Filosofía en español 
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Parte tercera Edad moderna

Libro I Reinado de Carlos I de España

Capítulo XXV
Guerra general con Francisco I
De 1541 a 1545

Motivo en que fundó el de Francia la guerra.– El asesinato de Rincón y de Fregoso.– Busca aliados contra el emperador.– Levanta cinco ejércitos.– Plan de ataque general.– Sus resultados en el Piamonte, en Flandes, en las fronteras de España.– Alianza del francés con el turco; del emperador con el rey de Inglaterra.– Marcha de Carlos a Italia y Alemania.– Extraña propuesta del pontífice: recházala Carlos.– Conquista el ducado de Güeldres.– El duque de Orleans en Luxemburgo.– Célebre sitio de Landrecy.– El sultán en Hungría: Barbarroja en Francia.– Carlos V en la dieta de Spira.– Ejército auxiliar de los protestantes.– Retirada de Barbarroja, y aislamiento del francés.– Terrible derrota de los imperiales en Cerisoles.– Entrada de Carlos V y de Enrique VIII de Inglaterra en Francia.– Progresos del emperador.– Se aproxima a París.– Temores en aquella capital.– Situación del rey Francisco.– Tratos de paz.– Capítulos generales de la paz de Crespy.– Retirada del emperador y su ejército.– Muerte de Barbarroja.– Carlos V en Bruselas.
 

Desde el viaje engañosamente amistoso de Carlos V por Francia, y mucho más desde la desenmascarada respuesta que dio a los embajadores del rey Francisco en Gante sobre el asunto de Milán, nadie dudaba ya de que las mentidas demostraciones de cordialidad y confianza entre aquellos dos soberanos pararían en más cruda guerra que las que hasta entonces habían tenido, y para ello no le faltaba ahora razón al monarca francés. Mas no le era decente fundarla en la falsía del emperador sobre el negocio del Milanesado, si no había de patentizar él mismo su necia credulidad a los ojos de Europa. Necesitaba, pues, otro fundamento, y este no tardó en presentársele.

Uno de los más eficaces servidores de Francisco I y de los más activos enemigos de Carlos V era un tránsfuga español llamado Antonio Rincón, que suponemos era el mismo de que hemos hablado en el capítulo precedente, y de quien se recelaba en 1540 había de dar aviso al sultán de Turquía de los tratos entre Carlos V y Barbarroja. Era el Rincón hombre hábil para los negocios, y solía tenerle el monarca francés empleado en Constantinopla cerca del sultán, cuya gracia había logrado captarse el castellano. Interesado otra vez Francisco I en renovar su antigua alianza con el turco, y conviniendo a los dos hacer entrar en sus miras y proyectos contra la casa de Austria a la república de Venecia, con la cual acababa Solimán de ajustar paces, despachó a Rincón con pliegos para aquella señoría, invitándola a hacer causa común contra el emperador, y haciendo a su senado ventajosos ofrecimientos. Había de incorporarse Rincón en el camino con César Fregoso, otro tránsfuga genovés, también de la confianza del rey Francisco. Hízolo así el español, y los dos enviados se embarcaron en el Tesino para hacer con más comodidad el resto del viaje a Venecia. En el momento se vieron asaltados y embestidos por unos enmascarados que en otras barcas los aguardaban, y que arremetiéndolos bruscamente cosieron a puñaladas a los dos embajadores, mas no pudieron apoderarse de sus papeles, porque habían tenido la previsión de enviarlos por delante al representante de Francia en Venecia (mayo, 1541).

Aunque no fueron conocidos los enmascarados, túvose por cierto que eran gente apostada por el marqués del Vasto que gobernaba a Milán y que tenía noticia de la misión que llevaban los dos tránsfugas confidentes del francés y del turco. Tan agriamente como era de esperar se quejó el rey Francisco al emperador, pidiéndole satisfacciones del escandaloso y criminal asesinato cometido durante una tregua y en dos personas revestidas del carácter sagrado de embajadores. Carlos, pensando entonces solamente en su expedición a Argel, no hizo sino eludir lo mejor que pudo las quejas. El marqués del Vasto negaba obstinadamente la culpabilidad que el rey de Francia le atribuía en el delito. Mas de las indagaciones que sobre tal suceso hizo Guillermo Du Bellay en el Piamonte, y del juicio de la opinión pública, dado que no resultase probado el cargo, tampoco salía el del Vasto libre de vehementes sospechas{1}.

Sirviole de todos modos este acontecimiento al rey Francisco para procurarse aliados contra el emperador, aunque con tan escasa fortuna, que de todos los soberanos y príncipes cuya ayuda solicitó, solo le respondieron los reyes de Dinamarca y Suecia, que por primera vez se iban a mezclar en las contiendas de los dos formidables rivales, y el duque de Clèves, que disputaba al emperador el pequeño ducado de Güeldres, y a quien Francisco, para más ligarle, casó con Juana, hija del que seguía llamándose rey de Navarra (junio 1541). La malhadada expedición de Carlos a Argel, en ocasión que el turco, aliado del francés, se hallaba pujante en Hungría, ofrecía, al parecer, la mejor coyuntura a Francisco para emprender la guerra, pero detúvole sin duda una enfermedad que entonces le sobrevino, producida por sus desarreglos y estragadas costumbres. Ello es que al regreso del emperador de su calamitosa jornada de Argel, fue cuando el rey Francisco hizo ostentación de su poder, presentando a la vez cinco ejércitos que en aquel espacio había preparado. Uno, mandado por su hijo Carlos, duque de Orleans, debía operar en el Luxemburgo; otro, al mando del delfín Enrique, debía marchar por Rosellón hacia las fronteras de España; el tercero, a cargo del mariscal de Güeldres, Martin Van Rossen, era destinado al Brabante; el duque de Vendôme, Antonio de Borbón, había de conducir el cuarto a los Países Bajos, y las tropas del Piamonte las encomendó al almirante Annehaut, que acababa de reemplazar en la privanza del rey al condestable Montmorency que tan grandes servicios había hecho a la Francia.

