Filosofía en español 
Filosofía en español


Parte tercera Edad moderna

Libro I Reinado de Carlos I de España

Capítulo XIV
España
Sucesos interiores
De 1524 a 1529

Sublevación de los moros de Valencia.– Sus causas.– Medidas y providencias del emperador para reducirlos.– Conversiones ficticias.– Rebelión y sumisión de los de Benaguacil.– Gran levantamiento de moros en la sierra de Espadán.– Guerra.– Dificultades para someterlos.– Son vencidos y subyugados.– Movimiento de los moros de Aragón.– Quejas de los de Granada.– Providencias para traerlos a la fe.– Reclamaciones que hicieron, y gracias que se les otorgaron.– El palacio de Carlos V en Granada.– Carácter de las Cortes de Castilla en este tiempo.– Las de Toledo y Valladolid: firmeza e independencia con que obraron.– Las Cortes en Aragón.– Cortes de Monzón.– Peticiones notables.– Situación de los príncipes franceses en Castilla: cómo eran tratados los hijos de Francisco I.– Prepárase el emperador a salir de España.– Carlos V en Zaragoza.– Canal imperial de Aragón.– Pasa el emperador a Barcelona.– Embárcase para Italia.
 

De tal magnitud e interés eran los acontecimientos europeos, en que el emperador Carlos V aparecía como el principal movedor o agente, que los historiadores de este reinado, en general, olvidando la España por Europa, al reino por el imperio, y por el emperador al rey, apenas apuntan ligeramente lo que aquí acontecía y pertenece a la vida propia y especial de nuestra nación. Nosotros, historiadores de España, que vemos aquí siempre el centro natural y perenne de su vitalidad, por más que parezca derramarse toda fuera y salirse por largos períodos de sí misma, no podemos menos de concentrarnos también de tiempo en tiempo para no perder de vista el enlace de su pasado, de su presente y de su futuro dentro de sus límites naturales, a que al fin habrá de tener que reducirse. Anudaremos pues los principales sucesos interiores que aquí acontecieron desde que Carlos regresó de Flandes hasta su marcha a Italia, para la cual quedaba preparándose en Barcelona después de su concierto con el pontífice Clemente.

Terminadas durante su ausencia las alteraciones de las comunidades de Castilla y de las germanías de Valencia, todavía llegó a tiempo de tener que presenciar y buscar remedio a otras turbaciones, consecuencias y restos de la gran lucha pasada de los españoles con los musulmanes, que él habría oído solamente contar desde lejos, y de la más reciente de las germanías, que tampoco había presenciado.

El lector recordará{1} que los agermanados de Valencia hicieron recibir por fuerza el bautismo a los moros de aquel reino que se habían alzado en defensa del partido de los nobles, de quienes dependían. Pues bien, aquellos moriscos así bautizados, como que solo cediendo a la violencia habían abjurado la fe de sus padres a que interiormente estaban muy adheridos, abandonaron pronto el culto y las prácticas cristianas, y volvieron inmediatamente a sus ritos y ceremonias muslímicas (1524), contentos con pagar doble tributo a sus señores a trueque de no renunciar a sus creencias, y tolerándolos los caballeros, así porque habían sido sus defensores, como porque eran los vasallos que más renta les pagaban. Noticioso de esto el emperador por diferentes conductos, reunió una junta de teólogos en unión con los consejos de Castilla y de la Inquisición, que se congregaron en el convento de San Francisco de Madrid, para consultarles si a los moros así bautizados por fuerza los podría compeler a hacerse cristianos o a salir de España. Todos contestaron afirmativamente, a excepción de fray Jaime Benet, varón eminente y docto, que por espacio de treinta y ocho años había enseñado derecho canónico y civil en la universidad de Lérida, el cual opinó que no debía forzárselos a recibir el bautismo, porque si antes eran moros, después serían apóstatas. Este prudente consejo fue desestimado, y siguiendo el de la mayoría expidió el emperador una real cédula (4 de abril, 1525) declarando cristianos y con las obligaciones de tales a los que de aquella manera se habían bautizado, y envió a Valencia al obispo de Guadix, comisario del inquisidor general, con oficiales del Santo Oficio y con dos predicadores, uno de ellos el célebre Fr. Antonio de Guevara (mayo). Estos, en cumplimiento de su comisión, hicieron pregonar y citar por carteles a todos los moros, para que en el término de treinta días viniesen a la obediencia de la Iglesia, bajo la pena de muerte y confiscación de bienes a los rebeldes y contumaces.

