Filosofía en español 
Filosofía en español


Parte tercera Edad moderna

Libro I Reinado de Carlos I de España

Capítulo XVI
Carlos V en Alemania
Lutero y la reforma
De 1517 a 1534

Origen de la cuestión de reforma.– Indulgencias.– Martín Lutero.– Su doctrina y predicaciones.– El papa León X.– Lutero en la Dieta de Augsburgo: protégele el príncipe Federico de Sajonia: carácter que toma la cuestión.– Bula del papa condenando como herética la doctrina luterana.– Lutero la quema públicamente: escritos injuriosos contra el pontífice.– Va Carlos V a Alemania.– La Dieta de Worms.– Comparece en ella Lutero.– Su popularidad.– Contestaciones en la Dieta.– Edicto contra el reformador.– Lutero en el castillo de Wartburg.– Progresos de la reforma.– Profanaciones, violencias y excesos de los reformistas.– Vuelve el emperador a España.– Laudables pero inútiles tentativas del papa Adriano VI para combatir el luteranismo.– Clemente VII.– Dieta de Nuremberg.– Revolución social en Alemania.– Guerra de los campesinos.– Ideas de igualdad y comunismo.– Resultado de la insurrección.– Escandaloso matrimonio de Lutero.– Dieta de Spira.– Se da a los reformistas la denominación de Protestantes, y por qué.– Vuelve Carlos V a Alemania.– Dieta y Confesión de Augsburgo.– Famosa liga de Smalkalde.– Fernando, hermano del emperador, es coronado rey de Romanos.– Únense católicos y protestantes para combatir al turco.– Grande ejército imperial: breve campaña: retirada de Solimán a Constantinopla.– Entrevista y tratos entre el emperador y el papa Clemente en Bolonia sobre convocación de un concilio general.– Contestaciones entre el papa y los protestantes sobre el mismo asunto.– Forma Carlos V una liga defensiva en Italia.– Regresa a España.– Nuevos planes de Francisco I contra Carlos.– Tratos entre el pontífice y Francisco.– Vistas del papa y el rey de Francia en Marsella.– Enrique VIII de Inglaterra: amores con Ana Bolena: gestiones de divorcio: negativa del papa.– Realízase el divorcio: coronación de Ana Bolena: excomunión pontificia.– El rey y reino de Inglaterra se apartan de la comunión católica.– Iglesia anglicana.– Muerte del papa Clemente VII.
 

Dejamos indicado que uno de los principales motivos, si no el primero y el mayor, que reclamaba la presencia del emperador en Alemania, era la cuestión de la reforma, que habiendo comenzado por las predicaciones de un fraile agustino, había hecho tantos progresos que traía agitado el imperio y estaba causando una verdadera revolución social, a la vez religiosa y política, en el mundo; revolución de ideas que había de afectar hasta a las instituciones públicas de los pueblos, que estaba produciendo y había de consumar una lamentable división en el género humano, y romper la unidad de la Iglesia romana, separando de ella una gran parte de Alemania y de los Países Bajos, la Dinamarca, la Suecia, la Inglaterra, la Prusia y la Suiza. Necesitamos, pues, reseñar brevemente el principio y la marcha de aquella revolución, uno de los acontecimientos más importantes de la historia moderna, en el espacio de trece años que iban trascurridos desde las primeras predicaciones de Lutero hasta este viaje de Carlos V motivado en gran parte por aquel suceso.

Sabido es que las indulgencias concedidas primeramente por el papa Julio II y después por León X para la construcción del templo de San Pedro en Roma, o más bien su prodigalidad, y el abuso que de ellas se hizo, fue lo que dio ocasión y pretexto a los ataques de Lutero y los reformistas contra el jefe y contra las antiguas y venerandas doctrinas de la Iglesia católica. La circunstancia de haber sido preferidos y como privilegiados para su publicación y distribución en Alemania los frailes dominicos excitó los celos de los agustinos; y la poca prudencia, discreción y parsimonia con que aquellos se condujeron en el uso de la facultad pontificia para la recaudación y distribución de las limosnas, facilitaron a estos cierta oportunidad para combatir a sus rivales y para levantar la voz contra lo que ello llamaban el tráfico de las indulgencias. Protegidos los agustinos por el elector Federico de Sajonia, y a propuesta del superior de la orden, fue designado para escribir y predicar contra aquellos excesos un profesor de teología de la universidad de Wittemberg, de la orden de San Agustín, que gozaba cierta reputación de hombre de ciencia, que había predicado ya al pueblo doctrinas bastante atrevidas, y que habiendo ido a Roma a defender los privilegios de su orden había vuelto impresionado de la magnificencia de aquella capital y poco satisfecho de las costumbres del clero romano. Este hombre era Martín Lutero{1}.

Comenzó Lutero por fijar en la catedral de Wittemberg noventa y cinco proposiciones o tesis teológicas relativas a indulgencias (1517), invitando a los sabios a discutirlas con él en una asamblea pública. Todavía Lutero no negaba ni la virtud de las indulgencias, ni la facultad pontificia para otorgarlas; sus proposiciones versaban sobre el abuso de ellas, con lo cual halagaba la opinión pública, que condenaba ya el abuso: todavía sometía su doctrina al juicio del papa y de la iglesia; todavía su causa no era la de la filosofía racional y del libre examen; todavía Lutero era católico. El comisario general de indulgencias Juan Tetzel, dominicano, hizo no obstante quemar por su propia autoridad las proposiciones del agustino. Levantáronse otros antagonistas, los ánimos se inflamaron, y las disputas se hicieron acaloradas: el encono de sus adversarios le irritó y la indiferencia y el silencio de Roma le alentaron en términos de propasarse ya a predicar contra la eficacia de los sacramentos, contra los votos monásticos, contra el purgatorio, contra muchas ceremonias de la iglesia, y aun contra el poder pontificio: la Sagrada Escritura era ya para él la única regla de fe. Su doctrina lisonjeaba a los príncipes y halagaba al pueblo, que se figuraban ser libres sacudiendo la dependencia de Roma, y agradaba a los frailes y monjes que llevaban mal las trabas de la vida claustral y la ligadura de los votos monásticos. Tan laxa y halagüeña doctrina hizo pronto multitud de prosélitos, y la corte de Roma no se mostraba muy alarmada ni muy activa en atajar sus progresos{2}.

