Filosofía en español 
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Parte tercera Edad moderna

Libro I Reinado de Carlos I de España

Capítulo XXI
Situación económica del reino
Cortes
De 1535 a 1539

Gastos inmensos que ocasionaban estas guerras.– Penurias y apuro de numerario que pasaba el emperador.– Pide desde Italia recursos a los aragoneses: respuesta dilatoria de estos.– Viene a España.– Cortes de Valladolid: peticiones.– Cortes generales de la corona de Aragón.– Expone en ellas sus grandes necesidades y deudas.– Servicio que le otorgaron los tres reinos.– Rebelión y excesos del ejército de Milán por falta de pagas.– Motín de la guarnición de la Goleta por lo mismo.– Medidas crueles contra los amotinados.– Célebres Cortes de Toledo.– Triste pintura que hace el emperador del estado de las rentas de la Corona.– Pide un servicio extraordinario: la sisa.– Niégasele el estamento de próceres.– Insistencia del monarca.– Firmeza de los grandes.– Vigoroso y enérgico discurso de oposición del condestable de Castilla.– Lo que la nobleza pedía al rey como remedio a los males del Estado.– Disuelve el emperador bruscamente las Cortes.– Mendiga recursos a las ciudades.– Anécdota curiosa y significativa.– Diálogo entre Carlos V y un labriego castellano.– Verdades que éste le dijo.– Espíritu y opinión del pueblo.– Muerte de la emperatriz.– Sentimiento del reino.
 

La acumulación de tan dilatados, remotos y esparcidos dominios, la dificultad de su conservación, la necesidad y el afán de guerrear en todas partes y de mantener en pie numerosos ejércitos, tantas y tan gigantescas empresas, y el ostentoso aparato del emperador y de su corte, necesariamente habían de ocasionar dispendios que no alcanzaban a sufragar ni las rentas de la corona, ni los sacrificios de los pueblos, ni los arroyos de oro que vinieran del Nuevo Mundo. La expedición de África había consumido tesoros: los subsidios de Nápoles y de Sicilia no bastaban para el preciso mantenimiento de las tropas, a las cuales se debían atrasos considerables; y todavía el emperador, recién llegado de Túnez y amenazado por la Francia, pensaba en nuevas conquistas, y proyectaba marchar sobre Argel para vengar el insulto de Barbarroja en Mahón, a cuyo fin escribía desde Italia a la ciudad de Zaragoza y al virrey de Aragón, duque de Alburquerque (octubre, 1535), para que juntasen los brazos del reino, y les pidiesen en su nombre la mayor cantidad de dinero posible{1}. Porque su recurso era la España, y España era la que llevaba el peso de tantas guerras.

Como los aragoneses, siempre celosos de sus fueros, contestasen que en Aragón no se podía otorgar servicio sino en Cortes, insistió el emperador desde Nápoles con su virrey (17 de enero, 1536) en que viese de cobrar el servicio, «sin esperar ceremonias ni solemnidades de Cortes; porque el caso (decía) no sufre tal dilación.» Otra vez no obstante respondieron los de Aragón, que las leyes del reino no permitían dar subsidios si no eran pedidos en Cortes; y el servicio, a pesar de las instancias y del empeño del César, no fue por entonces otorgado.

De vuelta de la desastrosa guerra de Francia (1537), su primer cuidado fue celebrar Cortes de Castilla en Valladolid para ver de obtener algunos recursos. Los castellanos, que nunca han llevado a bien que sus monarcas se ausenten y alejen del reino, rogáronle, y fue su primera petición, que se sirviese residir siempre en él, y no expusiera su persona a tantos riesgos y peligros como hasta entonces lo había hecho{2}. Creían los castellanos, con arreglo a las escasas y erradas ideas que en aquel tiempo se tenían en todas partes en materias económicas, que se podía remediar en algo la pobreza del reino con leyes represivas del lujo en los trajes y vestidos, y así se lo propusieron{3}. En su virtud expidió el emperador una de esas pragmáticas que figuran en nuestras leyes suntuarias, y de cuya inutilidad para la represión del lujo nunca acababan de convencerse ni los monarcas ni los pueblos. Mandábase en ella, que ninguna persona, de cualquier clase o condición que fuese, «pudiera traer por guarnición más de una faxa de seda de hasta cuatro dedos de ancho o dos o tres ribetones que sean de otra tanta seda como la dicha faxa, o un passamano de seda sin faxa.– Ansi mesmo que no se pueda cortar ni acuchillar una seda sobre otra, si no fuere el enforro de tafetán que no sea doble.– Otrosí que no se pueda cortar ninguna seda sino en mangas y cuerpos, y no en faldamento ninguno: pero permitimos que se puedan traer ropas aforradas de otra seda, con que no se corte una sobre otra mas de como está dicho.– Otrosí que no se pueda traer recamo, trenza, ni cordón, ni franja, ni passamano, ni ninguna otra cosa de hilo de oro, ni de plata, ni de seda, ni pespunte, ni colchado ninguno, sino el que fuere menester para la costura de la faxa; y esto se entienda que sea de seda solamente; y los jubones se puedan ansi mismo pespuntar, con que el pespunte no haga labores, &c.{4}