Los más de los moros, en vez de acudir a la citación, se subieron en número de quince a diez y seis mil a la sierra de Bernia, donde se mantuvieron algunos meses; al cabo de los cuales, movidos por todo género de exhortaciones y amenazas, descendieron (setiembre) temerosos de que se ejecutaran las órdenes severas del emperador. Desde entonces y en los dos meses siguientes no se daban vagar los bandos y pregones públicos, ordenando sucesivamente que ningún moro saliera de su lugar, so pena de ser esclavo del que le hallare fuera; que llevasen un distintivo en el sombrero; que no pudieran usar armas; que no practicaran ninguna ceremonia de su antiguo rito; que asistieran a todas las solemnidades religiosas de los cristianos e hiciesen lo mismo que ellos; que en el término de tercero día cerraran todas sus mezquitas; y que toda persona, bajo pena de excomunión, delatase a los que faltaren a cualquiera de estos mandamientos. Por último, viendo su general desobediencia, se publicó solemnemente un edicto de la majestad cesárea mandando que todos los moros, hombres y mujeres, hubieran de estar fuera del reino de Valencia para fines de diciembre, y para último de enero fuera de España, habiendo de embarcarse precisamente en el puerto de la Coruña, y marcándoles el itinerario por Requena, Utiel, Madrid, Valladolid, Benavente, Villafranca y la Coruña. La circunstancia de prescribirles para su embarque el puerto más lejano, discurre un historiador valenciano, llevaba el doble objeto de que no se quedasen en las fronteras de África, y que consumieran en tan largo camino el dinero que llevaban, cuando no tuviera también el de que con algún movimiento dieran ocasión a que los degollaran en Castilla{2}.

Apretados los moros para su marcha, acudieron los más interesados de entre ellos, con seguro de la reina doña Germana, lugarteniente y gobernadora del reino de Valencia, a la corte del emperador, y propusiéronle que si les otorgaba cinco años de tiempo para hacerse cristianos le asistirían con cincuenta mil ducados. Respondioles ásperamente el emperador que no tenía necesidad de sus dineros. Suplicáronle entonces que les permitiera embarcarse en Alicante, y también les fue negado. Ofreciéronle que se harían cristianos con tal que en cuarenta años no les juzgara el tribunal de la Inquisición, y la respuesta definitiva de Carlos fue que les prorrogaría el plazo de su salida hasta el 15 de enero (1526), y que si para entonces no estuviesen ya en camino serían confiscados sus bienes, y ellos quedarían esclavos{3}. Todavía insistieron los moros en hacer nuevas súplicas al emperador y al inquisidor general que se hallaban en Toledo, por medio de sus síndicos que al efecto despacharon. Sus peticiones obtuvieron casi el mismo resultado que las primeras, si bien se les otorgó otra pequeña prorroga de una semana para abandonar sus hogares.

Llevada por los comisionados esta última contestación a sus correligionarios, resolvieron sucumbir a la necesidad, y pidieron el bautismo a los comisarios imperiales, los cuales los rociaron solemnemente con el agua bautismal, usando de la aspersión, por ser tan crecido su número que no era posible hacerlo de otro modo; cosa que dio gran contento al pontífice, al emperador y a los inquisidores. Mas luego se supo que habían disminuido notablemente el censo personal, y que los más se alababan de no haber quedado bautizados, por no haber tenido intención, y hasta se jactaban muchos de no haberles tocado siquiera una gota de agua, pues para que esta no les llegase se habían arrojado maliciosamente al suelo.

