Filosofía en español 
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Parte tercera Edad moderna

Libro I Reinado de Carlos I de España

Capítulo XXVI
Muerte de Lutero
Concilio de Trento: guerra de religión
De 1541 a 1547

Proceder del emperador con los protestantes.– Consecuencias de sus concesiones en las dietas de Ratisbona y de Spira.– Dieta de Worms.– Concilio de Trento: sus primeras sesiones.– No le reconocen los protestantes.– Muerte de Martín Lutero.– Juicio de su carácter y de sus obras.– Decisiones del concilio.– Designios de Carlos V contra los reformistas.– Preparativos de guerra.– Alianza con el papa.– Gran confederación de los protestantes de Alemania.– Formidable ejército que levantaron.– El elector de Sajonia y el landgrave de Hesse.– Manifiesto.– Falsa situación de Carlos V en Ratisbona.– Reunión del ejército imperial.– Guerra de religión.– Prudente y heroica conducta del emperador en Ingolstadt.– Retirada del grande ejército protestante.– Proposiciones de paz: recházalas el emperador.– El duque Mauricio de Sajonia.– Cómo, siendo protestante, favoreció a los católicos.– Dispersión de las tropas luteranas.– Ríndense al emperador las ciudades protestantes de la Alta Alemania.– Castigos.– Licenciamiento del ejército imperial: retirada de las tropas pontificias.– Quietud del emperador, y sus causas.– Famosa conjuración en Génova: Fieschi.– Recelos y cuidado del emperador.– Resuélvese a proseguir la campaña.
 

Desembarazado Carlos de la guerra de Francia, y permitiéndole la retirada y muerte de Barbarroja y las distracciones del turco en Asia un período de reposo a que no estaba acostumbrado, quiso aprovechar aquella coyuntura para obrar en la cuestión religiosa y contra los protestantes del imperio (negocio en verdad el más grave y trascendental de aquel siglo) con una energía que pudiera enmendar los yerros de su lenidad y de sus condescendencias anteriores.

En efecto, desde las concesiones que Carlos se creyó precisado a hacer a los protestantes en la Dieta de Ratisbona (1544), era de prever el ánimo que cobrarían los príncipes y los partidarios de la reforma, que eran ya muchos y poderosos. La necesidad que de sus auxilios tuvieron él y su hermano don Fernando para la defensa de Hungría (1542), les daba nueva fuerza y aliento. La protesta de los reformadores contra la reunión del concilio que el papa había convocado en Trento para noviembre de aquel año, manifestaba la descarada oposición de los protestantes, y la confianza que les inspiraba la necesidad que de ellos tenían Carlos y Fernando; y el desaire que el pontífice y la Iglesia sufrieron, teniendo que prorrogar el concilio por falta de asistencia de prelados, fue un golpe fatal que envalentonó a los enemigos del poder pontificio. Nuevas concesiones del emperador y su hermano aumentaron su osadía, y una imprudencia del duque de Brunswick, fogoso y arrebatado católico, dio ocasión a los confederados de Smalkalde para hacer con buen éxito un ensayo de su valor y de sus fuerzas materiales. Así se atrevieron luego a negarse a reconocer la jurisdicción de la cámara imperial (1543), mientras no se les dieran seguridades respecto al ejercicio y prácticas de sus nuevas doctrinas.

Los auxilios que el emperador les pidió y ellos le otorgaron en la dieta de Spira (1544) para la guerra contra la Francia, y los debates públicos que en Alemania se les permitía tener sobre la cuestión religiosa, les daban a ellos tanta audacia como enojo al pontífice Paulo, que veía vilipendiada su autoridad, y no bien parada tampoco la del César. Por tanto, y por ser la necesidad de todos reconocida la celebración de un concilio general para atajar los crecientes progresos de la reforma y dar unidad y sosiego a la Iglesia, tan luego como se firmó la paz de Crespy, expidió el papa nueva bula convocatoria (19 de noviembre, 1544), para el concilio que había de reunirse en Trento el cuarto domingo de cuaresma del año siguiente. El emperador, que era el que más deseaba el concilio, mandó a todos los prelados de sus dominios que procurasen no faltar el día prefijado. Mas como en aquel tiempo estuviese congregada la dieta del imperio en Worms, presidida por Fernando a nombre del emperador su hermano, a quien el mal de la gota tenía detenido en Bruselas (1545), viose desde luego en ella la resistencia de los protestantes a reconocer el concilio, y a someterse al fallo de una asamblea convocada por el papa, no ya para discutir las controversias religiosas, sino para juzgarlas definitivamente. Reclamaban que se les conservasen las concesiones y derechos que se les habían otorgado en la última dieta, y hasta que esto se hiciese se negaban a prestar al emperador y su hermano los auxilios que les pedían para hacer la guerra al turco en unión con el rey de Francia, con arreglo al tratado de Crespy.

