Filosofía en español 
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Parte tercera Edad moderna

Libro I Reinado de Carlos I de España

Capítulo XIII
Guerras de Italia
Tratado de Cambray. La Paz de las Damas
1527-1529

Nueva alianza de príncipes contra Carlos V.– Tratado y liga de Amiens.– Triste situación del pontífice.– Más horrores y calamidades en Roma.– Muerte del virrey Lannoy.– Ejército francés en Italia; Lautrec; sus primeros triunfos y reconquistas.– Tratos del papa con Carlos V.– Fúgase el pontífice de la prisión.– Embajadores de Francia y de Inglaterra en España: proposiciones y contestaciones.– Declaración formal de guerra.– Desafío personal entre Francisco y Carlos V.– Conducta de cada soberano en este negocio y su resultado.– Marcha de Lautrec y los franceses sobre Nápoles: bloqueo de esta ciudad.– Comportamiento de los generales del imperio.– Muerte del virrey Moncada en combate naval: el marqués del Vasto prisionero.– Miserable situación del ejército francés frente de Nápoles: hambre, peste, abandono de los aliados.– El famoso almirante genovés Andrea Doria: deja el servicio de Francia y pasa al del emperador: consecuencias.– Muerte del mariscal Lautrec.– Prisión y muerte del marqués de Saluzzo: completa destrucción del ejército francés en Nápoles.– Destrucción de otro ejército francés en Milán por Antonio de Leiva.– Trátase de una paz general.– Concierto entre el papa y el emperador.– Tratado de Cambray entre Carlos V y Francisco I.– Paz de las Damas.– Juicio crítico sobre este tratado y sobre las causas que le produjeron.
 

Excelente ocasión ofrecía el asalto y saco de Roma y el cautiverio del pastor universal de los fieles a todos los príncipes y soberanos enemigos de Carlos V, o envidiosos de su poder, o recelosos de su engrandecimiento, para conjurarse en su daño. Que por más que se esforzara por sincerarse a los ojos del mundo, si él no ordenó aquel escándalo, decían, suyos eran los generales y suyas las tropas que le cometieron: si Borbón obró sin su mandamiento, Carlos honra su memoria como la de uno de sus mas predilectos caudillos; si el emperador deplora y condena el saqueo, no castiga a los saqueadores; y si manda hacer procesiones públicas por la libertad del Santo Padre, el Santo Padre sigue en cautiverio bajo la custodia de un rudo soldado imperial. A estos cargos, dictados al parecer por un plausible celo religioso y por el sentimiento de ver ultrajada la suprema dignidad de la Iglesia y presa de forajidos la ciudad santa, se agregaba, y era en verdad el principal móvil, aunque menos ostensible, el interés político de cada príncipe y de cada estado, y el mayor o menor resentimiento o motivo de queja que cada cual tuviera contra el emperador.

Preparada venía de muy atrás la alianza de Francisco I y Enrique VIII de Inglaterra. Los tratos del inglés con la reina regente de Francia durante la cautividad de Francisco; el título de protector de la Santa Liga que Enrique había tomado en el tratado de confederación de Cognac; las conferencias celebradas entre los embajadores de uno y otro monarca en Westminster en los meses de abril y mayo (1527), todos eran precedentes que conducían naturalmente al tratado de alianza celebrado en 18 de agosto en Amiens entre el rey Francisco de Francia y el cardenal Wolsey, representante del soberano de Inglaterra. El objeto ostensible de este concierto era, como hemos indicado, la libertad del Sumo Pontífice y el rescate de los hijos del rey Francisco. Las bases principales del pacto, el matrimonio del duque de Orleans con la princesa María de Inglaterra, la guerra al emperador, cuyo teatro sería otra vez la Italia, si no se allanaba a las proposiciones que le harían, y que Francisco levantaría los soldados y Enrique proporcionaría los subsidios. Los motivos que impulsaban al francés a esta alianza son de sobra sabidos. En cuanto al inglés, además del designio de atajar los grandes progresos y la prepotencia del emperador, movíale otro particular interés: traía ya en su pensamiento el divorcio con la reina Catalina, hija de los reyes Católicos de España, y para obtener la autorización de la Santa Sede, necesitaba presentarse como el más interesado y el más activo promovedor de la libertad del pontífice.