Exhortado al fin el papa León X a que empleara los medios de contener tan peligrosa propagación, citó a Lutero mandándole comparecer en Roma en el término de dos meses (1518). Pero la universidad apoyada por el elector Federico, logró del pontífice que el negocio fuera juzgado en Alemania; en su virtud el papa dio comisión al cardenal Cayetano, dominico, su legado en Alemania, y diputado en la dieta de Augsburgo, para que juzgase este negocio, autorizándole para absolver al innovador si se retractaba, o para apoderarse de su persona si insistía en sus doctrinas. El cardenal mandó comparecer a Lutero; hízolo éste no sin repugnancia, y el legado pontificio le intimó desde luego que se retractara de sus errores. Pedía el profesor de Wittemberg que se le convenciera antes por la Sagrada Escritura, o que se sometiera la decisión del negocio a las universidades, y protestaba todavía de su sumisión a la Santa Sede. Exigía el legado la retractación lisa y llana; negábase a ella Lutero, y apelaba del papa mal informado al papa mejor informado. En vista de esta insistencia le amenazó el cardenal con la excomunión, y temiendo Lutero y sus amigos las iras del legado, fugose aquél secretamente de Augsburgo no contemplando allí segura su persona. Entonces fue cuando tomó la cuestión un carácter político. El cardenal legado reclamó del elector de Sajonia, o que enviara a Roma a Lutero, o que le desterrara de sus estados. El príncipe Federico respondió, que obrar de aquella manera con un hombre que no estaba convencido de error sería un golpe deshonroso y funesto para su universidad de Wittemberg, y no accedió a la reclamación del comisario pontificio.

Una nueva bula del papa en favor de las indulgencias, y condenando y amenazando con excomunión las doctrinas contrarias, ponía a Lutero en el caso de ser considerado como hereje, al propio tiempo que él, para prevenir el efecto de las censuras, apelaba para la decisión de su causa a un concilio general. La muerte de Maximiliano, rey de Romanos (el abuelo de Carlos V), ocurrida a este tiempo, favoreció mucho al progreso de la doctrina luterana, porque creció con ella la autoridad y el influjo del elector Federico de Sajonia, el gran protector del predicador reformista, y su importancia en el colegio electoral de Alemania para la elección de nuevo emperador, que tan interesante era para la Iglesia, retraía al pontífice de proceder de un modo resuelto que incomodara y malquistara a aquel poderoso elector. A favor de estas miras políticas hubo un largo intervalo, en que se notaba cierta falta de energía en la corte de Roma, que alentó a Lutero a dar extensión a su doctrina, haciendo ya entrar en ella los intereses de territorio, y dando a sus predicaciones un carácter de innovación filosófica y política. Atreviose a declamar contra el fausto y los vicios de la corte romana, a publicar una diatriba contra los papas, a proponer a las naciones una gran reforma del poder pontificio, y a pedir que los emperadores y los príncipes tuvieran sobre los eclesiásticos el mismo poder que los papas, y que estos y los obispos estuvieran sujetos al poder temporal. Con todo el orgullo de jefe de una secta formidable, escribía ya a León X (abril, 1520), proponiéndole un acomodamiento, pero con la condición de que el papa había de imponer silencio a los dos partidos y que le había de permitir interpretar la Escritura en defensa de sus proposiciones{3}.

Convenciéronse con esto el pontífice y los cardenales y prelados de la corte de que no era posible ya reducir a Lutero sino por medio del rigor, y en su consecuencia, y consultados los cánones, se publicó en 15 de junio de 1520, una bula condenando como heréticas cuarenta y una proposiciones sacadas de las obras de Lutero, dándole no obstante el término de sesenta días para que pudiera retractar públicamente sus errores, y de no hacerlo, trascurrido este plazo, serían quemados sus libros, y excomulgado él y sus secuaces, facultando a los príncipes para que se apoderaran de sus personas como de herejes obstinados. El audaz innovador, lejos de intimidarse con esta terrible sentencia, no se contentó con apelar de ella al concilio general, sino que se desató en denuestos contra la persona y autoridad del pontífice, excitó a los príncipes a que se desprendiesen del yugo del poder papal como ignominioso, proclamó la libertad del linaje humano, y arrebatado de furor reunió a los profesores y alumnos de la universidad de Wittemberg, arrojó delante de ellos al fuego la bula pontificia, e imprimió un comentario del derecho canónico contra la plenitud de la potestad apostólica. Con esto era imposible ya toda transacción con el osado heresiarca, y se acercaba el momento de una larga y sangrienta revolución{4}.

Todo esto había acontecido durante el viaje de Carlos de Flandes a España, y su permanencia primera en este reino y su elección para la corona imperial de Alemania. Cuando Carlos regresó la primera vez en 1520 a Flandes y a los estados del imperio, halló ya encendido y propagado el fuego de las nuevas doctrinas que había de abrasar sus dominios imperiales, si bien los partidos no habían estallado en guerra material y ningún príncipe había variado todavía la forma del culto. Sin embargo, la situación era grave: Lutero condenado como hereje por la silla apostólica había hecho escarnio de la bula y de las censuras; y la universidad de Wittemberg se había adherido solemnemente a sus doctrinas, y las habían adoptado profesores de mucha nota como Carlostadt, Amsdorft, y principalmente Melancton, hombre respetado por su ciencia en toda Alemania. Carlos, soberano de muchos y vastos estados católicos, e interesado entonces en tener la amistad del pontífice; necesitaba cortar las disputas religiosas que tenían en combustión el imperio. Indicamos ya en otra parte que después de haberse coronado en Aix-la-Chapelle había convocado la Dieta en Worms (enero, 1521). Los legados de la Santa Sede, y principalmente el cardenal Aleander, hombre más ilustrado y científico que los que hasta entonces habían sido enviados para oponerse a la predicación luterana, querían que en la Dieta se procediera por los príncipes germánicos contra un hombre excomulgado ya por el jefe de la Iglesia, y que se le aplicaran las penas temporales, como se había hecho, un siglo hacía, contra Juan Huss y Gerónimo de Praga. Vio no obstante el legado con asombro que Lutero no era ya un simple sectario ni un aislado ideologista, sino un hombre que arrastraba tras sí un gran partido y a quien defendía y protegía en lo general la población alta y baja, ilustrada e ignorante, y que por todas partes andaban derramados escritos, canciones y pinturas ofensivas y denigrantes al papa y a la corte de Roma.

