Parte tercera ❦ Edad moderna
Libro I ❦ Reinado de Carlos I de España
Capítulo XII
Italia
Memorable asalto y saqueo de Roma
1525-1527
Sensación que produjo en Italia la traslación de Francisco I a Madrid.– Quejas y enojo de los generales Borbón y Pescara contra el virrey Lannoy.– Planes del canciller Morón.– Intenta libertar la Italia de la dominación española.– Induce a ello al marqués de Pescara.– Vacila el marqués.– Resuelve denunciarle.– Artificio que usó para descubrir y prender a Morón.– Sitia Pescara al duque de Milán.– Muerte del marqués de Pescara.– Sucédele el duque de Borbón.– Conducta de Francisco I después de su rescate.– Niégase a cumplir el tratado de Madrid.– Confederación contra Carlos V: la Liga Santa: tratado de Cognac.– Refuerza el emperador el ejército de Italia.– Inacción de Francisco I: compromete a los aliados: triunfos de los imperiales en Milán.– Conjuración contra el papa: entrada de los conjurados en Roma: prisión del pontífice: condiciones con que recobró su libertad.– Escaseces y apuros de los imperiales en Lombardía: terribles medidas del duque de Borbón: crítica y desesperada situación del país y del ejército.– Arrojada y funesta marcha de Borbón contra Roma.– Imprudente confianza del pontífice.– Asalto de Roma por los imperiales: muerte de Borbón: entrada y saqueo horrible de Roma: escándalos, sacrilegios, crímenes inauditos.– Prisión del papa Clemente.– Manifiesto de Carlos V a los príncipes sobre el asalto y saco de Roma.– Manda hacer rogativas por la libertad del papa.– El papa sigue cautivo.– Conjuración europea contra el emperador.– Anuncio de nuevas guerras.
Durante el cautiverio del rey de Francia en Madrid habían pasado en Italia acontecimientos importantes, y fraguádose en secreto una terrible trama contra el emperador. Ya indicamos en el anterior capítulo cuán bien había sabido explotar la reina Luisa de Saboya, madre de Francisco I y regente de Francia, los celos que al papa, a los venecianos y al rey de Inglaterra inspiraba el excesivo engrandecimiento y el asombroso poder del rey de España y emperador de Alemania, y cómo se habían ido desviando los que antes habían sido sus más eficaces auxiliares y sus más útiles amigos.
Por otra parte, el bullicioso canciller de Milán Gerónimo Morón, una vez expulsados los franceses de este ducado, mirábalos ya con menos enemiga y encono; y las onerosas condiciones y las reservas con que el emperador, después de mucho trabajo, accedió a otorgar la investidura del señorío de Milán al duque Sforza, en cuyo nombre se había conquistado, le hicieron sospechar y calcular que si a Carlos le diera tentación de agregar el Milanesado al reino de Nápoles, corría gran riesgo de que viniera a su poder toda la Italia. Libertar la Italia del yugo extranjero era tiempo hacía el pensamiento favorito de los políticos italianos, y emanciparla de la dominación de los españoles era la empresa que se le representaba más gloriosa al canciller Morón, ya que tanta parte le había cabido en la expulsión de los franceses. A este designio encaminó sus planes, y no tardó en presentársele una ocasión que le pareció muy oportuna.
La traslación de Francisco I a Madrid, hecha por el virrey Lannoy secretamente y sin dar conocimiento de ella ni al duque de Borbón ni al marqués de Pescara, resintió altamente y ofendió el amor propio de estos dos generales, a cuyo esfuerzo se había debido principalmente el triunfo de Pavía. Borbón se vino, como hemos visto, lo más pronto que pudo a Madrid, receloso de que Lannoy pudiera perjudicarle en sus intereses. Hiciéronse aquí Borbón y Lannoy mutuas y muy duras recriminaciones a la presencia misma del emperador. El de Pescara quedó al frente del ejército, tronando contra el virrey y blasfemando de su solapada acción, resentido además y quejoso del emperador porque no le había premiado tan cumplidamente como creía merecer por sus servicios. Este descontento y enojo del vencedor de Pavía fue el que se propuso el intrigante Morón utilizar para sus planes. Con mucha maña le inflamaba en su resentimiento, y le avivaba los celos que ya le daban las preferencias del emperador hacia Lannoy, permitiéndole que dispusiera del monarca francés, siendo el de Pescara el caudillo a cuya dirección y bizarría se debió el triunfo de Pavía y la prisión del rey.
Con mucha sagacidad le fue Morón insinuando la idea de que la mejor venganza de tales agravios, y al propio tiempo el mejor camino para ganar gloria inmortal sería erigirse en libertador de su patria, sacudiendo el yugo de la dominación extranjera; que a él más que a nadie correspondía llevar a cabo empresa tan generosa y noble; que a tan grandioso designio le ayudarían con decisión todos los pueblos; que él podría ser el alma de la liga secreta que se estaba formando entre el papa, Venecia, Florencia, Milán y la gobernadora de Francia, Luisa de Saboya; y que siendo el reino de Nápoles feudo de la Santa Sede, podía estar cierto de que los aliados le darían con gusto aquella corona, y con no menos satisfacción le otorgaría el pontífice la investidura.
