Parte tercera ❦ Edad moderna
Libro I ❦ Reinado de Carlos I de España
Capítulo XXVII
Triunfos del Emperador
El Concilio. El Interim
De 1547 a 1548
Nueva confederación contra Carlos V.– Enojo del emperador con el papa: trátale con dureza.– Traslación del concilio de Trento a Bolonia con gran disgusto del emperador: proceder de éste.– Prelados que quedaron en Trento.– Muerte de Francisco I de Francia.– Cómo juzgan a este monarca los franceses.– Marcha Carlos V contra el elector de Sajonia.– Pasa a nado el ejército imperial el Elba.– Batalla de Muhlberg.– Triunfo de Carlos y prisión del elector.– Le condena a muerte y le perdona.– Tratado de Wittemberg. -Domina Carlos la Sajonia.– Visita el sepulcro de Lutero.– Marcha contra el landgrave de Hesse.– Ríndesele el landgrave y le pide perdón.– Le humilla y ultraja Carlos V.– Conducta del emperador en la alta Alemania.– Multas.– Toma más de quinientos cañones y los distribuye en sus dominios.– Carlos en Bohemia.– Dieta de Augsburgo.– Horrible asesinato de Pedro Luis Farnesio, duque de Parma, hijo del papa.– Se da Plasencia a los imperiales.– Enojo del pontífice.– No halla quien le ayude a vengar la muerte de su hijo.– La Dieta de Augsburgo y el concilio de Trento.– Graves disidencias entre el papa y el emperador en lo relativo al concilio.– Insistencia de uno y otro.– Resolución que toma Carlos V.– El Interim.– Efectos que produjo en Alemania.– Carlos V en Flandes.– Llama allá a su hijo Felipe.
Todo parecía anunciar que la cuestión religiosa que entonces ocupaba con preferencia la atención del mundo estaba cerca de resolverse en favor del catolicismo, y por consecuencia, en conformidad a los deseos del pontífice, del emperador y de todos los amantes de la unidad de la Iglesia y del antiguo culto católico. La confederación protestante del cuerpo germánico que tan imponente se había presentado, había sido vencida y deshecha por las armas imperiales y pontificias reunidas; casi todas las ciudades reformistas del imperio habían vuelto humildemente a la obediencia de Carlos V, el representante y el campeón de la causa católica, y solo le faltaba someter a los dos contumaces jefes de la liga, el elector de Sajonia y el landgrave de Hesse, y esto porque le detenían las causas en el anterior capítulo expresadas.
Y en tanto que los protestantes habían sido de esta manera derrotados y abatidos en la lucha material de los combates y batallas, en el terreno de las doctrinas y de la discusión el concilio de Trento había continuado estableciendo los principios de la fe ortodoxa, y condenando en sus decisiones canónicas como herejías las nuevas doctrinas proclamadas por Lutero, Zwinglio, Calvino y demás apóstoles de la reforma. En las ocho sesiones celebradas por aquella venerable asamblea en 1546 y primeros meses de 1547 se había designado los libros sagrados que la Iglesia admitía por auténticos, fijado las autoridades que constituyen el dogma católico, establecido la única doctrina que la Iglesia reconoce como verdadera sobre el pecado original, el libre albedrío, la predestinación, los sacramentos en general, y otros importantes puntos dogmáticos, anatematizando en diversos cánones todo lo que en diverso sentido habían enseñado sobre estas materias los herejes antiguos y modernos; decretando además varias reformas en asuntos de disciplina y de costumbres, tales como la modificación de exenciones y privilegios de las órdenes regulares, la jurisdicción que sobre ellas habían de ejercer los obispos, residencia canónica, pluralidad de beneficios, y otros objetos de reforma que la pureza de la religión, la moral y la opinión pública reclamaban. Siendo, en verdad, no poco lamentable que así como en lo perteneciente al dogma se concordaban felizmente los padres del sínodo, no hubiera la misma dichosa conformidad en lo relativo a la reformación de las costumbres, suscitándose muchas veces disidencias sensibles entre la mayoría de los obispos de una parte y los legados del papa y algunos prelados de la otra, si bien venían a concertarse y convenir en prudentes transacciones{1}.
