Filosofía en español 
Filosofía en español


Parte tercera Edad moderna

Libro I Reinado de Carlos I de España

Capítulo XVIII
Méjico. El Perú
Hernán Cortés. Francisco Pizarro

Descubrimientos del Nuevo Mundo después de la muerte de Colón.– Vasco Núñez, Ponce, Grijalva, Velázquez.– Hernán Cortés.– Su patria, educación y juventud.– Sale de Cuba a la conquista de Méjico.– Buques y hombres que llevaba.– La isla de Cozumél; su conducta en ella.– Hernán Cortés en Tabasco: célebre victoria: efecto de las armas de fuego y de los caballos en los indios.– La bella esclava Marina.– Embajadores mejicanos.– El emperador Motezuma: sus primeros tratos con el caudillo español.– Apuros de Cortés con su misma gente: resultados felices de su mañosa política.– Hernán Cortés en Zempoala: sumisión y agasajos del cacique.– Fundación de Vera-Cruz.– Religión bárbara de aquellos indios: sacrificios humanos: banquetes horribles.– Abolición de los sacrificios y destrucción de los ídolos por los españoles.– Efectos que causa.– Conspiraciones en el campamento español.– Heroica resolución de Hernán Cortés: quema las naves.– Cortés en Tlascala: triunfo.– Sumisión y alianza de los tlascaltecas.– Marcha a Méjico.– Recibimiento que le hace Motezuma.– Sorpresa y alegría de los españoles.– Recelos de Cortés: prisión de Motezuma.– Destrucción de ídolos mejicanos: culto cristiano en Méjico: indignación de los sacerdotes indios.– Pánfilo de Narváez enviado contra Cortés.– Cortés le derrota y hace prisionero.– Insurrección general en Méjico contra los españoles: combates sangrientos: muerte de Motezuma.– Desastrosa retirada de los españoles: horrible matanza: la Noche triste.– Hernán Cortés en Otumba.– Prodigioso triunfo.– Vuelve Cortés sobre Méjico.– Resistencia de Guatimocín.– Ataques repetidos, combates furiosos, mortandad, peligro de Cortés.– Bloqueo, hambre, sacrificio de españoles.– Captura y suplicio de Guatimocín.– Conquista definitiva de Méjico.– Otros descubrimientos de Hernán Cortés.– Disensiones y rivalidades de españoles: disgustos de Cortés.– Ingratitud de Carlos V.– Cortés en España.– Muere retirado en Sevilla.– Francisco Pizarro.– Su patria, educación y primeras expediciones marítimas.– Asociación de Pizarro, Almagro y Luque para la conquista del Perú.– Pizarro, jefe de la empresa.– Se embarca en Panamá.– Contratiempos.– Pizarro en Tumbez: riqueza del país.– Es nombrado gobernador de los países que descubriera.– Justo resentimiento de Almagro: se reconcilian.– Triunfos de Pizarro en Tumbez.– Religión de los peruanos.– Los Incas del Perú.– Derrota Pizarro y cautiva al rey Atahualpa.– Llena éste de oro la sala de su prisión para obtener su rescate.– No le sirve, y muere en garrote.– Repartimiento del oro.– Pizarro y sus españoles en Cuzco.– Riqueza inmensa que hallan en esta ciudad.– Funda Pizarro la ciudad de Lima.– Insurrección general de los peruanos: degüello de españoles.– Guerra civil entre Almagro y Pizarro.– Domina aquél en Cuzco y éste en Lima.– Artificios de Pizarro para vencer a su rival.– Le derrota y hace prisionero.– Almagro ajusticiado por Pizarro.– Indignación que causa la crueldad de éste.– Medidas de la corte de España para atajar sus tiranías.– Muere Pizarro asesinado por los españoles.– Proclamación del hijo de Almagro en el Perú.
 

Aunque los descubrimientos y conquistas que en el Nuevo Mundo continuaron haciéndose después de Cristóbal Colón, exigen, para ser debidamente conocidos y apreciados, no una sino muchas historias particulares, y fuera imposible hacer de ellos una narración detenida en la general de España sin menoscabo de su unidad, creemos, no obstante, necesario dar siquiera una rápida noticia de las principales adquisiciones con que siguió enriqueciéndose la corona de Castilla, para que se conozca al menos la manera admirable como se descubrieron y ganaron los principales dominios que en uno y otro mundo llegaron a estar sujetos al nieto de los Reyes Católicos, Carlos I de España y V de Alemania, y las proezas que en ambos mundos a un tiempo estaban ejecutando los españoles.

Cuando Carlos de Austria unió a las coronas de Castilla y Aragón el trono imperial de Alemania, encontró acrecentados los dominios españoles que acababa de heredar, no solo con las conquistas hechas por el almirante Colón en el Nuevo Mundo por él descubierto, sino con las que habían añadido otros nuevos aventureros que siguieron o su ejemplo o sus mismos pasos, conforme al espíritu caballeresco de la época. Vasco Núñez de Balboa, a quien han llamado el segundo jefe de aquella caballería oceánica, había descubierto el Pacífico, vencida la poderosa barrera del itsmo. Ponce de León, el conquistador de Puerto-Rico, había descubierto la Florida. Hernández de Córdoba había encontrado en Yucatán y Campeche indios que mostraban ser más civilizados que los conocidos hasta entonces: y el castellano Juan de Grijalva había tenido la gloria de poner el primero el pie en la tierra de Méjico. Gran sorpresa causó a la gente de esta expedición enviada por Velázquez, el gobernador de Cuba, el aspecto de casas de cal y canto construidas con regularidad en el país que nombraron Nueva España, así como se la causó de horror el espectáculo de un templo, en cuyos altares había diferentes ídolos de horrible aspecto, a quienes se conocía haberse recientemente inmolado víctimas humanas, y de lo cual pusieron a aquella isla el nombre de Isla de los Sacrificios. Grijalva, con arreglo a las instrucciones que había recibido del gobernador Velázquez, no estableció colonias en el grande imperio que acababa de descubrir, y se limitó a regresar a Cuba con las muestras de la riqueza que encerraba, llevando gran cantidad de oro, armaduras de este metal guarnecidas de piedras preciosas y adornadas con plumas de colores, y otros objetos y regalos recibidos de los naturales a cambio de vidrios y algunas baratijas que les dejaron los españoles.

El caprichoso y altivo Velázquez acriminó a Grijalva y le trató con dureza por no haber establecido una colonia en el país descubierto, siendo así que en ello no había hecho sino cumplir sus órdenes. Y excitada la avaricia de Velázquez con las noticias y las muestras de tan abundante riqueza, determinó enviar mayor flota y con mayor armamento para la conquista y colonización de aquellas nuevas regiones. ¿A quién podría encomendar el suspicaz Velázquez, y cuál sería la persona a quien fiara tan importante empresa?

Varios hidalgos la pretendieron; pero a todos fue preferido uno, que seguramente aventajaba a todos en idoneidad, en inteligencia y valor, pero que habría sido el postrero de quien Velázquez se hubiera valido, a haber previsto el éxito de tamaña empresa. Era éste un extremeño, de edad de treinta y tres años, natural de Medellín, e hijo de padres nobles, aunque no ricos, que dejando el estudio de la jurisprudencia, que en su juventud había comenzado en Salamanca, por la inclinación a las aventuradas expediciones al Nuevo Mundo a que el espíritu de la época arrastraba entonces a todos los jóvenes de imaginación y de genio, se había embarcado para la Española a principio del siglo llevando cartas de recomendación para el sucesor de Colón don Nicolás de Ovando. Este joven, a quien la Providencia tenía destinado a eclipsar todas las reputaciones del Nuevo Mundo, si se exceptúa la de Colón, se había hecho célebre por sus galanterías y aventuras amorosas. Velázquez le había llevado consigo a la conquista de Cuba, donde se distinguió por su valor y su actividad. Su esbelto y agraciado continente, su buen humor, sus finos modales, su discreción y gracia en el decir, y otras aventajadas prendas, así le daban partido entre las damas como le captaban el aprecio de los soldados, y le granjeaban el afecto de cuantos le conocían. Por su genio travieso y emprendedor fue escogido por los descontentos de Velázquez para ser el alma de una conspiración contra él, lo cual le puso varias veces a riesgo de perder la vida; escapose de las cárceles en que se vio metido, rompiendo los grillos, escalando los muros, y acogiéndose a sagrado, y del buque en que en una ocasión le llevaban preso, se libertó arrojándose a las olas y ganando a nado la orilla. Reconciliado después con Velázquez, vivía tranquilo en Santiago de Cuba, en compañía de su esposa la hermosísima doña Catalina Juárez, labrando las tierras que le habían tocado en el repartimiento, y explotando las minas de oro que le cupieron en suerte, con lo cual llegó a hacer una más que mediana fortuna, cuando fue nombrado capitán general de la flota que se destinaba a la conquista del vasto y opulento imperio mejicano. En la construcción y armamento de los buques empleó toda su fortuna particular, y todos se aprestaban a seguir gustosos al hombre que gozaba de más prestigio entre españoles y cubanos.

Este hombre era Hernán Cortés, el más famoso de los conquistadores del Nuevo Mundo después de Cristóbal Colón.