Entretanto el papa permanecía aprisionado en Sant Angelo con trece cardenales, pues no habiendo podido pagar sino 150.000 escudos de los 400.000 a que se había obligado, no le daban soltura los imperiales mientras no completara la suma de la capitulación. A los horrores y calamidades que Roma acababa de sufrir se agregó la de una epidemia, que así se cebaba en aquella miserable población como en el relajado ejército imperial. Y como si la ira de Dios no hubiera descargado bastante sobre la ciudad santa, allá acudieron también el virrey Lannoy, don Hugo de Moncada y el marqués del Vasto, con el ejército de Nápoles, a acabar de recoger el botín, si alguno hubieran dejado sus compañeros. Alcanzó a los nuevamente llegados el contagio de la peste y el de la indisciplina, y a tal punto creció la insubordinación, que el virrey Lannoy, viéndose en peligro de perder la vida a manos de sus mismos soldados, huyó de aquella desventurada ciudad, y al fin enfermo en Aversa y acabó sus días en Gaeta. Otro tanto tuvo que hacer el príncipe de Orange, so color de ir a organizar la constitución de Siena y mantenerla a la devoción del imperio, recayendo el virreinato de Nápoles y el mando de aquel desenfrenado ejército en don Hugo de Moncada, enemigo del pontífice. De esta manera, sin pertenecer Roma al emperador, mandaban en ella imperiosamente sus soldados.

En tal situación, y habiendo entrado Venecia y Florencia en la nueva liga, nada hubiera sido más fácil ni más glorioso al rey de Francia que redimir a Roma y al pontífice, si Francisco, renunciando una vez a sus placeres, hubiera marchado resueltamente a ella como libertador de Italia y protector de su independencia. Pero aún le costó trabajo nombrar generalísimo de las tropas aliadas a Lautrec, y éste, conociendo la negligencia del rey, aceptó con repugnancia aquel cargo. Sin embargo Lautrec marchó a Italia, y sus primeras operaciones fueron coronadas con el mejor éxito. Auxiliado del famoso marino Andrés Doria, se apoderó de Génova y restableció en ella el dominio de los Fregosos y del partido francés. Arrojó a los imperiales de Alejandría, y enseñoreó toda esta parte del Tesino. Pavía, de funesto recuerdo para los franceses, fue entrada por asalto, y pagó la heroicidad de su anterior defensa siendo entregada al saco de los nuevos conquistadores. Venecia y el duque Sforza querían que marchara sobre Milán y destruyera a Antonio de Leiva, que con corto número de tropas se sostenía allí desde la salida de Borbón solo a fuerza de maña y habilidad. Pero Lautrec, que sabía el pensamiento secreto de Francisco, que no era el de reponer a Sforza en Milán, obró con arreglo a sus instrucciones, y dejando la Lombardía se dirigió sobre Roma a libertar al papa{1}.

No extrañaríamos, aunque no hemos visto documento que lo acreditase, que Carlos V tuviera alguna vez el pensamiento que los historiadores extranjeros le atribuyen de traer a España al papa Clemente, por el orgullo de tener cautivos bajo un mismo techo uno tras otro a los dos más importantes y elevados personajes de Europa y de su siglo. Si tal acaso imaginó, graves consideraciones políticas le movieron sin duda a no ponerlo por obra y a adoptar otro partido. Escaso siempre de recursos pecuniarios el emperador, porque las cortes de Castilla los otorgaban de mala gana para que los empleara en guerras extranjeras y las de Valladolid se los habían negado, prefirió negociar por dinero el rescate del pontífice, y Clemente, allanándose a todo, sucumbió hasta a vender algunas dignidades eclesiásticas para pagar, a dar en rehenes sus mejores amigos y a no hacer nunca la guerra al emperador; que a tal estado se veía reducido el jefe de la iglesia por el funesto afán de mezclarse en la política del mundo como el príncipe más secular. Mas no inspirándole completa confianza las promesas de Carlos, e impaciente por verse libre de la prisión después de siete meses de cautiverio, de acuerdo sin duda con algunos de sus guardadores, se fugó una noche del castillo de Sant Angelo (9 de diciembre, 1527) disfrazado de mercader, y saliendo a pie por una puerta del jardín del Vaticano se fue a Orvieto al campo de la liga. Desde allí se apresuró a escribir a Lautrec, dándole gracias por su buena intención de restituirle la libertad; mas no queriendo romper ni con el emperador ni con la liga, instaba a los confederados a que sacaran sus tropas de los estados de la Iglesia, esperando así obtener de Carlos que sacara las suyas de Roma, entregada ocho meses hacía a un permanente saqueo.

Mientras esto pasaba, embajadores de Francia y de Inglaterra habían venido a España a negociar con Carlos la libertad de los príncipes franceses. El emperador accedía ya a modificar el tratado de Madrid, recibiendo dos millones de escudos de oro por el rescate de los rehenes, con tal que Francisco retirara sus tropas de Italia, y le restituyera Génova y demás conquistas hechas por Lautrec. Envanecido el francés con los recientes triunfos de sus armas en Italia, rechazó altivamente la proposición del español, exigiendo por primera condición que le volviera sus dos hijos, y repusiera a Sforza en el ducado de Milán sin las restricciones que Carlos le ponía. El soberbio tono de Francisco encolerizó al emperador, y contestó indignado que no cedería un ápice de lo que acababa de ofrecer. Oída por los embajadores esta respuesta, y con arreglo a las instrucciones que de sus soberanos habían recibido, comparecieron un día en la corte del emperador (22 de enero, 1528), acompañados de dos reyes de armas, y en nombre de sus amos le declararon la guerra con todas las formalidades de costumbre{2}. Respondió el emperador con dignidad y firmeza, pero con moderación y templanza, al heraldo del monarca inglés; menos templado con el de Francia, díjole palabras harto duras y fuertes para que se las trasmitiera a su amo, tratándole de infractor de la fe, sin perjuicio de contestarle por escrito en un papel «que no contendría sino verdades{3}