Por lo demás la situación económica del reino, en medio de todo su engrandecimiento exterior, y no obstante las remesas de oro y plata que se recibían de las Indias, tenía bastante más de desconsoladora que de halagüeña. Los gastos excedían en mucho a las rentas, y cada año se iban empeñando y consumiendo las de los años sucesivos; de lo cual no permiten dudar los documentos auténticos que hemos visto en nuestros archivos, y de alguno de los cuales, para que sirva de comprobante y de muestra, daremos copia en los apéndices a este volumen{5}.

Convocó también Carlos V y congregó aquel mismo año las Cortes generales de los tres reinos de Aragón, Cataluña y Valencia en Monzón, para pedir los subsidios. Nada expresa mejor los enormes gastos que el emperador había hecho y los apuros pecuniarios en que se veía, que su mismo discurso en la sesión de apertura de estas Cortes (13 de agosto, 1537). Después de la acostumbrada relación de sus expediciones y campañas que le servía de exordio, ponderaba los excesivos gastos que le habían ocasionado, y decía: «Y mis rentas reales no han sido bastantes, ni la ayuda y servicios que me hicieron los reinos de Nápoles y Sicilia, ni los de Castilla y los de esta corona, ni el subsidio eclesiástico, ni otras muchas cosas de que me he valido; pues sin embargo de todo esto, ando siempre envuelto en cambios y asientos, de los cuales corren grandes intereses, y para pagarlos necesito de considerables sumas… Y así daréis orden en ayudarme y socorrerme con la mayor cantidad, y en el tiempo más breve que pudiéreis…» Por esta vez aquellos reinos quisieron ser condescendientes y aún generosos, y Aragón le sirvió con doscientas mil libras jaquesas, Valencia con cien mil y Cataluña con trescientas mil{6}.

¿Qué servía esto para las necesidades que se había creado el emperador? Al ejército se le debían las pagas de muchos meses, y estando S. M. en Aguas-Muertas después de la paz de Niza (1538), las tropas españolas de Lombardía perdieron la paciencia, se sublevaron, y creyéndose autorizadas a tomar por la fuerza lo que no se les daba de justicia, se entregaron desenfrenadamente al robo, y ellas de propia autoridad imponían contribuciones, con pena de la vida al que no pagara pronto la cuota. ¿Qué hicieron el emperador y el marqués del Vasto para apagar la sedición y satisfacer las justas y enérgicas reclamaciones de los milaneses? Pagar a los disidentes ciento veinte mil ducados, no del servicio de las Cortes de Monzón, sino sacados por repartimiento a los pueblos de Lombardía. Milán se hubiera perdido si en aquella sazón tuviera quien le diese la mano. Hubo que reformar aquel ejército y distribuir las compañías enviando unas a Génova y otras a Hungría.

Al mismo tiempo y por la propia causa se amotinó la guarnición de la Goleta, en términos que el gobernador don Bernardino de Mendoza se vio precisado a trasladarla a Sicilia, asegurándoles que allí les pagaría el virrey. Mas como esto no sucediese, volviéronse a alterar y se entregaron al saqueo poniendo en el mayor peligro la isla. Aquí el virrey Gonzaga procedió con más rigor que el del Vasto en Milán. Habiendo sido presos en Mesina veinte y cinco de los amotinados, una mañana amanecieron levantadas en el puerto veinte y cinco horcas, las veinte y cuatro iguales, la del medio más alta que las demás. Antes del medio día los veinte y cinco presos fueron colgados en las horcas, y el que hacía de jefe de ellos en la del medio después de haberle cortado la mano derecha. Otros muchos fueron justiciados en toda Sicilia, y a otros se los envió a España{7}. Teníase pues sin pagas a los soldados que habían dado las victorias y conservaban los reinos; se desesperaban, se insubordinaban y se los ahorcaba.