Insistió por lo mismo el legado en la necesidad de tomar medidas enérgicas contra el declarado ya hereje, y presentó a la Dieta un gran número de proposiciones heréticas sacadas de los escritos de Lutero, principalmente contra los artículos de fe reconocidos por el concilio de Constanza. Entonces se levantó el elector de Sajonia, y pidió que se oyera a Lutero para saber si aquellas proposiciones estaban bien deducidas de sus escritos, y si él las reconocía. Por más que el legado se opuso a esta demanda, diciendo que un asunto de fe decidido ya por el pontífice no podía someterse al examen de una asamblea de legos y de eclesiásticos, el emperador y los príncipes adoptaron la petición del de Sajonia, alegando que no se le oía para juzgar de sus creencias, sino para saber de su boca si era verdad que había enseñado aquello. A petición pues del elector Federico se llamó a Lutero, y el emperador expidió un salvo-conducto para que pudiera venir con seguridad a la Dieta. De este modo el negocio de la reforma iba a ser tratado públicamente en una asamblea nacional, y este fue uno de los pasos más importantes, tal vez de los más inoportunos e imprudentes que señalaron la historia de la reforma.

En este viaje empezó a experimentar Lutero cuánta era su popularidad. Muchedumbre de gente de todas clases afluía a los caminos con el afán de conocerle y de saludarle. Aun después de llegar a Worms, para ir desde su alojamiento al salón de la Dieta fue menester que el mariscal del imperio le hiciera pasar por los jardines de detrás del edificio para que no embarazara su tránsito la multitud. Cuando se presentó en la asamblea, pálido, macilento de una fiebre que padecía, y con el semblante descompuesto, al verle el emperador se volvió al que estaba a su lado y le dijo: «Nunca este hombre me hará a mí ser hereje.» Preguntado por un vicario del arzobispo de Tréveris a nombre del emperador y de la asamblea si reconocía por suyos los libros que se le presentaban, y si sostenía las proposiciones en ellos contenidas, respondió a lo primero afirmativamente, y en cuanto a lo segundo pidió algún tiempo para reflexionar. Diferida la contestación para el día siguiente, la respuesta fue que no tenía de que retractarse, y menos de las doctrinas que se referían a la tiranía de los papas, concluyendo con decir que, como pecador que era, podría haber errado, pero que para retractarse era menester que le convencieran por la Escritura. «Aquí, le replicó el canciller, no nos hemos reunido a discutir, sino a oír de vuestra boca si estáis dispuesto a hacer una retractación. –Pues eso, repuso Lutero con voz firme, no me lo permite mi conciencia.»

Oída esta respuesta, se le despidió; y entonces el emperador declaró ante los príncipes alemanes que estaba firmemente resuelto a consagrar todo su poder, su imperio y su misma vida, a mantener íntegro e ileso el dogma católico y las doctrinas de la iglesia romana que habían profesado sus abuelos los emperadores de Alemania, los reyes católicos de España y los duques de Austria y de Borgoña, y a cortar con mano vigorosa el vuelo a las perniciosas máximas del innovador. Por consecuencia, en conformidad a la bula del papa declaraba herejes a Lutero y sus secuaces, y prohibía a todos sus súbditos del imperio germánico oír sus doctrinas, y menos darle ningún género de asilo, so pena de ser extrañados de los dominios imperiales; mandaba quemar todos los libros, papeles o estampas que representaran sus principios o doctrinas, o atacaran la fe, o vilipendiaran la autoridad o persona del pontífice, y que no se imprimiera obra o escrito alguno sin la licencia del prelado diocesano{5}.

Carlos creía y se proponía sofocar así y ahogar el torrente de la revolución religiosa; y al deber en que se contemplaba de extirpar la herejía de sus dominios hereditarios, se agregaban los consejos de los españoles y napolitanos que le exigían usase de rigor y severidad. Algunos querían que empleara en el acto medios violentos contra Lutero, ya que le tenía allí; pero él se negó a quebrantar su palabra imperial, y el que le otorgó salvo-conducto para la ida quiso también que le tuviese para la vuelta. Temeroso sin embargo el elector de Sajonia de que se atentara secretamente contra la vida de su protegido, despachó al camino unos caballeros enmascarados, que trasportaron a Lutero de noche y atravesando un bosque al castillo de Wartburgo cerca de Eisenach, donde le tuvo oculto hasta que se calmara el furor de sus perseguidores. Por de pronto un edicto imperial de Worms (8 de mayo, 1521) le condenaba a ser preso y entregado al emperador con sus sectarios, do quiera que fuesen habidos, expirado que hubiese el plazo, y sus libros se quemaban públicamente. En Roma produjo esto grande alegría y aún en Alemania creían muchos que terminaría así la famosa contienda. Pero el español Valdés, más previsor que todos, escribía a un amigo suyo de la Dieta: «Lejos de ver yo el desenlace de esta tragedia, creo que principia ahora, porque veo los ánimos en Alemania muy exaltados contra la Santa Sede.»

En efecto, por una parte Martín Lutero en su retiro de Wartburgo, que él solía llamar su isla de Pathmos (por alusion a la isla en que San Juan escribió su Evangelio), se ocupaba en traducir al idioma vulgar alemán la Santa Biblia, ejemplo que imitado por otros y en otras naciones, y admitida la libertad de interpretación, había de hacer más daño a la unidad católica que todas sus predicaciones; y escribía contra las formas vigentes del culto, contra la misa rezada, contra la confesión auricular y contra la comunión de los legos bajo una sola especie. Sufrió no obstante en este tiempo su doctrina dos fuertes ataques; uno de la respetable universidad de París, que explícitamente la condenaba por un solemne decreto, otro de parte del rey Enrique VIII de Inglaterra, que escribió y publicó un tratado de los Siete Sacramentos en impugnación de un libro de Lutero que titulaba el Cautiverio de Babilonia. La obra del monarca inglés agradó tanto al Sumo Pontífice, que en remuneración de su celo le dio el título de Defensor de la fe. Pero tales impugnaciones irritaron tanto al solitario heresiarca, que desde entonces sus escritos eran libelos infamatorios, en que derramaba la hiel con la pluma, en un estilo grosero, soberbio e insultante, que reprendía su mismo discípulo Melancton, más templado que él, y que hacía decir a Erasmo, el hombre más sabio de su tiempo, que Lutero todo lo llevaba al extremo, y que era un Aquiles desapiadado en su cólera{6}.