Trasmitida al rey de Francia esta respuesta, Francisco sobrado orgulloso y más arrebatado que prudente, despachó al mismo heraldo con el famoso cartel de desafío a Carlos V, que tanto ruido hizo en Europa entonces y en la historia después, concebido en los siguientes términos: «Nos Francisco por la gracia de Dios rey de Francia, señor de Génova, &c. A vos Carlos por la misma gracia electo emperador de Romanos, rey de España: hacemos saber que habiendo sido informados de que en las respuestas que habéis dado a nuestros embajadores enviados cerca de vos para el bien de la paz nos habéis acusado, diciendo que tenéis nuestra fe, y que sobre ella, faltando a nuestra promesa, nos éramos idos de vuestras manos: para defender nuestra honra, que en tal caso sería contra verdad muy cargada, hemos querido enviaros este cartel, por el cual, aunque en ningún hombre guardado pueda haber obligación de fe, y que esta ofensa nos sería harto suficiente, para haceros entender, que si habéis querido o queréis hacernos cargo, no solo de nuestra fe y libertad, sino de haber hecho jamás cosa alguna que un gentil-hombre que ame su honor no deba hacer, os decimos que habéis mentido por la gola, y que tantas cuantas veces lo dijereis, mentiréis, estando resueltos a defender nuestra honra hasta el último instante de nuestra, vida. Por tanto, pues contra verdad nos habéis querido hacer cargo, de aquí adelante no nos escribáis más sino para asegurarnos el campo, y llevaros hemos las armas, protestando, que si después de esta declaración decís o escribís palabras que sean contra nuestra honra, la vergüenza de la dilación del combate será vuestra, pues que venidos a él, cesa toda escritura. Fecho en nuestra buena villa y ciudad de París a 28 de marzo de 1528 años.– FRANCISCO{4}

Este cartel no llegó a manos del emperador hasta el 8 de junio, sin que se manifestase la causa de tal dilatación{5}. A él contestó que aceptaba darle el campo y asegurársele por todos los medios razonables, señalándole para el combate un sitio entre Fuenterrabía y Andaya; y añadía: «Y para concertar la elección de las armas, que pretendo yo pertenecerme a mí, y no a vos, y porque en la conclusión no haya longuerías ni dilaciones, podremos enviar gentiles hombres de entrambas partes al dicho lugar con poder bastante para platicar y concertar así la igual seguridad del campo, como la elección de las armas, el día del combate, y la resta que tocara a este efecto. Y si dentro de cuarenta días de la presentación de esta no me respondéis, ni me avisáis de vuestra intención sobre esto, bien se podrá ver que la dilación del combate será vuestra, que os será imputado y ayuntado con la falta de no haber cumplido lo que prometisteis en Madrid... &c. Hecho en Monzón en mi reino de Aragón a 28 días del mes de junio de 1528 años.– CHARLES{6}

Cruzáronse además varios manifiestos y mensajes haciéndose mutuas inculpaciones, y lanzándose recíprocos vituperios. Carlos por su parte despachó al rey de armas Borgoña a Fuenterrabía para asegurar el campo y arreglar las circunstancias del duelo (julio): el mismo Borgoña iba encargado de llegar hasta París y presentar el cartel del emperador al rey Francisco. Pero fueron tantos los pretextos de que se valieron para entorpecer su embajada así el gobernador de Bayona como el mismo soberano francés, que con mucho trabajo y gran dilación logró Borgoña el salvoconducto para pasar a París. No menores dificultades y embarazos experimentó para poderse presentar al rey, que disimulaba poco andar huyendo y esquivando aquella entrevista. Admitido al fin el rey de armas español a la presencia del monarca con todo el ceremonial de costumbre, el rey-caballero no consintió en manera alguna que le fuera leído el cartel del emperador. Con desabridas palabras atajaba siempre al enviado en cuanto éste empezaba a hablar, y mostrando un enojo injustificado, so color de que debía presentarle antes el seguro del campo que el cartel, concluyó por despedirle con aspereza diciendo, que no le hablara de cosa alguna, pues no quería entenderse con él para nada, sino con su amo. Instó Borgoña en que por lo menos le diera un testimonio escrito de lo que le había pasado en el desempeño de su embajada, y como no pudiera conseguir que le certificaran la verdad, deliberó volverse a España a dar cuenta al emperador su amo de todo lo ocurrido, lo cual hizo, no solo de palabra sino por escrito, en un manifiesto que publicó en Madrid (7 de octubre). En estas gestiones habían trascurrido los meses de julio, agosto y setiembre{7}.

