Filosofía en español 
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Parte tercera Edad moderna

Libro I Reinado de Carlos I de España

Capítulo XXIII
Progresos de la reforma
Institución de los jesuitas
1534-1541

Sectas religiosas.– Los anabaptistas.– El panadero de Harlem y el sastre de Leyden.– Sus desvaríos y excesos.– Coronación del sastre Juan de Leyden en Munster.– Trágico fin de su ridículo reinado.– Disgusto que estas sectas producían a Lutero.– Causas del progreso de la doctrina reformista.– Disidencias acerca del lugar del concilio.– El papa, Carlos V, los protestantes.– Refuerzo que recibieron los luteranos.– Fundación de la Compañía de Jesús.– Ignacio de Loyola.– Su patria, su carrera militar y literaria.– Su pensamiento de fundar una sociedad religiosa.– Sus primeros adeptos.– Sus viajes a la Tierra Santa y a Roma.– Bula del papa Paulo III para la institución de los jesuitas.– Organización de la Compañía.– Sus propósitos y fines.– Influencia que estaba llamada a ejercer.– Estado de la cuestión religiosa en este tiempo.– Conferencias de Ratisbona.– Decisión de la Dieta.– Lenidad y condescendencia de Carlos V con los protestantes.– Sus causas.– Revolución en Hungría.– El sultán.– Viaje del emperador a Roma, y su conferencia con el papa.– Prepárase Carlos V para otra nueva empresa.
 

Sustituido por la doctrina de Lutero el espíritu de examen a las creencias, y sometido el dogma y la autoridad a la razón, necesariamente habían de surgir de la reforma misma opiniones extravagantes y sistemas absurdos, y hasta ridículos desvaríos, especialmente de parte de aquellos hombres en quienes a la falta de ilustración y de buen criterio se unía la ambición y la osadía, y una imaginación viva y exaltada. Tales fueron varias de las sectas religiosas que muy pronto nacieron del luteranismo, con harto sentimiento y mortificación del autor mismo de la reforma. Tal fue la predicación de Muncer, que produjo la sangrienta guerra de los campesinos en la alta Alemania, de que dejamos hecho mérito{1}; y tales fueron las aberraciones de los anabaptistas, y los escándalos que poco tiempo después dieron estos sectarios en Westfalia y los Países Bajos{2}. De este singular episodio de la historia del protestantismo necesitamos decir algunas palabras.

Dos fanáticos artesanos, un panadero y un sastre, Juan Matías de Harlem y Juan Beükels de Leyden, a quienes no faltaba cierto ingenio y gran travesura, suponiéndose alumbrados de espíritu profético, predicaban con fervor el anabaptismo en la ciudad imperial y episcopal de Munster, donde llegaron a hacer no pocos prosélitos; de tal manera, que habiendo convocado secretamente a todos los sectarios de su doctrina esparcidos por la Holanda, la Frisia y varias comarcas de Westfalia, salieron un día dando feroces gritos con las espadas desnudas por las calles de la ciudad, aterraron y ahuyentaron al obispo y los magistrados, y quedaron dueños y señores de la población. Saquearon templos, quemaron libros, confiscaron bienes, castigaron de muerte a los que no les obedecían, nombraron sus cónsules y senadores, mandaron que todos los vecinos presentaran sus riquezas y alhajas, hicieron de ellas un fondo común, establecieron la igualdad absoluta entre todos los ciudadanos, pusieron mesas públicas en que comían todos los mismos manjares e igual número de platos, se prepararon a defender la ciudad, que ellos llamaban la Montaña de Sion, porque era, decían, el lugar señalado por Dios en este mundo para los escogidos, y el entusiasmado apóstol Juan Matías despachó una fervorosa convocatoria en nombre de Dios a todos los anabaptistas de Alemania y de Flandes para que fuesen a defender la celestial Jerusalén, y a ayudarle después a conquistar las naciones de la tierra (1534).

El obispo de Munster{3}, que había reunido un regular ejército, se acercó a la ciudad; pero habiendo salido a su encuentro los reformadores con toda la furia del más loco fanatismo, arrollaron su gente, mataron muchos católicos, y volvieron a la ciudad frenéticos de alegría. Embriagado Juan Matías con este triunfo, empuñó su lanza, proclamó que estaba resuelto a exterminar los impíos, seguro de la ayuda de Dios, invitó a los que quisieran seguirle, y acompañado de unos treinta escogidos acometió el campo del obispo. Esta vez el nuevo Gedeón, a quien sus prosélitos creían invencible, manifestó que no le había hecho Dios invulnerable, pues pereció con sus treinta compañeros, cosa que asombró y consternó a los creyentes de Munster.