Mas aunque todo parecía ir marchando a gusto del papa y del emperador y en contra de la causa y de los intentos de los protestantes, la situación de Carlos V y aún la del mismo pontífice, estaban muy lejos de ser lisonjeras en marzo de 1547, cuando acababa de subyugar la alta Alemania y de someter a los confederados de Smalkalde; y no sin razón sospechaba él que en la misteriosa conjuración de Génova hubieran entrado más poderosos agentes de los que aparecían, y que fuese el preludio de otros más graves planes. Sus mismos triunfos le habían perjudicado, provocando contra sí los celos y la envidia de sus rivales y antiguos enemigos. Francisco I de Francia se sintió otra vez vivamente atormentado por la envidia al ver las prosperidades y el engrandecimiento del poder de Carlos, y conservando hasta el fin de sus días su inextinguible odio al emperador, envió emisarios a Alemania para reanimar a los protestantes; entabló correspondencia al mismo efecto con el landgrave y el elector de Sajonia; excitó de nuevo al Gran Sultán a que invadiera otra vez la Hungría; exhortó al papa a que reparase por un esfuerzo vigoroso la falta que había cometido en contribuir tanto al acrecimiento del poder imperial; trabajó por inducir a los venecianos a que entraran en una confederación general contra el emperador, representándole como un hombre que aspiraba a dominar y oprimir todo el mundo; avivó los resentimientos y quejas que el rey de Dinamarca tenía de Carlos, halagándole al propio tiempo con ofrecer la mano de la joven reina de Escocia para su hijo; instigó a los que gobernaban la Inglaterra en la menor edad de Eduardo VI{2} a que tomaran parte en la causa común y se declararan abiertamente en favor de los reformistas; reclutó tropas en la Suiza, y las levantaba y municionaba en sus reinos.
Constábale además a Carlos V, que el papa, pesaroso ya de haberle ayudado tanto, y no contento con haber hecho retirar sus tropas bruscamente y sin darle parte, se alegraba de las contrariedades que le promovía el rey Francisco, y él mismo le suscitaba cuantas podía, hasta negarle ya las rentas eclesiásticas de España que le había concedido. Cuya conducta enojó tanto al emperador con el pontífice, que trataba con las expresiones más duras, así a Su Santidad como a sus legados y nuncios, diciendo entre otras cosas, «que de allí en adelante pensaba acatar a San Pedro, pero no al papa Paulo;» «que así impedido como se veía, con un brazo gotoso y el otro sangrado, esperaba ir a acabar lo que le quedaba, y pues Su Santidad no le daba otra asistencia ni ayuda, en cuanto fuese a la jornada que pensaba hacer contra los protestantes, el nuncio y el legado irían en la primera fila para que diesen ejemplo a otros, y viesen el efecto que harían con sus bendiciones{3};» con otras frases ni más reverentes ni menos duras.
Aumentó el disgusto y el enojo del emperador la novedad ocurrida en el concilio de Trento y la determinación del Pontífice de trasladarle a Bolonia. Tiempo hacía que Paulo deseaba llevar el concilio a una ciudad de Italia. Con arreglo, pues, a sus instrucciones, y con motivo de haberse difundido la voz de que reinaba en Trento una enfermedad epidémica, propusieron los legados pontificios en la sesión octava (14 de marzo, 1547), que se hiciese la traslación a Bolonia, lugar sano, cómodo y poco distante. Por más que los obispos españoles se opusieron y protestaron, ya por no creer en el peligro del contagio, ya porque sabían el desagrado que había de causar al emperador, la traslación quedó decretada, y en su virtud se trasfirieron a Bolonia treinta y ocho prelados, si bien permanecieron en Trento otros diez y ocho italianos y españoles, súbditos del emperador. La medida, en efecto, no solo desagradó, sino que irritó tanto a Carlos V, que en una audiencia que sobre ello tuvo con el nuncio de Su Santidad, se desató en ásperas reconvenciones y en fuertes amenazas, hablando del pontífice con la acritud que hubiera podido hacerlo un protestante{4}.