Tentadora era la perspectiva para un genio ambicioso como el de Pescara, y para un hombre que, como él, se mostraba quejoso por sentirse mal remunerado. Suspenso se quedó al pronto, sin dar respuesta categórica, como quien fluctuaba entre la idea risueña de un porvenir brillante y la infamia de la traición que para ello necesitaba cometer. Por si se decidía a seguir las inspiraciones de Morón, quiso descargar su conciencia oyendo el parecer de hombres doctos, a quienes consultó «si podía un vasallo levantarse legítimamente contra su señor inmediato por obedecer al señor feudal.» Los teólogos y letrados de Milán y Roma contestaron afirmativamente, que para todo hallaba favorable resolución la jurisprudencia de los casuistas de aquel tiempo. Pero reflexionó de nuevo, y bien fuese que le horrorizara la alevosía, bien que viera dificultades en la realización del proyecto, bien que la enfermedad que entonces padecía el duque de Milán Francisco Sforza le sugiriera el pensamiento de sucederle en el ducado, como premio que el emperador no podría negarle por la revelación del secreto, decidiose a descubrir a Carlos todo lo que contra él se tramaba, deslizándose así, por querer huir de una traición, por una pendiente de no menos abominables alevosías.
Manifestósele el emperador informado ya de todo; y como quien indirectamente reprendía a Pescara lo tardío de la delación, y como quien le allanaba el camino de salvar aquella falta con nuevas pruebas de lealtad, le encargó que continuara tratando con los de la liga, y sondeándolos hasta arrancarles el secreto de todos sus planes. Pescara tuvo la flaqueza de aceptar la odiosa comisión de espía, además del papel abominable de traidor que antes no había acertado a rechazar. En desempeño, pues, de su nuevo oficio, citó un día a Morón para tener una conferencia en Novara. El canciller acudió a la cita sin ningún recelo. Allí hablaron de los medios de llevar adelante la conjuración, y Morón se explicó sin rebozo y con toda expansión y confianza. Compréndese cuál sería su asombro al verse sorprendido por Antonio de Leiva, que salió de detrás de una colgadura donde el de Pescara le había ocultado para que oyera la plática. En el mismo instante fue preso Morón y conducido al castillo de Pavía. Inmediatamente marchó Pescara con los imperiales contra el duque Francisco Sforza, que se hallaba enfermo en Milán, le declaró destituido a nombre del emperador, y le intimó la entrega de todas las fortalezas y ciudades de aquel estado. Sabida por el duque la prisión de su canciller, y viendo no quedarle remedio para otra cosa, accedió a hacer la entrega que se le pedía, reservándose solo los castillos de Cremona y Milán para seguridad de su propia persona.
No contento con esto el de Pescara, puso sitio al castillo de Milán donde el doliente duque se había refugiado{1}, y dio aviso al emperador, rogándole mandara al duque entregar los castillos de Milán y Cremona, y a él le diera licencia para tomar las ciudades de Parma y Plasencia que tenía el papa. No tuvo por político todavía el emperador ni obligar al duque a la cesión de sus dos castillos, sino pedirle que se presentara personalmente a responder a los cargos, ni romper tampoco con el pontífice; antes bien, como el papa siguiera fingiéndose amigo del emperador, disimuló también Carlos por su parte. Era jugar a quien más engañarse podía. El papa Clemente, para ocultar más la trama, envió un legado a pedir al emperador en nombre suyo y de los príncipes y repúblicas de Italia, que si el duque de Milán sucumbía de su enfermedad, tuviese a bien poner en aquel estado o al duque de Borbón o a don Jorge de Austria, hijo natural del emperador Maximiliano. Y Carlos, fingiendo también ignorar lo que el papa y los de la liga tramaban contra él, aparentó tener gusto en complacer al pontífice, y dio la investidura del ducado de Milán al de Borbón, que era a quien protegía con preferencia. La muerte del marqués de Pescara, ocurrida a poco tiempo de esto, dejó vacante otro importante puesto, el de general en jefe del ejército imperial de Italia, cuyo mando se apresuró también Carlos a confiar al de Borbón, que salió con este motivo de España{2}.
Sucedió en esto la libertad de Francisco I, el cual no contento con eludir el cumplimiento del tratado de Madrid, según dejamos ya indicado, desde Bayona mismo escribió al rey de Inglaterra, manifestándole lo agradecido que estaba a sus servicios, y aprobando el tratado hecho entre él y la regente de Francia su madre. Y como hombre sin escrúpulos, o como si ningún lazo o compromiso le ligara, dirigiose también al papa y a Venecia, exhortándolos a unirse para arrojar de Italia a los imperiales. El papa Clemente tampoco escrupulizó ya en aprobar la no ejecución del tratado de Madrid, y saliendo de su política vacilante y doble, se unió abiertamente con el francés contra el emperador{3}. Venecia volvió a su antigua alianza con Francia, y el sitiado duque de Milán, Francisco Sforza, pedía con urgencia socorros al papa y al monarca francés.
En su virtud se firmó en Cognac (22 de mayo, 1526), una alianza, que se llamó Liga Santa o Liga Clementina, entre Francisco I de Francia, el papa Clemente VII, la señoría de Venecia y el duque de Milán, contra el emperador Carlos V. El rey de Inglaterra, sin adherirse abiertamente a la liga, aceptó el título de protector de la confederación, bajo la promesa de que habían de darle un principado en el reino de Nápoles después de la conquista, y otro estado al cardenal Wolsey en Italia. Las principales bases del concierto eran que Carlos V había de poner en libertad, mediante una cantidad que se ofrecía por el rescate, a los dos hijos del rey de Francia que tenía en rehenes, y poner a Sforza en tranquila posesión de Milán. De no hacerlo así, se comprometían los aliados a levantar un ejército de cuarenta mil hombres, cuyo contingente se señaló a cada uno, para arrojar a los imperiales del Milanesado, y acometer después a Nápoles por mar y por tierra{4}. Se intentó, aunque en vano, ocultar esta liga a la sagacidad del emperador. El pontífice, que tanto le debía, rompió ya todo miramiento, y en virtud de la facultad de atar y desatar, relevó al rey Francisco del juramento que había prestado de cumplir la concordia de Madrid, y se atrevió a escribir al emperador diciendo: «Si queréis la paz, bien; sino, sabed que no me faltarán armas ni fuerzas para libertar la Italia y la república cristiana.»