Por otra parte en Wittemberg, en Francfort, en Nuremberg, en Hamburgo y en otras ciudades alemanas de primer orden estallaban horribles disturbios, promovidos por Carlostadt y otros de sus más violentos sectarios: se atacaba las iglesias, se hollaban las imágenes de los santos, y se despedazaban furiosamente los confesonarios y los altares. Mostrose Lutero muy indignado contra estos desórdenes, que no eran sino el fruto de sus predicaciones y sus escritos, y saliendo de su mansión de Wartburgo, sin esperar el permiso del elector (marzo, 1522); se presentó en Wittemberg a apaciguarlos.

Fue una desgracia para la Iglesia católica que las alteraciones políticas de España, los asuntos de Flandes, de Italia, de Navarra, y las guerras de Francisco I de Francia, de que dejamos dada cuenta en los anteriores capítulos, distrajeran la atención de Carlos V de la cuestión religiosa de Alemania, llamándosela a tantas partes a un tiempo, y de un modo tan grave. La elevación de su súbdito el virtuoso y honrado Adriano VI a la silla pontificia por muerte de León X, se creyó que hubiera podido remediar mucho los males que aquejaban a la Iglesia, y así lo intentó el antiguo regente de España, procurando por una parte reformar las viciadas costumbres del clero romano, que era la mejor reforma que podía oponer a la reforma herética, y combatiendo por otra parte con energía la doctrina luterana. Pero ni en lo uno ni en lo otro fue ayudado aquel buen pontífice. En otra parte dijimos ya cómo su excesiva modestia había sido un obstáculo para el cumplimiento de sus buenos deseos en la corte de Roma. En la Dieta de Nuremberg, que se congregó entonces para ver de atajar los progresos del luteranismo, tampoco se vieron correspondidas sus loables intenciones. Dominó en aquella Dieta un tercer partido reformista, que no era ya el luterano puro, pero que en vez de impulsar el movimiento católico, hizo prevalecer las opiniones de una reforma filosófica. Expusiéronse en aquella asamblea cien artículos, comprensivos de otros tantos agravios, quejas o acusaciones contra la corte romana, que se fundaban en las mismas declaraciones del pontífice Adriano sobre la relajación de las costumbres del clero católico que el papa tanto lamentaba (1523). Para prevenir los excesos populares, se decretaron en aquella Dieta, no obstante la intervención del nuncio apostólico, varios puntos de disciplina, como la supresión de las dispensas de parentesco, de la predicación de las indulgencias, de la abstinencia, de las annatas, de los votos monásticos, y la disminución del número de fiestas{7}.

Concluyó, pues, su breve vida pontifical el bondadoso Adriano VI con la amargura de no haber podido detener el torrente de las reformas. Antes bien la resistencia al pontificado se organizaba en muchos países y naciones de Europa; una especie de vértigo de innovación se había apoderado de los espíritus; no solo la Alemania, sino la Dinamarca y Suecia se separaban de Roma; Suiza seguía tras otro innovador, Zwingle, o Zuinglio; pululaban los reformadores, y surgían diversas sectas, principio de las innumerables variaciones que habían de dividir siempre a los que se apartaban del gremio y de la unidad católica, con no poco sentimiento y pesadumbre del mismo Lutero, que se desataba en quejas al ver tan pronto fraccionada y hecha pedazos la grande obra de su revolución.

El papa Clemente VII, sucesor de Adriano, intentó que la segunda Dieta de Nuremberg (1524) ejecutara el edicto imperial de Worms contra Lutero, que había ido dejando de cumplirse. Al nuncio que lo propuso le contestaba la Dieta preguntando qué pensaba el pontífice respecto a la reunión de un concilio general, cosa a que el papa no se mostraba inclinado por razones de conveniencia, y enviaba a Roma la nota de los cien agravios. El nuncio Campege, más político que otros legados, dio algunas disposiciones para la reforma de costumbres del clero inferior, con objeto de atraerse el favor del pueblo antes de salir de Alemania, pero esto no satisfizo ni a la Dieta ni a los luteranos, que exigían una reforma radical en la cabeza y en los miembros.

Llegó ya el caso de que la revolución religiosa produjera una revolución política, en que no habían pensado los mismos innovadores, y que era hasta contra su mente misma y sus propósitos: achaque común de las revoluciones, ir donde ni quieren ni han imaginado los mismos que las promueven. Revolución grave, no tanto por los resultados que tuvo, que fueron harto lastimosos y sangrientos, como por las ideas avanzadísimas que se proclamaron, y que ahogadas entonces, las hemos visto resucitar en nuestro propio siglo. El luteranismo había cuidado de no romper los lazos y relaciones entre los súbditos y los príncipes; pero los sistemas que a favor de las nuevas doctrinas se fueron desarrollando, sembraron ideas que podían afectar, como afectaron, a las bases sociales y a las formas de las instituciones políticas y civiles de los pueblos.

De ellas, y del ejemplo de la vecina Suiza, que a impulsos de un sacudimiento había adquirido su libertad en el siglo XV, tomaron ocasión los labradores y campesinos de Alemania, que vivían bajo la opresión de un duro feudalismo, para levantarse contra sus opresores, proclamando tener iguales derechos a los de sus antiguos señores. La insurrección estalló en Suabia de una manera imponente, y no tardó en cundir en casi toda la Alemania. La población rural empuñó las armas, y se lanzó furiosa a la destrucción de las haciendas y castillos de los nobles, sin perdonar tampoco los monasterios (1525). En seguida redactaron y difundieron por toda Alemania una memoria, en que declaraban que no soltarían las armas hasta que los nobles les otorgaran doce peticiones que hacían, de las cuales eran las principales: facultades amplias para nombrar ellos sus párrocos; exención de todo otro diezmo que no fuese de granos; emancipación de la servidumbre en que se los tenía; derecho de caza y pesca como los nobles; que no hubiera bosques de propiedad particular, sino que todos fuesen comunes; justicia equitativa; relevación de impuestos. Llevados estos artículos a Lutero para su aprobación, los halló justos, pero reprendió a los sediciosos sus violencias, diciendo que la libertad cristiana era la libertad del pensamiento, y aun excitó a los príncipes a que se unieran a sujetar a los sublevados, que buena falta hacía, porque ya el fuego de la insurrección devoraba la Suabia, la Franconia, la Turingia, las márgenes del Rhin y hasta el Lorenés{8}.