Oída la relación del rey de armas, y vista la conducta evasiva del monarca francés, tan poco correspondiente a su arrogante reto, consultó Carlos V al consejo de Castilla sobre lo que debería hacer. Informado de todo aquel grave tribunal, respondió, después de muy madura deliberación, que puesto que su majestad imperial había cumplido y satisfecho al desafío propuesto por el rey de Francia, como al honor y estado de su imperial y real persona correspondía, y como caballero y gentil-hombre hijodalgo era obligado, y que el rey de Francia no había hecho ni cumplido lo que debía, no queriendo oír al rey de armas, por donde clara y abiertamente se veía que rehusaba el campo y el combate, el emperador no era obligado a hacer ni mandar otro acto, ni protestación, ni diligencia, ni demostración alguna en este caso, como con persona que ni quiso oír ni leer lo que era obligado y debía saber; y atendido a que la denegación del rey de Francia había dado fin a este asunto, no le restaba otra cosa que hacerlo saber al reino y al ejército y a quien a S. M. le pareciese, para que todos se enterasen de la verdad de lo que había pasado. En conformidad a este dictamen, el emperador hizo una manifestación pública al reino de todo lo ocurrido, y así terminó felizmente el ruidoso desafío que había llamado la atención de toda Europa, y que pareció caso más propio de dos héroes de romance que de los dos más poderosos soberanos de su siglo{8}.

Durante la reyerta de los dos monarcas, el general francés Lautrec, libre ya el pontífice, y aprovechando la inacción del ejército imperial en Roma, determinó marchar sobre Nápoles decidido a arrancar al emperador aquel reino. Esto obligó al príncipe de Orange, que había vuelto a ponerse a la cabeza del ejército imperial, a hacer salir las tropas de Roma, si bien reducidas a la mitad, habiendo perecido la otra mitad en diez meses de inacción, víctima de la peste y de sus propios desarreglos. Los imperiales al mando del príncipe de Orange, y del marqués del Vasto, franquearon los Apeninos a fin de cortar a los franceses el camino de Nápoles. En vano intentó Lautrec darles batalla ofreciéndosela varias veces; los jefes imperiales la esquivaron con mucha prudencia, y con no menos habilidad lograron replegarse a la capital de aquel reino. Detúvose Lautrec a conquistar algunas plazas menos importantes, y esta detención salvó a Nápoles. Cuando se presentó delante de esta ciudad, reforzado con las bandas negras de Florencia (abril, 1528), ya el príncipe de Orange y el marqués del Vasto habían tenido tiempo para fortificarse, y Lautrec en lugar de un asalto tuvo por prudente limitarse a un bloqueo.

Ocurrió no obstante, al mes de bloqueada la ciudad, un contratiempo que puso a Nápoles a dos dedos de perderse. El virrey Moncada, sucesor de Lannoy, y el marqués del Vasto atacaron con sus naves la armada genovesa que guardaba la entrada del puerto, mandada por un sobrino del almirante Doria. La tentativa fue tan desgraciada que las galeras imperiales fueron batidas y destrozadas, muerto el virrey Moncada, y prisionero el marqués del Vasto con muchos oficiales distinguidos (28 de mayo), los cuales fueron enviados por Felipino Doria a su tío el almirante como trofeos de su triunfo. La armada veneciana que arribó luego hubiera podido poner en el mayor conflicto a Nápoles, si los venecianos, celosos del poder de la Francia, no hubieran pensado más en recobrar para sí el dominio marítimo del Adriático, que en conquistar a Nápoles para los franceses. Por otra parte Enrique de Inglaterra, en vez de ayudar a los aliados guerreando en los Países Bajos, según había prometido, ajustaba una tregua de ocho meses con la gobernadora de Flandes; y el mismo Francisco I, más dado a malgastar en sus personales placeres que cuidadoso de enviar subsidios al ejército de Italia, tenía a Lautrec sin recursos ni mantenimientos, en ocasión en que las enfermedades de la estación calurosa diezmaban sus soldados en aquel país tan fatal a los franceses.