Resuelto Carlos a no ceder un ápice en lo comprendido en el tratado de Madrid, y sobre todo a no escuchar proposición alguna contraria a lo estipulado respecto a la restitución absoluta de la Borgoña, envió al virrey Lannoy y a Fernando de Alarcón a intimar al rey de Francia, o que cumpliera la concordia en todas sus partes, o que se restituyera a la prisión de Madrid, conforme se había obligado. Tan inútil como era la demanda del emperador fue pueril el medio que buscó Francisco para eludirla. Mandó comparecer a la presencia de los embajadores a los representantes de los estados de Borgoña, y les manifestó el compromiso en que con el emperador se hallaba. Ellos contestaron, como era natural y se suponía, que si el rey había condescendido en desmembrar el reino y entregarlos a una potencia extranjera, ellos estaban resueltos a morir con las armas en la mano antes que consentirlo. «Ya lo veis, dijo Francisco volviéndose a los embajadores; me es imposible cumplir el tratado.» Y ofreció, en equivalencia a la restitución de la Borgoña, dos millones de escudos. Lannoy y Alarcón no eran hombres para dejarse engañar por el artificio cómico de Francisco y los borgoñones, y se retiraron asegurando que su señor no renunciaría una sola cláusula ni permitiría eludir un solo compromiso del tratado.
Irritado Carlos con la conducta de Francisco y del papa, desahogaba su enojo contra el primero llamándole soberano sin fe y sin honor, lasche et mechant, como él mismo le había dado derecho a hacerlo en las pláticas confidenciales de Illescas; y amenazaba al segundo con su cólera, intimándole además con apelar a un concilio general, anuncio que parecía recibir como una terrible conminación el papa. Mas no se limitaba Carlos a simples amenazas y recriminaciones, sino que con su natural actividad se apresuró a reforzar el ejército de Italia, al propio tiempo que con maña y destreza, por medio de su embajador en Roma duque de Sessa, y de don Hugo de Moncada, interesaba en su favor la poderosa familia de los Colonas, y especialmente al que hacía cabeza de ella, el cardenal Pompeyo Colona, hombre tan hábil como ambicioso, rival y enemigo, aunque disimulado, del pontífice Clemente, como aspirante que había sido a la tiara, y que conservaba todo el resentimiento de un pretendiente burlado.
Francisco no había sido tan activo; los infortunios y los padecimientos le habían amansado, y ya no parecía el rey belicoso de otros tiempos. Dado a los goces tranquilos como quien los cogía a deseo, desconfiando de su fortuna en la guerra, y ávido de reposo, prefería negociar con el emperador esperando alcanzar por dinero la conservación de la Borgoña y el rescate de sus dos hijos, que le importaba más que la independencia de Italia. Así, en vez de corresponder con auxilios prontos y eficaces a las obligaciones contraídas en Cognac, respondía a las reclamaciones de los aliados con vagas promesas e interminables dilatorias{5}. A duras penas y a fuerza de instancias pudieron lograr que una flota francesa al mando del tránsfuga español Pedro Navarro partiera del puerto de Marsella, con la cual, unida a las naves de Venecia y del papa dieron principio al sitio de Génova. Pero ya la inacción de Francisco I había comprometido a los confederados, y más al duque Sforza, que apurado por los imperiales en el castillo de Milán y mal auxiliado por el duque de Urbino, general de los aliados, tuvo que entregarle al de Borbón que llegó con tropas de refresco (24 de julio), pudiendo él escapar e incorporarse al ejército aliado. De esta manera quedó el de Borbón poseedor del ducado de Milán con que el emperador había prometido investirle{6}.
Habíanse cruzado en este tiempo entre Francisco I y Carlos V proposiciones y respuestas, reclamaciones y negativas sobre el rescate de los dos príncipes que estaban en rehenes. Viendo Francisco la inflexibilidad del emperador, y después de haber declarado al parlamento de Francia la nulidad del tratado de Madrid, circuló a todos los príncipes de Italia y Alemania un largo escrito titulado: «Apología contra la concordia de Madrid: Apología dissuatoria Madritiae conventionis.» Al cual contestó el emperador con otro todavía más extenso, con el título de: Respuesta a la Apología del rey de Francia. Al propio tiempo escribía el pontífice Clemente al emperador dándole quejas, y el emperador se las volvía harto más fuertes, recordándole sus beneficios, mostrándole cuán poco correspondía a ellos su comportamiento, y no dejando sin repuesta muy firme ninguno de sus cargos. Y no contento con esto, se dirigió el emperador al colegio de cardenales con pliego cerrado, que no había de ver el pontífice, rogándoles encarecidamente que si Su Santidad negase o difiriese el concilio general, le señalasen ellos, pues veían los peligros en que la Iglesia estaba{7}.