Otro grave disgusto vino en este tiempo a aumentar los cuidados del emperador, a saber, el levantamiento de la ciudad y reino de Nápoles, producido por la resistencia tenaz de los napolitanos a admitir en su reino la Inquisición de España. Olvidado sin duda Carlos V de lo que en 1510 había acontecido en Nápoles cuando su abuelo el Rey Católico quiso establecer allí el Santo Oficio, habiendo tenido que desistir de su empeño por la violentísima oposición con que fue rechazado{5}, había dado orden al virrey de Nápoles don Pedro de Toledo, hombre generalmente aborrecido ya por su áspera condición y su tiránico proceder, para que instalase allí la Inquisición, tal como los Reyes Católicos la habían puesto en España. Por más que el virrey, no desconociendo el espíritu del pueblo intentó hacerlo con cierta maña y cautela, trasluciose su pensamiento, y el pueblo comenzó a alterarse, hasta el punto de protestar en alta voz y a gritos que antes se dejarían todos hacer pedazos que consentir la Inquisición en Nápoles. Tal fue la alteración, que con noticia que de ella tuvo el papa Paulo III, expidió un breve declarando pertenecer al fuero eclesiástico y a la jurisdicción apostólica el conocimiento de las causas de herejía, y mandando al virrey que se abstuviera de entrometerse en proceder contra los herejes por vía de inquisición{6}. Animáronse con esto los napolitanos; pero don Pedro de Toledo, que como dice un sabio español, «era más noble que de buena condición,» porque no dijeran que se dejaba vencer del papa, llevó adelante su terquedad, y procedió a nombrar inquisidores.
Después de muchas y muy agrias contestaciones y amenazas que esto produjo entre el pueblo y el virrey, tumultuose un día la población entera (enero, 1547), y agrupándose en la plaza, nobles y plebeyos juraron unirse y ayudarse para resistir el establecimiento del tribunal inquisitorial y todo lo que fuese contrario a sus libertades, depusieron al conservador y a los del consejo de la ciudad, y dieron el oficio de conservador al famoso médico Micer Juan de Sessa, hombre de gran prestigio en el pueblo. A vista de tan imponente actitud, el virrey, que se hallaba en Puzol, halagó y aquietó mañosamente a los sublevados, asegurándoles y protestando que no se volvería a hablar más de aquel negocio. Mas cuando observó que el pueblo descansaba ya confiado y tranquilo, mandó abrir proceso contra los promovedores del pasado disturbio. Otra vez se apoderó la inquietud de los ánimos. En esto aconteció que por delante de un grupo de cinco nobles mancebos pasó un corchete llevando preso un hombre que había sido criado del padre de uno de ellos, y como el conducido gritara: «¡Señores, que me llevan preso por la Inquisición!» los jóvenes se lanzaron sobre el alguacil, y le arrebataron el preso. Pero ellos a su vez fueron llevados a la cárcel por el regente de la vicaría. Noticioso de este hecho el virrey, montó en cólera, partió apresuradamente de Puzol a Nápoles, y sin forma de proceso hizo ahorcar dentro de la prisión a tres de los jóvenes, que ninguno pasaba de diez y siete años, mandó arrojar sus cadáveres a la calle, y publicó un pregón ordenando que nadie fuera osado a enterrarlos ni recogerlos sin expresa licencia suya.
Proceder tan inhumano, imprudente y despótico (que al mismo emperador cuando lo supo pareció injustificable demasía) indignó a todos los habitantes de Nápoles, la ciudad se puso en armas, se tocaron las campanas de todas las iglesias, se paseó por las calles un crucifijo, obligando a cuantos se encontraba a jurar sobre él unión para resistir al virrey, se enarboló el estandarte imperial y se gritaba: «¡Viva el emperador, y muera el virrey y los malos ministros!» Don Pedro de Toledo, cuya vida se vio muy en peligro, lejos de buscar un medio para ir templando el furor popular, mandó disparar contra el pueblo la artillería gruesa de los tres castillos, haciendo estrago grande en edificios y personas, y que de uno de ellos salieran los arcabuceros con orden de matar a cuantos encontraran con armas. Tres días seguidos duró la pelea y la matanza en las calles, hasta que cansados unos y otros, e intercediendo buenos medianeros se asentó tregua por unos días prometiendo el virrey no castigar a nadie hasta que se diese cuenta al emperador. El virrey y la ciudad, cada cual por su parte, enviaron comisionados a Carlos V: entre los últimos iba el príncipe de Salerno. Pero antes que unos y otros regresaran, y sin respeto a la tregua, y sin género alguno de consideración ni de humanidad, volvieron a perseguirse y acometerse napolitanos y españoles, degollándose unos a otros con bárbaro furor.