Vemos, pues, a Francisco I, no obstinado como otras veces en arrojarse con todo su poder sobre el Milanesado, objeto antiguo y perenne de su ambición, sino formar un plan general de ataque a los dominios imperiales, partiendo del centro y derramándose sobre la circunferencia. El resultado de esta nueva combinación no correspondió sino muy imperfectamente al tiempo que se había tomado para prepararse, a la grandeza y aparato del esfuerzo, y a las circunstancias en que se hacía. En el Piamonte tomó Du Bellay por astucia algunas ciudades. En Flandes todas las fuerzas y todas las bravatas de Van Rossen y del duque de Cléves con su ejército de alemanes se estrellaron contra la firmeza de Amberes y de Lovaina. El duque de Orleans fue quien se apoderó de Luxemburgo y de casi todo el condado de Brabante. Pero habiéndose vuelto a Francia, dejando por gobernador al duque de Guisa, no bien había regresado a aquel reino cuando el príncipe de Orange se puso sobre Luxemburgo, recobró todo lo que habían tomado los franceses, y acabada aquella empresa revolvió contra el de Cléves, deseoso de vengar en él el daño que Brabante había recibido (1542).

Por lo que hace a la frontera de España, el delfín, que había venido al Rosellón con cuarenta mil hombres, no se dio tanta prisa como hubiera necesitado para coger a Perpiñán desprevenida, y dio tiempo al emperador para pedir y recoger fuertes auxilios de gente y de dinero de los aragoneses, para que de Castilla le acudiesen muchos señores con sus banderas, para que el duque de Alba abasteciera a Perpiñán de vituallas y municiones y pusiera en ella un buen presidio. Con eso, aunque el delfín llegó a ponerse cerca, encontró ya una resistencia que no había esperado: y al cabo de algún tiempo de inútiles tentativas, viendo por otra parte que los auxilios que aguardaba del turco no venían; que el hambre y las enfermedades iban diezmando sus tropas, y con noticia que tuvo de que el emperador en persona se dirigía al socorro de la ciudad, levantó el campo y se volvió a Mompeller donde estaba el rey su padre{2}. De este modo, después de tan inmensos preparativos, y en una ocasión en que tan quebrantado parecía estar el poder del emperador con el desastre de África, estuvo lejos el rey Francisco de recoger el fruto de tan costoso esfuerzo, ni de corresponder a la expectación en que había puesto a la Europa entera.

Uno y otro monarca emplearon el resto de aquel año y el inmediato invierno en prepararse a nuevas campañas, en levantar tropas y en buscar aliados, dispuestos a sacrificarlo todo menos sus odios y sus rivalidades. Francisco fiaba, y en ello puso todo su ahínco y empeño, en que el turco se decidiría a ayudarle poderosamente, volviendo el mismo Solimán en persona a Hungría y avanzando por tierra hacia los dominios del imperio, mientras Barbarroja con la armada turca plagaría otra vez el Mediterráneo y guerrearía las costas de Sicilia y aún de España. Carlos, después de fortificar y proveer las fronteras españolas, señaladamente las plazas de Fuenterrabía, Perpiñán y Salsas, y de escribir a todas las ciudades a todos los señores del reino para que se apercibiesen a acudirle con todo género de servicio como buenos y leales{3}, trató por medio de sus embajadores en Roma y puso el mayor conato en ver de reducir al pontífice a que se decidiera a entrar en la liga contra el francés, siquiera por el escándalo que daba a la cristiandad en aliarse para daño de ella con los infieles. Encerrado Paulo III en su sistema de neutralidad entre ambos monarcas, temiendo por otra parte romper con el francés, no fuera que exasperado se apartara de la obediencia a la Santa Sede como el de Inglaterra, no obstante que la mayoría de los cardenales opinaba que debía declararse al rey de Francia por enemigo común y privarle del título de Cristianísimo, no se determinó a complacer a Carlos; el cual, desabrido del poco agradecimiento del pontífice después de haberle dado su hija Margarita para su nieto Octavio con Novara y otras tierras, expidió una pragmática para que ningún extranjero pudiese obtener en España pensión ni beneficio, cosa que iba directamente contra el papa.

A falta de este aliado, buscó el emperador a Enrique VIII de Inglaterra, que ofendido de la amistad del francés con el rey Jacobo de Escocia, gran enemigo de Enrique, se reconcilió fácilmente con el emperador e hicieron los dos un tratado de alianza (febrero, 1543), por el cual convinieron en exigir a Francisco que abandonara su amistad con el turco, que pagara a Enrique las sumas que le adeudaba, que devolviera a Carlos la Borgoña y suspendiera toda hostilidad contra él, so pena de invadir ambos la Francia, cada cual por su lado con respetable ejército{4}. Esta confederación de Carlos con un monarca protestante disgustó mucho al pontífice y fue generalmente murmurada. Creemos, no obstante, que tampoco podía hacerse un cargo justo al emperador, por más que fuese el representante y el campeón del catolicismo, como dijimos acerca de los tratos con Barbarroja, puesto que se trataba de resistir al francés, que llamándose cristianísimo no reparaba en llamar contra él las armas de los infieles, ni escrupulizaba en poner en peligro toda la cristiandad, provocando y atrayendo sobre ella armadas y ejércitos mahometanos.

Con esto determinó el emperador ir personalmente a Italia y Alemania para oponerse al poder del turco, que era el más formidable. Nombró regente y gobernador de estos reinos al príncipe don Felipe, de edad ya de diez y seis años, que acababa de ser reconocido y jurado heredero y sucesor del trono, asistido de los consejos del cardenal Tavera: encomendó el despacho de los negocios al secretario imperial Francisco de los Cobos; dio al duque de Alba, don Fernando de Toledo, el título y cargo de capitán general de los reinos de Aragón y Castilla (1.° de mayo, 1543); tomó cuatrocientos mil ducados que las Cortes de Castilla le otorgaron por servicio ordinario y extraordinario; recibió prestada una cuantiosa suma del rey don Juan de Portugal sobre la conquista de las Molucas; se incorporó en Barcelona al príncipe Andrés Doria que le esperaba con sus galeras, y embarcándose en aquel puerto con ocho mil veteranos españoles, mil que tomó en Perpiñán, y setecientos caballos, en cuarenta y siete galeras y más de cuarenta naves, arribó a Génova (fin de junio, 1543), y se hospedó en el palacio de Doria, donde concurrieron a visitarle el marqués del Vasto, don Fernando de Gonzaga, Cosme de Médicis, duque de Florencia, y Pedro Luis Farnesio, hijo del papa y padre de Octavio{5}.

Necesitando todavía más dinero, y no viendo ya manera de sacarlo de sus esquilmados señoríos de Italia, contrató con Cosme de Médicis retirar las guarniciones que conservaba en Florencia y en Liorna, y dejárselas libres por la suma de ciento cincuenta mil ducados, quedando de este modo el de Médicis dueño de dos plazas, que por ser tan importantes eran llamadas los grillos de Toscana{6}, y tan agradecido que puso en ellas guarnición de españoles y tudescos, con lo cual no dejó de disgustar a los italianos.