De buena gana le hubiera destituido el suspicaz y envidioso Velázquez del mando que acababa de conferirle, pero Cortés había tenido la previsión de preparar y activar en secreto la marcha de su flota; y cuando una noche (18 de noviembre de 1518), con aviso que de ello tuvo el gobernador, corrió presuroso al muelle, halló la armada dándose ya a la vela. «¿Qué es esto? gritó a Cortés desde el muelle; ¿así os vais sin despediros?Perdonad, le respondió el capitán, el tiempo urgía, y hay cosas que son más para hechas que para pensadas: ¿tenéis algo que mandarme?» Y continuó desplegando al viento las velas de su buque, dejando al gobernador burlado y entregado al despecho. Cuando desembarcó en Trinidad, presentole el alcalde una orden que acababa de recibir del gobernador de Cuba, destituyéndole del mando de la flota, que había dado ya a otro. Cortés afectó respeto a la orden del gobernador, pero mandó levar anclas, y prosiguió a la Habana. El comandante de esta plaza recibió también pliegos de Velázquez, en que le mandaba prender a Cortés; mas ni éste estaba dispuesto a obedecer, ni aquel mostró gran voluntad de ejecutar las órdenes del gobernador, y Cortés, seguro de la decisión de su gente, bogaba la noche del 10 de febrero (1519) hacia el cabo de San Antonio, y siguiendo el rumbo de Grijalva, se dirigió a la costa de Yucatán y se detuvo en la isla de Cozumél.

Toda la fuerza de naves, hombres y armamento que Hernán Cortés llevaba para una de las mayores empresas que cuentan los anales del mundo, y cuyas inmensas dificultades hubieran arredrado y detenido al hombre de más esforzado corazón si hubiera sido posible preverlas, consistían en once naves, entre grandes y pequeñas, con la dotación de 110 marineros, 10 cañones de montaña y 4 falconetes, 553 soldados, entre ellos 32 ballesteros y 13 arcabuceros, 200 indios de la isla, y sobre todo 16 hombres montados, que era lo que constituía su mayor fuerza, por el terror que habían de infundir a los indios salvajes. Puso la armada bajo la inmediata protección de San Pedro, santo a que tenía particular devoción, y en su estandarte de terciopelo negro bordado de oro había hecho inscribir en derredor de una cruz roja el lema siguiente, imitación del Labarum de Constantino: «Vincemus hoc signo; con esta señal venceremos.»

Sentimos no poder seguir paso a paso al ilustre extremeño, que casi desde que puso el pie en las regiones de Nueva España tuvo que luchar con tales y tan ímprobos y continuados trabajos, que habiéndoles dado feliz cima con razón ha podido llamársele el Hércules del Nuevo Mundo. Viósele ya en la isla de Cozumel, tan político guerrero como fervoroso apóstol del cristianismo, dominar a los naturales, ya con el halago, ya con el terror, derribar los ídolos de sus templos, hacer a los indígenas presenciar absortos y callados las ceremonias sagradas del culto cristiano, y dejar derramada la luz de la fe en aquellos isleños; vencer los indios en la embocadura del Grijalva; marchar por entre mil dificultades y peligros hacia lo interior del país; apoderarse de la gran ciudad de Tabasco: tomar posesión de ella a nombre del rey de Castilla; triunfar después con su diminuta hueste en batalla campal de un ejército de cuarenta mil indios (25 de marzo, 1519) en el sitio con justicia nombrado Santa María de la Victoria; convertir al día siguiente en sumisos súbditos del monarca español los que acababan de pelear como arrogantes y terribles enemigos; recibir el homenaje de los caciques de la provincia, que le ofrecían como dádivas propiciatorias su oro y sus más bellas esclavas. Hernán Cortés en Tabasco aparecería una figura mitológica, un héroe fabuloso, si a tales hazañas no hubieran seguido otras aún más heroicas, otras aún más prodigiosas realidades. No es extraño que los españoles victoriosos en Tabasco, asombrados ellos mismos de su triunfo, creyeran haber visto al santo Apóstol patrón de España pelear en su favor contra los infieles; lo mismo se contó en otro tiempo de los de Clavijo, porque los efectos de una fe fervorosa en las imaginaciones de los hombres son los mismos en todas las partes del mundo.

Bien conocemos lo que influyó en tan portentosa victoria el estruendo y el fuego de la artillería y mosquetería, que tanto asustó y tanto estrago causó a los indios que por primera vez veían y experimentaban los terribles efectos de aquellos nuevos truenos y rayos lanzados por manos de hombres, así como la sorpresa y espanto que les causaron la especie de monstruos que se les representaban en los jinetes y caballos, que creían ser una misma cosa, al modo que los antiguos gentiles representaban sus centauros. Pero aun así, sin la habilidad, el denuedo y la serenidad de Cortés, y sin el valor de sus capitanes y soldados, no hubiera sido posible arrollar con un puñado de hombres aquellas imponentes y numerosas masas de indios, que al cabo peleaban con arrojo, manejaban armas terribles, acometían con ímpetu, se reemplazaban sin aprensión, y no carecían de cierta táctica de guerra, ni eran tan inciviles y salvajes como los indios de otras regiones.

De gran recurso y de utilidad inmensa sirvió a Cortés en sus expediciones sucesivas la más bella de las esclavas que le regalaron en Tabasco. Sin los auxilios de la joven y hermosa Marina (este fue el nombre que se le puso después), que como hija de un cacique mejicano, entendía y hablaba el idioma de los países que los españoles fueron recorriendo, ni Cortés hubiera podido entenderse en San Juan de Ulúa con los generales y enviados del gran emperador Motezuma, soberano del vasto imperio de Méjico, que le llevaban regalos y presentes de gran valor, y le preguntaban quién era y con qué objeto visitaba aquel imperio, ni hubiera podido marchar sino a ciegas por países que no conocía y entre gentes a quienes no tenía medio de entender. Pero la Providencia pareció haberle deparado en Marina un genio tutelar, que comenzando por intérprete, pasando luego a ser su confidente y secretaria, para concluir por hacerse dueña del corazón del ilustre caudillo, fiel siempre a los españoles, fue su más eficaz y útil auxiliar, y sacó al atrevido conquistador de los más apurados y críticos trances.

La conducta de Cortés con los embajadores mejicanos; sus discretas respuestas; su mezcla de dulzura y de energía, alternando entre los halagos y las amenazas; sus contestaciones a Motezuma, ya blandas y apacibles, ya fuertes y belicosas, según el tono con que le hablaba el gran emperador; el tráfico que en forma de regalos sostenía con los indígenas, en que a trueque de fruslerías iba recogiendo una inmensa riqueza en cajas llenas de joyas y piedras preciosas, en cascos colmados de oro puro, en finísimas telas de algodón, en planchas circulares de oro y de plata maciza de grandes dimensiones con que los mejicanos representaban el sol y la luna; la oportunidad con que supo hacer evolucionar sus escasas tropas ante los caciques indios, para que vieran el fuego del cañón y oyeran su estampido y el silbido de sus balas, y la facilidad con que los jinetes manejaban los formidables cuadrúpedos; el disimulado ardid con que procuró que los pintores aztecas pudieran llevar a Motezuma dibujos exactos de sus armas, trajes y pertrechos, para que tuviera una muestra de su poder; el toque de la campana y la escena de arrodillarse los soldados ante la cruz para dar una idea a los indios de las ceremonias del cristianismo, y ocasión para explicarles las excelencias de su doctrina; todo revelaba en Hernán Cortés, no ya solo un guerrero intrépido y un aventurero audaz, sino un hombre de genio superior y un político diestro y astuto.

No menos político, y aún más mañoso con los suyos, manejose tan hábilmente con los descontentos que murmuraban de que los tuviese en tan abrasado e insalubre clima, y con los partidarios de Velázquez que intrigaban para hacerle volver a Cuba, que aquello mismo que parecía ponerle en el conflicto más extremo, y dar al traste con todos sus designios de engrandecimiento y de gloria, supo Cortés convertirlo en provecho propio, en afianzamiento de su autoridad y en general entusiasmo por su jefe. Su renuncia del mando ante el ayuntamiento de la Villa-Rica de la Vera Cruz, que acababa de fundar y establecer, para salir nuevamente nombrado capitán general por aclamación popular, fue un golpe maestro de política que afirmó su poder y desconcertó a Velázquez. Las murmuraciones se convirtieron en aplausos, los conspiradores en súbditos sumisos, y todos gritaron «¡Viva Cortés!»: trasformación admirable, que no hubiera podido hacer un talento vulgar.