Tan pronto pues como el emperador regresó de Aguas-Muertas a España, congregó Cortes generales de Castilla en Toledo, se entiende que para pedir un servicio extraordinario con que subvenir a sus inmensos gastos y cubrir una parte de sus infinitas deudas. Estas Cortes fueron de las más célebres de España, así por su objeto y su desenlace, como por haber sido las últimas a que concurrieron los tres brazos o estamentos del reino, clero, nobleza y procuradores de las ciudades. Tuviéronse en el convento de San Juan de los Reyes. En el discurso, o proposición que se decía entonces, que se leyó a nombre de Su Majestad Imperial (1.° de noviembre, 1538), después de la exposición de costumbre de los sucesos políticos y del estado general de los negocios, vínose a parar a los excesivos gastos que había sido preciso hacer. «Y para cumplirlos (se decía), no bastando las rentas reales de estos ni de los otros reinos y estados de S. M., las ayudas y socorros que le han hecho en todos ellos que han sido pequeños, ni lo que se ha habido de las cruzadas, subsidios y décimas que Su Santidad le ha concedido, ha sido necesario vender, empeñar y enajenar de su patrimonio y rentas grandes sumas, y aun con esto no se ha podido cumplir lo pasado; porque se deben muy gruesas cantidades de dineros, que para los dichos gastos se buscaron y tomaron a cambio, y por no haberse podido pagar corren muchos intereses, y crece siempre la deuda con gran detrimento de la hacienda, y aunque se venda y empeñe mucha parte de lo que de ella queda no puede bastar para pagarse.» Seguía, como era natural, su petición de un servicio tal como era necesario para subvenir a necesidades y apuros tan graves y urgentes.

El medio que el emperador proponía era el impuesto conocido con el nombre de sisa. El estado eclesiástico no halló dificultad en que se concediera la sisa, con tal que fuese «temporal, moderada, y en cosas limitadas.» No así el estamento de los próceres, que fue en estas Cortes numerosísimo, el cual respondió por boca del condestable de Castilla, no solo negando el impuesto, aunque reconociendo la necesidad de buscar remedio a tan graves apuros, sino suplicando al emperador diese seguridad de que en adelante no se habría de vender ni empeñar cosa alguna de la corona real de Castilla y de León. Pidieron además los grandes y caballeros que para el mejor acierto en lo que convendría hacer les informara bien S. M. del estado de los negocios, y les permitiera platicar y conferenciar con los procuradores de las ciudades. Esquivaba esto el emperador, fundándose en lo reconocido y perentorio de la necesidad, e insistía en lo de la sisa, asegurando solamente que esta sería temporal. El estamento de la grandeza nombró una comisión de doce, para que examinara detenidamente el negocio y diera su dictamen{8}. Esta comisión porfió con el emperador en que para deliberar con madurez necesitaba ser informada del estado presente y general del reino y comunicar sobre ello con los procuradores. Su Majestad se negaba obstinadamente. Por último, un día se presentó a la junta de los grandes el cardenal de Toledo (25 de noviembre) con algunos miembros del consejo del rey, a decir de parte de S. M. la obligación que había de servirle; y que el tributo de la sisa era el que resueltamente pedía como el más conveniente y menos gravoso al reino; y finalmente que S. M. mandaba que cada uno diera públicamente su voto, de viva voz, y no de otra manera.

Entonces fue cuando el condestable de Castilla, don Íñigo López de Velasco, uno de los que mayores servicios habían hecho al emperador, pronunció ante la junta de la grandeza estas valientes y vigorosas palabras:

«Señores, pues S. M. nos manda que votemos públicamente en lo de la sisa, y que libremente diga cada uno su parecer… lo que, señores, entiendo de este negocio es, que ninguna cosa puede haber más contra el servicio de Dios y de S. M. y contra el bien de estos reinos de Castilla, de donde somos naturales, y contra nuestras propias honras, que es la sisa. Contra el servicio de Dios, porque ningún pecado deja de perdonar, habiendo arrepentimiento de él, sino el de la restitución, que no se puede perdonar sin satisfacción: la cual no podríamos hacer, a mi parecer, de daño tan perjudicial como éste para honra y hacienda de tanta manera de gente. Para S. M. ningún deservicio puede ser igual del que se le podría recrecer de esto. Y aunque se podrían dar muchos ejemplos de levantamientos que en tiempos pasados hubo en estos reinos con pequeñas causas, yo no quiero decir sino del que vi y vimos todos de las Comunidades pocos días ha, que fue tan grande con muy liviana ocasión, que estuvo S. M. en punto de perder estos reinos, y los que le servimos las vidas y las haciendas. No sé yo quién se atreva con razón a decir que no podría agora suceder otro tanto; y la buena ventura que Dios nos dio a los que vencimos y desbaratamos la comunidad, no se puede tener por cierto que la tendríamos, si otro tal caso acaeciese: y los grandes príncipes se han de escusar de dar ocasión para que sus vasallos les pierdan la vergüenza y acatamiento que les deben cuanto en ellos hay… Y no se ha de hacer poco fundamento de los alaridos y gemidos que entre toda la gente pobre habría sobre esto: y pues estos tales no pueden suplicar a S. M. nada sobre esto, nosotros que podemos verle y hablarle es muy gran razón que supliquemos por el remedio de semejantes cosas, que nos hizo Dios principales personas en el reino, que no vivimos para que fuésemos solos nosotros, sino para que con toda humildad y acatamiento suplicásemos a S. M. lo que toca a la gente pobre como a su rey y señor natural.»

Dijo además en su razonamiento, que si el emperador solía guardar las leyes y costumbres de otros sus reinos y señoríos, no hallaba razón para que no respetara y guardara mucho más las costumbres y libertades de los castellanos, que le habían servido con más lealtad que nadie. Declamó contra los perjuicios que la sisa haría a los vasallos de todas las clases, y expuso que con respecto a la nobleza, sería una deshonra para ellos y sus descendientes consentir en hacerse pecheros; que si S. M. ofrecía que el impuesto sería temporal, no estaba seguro de que sus sucesores, o acaso él mismo no quisieran perpetuarle. «Y por todas estas razones (concluía), y otras muchas que se podrían dar, digo que se suplique a S. M. mil veces, si tantas lo mandare, que no haya sisa. Y que yo no la otorgo ni soy en otorgalla, y que fuera de sisa a mi parecer será muy bien que se busquen todos los otros medios que fueren posibles para que S. M. sea servido… Los cuales tengo por cierto que se hubieran hallado si nos hubiéramos comunicado con los procuradores. Y que asimismo se suplique a S. M. que trabaje de tener paz universal con todos por algún tiempo. Que aunque la guerra de infieles sea tan justa, muchas veces se tiene paz con ellos, como la tuvieron reyes de Castilla… y que su real persona resida en estos reinos; y que modere los gastos que tuviese demasiados con los que tuvieron los Reyes Católicos; que no aprovecharía algún servicio que a S. M. se hiciese, si no hace lo que es dicho; antes serían muy mayores cada día sus necesidades; que por el camino que vino a tenellas se han de ir desechando a mi parecer.»

El que con esta entereza y energía hablaba era el condestable de Castilla, el adversario más terrible que habían tenido las comunidades, y el que más trabajó por la destrucción de la causa popular y por la derrota de los comuneros. Ahora conocía que auxiliando desmedidamente a Carlos en 1520 para la opresión de las ciudades, le había colocado en posición de aspirar a deprimir la nobleza en 1538. Ahora invocaba el apoyo del estado llano contra las pretensiones del poder, y el poder no le permitía ni siquiera comunicarse con los procuradores. Y ahora que la corona atentaba a los privilegios de la nobleza, la nobleza se sublevaba enérgicamente, pidiendo casi lo mismo que entonces habían pedido con más justicia y necesidad el pueblo y las ciudades.

Siete horas duró aquella sesión. Todos los magnates se adhirieron al parecer del condestable, y redactaron una propuesta pidiendo al rey que no se hablara más de la sisa; y que para arbitrar otros medios se comunicaran con ellos los procuradores. Además le presentaron otro escrito, de letra del conde de Ureña, pidiéndole que suspendiera las guerras que traía y que residiera en el reino; que solo así se moderarían los gastos que aquellas ocasionaban, la salida que producían de tan inmensas sumas de dinero, y las vejaciones y agravios que todas las clases sufrían; y que de otra manera todos los brazos o estamentos del reino, pues que a todos competía, acordarían de común consentimiento el remedio que más conviniera para desempeñar su patrimonio y cubrir sus deudas. Lejos de desistir por esto el monarca, contestó a su nombre el cardenal de Toledo presentando al estamento otro papel recomendando despachasen brevemente lo de la sisa. Otra comisión de diez individuos de la nobleza fue encargada de responder al escrito imperial (28 de diciembre, 1538), y lo hizo insistiendo en los mismos capítulos y condiciones que la anterior, mereciendo su dictamen la aprobación general del estamento, a excepción del duque del Infantado, del de Alba y algunos otros.