Quiso el papa a toda costa ver al emperador antes que pasase a Alemania, y a este fin había enviado a Génova su hijo Pedro Luis, y luego le suplicó lo mismo por medio del cardenal Farnesio, su nieto. Negábase a las vistas el César, resentido del pontífice por no haber accedido a confederarse con él contra el de Francia. Mas tanto y tan vivamente le instó, que al fin condescendió Carlos en que se viesen en Bujeto{7}. Allí se descubrió el interesado fin que había movido al pontífice a solicitar con tanto ahínco la entrevista. No contento con ver a sus nietos hechos duques con estados, y hasta enlazados a la familia imperial, y valiéndose de la necesidad que el emperador tenía de dinero, le propuso comprarle el ducado de Milán por una cantidad crecida. Entrose en tratos, y hasta en vergonzosos regateos, y finalmente, como dice el prelado historiador de Carlos V: «el negocio se apretó tanto, y la necesidad del emperador era tal, y el dinero de Paulo tan sabroso, que tuvo por acabado este negocio{8}.» Pero opúsose entre otros a esta venta el gobernador de Siena don Diego de Mendoza, «caballero sabio y discreto de los mas que en su tiempo hubo,» y lo hizo presentando al emperador un escrito razonado, y tan enérgico, vigoroso y atrevido, y probando con tan fuertes argumentos la inconveniencia de la enajenación, y descubriendo con tal libertad y desembarazo la desmedida ambición del papa, que se deshizo el trato, y se conservó, merced a este esfuerzo, la posesión de Milán{9}.

Despidiéronse con esto los dos personajes, y Carlos V prosiguió su viaje a Alemania, donde mucha parte del pueblo le creía muerto{10}. Llegó a Spira (20 de julio, 1543), y después de haber dado audiencia a los protestantes y rechazado con la aspereza de un hombre irritado a los que intercedieron para que perdonara al duque de Cléves, pasó a Bouce (15 de agosto), y puesto al frente de un ejército de treinta mil hombres se precipitó sobre los estados del duque, que se retiró al ver descolgarse tal golpe de gente, aumentada luego con la que llevó de los Países Bajos el príncipe de Orange, enviado por la reina doña María. Acometieron los imperiales la fuerte ciudad de Duren. Para su mal propio hicieron los de dentro el arrogante alarde de mostrar por encima de los muros una bandera empapada en sangre, y el de arrojar después un volador de fuego, para dar a entender que a sangre y fuego desafiaban la gente del emperador. Combatida la ciudad y asaltada luego por unos pocos intrépidos y hasta temerarios españoles, sobrecogiéronse de espanto aquellos hombres antes tan bravos y soberbios, y entrada la ciudad fue puesta a saco, degollados sus defensores y habitantes, y reducidas después a cenizas sus casas (24 de agosto).

Intimidó y asustó este ejemplo de crueldad a las vecinas plazas; cundió por el país la fama del arrojo de los españoles, de quienes se decía que trepaban hasta por las paredes lisas, y todas las fortalezas y ciudades se fueron rindiendo al emperador. El mismo duque, convencido de la imposibilidad de mantener su estado sino encomendándose a la clemencia del César, tomó la resolución de ir a echarse a sus pies con quince caballeros de los suyos. Duro estuvo con él el emperador, y contra su carácter natural se gozó inhumanamente en humillarle. Primeramente se negó a darle audiencia: después, como el señor de Granvela intercediese por él, le recibió sentado en su silla, vestido de ropa talar y con todo el aparato de su corte (13 de setiembre, 1543). Llegó el duque de Cléves, que era una gentil y muy apuesta figura, acompañado de cuatro caballeros, y se arrodillaron todos delante del César, el cual los tuvo a todos un buen espacio en aquella degradante postura, sin corresponderles siquiera con un signo de cortesía. Pidieron perdón por él en dos breves arengas el duque de Brunsvick y el embajador de Colonia, y el emperador mandó a su secretario que respondiese por él en muy pocas palabras, diciendo que quedaba perdonado, no obstante que su desacato había sido tan grande. Entonces Carlos le mandó levantar, levantose también él mismo, mudó de semblante, le recibió risueño y le alargó su mano.

Tan duro como había estado con él hasta humillarle, como si hubiese sido este su único propósito, estuvo después indulgente, generoso y noble en las condiciones que le impuso para admitirle de nuevo en su gracia. Redujéronse las principales a que había de mantener en la fe católica todas sus tierras hereditarias; a que dejaría toda alianza con el rey de Francia y con el de Dinamarca, y sería fiel y obediente al emperador y al rey de Romanos, y a que renunciaría plenamente el ducado de Güeldres en favor de Su Majestad Imperial y de sus herederos y sucesores{11}. Con estas condiciones le devolvió todos sus estados, conservando únicamente el emperador como en rehenes dos de sus principales ciudades; y aún después se los restituyó íntegros; y todavía para darle una prueba mayor de su sincera reconciliación le dio la mano de la princesa María, hija de su hermano Fernando.

De esta manera, en quince días ganó el emperador una importante provincia limítrofe de sus estados de Flandes, y quitó al rey de Francia uno de sus aliados más útiles. Ni Carlos ni Francisco se descuidaban. Mientras aquel sometía el ducado de Güeldres, éste por medio de su hijo el duque de Orleans reconquistaba el Luxemburgo, y acudía su padre en persona a darle el título de este ducado (setiembre). Carlos, concluida la guerra de Güeldres, determinó penetrar con su ejército en el reino de Francia, y puso sitio a la fuerte plaza de Landrecy. Cuando tenía ya apretado el cerco (octubre, 1543,) túvose aviso de que se acercaban al campo imperial en socorro de la plaza el rey Francisco y el delfín con un ejército de cincuenta mil infantes y diez mil caballos. Iguales poco más o menos eran las fuerzas imperiales. Vociferaba el francés que iba resuelto a dar batalla al emperador, y a destruirle de una vez, y a perseguirle hasta el cabo del mundo. Noticioso de esto el César, presentose un día al frente de su campo armado de todas armas, arengando a los suyos a cada cual en su lengua, y exhortándolos a que pelearan como caballeros honrados, añadiendo que si viesen caído su caballo, y el estandarte imperial que llevaba Luis Quijada, levantasen primero el estandarte que a él. Cuatro horas estuvieron los imperiales provocando a batalla, y como el francés no diera muestras de moverse de su real, mandó el emperador tocar a retirada una milla del campo. Otro día intentó acometer el campamento enemigo, mas en tanto que los imperiales se ocupaban en echar unos puentes sobre un riachuelo que los separaba, los franceses a favor de una espesa humareda que a propósito levantaron entre los dos campos se retiraron silenciosamente y sin ser sentidos, de modo que cuando el emperador se apercibió de ello y despachó en su seguimiento algunas tropas, estas dieron en una emboscada preparada por el delfín y perecieron la mayor parte (7 de noviembre, 1543).

