Filosofía en español 
Filosofía en español


Parte tercera Edad moderna

Libro I Reinado de Carlos I de España

Capítulo XI
Prisión de Francisco I en Madrid
1525-1526

Conducta de Carlos V después de la batalla de Pavía.– Estado del ejército imperial en Italia.– Recelo del papa y de los venecianos.– Firmeza de la reina regente de Francia: medidas para salvar el reino.– Sus tratos con Inglaterra, Venecia y la Santa Sede.– Condiciones que Carlos V exigía a Francisco I como precio de su libertad.– Contestación de éste: mensajes.– Es traído a Madrid.– Desatenciones del emperador con el regio cautivo.– Peligrosa enfermedad de Francisco en la prisión.– Visítale Carlos.– Nuevo desvío.– Proyecto de fuga.– Abdicación de Francisco.– Temores del emperador.– Célebre Concordia de Madrid entre Carlos V y Francisco I para la libertad de éste.– Capítulos del tratado.– Protesta secreta de Francisco.– Pláticas amistosas entre los dos soberanos.– Sale el rey Francisco para Francia.– Casamiento del emperador.– Ceremonial que se observó en el rescate de Francisco I.– Dramática escena en el Bidasoa.– Entra en su reino, y vienen sus hijos en rehenes a España.– No cumple el rey de Francia lo pactado.– Anuncios de graves complicaciones.
 

Si siempre es difícil obrar del modo más discreto, más conveniente y atinado después de una gran victoria o de un gran golpe de fortuna, lo era mucho más para el emperador Carlos V después del glorioso y memorable triunfo de sus armas en Pavía. Un príncipe joven, de imaginación ardiente, ávido de gloria y no desnudo de ambición, que se veía el soberano más poderoso del mundo, halagado por la suerte, con una perspectiva risueña y brillante ante sus ojos, con sus banderas victoriosas en Italia, aprisionado el monarca que se había presentado como su rival más temible, y teniendo por aliados, más o menos sinceros, a casi todos los príncipes y estados de Europa, bien necesitaba de prudencia para no faltar a la moderación y templanza que al recibir la fausta nueva había por lo menos aparentado, para no dejarse fascinar con tanto brillo, para no malograr el fruto de tan próspero suceso, para utilizar el ascendiente que en el mundo le daba, y al propio tiempo para no abusar de la fortuna, para no hacerse sospechoso y no excitar los celos y la envidia de otros príncipes, y no convertir en adversarios a los que, o con sinceridad, o por necesidad, o por política se le habían mostrado amigos.

Dos preguntas suponemos que haría en aquella ocasión todo el mundo. ¿En qué empleará el emperador sus tropas imperiales victoriosas en Pavía? ¿Qué hará del rey prisionero?– Una y otra eran difíciles de resolver, y uno y otro exigía gran pulso de parte del soberano vencedor.

En verdad el suceso de Pavía parecía poner a la Europa entera en riesgo de ser presa del afortunado príncipe cuyo poder ninguno otro era capaz por sí solo de contrarrestar. Los estados de Italia de tal modo se sobresaltaron e intimidaron, que el mismo pontífice Clemente VII, a pesar de su anterior conducta, amenazado por el virrey Lannoy, se allanó a pagarle ciento veinte mil ducados por ciertas ventajas que en recompensa debía recibir. El duque de Ferrara satisfizo cincuenta mil so pretexto de gastos de guerra. Lo mismo hicieron otras repúblicas y señorías; y hasta Venecia ofreció ochenta mil ducados de oro. Francia sin rey, sin tesoro, sin tropas y sin generales, aparecía en peligro de una ruina inminente, y se consideraba casi prisionera como su rey. La consternación era general. Todo, pues, parecía presentarse favorable al emperador y halagar el pensamiento de dominación universal, si en su mente hubiera entrado.

Mas bajo esta apariencia lisonjera se ocultaba mucho de adverso. Las rentas positivas del que tantos dominios poseía eran muy cortas, y el ejército imperial de Italia ascendía a poco más de veinte mil soldados. De ellos, los alemanes que tan briosamente habían defendido a Pavía, orgullosos y altivos con su victoria y sus servicios, siempre codiciosos de pagas, y prontos a indisciplinarse cuando no se les satisfacían con regularidad, a duras penas se acallaron mientras duró el dinero que Lannoy sacó al papa y a los otros príncipes. Después, temeroso siempre de que volvieran a amotinarse, el mismo virrey tuvo por bien licenciar los cuerpos alemanes e italianos. Apenas pues quedaban fuerzas imperiales en Italia. Por otra parte, recelosos tiempo hacia el papa y los venecianos del engrandecimiento desmedido del emperador, y considerándose los más expuestos a sufrir los efectos de su ilimitado poder, comenzaron a pensar seriamente en los medios de atajar sus progresos y de restablecer el equilibrio que formaba la base de su seguridad. El mismo Enrique VIII de Inglaterra conoció que había dado demasiado apoyo al emperador, y empezó a discurrir que la superioridad de Carlos podría ser más peligrosa o más fatal a Inglaterra que la de los mismos reyes de Francia sus vecinos; y el cardenal Wolsey, que ni olvidaba ni perdonaba haber sido burlado dos veces por el emperador, no perdía ocasión de apoyar e inculcar estas ideas a su monarca.