Sucediole en el mando el otro profeta, el sastre Juan de Leyden, no menos fanático que él y más ambicioso todavía; el cual se presentó un día desnudo y en cueros ante el pueblo, gritando: «El rey de Sion está aquí.» Supúsose inspirado por Dios, y el pueblo se dejó arrastrar de él, creyendo todas sus extravagancias. En su sistema de abatir todo lo que encontraba ensalzado en la tierra, hizo derribar las iglesias hasta sus cimientos, y para mostrar a sus sectarios hasta dónde debía llegar la igualdad entre ellos, destinó al que su antecesor había nombrado cónsul, a ejercer el oficio de verdugo, que él aceptó sin replicar. El nuevo jefe de aquella república nombró para el gobierno de ella doce jueces, a semejanza de las doce tribus del pueblo hebreo, y él se reservó la autoridad de Moisés. No contento con esto, el humilde apóstol aspiró a obtener el título de rey, porque tal era, decía, la voluntad de Dios, que así se lo había revelado. Una noche dio una gran cena a todo el pueblo, y acabada que fue, se presentó vestido con una ropa talar de seda negra, corona de oro en la cabeza, en la mano derecha un cetro también de oro, y al cuello una cadena de lo mismo, de que pendía un globo, símbolo del mundo, atravesado con dos espadas. Declarada al pueblo la voluntad de Dios, el pueblo le aclamó su rey, y Juan de Leyden pasó del banquillo del sastre al solio regio. El nuevo rey-sacerdote se sentó en un estrado, y dio pan y vino a todo el pueblo, pronunciando y profanando impíamente las palabras de la consagración.

El sastre-rey proclamó que el matrimonio con una sola mujer era una tiranía impuesta a la naturaleza humana; extendió a esta materia su sistema de comunismo; encargó a sus doctores que predicaran que cada hombre podía desposarse con cuantas mujeres quisiera, y él se apresuró a dar ejemplo de esta libertad cristiana, tomando hasta catorce mujeres, entre ellas la viuda de su antecesor Juan Matías, joven y hermosa, que era la predilecta y la que gozaba el título de reina. A la libertad matrimonial siguió la libertad de divorcio, como una natural consecuencia. Las historias han dejado consignado, y aunque así no fuera, la simple razón alcanzaría hasta qué punto llegaría la corrupción, la licencia, el libertinaje, la disolución y el desenfreno, en un pueblo por tal rey, con tal gobierno y tales leyes y doctrinas regido; y las particularidades que de tal inmoralidad cuentan los escritores de aquel tiempo ofenden tanto al pudor, que no caeremos en la tentación de estamparlas{4}.

Lutero mismo reprobaba todos estos excesos y demasías, y una de las cosas que le daban más melancolía y pesadumbre era ver la multitud de sectas en que tan pronto se había fraccionado la reforma, desfigurando su primitiva doctrina y sin contar con el reformador. Mas en cuanto a lo primero, no podía por cierto citarse él mismo como modelo de moralidad; y en cuanto a lo segundo, ¿no era él quien había proclamado el libre examen? ¿y podía prometerse ni pretender que en el ejercicio de esta libertad hubieran de uniformarse todas las opiniones a la suya, o ejercer en las ideas un magisterio y una autoridad que él negaba al dogma?

Escenas tan repugnantes a la razón y a la sociedad humana no podían ser toleradas mucho tiempo. Los príncipes del imperio, bajo la dirección del rey don Fernando en ausencia del emperador, se armaron para dar socorro al obispo de Munster, el cual, bloqueando primeramente la ciudad y sitiándola después por espacio de quince meses, reduciendo a los sitiados al hambre más espantosa, sin que viniera en su auxilio el brazo poderoso de Dios que cada día les prometía el rey profeta{5}, tomó por asalto aquella nueva Sodoma (25 de setiembre, 1535), y después de degollar sus tropas a los que intentaron hacer todavía en la plaza del mercado una resistencia desesperada, los que quedaron vivos fueron hechos prisioneros y condenados a tormentos y suplicios horribles. Cogido también el burlesco rey de Sion, el antiguo sastre de Leyden, fue paseado de ciudad en ciudad y expuesto al escarnio y ludibrio público; volviéronle luego a Munster, teatro de su ridículo encumbramiento y de sus obscenidades, y allí le dieron refinados tormentos hasta acabarle la vida. El fanático lo sufrió todo con una firmeza y resignación imperturbable. Con él acabó el breve reinado, pero no la secta de los anabaptistas, que había echado hondas raíces en aquellos dominios, y continuaron muchos profesándole, si bien fue con el tiempo degenerando y reduciéndose a principios y máximas más decorosas y honestas{6}.