Estas masas rústicas y feroces, aunque numerosas, fueron fácilmente vencidas, no sin que los vencedores se entregaran a excesos poco menos atroces y crueles. Pero en la Turingia, provincia sujeta al elector de Sajonia, y cuyos habitantes en masa habían abrazado el luteranismo, hubo un levantamiento aun más terrible, semejante en el fondo, pero diverso en la forma, conducido por Munzer, uno de los primeros discípulos de Lutero, que decía conocer la esencia de la libertad cristiana por medio de revelaciones divinas mejor que su maestro. «Todos los hombres, decía, deben ser iguales, y todos los bienes comunes, porque la tierra, criada por Dios, es la heredad de todos los creyentes. No hay necesidad de soberanos, de superiores, de nobles, ni de sacerdotes: el gobierno de los pueblos está en la Biblia: la diferencia entre señores y vasallos, entre ricos y pobres es anti-cristiana.» A favor de estas halagüeñas máximas de igualdad absoluta y de comunidad de bienes reunió un número asombroso de secuaces: toda la Turingia, el Hesse, la Baja Sajonia estaban sublevadas; la guerra de los labriegos ejercía sus furores en el Mediodía del imperio: los magistrados eran depuestos, los nobles despojados, obligados a renunciar sus títulos y a vestir el sencillo traje de labradores. Pero las tropas reunidas del elector de Sajonia, del landgrave de Hesse y del duque de Brunswich cayeron sobre las indisciplinadas bandas del fanático Munzer. No le valió al jefe revolucionario recurrir a pronósticos fundados sobre la aparición del arco-iris para entusiasmar a las feroces turbas, ni ofrecerles que bajarían legiones de ángeles a pelear por ellos. Los ángeles no bajaron; más de cinco mil de aquellos ilusos quedaron muertos en el campo de batalla, y el jefe de los comunistas huyó cobardemente para ser cogido después, y sufrir en el patíbulo una muerte no menos cobarde (mayo de 1526).

Así acabaron las terribles guerras de los campesinos, que costaron la vida a más de cien mil labriegos, y que estuvieron a pique de trastornar toda la Alemania. Sin embargo, el fanatismo que las produjo no se extinguió, y aun había de reproducirse bajo formas aun más extravagantes. Lutero, lejos de haber fomentado aquellas guerras, contribuyó a sofocar los movimientos, y trabajó para que los nobles trataran con más humanidad a sus vasallos.

Mas si tan templado y prudente anduvo Lutero en esto de los movimientos populares, en cuanto a su conducta como religioso había renunciado a toda consideración y miramiento de decoro público, cuanto más a los deberes de su profesión y estado, sin temor a la crítica del mundo ni a la censura de la Iglesia; puesto que en este mismo año el religioso de la orden de San Agustín y el severo reformador de las costumbres del clero, contrajo matrimonio con una monja llamada Catalina Boria, de familia noble, que arrojó la toca monástica y se fugó del convento para hacer vida conyugal con el gran reformista de Alemania. A pesar de la libertad y ensanche de ideas que él mismo había logrado introducir en materias religiosas, este hecho escandalizó hasta a sus mismos amigos{9}.

La ausencia del emperador, sus debates con Francisco I, las guerras de Italia, la prisión y la libertad del monarca francés, la nueva liga contra Carlos, las campañas de Milán, el asalto de Roma, las contiendas con el papa, la guerra de Nápoles, y otros muchos asuntos ocuparon a Carlos de Austria y de España en términos de no permitirle atender como quisiera a la cuestión religiosa de los dominios imperiales. Con esto el luteranismo siguió creciendo, y muchos príncipes no solo le adoptaron en sus estados y abolieron los ritos de la iglesia romana, sino que se confederaron para su mutua defensa en el caso de que se quisiera obligarlos a ejecutar el edicto de Worms. Y aunque había muerto en 1526 el elector Federico de Sajonia, su hermano Juan no se mostró menos celoso protector de Lutero y de los reformistas. Por su parte los príncipes católicos reunidos en Leipsick para defender sus países contra la propagación de las nuevas doctrinas, reclamaban con urgencia la presencia del emperador: el cual, no pudiendo trasladarse allá todavía, convocó desde España una Dieta provisional en Spira, para que se procediese a una resolución vigorosa contra la reforma (1529). Prevaleció todavía en esta Dieta el partido católico, y por mayoría de votos se determinó en ella, que se acataran los decretos de la de Worms; que se conservara la misa rezada; que en este y otros puntos relativos al culto los estados mismos reformistas se abstuvieran de hacer innovaciones, por lo menos hasta la reunión de un concilio general.

Poco satisfechos con este acuerdo los partidarios de la reforma, concertáronse el elector de Sajonia, el landgrave de Hesse, el margrave de Brandeburg, y varios otros príncipes, junto con las catorce ciudades libres de Alemania, para oponerse al decreto de Spira, y redactaron contra él una protesta solemne, de donde tomaron la denominación de Protestantes, nombre con que se designa todavía a todos los que se han separado de la iglesia católica romana, y con que los nombraremos en lo sucesivo en nuestra historia.

Llegó al fin el caso tan deseado por todos de que el emperador Carlos V, vencido el poder de la Francia, concertado con el pontífice, en paz con el francés, dada también la paz universal a Italia, y coronado rey de Romanos en Bolonia, volviera al cabo de ocho años a los agitadísimos dominios imperiales de Alemania, y pudiera asistir personalmente a la Dieta general que estaba convocada en Augsburgo para tratar la ya famosa y gravísima contienda de la reforma (junio, 1530). La presencia majestuosa de Carlos, su digno continente, la grande idea que se tenía de su inmenso poder y de la vasta extensión de sus miras políticas, hizo una sensación favorable en la asamblea y arrancó la admiración y los elogios de algunos de sus mismos adversarios. Hiciéronle sin embargo los protestantes una oposición firme, y negáronsele abiertamente los príncipes reformistas a asistir a la procesión del Corpus que se celebraba al día siguiente, siendo uno de los que resistieron con mas tesón a todo género de sugestiones y amenazas el elector de Sajonia, Juan, digno hermano y sucesor de Federico, cuya firmeza le valió el sobrenombre de Juan el Testarudo. Allí acordaron los protestantes hacer una profesión de su fe, comprensiva de todos los puntos en que la nueva doctrina se separaba de la antigua de la Iglesia, cuya redacción se encargó a Melancton, el hombre más distinguido por su ciencia, y el más templado, más comedido y de más fina educación de todos. El escrito de Melancton es el conocido con el nombre de la Confesión de Augsburgo, y que hoy constituye todavía la base de las doctrinas de la iglesia protestante. El emperador respondió que le tomaría en consideración y comunicaría su resolución imperial.