Llegaron en esto las tropas que el virrey había pedido al duque de Florencia, y alzando al propio tiempo el destierro a todos los forajidos, «en un día entraron en Nápoles más de cinco mil ladrones, homicidas y otros facinerosos… No había hacienda segura, las calles amanecían llenas de cuerpos muertos…{7}.» Y la guerra que se siguió en las calles y dentro de cada casa de Nápoles entre habitantes, españoles, presidiarios y soldados, es cosa que no puede ni leerse ni contarse sin horror. Días y noches pasaron unos y otros saqueando, incendiando y degollando a su vez (julio y agosto, 1547). La insurrección se extendió a las ciudades de Capua, Nola y Aversa, y a toda la Tierra de Labor. En esto regresaron los comisionados con cartas del emperador, en que declaraba ser su voluntad que los napolitanos dejasen las armas y obedeciesen al virrey, y trayendo un perdón general, con excepción de treinta personas que debían ser juzgadas y sufrir la pena a que las sentenciase el tribunal. Duro se les hizo a los napolitanos, que tanto aborrecían al virrey, obedecer el bando en que se les mandaba entregar las armas y municiones dentro de tercero día. Pero la llegada de dos mil españoles al puerto los obligó a sucumbir más pronto; los más fueron haciendo su entrega; muchos huyeron de Nápoles, y quedó la ciudad medio despoblada. La infantería española salió a sujetar y castigar las demás poblaciones. Quedaba solo uno de los castillos de Nápoles, de que se habían apoderado los rebeldes, y que defendían con veinte y cinco piezas. Pero al fin se rindieron también, bajo el seguro que el virrey les dio de que intercedería con su majestad imperial, haciendo con ellos oficio de abogado más que de juez. La ciudad fue multada en cien mil ducados, y se prohibió a los naturales del país en la circunferencia de cuarenta millas de Nápoles usar ni tener armas blancas ni de fuego de ninguna clase. Muchos desampararon aquella hermosa tierra huyendo el rigor de la dominación imperial, y algunos, como el príncipe de Salerno, se pasaron a Francia.
Cuando tales disgustos y cuidados aquejaban a Carlos V, impidiéndole dar cumplido remate a su empresa de Alemania, su buena estrella le deparó el mayor desahogo y respiro que pudiera desear, con la muerte de su incansable rival y perdurable enemigo Francisco I de Francia, a quien acabó de destruir una vergonzosa enfermedad, fruto de su licenciosa y desarreglada vida (30 de marzo, 1547), a los cincuenta y tres años de edad y cerca de treinta y tres de reinado{8}.
Luego que el emperador tuvo noticia del fallecimiento del rey de Francia, y tan pronto como se vio libre de los cuidados e inquietudes que le estaba causando, emprendió sus operaciones contra el elector de Sajonia, se reunió al rey Fernando y al duque Mauricio que le esperaban sobre el Eger (15 de abril, 1547), y juntos se pusieron en marcha hacia el Elba{9}, donde se hallaban a los pocos días (22 de abril). Sorprendido más de lo que debiera el elector, se apresuró a cortar el puente cerca de Meissen, y a llevar su ejército por la derecha del río hasta las inmediaciones de Wittemberg, su capital, haciendo alto no lejos de la pequeña ciudad de Muhlberg. El río tenía por aquella parte trescientos pasos de ancho{10}, y el emperador andaba buscando un sitio por donde le pudiera atravesar. Presentole en esto el duque de Alba un paisano a quien los sajones habían robado dos caballos. y deseoso de vengar esta acción ofrecía a los enemigos enseñarles un vado por donde podrían franquearle. Mauricio le prometió en recompensa otros dos caballos y cien coronas de oro. Con esto al día siguiente, a favor de una espesa niebla, algunas compañías de arcabuceros españoles se metieron arrojadamente en el Elba por la parte que el labriego les señalara, y como a pesar de ser un vado les llegara el agua hasta el pecho, muchos de ellos se despojaron de cuánto llevaban encima, y echándose a nadar con los sables apretados entre los dientes ganaron unas barcas que los sajones habían empezado a incendiar y las llevaron al emperador. Cargáronse las barcas de arcabuceros que hicieron fuego al enemigo, mientras los jinetes llevando cada uno un peón a la grupa vadeaban el río. El guía llevaba de la brida el caballo del emperador; Carlos empuñaba una jabalina y vestía un magnífico traje. La tropa iba entusiasmada, viendo al emperador participar de los peligros del último soldado. Seguíanle el rey Fernando, el duque Mauricio y el duque de Alba. Tan pronto como el emperador ganó la orilla opuesta se arrojó con los que habían pasado sobre los sajones sin esperar el resto de la infantería, marchando al combate con la confianza del triunfo.