Tal remate tuvo el célebre sitio de Landrecy, en el cual creyó toda Europa que las añejas contiendas entre los dos rivales, Carlos y Francisco, se iban a decidir en un día por medio de una batalla general, a que parecía estar dispuestos ambos contendientes. Los franceses se glorían de que su rey tuviera maña para socorrer a Landrecy y quitársela de entre las manos al emperador a la vista de todas las fuerzas imperiales reunidas; mientras los españoles deprimen a Francisco por haber esquivado la batalla con que le brindó el César, y a que él mismo había venido retando; y aseguran que solo por mala fe de algún general, o por engaño de los espías dejó de destruir al francés y de apoderarse de las personas del rey y del delfín, como que dijo a su general Fernando de Gonzaga: «Vos me habéis quitado hoy mi enemigo de entre las manos{12}

Entretanto, la cristiandad presenciaba asustada uno de los mayores escándalos que jamás se habían visto. El sultán de Constantinopla, en cumplimiento de los tratados con el rey cristianísimo, invadía otra vez a la cabeza de un formidable ejército turco el reino de Hungría, y tomando por asalto unas ciudades y rindiéndosele otras, pasaban al dominio de la Puerta Otomana las posesiones que en aquel reino pertenecían a don Fernando, hermano del emperador. Por otro lado, el terrible Barbarroja, en virtud de los mismos convenios, saliendo al mar con ciento diez galeras y muchas galeotas y fustas de corsarios, había costeado la Calabria, saqueado e incendiado a Reggio, infundido terror a los habitantes de Roma, pasando por la desembocadura del Tíber, abordado por Ostia, Civitavechia y Pomblin a las riberas de Génova, e incorporándose por último en Marsella con la flota francesa mandada por Francisco de Borbón, conde de Enghien (julio, 1543). Las dos armadas reunidas marcharon a combatir a Niza, postrer asilo del desgraciado duque de Saboya. La plaza se defendió con vigor, mas no pudiendo resistir a un asalto general, se refugiaron los saboyanos a un castillo casi inexpugnable, fundado sobre una roca, después de haber capitulado que se guardaría a los de la ciudad sus vidas, haciendas y privilegios. Tratando estaban franceses y turcos de ganar el castillo, cuando se supo que el marqués del Vasto se acercaba por la parte de Milán con grueso ejército, y como ya Barbarroja anduviese disgustado del poco auxilio que había encontrado en los franceses, levantó el cerco (setiembre), no sin enviar al sultán en tres naves hasta trescientos niños y niñas cautivas, que por fortuna rescataron don García de Toledo y Antonio Doria, que con las galeras de Malta y del pontífice corrían la costa de Grecia{13}.

El rigor de la estación obligó a imperiales, franceses y turcos a suspender las hostilidades{14}. Barbarroja invernó con su armada en Tolón, sin dejar por eso de enviar algunas galeras a correr las costas de España y de Argel. Mas si los fríos del invierno habían paralizado los movimientos militares, no alcanzaron a entibiar el fuego del odio que ardía en los corazones de Carlos y de Francisco, los cuales, durante aquella suspensión no pensaron sino en prepararse a emprender con más ahínco la próxima campaña. En este intermedio se concertó el emperador con Enrique VIII de Inglaterra, conviniendo en que ambos penetrarían con ejército en Francia, habiéndolo de hacer el inglés en fin de mayo (1544) con veinte y cinco mil infantes y cinco mil caballos por la parte de Normandía. Logró separar de la alianza de Francisco al rey de Dinamarca, que si no era muy poderoso, podía hacer mucho daño por su proximidad a sus dominios, y se dedicó a ganar las voluntades de los príncipes alemanes en la dieta que había convocado en Spira, para caer sobre Francisco con todo el poder del cuerpo germánico.

Fue esta dieta de Spira la más numerosa y brillante que jamás se había visto, y nunca habían concurrido tantos príncipes, electores, eclesiásticos y representantes de las ciudades; asistió también el rey don Fernando de Bohemia, hermano de Carlos, y nunca el emperador se vio mas en el lleno de su majestad. Creyó Carlos V que no era ocasión sino de contemporizar con los protestantes para atraerlos, y procuró desde luego ganar la amistad del elector de Sajonia y del landgrave de Hesse, que eran los principales del partido reformista, no siendo escaso en hacerles concesiones a fin de obviar embarazos. Cuando ya juzgó poder hablar con libertad, comenzó por exponer a la dieta los dos principales designios por que trabajaba, a saber: la reunión de un concilio general para sosegar las discordias religiosas que inquietaban el imperio, y las medidas convenientes para atajar la pujanza de los mahometanos, cuyos dos grandes objetos estaba impidiendo la criminal ambición del rey de Francia, promoviéndole injustas guerras, y sobre todo, dando a la cristiandad el inaudito escándalo de llamar los ejércitos y armadas del Gran Turco, y atraerlos al centro de las naciones cristianas. Inculcó sobre el espectáculo irritante y sin ejemplo de haberse visto combatir juntas y como hermanas la ciudad de Niza, las lises de Francia y las medias-lunas de Turquía, las armas del rey cristianísimo y las del sultán de los mahometanos. Manifestó que el injustificable encono del rey Francisco era el que le impedía congregar el concilio, y acudir, como deseaba, a libertar la Hungría, la Alemania y la Italia de las audaces invasiones de Solimán y Barbarroja, y exhortó a todos a que se aunaran con él para combatir a los enemigos públicos de la cristiandad. Esforzaron las razones del emperador su hermano don Fernando y el duque de Saboya; y las excusas que los embajadores del rey Francisco se esforzaron por exponer en la dieta, no fueron atendidas ni casi escuchadas. El emperador había ganado todos los ánimos. El resultado fue adherirse la dieta a las ideas de Carlos, declarar la guerra al rey de Francia, y ofrecerle un ejército auxiliar de veinte y ocho mil hombres (1.° de abril, 1544), sostenidos por la liga, y para cuya subvención se haría un repartimiento general entre todos los estados y ciudades imperiales{15}.