Una embajada de indios de Zempoala se presenta al caudillo español a invitarle de parte de su cacique a que vaya a su ciudad, porque desea ser aliado y amigo del extranjero, cuyas proezas en Tabasco han llegado a su noticia. Acepta Cortés la propuesta, y se pone en marcha con su pequeña hueste. Atraviesan primero desiertos países y abandonadas poblaciones; entran luego en una fertilísima comarca, especie de paraíso, regado de limpios riachuelos, vestido de bosques frondosos, tapizado de olorosas plantas, y esmaltado de vistosas flores: llegan a Zempoala, y el lustre de las paredes de las casas hace a los españoles la ilusión de una ciudad fabricada de plata: el pueblo los rodea con una curiosidad pacífica y aun afectuosa; un obeso personaje, que excita la hilaridad de los españoles, pero cuyas insignias mostraban ser el cacique, recibe a Cortés con demostraciones de benevolencia y alegría: le revela que desea libertar su país del tiránico yugo de Motezuma, cuyo despotismo querían también sacudir muchos vasallos del imperio: Cortés escucha con secreto gozo tan importante revelación; ve en ella un camino que se le abre para apoderarse del inmenso imperio mejicano: contesta al cacique que él es el enviado por el grande emperador de Oriente, el poderoso rey de España, para exterminar los opresores de aquella parte del mundo: el cacique recibe con lágrimas de júbilo la declaración del extranjero, le ofrece de nuevo su amistad, y Hernán Cortés cuenta ya con un poderoso aliado entre los indios. El cacique de Quiabislan se le somete igualmente, y reduce a prisión a seis ministros de Motezuma que de parte de su amo se presentaron a reconvenirles de traidores. La política de Cortés saca partido de este suceso; pone a los prisioneros en libertad y los envía a Motezuma, para que vea que el general español es el libertador de sus propios vasallos.

Satisfecho Cortés con la adquisición de tantos súbditos para la corona de Castilla, funda entonces entre Quiabislan y el mar la verdadera ciudad de Vera-Cruz, que había de servir de punto de apoyo para las operaciones futuras, de almacén de provisiones y de puerto para los buques, y determina llevar adelante su arriesgado plan de marchar hasta la capital del imperio mejicano. Mas poco faltó para que su ardiente celo religioso comprometiera su empresa. Resuelto a abolir los horribles sacrificios de víctimas humanas que aquellos indios inmolaban a sus dioses, haciéndole el entusiasmo de la religión olvidar por un momento su ordinaria y prudente política, accedió al deseo manifestado por sus soldados de derribar a la fuerza y hacer pedazos los ídolos de los templos. Informados los indios de la intención de los españoles, preséntanse todos armados y en tumulto, dando horribles gritos, mezclados con ellos los sacerdotes con sus largas vestiduras y sus destrenzadas cabelleras tintas de sangre. Cortés por medio de su intérprete la bella Marina, hace anunciar a caciques y guerreros, que si una sola flecha se lanza contra los españoles, ellos y todo el pueblo serán irremisiblemente degollados. Asusta tan terrible intimación a los tumultuados, y cincuenta soldados españoles, a una señal de su caudillo, suben al templo, echan a rodar sus ídolos, vasos y altares, en medio de los sollozos de la aterrada muchedumbre; lávanse las paredes salpicadas de sangre humana; en el sitio en que había estado el ídolo principal se coloca una cruz y una imagen de la Virgen: una misa y una procesión solemne terminaron aquella ceremonia, y como los indios vieron que el fuego del cielo no consumía a los profanadores de su templo y a los destructores de sus divinidades, enmudecieron atónitos, y aquella acción y el espectáculo de las ceremonias cristianas, les hicieron el mismo efecto que a los de la isla de Cozumél.

Necesitaba el atrevido expedicionario dar un origen legítimo a su autoridad, y precaverse contra el encono y la arbitrariedad de Velázquez. A este fin despachó a España un buque con pliegos y cartas para el emperador Carlos V, noticiándole todo lo ocurrido desde su salida de Cuba, solicitando la aprobación de su conducta y la confirmación en el cargo de capitán general, y manifestando su confianza de conquistar para su corona el vasto y opulento imperio de Méjico. Pero otro suceso, el más grave de cuantos le habían acontecido, estuvo a punto de frustrar otra vez su gigantesca empresa. En su mismo campamento se había fraguado una conspiración entre sus desafectos, a cuya cabeza se hallaba el religioso Juan Díaz; aunque descubierta oportunamente por uno de los conjurados, y castigados los principales, dejó en su alma una sensación profunda. Temiendo que quedase vivo en su cortísima hueste el germen del descontento y la semilla de la insubordinación, y para quitar a los cobardes y a los desafectos toda esperanza de salir con su idea, tomó la resolución más enérgica, más atrevida, más desesperada, pero también la más heroica que ha podido jamás concebir un hombre. Sin que lo supiese su pequeño ejército, le cortó toda posibilidad de retirada, hizo desmantelar los buques, barrenarlos, destruir toda la flota, quemó las naves, como ha llegado a decirse proverbialmente; «rasgo, dice con razón uno de los historiadores de la conquista, el más insigne de la vida de este hombre memorable. La historia ofrece ejemplos de parecidas resoluciones en circunstancias críticas, pero ninguna en que las probabilidades del éxito fuesen tan eventuales y la derrota tan desastrosa. Si hubiera sucumbido, se hubiera mirado como un rapto de demencia. Y sin embargo era fruto de maduro cálculo. Había jugado en este golpe su fortuna, su reputación, su vida, y era menester arrostrar las consecuencias...» Expúsose Cortés a ser víctima de una soldadesca furiosa y desesperada, pero el impertérrito caudillo arengó con tan vigorosa elocuencia a sus tropas, que obrando en ellas la más completa y maravillosa conversión, y produciendo un entusiasmo portentoso, todos exclamaron a una voz: «¡a Méjico! ¡a Méjico!» El hombre que de este modo sabía obrar, merecía bien la conquista de un grande imperio.

Para tales jefes y con tales soldados, parece no haber empresa imposible. La de Hernán Cortés no lo fue, aunque por tal la hubieran tenido todos. Veamos los resultados de esta heroica determinación, ya que no nos sea dado referir sus pormenores. La república independiente de Tlascala, enclavada en medio del imperio mejicano, declara la guerra a los españoles a excitación de su jefe el valeroso joven Xicotencal, pero la espada invencible de Cortés triunfa en Tlascala como triunfó en Tabasco. Un caballo español acribillado de flechas cae muerto en el campo de batalla. Un indio le corta la cabeza, y la pasea por el campo clavada en una pica, gritando con júbilo: «¿Lo veis? estos monstruos no son invencibles.» Xicotencal envía al campamento de los españoles un regalo de gallinas y otras viandas, haciendo decir a Cortés que aquellas provisiones son para que engorden sus soldados antes de ser sacrificados a sus dioses, y para que su carne fuese de mejor gusto, porque se proponía saborearse con ella en compañía de sus principales guerreros. Riéronse los españoles de la fanfarronada y comieron alegremente las provisiones enviadas por el arrogante tlascalteca. Una batalla y otra victoria de los españoles abatió un poco la soberbia de Xicotencal. «Los españoles, hijos del sol, decían los sacerdotes indios, deben toda su fuerza a los rayos de este astro; combatidlos de noche, y veréis cuán débiles son.» En virtud del consejo de estos magos dieron los tlascaltecas un ataque nocturno; mas como pereciesen en él millares de indios, ellos mismos comenzaron por sacrificar a sus dioses algunos de sus embusteros profetas; convenciéronse de su inferioridad, convidaron con la paz a los españoles, les ofrecieron su amistad, hizo Hernán Cortés una entrada pomposa en Tlascala (23 de setiembre, 1519), y desde entonces los tlascaltecas fueron sus más firmes y leales aliados.

No así los de Cholula. A invitación del mismo Motezuma pasó Cortés a esta ciudad, y mientras los cholulanos festejaban a los españoles, una horrible conspiración se tramaba para caer traidoramente sobre ellos y exterminarlos. El genio tutelar de Cortés, la bella Marina, la descubre, la denuncia, y salva al caudillo y al ejército. Cortés se dejó arrebatar en esta ocasión de la cólera, y ordenó una matanza que no cesó sino cuando se cansaron de degollar los soldados; primer ejemplo de crueldad, que después desgraciadamente fue seguido de tantos otros.

Prosiguió Cortés su atrevida marcha a Méjico, donde el emperador, irresoluto ya y tímido, les fue dejando acercar. Grande fue la sorpresa de los españoles al encontrarse en un inmenso y delicioso país, donde se divisaba un gran lago semejante a un mar, poblado de ciudades que parecían salir del seno de las aguas. Ya no se acordaron más de los trabajos que habían sufrido, ni pensaron sino en los tesoros que iban a recoger por término de sus afanes; y no es maravilla que exclamaran como dicen: «esta es la tierra de promisión.» Mayor y más agradable fue su asombro al ver al gran emperador Motezuma salir a recibirlos, sentado en su silla de oro en hombros de cuatro principales señores del imperio, con su largo manto de finísima tela de algodón sembrado de joyas y pedrería, su corona de oro en forma de mitra y sus sandalias de oro macizo también. Cuando los mejicanos vieron a su emperador, que apenas bajaba la cabeza ante sus dioses, saludar respetuosamente al caudillo extranjero, ya no dudaron que aquellos hombres eran una especie de teules, que era el nombre que daban a sus divinidades. Cortés y Motezuma entraron juntos en la ciudad (8 de noviembre, 1519), y los españoles se quedaron absortos de verse en una población de veinte mil casas, con calles anchas y regulares, jardines, templos, plazas y mercados, circulando por ella un inmenso gentío. Hernán Cortés había realizado su gigantesca empresa; y sin embargo ahora que se hallaba en la capital del imperio mejicano, le pareció más difícil que nunca su destrucción.

