, pagando un tributo de respeto a las virtudes de su heroico adversario, hizo embalsamar su cadáver, y el duque de Saboya mandó tributar a sus restos los mismos honores fúnebres que a los reyes y príncipes de la sangre. «Con él se apagó, dice un escritor de su nación, la última centella de aquel espíritu caballeresco de que Bayard era el verdadero tipo, y Francisco I la fastuosa parodia.»

Este monarca tuvo el triste consuelo de ver llegar a Bonnivet con los restos del destrozado ejército de Italia, donde no le quedó ya ni una ciudad ni un aliado.

Mas no contentos Carlos y Enrique con haber expulsado de Italia a los franceses, volvieron a sus proyectos de guerrear a la Francia en la Francia misma, que era lo que más halagaba los vengativos designios del duque de Borbón, mucho más cuando no solo se prometía por este medio recobrar las posesiones de que había sido despojado, sino ser rey de Provenza una vez conquistada esta provincia, pues así se lo había prometido el emperador, a condición de que hiciera homenaje por el nuevo reino a Enrique VIII de Inglaterra, como a soberano legítimo de la Francia. El emperador debía invadir otra vez la Guiena con los españoles, y Enrique se comprometía a suministrar diez mil ducados mensuales para los gastos de la guerra, o en su defecto a enviar un ejército inglés a Picardía. De las tres invasiones proyectadas solo se verificó la de Provenza (julio, 1524) por los Alpes y Var, con diez y ocho mil hombres, cuyo mando había confiado el emperador al marqués de Pescara, si bien debiendo oír el parecer y consejo de Borbón. Sin gran dificultad fueron sometiendo las ciudades provenzales, recién incorporadas a la Francia y desprovistas de tropas. El de Borbón quería seguir avanzando, pero aquí se separó de su dictamen el marqués de Pescara, que tenía instrucciones especiales del emperador para apoderarse a toda costa de Marsella.

Proponíase Carlos V con la ocupación de Marsella tener una puerta siempre abierta para entrar en Francia, como los ingleses la tenían con la posesión de Calais, y hacer también de Marsella como un puente entre España e Italia. En su virtud el marqués de Pescara, contra el dictamen y la voluntad de Borbón, detuvo el ejército delante de Marsella y ordenó el asedio de la ciudad (7 de agosto, 1524). Francisco, tan descuidado cuando tenía el peligro lejos, como activo y enérgico cuando le veía cerca, tan luego como penetró la idea del emperador hizo devastar todo el país contiguo, introdujo una buena guarnición en la plaza y la hizo ceñir de un segundo muro, en que trabajaron todos los habitantes a porfía, llegando a nueve mil los que de ellos tomaron las armas; una flota francesa combatió las naves españolas en las aguas del Var, la nobleza de Francia con la cual se había atrevido a contar el de Borbón se hizo sorda al llamamiento de su tránsfuga y se agrupó en derredor de su soberano, y Francisco reunió un buen ejército bajo los muros de Aviñón, con el cual se puso en marcha hacia Marsella. El ejército imperial, fatigado de un asedio inútil de cuarenta días, sin víveres, sin dinero y sin confianza, y amenazado por los de Aviñón, levantó el sitio y se volvió precipitadamente a Italia, teniendo que seguirle el de Borbón, desesperado de no haber hallado en Provenza ni la venganza que ansiaba, ni el trono que se le había prometido (setiembre, 1524).

Ni el emperador había invadido la Guiena, según el plan, porque las Cortes de Castilla se iban cansando de sacrificar los intereses de los pueblos a guerras extrañas y le escatimaban los subsidios; ni Enrique VIII de Inglaterra cumplió por su parte lo que estaba concertado, ya porque Wolsey, resentido con el emperador, no le alentaba como antes en favor de los intereses de éste, ya porque el de Borbón le tenía ofendido con no prestarse a reconocer sus derechos al trono de Francia. Ello es que habiendo podido poner este reino en el mayor conflicto, lo que hicieron con limitarse a una sola invasión fue darle el convencimiento de su propia fuerza y envalentonar a su rey.

Fascinado Francisco I con aquel triunfo, en vez de contentarse con mostrar a la Europa que sabía hacer invulnerable el territorio de sus naturales dominios, dejose desvanecer; y dado como era a todo que fuese arriesgado, ruidoso y caballeresco, ya no pensó más que en llevar otra vez la guerra a Italia, olvidando tantos escarmientos como le había costado, «que para él (dice un escritor francés) improvisar una campaña en Italia era como improvisar una partida de caza.» Fiado, pues, el rey caballero en sus propias fuerzas y en su reciente fortuna, y dando gusto a su capricho, sin escuchar los prudentes consejos de Chabannes, de La Tremouille y de otros valerosos y expertos generales, ni querer oír a su misma madre, que siquiera por una vez le aconsejaba en razón, y animado solo por su favorito Bonnivet, que tenia las mismas tendencias y los mismos defectos que él{5}, llevó adelante su temeraria resolución, y a marchas forzadas franqueó los Alpes por el monte Cenis (25 de octubre, 1524), y se encaminó en derechura a Milán. Once días empleó en su marcha a Lombardía, celeridad maravillosa para aquellos tiempos.

Semejante velocidad frustró al pronto todos los proyectos de defensa de los imperiales, que se limitaron a encerrarse en las plazas fuertes, tanto más, cuanto que el ejército que allí tenía Carlos no pasaba de diez y seis mil hombres, y estos sin pagas, sin municiones y sin vestuario. Milán, donde se había recogido el marqués de Pescara con los restos del ejército de Provenza, Milán, devastado por una epidemia que había arrebatado hasta cincuenta mil almas, no se hallaba en disposición de defenderse; y Pescara y Lannoy evacuaron aquella desgraciada ciudad, dejando guarnecida la ciudadela, al tiempo que por otra puerta entraba La Tremouille con la vanguardia francesa{6}. Lannoy y Pescara se retiraron hacia Lodi sobre el Adda, y el español Antonio de Leiva se refugió con seis mil hombres en Pavía. En tan crítica situación los imperiales hubieran sido perdidos y los estados de Carlos en Italia corrido gran riesgo, sin una falta indisculpable de Francisco, y sin la enérgica, vigorosa y patriótica conducta de los jefes y de los soldados imperiales.

Mientras Francisco descuidó de perseguirlos, dejándolos fortificarse a espaldas del Adda, Lannoy empeñaba sus rentas de Nápoles para proporcionar algún dinero con que subvenir a las primeras necesidades de las tropas. Pescara empleó su inmenso prestigio y ascendiente en persuadir a los soldados españoles a que tuvieran la abnegación y dieran a Europa el magnánimo ejemplo de servir sin sueldo al emperador, y aquellos valientes guerreros accedieron a hacer este sacrificio en obsequio de su soberano y de un jefe que tanto amaban. El mismo Borbón empeñó todas sus alhajas para reclutar gente en Alemania, y volvió con doce mil lansquenetes, a quienes sedujo su valor y su nombre, y la esperanza y perspectiva de los ricos despojos de Italia. El monarca francés, en lugar de perseguir a los imperiales por la parte de Lodi aprovechando los primeros efectos de la sorpresa, dejó a La Tremouille el cuidado de asediar el castillo de Milán, y él con el grueso del ejército pasó a poner sitio a la importante plaza de Pavía (28 de octubre, 1524), donde se hallaba, como hemos indicado, el español Antonio de Leiva, «oficial superior de una clase distinguida, de grande experiencia, bizarro, sufrido y enérgico (copiamos las palabras de un historiador extranjero), fecundo en recursos, deseoso de sobrepujar a los demás, tan acostumbrado a obedecer como a mandar, y por lo mismo capaz de intentarlo todo y sufrirlo todo por salir airoso en sus empresas{7}