«Había en Valencia, dice el obispo Sandoval, cuando se hizo esta conversión, veinte y dos mil casas de cristianos y veinte y seis mil de moros{4}. Y de toda esta morisma, añade el historiador prelado, no se bautizaron seis de su voluntad; mas por no perder la hacienda se dejaban poner la crisma, y por no verse cautivos decían que querían ser cristianos.»

Menos hipócritas los de Benaguacil, habíanse resistido abiertamente y fortificádose en su villa, junto con los de los vecinos lugares. Menester fue que salieran de Valencia a atacarlos hasta dos mil hombres con su correspondiente artillería. Defendiéronse valerosamente los sarracenos, y sostuvieron el sitio hasta el 15 de febrero (1526), en que habiendo acudido el gobernador Cavanillas con cinco mil soldados más, hubieron de rendirse y someterse a las condiciones de los bandos, si bien la pena de cautiverio y confiscación se les conmutó en una multa de doce mil ducados.

Pero los más lograron fugarse y refugiarse a la fragosa sierra de Espadán, que está a la vista de Segorbe, entre el valle de Almonacid y la villa de Onda. Allí los siguieron millares de moros de toda la comarca, resueltos a perecer a fuego y sangre en aquellos ásperos riscos antes que renegar de su fe. Lo primero que hicieron fue juntarse para nombrar un rey, recayendo la elección en un vecino de Algar, que tenía fama de valeroso y entendido, y se hizo llamar Zelim Almanzor. Hizo Zelim construir multitud de chozas en derredor de los sitios donde había agua. Fortificó en escalones todas las laderas de la sierra, y cortando peñascos dispuso labrar lo que llamaban galgas y muelas, para derrumbarlas por las cuestas abajo contra los que intentasen subir, además de la escopetería y ballestería de que estaban bien provistos. Así sucedió. Dos mil hombres que al mando del duque de Segorbe fueron de Valencia a atacarlos en aquellas rudas fortalezas, en el primer asalto que intentaron (abril, 1526) recibieron tanto daño de los tiros de ballestería, y más de las galgas y muelas que de lo alto de los riscos sobre ellos se desgajaban, que tuvieron que retirarse con gran pérdida a Segorbe, no sin que los soldados murmuraran del duque, diciendo que hacía con poco calor la guerra, porque los más de los rebeldes eran sus vasallos.

Aprovecháronse los moros de aquella retirada para descender a los pueblos inmediatos a la sierra a proveerse de bastimentos, y en una de estas devastadoras excursiones entraron en Chilches, lugar de cristianos viejos, degollaron los pocos vecinos que no pudieron huir, penetraron en la iglesia, y entre otras alhajas robaron la arquilla del sacramento con las sagradas formas y se la llevaron a la montaña. La noticia de este sacrilegio inflamó en ira a los de Valencia, y aprestáronse todos a marchar a la sierra de Espadán, ansiosos de escarmentar a los sacrílegos y de rescatar tan precioso depósito de manos de sarracenos. El clero, a quien no se permitió ir a la guerra, significó su tristeza cubriendo de luto todos los altares del arzobispado como en la semana de Pasión, suspendiendo las procesiones y fiestas públicas, y no empleando sino ornamentos negros para todos los oficios divinos. Sacose de Valencia el estandarte de la ciudad (julio), y en pos de él se puso en marcha una hueste de tres mil hombres, conducida por el gobernador y por los principales caballeros valencianos, la cual se incorporó con el duque de Segorbe y su gente en Nules. Fuéronseles agregando multitud de nobles e hidalgos de todo el reino con sus contingentes, hasta reunir un ejército formal (julio, 1526). El duque ordenó una batalla, en que venció a la morisma que andaba fuera de la montaña, persiguiéndoles hasta la falda de la sierra de Espadán, y cogiéndoles un botín que graduó en valor de treinta mil ducados. Mas no se conceptuó el de Segorbe con gente bastante para acometer una sierra tan vasta, enriscada y fortalecida.