Poco adelantó Carlos con presentarse en Worms apenas estuvo un tanto restablecido, pues si bien para disimular sus miras y entretener con alguna esperanza a los protestantes señaló para principios del año próximo una dieta en Ratisbona a fin de terminar las contiendas, la persecución que había desplegado ya contra los luteranos en Flandes, la protección que dispensaba al cabildo de Colonia contra el arzobispo que quería introducir la reforma en su diócesis, la prohibición de predicar que hizo a los propagadores de la nueva doctrina en la misma ciudad de Worms, y sobre todo, la embajada que supieron haber enviado a Constantinopla proponiendo al Gran Turco la paz como para quedar desembarazado de toda otra atención, los convencieron de que estaba resuelto a obrar con rigor y a constituirse en exterminador del luteranismo. La muerte del duque de Orleans les hizo esperar que se renovarían tal vez las disidencias entre el emperador y el rey de Francia, pero no fue así, como hemos visto. Creyeron también que la investidura que el papa se atrevió a dar en aquel tiempo a su hijo Pedro Luis de los ducados de Parma y de Plasencia, desmembrando así el patrimonio de la Iglesia, indispondría y enojaría a Carlos con el pontífice; mas también en esto se vieron defraudadas sus esperanzas. Porque, si bien Carlos reprobó aquel rasgo de despotismo y de arbitrariedad y rehusó confirmar la investidura, el emperador y el papa estaban dispuestos a sacrificar sus resentimientos a trueque de poderse dedicar a la extinción de las doctrinas reformistas y de las sectas religiosas, que uno y otro miraban como el negocio de mayor importancia.

En tal estado se hizo la apertura del concilio de Trento (13 de diciembre, 1545), diferida por aquella causa desde el principio hasta el fin del año, bajo la presidencia de los legados del papa, que eran tres cardenales y tres obispos, sin que en aquella sesión se hiciera otra cosa que declarar hallarse reunido el concilio en nombre del Espíritu Santo, para gloria de Dios, extirpación de las herejías, reforma del clero y pueblo cristiano, y humillación de los enemigos de la Iglesia. Para la segunda sesión (7 de enero, 1546), hubo ya muy graves debates sobre el orden en que se habían de tratar las materias y someterse al examen y deliberación del concilio.

El emperador y los más de los obispos querían que se comenzara por tratar de la reforma de los abusos y de las costumbres antes que de lo relativo al dogma y a la fe, así por quitar a los herejes el pretexto con que se habían separado de la comunión católica, como porque de ese modo los decretos sobre la fe saldrían más autorizados y serían más respetados por los pueblos. Oponíanse a esto los legados presidentes con arreglo a las instrucciones que tenían del pontífice, alegando que debían ser primero las decisiones en asuntos de fe, porque la condenación de los errores contrarios era el objeto principal del concilio. Como un término medio y de conciliación entre estos dos pareceres, se propuso otro tercero, a saber, que en todas las sesiones se hablase primero del dogma, y después de la reforma, y este fue el que prevaleció y se adoptó.

Luego que los protestantes supieron la apertura del concilio, publicaron un extenso manifiesto protestando contra la reunión y exponiendo las causas que los determinaban a no reconocerla como legítima. Conocían el riesgo que sus doctrinas corrían de ser solemnemente condenadas; veían que el emperador estaba resuelto a hacer respetar con las armas las decisiones de aquella asamblea; para acordar los medios de conjurar el peligro se reunieron en Francfort los confederados de Smalkalde; pero faltaba a los reformistas la unión necesaria para resistir con fruto. Cruzábanse entre ellos encontrados intereses; hacíanse unos a otros inculpaciones; los dos más poderosos jefes de la liga, el elector de Sajonia y el landgrave de Hesse, andaban desacordes. El landgrave, el más impetuoso de todos y de más empuje, sostenía sin embargo que su única salvación era obtener el patrocinio de los reyes de Francia e Inglaterra, o confederarse con los cantones protestantes de Suiza. Mientras el elector, fanático luterano, se oponía abiertamente a hacer alianzas ni recibir auxilios de ningún príncipe ni estado que profesara doctrinas o principios que no fuesen los suyos, los del más puro luteranismo, y rechazaba con tenacidad toda protección de parte de quien no se ajustara en todos los puntos a sus creencias.

Hallándose en tal estado las cosas, sufrieron los protestantes un golpe mortal. El iniciador de aquella revolución religiosa, el primer predicador de la doctrina reformista, el famoso Martín Lutero, atacado de una fuerte inflamación en las vísceras, murió en pocos días y casi de repente en Eysleben (18 de febrero, 1546), próximamente al tiempo que los padres del concilio de Trento acababan de formular el símbolo y profesión de fe, tal como la habían fijado los sínodos de Nicea y Constantinopla y se cantaba en las iglesias, en la cual quedaba virtualmente condenada la doctrina luterana, y todas las demás sectas y herejías que de ella habían nacido{1}. Lutero tenía entonces sesenta y tres años. «Nunca ningún hombre, dice un historiador protestante, fue pintado con tan contrarios colores: los juicios de su siglo sobre su carácter tocaron los extremos.»