Pero otro golpe más terrible descargó sobre el papa Clemente para hacerle arrepentirse de haber abandonado al emperador y afiliádose a la liga llamada Santa. El cardenal Colona, Moncada y el duque de Sessa, habían conducido tan hábilmente y con tal sigilo su conspiración, que un día, cuando más desapercibido se hallaba el pontífice, y antes que pudiese tener aviso de ello, vio con sorpresa penetrar por las calles de Roma una hueste de tres mil hombres, españoles, napolitanos y coloneses, con banderas desplegadas y apellidando «libertad.» Guiábalos don Hugo de Moncada. Sobresaltado y aterrado el pontífice, y sin que nadie se presentara a defenderle, huyó de su palacio y se refugió en el castillo de Sant Angelo. Los soldados de Moncada saquearon el Vaticano, la iglesia de San Pedro, una parte del Burgo y las casas de los ministros más adictos al papa. Viose éste atacado en el mismo castillo en que había buscado asilo, y como careciera de bastimentos y de medios de defensa, apresurose a pedir capitulación a Moncada, que aseguraba no había ido sino a apartarle de la liga y hacerle amigo del emperador, añadiendo que todo lo hacía forzado y con el buen deseo de la paz. Sin embargo, impuso al Santo Padre las condiciones que le pareció, a saber: tregua por cuatro meses entre el emperador y el papa; que Su Santidad retirara el ejército que tenía en Lombardía; que perdonara a todos los Coloneses, y aun los admitiera a su gracia y privanza, y que don Hugo se volvería con su tropa a Nápoles, como así lo verificó (setiembre, 1526), aunque con algún disgusto de los Colonas, satisfecho con haber intimidado al papa, y héchole separarse de la confederación de una manera ciertamente nada diplomática ni respetuosa, pero directa y eficaz{8}.
Coincidió la salida de las tropas pontificias del Milanesado, con arreglo a la capitulación, con la llegada a Lombardía de un cuerpo de doce mil alemanes reclutados en favor del emperador, y mandados por el valeroso y acreditado Jorge Frundsberg, uno de los vencedores de Pavía; lo cual obligó al duque de Urbino, general de los aliados, a levantar el sitio de Génova, no haciendo después sino un vano alarde sobre Cremona. Por otra parte el emperador había tenido por conveniente enviar a Nápoles al virrey Lannoy y a Fernando de Alarcón con siete mil españoles, que arribaron allá salvando el encuentro de las galeras del papa. En semejante ocasión diole para su mal al pontífice la tentación de quebrantar la tregua, procediendo abiertamente contra los Coloneses, haciendo quemar y destruir en pocos días catorce villas suyas, y excomulgando y privando de todas sus dignidades al cardenal Pompeyo Colona, contra lo capitulado con Moncada. Pidieron los Colonas favor al virrey de Nápoles, que no pudo negársele como a amigos del emperador, y que por él habían padecido. Juntando pues el virrey su gente con la de Colona, y con la de don Hugo de Moncada, autor de la quebrantada capitulación, y a quien por lo mismo había agraviado el papa, reunió un ejército de veinte mil hombres con el cual tomó el camino de Roma. Sospechó el pontífice que iba contra él, y se salió de la ciudad santa; si bien las tropas de la Iglesia fueron bastantes para detener en su marcha al virrey, fijando su campo cerca unos de otros en los límites de los estados de Roma y Nápoles, fortificándose cada cual lo mejor que pudo por ser ya la entrada del invierno (fin de noviembre).
Otra más furiosa tormenta se estaba ya formando en otra parte para descargar sobre la capital del mundo católico y sobre la cabeza del romano pontífice. Las tropas imperiales del Milanesado hacía tiempo que vivían del merodeo en el desgraciado país de Lombardía; esquilmada y agotada ya la tierra, sin pagas los soldados, sin recursos los jefes, empobrecidos los naturales, y hasta apurada la plata de los templos, entregábase la soldadesca a todo género de desmanes, y el condestable de Borbón tuvo que desplegar, para mantener su gente, un sistema de rigor, de violencia y de tiranía que acaso repugnaba a su genio, Los dueños mismos de las casas en que vivían eran puestos en tortura para ver de arrancarles hasta la última moneda, si acaso alguna les había quedado. Muchos se suicidaban, y todos vivían en la miseria y en la desesperación. El refuerzo de los alemanes aumentaba el número y la fuerza material, pero aumentaba también las dificultades para los mantenimientos. Era menester sacar de tan agotado país tal enjambre de consumidores, pero era necesario también para arrancarlos de allí satisfacerles algunos de sus atrasos, y halagarlos con la perspectiva de otro país donde se indemnizaran de sus escaseces{9}. Entre los arbitrios que para esto discurrió el de Borbón fue uno el de vender la vida y la libertad al canciller Morón, preso en el castillo de Pavía y condenado a muerte, por precio de veinte mil ducados, con lo cual logró dos cosas, dar algunas pagas a su gente, y llevar a su lado un consejero experto y sagaz.