Era domingo, y el elector se hallaba en el oficio divino en Muhlberg. Cuando le avisaron de que los imperiales pasaban el río, y poco después de que el mismo emperador estaba tan cerca, no acertaba a creerlo, ni tuvo tiempo ya sino para seguir su ejército que se retiraba a Wittemberg. Alcanzáronle los imperiales en las landas de Lochau, y aunque no había llegado aún la artillería ni una parte de la gente de a pie, el duque de Alba aconsejó el ataque y el emperador le ordenó. Aquel día no se conoció que Carlos V padeciera en su salud. Montado en un soberbio alazán, llevando en la cabeza un casco dorado, al pecho una brillante coraza, y blandiendo una lanza con la diestra, recorría las filas y alentaba a sus guerreros, más como un fogoso general que como el jefe y gobernador de un grande imperio. La victoria de aquel día fue una de las más completas que alcanzó Carlos. Al decir de los mismos historiadores alemanes, la infantería sajona, bien que pelease con valor, se dejó envolver y acuchillar por la caballería imperial, al grito para ella terrible de ¡Hispania! ¡Hispania! Cubriose de cadáveres sajones una larga extensión de terreno desde Kossdorf hasta Falkembourg. El mismo elector, que habiendo dejado el carruaje en que acostumbraba a ir (porque apenas podía cabalgar), montó un caballo frisón por ver de acelerar su fuga, fue alcanzado por la caballería ligera, y herido de un sablazo en la mejilla izquierda por un soldado húngaro. Aunque bañado el rostro en sangre, no quería rendirse; pero al fin se entregó a un caballero alemán de la hueste del duque Mauricio, el cual le presentó al duque de Alba, y éste al emperador, que le recibió con aire severo y adusto. Generoso y clementísimo Emperador, le saludó el prisionero.– ¿Con qué ahora soy, le interrumpió Carlos, vuestro emperador clementísimo? Mucho tiempo hacía que no me nombrábais así.– Soy el prisionero de Vuestra Majestad Imperial, continuó el elector, y espero se me respetará y tratará como príncipe.– Se os tratará como merecéis, le contestó bruscamente Carlos, y le volvió la espalda. El rey de Romanos le dijo palabras todavía más ultrajantes, y el desgraciado prisionero siguió sin replicar la escolta que le condujo al campo del duque de Alba{11}.
Al dar parte de esta batalla escribía el emperador imitando el célebre, Veni, vidi, vici, de César: «Vine, vi, y Dios ha vencido.» Después de dos días de descanso marchó sobre Wittemberg, capital de la Sajonia y una de las ciudades más fuertes de Alemania. Defendíala con buena guarnición la esposa del elector, Sibila de Cléves, mujer distinguida por su valor y su talento, que pudo recordar a Carlos V en Wittemberg a doña María Pacheco, mujer de Juan de Padilla, en Toledo. Pero el príncipe sajón no había muerto como el capitán castellano, y esto inspiró al emperador la idea de emplear un expediente indigno de su grandeza para intimidar y ablandar a la esposa de su ilustre prisionero. Careciendo de elementos para tomar la ciudad, por más que ligeramente le hubiera prometido el duque Mauricio proporcionárselos, y viendo que Sibila contestaba con heroica altivez a sus intimaciones de rendición, envió un heraldo a decir a la ilustre princesa y a sus hijos (el mayor de los cuales había sido herido en la batalla), que si no entregaban la ciudad, haría juzgar al elector, y les enviaría la cabeza del esposo y del padre. Y para hacerles ver que no era una simple amenaza, mandó formarle proceso, no con arreglo a las leyes del cuerpo germánico, sino encomendándole a un consejo de generales italianos y españoles, presidido por el duque de Alba. El terrible tribunal después de breves trámites consideró al elector como convicto de traición y rebeldía, y le condenó a ser decapitado.