Sin embargo, por mucho que los escritores protestantes de aquel siglo y de los siguientes se hayan esforzado por realzar las prendas del gran reformador alemán, y por descubrir en el profesor de Wittemberg algunas cualidades eminentes, no han logrado probar que tuviese ni el talento privilegiado del innovador, ni menos las virtudes morales del apóstol. Sin negar a Lutero una capacidad activa, y una regular instrucción en las materias religiosas que entonces se controvertían, estaba lejos de ser ni un sabio ni un genio. Sus obras revelan mejor la altura que medía en punto a saber que los apasionados elogios de sus panegiristas, los cuales atribuyen sus defectos al mal gusto de su siglo. No era un hombre vulgar, pero las circunstancias le colocaron en una posición y le dieron una influencia que no hubiera podido imaginar jamás él mismo. Denunciador de un abuso público y lamentable, la materia de su predicación era a propósito para hacerle popular, y las imprudencias o la falta de política de sus adversarios e impugnadores le dieron aliento y le hicieron osado. Tan fuerte y vigoroso de espíritu como débil y miserable de cuerpo, no aparentaba, pero tenía la firmeza y la audacia del reformador, a tal punto, que sus más adictos escritores se ven obligados a confesar que «la confianza en sus opiniones rayaba en arrogancia, su valor en temeridad, su firmeza en obstinación, y su celo por confundir a sus adversarios en un furor que se exhalaba en injurias groseras{2}.» Y en efecto, Lutero en sus últimos años parecía haber renunciado a toda idea de decencia, de decoro y de urbanidad, pues ya escribiese contra los católicos, ya contra los reformistas disidentes, su pluma parecía estar mojada en hiel, y cada uno de sus escritos era una colección de insolentes burlas y de insultos de mal género, que los protestantes se esfuerzan por atenuar, buscando disculpa en cierta aspereza de estilo de que dicen adolecían por lo común los escritores de aquel tiempo{3}. Y sin embargo, este hombre inició una de las revoluciones religiosas y políticas más graves que ha experimentado la humanidad; ejerció por espacio de treinta años una influencia desmedida en Alemania, donde nada se hacía sin consultar o contar con Martín Lutero; hizo bambolear el antiguo y venerable poder de los papas, y alcanzó a ver el fruto de sus trabajos, y a presenciar en vida la adopción de sus doctrinas por una gran parte de Europa.

La noticia de la muerte de Lutero alegró, como era natural, a los católicos tanto como desalentó a los protestantes, y más en ocasión que el concilio de Trento, aumentado con bastante número de prelados, en su sesión cuarta (8 de abril), señalaba por reglas de la fe los libros del Antiguo y Nuevo Testamento, reconocidos por canónicos, la tradición trasmitida y conservada desde los apóstoles, la versión de las Sagradas Escrituras conocida con el título de Vulgata, prohibiendo interpretar el sagrado texto de otra manera que lo explica la Iglesia, único juez competente en materia de fe, con lo cual quedaban destruidos los fundamentos de la doctrina de Lutero. Al mismo tiempo el papa profería sentencia de excomunión y privación de todas sus dignidades eclesiásticas contra el arzobispo de Colonia, absolviendo a sus vasallos del juramento de fidelidad, por protector de la herejía luterana. Y por otra parte, el emperador, que hasta entonces había muy astutamente adormecido a los protestantes disimulando sus intenciones, libre ya de los cuidados del turco por una tregua de cinco años que había logrado ajustar con la Puerta Otomana, y movido además por el pontífice, pensaba ya en combatir con las armas la herejía, fiado también en los elementos de desunión de los príncipes protestantes del cuerpo germánico.

Y sin embargo, todavía en la dieta imperial que por aquel tiempo se celebraba en Ratisbona, y a cuya ciudad se trasladó Carlos desde Flandes, trató de encubrir sus verdaderos designios aparentando gran respeto a las decisiones de la asamblea en punto a las contiendas religiosas, y preguntando en un artificioso discurso qué medios convendría emplear para restablecer la unión en las iglesias de Alemania. Cuando el emperador hizo esta consulta, ya sabía cuál había de ser el dictamen de la mayoría de la dieta, que era de católicos, habiéndose abstenido de asistir por temor muchos protestantes. Así fue, que el único medio que le propuso la mayoría fue que se reconociese el concilio de Trento como la autoridad competente para resolver en todos los puntos y cuestiones religiosas que los dividían, y que se obligara a todos a obedecer sus decretos como reguladores infalibles de la fe. Contra este dictamen presentaron los reformistas una memoria, pidiendo nuevamente que se sometiesen las disputas a un concilio nacional que se hubiera de celebrar en Alemania con igual número de prelados de ambos partidos. No solamente desatendió Carlos, como era ya de suponer, esta propuesta, sino que despachó un cardenal a Roma para concertarse con el papa, y continuó haciendo sus preparativos de guerra, lo uno y lo otro no tan secretamente que al apercibirse de ello los protestantes no le preguntaran directamente sobre el objeto y fin de aquellas disposiciones bélicas. La contestación del emperador fue que levantaba tropas para asegurar la tranquilidad del imperio y hacer justicia castigando algunos rebeldes; mas aunque añadió que el que quisiese ser su amigo y leal servidor, no tenía por qué temer, antes sería protegido, la respuesta se hizo harto sospechosa a los diputados protestantes de la dieta, y saliendo de Ratisbona se retiraron a sus casas.

Poco trabajo le costó al comisario imperial conseguir que el pontífice y el emperador se aliaran para una guerra que ambos deseaban. El emperador se comprometió a poner en campaña un ejército suficiente para hacer que todos reconocieran el concilio y volvieran a la iglesia católica y a la obediencia a la Santa Sede, y a no transigir con los reformistas sin conocimiento del papa ni en perjuicio de su autoridad. Paulo III se obligó por su parte a poner y mantener a su costa por seis meses doce mil infantes y quinientos caballos, a conceder por un año al emperador la mitad de las rentas eclesiásticas de España, autorizándole además para vender de los bienes de las comunidades religiosas de este reino hasta el valor de quinientos mil escudos{4}, a depositar en el banco de Venecia una cantidad para los gastos de la campaña, y a emplear las armas espirituales contra cualquier príncipe que intentara oponerse a este convenio. Pero así como el papa tenía gusto y mostraba interés en hacer público el objeto de la alianza y de los aprestos militares, hasta expedir bula de indulgencia a favor de los que tomaran parte en la guerra contra los herejes, así el emperador continuaba asegurando y protestando que el objeto de la guerra no era de modo alguno religioso, sino político, y afirmábalo de tal manera que todavía le creyeron algunos protestantes, y los hubo que estuvieron dispuestos a prestarle su auxilio.