Dividiéronse los pareceres de los católicos y de los consejeros de Carlos sobre lo que convendría hacer para reducir a los protestantes, opinando unos por el rigor, otros por la dulzura, según el carácter de cada uno y el temor que cada cual tenía a las turbaciones que podrían seguirse en el imperio y en toda la cristiandad. Redactose al fin una contra-confesión, o sea una fórmula católica harto templada, a la cual se exigía que se conformaran los protestantes. Los más moderados de uno y otro partido no veían imposible venir a un acomodamiento, pero los exaltados de ambas partes se obstinaron en no ceder en varios puntos, y después de varias tentativas de reconciliación se separaron más divididos que antes. Entonces el emperador declaró a los protestantes (noviembre, 1530), que les daba de plazo hasta 15 de abril próximo para reflexionar, que les prohibía entretanto alterar en sus países el culto de la Iglesia católica, y la impresión y propagación de todo escrito en defensa de la nueva doctrina; y que con respecto a los desórdenes o abusos introducidos en la Iglesia procuraría del papa y de todos los príncipes de Europa que se convocara un concilio general en el término de medio año, o de uno a lo más tarde.

Lejos de acomodarse los príncipes protestantes a esta resolución, salieron de Augsburgo y se reunieron en Smalkalde (diciembre, 1530), para estrechar más su alianza, formando un cuerpo compacto de resistencia, y acordaron invocar el auxilio de los reyes de Francia e Inglaterra en favor de la liga, con lo cual parecía amenazar a Europa una sangrienta guerra de religión. El emperador por su parte se trasladó a Colonia, donde tenía citados a los príncipes electores. Allí les propuso que eligiesen por rey de Romanos a su hermano Fernando, a quien había cedido ya sus estados hereditarios de Austria, y que reunía las coronas de Bohemia y de Hungría por muerte del rey Luis en guerra contra el sultán Solimán II, a fin de que pudiera mantener la paz del imperio en sus frecuentes ausencias. Convinieron en ello los electores, y Fernando fue coronado rey de Romanos en Aix-la-Chapelle{10}, sin más oposición que la del elector de Sajonia y de los duques de Baviera que con esta ocasión se aliaron a los príncipes protestantes, aumentando así la confederación de Smalkalde (1531).

En buena ocasión apelaron los protestantes al favor de Enrique VIII de Inglaterra. Ciegamente prendado aquel monarca de la hermosura de la célebre Ana Bolena, y resuelto a sacrificar a los goces de una pasión impura toda consideración de familia, de religión y de estado, había solicitado con empeño, aunque infructuosamente, la autorización del papa para su divorcio con la reina doña Catalina de Aragón su esposa. Persuadido de que la negativa del papa se debía en gran parte a influencias del emperador, y enojado con uno y con otro, alegrábase de una liga que con el tiempo podía ser formidable a ambos. El monarca que había escrito una terrible impugnación de las doctrinas de Lutero, dejaba de reconocer la potestad suprema del pontífice por los amores de una mujer, y trabajaba por apartar a su reino de la obediencia de la Santa Sede. El antiguo impugnador del luteranismo, ya que no podía entonces hacer otra cosa por los protestantes de Smalkalde, les envió un socorro de dinero. En cuanto al rey de Francia, se limitó por entonces a aliarse con ellos en secreto, y a fomentar la discordia religiosa, esperando ocasión oportuna de romper con Carlos más a las claras{11}.

Interesado el nuevo rey de romanos en conservar la paz en Alemania, porque le importaba mucho atender a su reino de Hungría estrechado y apurado por el turco, que le había invadido a la cabeza de trescientos mil hombres, necesitaba la cooperación y auxilio de los príncipes protestantes, y de acuerdo con el emperador su hermano llegó a hacer con ellos un tratado provisional de paz en Nuremberg (1532), que se había de ratificar en Ratisbona, y que venía a ser una declaración de tolerancia religiosa. «Es mi voluntad, decía el emperador, establecer una paz general, durante la cual no se condene ni acrimine a nadie por sus creencias en materias religiosas, hasta que se celebre el concilio o una asamblea general de los estados del imperio.»

Con esta concesión, que era a cuanto podían aspirar por entonces los protestantes, sirvieron ya pronta y eficazmente a Carlos y a Fernando: y con las tropas alemanas, españolas e italianas, que mandaba como general del imperio el marqués del Vasto, con las del rey de Hungría y de Bohemia, y hermano del emperador, y con las auxiliares de los príncipes protestantes, se reunió un ejército brillante de noventa mil infantes y treinta mil caballos, sin contar las tropas irregulares, al frente del cual quiso ponerse el emperador en persona, contra los trescientos mil de Solimán que cercaban a Viena. Toda Europa aguardaba con ansia el resultado de alguna gran batalla entre dos tan formidables ejércitos, mandados por los dos más poderosos soberanos del mundo. Pero el turco tuvo la prudencia de no esperar las falanges del emperador cristiano, y renunciando, con general sorpresa, a una expedición que había estado preparando tres años, emprendió su retirada a fines del otoño (1532), regresando a Constantinopla{12}.

El emperador, que la primera vez que se había puesto personalmente a la cabeza de sus tropas había sido para libertar los dominios de su hermano, y con ellos a toda la cristiandad, de la dominación otomana con que estaban amenazados, determinó volver a España, pasando por Italia para asegurar la paz de aquellos países y tratar con el pontífice acerca del futuro concilio. Viéronse otra vez en Bolonia; mas no medió ya entre ellos aquella confianza y aquella expansión que la vez primera. Ni la confesión de Augsburgo, ni la tolerancia con los protestantes sancionada en Ratisbona habían podido ser del agrado del papa; y en cuanto al concilio, ni el pontífice ni la corte de Roma se mostraban afanosos por su convocación. Y como el emperador insistiese con instancia, representando la urgente necesidad que de él había, dio principio Clemente al arreglo de ciertas formalidades que decía debían preceder entre las partes interesadas para su celebración. No era fácil que convinieran en estas formalidades partidos tan opuestos ya como el protestante y el católico. Exigían los reformistas que el concilio se tuviera en Alemania; queríale en Italia el pontífice: pretendían aquellos que la única regla de fe en él fuese la Sagrada Escritura: sostenía el papa que debían constituir también dogma los decretos de la Iglesia, y que había de respetarse la autoridad de los santos padres. En estas y otras disputas sobre los preliminares se alargaban las negociaciones, y no se resolvía nada en un punto que tanto interesaba a la Iglesia y a la cristiandad{13}.