No quedaba, pues, al de Francia otro aliado que el turco, y aun de Barbarroja tuvo tales sospechas sobre relaciones, presentes y regalos que entre él y Andrés Doria se cruzaban, que creyó lo más acertado y prudente despedirle, no fuera que queriendo contar con un aliado se encontrara con un peligroso enemigo. El único recurso ya del rey de Francia era suplir con la actividad y la energía su aislamiento, y así lo hizo, anticipándose él a abrir la campaña. Comenzola el fogoso joven Francisco de Borbón, conde de Enghien, en el Piamonte, sitiando a Cariñán, plaza que el marqués del Vasto había ganado de vuelta de socorrer a Niza. En auxilio de Cariñán acudió desde Milán el del Vasto, resuelto a dar una batalla, y tan resuelto que no cuidó de ocultar ni disimular su designio. Halagaba este pensamiento al intrépido conde de Enghien, que deseaba señalarse con alguna acción gloriosa. Y aunque el rey le tenía prevenido que no aventurara batalla general, y aunque el consejo del monarca opinó unánimemente que no convenía arriesgarla, de tal modo persuadió al rey y a la corte por medio del elocuente Monluc, enviado al efecto, de la conveniencia de dar el combate, que al fin el rey Francisco hubo de decir al enviado, levantando los ojos y las manos al cielo: «Andad y volved al Piamonte, y allí pelead en nombre de Dios.» Y no solo esto, sino que entusiasmada la nobleza de la resolución valerosa del de Enghien, marchó voluntariamente a compartir con él los peligros del combate.

Animose más el joven conde de Enghien con la llegada de sus nobles compatricios, e inmediatamente preparó y presentó la batalla, que aceptó el del Vasto. Encontráronse ambos ejércitos en una extensa llanura cerca de Cerisoles. Trabada la pelea, arremetió la caballería francesa con su acostumbrado ímpetu y arrolló cuanto tenía delante; más por otro lado hizo lo mismo y con no menor arrojo la siempre valerosa y disciplinada infantería española. Por desgracia los jinetes del marqués, o aturdidos o cobardes, retrocedieron sin romper lanza, y desordenaron ellos mismos el batallón de tudescos, y cargando sobre ellos los suizos y gascones franceses, todo fue confusión, desorden y matanza en los imperiales. El marqués del Vasto perdió su serenidad acostumbrada, y herido él mismo en un muslo, se salvó a uña de caballo, dejando a los suyos expuestos a la mortandad, que la hicieron en ellos grande los vencedores. Calcúlase en diez mil los que murieron del ejército imperial, además de una multitud de prisioneros, y de la artillería, bagajes y tiendas que se perdieron también. El marqués recogió unos siete mil dispersos en Asti{16}. Este fue el golpe más desastroso que sufrió el emperador en cosas de guerra, y tanto más sensible, cuanto que a haberle sido favorable se hubiera asegurado la paz de la cristiandad, porque el francés había echado el resto en esta batalla.

Por más que tan señalada victoria alentara a los franceses y a los enemigos ocultos del emperador, y por más que el duque de Enghien excitara a su rey a que se aprovechara de ella para apoderarse del Milanesado, antiguo objeto de su ambición, Francisco, lejos de comprometerse en tal empresa, temía por la seguridad de su reino, porque se acercaba el tiempo en que el emperador y el rey de Inglaterra debían invadirle simultáneamente, y en vez de proseguir aquel triunfo, desmembró del ejército de Enghien doce mil soldados de los que habían triunfado en Cerisoles. Y en efecto, el emperador, después de conseguir que el general don Fernando de Gonzaga y el maestre de campo don Álvaro de Sande rescataran del poder de los franceses a Luxemburgo, donde encontraron más de ochenta piezas de artillería, y recobraran algunas otras plazas de los Países Bajos, salió de Spira (10 de junio, 1544), despedida la Dieta, a incorporarse con su ejército que ya había penetrado por el Lorenés dirigiéndose a la Champaña. El intento del emperador era marchar sobre París, para lo cual tenía que allanar algunas fortalezas, como eran Ligny, Commercy, Saint-Dizier, Reims y Chalons. El ejército imperial constaba de más de cincuenta mil hombres bien pertrechados, y Enrique de Inglaterra en cumplimiento del concierto con Carlos había llevado también el suyo a Francia, y le tenía entre la Normandía y la Picardía. Mientras el emperador, tomadas fácilmente algunas plazas, ponía sitio a Saint-Dizier, el inglés cercaba también por su lado a Montreuil, si bien se advertía entre ellos aquella falta de unión de confianza que tan necesaria les era para llevar adelante el plan convenido, y que comenzando por poca armonía había de parar en perjudicial desacuerdo.

Apurada era la situación del rey Francisco, teniendo en el corazón de su reino tan poderosas fuerzas enemigas; y sin embargo no perdió el ánimo, y a fuerza de fatigas logró reunir hasta cuarenta mil infantes y seis mil caballos. Uno de sus medios de defensa fue el mismo que en otra ocasión había empleado en la Provenza con fruto; el de devastar los países por donde había de marchar y acampar el enemigo para privarle de mantenimientos. El delfín, su hijo, a cuyo cargo puso las principales fuerzas, limitábase a molestar al enemigo e interceptar los convoyes, esquivando arriesgar una batalla en que sin duda hubiera podido aventurar la pérdida del reino. Entretanto continuaban los imperiales sitiando y apurando a Saint-Dizier, que defendían valerosamente el conde de Sancerre y Mr. de La Lande, los heroicos defensores de la célebre plaza de Landrecy. En los combates y asaltos de este sitio murieron, por parte de los imperiales el príncipe de Orange, y por la de los franceses el bizarro capitán La Lande. La plaza resistió todavía algunas semanas, hasta que por un ardid del canciller Granvela, que consistió en hacer presentar a Sancerre unas supuestas cartas del duque de Guisa, facultándole para capitular por las dificultades que el rey tenía para socorrerle, cayendo Sancerre en la trampa y artificio, convino en la entrega de la ciudad (agosto, 1544), no sin obtener una honrosa capitulación después de una gloriosa defensa{17}.