De todas estas disposiciones supo aprovecharse bien la madre de Francisco I, que en lugar de abatirse y entregarse a la tristeza por la prisión de su hijo, no pensó sino en salvar el reino, ya que tanto en otras ocasiones le había perjudicado, y lo hizo obrando con la energía y la habilidad de un gran político. Ella se fue inmediatamente a Lyon, a fin de reunir y rehacer más pronto los restos del destrozado ejército de Italia: envió a Andrés Doria con una flota a buscar al duque de Albania que se hallaba en Civita-Vechia, con cuyo auxilio pudo volver a Francia con su hueste poco disminuida: halagó a Enrique VIII, reconociéndose y haciendo que los parlamentos se reconociesen también deudores de dos millones de coronas de oro a la Inglaterra a nombre del rey prisionero; y ganó a Venecia y al papa, que reclutaron reservada y silenciosamente hasta diez mil suizos. Todo lo cual se manejaba con tal disimulo, que el papa estaba al mismo tiempo celebrando un pacto simulado con el emperador, y el rey de Inglaterra le enviaba embajadores a Madrid dándole el parabién por la prosperidad de sus armas: si bien invocando anteriores conciertos le requería que pusiese en su poder y a su disposición la persona del rey Francisco, y le hacía otras semejantes demandas y proposiciones a que le constaba no había de acceder, todo para tener un pretexto honroso de ligarse con la Francia. De este modo el emperador en los momentos de mayor prosperidad se veía abandonado de sus antiguos aliados, y todos estudiaban cómo engañarle.

Por lo que hace al rey prisionero, no extrañamos que el emperador vacilara en la conducta que debía observar con él, puesto que el Consejo mismo a quien consultó se dividió también en tres diversos pareceres. Ciertamente lo más caballeroso y lo más galante hubiera sido adoptar el dictamen del obispo de Osma, confesor de su majestad imperial, que proponía se pusiese inmediatamente en libertad al cautivo monarca, sin otra condición que la de que no volvería a hacer la guerra; pero dudamos que si era lo más noble, hubiera sido también lo más seguro, atendido el carácter del rey Francisco. Prevaleció, pues, el dictamen del duque de Alba, que sin oponerse a la libertad del prisionero, quería que antes de otorgársela se sacaran de su situación las condiciones más ventajosas posibles. Adhiriose a este consejo el emperador, y en su virtud despachó a Mr. de Croy, conde de Roeux, con la carta que trascribimos en el anterior capítulo para la reina madre de Francia, con el encargo de visitar al rey cautivo, y con la instrucción de las condiciones con que podría alcanzar su libertad.

Las principales condiciones que se le imponían, y también las más duras, eran: la restitución del ducado de Borgoña al emperador, con todas sus tierras, condados y señoríos, en los términos que le había poseído el duque Carlos: la devolución de la parte del Artois que los reyes de Francia habían tomado a los predecesores del emperador: la cesión del Borbonés, la Provenza y el Delfinado al duque de Borbón, cuyos estados había de poseer éste con el título de rey: que diese al de Inglaterra la parte del territorio francés que decía corresponderle: que renunciara a todas sus pretensiones sobre Nápoles, Milán y demás estados de Italia (28 de marzo, 1525). Condiciones eran en verdad sobradamente fuertes, y que equivalían a exigirle la mutilación y desmembramiento de la Francia, despojándola de sus mejores provincias.

Indignose el prisionero al escuchar tales proposiciones. «Decid a vuestro amo, le dijo con voz firme al mensajero, que prefiero morir a comprar mi libertad a tal precio… Si el emperador quiere recurrir a tratos, es menester que emplee otro lenguaje{1}.» Sin embargo, pasada esta primera impresión, todavía el rey Francisco y la reina Luisa su madre dirigieron a Carlos cartas de mensaje, contestando en varios capítulos a las proposiciones del emperador. En ellos accedían a renunciar para siempre toda acción o derecho que pudiera tener al reino de Nápoles, al ducado de Milán, al señorío de Génova, a las tierras de Flandes y condado de Artois; a restituir al duque de Borbón sus estados y pagar sus pensiones, y aún darle en matrimonio su hija; a costear la mitad del ejército y de la armada, si el emperador quisiese pasar a Italia, o a hacer la guerra a los infieles, y aun a acompañarle en persona. Pero negábase a la devolución de la Borgoña y a la cesión de las provincias de Francia, y proponía ciertos enlaces de familia para seguridad de una paz perpetua. Produjo esto contestaciones y réplicas, siendo siempre el principal punto de desavenencia y como la manzana de la discordia lo concerniente al ducado de Borgoña{2}.

Mientras estas negociaciones corrían, el virrey de Nápoles, Carlos de Lannoy, procuró persuadir hábilmente a Francisco que le sería más ventajoso entenderse personalmente con el emperador, venirse a Madrid, presentarse a él, y dándole esta prueba de confianza sacaría mejor partido y obtendría más suaves condiciones. Francisco, a cuyo carácter se acomodaban bien estos golpes caballerescos, se dejó fácilmente alucinar de las bellas palabras del virrey, y accedió a ello.

Sin comunicarlo al emperador y sin revelar sus intenciones ni a Borbón ni a Pescara, preparó Lannoy una flota en Marsella; las naves las suministraba el mismo rey de Francia, y las tropas de la escolta habían de ser españolas{3}. So pretexto de trasladar a Francisco a Nápoles para mayor seguridad, fingió Lannoy llevarle por mar hacia Génova; mas luego mandó a los pilotos virar hacia España, y a los pocos días arribó la escuadrilla al puerto de Rosas en Cataluña (8 de junio). Sorprendió agradablemente a Carlos la nueva de que su ilustre prisionero se hallaba en territorio español, y perdonando que se hubiese hecho sin su mandato a trueque de lisonjear su amor propio dándole en espectáculo a una nación orgullosa, ordenó que se le condujera a Madrid. En Barcelona, en Valencia, en Guadalajara, en Alcalá, en todas las poblaciones del tránsito fue agasajado y festejado el ilustre prisionero. Venían con él el virrey Lannoy y el encargado de su custodia don Fernando de Alarcón; y llegado que hubo a Madrid, se le aposentó en la torre de la casa llamada de los Lujanes, siempre bajo la vigilancia del mismo Alarcón{4}.