Los que no lo creían, que eran los más, se reunieron en Ulm para tratar decididamente los medios de resistir con las armas la guerra imperial y pontificia con que se veían amenazados. Sucesivamente invocaron la protección de Venecia, de Suiza, de Enrique de Inglaterra y de Francisco de Francia, procurando interesar a cada cual con razones de conveniencia análogas a su respectiva posición, pero nada alcanzaron. Venecia ni siquiera se atrevió a prestarles dinero, cuanto más a comprometerse a negar el paso por su territorio a las tropas pontificias o imperiales. El cuerpo helvético, compuesto de protestantes y católicos, se limitó a guardar una estricta neutralidad. Enrique VIII de Inglaterra, que acababa de ajustar la paz de Campe con Francisco I de Francia, les imponía condiciones que le hubieran hecho el jefe y el árbitro de la liga; y el monarca francés no tuvo por prudente concitar otra vez contra sí al emperador y al papa, y tampoco se atrevió a dar favor a los protestantes alemanes.

No desalentó a los confederados de Smalkalde el verse privados de todo auxilio exterior. Eran ya ellos muchos y se sentían fuertes. Contaban con el ardor y el entusiasmo religioso que inspira una nueva creencia cuando se la quiere sofocar violentamente, y así fue que a su llamamiento a las armas respondieron los protestantes del imperio alistándose en gran número, y con estos y con los alemanes que volvían licenciados de Francia a consecuencia de la paz con Inglaterra, llegaron a reunir en algunas semanas un ejército de setenta mil infantes y quince mil caballos, con ciento veinte piezas de artillería. Los jefes de esta confederación eran el elector de Sajonia y el landgrave de Hesse, y los príncipes y ciudades que entraban en la liga eran el duque de Wittemberg, el príncipe de Anhalt, y las importantes ciudades de Augsburgo, Ulm y Strasburgo. El conde palatino, y los electores de Brandeburgo y Colonia, aunque protestantes, permanecieron neutrales, o engañados o intimidados por el emperador; y los hubo, como Juan y Alberto de Brandeburgo y como Mauricio de Sajonia, que profesando el luteranismo siguieron al servicio de Carlos creyendo en sus anteriores palabras de no atacar la reforma.

Aunque el emperador contaba con numerosos cuerpos de tropas de sus dominios de Italia, de Alemania, de España y de Flandes, y con los doce mil hombres de Roma, mandados por Octavio Farnesio, nieto del papa, era difícil su reunión por la circunstancia de hallarse interpuestos los estados protestantes. Había llamado además a don Álvaro de Sande que se hablaba en Hungría con un tercio de cerca de tres mil españoles, en cuyo valor y adhesión tenía su mayor confianza. Pero es lo cierto que se encontró el emperador por algún tiempo sin gente y casi solo en Ratisbona, ciudad en su mayor parte luterana, y que corrió gran riesgo y pudo haberse perdido, si los protestantes hubieran sabido aprovechar tan favorable ocasión para ellos; mas dejáronla pasar, y este fue su primero y más grave error.

Por el contrario, en vez de obrar con prontitud publicaron un manifiesto a toda la Alemania y dirigieron una carta al emperador (15 de julio, 1546), protestando de su lealtad y sumisión como a señor temporal, y preguntando todavía si tenía algún enojo contra ellos, y si los armamentos se encaminaban a resolver por la fuerza la cuestión religiosa. La respuesta del emperador a esta carta fue un edicto de proscripción contra el elector de Sajonia y el landgrave de Hesse, jefes de la confederación protestante, desterrándolos de Alemania y confiscándoles sus bienes, para lo cual se necesitaba una declaración de la dieta del imperio, no fundando todavía esta medida en motivos religiosos, sino en causas políticas, aunque expuestas en términos generales y vagos{5}.

Hízose ya con esto inevitable la guerra de religión en Alemania. La ciudad protestante de Augsburgo había roto ya las hostilidades, y el veterano Sebastián Schertel que mandaba las tropas de la ciudad, antiguo aventurero, hombre de humilde estirpe, uno de los que más se habían enriquecido en el saco de Roma cuando la tomaron los imperiales, y que a favor de sus muchas riquezas había llegado a ser uno de los grandes señores de Alemania, salió a impedir el paso a las tropas pontificias que se dirigían a Alemania por el Tirol, tomó dos fortalezas que dominaban aquellos desfiladeros, y aún se hubiera apoderado de Inspruck, si el elector de Sajonia no hubiera cometido el error de llamarle, con lo cual quedó al ejército pontificio la entrada libre en Alemania. La desacertada conducta de los dos jefes de los protestantes, el elector de Sajonia y el landgrave de Hesse, que por otro error compartían entre sí la autoridad y el mando, las disidencias que produjeron sus diferentes miras y encontrados caracteres, las envidias, los odios y las desobediencias a que dieron lugar entre los confederados, no solo fueron causa de que el numeroso ejército de los protestantes malograra los primeros momentos que tan propicios se le presentaron hasta para haber arrojado de Alemania al emperador, sino que de intento parecía haberse propuesto dejar que las huestes imperiales que de tan opuestos puntos acudían se reunieran tranquilamente donde más podía convenirles. Así, no solamente el ejército del papa llegó salvo y casi sin tropiezo a Lanshut (agosto, 1546), sino también seis mil aguerridos soldados españoles de los formidables tercios de Nápoles. Aunque el ejército imperial era todavía bastante inferior en número al de los protestantes, llevábale ventajas inmensas en la disciplina y el valor de los soldados, en la inteligencia práctica de los jefes, y en la confianza que le infundía la presencia del emperador, el más activo y el más hábil de todos{6}.