Jugando al ajedrez se hallaba el sentenciado, con su compañero de prisión Ernesto de Brunswick, cuando se le comunicó la sentencia. Oyola sin turbarse, y creciendo con la desgracia su grandeza de ánimo: «¡Quiera Dios!, dijo, que esta sentencia aflija a mi esposa y a mis hijos tan poco como a mí me intimida, y que no renuncien a los títulos y posesiones a que los destinó su nacimiento porque yo viva unos días más.» Y prosiguió jugando tranquilamente su partida. Otra impresión hizo en su esposa la noticia del rudo fallo del tribunal. La idea de la sangrienta ejecución la horrorizaba, y cayendo de ánimo aquella mujer varonil, el ansia de salvar a su esposo la hizo ceder, hasta enviar mensajes al emperador para que fijara el precio de la vida del desventurado príncipe. Intercedían al mismo tiempo en su favor el duque de Cléves, el elector de Brandeburg, y muy principalmente el duque Mauricio, por el interés que tenía en no acarrearse la odiosidad de toda la Sajonia, cuyo país se reconquistaba para él. El mismo sentenciado, tan animoso e impasible hasta entonces, no pudo resistir a las súplicas y a las lágrimas de su esposa y de sus hijos. Y como el emperador hubiera hecho acaso pronunciar la sentencia, más con el fin de intimidar que con ánimo de ejecutarla, hízole por último merced de la vida bajo las duras condiciones siguientes.
La dignidad electoral de Sajonia quedaría en manos del emperador para disponer de ella a su voluntad: –serían entregadas al mismo tiempo las ciudades de Wittemberg y Gotha: –el margrawe Alberto de Brandeburg sería puesto en libertad sin rescate: –el elector renunciaría para siempre a toda alianza contra el emperador y rey de Romanos: –reconocería y obedecería los decretos de la cámara imperial: –permanecería prisionero del emperador todo el tiempo que este quisiere retenerle. En cambio el emperador le dejaba la vida, y le señalaba para su manutención la ciudad y territorio de Gotha, con una pensión de 50.000 florines, obligándose también a pagar sus deudas. Quiso además imponerle la condición de someterse a los decretos del papa y del concilio de Trento, pero en esto le halló tan inflexible, que no hubiera vacilado en renunciar a la vida antes que a sus creencias, lo cual obligó al emperador a ceder sobre este punto, y los españoles mismos admiraron y respetaron su entereza{12}.
Entregose, pues, la capital de Sajonia a las tropas del emperador, y ondearon en cuatro puntos de la ciudad las banderas imperiales (19 de mayo, 1547). Tanto como hasta entonces había sido Carlos V duro y severo, mostrose luego indulgente y hasta galante. Los sajones se maravillaron de las atenciones que guardaba al príncipe elector, a quien servían en el pabellón del duque de Alba los grandes de Castilla. Su esposa se presentó al César vencedor en traje de luto, y Carlos, no solo la trató con amabilidad, sino que imitando la conducta de Alejandro con la madre y la esposa de Darío, pasó al día siguiente a visitar en su palacio a la duquesa, y permitió al elector que pasara unos días con su familia. Mostró al propio tiempo Carlos V una extraña tolerancia religiosa. En la capilla del castillo vio el sepulcro de Lutero. Cuéntase que el duque de Alba y algunos otros le aconsejaban que hiciera desenterrar y reducir a cenizas su cadáver, y que él respondió: «Dejadle reposar; ya ha encontrado su juez; yo hago la guerra a los vivos y no a los muertos.» Con esto, y con poner al duque Mauricio en posesión del electorado y gobierno de Sajonia, partió de Wittemberg para Halle a atacar al landgrave de Hesse, el segundo jefe de la liga protestante, y único que le faltaba subyugar.