Merced a estos y otros recursos que a fuerza de ingenio o de violencias proporcionaba el de Borbón, y al ascendiente que su carácter y su capacidad le daban sobre los soldados, logró sacar el famélico ejército de Milán, y dejando encomendada esta desventurada ciudad a Antonio de Leiva, púsose en marcha (últimos de enero, 1527), e incorporándosele en el camino los lansquenetes de Frundsberg, reunió así un ejército de veinte y cinco mil hombres, de países, de lenguas, de costumbres diversas, y aun de creencias distintas{10}, mercenarios los más, vendidos muchos, hambrientos de pillaje todos, sin artillería, sin bagajes, sin dinero, que marchaban bajo la fe de Borbón, más bien que como soldados del emperador a quien no conocían. ¿Dónde se detendrá en su devastadora marcha esta bandada devoradora? En medio de los rigores de una estación cruda caminaron los meses de febrero y marzo por países cortados de ríos y de montañas, talándolo todo, y sufriendo las penalidades con la esperanza de un inmenso botín. Plasencia y Bolonia, protegidas por los aliados, se libraron de la tormenta que iba a descargar más lejos, porque ya Borbón se veía obligado a marchar adelante, empujado por sus mismos soldados, impacientes de hallar el botín y las riquezas que les había ofrecido. Llegó ya el caso de apurárseles el sufrimiento, y de rebelarse abiertamente. Algunos capitanes que intentaron sosegarlos perecieron víctimas de su cólera, y el mismo Borbón tuvo que esconderse para librarse de sus primeros arrebatos. Al fin se apareció cuando los vio algo más en calma, y usando de su particular habilidad para manejar los corazones y las voluntades de los soldados, logró persuadirlos de que sus esperanzas estaban próximas a cumplirse, y los alentaba con su ejemplo caminando a pie con ellos y tomando parte en sus canciones y en las chanzonetas con que buscaban alivio a sus trabajos, trabajos que procuraba también hacer más tolerables permitiéndoles saquear las poblaciones y comarcas por donde transitaban{11}.
Temió ya el papa Clemente que la tempestad fuera a descargar sobre Florencia o sobre Roma, y temblando por la seguridad de ambas ciudades, vacilante y zozobroso sobre el partido que debería tomar, al fin se decidió a entrar en tratos con el virrey Lannoy, con quien ajustó un concierto bajo las bases siguientes: tregua de ocho meses entre el ejército pontificio y el del virrey; que los Colonas serían repuestos en todos sus bienes, empleos y dignidades; que él anticiparía setenta mil escudos para los gastos del ejército imperial de Lannoy, y que éste iría a Roma para impedir que el de Borbón se acercara a Roma ni a Florencia. Con esto el papa se contempló ya seguro, y entregándose a una confianza imprudente y ciega, licenció todas sus tropas, no conservando más que los suizos de su guardia{12}. Lannoy en cumplimiento del tratado, y de buena fe, a lo que se cree, envió un mensaje a Borbón haciéndole saber el concierto que tenía hecho con Su Santidad, pidiéndole que detuviera su marcha. Borbón, que se hallaba ya resuelto a llevar adelante su plan, y que estaba comprometido con sus soldados, contestó que él solo recibía órdenes del César. Pidiole Lannoy una entrevista, y Borbón la eludió, prosiguiendo su marcha hacia Florencia. Ni era ya dueño de contener el ímpetu de sus soldados. Florencia acababa de ser socorrida por el duque de Urbino, y entonces Borbón se decide a anunciar a sus tropas que donde las va a llevar es a Roma, donde les serán pagados todos sus atrasos, y los anima con el próximo saqueo a que va a entregar la ciudad eterna. Los soldados acogen el anuncio con universal regocijo, y aclaman a Borbón con entusiasmo.
Cuando el pontífice suponía aún en Toscana el ejército imperial, quedose asombrado de saber que tenía ya a Borbón casi bajo los muros de Roma (5 de mayo). Aun entonces confiaba en que un ejército sin artillería no era posible que se atreviera a acometer la ciudad, y limitó su defensa, y en verdad ya no tenía tiempo para otra cosa, a armar a los criados de los cardenales, a reunir los soldados licenciados y los artesanos de Roma bajo el mando de los caporioni, y a excomulgar a Borbón y a sus tropas: con esto pensaba poder defenderse, al menos hasta que llegaran los aliados. Pero no eran Borbón y los suyos gente ni a quien intimidaran aquellas censuras, ni a quien detuvieran aquellos débiles medios de defensa. Todos iban resueltos a no malograr tan penosa marcha, a indemnizarse de sus escaseces, a saciar su sed de botín, y a hacer memorable aquella jornada. Una densa niebla ocultaba sus movimientos hasta aproximarse al muro. Borbón se vistió un traje blanco sobre su armadura para que todos pudieran verle y distinguirle de lejos. Dividió su ejército en tres cuerpos, uno de españoles, otro de alemanes y otro de italianos, y a cada uno le destinó a asaltar un lado de la muralla. «Ea, compañeros y hermanos, les dijo; vais a combatir a Roma, la cabeza del mundo y la dominadora de las gentes: ved que la honra del emperador está en vuestras manos, y espero que corresponderéis a la fama que lleváis de ser los mejores y más bravos soldados que se conoce.»
Hecho esto, y dada la voz de asalto (6 de mayo), arrojáronse todos escala en mano a trepar por la muralla. Los primeros asaltadores caían casi todos al nutrido fuego de arcabucería con que los recibían los veteranos y la guardia suiza del papa. Viendo esto el duque de Borbón, arranca una escala de las manos de un soldado, se adelanta a todos, «¡seguidme, compañeros!» les dice, clava la escala en el muro, y trepa por él denodadamente. Pero en este instante un tiro de mosquete le atraviesa el cuerpo, le derriba al foso, se siente herido de muerte, y manda que cubran su cuerpo con una capa para que los soldados no le conozcan y no se desalienten. A los pocos momentos dejó de existir el condestable de Borbón, como si de intento hubiera buscado la muerte, para no oír los terribles anatemas que la Iglesia había de lanzar sobre el autor del horrible atentado que se iba a cometer.