A pesar de lo que tales desvaríos dañaban a la doctrina reformista, el protestantismo seguía cundiendo y progresando, merced a los compromisos del emperador que le obligaban a ser indulgente con los confederados de Smalkalde, y a sus empresas de África y de Francia que le absorbían todo su pensamiento y le hacían poner todo su conato en mantener la tranquilidad de Alemania. El papa Paulo III, que había sucedido a Clemente VII (1535) se mostró desde luego más dispuesto que su antecesor para celebrar un concilio general en que se resolviese la cuestión religiosa, como el emperador apetecía y había diferentes veces propuesto. Y aunque los protestantes pedían con ahínco que se tuviera en Alemania, y los reyes de Francia y de Inglaterra no llevaban a bien que se celebrara en Italia, por el mayor influjo que allí habían de ejercer el papa y el emperador, firme el pontífice en la resolución que desde el principio había manifestado de designar para este objeto la ciudad de Mantua, expidió la bula convocatoria (2 de junio, 1536), señalando el 23 de mayo del año siguiente para la reunión en aquella ciudad, invitando a los prelados de todas las naciones a que concurriesen a la asamblea, y ordenando a todos los príncipes cristianos que la protegiesen con su poder y autoridad. Negáronse desde luego los protestantes a someterse a un concilio, convocado a nombre del pontífice en una ciudad aliada de la Santa Sede y distante de Alemania, y más cuando en la bula de convocatoria se les calificaba ya de herejes; todo lo cual con otras muchas objeciones expresaron en un manifiesto. El papa tomó este documento como un ataque y un insulto hecho a su autoridad, e insistió en la primera determinación. Dificultades que puso el duque de Mantua retardaron la reunión e hicieron se variase también el lugar, aplazándola para el 4.° de mayo del año siguiente (1538) en Vicenza. Tampoco en este día ni en este punto pudo realizarse, porque vivas todavía las contiendas entre Carlos V y Francisco I, ni uno ni otro permitieron a sus súbditos asistir al concilio, y como no compareciese prelado alguno, el pontífice para no comprometer más su autoridad, le aplazó indefinidamente y se dedicó a reformar varios abusos y a curar los males de la Iglesia y de la corte romana, bien que les pareciese a los protestantes que no desplegaba toda la energía que aquellos reclamaban.

Protestantes y católicos se apercibían ya en este tiempo como a sostener una gran lucha y darse una batalla. Aquellos robustecían su confederación haciendo entrar en ella nuevos miembros, entre los cuales fue uno, y no poco importante, el rey de Dinamarca. Estos, a instancia de un enviado del emperador a Alemania, el vicecanciller Heldo, formaban también una Liga Santa en oposición a la de Smalkalde; y aunque no aprobó este paso Carlos V, porque empeñado en la guerra de Francia (1538) tenía interés en que no se turbara la paz del imperio, los protestantes, siempre recelosos, no se descuidaban en halagar a los reyes de Francia y de Inglaterra, y en contar y preparar las fuerzas con que en un caso había de contribuir cada miembro de la liga. Fueron todavía más adelante, y en una reunión que celebraron en Francfort (abril, 1539), lograron que les prorrogaran las concesiones de la dieta de Nuremberg, que la cámara imperial suspendiera toda actuación contra ellos, y que un determinado número de teólogos de ambos partidos se reuniría a discutir y preparar los artículos de reconciliación que habían de proponerse en la próxima dieta, con no poco disgusto de la Santa Sede, que veía en esto lastimados los derechos de la autoridad pontificia.

Un acontecimiento propicio a los protestantes vino a poco tiempo a dar un gran refuerzo a su partido. Murió el duque de Sajonia, enemigo declarado y fervoroso de Lutero y la reforma, y por falta de sucesión recayó la posesión de aquel vasto ducado en su hermano Enrique, apasionado y fogoso reformista. Aunque el difunto duque había dejado prevenido en su testamento que si su hermano intentase variar el culto religioso en sus dominios, estos pasaran al emperador y al rey de Romanos, Enrique anuló la cláusula del testamento, y auxiliado de Lutero y de otros apóstoles de la reforma reunidos en Leipsick, abolió el culto católico, y estableció en sus estados el ejercicio de la religión reformada, quedando así extendido casi desde el Báltico hasta el Rhin el protestantismo.