Finalmente, después de muchas contestaciones, el 1.° de febrero (1539) entró el cardenal de Toledo don Juan Tabera en el salón de la asamblea, e intimó a los próceres que S. M. imperial declaraba disueltas las Cortes: «pues viendo lo que se ha hecho (dijo), le parece que no hay para que detener aquí a vuestras señorías, sino que cada uno se vaya a su casa, o a donde por bien tuviese{9}.» Acabada la plática, preguntó el cardenal a los ministros que habían ido con él si se le había olvidado algo, y respondieron que no. Entonces el condestable y el duque de Nájera añadieron: «Vuestra señoría lo ha dicho tan bien, que no se le ha olvidado cosa alguna.» Levantose la sesión, y se dieron las Cortes por disueltas.

Desde esta fecha no volvieron a ser llamados a Cortes los grandes señores y caballeros, bajo el pretexto de que al tratarse de los impuestos y tributos públicos no podían votar en la materia los que estaban exentos de pagar las gabelas.

Excusado es decir lo enojado que quedaría el emperador de la firme y obstinada negativa de los próceres castellanos. Cuéntase que entre él y el condestable se cruzaron palabras duras y desabridas, especialmente por parte del monarca, y que no queriendo dejar de responderle el condestable con firmeza, aunque con cortesía, llegó el emperador en su enojo a amenazarle con que le arrojaría por la galería donde platicaban, a lo cual dicen replicó sin alterarse el magnate castellano: «Mirarlo ha mejor Vuestra Majestad, que si bien soy pequeño, peso mucho{10}

Tuvo pues el emperador, para ver de recabar del reino algún subsidio, que dirigir cartas a las ciudades como en súplica, exponiendo a cada una la necesidad y urgencia que de él tenía, apelando a su lealtad, y aun a algunas conminándolas con su desabrimiento y enojo{11}. «Todos estos disgustos, dice el historiador prelado, recibía el emperador; y sus vasallos no se los daban por mala voluntad que tuviesen, sino porque los gastos eran grandes y el reino estaba demasiadamente cargado; que los tesoros que las guerras consumían, y el sustento del imperio de Carlos, y de sus estados y reinos, casi los pagaba Castilla.»

Faltábale todavía a Carlos V oír verdades aún más amargas que las que había escuchado, y no ya de boca de ningún magnate o de algún personaje político a quien pudiera atribuirse un fin interesado, sino de boca de un hombre rústico, y tanto más fuertes cuanto que eran la expresión ingenua de la fama pública y del convencimiento propio, emitida con candidez y sin intención.

Sucedió, pues, que, disueltas las Cortes de Toledo, vino el emperador a Madrid, y de aquí al Pardo a distraer el mal humor con el ejercicio de la montería y habiéndose apartado de su comitiva por perseguir a un venado, vino a matarle sobre el camino real, a tiempo que pasaba un labriego que llevaba una carga de leña sobre su asno. Invitole el emperador a que llevara el venado a la villa, ofreciendo pagarle más de lo que la leña valiera. El rústico, sin sospechar con quién hablaba, le dijo con cierto donaire: «¿No veis, señor, que el ciervo pesa más que la leña y el jumento juntos? Mejor hicierais vos, que sois mozo y recio, en cargar con él.» Gustole al emperador el aire desenvuelto del rústico, y mientras llegaba quien pudiera llevar la pieza, entretúvose en hacerle algunas preguntas: preguntole entre otras cosas qué edad tenía, y cuántos reyes había conocido. –«Soy muy viejo, señor, contestó el labriego; he conocido ya cinco reyes. Conocí al rey don Juan el segundo siendo ya mozuelo de barba, a su hijo don Enrique, al rey don Fernando, al rey don Felipe y a este Carlos que agora tenemos. –Y decidme por vuestra vida, le preguntó el monarca; de esos ¿cuál fue el mejor, y cuál el más ruin? –Del mejor, respondió el anciano, por Dios que hay poca duda: el rey don Fernando fue el mejor que ha habido en España, que con razón le llamaron el Católico. De quién es el más ruin, no digo más sino que por mi fe harto ruin es este que tenemos, y harto inquietos nos trae, y él lo anda, yéndose unas veces a Italia, otras a Alemania y otras a Flandes, dejando su mujer e hijos, y llevando todo el dinero de España: y con llevar lo que montan sus rentas, y los grandes tesoros que le vienen de las Indias, que bastarían para conquistar mil mundos, no se contenta, sino que echa nuevos pechos y tributos a los pobres labradores, que los tiene destruidos. ¡Pluguiera a Dios se contentara con solo ser rey de España, que aun fuera el rey más poderoso del mundo!»