Fuerza es confesar que no tuvo nada ni de generosa ni de galante la conducta de Carlos V con el real prisionero de Madrid. Le cumplimentaba por escrito, pero no le visitaba. Dado que se le otorgara cierto material ensanche en la prisión y que se le permitiera tal cual salida al campo con más o menos escolta, había una cosa más sensible que el encierro y más mortificante que los mismos grillos, que era el desaire de no haber sido visitado por el emperador. Pasaban días y semanas, y Carlos, so pretexto de tener que asistir a las Cortes que se hallaban reunidas en Toledo{5}, como si fuesen dos mil leguas y no doce las que separan a Toledo de Madrid, no hallaba ocasión de hacer una visita al infortunado monarca, tratando en este punto al huésped de Madrid como si fuese un prisionero vulgar. Cayósele con esto a Francisco de los ojos la venda de las ilusiones y de las esperanzas con que Lannoy le había traído a Madrid. Herido y mortificado en su amor propio, cayó en una profunda melancolía, que al fin le produjo una enfermedad grave, y en los accesos de la fiebre se le oía prorrumpir en amargas quejas, no tanto sobre el rigor de la prisión, como sobre el desdén y el menosprecio con que el emperador le trataba. La enfermedad se agravó en términos, que llegó a infundir serios temores así a los médicos como a Fernando de Alarcón, y unos y otros opinaron que la presencia del emperador podría serle de grande alivio, y así se lo avisaron y rogaron.

Había pasado el emperador una temporada, concluidas las Cortes, distrayéndose en partidas de montería por la sierra de Buitrago, y cuando regresaba ya a Toledo alcanzole en San Agustín, lugar del conde de Puñonrostro, un posta enviado por los médicos del rey, avisándole que si quería ver a su regio prisionero se diese prisa a caminar, porque estaba muy al cabo de su vida (18 de setiembre). Leyó Carlos la carta a los caballeros de su comitiva, y les dijo: «El que quisiere quedarse, quédese; y el que quisiere ir conmigo, aguije.» Y poniendo espuelas a su caballo emprendió a todo galope camino de Madrid. Al llegar a Alcobendas, saliole al encuentro otro posta despachado por los médicos y por Alarcón, instándole a que apretara si quería hallar al rey de Francia  vivo. De tal manera espoleó el emperador, que en dos horas y media salvó las seis leguas que separan a San Agustín de Madrid, y entre ocho y nueve de la noche entró en el aposento del acongojado enfermo. Llegó precisamente en momentos en que el doliente monarca experimentaba algún alivio y tenía la cabeza despejada. La escena fue interesante y tierna. Los dos soberanos se abrazaron, al parecer afectuosamente, e incorporándose en la cama Francisco, «Señor, le dijo a Carlos, veis vuestro esclavo y prisionero.– No sino libre, le contestó el emperador, y mi buen hermano y verdadero amigo.– No sino vuestro esclavo, repuso el francés.– No sino libre, replicó Carlos, y mi buen hermano y amigo: y lo que yo más deseo es vuestra salud; e a esta se atienda, que en lo demás todo se ha de hacer como vos, señor, lo quisiéredes.– No sino como vos lo mandéis, volvió a replicar el francés: y lo que os ruego y suplico es que entre vos y mí no haya otro tercero.» Estas últimas palabras las dijo ya turbado y casi sin sentido{6}.

Al día siguiente repitió el emperador la visita. Pero lo que dio al postrado monarca más consuelo fue la llegada de su hermana la princesa Margarita, que noticiosa de su enfermedad venía a ofrecerle sus fraternales cuidados, vestida con el traje de luto por la reciente muerte de su esposo el duque de Alenzón, de resultas de heridas recibidas en la batalla de Pavía. Recibiola el emperador con mucha cortesía y afectuosidad, y la llevó él mismo de la mano hasta la cámara del rey. Oyó la ilustre princesa de boca del emperador no menos dulces palabras de esperanza y de consuelo que las que había dicho a su hermano. Pero la pronta marcha del César a Toledo hizo recelar a Francisco y a su hermana la duquesa de Alenzón de lo no muy dispuesto que aquél debería hallarse a cumplir sus bellas promesas de libertad, cuando consentía en dejar cautivo un rey moribundo.

En efecto, al día siguiente de la partida del emperador, se agravó tanto la enfermedad del rey, que la desconsolada princesa su hermana «le santiguó, le besó, y le cubrió el rostro con la sábana teniéndole ya por muerto.» Mas el rey vivía. La princesa y sus damas y criados comulgaron todos, y dirigieron al cielo fervorosas preces por su salud. Al rey se le administraron también los sacramentos, y desde aquel día (24 de setiembre) fue prodigiosamente aliviándose, en términos que no tardó en recobrar su salud. Durante el peligro de su enfermedad se habían hecho en Madrid, y aun en otros puntos del reino, rogativas y procesiones públicas por la salud del monarca francés, y el pueblo de Madrid muy señaladamente mostró en esta ocasión el mayor interés por su restablecimiento, y aun por su libertad, con la esperanza de ver asegurar una concordia entre los dos soberanos, y con ella la paz universal.