Comenzó el monarca francés por tomar y guarnecer todos los lugares vecinos a Pavía, y por cercar la plaza con fosos y vallados. Después de combatida unos días con su artillería, mandó dar un asalto (7 de noviembre), que costó la vida a los que le intentaron, contándose entre los muertos Mr. de Longueville. Al otro día jugaron todas las piezas por espacio de siete horas sin interrupción; contestaban los de dentro con su artillería y arcabucería, y con el estruendo de uno y otro campo parecía hundirse el mundo. Las brechas causadas por las baterías francesas eran instantáneamente reparadas por los sitiados, siendo Antonio de Leiva el primero a dar personal ejemplo de actividad, de arrojo y de sufrimiento a soldados y habitantes. En los muchos combates que en los siguientes días se dieron perecieron tantos franceses, que el rey Francisco ordenó que se suspendieran para ver de emplear otros medios y recursos. Uno de ellos fue el de torcer con muchas estacadas el curso del Tesino que defendía la ciudad por un lado; mas cuando ya estaba casi terminada la obra, sobrevinieron tan copiosas lluvias que la corriente arrastró todas las estacadas y reparos. Hizo también destruir los molinos de ambas riberas; pero el general español, previendo este caso, había hecho construir molinos de mano suficientes para las necesidades de la población. No teniendo con qué pagar los soldados, los repartió por las casas imponiendo a los vecinos la obligación de darles de comer: y a fin de que no faltase moneda, al menos para los tudescos, que eran los más impacientes, recogió toda la plata de los templos, y la hizo acuñar con un letrero que decía: Los cesarianos cercados en Pavía, año 1524.

Poco menos cercados que ellos los imperiales que con Lannoy y Pescara permanecían en Lodi, fortificándose lo mejor que podían, pero sin atreverse a separarse una legua de aquel punto, parecían tan ignorados de todos, que en la misma Roma se fijó un pasquín diciendo: «Cualquiera que supiere del ejército imperial que se perdió en las montañas de Génova, véngalo diciendo, y darle han buen hallazgo: donde no, sepan que se lo pedirán por hurto, y se sacarán cédulas de excomunión sobre ello.» Mas no tardaron en dar señales de vida los que parecían muertos o se pregonaban por perdidos.

Tenía el marqués de Pescara preparada una sorpresa, que ejecutó de una manera admirablemente ingeniosa. Un día al anochecer llamó a todos los capitanes de infantería, y les mandó que sin ruido ni toque de tambor ni de trompeta recogiesen toda la gente en el castillo. A las nueve de la noche se presentó él en la fortaleza. El país se hallaba cubierto todo de nieve (eran los últimos días de noviembre). Hizo el marqués que los soldados españoles, hasta el número de dos mil, se pusiesen sus camisas blancas sobre la ropa exterior. Mandó bajar el puente levadizo, y ordenó a los soldados que fueran saliendo por una puertecilla estrecha que daba al campo. Nadie sabía el objeto de la maniobra, mas como todos se agolpasen para seguir a su general donde quiera que fuese: «Salid despacio, hijos, les decía el marqués; que para todos habrá en el despojo; porque os hago saber que tenemos en Italia tres reyes que despojar, el de Francia, el de Navarra y el de Escocia{8}.» Luego que hubo salido toda la gente, quedando solo la necesaria para la guarnición del castillo, el marqués de Pescara comenzó a marchar delante de todos, llevando consigo al del Vasto. Con la nieve y el lodo se les desprendía a los soldados el calzado, pero todos seguían sin dar la menor señal de disgusto al ver a su jefe delante. Faltarían como dos horas para amanecer cuando se detuvieron un tanto atemorizados al ver que tenían que vadear un río. El marqués hizo colocar a la parte superior una hilera de caballos para que quebrantaran la corriente; se metió el primero en el agua medio helada que le llegaba a la cintura, y su ejemplo y dos solas palabras de animación bastaron para que ningún español vacilara en seguirle. Continuaron todos marchando a pie, hasta que al apuntar el alba llegaron cerca de los muros de Melzo, que era la plaza a que solos los jefes sabían y los soldados ignoraban hasta entonces que se dirigían. Melzo está a las cinco leguas de Lodi, y más cerca de Milán. Con el silencio que guardaban los imperiales oyeron que uno de los centinelas del muro le decía a otro: «No sé qué cosas blancas veo moverse hacia aquella parte.– Serán, contestaba el otro centinela, los árboles nevados que se menean con el viento.»

En esto se oyó dentro de la población el sonido de un clarín que tocaba a montar. Entonces el de Pescara se volvió a su gente, y dijo con mucho donaire: «Razón es, amigos, pues estos caballeros quieren cabalgar, que nosotros como infantes vayamos a calzarles las espuelas.» Y alentándolos a escalar el muro, cruzando el foso con el agua al pecho, él y el marqués del Vasto delante siempre, comenzaron los españoles a porfía a trepar la muralla apoyándose en las picas. Luego que hubieron subido varios, abrieron una puerta por donde fueron entrando los demás en tropel a los gritos de ¡España y Santiago! que se confundían con los toques de las trompetas que sonaban en la plaza. El capitán de los de Melzo, Gerónimo Tribulcis, se encontró con el español Santillana, alférez del capitán Ribera, el que más se había señalado en la batalla de la Bicoca, y cuyas hazañas no había en Italia quien no conociera{9}. Rindió Santillana al conde Gerónimo Tribulcis después de haberle herido mortalmente. Los demás fueron todos cogidos en la plaza y en la iglesia, muriendo pocos, pero sin escapar ninguno. Inmediatamente dispuso Pescara el regreso a Lodi por el mismo camino, con los despojos, los caballos y los prisioneros de Melzo, a los cuales dejó pronto ir libres donde quisieran, para enseñar al rey de Francia cómo trataba él a los prisioneros, y ver si avergonzándole con este ejemplo templaba la rudeza y mal trato que usaba con los españoles que caían en su poder.

A los pocos días recibió el marqués de Pescara un mensaje del rey Francisco, diciéndole que le daría doscientos mil escudos porque saliese a darle la batalla. «Decid al rey, contestó el de Pescara al mensajero, que si dineros tiene, que los guarde, que yo sé que los habrá menester para su rescate.» No tardó en verse que lo que pareció solo una jactancia había sido una profecía. Cuando se supo en Roma la aventura de los encamisados, se puso otro pasquín que decía: «Los que por perdido tenían el campo del Emperador, sepan que es parecido en camisa y muy helado, y con doscientos hombres de armas presos y otros tantos infantes: ¿qué harán cuando ya vestidos y armados salgan al campo?»

Entretanto continuaba el sitio de Pavía, sin que apenas hubieran adelantado nada los franceses, gracias a la entereza, a las enérgicas medidas y al indomable valor de Antonio de Leiva. Sin embargo, todo el mundo opinaba que la plaza tendría que rendirse por la falta de recursos y porque Francisco I dominaba todo el país, con un ejército brillante de cincuenta o sesenta mil hombres. El papa Clemente VII, con color de querer ser medianero entre Carlos y Francisco enviaba emisarios al rey de Francia y al campo de los imperiales, para que se informaran de las fuerzas y de las probabilidades de triunfo de cada uno, para decidirse en favor de quien más viera convenirle, y entreteniendo a unos y a otros con buenas palabras, concluyó por favorecer con capa de neutralidad al francés, envolviendo en la misma conducta a la república de Florencia, y privando así al emperador de sus más importantes aliados.