En medio de las atenciones y agasajos de que Cortés era objeto en aquella ciudad imperial, desconfiaba de Motezuma y de su pueblo, y los avisos de los tlascaltecas que los conocían bien, le confirmaban en lo falso y arriesgado de su posición. ¿Qué sería de aquel puñado de españoles en medio de una capital populosa, si los mejicanos cortaban los puentes de las calzadas y rompían los diques del lago? Llégale en esto la siniestra nueva de que un general mejicano llamado Qualpopoca había invadido las tierras de los indios confederados, atacado la escasa guarnición española de Vera-Cruz que salió a protegerlos, muerto siete soldados y herido al gobernador Escalante; y que la cabeza de un español era paseada por los pueblos para mostrar que aquellos extranjeros no eran inmortales. Cortés se cree en el caso de tomar una resolución enérgica y decisiva, como lo eran todas las suyas, y se apodera de la persona de Motezuma a quien supone cómplice, y le lleva cautivo al cuartel de los españoles. Qualpopoca y sus capitanes vienen a poder de Cortés, y un tribunal los condena a ser quemados vivos: la ejecución se realiza: «el crimen ha sido espiado,» le dice Cortés a Motezuma, y le manda soltar los grillos que le había puesto.

Dueño el general español de los tesoros de Méjico, cobrándose por él los impuestos de la nación, declarado el emperador azteca feudatario del rey de Castilla, y en manos de Cortés su autoridad, parecía haberse concluido la conquista del imperio mejicano. Pero muy imperfecta en verdad hubiera sido la obra del conquistador cristiano, si se limitara a la material adquisición de un territorio. ¿Había de tolerar que siguieran aquellos abominables sacrificios, aquellos banquetes horribles de carne humana, que los mejicanos ofrecían a sus dioses cuando tenían hambre, y que los hombres devoraban a nombre de los dioses con bárbaro placer? Propúsose Cortés abolir aquellos ritos inmundos, y hacer conocer a aquellas gentes el culto suave y humanitario del cristianismo. En el cuartel de los españoles se limpió el ara sangrienta de un templo; en lugar del dios sanguinario de la guerra se colocó la imagen de la madre del Dios de paz, y donde había estado la tajante cuchilla del sacerdote azteca presentó el sacerdote cristiano a la adoración del pueblo la hostia pacífica y el signo de la redención de la humanidad. Pero otra vez el celo religioso puso a Cortés en trance y peligro de perder todo lo ganado, porque un pueblo sufre mejor cualquier otro ultraje que el de que le quiten su religión. El pueblo y los sacerdotes no pudieron sufrir la profanación de sus altares. El mismo Motezuma llamó un día a Cortés a su aposento, y con una firmeza desacostumbrada le dijo que sus dioses estaban ofendidos, y pues la misión de su monarca estaba ya cumplida, se apresurara a salir de la ciudad y del imperio. Cortés disimuló, manifestó deseos de volver a su patria, pero expuso que para verificarlo necesitaba construir algunos buques, porque su flota había sido destruida, y pidió a Motezuma que sus súbditos le ayudaran a la construcción de las naves. A esto accedió muy gustoso el emperador, con el afán de que cuanto antes pudieran irse los españoles.

Otro objeto se proponía Cortés en la construcción de buques. Mas cuando estaba en esta faena, que entretenía y dilataba todo lo posible, recibe aviso de que Pánfilo de Narváez, teniente de Velázquez el gobernador de Cuba, ha desembarcado en la costa mejicana con mil cuatrocientos hombres, con la comisión de despojarle de su conquista, de hacerle prisionero y de llevarle a Cuba para ser juzgado. Jamás Hernán Cortés se había visto en mayor conflicto y apuro. ¿Abandonará y perderá a Méjico por salir a combatir un ejército español tres veces más numeroso que el suyo? ¿Esperará en la ciudad la llegada de Narváez, para tener dos terribles enemigos, uno dentro y otro fuera? Cortés opta como siempre por la resolución más audaz: encomienda la guarda de Méjico a su teniente Pedro de Alvarado con solos ochenta españoles, le deja las instrucciones a que ha de arreglar su conducta, pónese de acuerdo con Sandoval, el nuevo gobernador de Vera-Cruz, y sale con doscientos cincuenta hombres al encuentro de Narváez; le sorprende en una noche tempestuosa y lóbrega en Zempoala, le ataca, le hace prisionero, únense al vencedor las mismas tropas del vencido, y Cortés da la vuelta a Méjico a la cabeza de mil trescientos soldados, cien caballos, diez y ocho cañones y dos mil tlascaltecas.

A su regreso encuentra la populosa capital insurreccionada, y a Alvarado y sus pocos españoles estrechados por los insurrectos. Cortés ni desmaya ni vacila; penetra en la ciudad, y se empeñan los más vivos y encarnizados combates. Compréndese mejor que se explica cuán horrorosa y trágica sería la pelea de muchos días, entre una inmensa población arrebatada de furia y unos soldados luchando a la desesperada. Motezuma se ve comprometido a servir de mediador entre la ciudad y los españoles, para ver de atajar tanta sangre: accede, aunque con recelo, a presentarse revestido de las insignias imperiales y de toda la pompa y atributos del poder. Su recelo era bien fundado al querer arengar a su pueblo para ver de calmar la sedición, cae mortalmente herido por una lluvia de flechas y piedras lanzadas por sus mismos súbditos, y sucumbe a poco tiempo (30 de junio, 1520). Embargó al pronto a los mejicanos el estupor y el asombro de lo que acababan de ejecutar; mas pronto se recobran, proclaman emperador a Quetlavaca, hermano de Motezuma, y se renueva con más fuerza el ataque del cuartel español. La sangre corre a torrentes por las calles, a nadie se perdona la vida, Cortés mismo se ve en mil personales riesgos, pero sin abandonarle nunca su carácter magnánimo; reconoce al fin la necesidad de retirarse de aquella población infernal, y aprovecha para ello la oscuridad de una noche y la lluvia que caía en abundancia. ¿Mas por dónde huirá, si los indios le cortan las calzadas del lago?

Y así fue por desgracia. No solo habían hecho hasta siete zanjas en la calzada de Tacuba que Cortés eligió para la retirada, sino que el lago se hallaba cubierto de millares de canoas, desde las cuales lanzaban espesas granizadas de flechas y dardos sobre los fugitivos y apiñados españoles y tlascaltecas. A fuerza de prodigios y luchando con la muerte, iban ganando los trozos de calzada de cortadura en cortadura. Muchos perecían en las olas, salvábanse otros a nado, caían otros acribillados de flechas, los gritos eran horribles, la mortandad espantosa, Alvarado, Ordaz, todos hicieron maravillas de valor, Cortés se mostró más que nunca heroico, y cuando ganaron la tierra firme, angustiose el valeroso caudillo al ver que habían perecido dos mil tlascaltecas, doscientos españoles y cuarenta y seis caballos. Quedole a aquella noche el nombre de noche de la desolación, de la Noche Triste (1.° de julio, 1520).

No pararon aquí los trabajos. Al sexto día de caminar por inmensas soledades con increíbles privaciones y padecimientos, sorprende a los españoles el espectáculo de cuarenta mil guerreros indios que los aguardaban en el valle de Otumba. ¿Qué hará Hernán Cortés en este nuevo trance? Vencer o morir es su resolución; arenga a sus soldados; el ejemplo y la palabra de su general los vigoriza, y rompen todos sembrando la muerte por aquellas formidables masas. Divisa Cortés con su ojo de águila el estandarte imperial, en cuya pérdida o conservación sabe que cifran los mejicanos el símbolo de la muerte del imperio; rodéase de sus más intrépidos capitanes, acomete con ellos y arrolla a los que custodiaban la imperial enseña, da la muerte al general mejicano que la empuñaba, se apodera del estandarte, los indios que lo ven huyen despavoridos, hace en ellos una horrible matanza, recoge su botín y sus tesoros, y se va a descansar a la ciudad amiga de Tlascala, donde es esmeradamente cuidado de las heridas que ha recibido en la gloriosa batalla de Otumba (8 de julio de 1520).

Una nueva feliz viene allí a aumentar sus esperanzas y la alegría de su último triunfo. Tres navíos de España cargados de municiones y soldados han arribado por casualidad al puerto de Vera-Cruz, cuyo gobernador ha determinado a sus capitanes a incorporarse a las tropas de Cortés. Con este refuerzo el ejército conquistador se vuelve a encontrar tan numeroso como a su entrada en Méjico. Cortés se siente capaz de emprender de nuevo la conquista, y sus amigos los tlascaltecas le facilitan un cuerpo auxiliar de diez mil hombres.