Con esto, y con haber escrito el emperador invitando a la princesa Margarita a que pasase a Toledo para tratar los medios de dar la libertad a su hermano, encaminose la duquesa de Alenzón a aquella ciudad, dejando al rey en convalecencia. Salió a recibirla el emperador (3 de octubre), e hízole grandes acatamientos y agasajos, de todo lo cual escribía muy complacida y dando las más halagüeñas esperanzas al rey su hermano, como a la regente de Francia su madre. Tuvieron, pues, diferentes pláticas en Toledo el emperador y la princesa sobre las condiciones de la concordia, ya en el palacio imperial, ya en la casa de la princesa misma; mas no tardó en convencerse la duquesa de que ni aquellos obsequios ni las buenas palabras dadas al rey en el lecho del dolor estaban en consonancia con las condiciones que el emperador seguía exigiendo para el rescate. La piedra de toque era siempre el ducado de Borgoña. Ya la princesa se allanaba a que el rey su hermano, una vez verificado su matrimonio con la reina viuda de Portugal, doña Leonor, hermana de Carlos, recibiera de ella en dote la Borgoña, con tal que pasara en herencia a sus hijos, y renunciaba a todos los demás derechos que pudiera tener a los estados de Nápoles, de Milán, de Génova, de los Países Bajos y demás sobre que habían versado las primeras capitulaciones. Carlos insistía en la restitución de la Borgoña sin restricción, y en los mismos términos que la había poseído el duque Carlos su bisabuelo. Convencida al fin la de Alenzón de la inutilidad de sus negociaciones, y de lo infructuoso de las conferencias, pidió licencia al emperador para volverse a Madrid, y obtenida que fue, se vino a esta villa (14 de octubre) a dar cuenta a su hermano del resultado, y a discurrir otros medios de poder restituirle la libertad.

Ocurrió a poco tiempo un incidente que acabó de desanimar a Francisco y a su hermana y de desengañarlos acerca de las intenciones del emperador. Por las causas que después diremos vino a España el duque de Borbón, a quien Carlos tenía prometida la mano de su hermana doña Leonor, la viuda del rey don Manuel de Portugal. Y aquel emperador, que no se había dignado ni recibir ni visitar al monarca prisionero, se mostró tan extremadamente galante, atento y obsequioso con el hombre a quien la Francia y su rey miraban solo como un vasallo rebelde y traidor, que no solamente salieron de orden suya el obispo de Ávila y muchos caballeros a esperarle a los confines de Castilla, sino que cuando llegó a Toledo (15 de noviembre), le recibió con todo el aparato de la corte, le abrazó con el interés más cariñoso y le llevó a su mismo palacio, haciéndole en el camino las demostraciones más afectuosas, y los más lisonjeros y pomposos ofrecimientos{7}. Estas y otras particulares distinciones, hechas con el mayor enemigo del monarca prisionero, y que tanto contrastaban con el desdeñoso comportamiento que con éste había tenido, convencieron más y más a Francisco y a la duquesa de que era excusado pensar en obtener la libertad con condiciones decorosas. Entonces la de Alenzón dio trazas como pudiera sacar de la prisión a su hermano, empleando un ardid que le facilitara la fuga{8}. Mas como también se le frustrara este artificio, recurrieron los dos a otro medio más político, más solemne, y que sin duda fue de grande efecto.

Extendió, pues, Francisco una acta de abdicación renunciando la corona en el delfín su hijo, mandando que se hiciera registrar con las formalidades de estilo por el parlamento del reino, y que en seguida se procediera a la coronación del delfín, bajo la tutela y regencia de la reina madre, o en caso de fallecimiento de ésta, de su hermana la princesa Margarita. Este documento fue llevado a Francia por el duque de Montmorency; y dado este golpe, la duquesa, cuya salud se iba también debilitando, partió igualmente (28 de noviembre) para aquel reino{9}.

Resolución tan extraña y vigorosa hizo pensar al emperador que si se consumaba, tendría en su poder no ya un rey prisionero, sino un caballero cautivo. Esta consideración, unida a las noticias que tuvo de la liga que contra él se formaba en Italia, le movió a pensar seriamente en dar libertad al prisionero, porque él por desesperación no hiciera inútil su cautividad, o antes que los confederados hicieran de la libertad del rey de Francia condición precisa de paz o de guerra. Coincidió con esto que la regente de Francia, madre de Francisco, cansada de llevar sobre sus hombros el peso del gobierno, y persuadida de que la presencia de su hijo era más necesaria a la Francia que el ducado de Borgoña, le decía que aceptara cualquier partido, pues nada era tan perjudicial y todo era más tolerable que la prolongación del cautiverio{10}. Y como Francisco había visto por tanto tiempo la firme resolución del emperador, no sintió verse alentado por su madre, y dio orden a sus embajadores para que aceptaran y firmaran en su nombre el tratado que proponía Carlos V (19 de diciembre), aplazando, no obstante, la restitución de la Borgoña para después que estuviese libre.

La dificultad estaba en los del consejo del emperador, puesto que consultado por Carlos, se dividieron los pareceres, opinando los unos, entre ellos el virrey de Nápoles, que la libertad del rey de Francia era indispensable para la paz universal, y aconsejándole resueltamente otros, y señaladamente el gran canciller Gattinara, que le tuviese preso y asegurado por lo menos hasta que hubiese hecho la restitución de la Borgoña, fundándose en la desconfianza que les inspiraba el genio bullicioso y emprendedor del francés, y su natural deseo de vengar la afrenta de Pavía y las humillaciones de Madrid. Optó, no obstante, el emperador por el primer dictamen, y en su virtud se estipuló y ajustó la famosa Concordia de Madrid, de 14 de enero de 1526, cuyos principales capítulos eran los siguientes:

Paz y amistad perpetua entre ambos soberanos. «De manera, dice el texto, que los dichos señores emperador y rey en la manera sobredicha sean e queden de aquí adelante buenos, verdaderos e leales hermanos, amigos, aliados y confederados, y sean perpetuamente amigos de amigos y enemigos de enemigos, para la guarda, conservación y defensión de sus estados, reinos, tierras y señoríos, vasallos y súbditos, donde quier que estén: los cuales se amarán y favorecerán el uno al otro, como buenos parientes e amigos, e se guardarán el uno al otro las vidas, honras, estados y dignidades, bien e lealmente, sin alguna fraude ni engaño, y no favorecerán ni mantendrán alguna persona que sea contra el uno ni el otro de dichos señores.»