Afortunadamente esta misma confianza inspiró a Francisco I la loca idea de distraer su ejército en expediciones imprudentes, enviando al marqués de Saluzzo a reconocer a Génova, y al duque de Albany con diez mil hombres a Nápoles, expedición que consideró el vitrey Lannoy tan poco peligrosa, que no quiso destacar un soldado para impedirla, diciendo: «la suerte de Nápoles se decidirá ante los muros de Pavía.» En todo esto no hacía Francisco sino seguir como antes las inspiraciones de su favorito Bonnivet, menospreciando los consejos de La Tremouille, La Paliza y otros generales veteranos en las guerras de Italia, los cuales se asustaban de verse colocados entre el ejército imperial y la guarnición de Pavía, e instaban al rey a que renunciara al sitio. Pero el rey caballero juró morir antes que abandonarle, porque como decía Bonnivet, «Un rey de Francia no retrocede nunca delante de sus enemigos, ni abandona las plazas que ha resuelto tomar.» Pronto iba a pagar la Francia entera la presunción, y las imprudencias y locuras de su rey{10}.

Mientras él había desmembrado de este modo sus fuerzas en expediciones insensatas, el duque de Borbón entraba en Lombardía con los doce mil lansquenetes reclutados en Alemania con el favor del infante don Fernando, hermano del emperador, y se incorporaba a los imperiales en Lodi (enero, 1525). La mayor dificultad para los imperiales, y especialmente para la guarnición de Pavía, era la extrema escasez de víveres, de dinero y de municiones. Los tudescos, que constituían la mayor parte y eran los menos sufridos, amenazaban ya entregar la ciudad, y solo la sagacidad y firmeza de Leiva pudieron impedir una rebelión. En este conflicto y con noticia que del apuro tuvieron Lannoy y Pescara, discurrieron cierto arbitrio para enviar algún socorro a los de Pavía, de que merece darse cuenta.

Dos intrépidos españoles, el alférez Cisneros y su amigo Francisco Romero, se encargaron de esta peligrosa comisión, ofreciéndose el primero a cumplirla con tal que le indultaran de la muerte que había dado a un soldado, y por cuyo delito andaba prófugo. Puestos de acuerdo los dos, convinieron con el marqués de Pescara en que irían al campo francés y fingirían querer ponerse al servicio del rey Francisco por las causas que llevarían estudiadas: dos labradores del país, de su confianza, que irían a los reales franceses a vender ciertos víveres, llevarían cosidos a sus jubones los tres mil escudos que se quería enviar a los de Pavía, y con ellos se entenderían para tomar el dinero y meterse con él en la plaza cuando viesen ocasión. Con esto los dos soldados se pusieron las bandas blancas que distinguían a los franceses, y pasaron como tales por los puestos enemigos hasta llegar al real, donde tuvieron medio de presentarse al rey Francisco y ofrecerle sus servicios, que el monarca recibió con mucho beneplácito, y más cuando manifestaron no querer recibir sueldo hasta acreditar que sabían ganarlo. En este concepto sirvieron varios días, y aun pelearon como si fuesen franceses con los de la plaza, siempre estudiando una ocasión y entendiéndose con los labriegos vendedores. Cuando creyeron llegada aquella, con pretexto del frío cambiaron sus jubones por los de los labriegos en que estaban los tres mil escudos, diciéndoles al oído: «Si mañana antes de medio día oís tres cañonazos en la plaza, id a Lodi y ́decid al marqués de Pescara que el socorro está en poder de Antonio de Leiva; si no los oís, decidle que hemos muerto.» Hecho esto, tomaron sus alabardas, se dirigieron de noche a una mina, degollaron a los dos centinelas que guardaban su entrada y salieron cerca del muro de Pavía: a los de la plaza que se asomaron al ruido les hablaron en español pidiendo seguro, y como no eran más que dos, el capitán Pedrarias no tuvo dificultad en permitirles la entrada. Al día siguiente tres estampidos de cañón en Pavía anunciaron a los labradores que los tres mil escudos habían llegado a manos de Leiva, y ellos corrieron a llevar la noticia a los imperiales de Lodi. Con aquel socorro Antonio de Leiva pagó a los impacientes tudescos, y uno de sus capitanes, de quien todavía desconfiaba, murió envenenado: borrón que sentimos hallar en la vida del valeroso defensor de Pavía.

Dado el rey Francisco a los rasgos caballerescos y confiando en tanta y tan buena gente como tenía, envió otro reto al marqués de Pescara ofreciéndole veinte mil escudos y dándole el plazo de veinte días para que se presentase a dar la batalla, y que si dejaba de hacerlo por no tener tanta gente como él, se comprometía a que fuesen tantos a tantos. Contestole Pescara, que estaba pronto a ello con el consentimiento que ya tenía de su general en jefe el virrey de Nápoles, y que dentro de diez días juntaría hasta diez y ocho mil hombres, con los cuales pelearía en campo igual; y que respecto a los veinte mil escudos, los guardara para una ocasión que esperaba había de venir. A esto respondió La Tremouille a nombre del rey, que era contento de salir con otra tanta gente, a condición que los fosos de una y otra parte fuesen allanados, pero que le aseguraba que con la gente de Pavía no esperara juntarse aunque el plazo fuera más largo. En fe de lo cual lo firmaba con su nombre y lo sellaba con su sello (13 de enero, 1525).

Preparáronse, pues, Lannoy, Pescara y Borbón a levantar el campo y a dar la batalla que tenía en expectación a todo el mundo, de la que dependía la suerte de Italia y de Francia, y que iba a decidir la preponderancia de uno de los dos soberanos rivales. La gran dificultad era la falta absoluta de dinero para pagar por lo menos a los alemanes, que sin esto no se esperaba poderlos reducir a que se moviesen. En tal apuro el marqués de Pescara juntó una tarde a todos los capitanes de la infantería española, y en una enérgica plática les expuso la condición de los tudescos y el conflicto en que con ellos se veía; que no solamente no había sueldo que poderles dar, pero ni esperanza de recibir dinero de España ni de Nápoles, teniendo los franceses interceptados todos los caminos; que él mismo había mandado empeñar o vender sus estados de Venecia, pero que nadie se había atrevido a realizarlo por temor a los franceses; que los jefes estaban prontos a dar todo su dinero, pero que esto era muy insuficiente recurso para tan gran necesidad. Así, pues, los exhortaba y pedía que en tan solemne ocasión dieran al mundo un brillante ejemplo de desprendimiento y patriotismo, ejemplo que sería tan glorioso a España como a ellos mismos que tenían la fortuna de haber sido puestos allí por mayor monarca del mundo para sostener su poder, renunciando su propio salario, y lo que era más, dando cada cual una parte del dinero que tuviese para pagar a los alemanes; que bien se hacía cargo de que les proponía una cosa nueva y nunca vista, pero que harto se indemnizarían luego con el gran botín que tras la victoria les esperaba. «Por tanto, concluyó diciendo, yo os ruego que me respondáis lo que pensáis hacer en todo.»

La respuesta de los soldados españoles, después de dar gracias a su digno general por la mucha estima que de ellos hacia, fue, que no solo se prestaban gustosos a marchar al combate sin paga, aunque tuvieran que vender las camisas para comer, sino que darían a los tudescos ochenta de ciento, o seis de diez, según lo que cada uno tuviese. Con lágrimas de placer oyó tan generosa contestación el de Pescara, se procedió a recoger los dineros con su cuenta y razón, llevada por el contador del ejército, y se recaudó lo bastante para dar a cada tudesco un ducado de socorro{11}.