Vino a tal tiempo a acabar de hacer comprometida y crítica la situación de Lautrec, y a causar una profunda herida al poder de la Francia, la defección del famoso almirante genovés Andrés Doria, el más excelente y aventajado marino que en aquel tiempo se conocía, dejando el servicio de Francisco y pasando al del emperador. Esta defección, no menos funesta a la Francia y a su rey que la del condestable Borbón, fue motivada por las causas siguientes. Génova, aunque puesta bajo el protectorado de la Francia, quería conservar sus antiguas franquicias y libertades; y Doria, hombre de carácter independiente y altivo como buen republicano, abogaba por la libertad de su patria, y hacíalo con la independencia y la franqueza de quien tenía más de marino que de cortesano; cosa que disgustaba a los palaciegos y aduladores de la corte del rey Francisco, y les dio ocasión y pretexto para malquistar al monarca con el almirante genovés, y para que éste recibiese desatenciones, desaires y aun injusticias. Francisco, como si quisiera humillar a Génova, hizo traspasar muchos de sus ramos y establecimientos mercantiles a Sabona, ciudad que entonces fortificaban los franceses. Génova invocó el patriotismo de Doria apelando a él como a un protector; el almirante abogó por su patria con energía, y aun con dureza, y Francisco, ofendido de aquel atrevimiento e instigado por sus cortesanos, confirió el mando de las naves genovesas a Barbezieux, y le dio orden para que prendiese a Doria, orden no tan secreta que el almirante no la supiese antes de poderse poner en ejecución.

Tiempo hacía que el marqués del Vasto su prisionero, conociendo el resentimiento de Doria, le andaba mañosamente catequizando y ofreciéndole ventajosos partidos para que entrase al servicio del emperador. Y Carlos, que sabía el valor de Doria, y estaba siempre listo para aprovecharse de los errores y de las imprudencias de su rival Francisco, había entrado en negociaciones con el genovés, prometiéndole entre otras cosas la libertad de su patria y la dependencia de Sabona. En tal estado tuvo noticia Doria de la orden de su prisión; ya no vaciló más; se retiró a lugar seguro, devolvió lealmente a Francia las galeras francesas, pasose al servicio de Carlos V con doce genovesas mediante la suma de sesenta mil ducados por año, y dio la vela a Nápoles, no ya para ayudar al bloqueo de los franceses, sino para libertarla de ellos. La situación de Lautrec era deplorable: de los treinta mil hombres que había llevado, apenas le había dejado la peste cuatro mil útiles. El príncipe de Orange le hostilizaba desde la ciudad, y Doria se puso en comunicación con la plaza. Era imposible a los franceses sostener el sitio: sin embargo resistió Lautrec cuanto pudo, hasta que atacado él mismo segunda vez de la epidemia, sucumbió lamentando la negligencia de su rey y el abandono de los aliados (16 de agosto).

Muerto Lautrec, tomó el mando del abatido y apestado ejército el marqués de Saluzzo. A cualquier otro general más hábil que él le hubiera sido casi imposible prolongar una situación tan angustiosa; el marqués hizo una desastrosa retirada a Aversa, abandonando la artillería, los enfermos y los bagajes: lanzose el príncipe de Orange en su persecución, hizo prisionero al famoso transfuga español Pedro Navarro que mandaba la retaguardia{9}, y atacó a Saluzzo en Aversa. Herido éste mortalmente en el primer asalto, hizo una vergonzosa capitulación, rindiendo sus miserables tropas y entregándose él mismo prisionero al de Orange (setiembre, 1528). El marqués fue llevado a Nápoles, donde dejó pronto de existir, y los restos de su ejército conducidos a Francia por el enemigo, sin armas ni bagajes, conforme a lo capitulado. Así acabó uno de los más brillantes ejércitos que la Francia había lanzado sobre Italia. La defección del duque de Borbón había costado a Francisco I la pérdida de Milán, la de sus mejores generales y su prisión misma; la defección de Doria valió a Carlos V la conservación de Nápoles, y costó a Francisco dos de sus generales y todo un ejército. Francisco resentía y exasperaba a sus mejores caudillos, y Carlos sabía atraerlos y utilizarlos. El emperador vencía al rey con sus propios súbditos{10}.

Y no le costó esto solo, sino también la pérdida de Génova. Que aprovechando Doria tan buena ocasión para realizar su constante deseo de dar libertad a su patria y redimirla del alternativo dominio de franceses y españoles, presentose atrevidamente con sus galeras delante de la ciudad. A su vista se retira Barbezieux con las naves francesas; Doria desembarca con un puñado de hombres; la ciudad le saluda y aclama como a su libertador; la guarnición francesa contagiada de la peste se refugia en la ciudadela, donde la falta absoluta de víveres la obliga a capitular, y los ciudadanos genoveses arrasan tumultuariamente hasta los cimientos de la ciudadela como un monumento odioso de su servidumbre, y otro tanto ejecutan con las fortificaciones de Sabona, abandonada por los franceses. Aquí fue donde mostró el patricio Andrés Doria toda su abnegación y toda la grandeza de su alma. Pudiendo ser príncipe soberano de Génova por el emperador, ni siquiera vacila en rehusar esta alta dignidad, y anuncia a sus conciudadanos que, libres ya como eran, elijan la forma de gobierno que sea más de su agrado. Esto era poco todavía para su magnanimidad. Génova se erige nuevamente en república, y los ciudadanos admirados y conmovidos aclaman con frenético entusiasmo a Doria, que rechazando noblemente toda preeminencia les manifiesta que no quiere ni admite para sí otro título que el de simple ciudadano, ni otra gloria ni recompensa que la satisfacción de haber restituido la libertad a su patria. Una estatua de mármol con la inscripción: Al restaurador de la libertad genovesa, recordó por siglos enteros la grata memoria de aquel insigne patricio, y por siglos enteros duró también el gobierno que con tan magnánimo desprendimiento supo dar a sus compatriotas{11}. La ciudad natal de Cristóbal Colon tuvo también la fortuna de producir un Andrés Doria.