Mas si tan poderoso refuerzo recibieron los protestantes, otro no menos poderoso, aunque de muy diferente índole, iban a recibir los católicos. Contra los apóstoles de la reforma se levantaban nuevos apóstoles del catolicismo; a atajar el progreso de las novedades religiosas en el Norte de Europa acudía el Occidente de Europa resuelto a defender la antigua doctrina; contra el predicador alemán se alzaba un caballero español; al fraile agustino de Wirtemberg se oponía un militar de Guipúzcoa, y frente del soberbio Martín Lutero se oponía con humilde audacia Ignacio de Loyola, que por este tiempo fundaba su Compañía de Jesús, tan famosa después en la cristiandad y en el mundo. Fuerza es dar algunas noticias de su fundador, y del modo como llegó a formar esta célebre institución religiosa.

Hijo de una familia noble de Guipúzcoa, nació Ignacio en su casa paterna de Loyola en 1491. Dedicado desde la infancia, como sus siete hermanos, al ejercicio de las armas, no tardó en darse a conocer como un buen oficial al servicio de Fernando el Católico, de quien había sido paje. En 1521, cuando los franceses invadieron el reino de Navarra, Ignacio de Loyola, que seguía las banderas del duque de Nájera, defendía a Pamplona. En aquel sitio recibió una herida de piedra en la pierna izquierda, y una bala de cañón le fracturó la derecha. No bien curado de tan graves heridas, se hizo conducir a su casa de Loyola, donde sufrió todavía con admirable valor y firmeza dos dolorosas operaciones. Y como después de los dolores más agudos resultase habérsele contraído una de las piernas, quedando más corta que la otra, con el afán de corregir aquella deformidad se sometió voluntariamente al terrible sacrificio de hacérsela estirar con violencia por medio de una máquina de hierro; mas este suplicio no le sirvió para dejar de quedar cojo. Para distraerse en la convalecencia pidió que le llevaran algunos libros de caballería, entonces en boga en España, y como no los hubiese en la biblioteca del castillo, por no dejar de darle algo que leer, le pusieron en la mano la Vida de Jesucristo y el Flos Sanctorum. La lectura de estos libros hirió tan vivamente su imaginación, que desde entonces formó el irrevocable designio de hacerse caballero de Jesús de María.

Preocupado con esta idea, pasó toda una noche velando sus armas a estilo caballeresco ante el altar de Nuestra Señora, y por la mañana colgó su escudo y su espada en un pilar de la capilla. Resuelto a militar en adelante en la milicia de Cristo, despidiose de sus antiguas armas, renunció a los amores que tenía con una dama de la corte de Castilla, regaló a un pobre su traje de gala, y ciñéndose al cuerpo un tosco y humilde saco, desprendido a un tiempo del lujo, del amor y de la gloria militar, encaminose a pie a la villa de Manresa en Cataluña (1522), en cuyo hospital buscó un asilo, haciendo allí una vida de ayunos, penitencias, cilicios y maceraciones, mendigando el sustento de puerta en puerta, apedreado muchas veces por los bufones muchachos. Habiéndose descubierto su nombre y su calidad, retirose a una gruta formada al pie de una roca cerca de la villa, donde redobló sus austeridades y privaciones, golpeándose también el pecho con un guijarro como otro San Gerónimo. Allí, dicen los autores místicos de su vida, fue donde tuvo aquellos largos arrobamientos y éxtasis en que Dios le reveló sus sagrados misterios, y según los cuales compuso su libro de los Ejercicios espirituales. Allí, dicen, se representó, según sus ideas militares, a Cristo como un general llamando a los hombres a agruparse bajo sus banderas para combatir a los enemigos de su gloria, y de aquí nació su pensamiento de formar una milicia para la gloria de Dios y la salud de las almas, una especie de ejército cuyo jefe sería Cristo, una Compañía de Jesús{7}.