Al día siguiente se hizo un llamamiento general a todas las tropas, y en la mañana del 24 de enero, encomendando al duque de Milán el gobierno y la guarda de Lodi, se desplegaron banderas y se movió el campo con gran ruido de trompetas y tambores. Llevaba la vanguardia con la caballería ligera el marqués de Santangelo, caballero griego, gran servidor del emperador y muy estimado como guerrero. Seguía el virrey Carlos de Lannoy, general en jefe de todo el ejército, con su rey de armas delante y las insignias de su dignidad. El duque de Borbón con setecientas lanzas y muy lucida gente de armas. El marqués de Pescara, acompañado de su sobrino el del Vasto, con seis mil infantes españoles. Seguía un escuadrón de gente italiana, cuatro malas piezas de bronce y dos bombardillas de hierro, que era toda su artillería, y a retaguardia un escuadrón de tudescos muy bien provistos de hermosas picas. Aquella noche se alojaron en Marignano, lugar gloriosamente célebre para Francisco I por haber ganado en él en 1515 la famosa victoria contra los suizos, que se llamó el Combate de los Gigantes. De allí torciendo a la izquierda camino de Pavía, se detuvieron a combatir la villa fortificada de Santángelo, siendo el marqués de Pescara el primero que después de abierta la brecha entró al grito de ¡España! embrazada la rodela en que llevaba pintada la muerte. Tomado y saqueado el lugar y hecha prisionera su guarnición, moviose al día siguiente (30 de enero) el ejército imperial hasta ponerse cerca del francés, y dando vista a Pavía.

Saludaron los franceses la aproximación de los imperiales con una salva de cincuenta cañonazos. El rey Francisco reunió su consejo de generales para resolver lo que debería hacerse. Los más opinaron por atrincherarse en algún punto bien defendido, esperando que la falta de recursos y la desesperación acabarían por disolver el ejército enemigo sin necesidad de combatirle. Pero Bonnivet, que parecía el hombre destinado a perder la Francia con sus consejos, insistió en que se diera el combate, representando el mal papel que hacía un rey de Francia retirándose a la vista de un enemigo inferior en fuerzas. El marqués de Pescara tomó el sistema de reposar de día e incomodar a los franceses todas las noches con rebatos, alarmas y falsos ataques que no los dejaban descansar. Así los tuvo cinco o seis noches seguidas, hasta que llegaron a no inquietarse por aquellas aparentes embestidas, y cuando conoció que estaban ya desapercibidos por lo confiados, una noche los acometió de veras, penetró dentro de sus bastiones hasta su plaza principal de armas, mató mucha gente, recogió algún botín, y se volvió a salir con sus pocos españoles sin perder apenas un soldado. Estas acometidas las repitió algunas noches{12}. Ya con esto empezó el monarca francés a temer aquellos mismos a quienes antes con tanta arrogancia había retado, y a fortificarse más y excusar la batalla, esperándolo todo de la falta de víveres y de dinero, así en el campo imperial como en Pavía.

En efecto, la escasez en el campo de los españoles llegó a ser tal, que no solo faltaba al soldado lo indispensable para el sustento de la vida, sino que no había de dónde ni por dónde pudiera venirles, y en vano se destacaban gruesas partidas a buscar qué comer, pues volvían desfallecidos sin encontrar ningún género de vianda. En tal estado se celebró consejo general de capitanes. Los unos proponían ir a Cremona, donde hallarían vituallas, los otros dirigirse a Milán, y los otros marchar sobre Nápoles. Acudió entonces el marqués de Pescara a los recursos de su enérgica oratoria, que nunca habían dejado de ser eficaces, y les dijo: «Hijos míos, no tenemos más tierra amiga en el mundo que la que pisamos con nuestros pies; todo lo demás es contra nosotros: todo el poder del emperador no bastaría para darnos mañana un solo pan. ¿Sabéis donde le hallaremos únicamente? En el campo de los franceses que veis allí. La otra noche en la entrada que hicimos pudisteis ver la abundancia de pan, de vino y de carne que había, y de truchas y carpiones del lago de Pescara, y de los otros pescados para mañana viernes. Por tanto, hermanos míos, si mañana queremos tener que comer, vamos a buscarlo allí; y si esto no os parece bien, decídmelo para que yo sepa vuestra voluntad.»– «Esto es lo que deseamos, contestaron a una voz los soldados, y no debéis pedirlo con lágrimas, sino decirlo con regocijo, y no lo dilatéis más, que cada hora se nos harán mil años.»

Aquella misma noche dio el marqués a todos los cuarteles la orden siguiente: que todos se vistieran la camisa sobre el uniforme; que los que tuvieran más de una les dieran las otras a los tudescos; que los demás se hicieran capotillos de las sábanas y de las tiendas, y sombreretes blancos de papel los que pudiesen para que fueran todos conocidos{13}; y que a una hora dada pusieran fuego a los pabellones y chozas, para que los franceses pensaran que huían y salieran de sus fuertes. Hecho todo así, moviose antes de amanecer y se puso en marcha el ejército. Avisado el rey Francisco de la grande hoguera que se veía en el campo de los imperiales, «eso es que huyen, respondió; preparar las armas para cuando venga el día, y los seguiremos hasta desbaratarlos o arrojarlos de todo el estado de Milán.» Cuando asomó el alba, ya los imperiales habían derribado parte de la tapia de un parque que había delante de Pavía, y colocádose en él viendo todo el campo de los franceses. Ordenados los escuadrones, y cuando el sol comenzaba a resplandecer, se divisó a la izquierda el grande ejército francés, en el cual iba el rey Francisco en persona, acompañado del príncipe de Escocia y del príncipe Enrique de Albret de Navarra, el duque de Alenzon, cuñado del rey, el almirante de Francia Bonnivet, el señor de La Paliza, el virrey de Borgoña, y otra multitud de príncipes y altos personajes, tan aderezados de armas y atavíos, «que lo de los nuestros, dice el autor de la relación, era muy gran pobreza.» El ejército que mandaban era tan numeroso, que al decir del mismo testigo ocular, «pareció estar allí todo el mundo junto.»– «¿Pensáis, les dijo el marqués de Pescara a los suyos, que es poca arrogancia la de estos borrachos, que han hecho al rey de Francia dar un bando para que no dejen un español a vida so pena de perder la suya? ¿Si creerá que nos tiene las manos atadas?» Al oír esto bramaron los españoles de coraje, y juraron morir antes que rendirse, y no dar a nadie cuartel; y este ardor fue el que se propuso inspirarles el de Pescara con aquel dicho.