Viendo Carlos que no era rudo el labriego, y no insensible a la impresión que la verdad así sencillamente enunciada produce, díjole que el emperador era hombre que amaba mucho su mujer e hijos, y que no los dejaría ni saldría de España, si no le obligara la necesidad de sostener tantas guerras contra los enemigos de la cristiandad y aun del reino español, que eran las que causaban tantos gastos, que no bastaban para ellos las rentas ordinarias de la corona ni los pechos con que le servían los pueblos. En esto llegaron varios cazadores y criados de la regia comitiva, y como observase el rústico el grande acatamiento que todos hacían a su interlocutor, entró en sospechas de quién podría ser y le dijo: «¡Aún si fuésedes vos el rey…! Por Dios que si lo supiera, muchas más cosas os diría.» Cuentan que Carlos no negando ya la calidad de su persona, dijo sonriéndose al labrador que le agradecía sus avisos, pero que no olvidara las razones con que había respondido a sus cargos: y que concedidas algunas mercedes que le mandó pedir, y en que el humilde leñador anduvo bastante corto, prosiguió su ejercicio de caza{12}.

La anécdota no es inverosímil, ni puede parecer extraña al que conozca el carácter de los labriegos y gente del campo de Castilla. Las palabras del rústico no eran otra cosa que el eco de la opinión general del reino, formada por lo que a gente más entendida oyeran, y por el propio instinto popular, que en estas materias pocas veces va descaminado; y aquellas palabras debieron hacer más efecto al emperador que las razones y discursos con que hubiera sido censurada su política en las Cortes.

Durante esta su corta permanencia en España tuvo la desgracia y la pesadumbre de perder la emperatriz, que murió en Toledo de parto (1.° de mayo, 1539), a poco de haber dado a luz un niño también sin vida. La muerte de esta excelente señora fue muy sentida y llorada en todo el reino, porque a su notable hermosura reunía las más bellas prendas del alma, y adornábanla grandes y muy excelsas virtudes. Contaba entonces treinta y ocho años de edad, uno menos que su marido. Hiciéronsele suntuosísimas exequias, y fue llevada a enterrar a la real capilla de Granada, con numerosa y brillante procesión de prelados, clérigos, grandes, títulos y caballeros. Hasta el rey Francisco I de Francia le hizo unas solemnísimas honras fúnebres{13}.




{1} Cartas del emperador de 22 de octubre (1535) desde Messina: en Dormer, Anales de Aragón, cap. 77.

{2} Cuaderno de las Cortes de Valladolid de 1537, impreso en Medina del Campo en 1545. Petición 1.ª

{3} Petición 14.ª

{4} Pragmática de Carlos V en Valladolid, a 29 de junio de 1537.

{5} Véase el Apéndice, número 1.°

{6} Dormer, Anales de Aragón, cap. 84.– Ni Sandoval, ni Robertson hacen mención de estas Cortes.

{7} Paolo Giovio, Historia, libro XXXVII.– Sandoval, libro XXIV.

{8} Los doce nombrados fueron, el condestable de Castilla, el duque de Alburquerque, el marqués de los Vélez, el conde de Oropesa, el duque de Nájera, el marqués de Comares, el de Villena, el conde de Benavente, don Juan de Vega, señor de Grajal, y el adelantado de Castilla.

{9} Cuadernos de Cortes de Castilla.– Sandoval, Hist. de Carlos V, lib. XXIV.

{10} El obispo Sandoval, que refiere este caso, dice haberlo oído a quien le crió, que se halló en aquellas Cortes. Lib. XXIV, número 8.

{11} Carta del emperador a Pedro de Melgosa, regidor de Burgos: en Toledo, a 7 de febrero de 1539.

{12} Refiere esta anécdota el obispo Sandoval en el lib. XXIV, número 10 de su Historia de Carlos V.

{13} La emperatriz doña Isabel era hija de los reyes de Portugal don Manuel y doña María, hija esta de los Reyes Católicos. No se logró de ella más sucesión varonil que el príncipe don Felipe, de edad entonces de 12 años. Dejaba además la infanta doña María, que fue mujer del emperador Maximiliano, y doña Juana, que fue reina de Portugal.