Llena su memoria de las tradiciones de las Cruzadas, emprendió solo, sin recursos ni provisiones, un viaje a la Palestina, embarcose en Venecia, visitó el Santo Sepulcro de Jerusalén (setiembre, 1523), y volvió peregrinando a España. Conociendo que para trabajar en la salud de las almas necesitaba de instrucción y ciencia, se puso a la edad de 33 años a estudiar gramática latina en Barcelona (1524). A los dos años pasó a continuar los estudios de filosofía en la universidad de Alcalá, y después los de teología en la de Salamanca. En uno y otro punto tuvo que sufrir algunas persecuciones, porque dado a catequizar jóvenes y a enseñar la doctrina cristiana al pueblo, vistiendo él y haciendo vestir a sus prosélitos un largo chaquetón de jerga gris y un gorro del propio color, y viviendo de la pública caridad, alguna vez se le redujo a prisión, y otras se le exhortó a que usara el traje propio de los escolares y a que se abstuviera de explicar los dogmas al pueblo, al menos hasta que hubiera estudiado cuatro años de teología. Cansado de tales molestias, abandonó su patria, y se fue a pie hasta París (febrero, 1528), donde continuó sus estudios con más sosiego.

Allí fue donde su doctrina, su predicación y su virtud le valieron la adhesión de seis hombres ya notables, Pedro Lefèbre, clérigo saboyano, Francisco Javier, caballero navarro, profesor de filosofía en el colegio de Beauvais, el portugués Simón Rodríguez de Acebedo, y otros tres españoles, Diego Laínez, Alfonso Salmerón y Nicolás de Bobadilla, que fueron como los seis primeros soldados que reclutó para su ejército. Para asegurarse de su adhesión y comprometerlos a que no dejaran entibiar su celo, los llevó un día a una capilla subterránea de la iglesia de Montmartre (15 de agosto, 1534), donde Lefèbre dijo la misa, y después de comulgar todos, hicieron voto de vivir en pobreza y castidad, de ir a la Tierra Santa a convertir infieles, y en el caso que esto no les fuese posible, marchar a Roma, echarse a los pies del Santo Padre, y ofrecerle y consagrarle enteramente sus personas. Hecho esto, Ignacio se encargó de venir a España a arreglar los asuntos domésticos de sus socios españoles, y así lo verificó (1535), quedando concertado reunirse todos de allí a dos años en Venecia.

Volvió Ignacio de Loyola a ver su familia y el lugar de su nacimiento, pero se negó a habitar en la morada de sus padres, y prefirió alojarse en el hospital de pobres de Azpeitia, a despecho de los ruegos e instancias de su hermano. Vendió sus bienes, distribuyó su valor en limosnas, dejó establecida en la Iglesia la oración denominada el Angelus, y se apresuró a partir para incorporarse a sus compañeros. La compañía se había aumentado durante su ausencia con tres miembros, Claudio Le Gay, genovés, Juan Codure y Pascual Brouet, franceses. El 8 de enero de 1537, llegaron los nueve a Venecia, donde ya los esperaba, orillas del Adriático, Ignacio de Loyola. Era el momento en que a causa de la liga entre el papa, Venecia y Carlos V contra el turco y del temor a los piratas, no se permitía salir buque alguno mercante de Venecia. Fueles preciso a los diez misioneros renunciar al viaje a la Tierra Santa, y pensar en cumplir la segunda parte del voto hecho en Montmartre. Pasaron, no obstante, el resto de aquel año y mucha parte del siguiente predicando en Italia. Derramáronse casi todos por las más célebres universidades, y solos tres, Loyola, Lefèbre y Laínez emprendieron su marcha a la capital del orbe cristiano. Dos leguas antes de Roma, aseguró Ignacio a sus compañeros haber tenido un éxtasis, en que había visto al Padre Eterno recomendar a su hijo que aceptara la misión de aquellos sus siervos, y que volviéndose a él, le dijo: «Yo te seré propicio en Roma.» Inflamados de fe y llenos de esperanza con esta nueva revelación, llegaron los tres viajeros a Roma (octubre, 1538), y se prosternaron a los pies del Santo Padre.