«Jamás, dice un historiador inglés, llegaron a las manos dos ejércitos con mayor furor; jamás se vieron soldados tan animados por la rivalidad, por antipatía nacional, por odio, y por cuantas pasiones son capaces de llevar el valor hasta su mayor grado. Por una parte se veía a un soberano valeroso y joven apoyado por una nobleza generosa, seguido de súbditos cuyo ímpetu crecía por la indignación que les causaba una resistencia tan constante, y que peleaban por el triunfo y por el honor. Por otra un ejército mejor disciplinado, dirigido por más expertos generales, que luchaba por necesidad con aquella rabia que la desesperación inspira.» Terrible fue la primera arremetida de los franceses, rompiendo un escuadrón imperial y matando la mayor parte. Tomaron también pronto su vieja y escasa artillería, lo cual les bastó para gritar: «¡victoria! ¡victoria! ¡Francia! ¡Francia!» y para que la nobleza y la gendarmería dejara sus atrincheramientos y se arrojara confiada al campo abierto. Pronto se aprovecharon los imperiales de su imprudencia. El marqués del Vasto estrecha sus líneas, penetra con ellas en las filas francesas por el lado que había dejado descubierto la gendarmería, y da una mortífera carga a los suizos y a los alemanes. Los suizos, olvidando su antiguo valor, abandonan el puesto, y la guarnición de Pavía penetra por medio de una división francesa, y se incorpora a la hueste del marqués del Vasto. El de Pescara, viendo venir a su frente un numeroso cuerpo de tropas: «Ea, mis leones de España, les dijo a los suyos, hoy es el día de matar esa hambre de honra que siempre tuvisteis, y para esto os ha traído Dios hoy tanta multitud de pécoras…» Hicieron una descarga los lansquenetes alemanes al servicio de Francia, mas como volviesen las espaldas, según su costumbre, para cargar de nuevo. «¡Santiago y España! gritó el marqués, ¡a ellos, que huyen!» Y sin dejarlos respirar dieron sobre ellos los arcabuceros españoles, entre ellos los vascos, famosos por su certera puntería, de tal manera que en brevísimo tiempo sucumbieron más de cinco mil hombres, cayendo los que pensaban salvarse en manos de la compañía del capitán Quesada, que venía en ayuda de sus compatriotas.

Lannoy, Borbón, Alarcón, todos los jefes de los imperiales se conducían no menos bizarra y heroicamente, arrollando la hueste que a cada cual le tocó combatir. El veterano La Paliza, el más ilustre de las capitanes franceses formados en la guerra de Italia, murió peleando en primera fila al frente del ala derecha. Diesbach, el jefe de los suizos, que había desdeñado seguirlos en la retirada, buscó y halló la muerte en lo más espeso de las filas imperiales; y Montmorency, que mandaba una de las alas del ejército francés, cayó prisionero. El bravo defensor de Pavía, Antonio de Leiva, que se hallaba enfermo, se hizo sacar en una silla a la puerta de la plaza, y allí con mil soldados españoles y tudescos tuvo entretenido un escuadrón italiano de los del ejército francés, impidiendo que fuese a la batalla. El marqués de Pescara se metió de tal manera y tan adelante por entre los enemigos, que en más de media hora no se supo de él, hasta que se le vio llegar herido en el rostro y en la mano derecha, y todavía sentía caliente entre el vestido y la carne una bala de arcabuz que le había traspasado el coselete. En sus armas se conocían muchas mellas de alabarda y de pica, y su caballo Mantuano volvía acribillado de cuchilladas. «¡Oh Mantuano! exclamaba él ¡pluguiera a Dios que con mil ducados pudiera yo salvarte la vida!» Pero el Mantuano murió a poco de esta exclamación de su dueño.

Manteníase ya solamente el combate en el centro en que estaba el rey Francisco, el cual en una carga desesperada de caballería mató por su mano al comandante de un cuerpo de caballería imperial italiana. Mas los intrépidos montañeses de Vizcaya y Guipúzcoa se deslizaban y escurrían por entre las patas de los caballos, y fueron dando cuenta de los más famosos capitanes franceses. Longueville, Tonnerre, La Tremouille, Bussy d'Amboise, el almirante Bonnivet, el causador de aquella catástrofe, y cuya muerte apenas fue sentida, todos fueron cayendo al lado de su rey. Solo el duque de Alenzon, que mandaba el ala izquierda, viéndolo todo perdido para los franceses, tomó, o cobarde o prudentemente, la fuga, arrastrando consigo toda el ala.

El rey Francisco, decidido a no sobrevivir a su derrota, luchó hasta el último momento. Herido y fatigado su caballo, dio con él en tierra. Un soldado vizcaíno que le vio caer corrió a él, y poniéndole el estoque al pecho le intimó que se rindiera sin conocerle. «No me rindo a tí, le dijo, me rindo al emperador: yo soy el rey.» En esto, llegose allí un hombre de armas de Granada, llamado Diego Dávila, el cual le pidió prenda de darse por rendido, y el rey le entregó el estoque, que llevaba bien ensangrentado, y una manopla. Entre él y otro hombre de armas español, llamado Pita, le levantaron de debajo del caballo, y hubiéranle tal vez muerto los arcabuceros, no creyendo a los que le llevaban y decían que era el rey, si a tal tiempo no se hubiera aparecido allí Mr. de La Motte, grande amigo de Borbón, que al reconocerle dobló la rodilla y le quiso besar la mano. Los soldados le tomaban los penachos del yelmo, le cortaban pedazos del sayo que vestía, y cada uno quiso llevar alguna reliquia del ilustre prisionero para memoria{14}.

Divulgada la prisión del rey Francisco, muchos caballeros franceses de los que se habían puesto o pudieran ponerse en salvo, se dieron voluntariamente a prisión de los españoles, ofreciendo grandes rescates y diciendo: «No quiera Dios que nosotros volvamos a Francia quedando prisionero nuestro rey.» Todos los jefes imperiales se fueron uno tras otro presentando al prisionero monarca, e hincando ante él la rodilla en señal de acatamiento, y él recibió sucesivamente con buen semblante al marqués de Pescara, al virrey Lannoy, al señor de Alarcón y al marqués del Vasto, a quien manifestó los muchos deseos que había tenido de conocerle, aunque no en aquella situación. Llegose por último el duque de Borbón, su pariente, y arrodillado delante de él como todos: «Señor, le dijo, si mi parecer se hubiera tomado en algunas cosas, ni V. M. se viera en la necesidad presente, ni la sangre de la casa y nobleza de Francia anduviera tan derramada y pisada por los campos de Italia.» Alzó el rey los ojos al cielo, dio un suspiro, y respondió: Paciencia, duque, pues ventura falta. Observó el de Pescara que la presencia de Borbón afectaba demasiado al rey, y le rogó que se retirara. Hecho esto, caminaron con él hacia Pavía{15}.

Al verse a las puertas de la ciudad detuvo su caballo y dijo al marqués de Pescara: «Ruégoos, marqués, que vos y estos caballeros me hagáis placer de no meterme en Pavía, que sería grande afrenta para mí no haberla podido tomar, y meterme en ella preso.» Pareció a todos muy justo el reparo, y acordaron aposentarle en un monasterio fuera de Pavía. Tratose a quién había de encomendarse la guarda de su persona, y el marqués de Pescara expuso que, siendo los españoles a quienes se debía principalmente el premio de la victoria, debía fiársele a don Fernando de Alarcón, jefe de los españoles, con lo cual el emperador se daría por servido, su nación por honrada, y todos por satisfechos y seguros. Convínose en ello, y Alarcón quedó encargado de la persona del rey. Alojado el ejército en las tiendas francesas, llegó un soldado español, llamado Cristóbal Cortesía, llevando prisionero al príncipe de Navarra{16}. Presentose también un villano pidiendo albricias por haber muerto al príncipe de Escocia, en testimonio de lo cual enseñaba la rica cadena de oro que el príncipe llevaba al cuello. En efecto, el príncipe escocés había tomado por guía aquel labriego para fugarse, ofreciéndole una buena paga, y aun hacer su fortuna si quería acompañarle a Escocia, y dándole desde luego aquella preciosa cadena. El villano lo prometió así; mas al llegar a un barranco, le dijo al príncipe que lo atravesara; hundiose desde luego su caballo hasta las cinchas, y entonces el traidor le dio una cuchillada en la cabeza dejándole muerto. Enterado el marqués de Pescara de la felonía del villano, le mandó ahorcar inmediatamente, y envió con mucha solemnidad por el cuerpo del príncipe y le hizo honrosas exequias{17}.