A la destrucción del ejército francés de Lautrec en Nápoles por el príncipe de Orange siguió la de las tropas francesas que obraban en el Milanesado al mando del conde de Saint-Pol, por el español Antonio de Leiva. El heroico y hábil defensor de Pavía, que atacado, doliente y casi postrado de la gota, se hacía conducir en una litera a los combates, supo triunfar con unos pocos imperiales de los esfuerzos aunados del duque de Urbino, de Sforza y de Saint-Pol a fuerza de actividad y de inteligencia. El gotoso general hizo prisionero al robusto y ágil Saint-Pol con lo más florido de sus oficiales, y las reliquias del ejército francés de Milán volvieron a Francia casi en tan miserable estado como las de Nápoles, para no volver en mucho tiempo a Italia. Tal fue y tan desastroso para Francisco I el resultado de las campañas de 1527 y 1528 en Nápoles y en Milán mientras él vivía como de costumbre entre fiestas y placeres{12}.

Había no obstante un deseo y una necesidad general de paz, y vencidos y vencedores la apetecían y anhelaban cada cual por su particular interés. No hay que decir cuánto interesaría a Francisco I ver si rescataba por tratos a sus hijos, ya que tan desgraciado había sido en las guerras. La Italia, y principalmente Lombardía, consumida y aniquilada por españoles, alemanes y franceses, no podía ya ni mantenerse a sí misma, cuanto más sostener ejércitos. El papa, resentido de los aliados, que en vez de prestarle auxilios, se habían ido repartiendo el patrimonio de la Iglesia, esperaba recobrar más por medio de tratados con el emperador que de unos confederados a quienes tan poco había debido en la ocasión más crítica. Y el mismo Carlos V, el más ganancioso en las pasadas luchas, que sin moverse de España había vencido a todos sus enemigos por medio de sus generales, tenía también graves motivos para desear la paz. Faltábanle los recursos, porque España no podía ni tenía voluntad de subvenir a los gastos de tantas y tan costosas guerras. Alarmábanle además los progresos de la reforma en Alemania y de los turcos en Hungría y se susurraba ya que el rey de Francia andaba en tratos con Solimán contra él. Quería por otra parte pasar a Italia a recibir la corona de oro de mano del pontífice, y por todas estas razones le convenía la paz.

Las negociaciones entre el papa y Carlos V fueron las que más pronto llegaron a concierto. El jefe de la Iglesia creyó deber olvidar los insultos recibidos de los imperiales a trueque de recobrar el patrimonio de San Pedro, usurpado y dividido por sus malos aliados; y Carlos, cuyos soldados habían saqueado a Roma y ultrajado la dignidad pontificia, quería justificarse de aquellos escándalos a los ojos de la cristiandad, reconciliándose con el papa y favoreciéndole, y como poner a Dios de su parte para combatir a reformistas y a infieles. Con esto, hallándose el emperador en Barcelona, se ajustó entre los dos un tratado de alianza (20 de junio, 1529), por el cual, entre otros capítulos se acordó: que el papa dejaría paso libre por sus tierras al ejército imperial de Nápoles; que pondría por su mano en la frente de Carlos la corona imperial; que le daría la investidura del reino de Nápoles sin otro feudo que el de la hacanea blanca cada año; que la causa del duque Sforza de Milán se sometería al fallo de jueces imparciales; que serían absueltos todos los que habían tomado parte en el asalto y saco de Roma; que el emperador, su hermano Fernando y el papa Clemente traerían de grado o por fuerza a los luteranos a la verdadera fe católica; que en cambio el emperador haría devolver al dominio de la Santa Sede todas las ciudades que le habían sido usurpadas por los venecianos y el duque de Ferrara; que restablecería en Florencia el gobierno de los Médicis, y daría en matrimonio su hija natural Margarita al bastardo Alejandro Médicis, jefe de la familia, que tomaría título y soberanía de duque{13}.