Libre trato, comercio y comunicación entre los súbditos de ambos reinos.

Restitución y entrega completa del ducado de Borgoña al emperador dentro de las seis semanas siguientes al día en que el rey Francisco se viese libre en su reino, renunciando por sí y por sus sucesores para siempre a todo derecho al ducado de Borgoña, quedando éste perpetuamente separado de la corona de Francia.

Que el 10 de marzo el rey Francisco entraría libremente en su reino por la parte de Fuenterrabía; pero con tal condición, que en el acto y simultáneamente le serían entregados al emperador en calidad de rehenes los dos hijos primeros del rey Francisco, el delfín y el duque de Orleans, o en lugar de este último, doce principales personajes del reino, que el emperador designaba{11}; los cuales habían de estar en su poder hasta que el rey cristianísimo hubiera hecho la restitución y cumplido los artículos de la concordia: y aun cumplido esto, vendría en lugar de los dichos rehenes a España el duque de Angulema, hijo tercero del rey, como prenda de seguridad y firmeza en la amistad de los dos soberanos.

Renuncia absoluta y completa por parte del rey Francisco a todos sus derechos o pretensiones a los estados de Nápoles, de Milán, de Génova, de Artois, de Hainaut, y de todas las demás tierras y señoríos que poseía el emperador.

Casamiento del rey Francisco con doña Leonor, hermana de Carlos, y viuda del rey de Portugal, la cual sería llevada a Francia, cuando se diese libertad a los rehenes; y casamiento del delfín con la hija del rey de Portugal, cuando tuviesen la edad.

El rey Francisco se obligaba a procurar que Enrique de Albret renunciara para siempre al título de rey de Navarra, y a todos los derechos que pretendiera tener a aquel reino, resignándolos perpetuamente en el emperador que le poseía, y en los reyes de Castilla sus sucesores.

Obligábase también a costear, siempre que el emperador quisiese pasar a Italia, doce galeras, cuatro naos y cuatro galeones, y a dar al tiempo de la entrega de los rehenes la paga de seis mil infantes en Italia, quinientas lanzas y alguna artillería.

A satisfacer al rey de Inglaterra los 133.305 escudos anuales que el emperador le debía, a contar desde junio de 1522.

A restituir al duque de Borbón todos sus estados, con las rentas y bienes muebles, señoríos, preeminencias y derechos que tenía antes de salir de Francia.

A dar libertad al príncipe de Orange y devolverle su principado, como igualmente a madama Margarita y al marqués de Saluzzo todo lo que poseían antes de la guerra.

Que ambos soberanos, de común acuerdo suplicarían al papa que convocase un concilio general para tratar del bien de la cristiandad y de la empresa contra turcos y herejes, y que concediese una cruzada general por tres años.

Que en llegando el rey Francisco a Francia ratificaría los capítulos de la Concordia.

Que si cualquiera de estos capítulos no fuese guardado, el rey daba su fe y palabra de volver a la prisión{12}.

Tal fue en sustancia la famosa Concordia de Madrid entre Carlos V y Francisco I: tratado que por lo humillante y deshonroso para la Francia y para su rey causó universal sorpresa y asombro en el mundo, y muchos desconfiaban de que llegara a realizarse. Sin embargo, se dio principio a su cumplimiento con la ceremonia de los esponsales entre Francisco y Leonor, que Carlos de Lannoy celebró por poderes en Madrid, donde se hallaba el rey, y en Torrijos donde se encontraba la reina; si bien el emperador no consintió la consumación del matrimonio, hasta que el acta de ratificación viniese de Francia.

Con razón se había asombrado el mundo, y no sin fundamento se recelaba que no podría realizarse el tratado. Así era, pero no por las causas que naturalmente se discurrían. Detrás de la concordia ostensible se ocultaba una protesta capciosa que la invalidaba. El rey cautivo, el día antes de firmar el convenio había llamado a los consejeros que tenía en Madrid, y después de haberles exigido el secreto bajo juramento solemne, hizo extender a su presencia y ante notarios una protesta formal contra el tratado que iba a suscribir, declarándole nulo y de ningún efecto como arrancado por la violencia, y hecho sin la libertad de deliberación necesaria para legitimar tales actos{13}. Con esta artificiosa conducta se proponía el rey Francisco eludir la validez de lo mismo que iba a pactar, fiando más bien en que hallaría después casuistas que le absolvieran, que creyendo satisfacer con esto su conciencia y su honor. Que sin negar que Carlos abusara de su posición imponiendo un pacto oneroso a quien estaba constituido en cautiverio, esto no justifica la doblez de Francisco y su insigne mala fe{14}.

La protesta no obstante permanecía oculta e ignorada, siendo este el único caso en que Carlos se dejó engañar de Francisco. Como aliados y amigos paseaban ya juntos los dos soberanos{15}, y las gentes se agolpaban a verlos como una cosa extraña y sorprendente, y de ello auguraban una larga paz. «Ya veis, le dijo un día Francisco al emperador paseando por los campos de Illescas; ya veis cuán hermanados estamos vos y yo, y malhaya quien intentare desavenirnos. Por esto he pensado deciros, que pues el pontífice es hombre bullicioso, y los venecianos son más amigos de turcos que de cristianos, sería bien que al pontífice le allanásemos, y a los venecianos destruyésemos: para esta jornada, si nos queremos juntar, nadie será poderoso a resistirnos.– Sed cierto, hermano, le respondió el emperador maravillado de aquel lenguaje, que no tengo voluntad de buscar enemigos ni de alzarme con lo ajeno. En lo que decís de ser el papa bullicioso у los venecianos amigos de turcos, bien sabéis cuán poco les debo, y que en nada se han mostrado aficionados a mis cosas, y que han sido más vuestros que míos. Mas esto no obstante, me parece que si en algo ellos se atrevieren contra la fe y contra nosotros, será bien avisarlos, mas no destruirlos: si no quisieren conformarse, ni vos ni yo nacimos para ser verdugos de los vicios del papa y venecianos.» Al oír esta respuesta del emperador, cortó discretamente la plática el francés diciendo: «Tenéis razón, no hablemos más de guerra, puesto que Dios nos tiene en paz.» ¡Quién creyera entonces que el rey cristianísimo había de ser después aliado del turco contra el emperador y contra el jefe de la Iglesia!