Por fuerte que quisiera mostrarse el landgrave, érale imposible resistir al inmenso poder del victorioso emperador. Mas la circunstancia de ser yerno suyo el duque Mauricio, hizo que éste, en unión con el margrave de Brandeburg, se interpusieran y mediaran entre él y el César. «Bien, dijo un día Carlos a los activos mediadores, si el landgrave se entrega a discreción y suscribe a todas las condiciones que yo le proponga, no le tomaré su territorio y le dejaré la vida y la libertad.» Las condiciones eran: ponerse llanamente en sus manos, y venir a su presencia a pedirle humildemente perdón; prestarle juramento de fidelidad; reconocer la cámara del imperio; demoler todas las fortalezas de su estado; poner en libertad a Enrique de Brunswick; pagarle 150.000 florines de oro para indemnización de gastos de guerra, y otras por este orden, y semejantes a las que había impuesto a Juan Federico de Sajonia. De tal modo confiaban los mediadores en la palabra del emperador, que se comprometieron con el landgrave, en caso que no la cumpliese, a entregarse ellos mismos prisioneros a sus hijos{13}.
En esta confianza presentose el landgrave al emperador en Halle de Sajonia (19 de junio). Recibiole Carlos sentado en un trono, circundado de toda la grandeza alemana, italiana y española. El príncipe, puesto de rodillas delante del trono, mandó leer a su canciller, también en la misma postura, un discurso pidiendo humildemente perdón al César, y ofreciendo consagrarse enteramente a su servicio{14}. Contestole el emperador con otro, que leyó uno de sus secretarios, otorgándole el perdón, y ofreciendo no castigarle con muerte, como merecía, ni con prisión perpetua ni confiscación de bienes; y se despidió de él sin tocarle la mano, ni hacerle otra demostración de cortesía{15}. Aquella tarde comió el príncipe con el duque Mauricio y el de Brandeburg en casa del duque de Alba, y cuando se iba a retirar, le intimó el de Alba que quedaba prisionero, con gran sorpresa del landgrave y no menor de sus dos mediadores. En vano se quejaron estos, primeramente al de Alba, y después al emperador, exponiéndoles el compromiso en que, fiados de la palabra imperial, se habían empeñado, al propio tiempo que se esforzaban por justificar para con el landgrave su inculpabilidad. El emperador les respondió que ignoraba las obligaciones particulares que con el preso hubieran contraído, pero que él no le había ofrecido una absoluta libertad, sino solamente no tenerle en prisión perpetua{16}. Nada alcanzó a ablandar al emperador; ni las nuevas reflexiones, instancias y esfuerzos de los dos mediadores, ni las desesperadas quejas del landgrave, ni el resignado silencio que las reemplazó por consejo de sus amigos, ni la ejecución por su parte de todo lo pactado para ver de merecer la libertad; todo fue inútil, y Carlos V recorrió varias ciudades de Alemania llevando siempre consigo los dos príncipes prisioneros, el de Sajonia y el de Hesse, ofreciéndolos en espectáculo a todo el cuerpo germánico, y como haciendo gala y lujo de deprimir y afrentar a los vencidos, siquiera hubiese de exasperar con tal conducta a los pueblos que la presenciaban.
Iba Carlos V despojando de todos los medios de defensa las provincias sometidas, al modo de los emperadores romanos cuando aspiraban a enseñorear el mundo. Entre imposiciones y multas, ya como tributo, ya como castigo, les extrajo más de un millón y seiscientas mil coronas. Dejó desnudas de artillería las plazas rendidas; y de los cañones que recogió, en número de quinientos, hizo trasportar una parte a Flandes, otra a Milán, otra a Nápoles y otra a España, para que en todos sus estados viesen estos terribles y auténticos testimonios de sus triunfos. El papa, en una carta gratulatoria, aunque dictada sin duda más por la política que por el afecto, le lisonjeaba añadiendo a los títulos que ya tenía los de «Máximo, Fortísimo, Augusto, Germánico, Invictísimo y verdaderamente Católico.»