Viéronse muy pronto los resultados de estas ventajas. El emperador, que supo aprovechar bien el tiempo que le dieron para aumentar la guarnición de Ratisbona, se había trasladado a Ingolstadt, ciudad de Baviera, a la margen izquierda del Danubio, y establecido allí su campamento, circundado de una pequeña trinchera. Allá se encaminó el ejército protestante en número de ochenta mil hombres, con ciento treinta piezas de artillería. Tal confianza llevaba el Landgrave en sus fuerzas, que había prometido a los coligados que antes de tres meses Carlos V estaría preso o arrojado de Alemania. En todas las banderas de los luteranos se leían inscripciones y lemas latinos sacados de las Sagradas Escrituras, alusivos a la lucha religiosa, y escogidos todos para ostentar cierta arrogancia amenazadora, tales como los siguientes: «Si Deus pro nobis, ¿quis contra nos? Si Dios nos ayuda, ¿quién podrá con nosotros?– In libertatem vocati estis, fratres. Hermanos, llamados sois a ser libres.– Ab Aquilone venient liberatores tui. Del Septentrión vendrán tus libertadores.– Væ vobis, Scribæ et Pharisæi! ¡Ay de vosotros, Escribas y Fariseos!{7}»

El emperador, que conocía bien la índole del numeroso ejército enemigo, y fiaba en que todo aquel ardor acabaría pronto por destruirse los mismos coligados dividiéndose, se había propuesto esperar en su campo a ser acometido. Avanzaron en efecto los confederados en orden de batalla; parecía que aquellas masas iban a arrollarlo todo; y sin embargo, el emperador, ordenado su ejército, esperaba tranquilo. Sus generales tenían orden expresa de no romper ni empeñar la acción, y sus soldados, la de permanecer como inmóviles, sin salirse nadie de su línea. Los confederados no se atrevieron a asaltar las trincheras: en cambio, hicieron jugar con estruendo horrible sus ciento treinta cañones, lanzando cada día al campo imperial ochocientas o novecientas balas. En medio de tan terrible fuego admiraba ver al emperador recorrer a caballo todas las filas, animando jovialmente a todos, hablando a cada cuerpo en su idioma, y cuidando de que nadie por nada se separase una pulgada de su línea. Los mismos protestantes, con ser alemanes, se asombraban de aquella impasibilidad. Cenando una noche los generales de la liga, tomó el landgrave una copa, y brindó diciendo: «Schertel, brindo por los que hoy ha muerto nuestra artillería.– Señor, contestó Schertel, yo no sé los que hoy habremos muerto, pero sé que los vivos no han perdido un palmo de terreno.» Finalmente, desesperados los protestantes, y temerosos de que llegara un refuerzo de catorce mil flamencos que iba marchando hacia el campo imperial, tuvieron por oportuno retirarse (1.° de setiembre, 1546), con el desconsuelo de haber visto frustrada su primera tentativa, y malogrado todo aquel ostentoso y arrogante aparato{8}.

Ni aún siquiera lograron impedir que se incorporaran al ejército de los católicos los diez mil infantes y cuatro mil caballos que de los Países Bajos conducía el conde de Buren, bien que tuviera este general que salvar mil peligros a fuerza de celeridad y de astucia. Con este refuerzo tomó el emperador la iniciativa, y sin comprometerse en formal batalla emprendió una serie de operaciones que le fueron haciendo dueño de varias ciudades del Danubio, Neubourg, Dillingen, Donawert, Nordlinga, y otras de más o menos importancia, y costándole escaramuzas y combates más o menos fuertes, generalmente, aunque no siempre, con próspera fortuna, en lo cual invirtió el otoño de aquel año. De tal manera fatigó y hostigó a los protestantes, que sus dos jefes, el elector y el landgrave, tuvieron por bien escribir una carta al marqués de Brandeburgo para que hiciese al emperador proposiciones de paz bajo ciertas capitulaciones que ofrecían en materias de religión. La respuesta de Carlos fue que trataría de paz siempre que antes pusieran en sus manos sus dominios y personas. Volviéronle a escribir, que siendo como era negocio tan grave podían conferenciar sobre ello largamente en el lugar y punto que él se sirviese señalar. Carlos les hizo repetir la contestación primitiva, sin añadir más palabra, y prosiguió con la misma actividad la guerra, y les fue tomando otras poblaciones.

Uno de los personajes que ayudaron más a los triunfos y prosperidades del emperador en esta guerra fue el joven duque Mauricio de Sajonia. Protestante por convicción, pero especulador y ambicioso, calculó que saldría más ganancioso uniéndose al emperador, aunque fuese a costa de pelear contra sus propios correligionarios, por lo menos hasta sacar el partido que se proponía, y celebró un convenio secreto con Carlos, por el cual él se obligaba a servir como fiel vasallo al César, y éste le prometió hacerle dueño de los dominios del elector de Sajonia. Ignorante el elector de este inmoral tráfico, cuando partió para la guerra dejó con la mejor fe encomendadas a Mauricio sus posesiones. Con arreglo a una inicua estratagema concertada entre Carlos y Mauricio, el emperador le requirió que en virtud de la obediencia que como vasallo del imperio le debía, se apoderase inmediatamente de los dominios confiscados al elector, en conformidad al edicto de proscripción cuya copia le enviaba, so pena de hacerse merecedor del mismo castigo que el rebelde elector su deudo. Fingiéndose Mauricio forzado por un mandamiento que él mismo había sugerido, llevó adelante la superchería, reuniendo sus estados para consultarles la manera de dar cumplimiento al apremiante decreto imperial con el menor daño posible del electorado, y pintoles el caso con tales colores, que ellos mismos escribieron al elector proponiéndole, como el remedio más suave y menos peligroso, que él mismo diera su consentimiento a Mauricio para que tomara quieta y amistosa posesión de su señorío.