El día en que habían de despedirse ya para regresar Francisco a su reino, caminaban juntos en una litera por las cercanías de Madrid aquellos dos soberanos para quienes parecía ser estrecho el mundo, y cuando llegó la hora de separarse: «Acordaos, hermano, le dijo el emperador, de lo que conmigo habéis capitulado.– Tanto me acuerdo, respondió Francisco, que os puedo decir todos los capítulos de memoria sin faltar una letra.– Pues que tan presente lo habéis, decidme: ¿tenéis voluntad de cumplirlo, o halláis alguna dificultad? Porque si en esto hubiere alguna duda, sería tornar a las enemistades de nuevo.– No solo tengo voluntad de cumplirlo, contestó el francés, sino que no habrá en mi reino quien me lo pueda estorbar: y si otra cosa en mí viereis, consiento en que me tengáis por bellaco y vil (lasche et mechant).– Lo mismo quiero que digáis de mí, repuso el emperador, si no os diere libertad. Una sola cosa os pido, y es que si en algo me habéis de engañar, no sea en lo que toca a mi hermana y vuestra esposa, porque sería injuria que no podría dejar de sentir y vengar.»

Con esto se hicieron una cortesía, y se despidieron diciendo: «Dios vaya, hermano, en vuestra guarda.» Y el emperador tomó el camino de Illescas, y el rey el de Madrid, para dirigirse desde aquí a Fuenterrabía y a Francia. Emprendió, pues, su viage (21 de febrero), acompañado del virrey Lannoy, del capitán Alarcán y de otros caballeros. El condestable don Iñigo de Velasco había de conducir a la reina doña Leonor hasta Vitoria, para ponerla en Francia tan luego como estuviesen entregados los rehenes y se hubiesen ratificado los capítulos de Madrid.

Mientras el prisionero de Pavía se encaminaba a la frontera de su reino con el ansia de recobrar su libertad, el emperador, que había condescendido con los deseos manifestados por las Cortes de Castilla de enlazarse en matrimonio con su sobrina la infanta doña Isabel de Portugal, hija del difunto rey don Manuel, pasó a Sevilla a celebrar sus bodas, que se solemnizaron con suntuosas fiestas (11 de marzo, 1526), y con todo el brillo y ostentación que era de esperar de la alegría y el gusto que este enlace causó en ambos reinos{16}.

Al llegar el rey Francisco con su comitiva (18 de marzo) a la orilla del Bidasoa, que por la parte de Fuenterrabía divide los dos reinos de España y Francia, puestos anticipadamente de acuerdo para el acto y ceremonia de la entrega con la reina Luisa su madre, gobernadora de la Francia, y con arreglo al ceremonial que Francisco y Lannoy habían formulado en Aranda de Duero (26 de febrero), y en San Sebastián, se dio principio a aquel acto sublime de la manera siguiente{17}. En medio del río y a igual distancia de ambas riberas se colocó y amarró con anclas una gran lancha. A las dos márgenes, y frente unos de otros, se colocaron de la parte de España el rey Francisco con Lannoy y Alarcón, de la de Francia los dos hijos del rey, el delfín y el duque de Angulema, Enrique, con el almirante Lautrec, unos y otros con igual número de caballeros y soldados. A un mismo tiempo partieron de las dos opuestas orillas y en dos botes iguales, Lannoy con el rey Francisco y doce caballeros españoles, y Lautrec con los príncipes y doce caballeros franceses, y bogando a compás los remeros de uno y otro bote llegaron simultáneamente a la barca anclada en medio del río. Saltaron a ella unos y otros. Los príncipes se acercaron a besar la mano a su padre, que les correspondió con un abrazo, y lo mismo hicieron los demás franceses. «Señor, dijo entonces el virrey Lannoy, ya estáis en vuestra libertad: cumpla agora V. A. como buen rey lo que ha prometido.– Todo se guardará cumplidamente,» respondió el rey. Y hecha la entrega, y pasando los príncipes a la barca de los españoles, y el rey a la de los franceses, trasladáronse a las respectivas márgenes de España y de Francia. El acto se concluyó a las tres de la tarde del 18 de marzo al año y algunos días de la batalla de Pavía.

Tan pronto como el rey Francisco pisó el suelo de la Francia, montó en un caballo turco que se le tenía preparado, y apretándole las espuelas se dio a correr gritando: «¡Todavía soy rey! ¡Je suis encore roi!» y galopando llegó hasta San Juan de Luz, donde le esperaba la reina su madre con toda la corte. De allí prosiguieron sin detenerse a Bayona, desde donde el rey hizo muy vivas reclamaciones para que le fuera enviada luego su esposa; mas como se esperase en vano la ratificación del tratado de Madrid que se había obligado a hacer tan pronto como se viera libre en su reino, y como la reina doña Leonor no había de ser llevada a Francia hasta que esto se cumpliese, el condestable de Castilla que la acompañaba en Vitoria volviose con ella a Burgos, con arreglo a las instrucciones que había recibido del Emperador. Los príncipes franceses fueron en el principio puestos bajo buena guarda en la fortaleza de Villalba de Alcor; y el virrey Lannoy, que infructuosamente había seguido al rey Francisco hasta Bayona, requiriéndole que confirmara la concordia de Madrid, recibió orden del emperador para que se volviese a Castilla. El rey prosiguió a París, sin haber ratificado la concordia, so pretexto de tener que someterla a la aprobación del parlamento y del reino{18}.