Para el afianzamiento del sosiego de Italia, propuso a todos los príncipes italianos que se formara una liga defensiva, debiendo levantarse al primer asomo o peligro de invasión un ejército que mandaría Antonio de Leiva, costeado y mantenido por todos. Parecioles bien este pensamiento, y firmada por todos la alianza (24 de febrero, 1533), a excepción de los venecianos que no quisieron entrar en ella, Carlos para desvanecer todo recelo licenció una parte de sus tropas, y distribuyendo las demás entre Sicilia y España, dio la vuelta a Barcelona en las galeras del genovés Andrés Doria (24 de abril, 1523).

No faltaba quien conspirara activa aunque secretamente contra sus planes de concilio y de pacificación de Italia. Su eterno rival Francisco I, que solo obligado por la necesidad había sucumbido a un tratado tan ominoso para él y para la Francia como el de la paz de Cambray; Francisco I, que usando del mismo indigno artificio que había empleado para burlar el compromiso del tratado de Madrid, protestó también secretamente contra el de Cambray, mientras acechaba una ocasión de romperle y de hacer daño al emperador; Francisco I de Francia, no contento con fomentar el descontento y la discordia de los príncipes alemanes, trabajó también para desviar al pontífice de la amistad de Carlos, halagándole él y creando obstáculos para la celebración del concilio. Entre los arbitrios que discurrió para lisonjearle fue uno el de ofrecer la mano de su hijo segundo el duque de Orleans a Catalina, hija de Lorenzo de Médicis, simple negociante de Florencia, pero primo del papa. Complació tanto al pontífice Clemente la elevación en que el de Francia quería poner a su familia, que no solo no alcanzaron los esfuerzos del emperador a impedirlo, sino que, o deslumbrado, o poco reparado el papa, accedió a tener con Francisco una entrevista que éste le pidió en Marsella.

Tampoco alcanzó a estorbar el emperador el impolítico viaje del pontífice a una ciudad del reino de Francia para ver y conferenciar amistosamente con su rival, en ocasión que tantas y tan estrechas relaciones mediaban entre Carlos y la Santa Sede. Las vistas se verificaron con mucha pompa (1532), y con gran disgusto del emperador; y el matrimonio del duque de Orleans con Catalina de Médicis quedó ajustado, favoreciendo tanto el monarca francés a su hijo que le cedió todos sus derechos a los estados de Italia. Compréndese bien cuánto alarmaría a Carlos este suceso, y cuánto le desazonaría la conducta del pontífice{14}.

Menos condescendiente éste con Enrique VIII de Inglaterra, y más en su lugar como primer depositario y guardador de la religión católica, nunca quiso otorgarle la autorización pontificia que aquel solicitaba hacia seis años para la anulación de su matrimonio. Irritado de tanta dilación el impaciente monarca, tan mal esposo como fogoso amante, y desconfiado ya de que sus gestiones alcanzasen más favorable éxito en la corte de Roma, acudió a otro tribunal para obtener la licencia que tanto ansiaba. No faltaron universidades y doctores que calificaran de legítimo su recurso, y Tomás Cranmer, nombrado por el rey arzobispo de Cantorbery para este objeto, no escrupulizó en anular el matrimonio de Enrique con la reina doña Catalina de Aragón, en declarar ilegítima su hija, y en sancionar que Enrique y Ana Bolena, que de hecho vivían ya conyugalmente y aún con síntomas de próxima sucesión, estaban legal y legítimamente unidos en matrimonio (20 de mayo, 1533). En su virtud la antigua manceba de Enrique VIII fue proclamada reina de Inglaterra, y coronada a presencia de toda la nobleza (1.° de junio), en medio de solemnes regocijos, procesiones, torneos y arcos triunfales. El papa Clemente, como era de esperar, creyó de su deber, excitado también por los dos soberanos Carlos y Fernando, sobrinos de la desgraciada reina de Inglaterra repudiada por Enrique, anular la sentencia dada por el arzobispo de Cantorbery (11 de julio), y excomulgar a Enrique VIII y Ana Bolena sino se separaban antes de fines de setiembre.

Excusado era pensar que ni Enrique ni Ana retrocedieran por esto del camino en que su voluptuosidad los había precipitado. Mas como el otoño de aquel año tuvieran el pontífice y el rey de Francia las vistas de que hemos hablado en Marsella, y Francisco I se interesara en favor de su aliado el rey de Inglaterra, creyose que aún se llegaría a una reconciliación entre el jefe de la iglesia y el monarca inglés. No fue así sin embargo; y habiendo regresado el papa a Roma, instado por los amigos del emperador y de la infortunada Catalina, pronunció el Santo Padre en pleno consistorio (23 de marzo, 1534) sentencia definitiva, declarando válido y legítimo el matrimonio de Enrique VIII de Inglaterra con Catalina de Aragón, condenando el divorcio, anulando el matrimonio con Ana Bolena, y mandando a Enrique bajo pena de excomunión que volviera a unirse a la legítima esposa. Irritado con esta resolución el desatentado monarca, acabó de perder todo género de miramiento a la corte romana y a la autoridad pontificia, y sus súbditos tomaron parte en su sentimiento. Aquel Enrique VIII, que años antes con tanto celo católico había escrito contra las doctrinas de Lutero, estaba ya, como hemos indicado, muy dispuesto a separarse de la comunión católica. El impugnador de la doctrina protestante, se hizo él e hizo a su reino protestante. El parlamento publicó un acta aboliendo el poder y jurisdicción pontificia en Inglaterra, y levantando en el reino una iglesia separada e independiente. Y por otra acta declaró a Enrique VIII y a los reyes sus sucesores jefes supremos de la iglesia anglicana, con la plenitud de jurisdicción de que acababa de despojar al pontífice{15}.

Poco sobrevivió Clemente e este infausto suceso, pues en 26 de setiembre de aquel mismo año (1534) acabó su vida, después de un pontificado de cerca de once años, dejando la iglesia en un estado bien deplorable. «Una falsa política, dice una obra escrita por una congregación de sabios católicos, dirigida siempre por el interés, fue el alma de los errados pasos de este pontífice, y el manantial de todas sus desgracias.»