Aunque el elector y el landgrave rechazaron con indignación la propuesta, y trataron como a traidor y llenaron de vituperios a quien de tal manera faltaba a los principios religiosos, a la honra nacional y a la confianza de depositario, Mauricio no retrocedió, y después de llevar el artificio hasta donde pudo, apeló abiertamente a la fuerza para la consumación de su proyecto. Levantó cerca de doce mil hombres, y mientras el rey de Romanos con sus bohemios y sus húngaros caía sobre una parte del electorado, él combatía por la otra las escasas tropas que había dejado el elector, y se apoderaba del resto, a excepción de algunas plazas fuertes que no pudo rendir. Semejante conducta hizo a Mauricio objeto de abominación para todos los protestantes; y rebosando de ira y encono el elector de Sajonia por lo que a él más especial y directamente tocaba, no pensó ya sino en apagar el fuego que estaba devorando su casa y en castigar la villanía, siquiera perjudicara a la causa común desmembrando el ejército de la confederación. No se atrevieron los coligados a negarle lo que para tan justa satisfacción pedía, y en su virtud una gran parte del ejército marchó con el elector a Sajonia, quedó otra parte para defender la alta Alemania, y muchos capitanes y soldados, desalentados con esta deserción y previendo que iba a caer sobre ellos todo el peso de la guerra en la estación cruda del invierno, determinaron regresar a sus provincias y se diseminaron,

De aquí las proposiciones de paz hechas al emperador, y las desdeñosas contestaciones de Carlos, como quien veía quebrantada ya y como disuelta aquella arrogante liga que se había presentado con ínfulas de acabar con su poder imperial y de expulsarle de Alemania. Continuó pues el emperador, como dijimos, apoderándose de las poblaciones. Entre ellas se le rindieron tres importantes ciudades imperiales, Nordlingen, Rottemberg y Halle, a cuyo ejemplo se sometió Ulm, una de las más fuertes de Suabia, y que había sido como el centro y cuartel general de los confederados, e hízolo en tan humildes términos que el emperador con toda su severidad no pudo menos de admitirla a su gracia{9}. Hasta de rodillas le pidió perdón el duque de Wittemberg; y la famosa ciudad de Augsburgo se entregó bajo las condiciones que Carlos quisiera imponerle, cuidando antes de aplacarle con arrojar de su seno al valeroso y veterano Schertel, el primero que había dado impulso al movimiento. Por este orden se le fue entregando a discreción todo el círculo de Suabia, y hasta las ciudades que por su distancia parecían correr menos riesgo, como Strasburgo y Francfort, participaron del terror general, y no tuvieron valor para esperar a que el peligro fuese más inmediato{10}.

Así, al comenzar el año 1547, y a los seis meses de campaña, en que el emperador ejerció y desempeñó hábilmente el oficio de general y mostró toda la superioridad de su genio, acabó Carlos V con la soberbia y famosa liga de los protestantes de Smalkalde, siempre sosteniendo sin embargo, que aquella guerra no había tenido un objeto religioso, ni de oprimir la libertad política ni la libertad de conciencia de los alemanes, sino únicamente hacer entrar en la obediencia a los príncipes revoltosos y díscolos del imperio. Duramente se condujo Carlos con las ciudades rendidas de la alta Alemania, no obstante las humildes súplicas con que se apresuraron a enviarle comisionados a implorar su perdón. Entre otros castigos que les impuso, fue uno el de las multas, por la necesidad que tenía de dinero. Ulm fue multada en 100.000 escudos; Memmingen en 50.000; en 80.000 Francfort; Augsburgo en 150.000; las demás en una suma proporcionada a su riqueza, y solo el duque Ulrico de Wittemberg pagó 300.000 escudos, después de haber entregado todas sus plazas, y sin que le valiera haberse arrodillado ante el emperador con todo su consejo. El elector y arzobispo de Colonia tuvo por prudente renunciar a su dignidad y señorío, y retirarse a la vida privada y profesar en la soledad la religión reformista, antes que exponer su iglesia y estado a las iras del emperador y del papa y a las desgracias de la guerra.

Hubiera Carlos V proseguido inmediatamente la campaña contra el elector de Sajonia, que había recobrado las posesiones usurpadas por el duque Mauricio, si graves motivos no le hubieran detenido aquel invierno en Ulm. Traíale fatigado la gota de resultas de los trabajos de la guerra. Para economizar gastos había despedido y enviado a Flandes el ejército del conde de Buren. Tenía ocupada mucha gente en guarnecer las plazas nuevamente conquistadas, y necesitaba cuidar del gobierno de las ciudades sometidas.