Ni se pudo ocultar su muerte a los soldados, ni estos desmayaron por verse sin general: antes creciendo su rabia y su coraje, se arrojaron como furiosos leones sobre el muro, los españoles al grito de ¡España! ¡imperio! y todos al de ¡Sangre, venganza!, y muriendo y matando se apoderaron de las murallas; los lansquenetes alemanes arrancaron la artillería a los del papa, y abriendo paso a los españoles e italianos, derramáronse todos como rabiosos tigres por la ciudad, degollando a los romanos con sus caporioni, y tiñendo sus espadas en la sangre de los doscientos suizos de la guardia del pontífice dentro de la iglesia misma de San Pedro. El papa huyó con algunos cardenales y los embajadores, del Vaticano a San Pedro, y de San Pedro al castillo de Sant Angelo, que en otra ocasión no muy remota le había servido de momentáneo y poco seguro asilo. Poca resistencia hallaron ya los vencedores para ir ganando y enseñoreando toda la población: de seis a siete mil romanos habían perecido; y cuarenta mil soldados sin jefe, feroces, libertinos y codiciosos, cuarenta mil bandidos recorrían desaforadamente las calles, las plazas y los templos de la ciudad santa, robando, saqueando, violando y degollando, sin perdonar ni edad, ni sexo, ni estado, ni clase, y tratando con igual brutalidad a hombres y a mujeres, a cardenales y a sacerdotes, a nobles y a plebeyos, a ancianos y a niños, a casadas y a doncellas.
«Nos falta aliento, exclama al llegar aquí un historiador de nuestro siglo, para referir por menor tantos horrores. Atila, a la cabeza de sus hordas salvajes, había respetado a Roma, defendida por la majestad de sus pontífices; Alarico y Genserico la habían saqueado dos veces; pero las devastaciones de los godos y de los vándalos no tuvieron este carácter de licenciosa ferocidad, este tinte de impía y burlesca rabia que se mostró en el saco de Roma. Reservado estaba al siglo de los Médicis dar un espectáculo que no había visto el siglo VII: soldados ebrios de vino y de lujuria, cubierta la cabeza con una mitra, una estola en sus corazas, amontonando su botín en los templos, haciendo de los altares una mesa para sus orgías, un lecho para sus liviandades: cardenales, aun de los del partido del emperador, paseados en asnos por una soldadesca desenfrenada, abofeteados, torturados, obligados a comprar a precio de oro el resto de una vida que se les dejaba; conventos abandonados a la violación y al pillaje; esposas ultrajadas a presencia de sus maridos, hijas deshonradas a los ojos de sus madres! Por lo demás, estas sangrientas saturnales, duraron, no tres días, sino ocho meses; bajo la licencia, la avaricia y la crueldad, lo que dominaba era el odio contra el pontificado. Los escándalos dados a la cristiandad indignada desde lo alto de la cátedra de San Pedro, las torpezas y los crímenes de Alejandro VI y de los Borgia habían dado su fruto: Roma y el pontificado, mirados con horror por la mitad de Europa, habían dejado de ser santos para el resto de ella. Mientras que los luteranos de Frundsberg proclamaban papa a Martín Lutero bajo los muros del castillo de Sant Angelo los españoles aplaudían las parodias burlescas de estos hugonotes que la Inquisición hubiera quemado en Sevilla; ellos recogían con sus fatigadas manos las víctimas que se les escapaban. Más licenciosos que crueles, más groseros que malvados, los alemanes se cansaban pronto de dar tormentos; hartos de vino y de lascivia, se dormían como muertos en los conventos de que habían hecho sus serrallos; pero los españoles eran desapiadados: habituados desde la infancia al espectáculo del dolor en las fiestas de la Inquisición, parecía gozar más en los suplicios que en el vino y en la lujuria…{13}.»
Tomó al fin el mando de las tropas imperiales, después de la muerte de Borbón, el príncipe de Orange Filiberto de Chalons, francés y proscrito como aquél, que con gran trabajo pudo hacer que los soldados dieran alguna tregua al saqueo, y le siguieran y ayudaran a bloquear el castillo de Sant Angelo. El papa conoció su error en haberse retirado donde otra vez ya se había visto obligado a rendirse, pero esperaba que no dejarían de acudir los aliados a libertarle. Vana e ilusoria fue la esperanza del pontífice. Desde la torre del castillo pudo divisar las banderas del duque de Urbino que se acercaron a la ciudad; pero el de Urbino, enemigo de los Médicis, parecía haberse propuesto insultar la desgracia más que socorrer al pontífice, pues sin otra demostración se retiró so pretexto de ser la empresa peligrosa. El marqués de Saluzzo, al frente de una hueste francesa, se contentó con hacer otro alarde igualmente desdeñoso. Parecía que todos daban por muerto al papa y por muerta también la dignidad pontificia, y no pensaron sino en repartirse sus despojos. El de Urbino se apoderó de Perusa; el duque de Ferrara tomó a Módena; Malatesta a Rímini, y los venecianos a Rávena. Florencia aprovechó aquella ocasión para sacudir el dominio y gobierno de los Médicis, y restableció la república. El papa, abandonado de todos, tuvo que capitular, o por mejor decir, tuvo que suscribir a las proposiciones que quisieron hacerle.
Obligose el pontífice a pagar cuatrocientos mil ducados al ejército imperial; a entregar las ciudades de Parma, Plasencia, Ostia, y casi todas las plazas fuertes de la Iglesia, y a permanecer prisionero en el castillo hasta que se cumpliera la capitulación. Hecho este asiento, el príncipe de Orange encomendó la guarda y custodia del pontífice a don Fernando de Alarcón, el mismo a cuyo cuidado había estado la persona de Francisco I, siendo de este modo Alarcón el guardador de los dos más grandes personajes que en muchos siglos se vieron en prisión en Europa; que sin duda el que había sido fiel carcelero de un rey fue considerado el más digno de serlo del papa.