El legado del papa Clemente, que había venido a tratar negocios con el emperador y llegó a tal tiempo, concedió indulgencias a los que hicieran la guerra a los moros de Espadán: los caminos se cubrían de compañías de soldados que enviaban las ciudades: la diputación, el clero, la nobleza, el comercio, todas las clases de Valencia a porfía facilitaron un empréstito cuantioso para que no faltase dinero y viandas a la gente de guerra. Con esto comenzaron de recio los combates (agosto), que diariamente se repetían y menudeaban; pero siempre vigilante el reyezuelo Zelim y sus moros, cada asalto que se intentaba a la enriscada sierra costaba muchas víctimas. Los cristianos solían trepar denodadamente y con desesperado arrojo por los cerros, pero también bajaban los más rodando y mezclados con los peñascos que los moros arrojaban de la cumbre. Así trascurrieron dos meses, sin poder ganar aquellas rústicas trincheras, con poca reputación del general duque de Segorbe, cuyas órdenes de retirada, producidas por la compasión de ver perecer tanta gente, se achacaban a falta de interés o a sobra de tibieza.

Suplicaron pues el de Segorbe, el gobernador Cavanillas y la reina Germana al emperador, diese orden para que los cuatro mil alemanes que había traído consigo de los Países Bajos, y a la sazón iban a embarcarse para Italia, se reuniesen al ejército valenciano y le ayudasen a guerrear a los moros de la montaña. Pareciole bien al emperador, y así lo ordenó. Reforzados, pues, los de Valencia con los cuatro mil tudescos, pudieron ganar una sierra contrapuesta a la de Espadán, y que servía como de paso para ella, de lo cual le quedó desde entonces el nombre de Montaña de los Cristianos. Fuertes ya en aquella posición, decidió el de Segorbe dar una batida general a la sierra por cuatro diferentes puntos a un tiempo, cuyo efecto dividió toda su gente en cuatro grandes escuadrones. Hízose el asalto con tan horroroso estruendo (19 de setiembre, 1526), que parecía hundirse o desmoronarse aquella nueva Alpujarra. Sobre diez mil cristianos trepaban simultáneamente por agrios recuestos, deshaciendo trincheras y reparos, en cada uno de los cuales tenían que sostener un reñido y vigoroso combate. Todo al fin se fue rindiendo a su esfuerzo, y el alférez Martín Vizcaíno fue el que tuvo la gloria de plantar su bandera en el castillejo de la cumbre en que tenían su principal fuerza los sarracenos. Sobre dos mil moros quedaron muertos, y otros tantos prisioneros: los demás huyeron por la sierra, o se acogieron a la Muela de Cortes, donde poco más adelante (10 de octubre), se dieron a merced del emperador. Muchos cristianos murieron también, y caballeros de cuenta recibieron muy graves heridas. Solo la parte de botín de esta victoria, que se vendió después públicamente, valió doscientos mil ducados{5}.

Día de gran júbilo fue para Valencia cuando se vio llegar a la ciudad el ejército vencedor, marchando delante mil alabarderos tudescos con ocho banderas desplegadas; detrás ocho compañías de valencianos con el venerado estandarte de la ciudad, y por último, el resto del ejército con sus respectivos capitanes y enseñas. Dieron todos un paseo triunfal por las calles de la población hasta dejar el estandarte en la sala en que se custodiaba siempre. Los alemanes se embarcaron a los pocos días para su destino: el emperador hizo mercedes a los capitanes y caballeros que más se habían señalado: a los moros que habían sido cabezas del alzamiento se les dio garrote: se desarmó a todos; se derribaron sus púlpitos, se quemaron sus libros, se bautizó a los que no lo estaban, y se les predicó y enseñó la doctrina del Evangelio, para no tardar en experimentar cuán poco había de durarles y de cuán poco provecho había de ser una fe impuesta por la fuerza{6}.

Mientras tan grave rebelión habían movido los moros valencianos, agitáronse también los de Aragón, intentaron sublevar todo el reino, y tomaron las armas los de Villafeliz, Ricla, Calanda, Muel y otros lugares (marzo, 1526), y algunos dieron la mano a los de Valencia. Hubo también cédulas imperiales, bandos y pregones en Zaragoza; pero estos fueron más fácilmente reducidos, desarmados y castigados, y condescendieron en recibir el bautismo, de tan mala voluntad y con no menos dolo y ficción que los de Valencia{7}.