Tal fue el resultado de las dos expediciones de Carlos V a Alemania, en 1520 y 1530, en cada una de las cuales estuvo ausente de España tres años. En la última de ellas hizo una paz general, restituyó al desgraciado país italiano el sosiego de que tanto necesitaba, y humilló la soberbia del turco libertando el Austria y la Hungría del poder de la media luna que amenazaba subyugar una gran parte de la cristiandad. Mas en cuanto a la cuestión religiosa, lo mismo el emperador que el pontífice Clemente mostraron mejores deseos que acierto y tino para atajar la funesta división que se introducía en las creencias, y en vez de sacar a salvo la unidad católica, las doctrinas reformistas progresaron más y más en Alemania, y se separó del gremio de la iglesia romana una de las más importantes y poderosas naciones, la Inglaterra.




{1} Lutero había nacido en 1483 en Elbeisen, condado de Mansfeld, en Sajonia. Era hijo de padres humildes y pobres, pero esto no impidió que recibiese una regular educación literaria y científica: que no tardó en elevarle al profesorado. Cuenta la tradición que no tenía vocación alguna a la vida del claustro; pero le sucedió que filosofando un día en el campo con un compañero suyo, cayó una exhalación que quitó la vida a su interlocutor: aquel terrible fenómeno decidió a Lutero a abrazar la vida y el hábito religioso, escogiendo la orden de San Agustín. Su instrucción en la teología, y en el griego y hebreo, las dos lenguas que entonces cultivaba el mundo erudito, le hizo merecedor de una cátedra de teología en la universidad de Wittemberg, fundada por Federico, elector de Sajonia.

Según ha demostrado Seckendorf, Historia del Luteranismo, y después de él Lenfant y Chais, ya antes de las indulgencias había empezado Lutero a impugnar, aunque no abiertamente, varios puntos del catecismo romano.

En cuanto a los abusos que cometían los predicadores de las indulgencias y los cuestadores o recibidores de las limosnas, están conformes todos los escritores católicos; el valor de aquellos se llevaba a una exageración desmedida, y de estas no se hacía el uso conveniente. Esto fue lo que dio ocasión a Lutero para predicar con una libertad, que luego degeneró en irreverencia y en insulto, pasando del abuso a la esencia de la materia, y de allí el ataque de la autoridad y del poder.

{2} Maimbourg, Historia del Luteranismo.– Luden, Historia de Alemania, tom. V, ed. de París, 1845.

Debemos advertir que Robertson, en su Historia del reinado de Carlos V, en todo lo que se refiere a la reforma ha seguido, a fuer de buen protestante, los autores y las obras que más favorecen el movimiento y el espíritu de aquellas doctrinas. Muy rara vez cita algún escritor católico, y da siempre la preferencia, por ejemplo, a Seckendorf que escribió apasionadamente su historia contra la del católico Maimbourg; a Sleidan, en la suya De statu religionis et reipublicæ Germanorum sub Carolo V ab anno 1517 ad annum 1555, que supo dar cierto aire de similitud hasta a las calumnias y no careció de destreza para desnaturalizar todos los actos de Carlos V. Obsérvase no obstante de tiempo en tiempo que no le cegó siempre el espíritu de secta, pues hay pasajes que favorecen a los católicos, cosa digna de apreciar en un escritor protestante y a sueldo de los protestantes; bien que después de su muerte se hicieron desaparecer de sus obras aquellos honrosos testimonios: véanse las ediciones de 1556 y de 1653. Lo mismo podríamos decir de otros que frecuentemente cita Robertson. Es extraño que la obra de este apreciable historiador, tan generalizada en España, haya corrido siempre en las traducciones que de ella se han hecho, sin los necesarios correctivos en lo relativo a la reforma.

{3} Habíale antes escrito en términos sumamente humildes: «Beatísimo Padre, le decía en una ocasión dirigiéndole su libro de controversias, yo me prosterno a vuestros pies y me ofrezco a vos con todo lo que puedo y tengo: dadme la vida o la muerte, aprobad o reprobad; yo escucharé vuestra voz como la de Jesucristo.» Obras de Lutero, Carta a León X.

La importancia que se le dio llamándole a la Dieta, haciendo ya su doctrina un asunto religioso y un negocio nacional, y la conducta sin duda no muy discreta del cardenal Cayetano, le envaneció hasta el punto de atreverse ya con el papa.

{4} Entonces fue cuando escribió su libro de la «Cautividad de Babilonia,» que tituló así, porque llamaba al pontificado el reino de Babilonia, de cuyo cautiverio exhortaba a los príncipes a salir.

{5} Schannat, Hist. de Worms.– Maimbourg, Hist. del Luteranismo.– Sleidan, De Statu religionis, &c.– Pallavicino y Sarpi, Hist. del concilio de Trento.– Luden, Hist. de Alemania, tomo V.– Sandoval, lib. XIX.

{6} No sé, decía hablando del rey de Inglaterra, si la locura misma puede ser tan insensata como la cabeza del pobre Enrique. ¡Oh! ¡Quisiera cubrir esta majestad inglesa de lodo y de inmundicia! Tengo derecho a ello… Venid, señor Enrique, yo os enseñaré. «Veniatis, domine Henrice, ego docebo vos.» Obras de Lutero. Sobre lo cual observaba el sabio Erasmo que Lutero debía haber cuidado primero de aprender a escribir bien en latín.

{7} Historia de los soberanos pontífices: Vida de Adriano VI.– Las historias citadas del luteranismo y de la Reforma.– Guicciardini, Luden, Jovio, Sandoval, Robertson y otros.

{8} Petr. Crinit. De bello rusticano, in Fæcher, Script. Rer. Germ.– Luden, Histor. de Alemania, tom. V.– Gnodal. De Rustican. tumult. in Germania.

{9} Robertson, Hist. de Carlos V, lib. IV.

{10} Hist. de Alemania.– Rimer, Fæder.– Dumont, Corps Diplomat.– Sandoval, lib. XIX.

{11} Du Bellay, Memoir.– Herbet, Hist. de Enrique VIII.

{12} Hammer, Hist. del Imperio Otomano.– Luden, Hist. de Alemania, tom. V.– Sandoval, l. XX.

{13} Maimbourg, Sleidan, Seckendorf, Hist. de la Reforma.

{14} Jhon Lingard, Hist. de Inglaterra.– Luden, Hist. de Alemania.– Du Bellay, Memoir.– Robertson, lib. V.– Sandoval, libro XX.

{15} Herbert, Hist. de Enrique VIII.– Burnet, Reform.– Du Bellav. Legrand, III.– Cartas de Cranmer.– Lingard, Hist. de Inglaterra.– Robert. Carlos V, libro V.– Sandoval, lib. XX.