Había muerto en Méjico el nuevo emperador, y ocupaba el trono imperial el joven Guatimocín, pariente de Motezuma, que no carecía de valor ni de previsión, y congregando cuanta gente de guerra pudo, se preparó a hacer a los españoles una resistencia desesperada. Cortés no se arredra por eso, y emprende su marcha. Al llegar a las cercanías de Tezcuco, previene y frustra una conspiración del cacique para aniquilar toda la hueste española. Conoce que no podrá apoderarse de Méjico sin algunos buques de guerra que oponer a las canoas de los indios; da principio a la obra de construcción, y en pocos días y como por encanto aparece armada una escuadrilla de trece bergantines. Con su auxilio va sometiendo las provincias y poblaciones inmediatas a la capital, y haciendo alianza con sus tribus, y esta defección pone en cuidado a Guatimocín. Al tiempo de atacar la ciudad descubre otra conspiración de sus propios soldados, partidarios todavía algunos de ellos de Velázquez, que se proponían nada menos que asesinar a su general. Cortés hace ahorcar al principal de los conjurados, llamado Antonio de Villafañe, encuentra la lista de los demás conspiradores, disimula, los tranquiliza con mucha política, y le siguen todos al ataque.

Amaestrado Cortés con el desastre de la Noche Triste, dispone convenientemente su tropa y sus buques para poder marchar por las calzadas, y combatir los millares de piraguas indias que llenaban el lago. Su artillería derrama el espanto y la muerte en los indios de las canoas, y Cortés penetra el primero hasta el corazón de la ciudad, hasta el templo en que habían dejado plantada la cruz, ya reemplazada otra vez por el dios de la guerra de los aztecas. Pero se ve obligado a retroceder, furiosamente atacado por los mejicanos. Los combates se renuevan y repiten con bárbaro furor, con lastimosa matanza de hombres y lamentable destrucción de edificios. Cortés corrió en esta ocasión los mayores peligros personales. Los españoles se retiran y vuelven a acometer; son rechazados y tornan a pelear con la misma furia: por espacio de muchos días se combate sangrienta y encarnizadamente y sin descanso, en tierra y en agua, en la ciudad, en las calzadas y en la laguna. Recibe Cortés numerosísimos refuerzos de las ciudades amigas, y bloquea la capital hasta hacerle sentir el hambre. Pero deseando poner pronto término a tan funesta guerra, dispone un asalto general por tres puntos: él es quien más avanza salvando zanjas y trincheras; pero suena en el sagrado templo la trompa de Guatimocín, y vomitando las calles innumerables bandas de frenéticos indios, seis vigorosos guerreros se abalanzan hacia el general español, y le derriban herido al suelo; el capitán Olea le salva de la muerte matando dos de aquellos feroces indios, y a costa de caer él moribundo al lado de su jefe. Cortés y sus españoles se retiran con no poca pérdida, venciendo mil dificultades y peligros.

Una noche observaron los españoles desde su campamento una procesión que se celebraba en la ciudad: entre las filas de los sacerdotes divisaron varios de sus compatriotas prisioneros que conducían desnudos a sacrificarlos al dios de la guerra según su costumbre, y a que hiciesen después sabroso manjar de sus carnes los feroces caníbales del atrio del templo. Tan horrendo espectáculo heló de estupor a unos, y encendió en rabia y en desesperación a otros. Los indios confederados intentan abandonar a los españoles, porque los sacerdotes mejicanos les han enviado a decir que el terrible Huitzilopochtli, su ofendida deidad, aplacado con aquellas víctimas, ha vuelto a tomar bajo su amparo a los aztecas, y dentro de ocho días perecerían todos los españoles. Esta fatídica predicción fue la que salvó al impertérrito Cortés: «aguardad, les dijo, estemos sin pelear ocho días, y yo os convenceré de la impostura de esos oráculos.» El convenio se acepta, trascurre el plazo, los españoles viven, los oráculos quedan desmentidos, y los indios aliados se apresuran a incorporarse confiadamente a Cortés, avergonzados de su credulidad.

Penetran otra vez los españoles y sus aliados en la población, acosada ya de los horrores del hambre y de la sed, derriban edificios, incendian templos, degüellan sin conmiseración; y Guatimocín, que no ha querido escuchar proposiciones de paz, determina fugarse para hacer la guerra desde la calzada del Norte. Sandoval, que mandaba la flotilla española en el lago, advierte que le cruzan muchas canoas atestadas de gente. García Holguín, que conducía el buque más velero, persigue una de ellas en que le pareció que iban personajes de cuenta: al mandar apuntar a sus ballesteros le gritan que no descargue: «Yo soy Guatimocín, exclamó un joven guerrero; llevadme a vuestro general, solo os pido que no toquéis a mi esposa y a los que me acompañan.» La nueva de la captura de Guatimocín cunde rápidamente entre los mejicanos, que yertos de estupor cesan en el combate. Hernán Cortés y los españoles quedan apoderados de Méjico (13 de agosto, 1521), después de un sitio de tres meses, sin igual en la historia por la constancia y valor, y por los horribles padecimientos de sitiados y sitiadores.

Los días siguientes a la rendición se invirtieron en limpiar la ciudad de los montones de cadáveres que la infectaban, en presenciar la marcha de los que habían quedado vivos, aunque extenuados del hambre, en hacer procesiones religiosas, en celebrar banquetes, en solemnizar de mil maneras el triunfo, y en repartirse las riquezas que encontraron. Como estas no correspondieran a las esperanzas de los españoles, prorrumpieron en quejas y murmuraciones, y pidieron en tumulto que les fueran entregados Guatimocín y su ministro para obligarlos a declarar dónde habían escondido sus tesoros. Cuéntase que puestos a tormento sobre unas parrillas, bajo las cuales había fuego vivo, como el ministro lanzara un grito de dolor mirando a su soberano: «Y yo, exclamó Guatimocín, ¿estoy acaso en algún lecho de rosas?» Cortés mandó suspender el suplicio del emperador, pero retirósele del brasero para conducirle en el más miserable estado a una prisión, de donde se le sacó a los tres años para ahorcarle en compañía de otros dos caciques, con pretexto, o motivo de ser fautores de una conjuración.

A la rendición de la capital no tardó en seguir la sumisión de las provincias de aquel vasto imperio. El natural amor a la libertad sugirió a los mejicanos muchas conspiraciones y tentativas para sacudir el yugo de sus dominadores; mas todas eran reprimidas, y no hacían sino acarrear venganzas terribles y crueldades con que muchas veces los opresores se deshonraron. Aun así, la caída del imperio de los aztecas fue grandemente beneficiosa a la humanidad, y aun a ellos mismos: aunque más civilizados que otros indios, no dejaban de ser feroces y brutales, vivían en la esclavitud, y sus bárbaros y abominables sacrificios, y sus horrendos banquetes de carne humana, eran sobrados motivos para que la humanidad se felicitara de la conquista. La empresa llevada a cabo por Hernán Cortés y un puñado de valientes españoles, «fue, dice un ilustrado y moderno historiador americano, como empresa militar, poco menos que milagrosa, demasiado sorprendente e inverosímil aun para una novela, y sin ejemplo en las páginas de la historia.»

¿Recibió el conquistador todo el premio que merecía su hazañosa empresa? Perseguido por el envidioso y rencoroso Velázquez, y calumniado en la corte de España, muchas veces vio menospreciada su gloria y sus ricos presentes. Sobre tener que luchar constantemente con las ambiciones de sus lugartenientes, el mismo Carlos V sospechó de su lealtad, y le hizo circundar de espías, a cuyas demostraciones de injusta desconfianza correspondía Cortés con nuevos servicios. Hizo reedificar la populosa ciudad de Méjico que había quedado lastimosamente destruida, la pobló de fabricantes y artesanos, de animales y plantas de España. Sus continuos disgustos le podrán disculpar en gran parte de la crueldad que muchas veces empleó en la conversión forzosa de los indios a la religión y al culto cristiano.

Lejos de seguir las instigaciones de los que le aconsejaban que se proclamara independiente, prefirió venir a España a dar explicaciones de su conducta al emperador Carlos V (1528). Este monarca pareció penetrase del mérito e importancia de sus servicios, le recibió con mucha distinción, le colmó de elogios, y le hizo caballero del hábito de Santiago y marqués del Valle de Guaxaca (1529). Mas con pretexto de dividir convenientemente la autoridad, nombró un virrey para Nueva España, conservándole a él el mando militar y la facultad de continuar y extender las conquistas. De vuelta a Méjico se vio reducido a un papel casi secundario por la rivalidad y la envidia de los miembros de la audiencia. Para evitar más disgustos y no sentir tanto la decadencia de su poder, equipó una flota considerable, y partió a hacer descubrimientos en el gran mar del Sur, y descubrió la gran península de la California, y reconoció una parte del golfo que la separa de Nueva España (1536).

Obligado a regresar a Méjico a causa de las disensiones y rivalidades que seguían agitando el país, volvió a probar las mismas pesadumbres de parte de sus émulos. Cansado de tanta injusticia y de luchar con adversarios tan indignos de él, determinó volver a España, contando con que sería al menos atendido de su monarca como la vez primera. Mas sus ilusiones comenzaron a disiparse pronto al ver el frío recibimiento que se le hizo en la corte (1540). No le sirvió seguir a Carlos V y combatir como voluntario en su famosa expedición a Argel. Este nuevo servicio no fue mejor pagado que los anteriores; antes bien, con haber perdido en esta guerra, de que luego habremos de hablar, joyas de gran valor, ni aun siquiera se le indemnizó de los 300.000 escudos que había gastado en su expedición a California. Llegó a no poder conseguir una audiencia de su soberano. Tratado por el emperador Carlos V con el mismo desdén y con la misma ingratitud que Cristóbal Colón por Fernando el Católico, un día aguardó el carruaje del emperador, y se abalanzó sobre el estribo: «¿quién sois vos? le preguntó el monarca.–- Yo soy, contestó Hernán Cortés con entereza, un hombre que os ha ganado más provincias que ciudades heredasteis de vuestros padres y abuelos.» Esta noble y altiva respuesta, que encierra una nueva lección tan sublime como triste, fue la última venganza del gran conquistador.