Ganada Saint-Dizier, prosiguió el emperador internándose en la Champaña, no obstante tener que marchar por un país exhausto de víveres, y a pesar de los conflictos en que le ponía el atraso de pagas a las tropas, especialmente por parte de los alemanes, que de continuo se le alborotaban pidiendo dinero, y alguna vez hasta atentando a la vida del emperador. Necesitaba por lo tanto detenerse a tomar algunas plazas para proporcionarse recursos, y así fue avanzando hasta apoderarse de Epernay y de Chateau-Tierry, esta última distante ya dos solas jornadas de París. Seguíale con la vista el ejército francés en su marcha desde la ribera opuesta del Marne que los dividía. Ambos ejércitos iban talando las campiñas e incendiando las poblaciones por donde pasaban, dejando el país en el más lastimoso estado: hubo ocasión de acampar el ejército imperial en medio y a la vista de cuatro poblaciones ardiendo a un tiempo, incendiadas dos por los imperiales y dos por los franceses.

La aproximación de Carlos V a París produjo en los habitantes de aquella capital, susto y terror en unos, desesperación y coraje en otros, y unos huían con sus familias a las ciudades del Sena y del Loire, y otros se preparaban a defenderla a todo trance, entre ellos, la juventud de las escuelas, que tomó animosa las armas y se organizó en banderas. El mismo rey tuvo momentos de desánimo, hasta el punto de exclamar: «¡Dios mío! ¡qué cara me haces pagar esta corona que creía haber recibido como un presente de tu mano!» Pasando luego del dolor a la resignación, añadió: «¡Cúmplase tu voluntad!» Y reponiéndose de su desaliento, envió al delfín con ocho mil hombres a París, guarneció convenientemente la plaza de Meaux, y él mismo, por medio de una marcha forzada, se puso entre la capital y el campo imperial.

En este intermedio, temeroso el rey Francisco de no poder evitar que llegara Carlos a apoderarse de París, le había enviado varios mensajes de paz, ya por medio del almirante y del gran canciller de Francia, ya poniendo en juego la intervención del confesor de la reina y suyo, el español fray Gabriel de Guzmán, fraile dominico, natural de Valdemoro, cerca de Madrid. Aunque Carlos había ido poniendo muchas dificultades para acceder a un concierto, conveníale también a él la paz. Su ejército carecía de víveres, y ofrecíale no pocos inconvenientes invernar en Francia. Por otro lado tenía enojado al pontífice, así por sus complacencias con los protestantes de Alemania, como por su alianza con el rey de Inglaterra, a quien el papa miraba como a un hereje excomulgado. Temía pues por Italia: y por otra parte, en Alemania progresaba la reforma, y el turco amenazaba el Austria por Hungría. No era por lo tanto difícil llegar a un ajuste entre dos soberanos, de los cuales el uno deseaba la paz y el otro la necesitaba. Así sucedió, y después de algunas conferencias se concertó y estipuló la paz en Crespy, aldea inmediata a Meaux (18 de setiembre, 1544), firmándola por parte del emperador el canciller Granvela y don Fernando de Gonzaga, virrey de Sicilia, por parte del rey Francisco el almirante Annebault y el guardasellos del reino.

Los principales capítulos de la paz de Crespy eran: la consabida cláusula de firme y perpetua paz y amistad entre ambos soberanos, que se estipulaba siempre y no se cumplía nunca: que se devolverían recíprocamente todo lo conquistado desde la tregua de Niza: que se restituiría a los duques de Saboya, de Mantua y de Lorena todo lo que les hubiera sido tomado por ambas partes: que se unirían para hacer guerra al turco, aprontando para esto el rey Francisco seiscientas lanzas y diez mil hombres cuando el emperador los pidiese: que Carlos daría en matrimonio al duque de Orleans, hijo de Francisco, o bien su hija la princesa María con los estados de Flandes, o bien la hija segunda de su hermano Fernando con el ducado de Milán, habiendo de determinarlo el emperador dentro de cuatro meses: que Francisco renunciaría todos los derechos que pretendía tener a los reinos de Nápoles y Sicilia, y al patronato de Flandes, Artois y otros estados: que no daría auxilio de ninguna clase al retirado rey de Navarra: que en cambio renunciaría todo derecho al ducado de Borgoña y a otras ciudades que se designaron: que entraría en esta paz el rey de romanos y todos los príncipes cristianos que quisieren, &c.{18}

El tratado de Crespy tenía que disgustar y disgustó a muchos: al papa, porque era otro el partido que él se proponía sacar del rey Francisco; al sultán, por la guerra que se proponían hacerle, convirtiéndose su aliado en enemigo; a los protestantes de Alemania, por una cláusula particular que no se insertó en el tratado, por la que se convenían los dos en emplear su valimiento a fin de que se reuniese un concilio para atajar y condenar la doctrina reformista; al delfín de Francia, por la predilección que su padre parecía manifestar hacia su hijo segundo; al rey de Inglaterra, por haberse hecho todo sin su intervención, cuando estaba haciendo la guerra a una con Carlos; bien que cuando éste le anunció lo que trataba contestara como despechado, que él hiciera lo que le estuviese bien, que por su parte pensaba llevar la guerra adelante. Así, cuando le llegaron los embajadores franceses con los artículos de la paz, le hallaron tan mal dispuesto a entrar en ella, y tan envalentonado con haber rendido a Boulogne, y puso tales condiciones, que hubo de rechazarlas con desdén el rey Francisco, y la guerra continuó entre ambas naciones.

Por su parte el emperador, en cumplimiento del tratado, retiró su ejército y se volvió a Flandes para invernar en Bruselas. Allí licenció sus tropas, quedándose solo con el tercio de don Álvaro de Sande destinado a pasar a Hungría. Los españoles, en vez de venir a España, acostumbrados a la vida militar, prefirieron los más alistarse al servicio del rey de Inglaterra que los buscaba y ofrecía buenos sueldos, y sirviéronle todo el tiempo que duró la guerra con Francia. El general del ejército inglés era el español don Beltrán de la Cueva, duque de Alburquerque, a quien debió el rey Enrique el buen suceso de la jornada de Boulogne.