Tales fueron los principales incidentes de la famosa batalla de Pavía (24 de febrero, 1525). De ocho a diez mil franceses sucumbieron en el campo al filo de las lanzas imperiales, sin contar otra muchedumbre de ellos que se ahogó en las aguas del Tesino en su ciega y precipitada fuga. Allí pereció la flor de la nobleza de Francia, y en aquella jornada debieron acabar los sueños de gloria del rey-caballero y sus arrogantes pretensiones al dominio de Italia. Al divulgarse la noticia del desastre, la pequeña guarnición de Milán se retiró sin dar tiempo a ser perseguida, y a los quince días no había en Italia más franceses que los prisioneros. El defensor de Pavía, Antonio de Leiva, se presentó también al rey Francisco, y le besó la mano, oyendo de su boca los justos elogios que tan brillante defensa merecía. Los despojos de la batalla en vituallas, acémilas, caballos, armas, vestidos, joyas y vajillas fue inmenso, y los vencedores se indemnizaron bien de tantas escaseces y privaciones como habían sufrido.

Al día siguiente fue trasladado Francisco I al castillo de Pizzighitone en Lombardía, a orillas del Adda, siempre bajo la salvaguardia del caballero don Fernando de Alarcón. En los primeros momentos escribió Francisco a su madre la duquesa de Angulema, a quien él había dejado por gobernadora del reino, una carta, de la cual solo han adquirido celebridad (como si más no le hubiera dicho) aquellas famosas palabras:

«Todo se ha perdido menos el honor;» pero no las siguientes, que decían: «y la vida que se ha salvado: et la vie, qui est sauve{18}

Por el mismo portador de esta carta, que era el comendador Peñalosa, dirigió otra el rey prisionero al emperador, en la cual le decía: «Sed cierto que no tengo consuelo en mi infortunio, sino es la esperanza de vuestra bondad, que si os pluguiere usarla conmigo, vos obraríais como príncipe generoso, y yo os quedaría para siempre obligado… Así pues (añadía), si os placiere tener piedad de mí, dándoos la seguridad que merece la prisión de un Rey de Francia, a quien se quiere hacer amigo y no desesperar, podéis hacer una adquisición, pues en lugar de un prisionero inútil, haríais un rey siempre esclavo vuestro{19}.» Al mismo tiempo, y por el mismo conducto escribió Mad. Luisa, madre del rey, al emperador, diciéndole: «Señor, mi buen hijo: desde que he sabido el infortunio acaecido al rey mi hijo y señor, estoy dando gracias a Dios de que haya caído en manos del príncipe que más amo en el mundo; esperando que vuestra magnificencia convertirá en su favor los lazos de sangre, de parentesco y de alianza que hay entre vos y él: y en el caso que así sea, tengo por cierto que será un gran bien para el porvenir de la cristiandad vuestra amistad y unión. Por tanto, os ruego humildemente, señor e hijo mío, que penséis en ello, y mandéis que sea entretanto tratado como a vuestra honra y la suya cumple, y permitáis que sea servido de modo que pueda yo saber con frecuencia de su salud. Haciendo así, os quedará reconocida una madre, a quien vos disteis siempre este nombre, y que otra vez os ruega que ahora en afición os mostréis padre.– Vuestra muy humilde madre,– Luisa.»

Recibió el emperador la noticia del suceso de Pavía con una moderación admirable, y sin ostentar orgullo ni excesiva alegría. Dirigiose a la capilla a dar gracias a Dios, volvió a la sala de la audiencia, donde recibió las felicitaciones de la nobleza española y de los embajadores extranjeros, mostrando condolerse de la adversidad del ilustre prisionero, prohibió que se hiciesen regocijos públicos, que dijo reservaba para el primer triunfo que alcanzara contra los infieles, y contestó a la madre de Francisco I la carta siguiente:

«Madama: He recibido la carta que me habéis escrito con el comendador Peñalosa, y de él también supe lo que vos ovo dicho acerca de la prisión del rey vuestro hijo. Yo doy muchas gracias a Nuestro Señor por todo lo que a él le ha placido permitir, porque espero en su divina providencia que esto será camino para que en toda la cristiandad pongamos paz, y contra los infieles volvamos la guerra. Sed cierta, madama, que tal jornada como esta, no solo no seré en estorbarla, más aún tomaré el trabajo de encaminarla, y allí emplearé mi hacienda y aventuraré mi persona. Sed también cierta, madama, que si paz universal vuestro hijo y yo hacemos, y tomamos las armas contra los enemigos, todas las cosas pasadas pondré en olvido, como si nunca enemistad entre nosotros hubiese pasado. Yo envió a monsieur Adrian a visitar a vuestro hijo sobre el infortunio que le ha sucedido, del cual si nos place por el bien universal que de su prisión esperamos, por otra parte nos ha pesado por el antiguo deudo que con él tenemos. También lleva Mr. Adrian una instrucción asaz bien moderada, y no menos justificada, para que os la muestre a vos y al rey vuestro hijo. Y si deseáis quitaros de trabajo, y sacar a él de cautiverio, ese es el verdadero camino. Debéis, pues, con brevedad platicar sobre esta nuestra instrucción, y tomar luego resolución de lo que entendéis hacer, y respondernos, porque conforme a vuestra respuesta alargaremos su prisión o abreviaremos su libertad. Entretanto que esto se platica, he dado cargo al duque de Borbón, mi cuñado, y a mi virrey de Nápoles, para que al rey vuestro hijo se le haga buen tratamiento, y que continuamente os hagan saber de su salud y persona, como vos lo deseáis y por vuestra carta lo pedís. Mucha esperanza tengo de que vos, madama, trabajaréis de llegar todas estas cosas a buen fin, lo cual si hiciéredes, me echaréis en mucho cargo, y a vuestro hijo haréis gran provecho.»

Mas de los términos de aquella instrucción y de las largas consecuencias de la derrota y prisión de Francisco I en Pavía iremos dando cuenta en otros capítulos.




{1} Adriano, o por capricho o por modestia, ni siquiera quiso dejar su nombre bautismal para tomar el pontificio, según era costumbre cinco siglos hacía. Así fue que siguió nombrándose Adriano VI.

{2} Solimán II, conquistador de Belgrado, y enemigo terrible de la cristiandad, se había presentado en 1521 con una formidable escuadra delante de Rodas, que defendían los caballeros de San Juan de Jerusalén con solos cinco mil quinientos hombres. Esta pequeña hueste, con su gran maestre a la cabeza, resistió con admirable valor un sitio de seis meses contra doscientos mil turcos ayudados de cuatrocientos buques. Después de rechazar multitud de asaltos y de inutilizar más de cincuenta minas practicadas por los enemigos, aquellos heroicos cristianos se vieron reducidos a tal extremidad, que al fin tuvieron que rendir la plaza, que era el baluarte de la cristiandad en Oriente, mas no sin obtener una muy honrosa capitulación, que Solimán les otorgó, admirado de la heroicidad de aquellos pocos y esforzados caballeros. Estos se establecieron después en la pequeña isla de Malta, que les cedió Carlos V.