Mientras esto pasaba, dos ilustres damas habían tomado a su cargo la noble y santa obra de dar a Europa la paz que tanto anhelaba; y habiendo convenido en avistarse en Cambray, ellas solas, sin intermediarios, sin ruido y sin ceremonias ni formalidades, celebraban sus conferencias encaminadas a tan loable fin. Eran estas Margarita de Austria, viuda de Saboya, tía del emperador, y Luisa de Saboya, madre de Francisco I de Francia, mujeres ambas de eminente talento, y ambas versadas en los negocios políticos y en los secretos de sus respectivas cortes. La noticia del tratado de Barcelona les hizo abreviar sus negociaciones amistosas, que dieron por resultado la Paz de Cambray (5 de agosto, 1529), por otro nombre llamada Paz de las Damas. Sirvioles de base para este tratado la Concordia de Madrid, de la cual vino a ser una modificación la de Cambray. En ella se estipuló, que Francisco pagaría dos millones de escudos de oro por el rescate de sus hijos, entregando antes todo lo que poseía todavía en el Milanesado; que cedería sus derechos a la soberanía de Flandes y de Artois, renunciando igualmente sus pretensiones a Milán, Nápoles, Génova y demás ciudades de allende los Alpes; y que Carlos no demandaría por entonces la restitución de Borgoña, mas con reserva de hacer valer algún día sus derechos, contentándose con el Charolais, que volvería después de su muerte a la corona de Francia{14}.

Por esté tratado, poco menos ignominioso al monarca francés y a su reino que el de Madrid, quedó Francisco desacreditado a los ojos de Europa, e indignó a sus aliados, por quienes nada hizo, dejándolos comprometidos y sacrificados; pues mientras el emperador cuidó de asegurar los intereses de todos sus amigos, sin olvidar a los herederos del duque de Borbón, a quienes se habían de restituir todos sus bienes, Francisco no mencionó a nadie, como abandonándolos todos a merced de su rival, y aun se humilló hasta el punto de comprometerse a no dar asilo en sus estados a los que hubieran hecho armas contra el emperador. «La Francia misma, dice un moderno historiador francés, abatida por tantos desastres, había muerto como su rey al sentimiento del honor, tan vivo comúnmente en ella. La paz la indemnizaba de todas sus afrentas, y ningún precio le parecía caro para comprarla. Los pueblos, como los individuos, se pervierten en la adversidad, y sentido moral, borrado en el monarca, dormitaba también en el país. De todos los historiadores nacionales no hay uno solo que proteste, en nombre de la antigua lealtad de la Francia, contra este innoble abandono de todos sus aliados. La impaciencia de Francisco por ver a sus hijos y por dar la paz a su reino lo disculpa todo a sus ojos.»

Comprendemos el justo dolor que a un francés ha debido causar un tratado en que el rey de Francia después de nueve años de guerra se despojaba de todo, mientras su victorioso rival después de haberle vencido con las armas le humillaba con capítulos, quedaba árbitro de los países disputados, y le imponía condiciones como señor. Pero en el estado a que habían llegado las cosas, ¿podía resolverse la cuestión de un modo más ventajoso a la Francia? Culpa era de Francisco o de su carácter la tibieza y flojedad con que proseguía siempre planes y operaciones comenzadas con vigorosa energía, y distraerse con cortesanas y palaciegos mientras sus soldados morían de hambre o de peste o a las descargas de los arcabuces enemigos. Culpa suya era haber puesto a sus mejores generales en el trance de abandonarle por despecho, y de vengar sus injurias yendo a servir de poderosos auxiliares a un contrario que sabía explotar con destreza las injusticias de su rival y los resentimientos de sus grandes vasallos. Culpa sería de la reina de Francia, madre de Francisco, si es cierto que guardaba en sus cofres un millón y quinientos mil escudos, mientras Milán se perdía por no haber con qué pagar a los soldados franceses, y el ejército de Lautrec perecía de miseria bajo los muros de Nápoles.

Mérito fue de Carlos haber sido siempre enérgico en sus resoluciones y no haber aflojado nunca en sus planes; haber dirigido la política de Europa desde España; haberse aprovechado con sagacidad de los menores descuidos o errores de sus adversarios, y no haber malogrado ninguna coyuntura de que pudiera sacar ventaja. Desgracia fue de Francisco y fortuna de Carlos la diferencia en las prendas y talentos de los generales con que contaba cada uno para la ejecución de sus designios políticos y para la dirección de las campañas: porque si La Tremouille y Lautrec eran entendidos y esforzados capitanes, ni Chabannes, ni Bonnivet, ni Saluzzo, ni Urbino, ni Saint-Pol, reunían al valor la prudencia y la astucia como Pescara, Lannoy, Leiva, el del Vasto, Orange y Moncada. Desgracia fue de Francisco y fortuna de Carlos que los mismos tránsfugas de las banderas francesas, Morón, Borbón y Doria, fuesen los más decididos campeones de la causa del emperador, los más terribles adversarios del francés, y dos de ellos consecuentes siempre y admirablemente leales a las banderas del imperio.

Tales diferencias no podían menos de conducir a resultados como la Concordia de Madrid y como la Paz de Cambray.




{1} Guicciard. lib. XVIII.– Sismondi, 107.– Verchi, 87 y sig.– Sandoval, lib. XVIII.– Robertson, lib. V.– Leo y Botta, lib XI, c. 4.