Aunque hoy ya no nos constasen, adivinaríase fácilmente los graves acontecimientos y las funestas complicaciones que naturalmente habían de producir el duro comportamiento del emperador con el rey prisionero, la artificiosa conducta de Francisco para recuperar su libertad, la protesta subrepticia a la concordia de Madrid, la falta de cumplimiento del tratado, y la enemiga que naturalmente se había de reproducir con más furor entre los dos soberanos rivales, que parecían destinados a traer perpetuamente conmovida la Europa.




{1} «Dites á votre maitre, que j'aimeroys mieux mourir que ce faire… Si l'empereur veut venir á traictes, il fault qu'il parle autre langage.»

{2} Colección de Documentos relativos a la cautividad de Francisco I, hecha de orden del rey Luis Felipe de Francia. Núm. 59. Instrucciones de Carlos V a sus embajadores para tratar del rescate y libertad del rey de Francia con los de Madama la regente.– Núm. 66. Carta de Francisco I al emperador Carlos V (abril, 1525).– Núm. 67. Respuestas del rey a los artículos propuestos por el emperador para tratar de su libertad, y comunicados por H. de Moncada.– Núm. 69. Los artículos de un tratado de paz propuestos por el rey estando prisionero en Pizzighitone, y llevados al emperador por M. de Reux.– Núm. 71. Primera instrucción a M. D'Embrum para tratar de la libertad de Francisco I.

De algunos de estos documentos manifiesta haber tenido noticia el obispo Sandoval: Robertson sin duda no los conoció.

{3} «Concierto celebrado entre el virrey de Nápoles y el mariscal de Montmorency para trasportar a España al rey y la escolta española en galeras francesas (8 de junio, 1525).» Colección de documentos relativos a la cautividad de Francisco I, núm. 88.

{4} Tres distintos lugares sirvieron sucesivamente de prisión a Francisco I en Madrid. Primeramente se le puso en la torre de la citada casa de los Lujanes, que está frente a la del ayuntamiento, o sea la llamada de la Villa, cuya torre había sido en otro tiempo uno de los fuertes de la muralla que ceñía la antigua población. Allí estuvo hasta que se le preparó una habitación en el palacio del Arco, que hoy no existe: y últimamente se le trasladó a una torre del antiguo Alcázar, que ocupaba una parte del terreno en que se erigió después el magnífico palacio de nuestros reyes.– Informe dado por M. de Lussy, arquitecto, que residió mucho tiempo en Madrid, a Mr. Rey, autor de un volumen sobre la cautividad de Francisco I.– Quintana, Grandezas de Madrid, cap. 30, pág. 336.

{5} En estas Cortes de Toledo de 1525 se otorgó al emperador un servicio mayor que el de costumbre, en atención a los grandes gastos de la guerra que acababa de terminar, se hicieron algunas leyes de gobierno interior, y se le excitó a que pensara ya seriamente en casarse, para que pudiera dar pronto sucesión al reino, y se le propuso como el más conveniente enlace el de la infanta doña Isabel de Portugal, al cual se inclinó también el emperador y se empezó desde entonces a tratar de él.

{6} Tomamos todos estos pormenores de un precioso libro manuscrito de la Biblioteca nacional (X, 227), compuesto por el ilustre Gonzalo Fernández de Oviedo, el célebre historiador de Indias, con el título de: Relación de lo sucedido en la prisión del rey Francisco de Francia, desde que fue traído a España, y por todo el tiempo que estuvo en ella, hasta que el emperador le dio libertad y volvió a Francia.- El autor de este libro estuvo, como él mismo dice, todo este tiempo en Toledo y en Madrid, y su posición en la corte le proporcionó ser testigo de todo lo que aconteció relativamente a la prisión y estancia de Francisco I en esta villa. Da por lo tanto curiosísimos y muy interesantes pormenores sobre todo lo que ocurrió en este asunto, y su narración tiene todo el sello y todos los caracteres de verídica.

De manera que con esta obra y con la copiosa Colección de documentos hecha de orden del rey Luis Felipe de Francia, que varias veces hemos ya citado, podemos decir que conocemos lo acaecido en este notable período de nuestra historia. Sentimos que la índole de una Historia general no nos permita detenernos en multitud de incidentes curiosos y que no carecen de interés. Sin embargo, nuestros lectores podrán todavía notar en nuestra narración algo que no habrán visto en los historiadores que nos han precedido.

{7} Colección de documentos sobre la cautividad de Francisco I.– Núm. 160. Carta de Carlos V al rey.– Núm. 176. Carta de la duquesa de Alenzón al rey.– Núm. 181. Carta de la misma al mismo.– Núm. 182. Conferencia de la duquesa de Alenzón con el emperador Carlos V.– Núm. 192. Carta de Carlos V al rey.– Número 193. Carta del rey a Carlos V.

Muy de otro modo y con más dignidad se cuenta haberse conducido el marqués de Villena con el condestable de Borbón. Habiéndole pedido el emperador que franqueara su palacio para hospedar al príncipe francés, contestó aquel magnate con mucha urbanidad, que no podía dejar de complacer a su soberano: «Mas no extrañéis, añadió con enérgica entereza, que tan luego como le haya evacuado el condestable, le mande arrasar hasta los cimientos, porque un hombre de honor no debe habitar ya la casa en que se ha alojado un traidor.»– Guicciard. lib. XVI.– De esto sin embargo, nada dice en su Relación Gonzalo de Oviedo.