Todo el mundo extrañaba, y razón había para ello ciertamente, que cuando Carlos V se hallaba tan pujante y poderoso, amenazando a la misma capital de Francia y teniendo a su rival tan apretado, hubiera suscrito a condiciones tan graves para él como las del tratado de Crespy, y a que nunca había accedido aún en las más desfavorables situaciones, y se desconfiaba y tenía por inverosímil que llegara el caso de desprenderse de uno de los estados a que jamás en sus mayores apuros había querido renunciar. Pero a las razones que antes hemos apuntado, debe sin duda agregarse el mal estado de su salud y los padecimientos de la gota que le aquejaban ya mucho entonces. Así fue que cuando llegó a Bruselas el embajador francés encargado de obtener la ratificación de la paz, Carlos que comprendía aquella desconfianza, dijo al poner trabajosamente la pluma sobre el papel: «No temáis que yo haya de quebrantar el tratado, porque la mano que apenas puede sostener una pluma no está ya para blandir la lanza.»

Dispuesto a cumplir el tratado hasta en la parte que debía hacérsele más sensible, había enviado a Castilla su secretario Alonso de Idiaquez, con cartas para el príncipe don Felipe su hijo, gobernador del reino, ordenándole consultara al consejo de Estado cuál de los dos casamientos y de las dos cesiones le parecía más conveniente, si el de su hija o el de su sobrina, si la cesión de Flandes o del Milanesado. A esto último parecía haberse inclinado ya el emperador y el consejo de Castilla, cuando la fortuna le abrió un camino, que sin faltar a los compromisos le dejaba libre de las obligaciones del pacto, sin desmembración alguna de sus dominios. El joven duque de Orleans, a quien se destinaba la princesa, y en cuyas excelentes prendas cifraban las mayores esperanzas los franceses, y aun los milaneses mismos, falleció de resultas de una fiebre maligna (1545), con sentimiento general, y muy especialmente de su padre que le amaba con predilección.

Este inopinado acontecimiento dejaba sin efecto una de las cláusulas más esenciales de la paz de Crespy. El rey Francisco pedía alguna indemnización de la desventaja que le hacía sufrir la muerte de su hijo, pero Carlos se negaba a alterar la letra del tratado, y esquivaba entrar en nuevas negociaciones sobre el ducado de Milán. En otro tiempo habría sido éste sobrado motivo para romper de nuevo la guerra los dos soberanos rivales, mas la edad de uno y otro monarca, a quienes habían pasado los fuegos de la juventud, la necesidad de atender el de Francia a la guerra de los ingleses, y los proyectos del emperador contra los protestantes de Alemania, evitaron por entonces otro rompimiento que hubiera vuelto a poner en combustión la Europa, quedando solo sacrificado el duque de Saboya, cuyos dominios no podían serle devueltos sin la celebración del matrimonio del de Orleans{19}.

Favoreció también a que gozase la Europa de cierto, aunque breve período de reposo, del cual había bien menester, la muerte por este tiempo ocurrida del famoso y terrible corsario Barbarroja, que en la marcha de retirada de los puertos franceses había ido con su flota devastando de tal manera las costas de Italia, y todo el litoral de los países que median hasta la capital de Turquía, que entró en Constantinopla con riquísima presa de alhajas y millares de desgraciados cautivos, dejando tras sí el llanto y la desolación en las poblaciones cristianas. Este antiguo pirata, rey de Argel y virrey de Túnez, y almirante después del Gran Turco, dejó por heredero de su inmensa riqueza a su hijo Hassen Barbarroja, que a la sazón se hallaba en Argel.

Permaneció algún tiempo el emperador en Bruselas a causa del mal estado de su salud, dedicado a discurrir y preparar los medios más eficaces, enérgicos y prontos para acabar con las contiendas religiosas que seguían conmoviendo sus dominios, y para sofocar con energía, ahora que le dejaban libre las guerras de Francia, el espíritu y las doctrinas de la reforma, que habían cundido maravillosamente por casi todos los países de Europa a favor de sus distracciones y de las condescendencias con los protestantes, a que la complicación de sus atenciones y negocios le había obligado. Pero materia será esta para otro capítulo, debiendo limitarnos en el presente al término que por entonces tuvo la guerra que podemos llamar general con Francisco I.




{1} Hist. di Venetia.– Du Bellay, Memoir.– Jovio, Hist., libro XL.– Robertson, lib. VIII.– Sandoval, en su deseo de salvar de tan terrible cargo al emperador y a su general, dice que «hubo en este negocio, como en todos los demás, diversos juicios en el mundo, mas ya hasta que venga el general no se sabrá la verdad del hecho.» Lib. XXV.

{2} Du Bellay, Memoir.– Sandoval, lib. XXV, núm. 15 a 20.– Robertson, lib. VII.– Cortes de Monzón de 1542.

{3} Carta del emperador a las ciudades, prelados, grandes y caballeros del reino, dándoles cuenta del estado en que las cosas se hallaban y reclamando sus servicios. De Madrid a 28 de enero, 1543.

{4} Rimer, Fœder. XIV.

{5} Minutas de diferentes despachos y consultas del emperador en Madrid y otros lugares de Castilla y Aragón, relativamente a aprestos y disposiciones de armamento y defensa de las fronteras y costas, &c. Archivo de Simancas, Estado, leg. núm. 449.– Cartas y consultas del príncipe don Felipe, consejos, presidentes, ciudades, corregidores, prelados, grandes y toda clase de personas sobre el apresto, fortificación y defensa de las costas y fronteras, y armamento de gente de guerra, provisiones y demás negocios de esta clase.– Item, sobre la armada de Barbarroja y la francesa, escrito todo al emperador.– Archivo de Simancas, Estado y Castilla, número 60.

{6} Baldini, Vita di Cosme Medici.– Era tal la falta de dinero en Italia, que el marqués del Vasto se veía imposibilitado de obrar por temor de que se le rebelaran sus tropas, a las cuales debía muchos meses de sueldo.

{7} Lugar entre Plasencia y Cremona.

{8} El obispo Sandoval, libro XXV, núm. 29.

{9} El historiador, obispo de Pamplona, trata en esta ocasión con no poca dureza al papa Paulo III. «Mas a la verdad (dice) no era sino con codicia de comprar el estado de Milán para su nieto, obra por cierto pía para ganar el cielo comprando a Milán con la sangre de Cristo…»– «Pensaba el papa (dice después) que el emperador apretado con la grandísima necesidad en que estaba, daría fácilmente a Milán por dineros, de suerte, que ya tenemos otro codicioso por este ducado que tanto costó al mundo.»

Por lo que hace al escrito de Don Diego de Mendoza, era tan fuerte, y hablaba en él tan libremente del papa, que el mismo Sandoval al insertarle tuvo por conveniente suprimir «lo superfluo y mal sonante.» Estampó, sin embargo, muchos párrafos, de los cuales nosotros solo tomaremos alguno, como muestra de la libertad con que en aquel tiempo se escribía de estas materias y se hablaba a un emperador tan católico como Carlos V.