Deseábase saber cómo recibiría el emperador la noticia del sacrílego asalto y saqueo de Roma, escándalo de la cristiandad, cometido sin orden suya, pero perpetrado por tropas imperiales y por generales que proclamaban su nombre, y ejecutado por soldados católicos, precisamente cuando se acriminaba a Lutero y a los sectarios de la reforma sus desacatos y desmanes. La política que en esta ocasión adoptó Carlos V pareció el tipo de la que a su tiempo había de seguir constantemente el primer hijo que le acababa de nacer. Carlos se mostró exteriormente muy apenado por aquel triste suceso. Escribió al pontífice dándole el pésame, y asegurándole de su cariño y ofreciéndole su amistad. Se vistió él, e hizo vestir a la corte de luto; mandó suspender los festejos públicos que se celebraban en España por el nacimiento de su hijo Felipe, diciendo que un pueblo cristiano no debe alegrarse cuando su pastor está encadenado; y ordenó que en todas las iglesias de sus dominios se hicieran rogativas públicas por la libertad del Santo Padre. Publicó además un manifiesto a todos los príncipes cristianos deplorando la catástrofe de Roma y la prisión del papa, condenando las iniquidades cometidas por los suyos, protestando haberse hecho todo sin su voluntad ni consentimiento, y haberlo sabido con grande amargura, y declinando todo cargo y responsabilidad por tan infausto y abominable suceso{14}.
Pero el soberano que mandaba hacer procesiones y rogativas públicas por la libertad del papa, no le redimía del cautiverio, y el que tanto lamentaba la prisión del pontífice no daba orden a sus generales para que le sacaran de ella; atento, como había hecho con Francisco I, a sacar el mejor partido que le fuese posible de su cautividad.
La muerte de Borbón fue tan sentida por el emperador como celebrada en Francia, donde por sentencia del parlamento fue anatematizada su memoria y borrado perpetuamente su nombre y rayadas las armas de su casa. Todas las circunstancias que concurrieron en el saco de Roma fueron tales, que no es maravilla que tan terrible acontecimiento fuera mirado como un rayo de la cólera divina, y como un castigo providencial. Tampoco extrañamos que la odiosidad de la Europa católica alcanzara a Carlos V por más que él se sincerara. Ello es que la Italia entera pareció salir de su estupor para unirse por primera vez contra el príncipe de quien eran súbditos los saqueadores de Roma, y que la Francia y la Inglaterra, no obstante las protestas y las proposiciones de Carlos, se confederaran formalmente (18 de agosto) para rescatar al papa y a los dos príncipes franceses que estaban en poder del emperador, y para reponer a Sforza en el ducado de Milán, conviniendo en que pasaría a Italia un ejército francés al mando de Lautrec, costeado por la Inglaterra. Lo cual nos deja ya entrever otra nueva guerra europea, en que habrá de verse envuelto el emperador.
{1} Al llegar aquí el obispo Sandoval en su historia dice: «De esta manera trató y llevó este negocio el marqués de Pescara, del cual hablaron, como suele el mundo, los descubiertos y agraviados mal por extremo, los contrarios bien, encareciendo su virtud, valor y lealtad hasta el cielo.»– Nosotros creemos que se obcecó en este punto el buen juicio del obispo historiador, como con frecuencia le acontece siempre que trata de algo favorable al emperador. La conducta de Pescara en este negocio no puede ser aplaudida por ningún hombre honrado, cuanto más ensalzada hasta el cielo, porque en ningún tiempo es virtud emplear el dolo y la traición para perder a aquellos mismos de quienes se finge ser amigo y aliado, ni una tentación de deslealtad se puede lavar con una deslealtad efectiva. Y sentimos en el alma hallar esta mancha en la carrera hasta entonces tan brillante y gloriosa del marqués de Pescara.
{2} «Murió en la flor de su edad, dice Sandoval contando la muerte del marqués de Pescara: y si Dios le diera larga vida, fuera uno de los mayores capitanes que ha tenido el mundo… Fue de muy apacible condición, y aficionado grandemente a los españoles como verdadero español, castellano viejo, porque era biznieto por línea de varón de don Ruy López de Avalos el Bueno, condestable de Castilla, que en los tiempos turbados del rey don Juan el II por falsas informaciones que el rey tuvo de él, se hubo de salir del reino perdiendo sus estados.»– Sucedió a Pescara en los suyos su sobrino el marqués del Vasto.– Sandoval, Hist. de Carlos V, lib. XIV, párr. 27.– Diego de Fuentes, Historia del marqués de Pescara.
{3} Correspondencia del Cardenal de Yorck; Colección de documentos sobre Francisco I, n.° 258.– Negotiat. Diplomat. tomo II, pág. 656.
{4} Recueil des traités, tom. II.– Sandoval inserta el texto del tratado, lib. XV, párr. 3
{5} Cartas del embajador de Venecia, obispo de Bayeux, al rey y a la reina madre.
{6} Guicciardini, lib. XVII.
{7} Aquellos escritos, y la sustancia de toda esta correspondencia, que se conserva en el Archivo de Simancas, puede verse en Sandoval, Hist. de Carlos V, libro XV.
{8} Paolo Jovio, Vita Pomp. Colonna.– Guicciardini, lib. XVII.– Sandoval y Robertson en las Historias de Carlos V.