{8} El ardid consistía, según Sandoval, en que un esclavo negro que tenía a su servicio se acostara en la cama misma del rey, que éste, vestido con las ropas del esclavo y tiznándose el rostro, saliera del alcázar al anochecer, fingiendo ser el negro que llevaba la leña a su cámara. Parece que habiendo reñido entre sí dos de los pocos que estaban en el secreto, uno de ellos por vengarse del otro, reveló el proyecto al emperador, el cual, si bien al principio no dio entera fe al denunciante, no por eso dejó de ordenar a don Fernando de Alarcón que estuviese sobre aviso y vigilase con más cautela y rigor al prisionero.

{9} Colección de documentos inéditos sobre la cautividad de Francisco I. Núm. 207.– El acta de la abdicación no se registró en el parlamento por no haber sido presentada en tiempo oportuno, no porque el rey la retractara muy poco de haberla firmado, como dice Sismondi; y no la llevó la duquesa de Alenzón, como la mayor parte de los historiadores dicen, sino el duque de Montmorency.– Champollion-Figeac, Captivite du roi François I.– Introduction, pág. LIV.

{10} Últimas instrucciones de la reina regente, madre del rey, a sus embajadores para la conclusión del tratado de Madrid, traídas por Mr. de Brion.– Colección de documentos, Núm. 206.

{11} Eran estos, el duque de Vandome, el de Albany, Mr. de Saint-Pol, el de Guisa, Lautrec, De la Val, el marqués de Saluzzo, Mr. de Rieux, el gran senescal de Normandía, el mariscal de Montmorency, Mr. de Brion y Mr. de Ambegui; es decir, los hombres más notables de Francia, príncipes, políticos y generales.

{12} Este célebre Tratado de Madrid fue solemnemente firmado y jurado por el emperador y por el rey de Francia, y suscrito además por el virrey Carlos de Lannoy, don Hugo de Moncada, Juan Alemán, el arzobispo de Embrun, Juan de Selva y Felipe Chabot. Los capítulos eran 45, de los cuales hemos omitido los menos interesantes. El documento es de bastante extensión. El obispo Sandoval le insertó íntegro, con su Prohemio, en el lib. XIV. de la Historia del emperador Carlos V.– Recueil des Traités, tomo II.

{13} Colección de documentos relativos a la cautividad de Francisco I, Núm. 222. El acta de la protesta es también larga.

Debemos advertir que ya en 22 de agosto de 1525, con motivo de las negociaciones que se seguían por los embajadores de la reina regente con Carlos V acerca de la libertad del rey, había hecho éste una protesta secreta parecida a esta segunda, cosa que no hemos visto en ningún historiador, pero de que no nos deja duda alguna el texto que leemos en la Colección de documentos, pág. 300, señalado con el número 134, y la firmaron el rey, el arzobispo de Embrun, Felipe Chabot, De la Barre y Bayard.

{14} Es curioso observar los esfuerzos que algunos historiadores franceses hacen para justificar la artificiosa protesta de Francisco I. Otros, por el contrario, la condenan como un acto deshonroso y abominable.

{15} Equivócase por consiguiente Champollion-Figeac cuando dice, que después de firmado el tratado de Madrid fue el rey guardado como antes, y se tuvieron menos consideraciones a su real persona: «Même après la signature du traité de Madrid le Roi fut gardé comme auparavant, et moins d'egards furent prodiguès á su royale personne.» Aserto tanto más extraño, cuanto que en la pág. 502, documento numero 241, inserta la Relación de lo que pasó en Madrid entre el rey y el emperador después de firmado el tratado de Madrid, en la cual consta todo lo contrario.

Esta relación está bastante de acuerdo con las extensas noticias que nos da Gonzalo de Oviedo en su citado manuscrito de lo que pasó en aquel período. Oviedo cuenta pormenores muy individuales, y anécdotas muy curiosas, que él mismo presenció, de las expediciones que Carlos V y Francisco I hacían juntos de Madrid a Torrejón de Velasco, y de aquí a Illescas, donde estaban las reinas doña Leonor y doña Germana, de las visitas que se hicieron, de las danzas y fiestas que hubo con este motivo, y hasta de los diálogos entre el emperador y el rey, entre Francisco y doña Leonor, a quien todos llamaban ya la reina de Francia, y entre las dos reinas y los dos soberanos. Estas expediciones y estas visitas duraron hasta el 20 de febrero en que se despidieron Carlos y Francisco.

{16} Los portugueses mostraron bien su satisfacción en el hecho de haber dado a la princesa Isabel el cuantioso dote de novecientos mil ducados. El obispo Sandoval refiere minuciosamente las magníficas fiestas que con motivo de estas bodas se hicieron en Sevilla, y copia y traduce todos los versos latinos que en alabanza del César se pusieron en los arcos triunfales. Hist. de Carlos V, lib. XIV, párr. 9.

{17} Ceremonial convenido para el acto de la libertad del rey. Colección de documentos, número 213, pág. 510.

{18} Colección de documentos relativos a la cautividad de Francisco I.– MS. de Gonzalo de Oviedo, en la Biblioteca nacional.– Documentos de la casa del conde de Haro, que originales vio Sandoval, y a que se refiere en el lib. XIV de su Historia.– Dormer, Anales de Aragón, lib. II.– Ulloa, Vida del emperador Carlos V.– Robertson, Hist. del emperador, lib. IV.

En la citada Colección de documentos hecha de orden del rey de Francia y publicada en 1847, hay multitud de poesías líricas compuestas por el rey Francisco I durante su prisión en Italia y en Madrid, algunas de las cuales sin duda no carecen de mérito, y aún las comparan los franceses a las de su maestro Clemente Marot. Lo que podemos nosotros decir es que, a juzgar por el número de sus composiciones, la musa de Francisco I era por lo menos fecunda.