Mas no por eso mejoró su posición y su suerte. Lleno de sinsabores y poseído de melancolía, abandonó la corte y se retiró a una soledad cerca de Sevilla. Allí murió, en Castilleja de la Cuesta, como otro Gonzalo de Córdoba, a la edad de 63 años (2 de diciembre, 1547), siendo un nuevo y desconsolador ejemplo de la ingratitud de los reyes.

Y no eran estas solas las conquistas con que se agrandaban en el Nuevo Mundo los dominios del afortunado monarca español, que era al propio tiempo en el Mundo Antiguo el más poderoso de los soberanos. Otros españoles, a fuerza de trabajos y hazañas, le estaban conquistando también, en las regiones americanas, imperios no menos vastos y mucho más ricos que el que acabamos de mencionar.

Entre los aventureros que acompañaron al famoso Ojeda en su expedición a Tierra Firme, y al afortunado y desdichado Balboa en el dificilísimo paso del istmo de Darién, y entre los que en Panamá se habían establecido con el cruel gobernador Pedrarias Dávila que hizo decapitar a Balboa, se hallaba un español, extremeño también como Balboa y Cortés, natural de Trujillo, hijo legítimo del capitán Gonzalo Pizarro, que habiendo pasado su primera edad en la humilde ocupación de guardar ganado, sin conocer siquiera los rudimentos del arte de la escritura, se había distinguido por su intrepidez y energía, por su valor en los peligros, y por la aplicación y la inteligencia natural con que suplía la falta de instrucción, tanto que había sido ascendido a la clase de oficial y se había hecho digno y hábil para dirigir y mandar a otros. Este hombre era Francisco Pizarro.

Asociado Pizarro a otros dos españoles, llamados Diego de Almagro, y Fernando de Luque, sacerdote éste último y vicario de Darién, resolvieron, con aprobación del gobernador, hacer una expedición al Perú, ofreciéndose cada cual a contribuir con cuanto tuviese para los gastos del armamento. Pizarro, menos rico que sus compañeros, fue el encargado de mandar y dirigir la atrevida empresa. Almagro había de proveerla de tiempo en tiempo de víveres, municiones y refuerzos, y el sacerdote Luque, que se había enriquecido en Santa María de Darién, costeó los primeros gastos, que importaron 20.000 pesos de oro. Pactaron y juraron repartirse entre los tres por iguales partes los países que descubrieran y conquistaran, en fe de lo cual el clérigo Luque celebró una misa, en que después de haber consagrado la hostia la partió en tres pedazos, y comulgando con uno dio otro a cada uno de sus asociados (10 de marzo, 1526). Un solo navío conduciendo ciento doce hombres de tripulación era toda la fuerza con que Francisco Pizarro se embarcó en el golfo de Panamá, dirigiéndose al Sur a conquistar el mayor imperio del mundo.

Errante en su primera expedición por islas y mares, después de muchas penalidades y trabajos, de enfermedades y muertes en su escasa tropa, y de incesantes luchas con las olas y con los indios, encontrose otra vez el aventurero enfrente de la isla de las Perlas, en el centro del gran golfo de Panamá. Reforzado allí por Almagro con hombres y víveres, diéronse otra vez los dos a la vela, y más felices en esta ocasión, llegaron a las costas de Quito, la más bella y más vasta provincia del imperio del Perú, y desembarcaron en Tucamas. Pero conociendo ser una temeridad empeñarse en la conquista con tan escasas y debilitadas tropas, resolvieron que Almagro volviera a Panamá a buscar refuerzos, que en efecto llevó a su amigo, pero que tardaron en llegar muchos meses, cuando Pizarro se hallaba ya en la situación más triste y desesperada, en una isla desierta con solos trece hombres, todos extenuados, luchando con las agonías del hambre. Con aquel refuerzo tomó rumbo hacia Sudeste, y al cabo de veinte y un días de navegación, ancló en la bahía de la ciudad peruana de Tumbez, donde halló una generosa hospitalidad. Los exploradores fueron recibidos en todas partes con el mayor afecto, y el cacique le envió varios peruanos en canoas con bastimentos de toda clase en vasos de oro y plata, metales que brillaban en abundancia en sus habitaciones. Por lo mismo que mostraba ser un país tan rico, y al propio tiempo tan populoso, que fuera temeridad intentar su conquista con tan pobres medios y tan poca gente, creyó Pizarro que volviendo a Panamá y enseñando los magníficos vasos de plata y oro y las finísimas telas de lana y algodón que de muestra llevaba, no podría menos de ser auxiliada su empresa (1527). Mas se equivocó en su cálculo; el gobernador se negó a ello; en Pedrarias no tenía confianza; y como los tres asociados hubiesen apurado ya sus recursos, tomaron la resolución de dirigirse a la corte misma de España, para lo cual pudieron reunir algunos fondos. El encargado de esta comisión fue el mismo Pizarro.

A su arribo a Sevilla (1528) se vio encarcelado a instancias del bachiller Enciso, en virtud de sentencia que éste tenía ganada por cuentas atrasadas con los primeros vecinos del Darién. Pero puesto luego en libertad por orden del gobierno, presentose en Toledo al emperador Carlos V con un aire de dignidad y de nobleza, que nadie habría podido esperar del antiguo guardador de puercos. Encontrose allí con Hernán Cortés, que a la sazón había ido a justificar ante el monarca su conducta de las calumnias o sospechas con que se le había querido mancillar. De modo que el afortunado soberano, a quien los españoles acababan de hacer dueño de Italia y casi árbitro de Europa, daba al propio tiempo audiencia a otros dos españoles, de los cuales el uno ofrecía a sus pies la corona de un vasto imperio en el Nuevo Mundo, y el otro le prometía la adquisición de otro imperio más opulento y más dilatado.

Pizarro le hizo una pintura tan viva, animada y discreta de los países que había descubierto y de los trabajos y miserias que había pasado por ganarlos y difundir en ellos la fe cristiana, que no solo le prestó auxilios, sino que le hizo caballero de Santiago, le nombró gobernador y capitán general de 200 leguas de costa en Nueva Castilla (que así se llamaba entonces el Perú), con el título de Adelantado de la tierra (26 de julio, 1529), dignidad esta última que se había comprometido a solicitar para su compañero Almagro, en lo cual procedió ciertamente Pizarro con tanto exceso de ambición como falta de nobleza. Don Fernando de Luque fue nombrado obispo de Tumbez y protector general de los indios en aquellas partes. Cuando Pizarro volvió a Panamá (1530), llevando consigo de Trujillo a cuatro hermanos suyos, indignose justamente Almagro de la deslealtad de su compañero, y solo por mediación de Luque, y obligándose Pizarro a no pedir al rey ni para sí ni para sus hermanos otra merced alguna hasta obtener para Almagro otra gobernación igual que comenzase donde acababa la suya, pudo conseguirse que se reconciliaran de algún modo los antiguos asociados. Con esto Pizarro se dio otra vez a la vela con tres pequeñas naves y ciento ochenta y tres soldados (1531).

Cuando después de nuevos trabajos y penalidades arribó la flotilla otra vez a Tumbez, lejos de hallar Pizarro la hospitalidad de la vez primera, no encontró sino disposiciones muy hostiles, porque habían llegado a conocimiento de aquellos habitantes las rapacidades cometidas por los españoles en otros puntos. Conoció Pizarro que era forzoso emplear la fuerza, y haciendo una marcha rápida y violenta a la sombra de la noche, sorprendió el ejército enemigo que mandaba el cacique de la provincia, y haciendo evolucionar los caballos, que en el Perú como en Méjico tomaban por monstruos, teniéndolos por una misma cosa con el jinete, y sucediéndole lo que a Hernán Cortés en Tabasco, ahuyentó los enemigos poseídos de terror, mató algunos de ellos, y recibió pronto una embajada del cacique enviándole regalos y pidiéndole la paz.

El Dios que adoraban los peruanos era el sol, al cual estaban consagrados los templos. La luna era también para ellos una divinidad de orden inferior. Había entre ellos cierta comunidad de bienes, de placeres y de trabajos, y al fin de cada año se hacía una repartición de tierras a cada familia. El imperio de los Incas, hijos del Sol, fundado por Manco-Capac y por su mujer Mama-Ozello, contaba entonces, según su tradición, cerca de cuatro siglos de antigüedad: habíanse sucedido doce reyes, y habíase apoderado últimamente del trono Atahualpa, después de haber vencido en guerra civil, despojado a su hermano Huascar, y mandado matar a todos los hijos del Sol de que pudo apoderarse.