Era la ocasión en que el pontífice Paulo III se había propuesto reformar las costumbres de la corte romana, de cuya corrupción en aquella época hacen las más tristes pinturas los historiadores católicos, de ella se prevalían los protestantes para justificar sus declamaciones y la necesidad de su reforma. Vínole bien al pontífice aquel refuerzo de fogosos auxiliares, y dándoles la mejor acogida, los empleó en las cátedras y en la predicación. Animado con esto Loyola, llamó a sus siete hermanos, organizó su sociedad y sometió a la aprobación del papa el plan de su instituto. Loyola, que había sido ya objeto de sospechas y aun de acusaciones en Roma, si bien las había ido disipando y desvaneciendo, encontró también alguna oposición para alcanzar la aprobación pontificia de su orden, pues los tres doctos cardenales a quienes el papa sometió el examen del asunto se oponían a la multiplicación de órdenes religiosas, y el papa se adhirió a su dictamen. Insistieron, sin embargo, los diez socios con aquella perseverancia que había de ser después uno de los sellos característicos de la institución. Por otra parte, reflexionó Paulo III, que en una época en que se habían segregado de la comunión romana la mayor parte de los estados alemanes, la Inglaterra y la Suiza; en que las ideas de la reforma germinaban en el Piamonte, en la Saboya, en Francia, en los valles de los Alpes, a las orillas del Rhin, a las puertas mismas del patrimonio de la Iglesia; en que el poder pontificio se veía tan atacado y había perdido tanto de su autoridad; una institución que tenía por objeto combatir por todas partes la herejía, y que profesaba la más completa obediencia y sumisión a la Santa Sede, podía ser en tales circunstancias una adquisición importantísima para la iglesia, y en su virtud, expidió la famosa bula Regimini militantis Ecclesiæ (27 de setiembre 1540), aprobando la nueva sociedad con el nombre de Compañía de Jesús{8}.

La compañía quedaba fundada y sancionada. Era menester darle un general, y la elección recayó por unanimidad en Ignacio de Loyola, que aceptó el gobierno de la orden (abril, 1541), y él solo formó y escribió de su puño en lengua española las constituciones que la habían de regir, y que no se publicaron nunca hasta después de su muerte. Estas constituciones son, a no dudar, una de las obras más notables del entendimiento humano en materia de organización social. Por primera vez se vio el rigor de la disciplina militar aplicado a una institución religiosa. Educado su autor en la milicia, hombre perspicaz y enérgico, comprendió que en una época en que el principio de autoridad se había quebrantado, en que la falta de obediencia y de unidad había puesto al mundo católico en una de aquellas crisis que deciden de la suerte de los pueblos, lo que convenía a su fin era el restablecimiento de la autoridad por el principio de la obediencia ciega, como el soldado obedece a su jefe. Un voto especial sometía toda la asociación a la obediencia del papa. La compañía era gobernada por un general, perpetuo y absoluto, nombrado por la congregación, y sin facultad de declinar. Su residencia habitual había de ser Roma. Solo el general podía hacer las reglas y dispensarlas; él solo comunicaba sus poderes a los provinciales; él solo nombraba para todos los cargos y oficios de las casas de profesión, de los colegios y noviciados; él solo aprobaba o desaprobaba lo que los provinciales, comisarios o visitadores hubieran hecho en virtud de sus poderes; él solo tenía facultad de sustraer uno o más miembros del poder de sus superiores inmediatos; él solo podía crear nuevas provincias; él tenía la superintendencia de todos los colegios; él convocaba la congregación general o las provinciales, y tenía dos votos en todas las asambleas; él estipulaba todo contrato de compra, venta, o empréstito de bienes muebles o inmuebles de la Compañía; él mantenía una correspondencia activa con todos los provinciales, por medio de la cual sabía todo lo que pasaba en los lugares más remotos, como si se hallase presente; a él le enviaban de cada provincia catálogos con expresión de la edad de cada súbdito, la proporción de sus fuerzas, sus talentos naturales o adquiridos, sus progresos en la virtud o en las ciencias, y destinaba a cada uno a lo que le parecía más apto a su instituto; nadie podía negarse a ir donde el general le destinaba, sin réplica ni examen; nadie podía publicar una obra sin someterla a tres examinadores al menos, designados por el general. El poder, pues, del general era ilimitado: era la aplicación, en su más vasta escala, del principio absoluto al gobierno de una orden religiosa.

Muchas eran las condiciones para entrar en la Compañía. Ningún religioso de otra orden cualquiera podía ser recibido en ella. Todo novicio en el acto de su ingreso renunciaba a su propia voluntad, a su familia, a todo lo que hay más caro en la tierra. Había en la Compañía seis órdenes o estados, a saber; Novicios, que se dividían en tres clases, destinados al sacerdocio, a los empleos temporales, e indiferentes; Hermanos temporales formados, empleados en el servicio de la comunidad, no se los admitía a los votos públicos sin diez años de pruebas y treinta de edad; Escolares aprobados, estos hacían las votos simples de religión y continuaban su carrera de pruebas; Coadjutores espirituales formados, que se destinaban al gobierno de los colegios, a la predicación, a la enseñanza o a las misiones; Profesos de tres votos, eran ya pocos, y de aquellos que faltándoles alguna cualidad para la profesión de los cuatro, tenían algún mérito especial para que la orden pudiera sacar partido de ellos en cierto círculo de ideas; Profesos de cuatro votos, era el estado superior, eran los iniciados en todos los secretos de la orden, solos ellos podían ser generales, asistentes, secretarios generales o provinciales. Los últimos votos no se podían hacer hasta la edad de treinta y tres años.