Por otra parte, el papa, papa, viendo que el emperador parecía haber cuidado más del afianzamiento de su autoridad en el imperio que de la extirpación de las herejías y del restablecimiento del culto católico; que nada le tocaba ni de las conquistas ni de las cuantiosas multas que había cobrado, y recelando haber contribuido ya demasiado al engrandecimiento del emperador, y que tal vez pensara en oprimir la Italia después de tener enteramente subyugada la Alemania, dio orden a su nieto Octavio para que se retirara con las tropas de la Iglesia, lo cual se ejecutó con no poco enojo de Carlos.

Tuvo, pues, que limitarse por entonces el emperador a enviar en socorro del duque Mauricio al marqués de Brandeburgo con una división de tres mil hombres, el cual se manejó tan torpemente, que en una batalla perdió casi todos sus soldados, y él mismo quedó prisionero del elector. A tener éste más actividad, hubiera podido apoderarse del mismo Mauricio; mas no era la energía su carácter, y tuvo todavía la debilidad de perder tiempo oyendo las proposiciones con que astutamente procuraba entretenerlo su mañoso adversario.

Paralizaba también a Carlos el cuidado en que le puso la famosa conspiración que estalló por aquel tiempo en Génova (enero, 1547), promovida por Fieschi, conde de Lavagno, contra los Dorias, el príncipe Andrés y su sobrino Joannetin; una de las conjuraciones más misteriosas y más terribles de que hablan las historias, que en una noche tenebrosa infundió el horror y el espanto en la ciudad y puso a dos dedos de un general trastorno la república, y que en aquella misma noche acabó con la muerte de Joannetin Doria y del conspirador Fieschi, aquel cosido a puñaladas por los conjurados, y este ahogado en el mar{11}. Como el senado de Génova, apenas tranquilizada la ciudad y restablecido el orden, escribiese al emperador noticiándole el suceso y pidiéndole auxilio para atacar la fortaleza de Montobbio donde se había refugiado Gerónimo Fieschi, hermano del conde, Carlos entró en cuidado, recelando que aquella conspiración estuviese protegida por príncipes extranjeros; y como supiese que el duque de Parma, Pedro Luis, hijo del pontífice, no era extraño a ella, ya por enemistad a los Dorias, ya por resentimiento que del mismo emperador tenía, sospechaba que el papa tampoco sería ajeno a aquella trama, y que tal vez se habrían todos concertado con el monarca francés para agitar la Italia de nuevo. Por esto, y por haber licenciado ya la mayor parte de sus tropas, no tenía por prudente moverse contra el elector de Sajonia, mientras no se cerciorara de que no estallaría en otra parte una revolución que le distrajera las pocas fuerzas con que se había quedado.

Mas tan pronto como de esto se aseguró, y luego que con la venida de la primavera templaron los crudos rigores del invierno, no tardó Carlos en proseguir personalmente la guerra contra el de Sajonia, incorporándose con su hermano Fernando y con el duque Mauricio, que impacientes le aguardaban, y cuyo resultado veremos en otro capítulo.




{1} Concilio Tridentino, Sesión 3.ª, 4 de febrero, 1546.

{2} Robertson, Hist. de Carlos V, lib. VIII.

{3} No sabemos cómo pueden disculparse insultos como el siguiente, y otros semejantes que pudiéramos citar. En el último libro que escribió contra la autoridad pontificia, dibujó con su propia mano la figura de un papa con el traje pontifical y con dos enormes orejas de asno: en derredor pintó como en actitud de estar en cónclave diferentes diablos con mitras presentando al papa los atributos de su poder, mientras otros le arrastraban con cuerdas al infierno.

Como prueba de su desmedida soberbia y presunción, citaremos solo la siguiente arrogante cláusula de su testamento: «Conocido soy en el cielo, en la tierra y en el infierno, y tengo la suficiente autoridad para que se me crea a mí solo, cuando Dios por su paternal misericordia me ha confiado, aunque miserable pecador, el Evangelio de su hijo, de modo, que muchos en el mundo le han recibido por mí, y me han reconocido por doctor de la verdad, despreciado el odio del papa, del César, de los reyes, príncipes y sacerdotes, como quien dice, de todos los demonios. ¿Por qué, pues, no ha de bastar para esta disposición y en cosa tan pequeña (el testamento) el testimonio de mi mano, y el poderse decir: “Esto escribió el señor Martín Lutero, notario de Dios y testigo de su Evangelio”? Notus sum in cœlo, in terra et in inferno, et auctoritatem ad hoc sufficientem habeo, &c.»

De la moralidad y de la continencia religiosa del fraile agustino, daban testimonio vivo los muchos hijos que dejó de su mujer la monja Catalina Bore.

{4} Produjo esto una gran polémica en España sobre si el emperador podía por sí y en virtud del breve pontificio tomar a las Iglesias y monasterios lo que les habían donado sus antecesores. Opusiéronse a ello principalmente los abades de San Benito y San Bernardo, y de tal manera esforzaron los monjes sus argumentos, que parece no se atrevió el emperador a llevar adelante la venta. Esta cuestión, que databa ya del año 1537, se reprodujo en 1544, y continuó después de Carlos V, haciendo el hijo lo que parece no se había resuelto a hacer el padre. Véase Sandoval, lib. XXVI, párrafo 34.

{5} Maimbourg, Hist. del luteranismo.– Seckendorf, id.– Sleidam, De statu religionis, &c., ab anno 1517 ad ann. 1555.– Lambert. Hort. de Bello Germánico.– Herbet, Hist. de Lut. VIII.– Rimer, Fœder.– Dumont, Corps Diplomat. IV.– Ávila y Zúñiga, Memorias sobre las guerras del emperador.– Robertson, Hist. de Carlos V, lib. VIII.– Sandoval, Historia del emperador, libro XXVIII, pár. 1 al‍ 11.