Avanzando Pizarro desde Tumbez en dirección Sur, fundó a la embocadura de un río la primera colonia con el nombre de San Miguel. A poco recibió una diputación de Atahualpa pidiéndole una entrevista, que se verificó en Caxamalca, presentándose el Inca con toda la pompa de un gran soberano. Mas en esta especie de parlamento pacífico, so pretexto de haber menospreciado el Inca los símbolos del cristianismo que le presentó el dominicano Valverde, dio Pizarro la orden de ataque. Al fuego y ruido de los mosquetes y al aspecto de la caballería española, diéronse a huir aterrados los indios; la muerte sin embargo los alcanzaba, enviada por los arcabuces de los mosqueteros y por las espadas de los jinetes. Pizarro se precipita sobre los que aún defendían a su rey, rompiendo hasta llegar a Atahualpa, a quien hace prisionero asiéndole de un brazo. Las riquezas en oro, plata y telas de que se apoderaron los españoles después de esta terrible victoria excedieron a cuanto ellos habían podido imaginar (noviembre, 1532).

Encerrado Atahualpa en una pieza de 22 pies de largo por 16 de ancho, ofreció al caudillo español que la llenaría de oro hasta la altura a que él alcanzase con la mano, si a esta costa quisiera restituirle la libertad. Gustosísimo aceptó Pizarro la oferta, y en su virtud el cautivo monarca hizo venir de Cuzco, Quito y otras ciudades del imperio cuanto oro pudo recogerse. Mas como la sala no se llenase con la brevedad que Pizarro apetecía, fue menester que tres soldados españoles pasasen a Cuzco para cerciorarse de que no era irrealizable lo que Atahualpa había ofrecido. Estos comisionados se quedaron absortos a vista del oro y la plata que en increíble abundancia encerraban los palacios del rey y los templos del Sol, y en su sed de enriquecerse arrancaban con sus manos las láminas de oro que cubrían las paredes de los templos, escarneciendo sus dioses, abusando torpemente de las mujeres, y cometiendo toda clase de excesos.

Súpose en esto que Almagro acababa de arribar con refuerzos a la colonia de San Miguel, y Pizarro se apresuró a repartir el oro entre los suyos, tocando a cada uno cuantiosas sumas, que muchos quisieron venir a disfrutar pacíficamente a España. Mas aunque se había reservado el valor de cien mil pesos a Almagro, quejose éste amargamente de la desigualdad del repartimiento, y de que Pizarro se había adjudicado la mayor parte. A fuerza de regalos y promesas aplacó otra vez Pizarro a su compañero, y los dos quedaron nuevamente reconciliados (1533).

Poco valieron al infeliz Atahualpa los sacrificios por su rescate. Denunciado como autor de una conspiración horrible, por un miserable llamado Felipillo, sometiósele a un tribunal que le condenó a ser quemado vivo. El mismo Pizarro le intimó la sentencia. Lágrimas, ruegos, ofrecimientos, todo lo empleó en vano el prisionero; lo único que hizo Pizarro fue conmutarle la pena de hoguera en la de garrote, y eso porque había accedido a bautizarse. Así expió Atahualpa los crímenes con que había manchado su elevación al trono. Su muerte produjo la turbación y la anarquía en el imperio, y su familia fue ferozmente sacrificada por un general ingrato. Aprovechándose Pizarro de este desorden, y habiendo recibido refuerzos de Panamá, avanzó hasta la capital, donde entró con poca resistencia. El oro que hasta entonces habían visto los españoles, era muy poco en comparación del que hallaron en Cuzco: este metal llegó a perder su valor hasta entre los soldados.

Noticioso y envidioso de tanta riqueza el capitán Belalcazar, a quien Pizarro había dejado encomendada la colonia de San Miguel, formó el proyecto de apoderarse por su cuenta de la gran ciudad de Quito, y lo consiguió a fuerza de valor y de constancia, y de superar dificultades que parecían invencibles. Pero engañose en sus codiciosas esperanzas, pues no solo no encontró el resto de los tesoros de Atahualpa que iba buscando, sino que los habitantes al abandonar la ciudad se habían llevado todos los objetos de algún valor.

Cuando así marchaba la conquista, hubo motivos para temer que estallara una guerra fatal entre los mismos caudillos españoles. Alvarado, uno de los más valientes capitanes de Hernán Cortés, noticioso de los triunfos de Pizarro, y no bien hallado con la quietud del gobierno de Guatemala que entonces tenía, corriose con sus tropas al Perú, y después de sufrir en su marcha grandes fatigas y horribles padecimientos, presentose también delante de Quito. Salieron a su encuentro Almagro y Belalcazar, y cuando se temía de un momento a otro un choque sangriento entre ambos ejércitos, afortunadamente no faltó quien intercediera con interés y con éxito en favor de la paz, y contentándose Alvarado con un donativo de cien mil pesos como indemnización de los gastos de su expedición, prometió renunciar a todo proyecto contra el Perú y volverse a su gobierno de Guatemala. Pizarro, que deseaba también libertarse de un rival tan temible, le hizo presente de otra igual suma, y Alvarado agradecido le dejó al retirarse casi toda la tropa que mandaba (1534).

Entonces fue cuando Francisco Pizarro se dedicó a realizar el proyecto que había formado de fundar una ciudad que fuese el centro de sus conquistas y la residencia de su gobierno. Eligió para ello un valle agradable y fértil, y ejecutáronse con tal actividad las obras, que en un momento se vio levantada como por ensalmo una gran población con palacios y casas magníficas. Esta ciudad era Lima (1535).

Había entretanto venido a España su hermano Fernando con el oro y la plata que constituía el quinto del emperador, y que se elevaba a una cuantiosísima suma. La nación y su monarca participaron de igual regocijo, y no había elogios que no se prodigaran al conquistador del Perú. Diósele el título de marqués de los Charcas, y se le confirmó el de gobernador de aquellas regiones, que se nombraron Nueva Castilla, extendiendo su jurisdicción a otras setenta leguas más de la costa meridional. A Almagro, además del título de adelantado, se le dio el gobierno independiente del gran territorio de Chile, aunque no conquistado todavía. Estos nombramientos produjeron vivas disputas entre los dos conquistadores, que estuvieron a punto de dar el lamentable espectáculo de una guerra civil. Avenidos al fin por tercera vez los dos caudillos, y confirmado su ajuste en los altares con juramento solemne, Almagro partió para las deliciosas y fértiles regiones de Chile, donde no nos es posible seguirle en todos los obstáculos que tuvo que superar, ni en sus luchas con los audaces y robustos chilenos.

Una insurrección general de los peruanos contra los opresores de su país, a cuya cabeza se puso el Inca Mango, estalló de la manera más imponente. Por todas partes eran degollados los destacamentos españoles que cobraban los tributos en las provincias. Un ejército de doscientos mil insurrectos se dirige a atacar a Cuzco, otro casi igual acomete a Lima. De los tres hermanos Pizarros que defendían a Cuzco, Juan, Fernando y Gonzalo, el primero muere de una pedrada, los otros dos son acorralados en un barrio de la ciudad. Todas las partidas que el marqués Francisco Pizarro envía en su socorro, son acuchilladas en el camino, y él tiene harto que hacer con atender a Lima. Por fortuna llega al valle de Jauja con un refuerzo considerable Alfonso Alvarado, hermano del gobernador de Guatemala, y con su auxilio derrota el intrépido conquistador del Perú el ejército sitiador de Lima, ahuyentándole a la montaña. Pero en esto Diego de Almagro, discurriendo que en su gobierno debe estar comprendida la provincia de Cuzco, marcha desde Chile con su ejército derecho a aquella ciudad, sorprende y derrota a los peruanos que ocupaban la mayor parte de la población, hace prisioneros a los dos Pizarros encerrados en un barrio de ella, revuelve contra Alvarado que marchaba a socorrerlos, seduce sus tropas en Abancay, y le hace prisionero también. Aconséjanle que quite la vida a los tres ilustres presos, pero Almagro rechaza la proposición, y se mantiene en Cuzco en expectativa de la resolución que tomara Francisco Pizarro (1537).

El imperio del Perú se ve dividido entre dos antiguos compañeros asociados con juramento, ahora terribles enemigos, que dominan en sus dos capitales, Almagro en Cuzco, y Francisco Pizarro en Lima.