Ignacio de Loyola no quiso que su compañía se pareciera a ninguna de las órdenes religiosas existentes, porque era también otro su objeto y su fin. Así, ni siquiera le dio traje particular, sino el ordinario de los sacerdotes seglares de cada país, como a hombres destinados a vivir dentro de la sociedad. A los frailes, como destinados a la vida contemplativa, como a gente apartada del mundo, se les prescribía la soledad, la oración, el ayuno, el silencio, las mortificaciones, los oficios divinos, el coro: esta era la base de su instituto. Los jesuitas, destinados a ser una milicia activa y laboriosa, y no un cuerpo ascético, necesitaban otra clase de ejercicios y de alimentos, más de estudio que de contemplación espiritual, más de conocimiento del corazón humano que de maceraciones corporales, más de lectura que de coro, más de política social que de claustral retiro: y para su admisión se prefería a los que tuviesen buena salud, constitución robusta y hasta físico agradable, porque para correr del un cabo del mundo al otro eran menester robustez y fuerzas.

Siendo uno de sus principales fines catequizar y ganar almas con habilidad y con destreza, tenía que ser uno de sus principales medios apoderarse de la educación de la juventud, de la dirección de las conciencias y de la enseñanza pública. Para esto necesitaban ellos estudiar mucho y saber mucho, para poder desempeñar con ventaja el magisterio, el confesonario y la predicación. Necesitaban también los conocimientos profanos y la instrucción amena para influir en todas las clases de la sociedad. Por eso se dedicaban al estudio de las lenguas, de la poesía, de la retórica, de la física, de las matemáticas, como al de la filosofía, de la teología, de la historia eclesiástica y de la Sagrada Escritura{9}.

Tales eran algunas de las bases de la constitución de la Compañía de Jesús, con las cuales guardaban armonía todas las demás, formando entre todas un admirable conjunto, el más a propósito para las ideas y fines de su hábil fundador. Compréndese, que una asociación en tales circunstancias y de tal manera organizada, y protegida por los romanos pontífices, había de ejercer grande influencia, no solo en la cuestión religiosa que agitaba entonces las naciones europeas, sino en la condición social, moral, literaria y aún política de todo el mundo. No es todavía ocasión de anunciar hasta dónde llegó, y en qué sentido, esta influencia, puesto que la sociedad acababa de plantearse, y el tiempo y la historia nos la irán descubriendo. Ahora, mientras sus fundadores se derraman por el mundo a hacer prosélitos, concluyamos con la fisonomía que a este tiempo iba presentando la cuestión de la reforma luterana.

Las conferencias que se habían acordado entre los teólogos católicos y protestantes se entablaron en Worms, mas fueron interrumpidas de orden del emperador para volverlas a comenzar a su presencia en la dieta que convocó en Ratisbona. Es notable que ambos partidos convinieran en facultar al emperador para que nombrase tres teólogos de cada uno de ellos, que hubieran de debatir en público certamen los artículos que motivaban la contienda (diciembre, 1540). Así se hizo; mas después de largos debates, y de convenir en algunos puntos y no poder concertarse en otros, en que la iglesia católica no podía admitir variación que pudiera afectar a sus inalterables dogmas y antiguas instituciones, deseando ya Carlos poner fin a la dieta, se adoptó a pluralidad de votos la resolución siguiente: que los artículos en que habían convenido los doctores se tuvieran por determinados, y aquellos en que no estaban acordes se remitieran a la decisión de un concilio general, o en su defecto, de un sínodo que se tendría en Alemania, y en último extremo, al fallo de una dieta general del imperio. Grandemente ofendido se mostró el papa de que la determinación de tan graves asuntos religiosos se sometiera a una asamblea que se había de componer más de legos que de eclesiásticos; y lo singular de esta resolución fue que dejó también descontentos a católicos y protestantes, porque unos y otros esperaban sacar más partido de las conferencias. Por último, Carlos, temiendo nuevas alteraciones en Alemania si dejaba disgustados a los reformistas, les confirmó todas las prerrogativas y concesiones que antes les había hecho.