«Allende de esto (decía), teniendo todo el mundo por cierto que solo el papa os puso en los peligros pasados y trabajos presentes… por solo necesitaros y traeros a este punto en que estáis, viendo agora que en lugar de vengaros le gratificáis, y en lugar de ofenderle os metéis a bajezas y poquedades, ¿quién estimará vuestra potencia? ¿ni quién temerá dañaros, pues de el daño nace provecho, y de la ofensa gratificación?…» Y más adelante: «¿Qué mayor desacato en el mundo se puede hallar, que habiéndoos ofendido, como os ha ofendido, no solamente no tiene vergüenza de parecer ante vos, pero os demanda cosas, que no sería justo pedirlas habiéndoos redimido de turcos?… Y pues esto es así, y tan verdad como la misma verdad, estad, señor, sobre vos, conservad lo que tenéis, trabajad por adquirir lo demás y manteneos en vuestra reputación, porque yo certifico a V. M. que en esta coyuntura, con solo hallaros fuerte de palabras le podéis vencer sin otras armas: porque el estado de la Iglesia es más vuestro que suyo… No hay príncipe en toda Italia que no esté ofendido, no hay hombre que no esté mal contento de él: usad en esta ocasión del hierro y no del ensalmo: porque sin duda conoceréis el provecho muy manifiesto. Y que esto sea así, la experiencia lo ha dado a conocer después que comenzasteis a tratarle con un poco de respeto y negociar con autoridad. No podréis creer el grande miedo que tuvo, cuando supo el mal recibimiento que hicisteis al legado que fue a España, y el que sintió cuando enviasteis, a Granvela al concilio, y últimamente el que ha concebido de vuestra venida a Italia sin haber hecho ceremonia ni cumplimiento con él. El temor de veros venir agora con gente no excede la mala conciencia, perversa y dañada intención que contra vos tiene: en nada se asegura; de todo se teme; y pues le tenéis en estos términos, otra vez exhorto a V. M. que sepa usar de la ocasión, &c.»– El escrito es larguísimo, y está lleno de pensamientos y de frases, aún más duras que las que hemos estampado, entre ellas la de que «el papa y el francés se habían olvidado de la obligación de cristianos.»– Sandoval, lib. XXV, párr. 30.

{10} Se había difundido en el pueblo la voz de que, habiéndose sumergido en los mares de Argel, tenían los imperiales una estatua muy parecida a Carlos y la enseñaban en ciertas ocasiones para hacer creer que era vivo. De esta creencia del vulgo llegaron a participar hasta personajes de la categoría del duque de Cléves.

{11} Colección de Tratados de paz, tom. II.– Anales Brabantinos, tom. I.– Jov. Hist. lib. XLI.–Sandoval, lib. XXV, párr. 41.– Las condiciones de la capitulación fueron veinte y siete, pero estas eran las cláusulas fundamentales.

{12} Desacordes están en este, como en otros puntos, el italiano Paulo Jovio, el francés Du Bellay, y el español Sandoval, así como otros historiadores italianos, franceses y españoles. Algo debió haber de deslealtad o de engaño al emperador, puesto que inculpándose mutuamente el general Gonzaga y el capitán Salazar, este se vino a España por temor de algún atentado de aquel, y aquí fue preso por el alcalde Ronquillo, si bien resultó libre de cargo, y solo se le apercibió que no hablara mal de don Fernando de Gonzaga. Sandoval, lib. XXV, párr. 46.

{13} Guichenon, Hist. de Saboya, tom. I.– Du Bellay, Memoir.– Sandoval, lib. XXV, núm. 48.

{14} Y sin embargo todavía por este tiempo el intrépido y activo don Álvaro de Bazán acometió con su flota la armada francesa en el cabo de Finisterre, y le apresó diez y seis navíos. Hecho que no hemos visto en las historias, pero que consta de la correspondencia original de aquel célebre marino.– Archivo de Simancas, Estado y Castilla, núm. 62: Armada.

{15} Journal de Vandenesse, 209.– Memoires de Granvelle, tomo III.

{16} Memorias de Monluc, y de Du Bellay.– Jovio, Historia, libro XLIV.– Sandoval, lib. XXVI., número 14.– Observa Sandoval que en el mismo día que se perdió la batalla de Cerisoles (primero de la pascua de Resurrección, 1544) se habían perdido la de Ravena y la de los Gelbes.

{17} Du Bellay, Memoir.– Brantôme, tom. VI.– Paulo Jov., Historia del Emperador.– Sandoval, libro XXVI, pár. 19 a 27.– Robertson, Hist. de Carlos V, libro VIII.

No es fácil, en esta, como en otras ocasiones, conocer por nuestro Sandoval la verdadera nomenclatura de los personajes y de los pueblos que se mencionan en esta guerra. Por ejemplo, a Sancerre le nombra en unas partes Sansarra, en otras Sanserrio: a La Lande, Mr. de Landi: a Guillermo Du Bellay, Bellaio; a los pueblos Ligny, Commercy, Saint-Dizier, los llama Leni, Carmesi, San Desir; al río Marne, Marba o Matrona; a Epernay, Aspernecto; a Chalons, Catalaunio; y así de los demás.

{18} Dumont, Corps Diplomat. II.– Colección de tratados de paz, tomo I.– Los capítulos de la Concordia eran treinta y uno. Sandoval los pone en el lib. XXVI, pár. 28.

{19} Entre los papeles de Estado del cardenal Granvela (t. III), se encuentran los siguientes documentos sobre la alternativa de los dos matrimonios contenida en el tratado de Crespy. 1.° La manera de consultar la alternativa con los señores de los Países Bajos. 2.° Discurso y razonamiento de las consideraciones que se han de tener presentes sobre la alternativa de los matrimonios del duque de Orleans, &c. 3.° Declaración de la alternativa. En Bruselas, fin de febrero, 1545.– Embajada del rey de Francia al emperador dándole cuenta de la muerte de su hijo.– Hubo sospechas de haber sido envenenado por consejo e industria de su cuñada Catalina de Médicis, y aun dicen no le pesó a su marido Enrique, a quien mortificaba la envidia por el favor que el rey, su padre, y el emperador dispensaban al de Orleans. Tenía entonces 22 años.– Sandoval, lib. XXVII, pár. 4.