También se tomaron providencias, aunque de otro género, con los de Granada. Cuando el emperador, celebradas sus bodas en Sevilla, pasó a la antigua corte del reino musulmán (porque todas estas cosas acontecieron durante la cautividad de Francisco I en Madrid y las bodas de Carlos V con Isabel de Portugal), los regidores granadinos le presentaron un memorial de los agravios que a los moriscos hacían los clérigos, escribanos y alguaciles (junio, 1526). El emperador le remitió al Consejo y en su virtud se acordó enviar visitadores por el reino para averiguar así la certeza de los agravios como el proceder de los moriscos en materias de religión. De la visita resultó ser muy fundadas y graves las quejas de los moriscos, pero también se halló que de todos los bautizados veinte y siete años hacía, no llegaban a siete los que habían dejado de ser mahometanos. Para remedio de este, que en aquel tiempo era gravísimo escándalo, congregó el emperador en su capilla al arzobispo de Sevilla don Alonso Manrique, inquisidor general, al arzobispo de Granada, a los obispos de Guadix, Almería, Osma, Mondoñedo y Orense, al comendador mayor de Calatrava, a varios consejeros de Castilla, y a su primer secretario Francisco de los Cobos. En esta especie de asamblea-concilio se determinó: que la Inquisición de Jaén se trasladase a Granada para freno y terror de los conversos: que los moriscos no hablasen algarabía sino en sus aljamas: que todas las escrituras las hiciesen en lengua española: que dejaran sus trajes y vistieran como los cristianos: que los sastres no les cortaran vestidos, ni los plateros les labraran joyas a su costumbre y estilo: que a los partos de las moriscas asistieran cristianas viejas, para que no usaran de ceremonias musulmanas; y que en Granada, Guadix y Almería se erigieran colegios para la educación y enseñanza cristiana de los niños de los moriscos.

Hacíaseles sobre todo insoportable el tribunal de la Inquisición, «con tantos ojos para sus delitos, y con tantas manos para el despojo legal de sus bienes{8}.» Como medio para obtener alguna indulgencia ofrecieron al emperador servirle con ochenta mil ducados, además de sus ordinarios tributos. El expediente surtió su efecto. Hízoseles merced de que sus bienes no fuesen confiscados por el tribunal, de que ellos pudieran usar el traje morisco durante el beneplácito del emperador, y de poder llevar espada y puñal en poblado y lanza en el campo.

De aquellos ochenta mil ducados, después de haber destinado una parte a la fundación de un hospital de niños expósitos, dedicó los diez y ocho mil para que se comenzase a levantar un magnífico palacio en el recinto de la Alhambra, donde él se aposentaba, frente a la plaza de los Aljibes, obra a que se dio principio el año siguiente con gran solidez y suntuosa magnificencia, y que continuada después y embellecida con elegantes pórticos y columnas circulares y con delicados y maravillosos adornos, no llegó nunca a concluirse; y hoy el palacio de Carlos V en la Alhambra de Granada es uno de los muchos monumentos que hacen al viajero y al filósofo lamentar el abandono y la incuria con que desgraciadamente suelen mirarse en nuestra patria las mejores obras del genio y del arte.

En aquella ciudad nombró el emperador su consejo de Estado, y convocó las Cortes de Castilla para enero del año próximo en Valladolid. Condúcenos esto naturalmente a considerar el carácter y fisonomía de las Cortes españolas en la época que nos hallamos.

Desde las malhadadas Cortes de Santiago y la Coruña, en que el influjo de la autoridad real menoscabó lastimosamente la antigua integridad e independencia de los representantes y procuradores de los pueblos de Castilla, y más desde que las libertades castellanas quedaron ahogadas y muertas en los campos de Villalar, Carlos V, poco afecto a la intervención del elemento popular en los negocios del Estado, solo convocaba las Cortes cuando le hacían falta subsidios, y no congregaba los brazos del reino sino para pedirles dinero. Las Cortes de Toledo de 1525 le sirvieron con doscientos cuentos de maravedís. Y sin embargo, próceres y diputados, no pudiendo olvidar sus antiguas prerrogativas y deberes, procuraban todavía aprovechar aquellas reuniones para proponer y acordar algunas medidas conducentes al mejor gobierno de los reinos. Aconsejado fue por las Cortes al rey su matrimonio con la princesa Isabel, y no dejaron de hacerse algunas leyes saludables y de provechosos resultados.