{6} Aquí había empezado ya a darse a conocer por su carácter duro y severo uno de los generales españoles del emperador, el duque de Alba, que tan célebre había de hacerse en el reinado siguiente. Cuando el de Sajonia y el de Hesse enviaron al campo imperial un paje y un trompeta, según costumbre, para notificar la declaración de guerra, fueron llamados a la tienda del duque de Alba, el cual les dijo, que la respuesta que debía darles el emperador era hacerlos ahorcar, pero que quería hacerles merced de las vidas, pues no se proponía castigar sino a los que tenían la culpa de todo, y les entregó el bando imperial de destierro y confiscación para que le enseñasen a sus amos. Sandoval, lib. XXVIII, párrafo 13.

{7} Venite, eamus (decía otra), occidamus bestiam magnam coccineam. Venid, marchemos a matar la gran bestia vestida de grana.

En otra se leía: Progenies viperarum, ¿quis vos liberabit a ventura ira? Generación de vívoras, ¿quién os librará de la ira que ha de venir sobre vosotros?– Y así en las demás.

{8} Aconteció en uno de estos días (el 31 de agosto) un caso digno de notarse, como prueba, así del rigor con que Carlos V hacia observar sus órdenes en el campamento, como de lo que era siempre el genio español en tales lances.

Ya hemos dicho que había prohibido bajo pena de la vida que nadie se saliese de su fila ni se moviese de su puesto. Esta misma orden había dado a unas compañías de arcabuceros españoles colocadas en el foso para contener la caballería enemiga. Sucedió, pues, que un tudesco, notable por su gigantesca estatura, se acercaba todos los días a los arcabuceros del foso, llamándolos cobardes, retándolos con aire de arrogancia a pelear con él, e insultándolos de palabra y con ademanes y gestos provocativos. Los españoles no podían moverse, con arreglo a la orden imperial: pero Martín Alonso de Tamayo, veterano de los del formidable tercio de don Álvaro de Sande, no pudo aguantar tanto insulto, y dijo a sus camaradas, que aunque le costara la vida, él había de enseñar al soberbio alemán quiénes eran los españoles. Y diciendo y haciendo, soltó su arcabuz, tomó una pica de otro, y a gatas y medio arrastrando por el suelo se salió hasta cuarenta pasos de la línea. Avisaron los centinelas al emperador, y le mandó llamar. Martin Alonso se hizo el sordo, y siguió adelante hasta acercarse al tudesco: entonces se arrodilló y rezó, muy devotamente tres Ave-Marías. Creyendo el enemigo que se arrodillaba de miedo, comenzó a mofarse de él: entonces Martín Alonso se levantó, enristró su pica, y apercibió a su contrario para la pelea. Embistiéronse réciamente los dos soldados hasta tres veces, y a la tercera arremetió el español con tal ímpetu y acierto, que introduciendo la pica por la gorguera del tudesco, le derribó en tierra con toda su mole; saltó sobre él Martin Alonso, y con su misma espada que le cogió, le cortó la cabeza; sacóle del pecho una larga bolsa que llevaba, y con la espada, la cabeza y la bolsa, se volvió a su campo con gran regocijo de los españoles.

Presentóse Martín Alonso al emperador pidiéndole merced de la vida. Pero Carlos, inexorable con los que traspasaban sus órdenes, sin tener en cuenta lo hazañoso del hecho, le mandó confesar y que le cortaran la cabeza. Intercedieron por él los maestres de campo y muchos caballeros y capitanes, y aun los nueve mil españoles que había en el campo estaban resueltos a no consentir que se quitara la vida a Martín Alonso, ya que no se premiaran sus servicios y hazañas. Noticioso el emperador del espíritu de sus tropas, cedió de su dureza, y otorgó el perdón al famoso Martín Alonso de Tamayo.

{9} «Nosotros, los de Ulm (le dijeron) conocemos el yerro en que hemos caído, y la ofensa que os hemos hecho, lo cual todo ha sido por culpa nuestra y de algunos que nos han engañado: mas juntamente conocemos, que no hay pecado, por grave que sea, que no alcance la misericordia de Dios, arrepintiéndose el pecador. Y por esto esperamos, que queriendo vos imitar a Dios, tendréis respeto a nuestro arrepentimiento, y nos recibiréis a vuestra misericordia. Y así, os pedimos por amor de la pasión de Cristo, hayáis piedad de nosotros, y nos recibáis en gracia, pues nos entregamos a vuestra voluntad, con determinación de serviros como buenos y leales vasallos, con las haciendas y la sangre, y con las vidas, como lo debemos a tan buen emperador.»

Con igual sumisión le hablaron después los de Augsburgo, y así las demás ciudades. La respuesta del emperador era otorgarles el perdón, sin perjuicio de las condiciones a que las sujetaba, que eran verdaderos castigos.

{10} Ribier, Lettres et Memoires d'Etat, &c.– Sleidan, De Statu religionis.– Camerar. Belli Smalkaldici commentar.– Hortens, De Bello German.– Ávila y Zúñiga, Comentarios sobre las guerras de Carlos V en 1546 y 1547.– Luden, Historia del pueblo alemán, continuac.– Sandoval, Hist. del emperador, lib. XXVII.– Robertson, Hist. de Carlos V, lib. VIII.

{11} Pueden verse los curiosos pormenores de esta famosa conjuración en Sigonio, Vita Andreae Doria, y en la Conjuración del conde de Fieschi, por el cardenal de Retz.