En tan crítica situación, Pizarro, sin perder su serenidad, recurre para vencer a su adversario a mañosas y artificiosas negociaciones, entretiénele con proposiciones engañosas de reconciliación, hasta que lograda la reunión de sus dos hermanos y de Alvarado, y recibidos considerables refuerzos, declara abiertamente a Almagro que está resuelto a que se decida la cuestión con las armas. Almagro, anciano ya, achacoso y herido, ordena que sus tropas al mando de su teniente, el valeroso Rodrigo Ordóñez, le esperen en el campo de las Salinas a media legua de Cuzco. Se da un combate sangriento entre los dos ejércitos españoles; el de Almagro flaquea; Ordóñez cae prisionero, y un soldado le corta la cabeza de un sablazo con bárbara ferocidad: el ejército de Almagro queda vencido (26 de abril, 1538). El mismo Almagro, testigo de la derrota desde un recuesto en que estuvo presenciando la batalla, busca su salvación en la fuga, pero es alcanzado y preso, y conducido con cadenas a Cuzco, que se rinde sin resistencia al vencedor. Su muerte es lo único que puede saciar la venganza de los Pizarros. Acusado del delito de alta traición y sometido a un tribunal, ya se sabía que los jueces le habían de condenar a la última pena. El anciano guerrero se siente abatido por la primera vez de su vida; invoca los recuerdos de su antigua amistad con Pizarro, implora compasión, alega la generosidad con que él se ha conducido con los hermanos Pizarros que tuvo en su poder, enseña su blanca cabellera por la cual ha pasado la nieve de setenta y siete inviernos, interesa y enternece a los soldados, pero no ablanda el empedernido corazón de los Pizarros. «Pues bien, exclama recobrando súbitamente su antiguo valor, libradme de esta vida, y sáciese vuestra crueldad con mi sangre.» Este hombre insigne sufrió la muerte de garrote en la prisión, y su cabeza fue cortada después en la plaza pública de Cuzco.

La crueldad de los Pizarros indignó a muchos, suscitó vengadores, y no faltó quien denunciara sus tiranías a la corte de España. Fernando Pizarro que se presentó en ella a defender su conducta y la de sus hermanos, escandalizó con el lujo más que regio de que hacía ostentación, y en vez del resultado favorable que confiaba conseguir, se creyó conveniente asegurar su persona, y fue arrestado primeramente en el alcázar de Madrid, y trasladado después al castillo de la Mota de Medina del Campo. Se envió al Perú en calidad de comisario regio a Vaca de Castro, hombre pundonoroso, severo e incorruptible, investido con las facultades de poner en otras manos el gobierno del Perú si lo creyese conveniente, y con la comisión de residenciar la conducta de Pizarro, que seguía ejerciendo allí un despotismo insolente, y distribuyendo a su arbitrio entre sus parientes y favoritos las tierras más fértiles y mejor situadas.

Mas antes que llegase el comisionado regio, otros se habían encargado de juzgar a Pizarro de una manera menos legal pero más enérgica. Un oficial instruido y hábil llamado Juan de Rada, con quien se había educado un hijo del desgraciado Almagro, joven que revelaba la misma firmeza de carácter que su padre, hizo su casa el centro y foco de una conspiración para matar a Pizarro y sus allegados. El astuto Rada tuvo ardid para tranquilizar al gobernador sobre las sospechas que ya le habían hecho concebir de la conjuración; y tal era la confianza de Pizarro, fiado en su máxima: «el poder que tengo para cortar la cabeza a los demás, garantiza la mía», que aunque recibió diferentes avisos, hasta del día en que se había de ejecutar el proyecto, siempre le tuvo por imaginario, y la única precaución que tomó aquel día fue no salir de casa, y hacer que le dijeran la misa (que era domingo) en su palacio. Por lo demás comió a la hora de costumbre con los oficiales que tenía convidados (26 de junio, 1541).

Aprovechándose el intrépido Rada de aquella imprecaución, sale de casa del joven Almagro con diez y ocho de los conjurados, y lanzándose a la calle con las espadas desnudas al grito de «¡viva el rey! ¡muera el tirano!» que era la señal convenida, acuden los demás conjurados y se precipitan todos al palacio del gobernador. Tal era el odio a la dominación de Pizarro, que al verlos las gentes pasar por la plaza, se decían unos a otros con indiferencia: «estos van a matar al marqués, o al secretario Picado.» Pizarro, a quien acompañaban solamente su hermano Francisco, un caballero y dos pajes (los demás habían desaparecido al ruido de los agresores que penetraban en su aposento), se arma repentinamente, y sin tiempo para ajustarse la coraza, empuña su escudo y su espada, y gritando: «valor, amigos, y a ellos que traidores son!» se lanza sobre ellos, y se empeña una lucha desigual, y más desesperada que provechosa. Su hermano cae muerto a sus pies, y él mismo después de parar muchos golpes, fatigado ya y rendido su brazo, recibe una estocada en el cuello, y el vencedor de tan innumerables huestes en los campos de batalla sucumbe en su aposento a manos de uno de sus oficiales.

Así pereció el célebre Francisco Pizarro, hombre singular, que con solo su valor y su natural talento, falto de toda clase de instrucción y sin haber llegado a saber escribir su nombre, que tenía que poner su secretario entre dos rasgos que para firmar trazaba él con su pluma, llegó a conquistar dilatados reinos y a gobernarlos y dirigirlos.

Los conjurados se derramaron por la ciudad con las espadas ensangrentadas anunciando la muerte del tirano, y proclamando al joven Almagro único y legítimo gobernador del Perú. «Si entonces el viejo Almagro, dice un erudito historiador español, pudiera levantar la cabeza y contemplar a su hijo sentado en aquella silla y debajo de aquel dosel, gozara en su melancólico sepulcro algunos momentos de satisfacción y de alegría. ¡Pero cuán cortos fueran, y cuán acerbos después a su corazón paternal! Veríale, al frente de un partido furioso, sin talento para dirigir y sin fuerza para contener: divididos sus feroces capitanes, y matándose desastradamente unos a otros sin poderlo él estorbar: arrastrado por ellos a levantar el estandarte de la rebelión y a pelear contra las banderas de su rey: vencido y prisionero, pagar con su cabeza en un patíbulo la temeridad y yerros de su mal aconsejada juventud; y llevado por fin a la sepultura de su padre, con quien se mandó enterrar, pudieran ver los dos en sus comunes infortunios cuán peligroso poder es el que se adquiere con delitos.»

No nos compete a nosotros proseguir la historia de aquellas regiones, y aun hemos llegado hasta aquí por no dejar de dar noticia del fin que tuvieron los dos mayores y más famosos conquistadores del Nuevo Mundo después de Cristóbal Colón.

Así mientras Carlos de Austria destruía las libertades en Castilla, dos castellanos le estaban conquistando vastos imperios en el Nuevo Mundo, y mientras unos españoles le aprisionaban reyes en Europa y en África, en Pavía, y en Túnez, otros españoles encarcelaban y enjaulaban emperadores y soberanos y derrocaban tronos en las regiones trasatlánticas, y sujetaban al cetro de Carlos V dominios sin límites{1}.




{1} El que desee noticias más extensas acerca de la conquista de Méjico, que a nosotros, en conformidad al objeto y plan de nuestra obra, no nos incumbía sino apuntar, hallará cuantas pudiera apetecer en los autores y escritos siguientes: Bernal Díaz del Castillo, Historia de la Conquista.– López de Gomara, Crónica de las Indias.– Antonio de Herrera, Historia general de las Indias.– Itinerario de la isla de Yucatán, por el capellán de Juan de Grijalva, MS.– Fr. Bartolomé de las Casas, Historia general de las Indias.– Solís, Historia de la conquista de Méjico.– Memorial de Benito Martínez contra Hernán Cortés, MS.– De Rebus gestis Ferdinandi Cortesii, MS.– Declaración de Puertocarrero, MS.– Declaración de Montejo, id.– La Carta de Veracruz, id.– Mártir de Anglería, De orbe novo, y de Insulis nuper inventis.– Oviedo, Hist. nat. y gener. de las Indias.– Camargo, Hist. de Tlascala, MS.– Clavijero, Stor. del Messico.– Tezozomoc, Cron. Mejicana.– Sahagún, Hist. de Nueva España.– Robertson. Hist. de América.– Moratín, Las Naves de Cortés.– Prescott, Hist. de la Conquista de Méjico.– Con respecto a la del Perú, pueden verse las siguientes: El P. José Acosta, Historia natural de las Indias.– Pedro Mártir de Anglería: De Rebus Oceanicis decades.– Relatione d'un capitán spagnuolo della conquista del Perú.– Pedro de Cieza de León, la Chronica del Perú.– Paul Chaix, Histoire de l'Amerique Meridionale.– Frezier, Voyage aux côtes du Perú, du Chili, et du Brésil.– Garcilaso de la Vega, Historia de los Incas.– Garcilaso de la Vega, Historia de las Guerras civiles de los españoles en las Indias.– Antonio de Herrera, Hist. general de las Indias Occidentales.– Washington Irving, Los compañeros de Colón.– Gonzalo de Oviedo, Hist. general de las Indias Occidentales.– William Prescott, History of the Conquest of Perú.– Ramusio, Viaje de Francisco Pizarro, &c.– Ternaux-Compans, Voyages, relations et memoires, &c.– Ulloa, Memorias filosóficas, históricas y físicas de América.– Juan Velasco, Hist. del reino de Quito.– Francisco de Xerez, Conquista del Perú y de la provincia de Cuzco.– Agustín de Zárate, Historia del Descubrimiento y conquista del Perú.– Quintana, Vidas de Españoles célebres, Francisco Pizarro.

En la Colección de documentos inéditos, tomos 1, 2 y 4, artículos Carlos I, Hernán Cortés, Benito Martínez, Montejo, Pánfilo de Narváez, Velázquez (don Diego y don Antonio), y otros varios, se encuentran muy interesantes y curiosos documentos, relativos a la conquista de Nueva España y a la vida del famoso conquistador.