Las de Valladolid de 1527 dieron todavía una prueba mayor y más solemne de que aún no se había extinguido en los corazones castellanos el espíritu de su antigua dignidad, entereza e independencia. Convocadas para pedirles un servicio extraordinario, creyó el emperador de necesidad preparar los ánimos con un largo discurso, que mandó leer al secretario Juan Vázquez{9}. Comenzó en él manifestando su confianza en la lealtad castellana y ponderando su amor a los reinos españoles; prosiguió exponiendo las causas de las guerras y los triunfos de las armas imperiales; continuó informando de los proyectos del rey de Francia, de los progresos del turco en Hungría, de su intención de unir las armas de toda la cristiandad contra los infieles, para concluir pidiendo las cantidades y sumas que les pareciese necesarias para realizar sus grandes, patrióticos y santos proyectos{10}. A pesar de tan especiosas razones, presentadas con tan modesta y aun humilde urbanidad por el emperador, las cortes le negaron el subsidio. No seducía a los castellanos el brillo de las conquistas exteriores, tuvieron presente la pobreza de los pueblos, y no quisieron sobrecargarles con nuevos tributos para emplearlos en guerras extrañas. Clero, nobleza y procuradores, todos los brazos del Estado, contestaron unánimemente y con igual firmeza, al propio tiempo que con cortesía, que sus personas y haciendas las pondrían gustosos al servicio de S. M., pero que como tributo otorgado en Cortes no les era posible concederle, porque no lo consentiría el estado de los pueblos{11}.

Como Aragón había sufrido menos en sus franquicias, sus Cortes conservaban también mejor su antiguo carácter. A propuesta de la diputación permanente del reino en Zaragoza, el emperador había convocado las generales en Aragón, Valencia y Cataluña para junio de 1528 en Monzón, pueblo que solía elegirse por su comodidad para las asambleas de las tres provincias. Quería el emperador abrirlas en persona, y después de haber asistido a la jura solemne de su hijo don Felipe (19 de abril), como príncipe de Asturias y sucesor de la corona, en Madrid, pasó a Valencia a recibir el juramento de fidelidad de los tres estados de aquel reino (4 de mayo), y en seguida se trasladó a Monzón. Abiertas las Cortes (1.° de junio), y colocado en un solio regio, pronunció el razonamiento de costumbre, concluyendo por pedir que se habilitara al duque de Calabria don Fernando de Aragón, su primo, para que en su nombre continuara y concluyera aquellas cortes, en razón a tener él que ausentarse del reino.

Merecen notarse algunas de las peticiones hechas en las Cortes de Monzón, y respondidas favorablemente por el rey. Que los oficios y beneficios de los reinos de la corona de Aragón se den a naturales y no a extranjeros: –que se sirva S. M. C. de aragoneses: –que se puedan sacar caballos de Castilla para Aragón: –que se observe lo suplicado en las Cortes de 1518 sobre abusos de los ministros de la Inquisición: –que los inquisidores no entiendan sino de los delitos de herejía: –que los inquisidores no se entrometan en las causas de usura, sino que las dejen a los jueces ordinarios: –que se suplique a Su Santidad dispense de la observancia de algunas fiestas. «Por cuanto (decían) por la esterilidad de la tierra y pobreza de la gente común, la observancia de las fiestas es muy dañosa al reino: Por ende suplican a S. M. quiera favorecer al reino para impetración de una bula apostólica, con la cual S. S. absuelva a los aragoneses de la observación de las fiestas, así votivas como en otra manera mandadas guardar; exceptados domingos, pascuas, días de Nuestro Señor, fiestas de Nuestra Señora, doce Apóstoles y San Juan Bautista{12}

Por estas y otras semejantes peticiones que omitimos se ve el descontento y la queja general que producían los abusos del Santo Oficio y su intrusión en causas y negocios que no eran de su competencia y jurisdicción: así como es digno de observarse un pueblo que avanzaba ya a pedir la reducción de las festividades religiosas, como dañosas a la prosperidad del reino y al bienestar de los ciudadanos; reforma a que ha habido pocos pueblos que se hayan atrevido a aspirar todavía, aun con el convencimiento de sus ventajas.