{9} El emperador no solo no tenía un escudo que enviarles de España, sino que las Cortes se negaban a otorgarle ningún subsidio extraordinario. En las que por aquel tiempo celebró en Valladolid obtuvo a su demanda las respuestas siguientes (13 de marzo): los caballeros le dijeron que si él mismo fuese a la guerra, cada uno de ellos le serviría con su hacienda y su persona, pero que darle dineros en Cortes parecía ser cosa de tributos y pechos a que la nobleza no estaba obligada, y le suplicaban desistiese de pedirlos: los procuradores de las ciudades respondieron, que los pueblos estaban muy pobres, y les era imposible servirle con dinero: el clero contestó que cada uno con su hacienda propia le serviría lo mejor que pudiese, pero que como brazo de las Cortes resistiría toda nueva imposición.– Cortes de Castilla, 1527.– Sandoval, Hist. lib. XVI.
{10} Los alemanes de Frundsberg eran ya luteranos.
{11} Hállase más extensamente referida esta marcha devastadora en Guicciardini, Sismondi, Varchi, y en la Historia de los Frundsberg.
{12} El historiador Guicciardini, que se hallaba a la sazón en el ejército de los aliados como comisario general del papa, manifiesta que no pudo concebir la razón de una confianza y de una medida semejante en un hombre naturalmente desconfiado y tímido, como era el pontífice Clemente.– Guicciard. lib. XVIII.
{13} El que hace esta triste descripción es Rosseew-Saint-Hilaire en el lib. XXI, cap. 4 de su Historia de España.– En la Historia de los Frundsberg, de donde parece que lo ha tomado, se dice (fol. 114 b): «Se ató a muchos cardenales, obispos y prelados, las manos a la espalda, y se los paseó por las calles hasta que pagaran su rescate. Los templos y los conventos fueron saqueados, se robó los vasos sagrados, los ornamentos de las iglesias, &c. Todos los conventos fueron violentamente abiertos y despojados, las tumbas violadas, y se quitó al cadáver del papa Julio II un anillo de oro. Todos estos excesos fueron cometidos por españoles e italianos: los españoles especialmente se excedieron con las mujeres y las doncellas a la vista de sus padres y amigos. Los alemanes se contentaron con comer y beber, y con módicas contribuciones, pero los soldados andaban sin freno, como que no tenían jefes.»
«Se calcula (añade en el folio 145) en diez millones lo que se robó en objetos de oro, de plata y de piedras preciosas.»– «Los lansquenetes se pusieron los birretes de los cardenales, se vistieron sus largas vestiduras encarnadas, y recorrieron así las calles montados en jumentos, haciendo así bufonadas y mojigangas…»
«Duró esta obra no santa (dice nuestro obispo Sandoval) seis o siete días, sin el primero, en que fueron hechas mayores fuerzas e insultos de lo que aquí se puede decir. Todo esto padeció la triste Roma, y este fue el fruto que sacó Clemente VII por su mala y ambiciosa condición, sin quererlo el emperador ni pasarle por el pensamiento.»
Puede verse sobre el asalto y saqueo de Roma a Guicciardini, lib. XXVIII.– Paolo Giovio, Vit. Colonn.– Commentar. de capta urbe Romæ.– La Historia de los Frundsberg.– La de las Repúblicas italianas de Sismondi.– La de Nápoles, de Giannone.– La vida de Carlos V, por Ulloa.– La Hist. de Italia, por Leo y Botta, lib. XI. c. 4.– Sandoval, Robertson y otros historiadores modernos.
En unas cartas escritas al canciller Gattinara por persona que se hallaba en Roma en aquel tiempo, y que se conservan en el Archivo de Simancas, se ven confirmados todos los horrores de aquel terrible saqueo. «Y no crea V. S. (dice entre otros muchos cuadros que presenta) que se pueden decir ni creer las crueldades que se han hecho y se hacen de cada día si no se viese… que no ha bastado tomar los dineros y la ropa; sino prendernos a todos para rescatarnos después, y sacar a vender a las plazas a muchos hombres honrados, entre los cuales ha sido uno el obispo de Terrachina, que es un tudesco abreviador y clérigo de cámara muy rico, que estaba para ser cardenal. Y cuando no había quien los comprase o rescatase, los jugaban a los dados, ansí a españoles como a tudescos e italianos, sin exceptuar ninguna nación ni calidad de persona.»– Dos fragmentos de estas cartas se insertaron en la Colección de documentos inéditos, tomo VII.
«Roma, dice Artaud de Montor en la Historia de Clemente VII, había sido saqueada por los galos a los 372 años de su fundación; por Alarico, rey de los godos, el 24 de agosto de 410 de la era cristiana; por Genserico, rey de los vándalos, en 455; por Odoacro en 467; por los ostrogodos en 536; por los godos en 538; por Totila, rey de los godos, en 546, y otra vez en 17 de setiembre de 548; por el emperador Constante II el 5 de julio de 663; por los lombardos en 750; por Astolfo, rey de la misma nación, en 775; por los sarracenos de África, en 896; por el emperador Arnoldo en 996, y por el emperador Enrique IV en 1084. Pero los excesos, las matanzas ejecutadas por el ejército de Carlos V hicieron olvidar a los romanos la rapacidad de los bárbaros que la habían despojado.»
{14} Tenemos a la vista una copia de este documento, sacada del Archivo de Simancas (Estado, Leg. núm. 1554), escrito en latín, y fechado en Valladolid a 31 de julio de 1527, no a 2 de agosto, como dice equivocadamente Sandoval.