Obraba el emperador con esta lenidad, y aun condescendencia con los herejes, porque siempre tenía atenciones y negocios con otras potencias que le obligaban a sacrificarlo todo a la paz del imperio, y le impedían obrar con desembarazo. Ahora, además del rompimiento que temía por parte de la Francia, llamaba su atención el conflicto en que se hallaba su hermano don Fernando en Hungría, a consecuencia de una revolución que acababa de verificarse en aquel reino, y había producido la entrada en él del gran sultán de Turquía Solimán II, con poderoso ejército, el cual después de algunas victorias y de una alevosía infame se apoderó de Hungría y la incorporó al imperio otomano. Por esto, Carlos, lejos de poder desplegar energía con los protestantes de Alemania, tuvo que ser obsecuente con ellos, a fin de tenerlos propicios a que le auxiliasen, o bien a rescatar la Hungría, o bien a defender las fronteras de Austria amenazadas por el turco. Ellos, en efecto, le ofrecieron hombres y dinero para la defensa de los dominios imperiales, y por aquella parte pudo quedar tranquilo.

Desde allí volvió a Italia con objeto de conferenciar con el pontífice sobre los medios de terminar las fatales contiendas religiosas que tan perturbada traían la cristiandad. Mas sobre no ser fácil que se convinieran dos príncipes, que si bien deseaban un mismo desenlace, el triunfo de la unidad católica, llevaban, en cuanto a los medios, distintas miras y aun encontrados intereses, antojósele al emperador realizar otra empresa, que tiempo hacóa ocupaba su pensamiento, y ajena al parecer de todo punto a lo que entonces se trataba, a saber: su proyectada expedición a Argel.




{1} Véase nuestro cap. XVI del presente libro.

{2} Llamábanse anabaptistas o rebaptizadores, porque uno de sus principios era, que no debiendo administrarse el bautismo a los párvulos, sino a las personas adultas, los que le habían recibido en la infancia necesitaban rebautizarse. A esto añadían lo de la igualdad y comunidad de bienes, la pluralidad de mujeres, la abolición de todo distintivo de nacimiento y de clase, la supresión de toda magistratura como innecesaria, y otras semejantes máximas que habían proclamado ya los labriegos alemanes.

{3} Nuestro Sandoval llama a Munster Monasterio. No es fácil conocer por el historiador español ni los lugares en que pasaron estos sucesos, ni los personajes que en ellos figuraron, pues tan desfigurada trae la nomenclatura geográfica como la personal.

{4} Nec intra paucos dies, dice uno de ellos, in tanta hominum turba, ferè ulla reperta est supra annum 14, quæ stuprum passa non fuerit. Lambert. Hortens.– Nemo una contentus fuit, neque quiquam extra effætas et viris inmaturas continenti esse licuit.- Tacebo hic (dice otro), ut sit suis honor auribus, quanta barbarie et malitia usi sunt in puellis vitiandis nondum aptis matrimonio, &c. Joh. Corv.

{5} Durante el sitio se condenaba a muerte a todo el que indujera sospechas de querer rendirse al enemigo, como reo de impiedad. Una de las mujeres de Juan de Leyden habló con poca fe acerca de la misión sobrenatural del rey su esposo: éste la degolló por su mano haciendo que lo presenciaran todas las mujeres: lejos de aterrarlas tan atroz espectáculo, pusiéronse a bailar en corro unidas con su marido en derredor del ensangrentado cadáver. Tan desnudo de sentimiento tenían el corazón aquellas bacantes de la reforma.– Robertson, Hist. de Carlos V, lib. V.

{6} Ottio, Anales de los Anabaptistas.– Sleid. Tumultum anabaptistarum, &c.– Sandoval, libro XX.– Robertson, lib. V.

{7} MS. del padre Jouvency

{8} Bullar. Pontific.– Hist. de los Soberanos Pontífices: Paulo III.– Hist. de la Compañía de Jesús, por Crètineau-Joly, tom. I.– Sandoval, lib. XXIV.

{9} Estas breves noticias acerca de la organización de la Compañía de Jesús, las hemos tomado de sus mismas constituciones, y aún hemos extractado las que da Crètineau-Joly en su Historia religiosa, política y literaria de la Compañía de Jesús, autor que no puede ser más adicto la Compañía. De otros particulares de esta institución, ya se nos ofrecerán ocasiones de hablar.