Atendidas las razones del rey y la necesidad en que se hallaba, acordaron los cuatro brazos de los tres reinos otorgarle un servicio extraordinario de doscientas mil libras, aunque por aquella vez solamente y con las reservas y seguridades acostumbradas (9 de julio); y complaciéronle también en lo de habilitar al duque de Calabria para presidente de las Cortes durante su ausencia hasta su conclusión, con protesta igualmente de que aquel caso «no hiciera ni causara perjuicio alguno a los fueros, libertades y privilegios, usos y costumbres del reino, sino que aquellos y estas quedaran en toda su eficacia, fuerza y valor, sin que pudieran servir de precedentes ni citarse como ejemplo en lo sucesivo.» Prorrogó el emperador las Cortes de Monzón para Zaragoza, y allí juró solemnemente en presencia de los cuatro brazos la observancia de los fueros aragoneses (fin de julio), y nombró a don Juan de Lanuza virrey y lugarteniente suyo en aquel reino.

Penetrado estaba ya a este tiempo el emperador de que los negocios generales de Europa, en todos los cuales andaban más o menos directamente mezclados los intereses de sus vastos dominios, le obligarían a salir otra vez de España, y él lo deseaba también, convencido de la utilidad de su presencia para asegurar su dominación en las agitados países de Italia y Alemania, y al objeto que tanto apetecía de ser coronado Rey de Romanos. Y sin perjuicio de dar desde aquí admirables instrucciones a sus generales de Italia, instrucciones que revelan cuánto había ido creciendo la capacidad de este príncipe, cuyas facultades intelectuales se habían creído al principio harto limitadas{13}, solo esperaba ya el resultado de las negociaciones pendientes para la paz general que dejamos apuntadas. Entretanto levantaba en España gente de guerra, y aparejaba la armada que había de llevar consigo, porque como él decía: «Para poder alcanzar la paz es menester tener las cosas de la guerra tan a punto y bien aparejadas, que nuestros enemigos tengan más ganas de consentir en los medios razonables para haber paz que no lo han hecho hasta agora{14}

A fin de poner al rey de Francia en trance y necesidad de hacer más sacrificios que el rescate de sus hijos, estrechó más la prisión de los príncipes, de cuyo servicio había separado ya a los criados franceses, y escribía al condestable de Castilla que los tenía a su cargo en la fortaleza de Villalpando: «Que aunque mi voluntad es que ellos sean muy bien proveídos y servidos, como es razón, no hay necesidad que se les señalen personas con títulos de oficios ni tan principales como allí vienen, sino que tengo cargo de servirlos, así en la mesa como en la cámara, tres o cuatro personas de recaudo y confianza que haya sin ninguna ceremonia, pues con los prisioneros no se acostumbra ni es menester{15}.» Y en otra le decía: «No debéis dejar entrar a verlos a ninguno de los que van a ello, aunque sean grandes y otros caballeros; no por desconfianza que se tenga de los que van, ni que por vuestra parte ha de faltar buen recaudo, sino que por algunos buenos respectos conviene que no piensen que se hace de ellos tanta cuenta; y siendo avisados de esto los que los vienen a ver, dejarlo han de hacer, y será provechoso, y así vos ruego y encargo se haga.»