{2} Tratados de paz. Ofrecimientos hechos por los embajadores a Carlos V y respuestas del emperador: 10, 15, 20 y 21 de setiembre en Palencia.– Instrucción dada al obispo de Tarbes, embajador del rey de Francia cerca de Carlos V para la intimación de la guerra: 11 de noviembre, en París.– Proceso verbal de la intimación de guerra hecha por Guiena, heraldo del rey de Francia, a Carlos V, el 22 de enero de 1528, en Burgos.– Granvelle, Papeles de Estado, p. 310.– Sandoval inserta también las contestaciones y las réplicas que produjeron los célebres desafíos entre Francisco I y Carlos V, que son muchas y largas, lib. XVI.

{3} En las palabras del emperador, que textuales copia Sandoval, aunque fuertes y enérgicas, no hallamos los insultos que suponen los historiadores extranjeros haber producido los retos siguientes.

{4} «Nous François, par la grâce de Dieu, roi de France, seigneur de Gênes, &c. A vous, Charles, par le même grâce élu empereur des romains, et roi d'Espagne; savoir faisons que... si vous nous avez voulu charger, non pas de notre dite foi et délivrance seulement, mas que jamais nous ayons fair chose qu'un gentilhomme aimant son honneur ne doive faire, nous disons que vous avez menti par le gorge, et qu'autant de fois que le direz, vous mentirez. Pourquoy... &c.»– Granvelle, Papeles de estado, tom. I.– Du Bellay, Memorias.– Sandoval trae la traducción castellana.

En los MS. de la Biblioteca nacional, tomo de varios, G. 53, se halla una relación del desafío, en que se da cuenta de este cartel añadiendo que le leyó en alta voz el secretario Juan Alemán.

{5} «Hago saber a vos, Francisco, por la gracia de Dios rey de Francia (le decía Carlos en respuesta), que a ocho días de este mes de junio, por Guiena vuestro rey de armas recibí vuestro cartel, hecho a 28 de marzo, el cual de más lejos que de París aquí pudiera ser venido más presto...»

{6} Puede verse todo el documento en Sandoval, Hist. de Carlos V, lib. XVI.– Véase cuán sin razón dice un historiador francés que Carlos estaba decidido a no batirse: «Charles, fort decidé a ne pas se batre...»

{7} Entre otros documentos relativos a este ruidoso suceso, se han conservado, además de los carteles y respuestas de ambos soberanos, las cartas al rey de armas Borgoña del gobernador de Bayona Sanbonet, las contestaciones de éste, la carta del rey de Francia al gobernador de Bayona, el salvoconducto firmado por Bayarte, y el Manifiesto del rey de armas contando la historia de lo acaecido en su misión.

{8} Es muy extraño que los historiadores extranjeros en general, y más los franceses, y aun el mismo inglés Robertson, pasen tan de largo por un acontecimiento que tanto ruido hizo, dedicándole solo cuatro líneas, sin indicar siquiera las muchas contestaciones y réplicas, manifiestos, cartas, intimaciones y formalidades que mediaron, y dejando como en duda en cuál de los dos soberanos consistió no realizarse el duelo. En esta parte el obispo Sandoval no escaseó ciertamente ni los documentos ni las noticias relativas a este caso, que llenan largas páginas en folio del libro XVI de su Historia del emperador Carlos V, y Granvelle suministra también multitud de piezas curiosas sobre este asunto en sus Papeles de Estado.

{9} El conde Pedro Navarro, el valeroso conquistador de Orán y de Bugía, fue conducido al castillo del Ovo de Nápoles, que él en otro tiempo había conquistado también a los franceses como compañero del Gran Capitán, y allí acabó sus días condenado a muerte por Carlos V. Tal fue el lamentable fin a que arrastró a aquel insigne y bravo caudillo español la infidelidad a su patria y a sus reyes.

{10} Du Bellay, Mem. 114 y sig.– Guicciard, lib. XVIII.– Heuter, Rer. Austr. lib. X.– Herbert, p. 90.– Robertson, lib. V.– Sandoval, lib. XVIII.

{11} Sigonii, Vita Doriae.– Guicciard. lib. XIX, y todos los historiadores italianos.

{12} «Fue tan grande, dice con razón el obispo Sandoval, la reputación y crédito que con esta victoria y prisión del general francés ganó Antonio de Leiva, que ninguno de los capitanes de aquel tiempo tuvo más fama, así en tomar consejo, como en el valor para ejecutarlo, y decían que si tuviera salud se igualara con el Gran Capitán, su maestro.» Libro XVII, párr. 49.

{13} Guicciard. lib. XIX.– Varchi, p. 224 y sig.– Robertson, libro V.– Sandoval, lib. XVII.

{14} Tratados de paz.– Rimer, Fæder.– Sandoval inserta la letra del tratado, que consta de cuarenta y cuatro capítulos, y es larguísimo.