{3} El pueblo romano trató injusta y duramente a este buen pontífice, aun después de muerto. Bien que careciese del genio, de la energía, y aun de la capacidad que en aquellas circunstancias demandaba en la cabeza de la Iglesia el estado religioso y político de Europa, sus buenas intenciones, su moralidad y sus virtudes le hacían acreedor a otras consideraciones que las que con él tuvieron. Su muerte fue celebrada por los romanos con sarcástico ludibrio. En la casa de su médico colocaron entre guirnaldas un lema que decía: «Al libertador de Italia.» Habiéndosele enterrado entre Pío II y Pío III, pusieron en su tumba la siguiente inmerecida y detestable inscripción: Hic jacet impius inter Pios. Algún más fundamento tenía el epitafio que se asegura había compuesto él mismo: Adrianus VI hic situs est, qui nihil ubi infelicius in vita, quam quod imperaret, duxit: «Aquí yace Adriano VI, que nada tuvo por tan funesto en su vida como la necesidad de mandar.»– Teller, Novaes, Artaud de Montor, y otros escritores de Vidas de romanos pontífices.– Gobernó Adriano la Iglesia un año, ocho meses y algunos días.

{4} Sandoval, lib. XI, párr. 25.– Esto es diferente de lo que indican los historiadores extranjeros, incluso Robertson, que todo lo atribuyen a traición del gobernador. Los sitiados se hallaban ya muy apurados, y aunque hubo inteligencias del condestable con el gobernador, hay que tener presente que el mariscal de Navarra era pariente de aquél, que los navarros eran súbditos rebeldes del emperador, y que rindiéndole la plaza volvían a la obediencia de su legítimo soberano. El emperador devolvió al mariscal su hacienda en Navarra, y le hizo del consejo de Estado y presidente de las Ordenes. Los caballeros y soldados navarros fueron indultados, con algunas excepciones. El rey Francisco sintió tanto la pérdida de Fuenterrabía, que al capitán Le Frange, compañero del gobernador, le mandó prender, le afrentó en la plaza pública de Lyon, hizo raer las armas de su escudo y le privó para siempre de ceñir espada.

{5} Dícese que el galante Bonnivet deseaba también volver a Italia por el afán de ver a una dama milanesa de quien se había apasionado violentamente y le tenía cautivado el corazón, y que había hecho a Francisco tal retrato de su hermosura y de sus gracias, que también el monarca cayó en tentación y concibió un vivo deseo de conocerla. Todo es verosímil y creíble de dos personajes que adquirieron cierta funesta celebridad por sus pasiones amorosas.– Brantôme, OEuvres, tom. VI.– Mr. Roederer, Luis XII et François I, tom. II.

Tenemos a la vista una interesante obra publicada en París de orden del rey en 1847 con el título de: Captivité du Roi François I, par M. Aimé Champollion-Figeac, y perteneciente a la Collection de Documents inédits sur l'Histoire de France. En este volumen, que es un grueso tomo en 4.º mayor de 658 páginas, se insertan cerca de 600 documentos originales relativos a la conquista de Milán por Francisco I, al sitio y batalla de Pavía, a la prisión del rey, y a su cautiverio en Italia y en España, hasta que recobró su libertad. Es una interesantísima colección, que nos ha servido mucho para la relación de los sucesos comprendidos en este capítulo y en el siguiente.

Con arreglo a estos documentos desmiente Mr. Champollion muchos de los hechos y anécdotas que refieren Brantóme, Garnier, Sismondi y otros historiadores: entre ellas la que hemos puesto al principio de esta nota.– También pretenden deducir de una carta de la reina Luisa a Mr. de Montmorency que el rey Francisco no emprendió esta campaña contra el consejo de su madre, como afirman todos los historiadores: pero de esta carta, que hemos leído, no creemos pueda deducirse otra cosa sino que la reina madre sabía los planes de su hijo, y temía que se precipitara.– Captivité, pág. 44, nota.– Robertson, Hist. del Emperador, lib. IV.

{6} Champollion-Figeac, Captivité, pág. 31 y 33. Documentos titulados: Prise de Milan par François I à la mi-octobre 1524.– Extrait d'un journal du regne de François I.

{7} Robertson, Hist. de Carlos V, lib. IV.

{8} Llamaba rey de Navarra a Enrique de Albret, el cual seguía, como el príncipe de Escocia, las banderas de Francisco I.

Tomamos muchas de las noticias referentes al célebre sitio y batalla de Pavía de una relación escrita por un testigo de vista y sacada de un códice de la Biblioteca del Escorial. Se ha impreso en el tomo IX de la Colección de documentos inéditos, y parece que el obispo Sandoval debió conocerla ya, según se explica en el libro XI de su Historia.

También hemos visto en la Biblioteca nacional otras dos relaciones manuscritas de la batalla de Pavía, que cotejadas con la que acabamos de citar, no creemos tengan otra variación sino estar estas últimas divididas en capítulos, y parece ser copias unas de otras. La señalada con T. 159, debe ser la que en el tomo 13 de la Colección de documentos inéditos se dice perteneció a los libros del P. Burriel, que regaló a la Biblioteca el P. Diego de Ribera, dedicada a don Pedro Dávila, marqués de las Navas, pues corresponden todas las señas.

{9} Había en Italia un refrán que decía: Un capitán Juan de Urbina y un alférez Santillana.

{10} Sismondi, Hist. des Français, tom. XVI, p. 320.– Sin embargo, Champollion-Figeac (Captivité du Roi, Introduction, página XIV) sostiene que el rey, así para el sitio de Pavía como para aceptar la batalla consultó y oyó a los viejos generales, fundándose para ello en las palabras de unas cartas patentes de la duquesa de Angulema, gobernadora del reino (fecha 10 de setiembre), que así lo expresan. No sabemos hasta qué punto influiría en el texto de las letras patentes de la regente el interés de que no cargara sobre su hijo toda la responsabilidad de aquellos desgraciados sucesos (Captivité, página 312). Garnier, Sismondi, Sandoval, Robertson y otros historiadores convienen en lo primero.

{11} Relación de Fr. Juan de Oznayo, sacada de un códice de la Biblioteca del Escorial.– Sandoval, lib. XI, párr. 16.– De este rasgo de patriótico desprendimiento de las tropas españolas, o no dicen nada, o se contentan con alguna ligera indicación los historiadores extranjeros.

{12} «Una noche, viendo yo algunas banderas, aunque fortificadas, fuera de la frente de todo el ejército, pedí licencia para dar en ellas al duque y viso-rey: oviéronlo por mucho bueno; y así fui con doce banderas de españoles, y creo que les matamos obra de ochocientos hombres, aunque por otra escribí a V. M. seiscientos. La noche tras esta me llegué al alojamiento de los tudescos con toda la arcabucería española, y aunque no quise que entrasen, que bien lo pudieran hacer, desde su reparo les matamos obra de trescientos hombres a arcabuzazos: y algunos días antes los de Pavía dieron en cinco banderas de Juanín de Médicis, las cuales tomaron, con muerte de más de quinientos hombres de los suyos…»– Parte de la batalla de Pavía, dado al emperador por el marqués de Pescara, el mismo día 24 de febrero.

{13} En la citada Relación se dan muy curiosas noticias sobre las vestimentas que llevaba cada cuerpo del ejército, y sobre los trajes y divisas de sus caudillos y capitanes. «Las camisas, dice, iban cogidas las mangas sobre el codo, y las haldas a las cinturas, y todos con bandas de tafetán colorado sobre las camisas.» La infantería alemana «llevaba sobre el coselete e camisa una capilla de fraile francisco, de que mucho reían el visorrey e aquellos señores.» El virey «iba muy bien armado con unas armas doradas y blancas; en el almete un penacho muy hermoso, colorado y amarillo; llevaba un sayo de brocado e raso carmesí muy lucido, sobre un caballo ruano muy bien encubertado, e todo de la mesma devisa.» El duque de Borbón «llevaba un sayo de brocado sobre un fuerte arnés blanco sin otra devisa ninguna.» El marqués del Vasto, «uno de los más apuestos caballeros que en nuestros tiempos fue visto, iba armado de unas armas de veros azules y doradas muy bien labradas; una pluma en el almete, blanca y encarnada, muy hermosa, y un sayo de tela de plata, en un caballo castaño; una camisa muy rica con un collar de muchas piedras y perlas.» El señor Alarcón «iba bien armado con unas sobrevestas de terciopelo negro, sin otra devisa ninguna.» El marqués de Civita de Santangel, «sobre las armas un sayo de carmesí pelo, y los paramentos del caballo lo mismo.» El marqués de Pescara «iba armado de una celada borgoñona sobre un hermoso caballo tordillo que llamaba el Mantuano: no llevaba otra devisa sino la común, y unas calzas de grana, y un jubón de carmesí raso, con una camisa rica de oro y perlas.»