Instábanle ya al emperador sus generales de Italia a que apresurase su viaje. Especialmente el capitán Fernando de Alarcón le decía con la ruda franqueza de un soldado: «Si V. M. brevemente no viene en persona, o no envía grande recado de armada de mar, gente y dineros, el ejército y el reino se perderán sin falta ninguna, muy más presto de lo que V. M. podría pensar. Y no diga que no le aviso y desengaño, que yo con esto cumplo, pues acá no se puede más{16}.» Determinó, pues, el emperador su viaje a Barcelona, donde había de embarcarse para Italia. A su paso por Zaragoza dio a los aragoneses una señaladísima muestra del interés que tomaba por la prosperidad de aquel reino, condescendiendo en ejecutar por su cuenta la grande y utilísima obra de la acequia de riego que ya les tenía concedida, y que con el nombre de Canal Imperial de Aragón, que aún conserva, había de ser grato y perdurable monumento de su cesárea munificencia{17}. Más político ya el emperador, y más conocedor del carácter de los españoles que en su primera estancia en España, supo lisonjear también a los catalanes, no queriendo que le recibiesen como emperador, sino como conde de Barcelona, que entre todos los títulos de los soberanos de España era el que miraban con mas predilección los habitantes de Cataluña.

Cuando todo estuvo aparejado y pronto, hecha la concordia con el pontífice, y tratada la paz de Cambray, en los términos que dejamos relatado en el capítulo precedente, encomendada durante su ausencia la gobernación de España a la emperatriz Isabel, partió Carlos V de Barcelona para Italia (28 de julio, 1529), con una armada de treinta y una galeras y treinta naves con ocho mil soldados españoles, con brillante cortejo de caballeros y nobles castellanos, catalanes, valencianos y aragoneses, y con toda la magnificencia y aparato de un conquistador.




{1} Véase nuestro cap. VIII de este mismo libro.

{2} Escolano, Décadas de la Historia de Valencia, part. II, libro 140, cap. 25.– Gonzalo de Oviedo, Relación de los sucesos, &c. MS. de la Biblioteca nacional.– Reales cédulas y edictos de 4 de abril, 14 de mayo, 13 de setiembre, 9 y 21 de octubre, 18 y 25 de noviembre de 1525.

{3} Escolano, ibid. cap. 26.– Bando publicado en Valencia el 2 de enero.

{4} Sandoval, Hist. de Carlos V, lib. XIII.

{5} Escolano, Décad. Parte II, lib. X, c. 26, 27 y 28.– Dormer, Anales de Aragón, lib. II, c. 1, 8 y 9.– Sandoval, lib. XIII, párr. 28 y 20.– Oviedo, MS. de la Biblioteca nacional, G. 53.– Boix, Historia de Valencia, lib. VII.

{6} El mismo Gaspar Escolano dedica un largo capítulo, que es el 33, a probar con ejemplos lo inseguro y perjudicial de estas conversiones forzadas.

{7} Dormer, Anales de Aragón, lib. II, c. 1.– Zayas, Anal. cap. 130.

{8} Dormer, Anal. lib. II, c. 7.– Sandoval, lib. XV.

{9} «Yo os he mandado llamar y juntar aquí, dijo Su Majestad Cesárea, para os hacer saber las causas porque habéis sido llamados, como lo veréis por una escritura de proposición que aquí se leerá.»

{10} Este notable discurso, de que no habían hablado los historiadores, le puso íntegro Dormer en el capítulo 24, lib. II, de sus Anales.

{11} Cuadernos de Cortes.– Sandoval, lib. XVI.–  Dormer, Anal. de Aragón, lib. II.

{12} Dormer, Anales, lib. II, c. 41.

{13} Consérvase una larga carta suya escrita en este tiempo a Antonio de Leiva, instruyéndole en todo lo que allá debería hacerse mientras él disponía su viaje, en la cual se ve así la extensión de sus miras, como el cuidado con que sabía atender a los pormenores de cada asunto.

{14} Carta a Antonio de Leiva.

{15} Carta de Carlos V al Condestable, de Burgos a 2 de febrero de MDXXIX.

{16} Carta de Alarcón al emperador, de 8 de junio, 1520, en Dormer, Anal. lib. II, c. 50.

{17} Cédulas y cartas imperiales de 30 de noviembre de 1528, 21 de abril y 22 de junio de 1529, relativas a la construcción de la acequia o canal de Aragón: Dormer, Anal. lib. II, c. 31.