{14} Relación individual de los personajes franceses muertos o prisioneros en la batalla de Pavía.

(Sacada de los documentos oficiales publicados de orden del rey Luis Felipe de Francia en 1847.)

Príncipes y señores muertos.

El duque de Suffolt, a quien pertenecía el reino de Inglaterra.

Francisco, señor de Lorena.

Luis, duque de Longueville.

El mariscal La Tremouille.

El conde de Tonnerre.

El mariscal de Chabannes, primer mariscal de Francia.

El mariscal de Foix, hermano del almirante Lautrec.

El príncipe bastardo de Saboya, gran maestre de Francia.

El general Bonnivet, almirante de Francia y gobernador del Delfinado.

Mr. de Buxi d'Amboise.

Mr. de Chaumont d'Amboise.

Mr. de Sainte-Mesmes.

Mr. de Tournon.

Mr. Chataigne.

Mr. de Morette.

El bastardo de Luppé, preboste de palacio.

El señor de Saint-Severin, gran escudero de Francia.

El señor Laval de Bretagne.

Príncipes y capitanes prisioneros.

El rey de Francia.

El rey de Navarra (el príncipe Enrique de Albret.)

Luis, señor de Nevers.

Francisco, señor de Saluces.

El príncipe de Talemond.

Mr. d'Aubigny.

El mariscal de Montmorency.

Mr. de Rieux.

Mr. de Chartres.

El señor Galeas Visconte.

El señor Federico de Bauges.

El conde de Saint-Paul, hermano del duque de Vendôme.

El hijo del bastardo de Saboya.

Mr. de Brion.

El gobernador de Limosin.

El barón de Bierry.

Mr. de Bonneval.

El baile de París.

Mr. de Viot.

Mr. de Charrot.

El baile de Bugency.

El señor de la Chartre.

Mr. de Boise.

Mr. de Lorges.

Mr. de Moni.

Mr. de Crest.

Mr. de Guiche.

Mr. de Montigent.

Mr. de Saint-Marsault.

El senescal d'Armaignac.

El vizconde de Lavedan.

Mr. de la Claïette.

Mr. de Poton.

Mr. de Changy.

Mr. de Aubijon.

Mr. d'Annebaut.

El hijo de Mr. de Tournon.

La Roche-Aymond.

La Roche du Meyne.

Mr. de Clermont.

Mr. de Saint-Jean d'Ambornay.

Mr. de Vatithieu.

Mr. de Silans.

Mr. de Boutieres.

Mr. de Barbesieux.

El poeta Clemente Marot.

Despojose al rey prisionero de sus armas, y le fueron enviadas a Carlos V como uno de los más preciosos trofeos de la victoria. La espada se depositó en el alcázar de Toledo, y la armadura del cuerpo fue llevada a Alemania. En 1806 se conservaba todavía en Inspruck, de donde la recobró en dicho año el príncipe de Neufchâtel, y el emperador Napoleón la hizo colocar en el museo de artillería de París, donde se enseña todavía. La espada, cuyo puño en forma de cruz es esmaltado, con adornos de oro en que se distingue la salamandra emblemática, se hallaba en la Armería Real de Madrid, y de aquí la sacó Murat, gran duque de Berg, en 1806, y la hizo trasportar con gran ceremonia a Francia.

{15} En el camino oyó dichos muy propios del genio y buen humor de los soldados españoles. «Vaya, señor, le decía uno, que en semejantes lances se ve el valor de los príncipes.»– «Yo apuesto, decía otro, a que será mejor tratado por el emperador, que lo fuera el emperador en poder suyo.»– «A bien, decía otro, que ha caído en manos de la mejor gente del mundo, y todo lo ha de dar por bien empleado.» El rey preguntaba a Mr. de la Motte lo que querían decir, y traducidos los dichos de los soldados se reía de ellos.

Cuéntase que se acercó a él un arcabucero español y le dijo. «Señor, sepa V. A. que ayer, sabiendo que se daría la batalla, hice seis balas de plata y una de oro para mi arcabuz, las de plata para unos Musiures, y la de oro para Vos; creo que empleé las cuatro, sin otras muchas de plomo que tiré a gente común: no topé más Musiures, y por esto sobraron dos: la de oro veísla aquí, y agradecedme la voluntad de os dar la más honrosa muerte que a príncipe se ha dado. Mas pues Dios no quiso que os viese en la batalla, tomadla para ayuda de vuestro rescate, que ocho ducados, que es una onza, pesa.» Dicen que el rey la tomó, y dijo al soldado que le agradecía el buen deseo. «Esto, añade el testigo ocular, fue muy reído.»

{16} Este fue puesto en el castillo de Pavía, y habiendo logrado sobornar a un criado del marqués del Vasto que le guardaba, se fugaron los dos juntos y se fueron a Francia.

{17} «Era, dice el autor de la Relación, de diez y ocho años, y la más hermosa criatura que jamás vi.»

{18} Vamos a dar una copia exacta de esta célebre carta, que nuestros historiadores no conocieron, y que en las mismas historias modernas de Francia se ha copiado generalmente con poca exactitud. Decía así:

«Madame, pour vous faire sçavoir comme se porte le reste de mon infortune, de toutes choses ne m'est demeuré que l'honneur, et la vie qui est sauve. Et pour ce que, en vostre adversité, ceste nouvelle vous fera un peu de reconfort, j'ay prié qu'on me laissat vous escripre ceste lettre: ce que l'on m'a sissement accordé, vous supliant ne vouloir prendre l'extremité vous mesmes, en usant de vostre accostumée prudence; car j'ay esperance a la fin que Dieu ne me abandonnera point, vous recommendant vos petits enfans et les miens, et vous suppliant faire donner le passage à ce porteur pour aller et retourner en Espaigne, car il va devers l'empereur, pour sçavoir comme il voudra que je sois traicté.

Et sur ce va trés humblement se recommander a vostre bonne grace.

Vostre tres humble et tres obeissant filz,
François

{19} «Pourquoy, s'il vous plaist avoir cette honneste pitié de moyenner la seureté que merite la prision d'un roy de France, lequel ont veut rendre amy et non desesperé, pouvez estre seur de faire un acquett au lieu d'un prisionnier inutile, de rendre un roy a jamais vostre esclave.

Doncques, pour ne vous ennuyer plus longuement de ma fascheusse lettre, fera fin, avec humbles recommandacions a vostre bonne grace, celuy qui n'a aise que d'atendre qu'il vous plaise le nommer, eu lieu du prisonnier,

Vostre bon frere et amy,
François

Documentos relativos a la cautividad de Francisco, publicados de orden del rey Luis Felipe de Francia en 1847, pág. 130.

Consta también que el rey Francisco tuvo necesidad de recibir un socorro de dinero del alcaide de la fortaleza, y que el virrey de Nápoles le prestó una suma, hasta que la reina su madre pudiera librarle algunos fondos.