Allanada así la Alemania protestante, pasó Carlos V a Bohemia a dar favor a su hermano Fernando en las cosas de aquel reino, minado y conmovido también por la herejía luterana, y en que después de una lucha entre el pueblo y el rey, pugnando aquel por sostener la libertad política y adquirir la libertad de conciencia, y éste por sofocar la herejía y cercenarle sus antiguos privilegios, quedó al fin victorioso el monarca, mudando a su gusto la forma de gobierno, ensanchando las prerrogativas reales, y castigando con muertes, confiscaciones y destierros a los principales proclamadores de la libertad política y religiosa.
Vencida la rebelión armada de las provincias germánicas protestantes, faltábale al emperador hacerles reconocer la autoridad del concilio de Trento, y a este fin convocó la dieta imperial en Augsburgo, donde él se trasladó (setiembre, 1547), haciendo acuartelar dentro de la ciudad las tropas españolas y acantonando las demás en las aldeas comarcanas. Desde luego se apoderó de los templos, los hizo purificar, y restableció en ellos con gran pompa el culto católico. Concurrieron a esta dieta multitud de príncipes, embajadores y miembros del imperio. Juntáronse allí los tres hermanos, Carlos V, Fernando rey de Bohemia, y la reina viuda gobernadora de Flandes, María la Valerosa. Trataba ya el emperador, en vista de las dolencias que le fatigaban, de que su hijo Felipe, que había de sucederle en el reino de España que a la sazón en ausencia de su padre regía, le sucediese también en el imperio; y esto lo consultó con la reina María su hermana, que era princesa, como dice un antiguo historiador, «en quien cabían estas cosas y otras mayores,» la cual siendo del mismo parecer, se encargó de negociar con su hermano Fernando que quisiese renunciar aquella alta dignidad en su sobrino Felipe. Pero opúsose al pensamiento el rey de Romanos y lo resistió con tan fuertes razones, y mostró de ello tal pesadumbre, que no quiso el emperador que se tratase más de tal asunto.
Un acontecimiento terrible vino a complicar, apenas reunida la dieta, los ya harto enredados negocios religiosos y políticos de Europa. El hijo del papa, Pedro Luis Farnesio, duque de Parma y de Plasencia, enemigo del emperador por no haberle querido dar la investidura de aquellos estados, acababa de ser asesinado en la última de las dos ciudades (setiembre, 1547). La causa de tan lamentable suceso fue la siguiente. Culpábase al Farnesio de haber sido uno de los principales promovedores de la conjuración de Fieschi en Génova contra los Dorias, favorecidos del emperador. Indignado de tan inicua acción el príncipe Andrés Doria, e irritado además por la muerte que había costado a su sobrino Joannetin, sabiendo por otra parte cuán aborrecido era Pedro Luis Farnesio de sus propios súbditos por sus vicios y tiranías, tramó a su vez una conspiración contra él, de acuerdo con Fernando de Gonzaga, virrey de Sicilia, y en la cual no le fue difícil hacer entrar a varios nobles de Plasencia. La trama fue tan diestramente conducida, que llegó sin obstáculo a su ejecución y complemento. Sorprendieron un día los conjurados las puertas de la ciudadela de Plasencia donde el duque se hallaba, y a las voces de ¡muera el tirano! le cosieron a puñaladas, sin darle lugar, como dice un historiador, a que pudiera decir «¡Dios, valme!» Disparáronse tres cañonazos, y cuando al estampido del cañón acudió el pueblo a la ciudadela, vio ya colgado por los pies de una ventana del castillo el ensangrentado cadáver del tirano.
Tanto era el odio que el pueblo le tenía, que no solo no se compadeció nadie de él, sino que pueblo, senado y nobleza, todos celebraron el hecho, y nadie pensó en vengar su muerte. Por el contrario, dos días estuvo el cadáver arrojado en el foso de la ciudadela, y hubo dificultades para que quisieran darle sepultura. Los conjurados salieron proclamando ¡imperio y libertad!, y como verdaderos libertadores fueron acogidos por la población los autores del asesinato. Inmediatamente se dio aviso a don Fernando de Gonzaga, que en Cremona aguardaba la noticia del suceso, y avanzando con un cuerpo de tropas imperiales, tomó posesión de Plasencia a nombre de Carlos V, y restituyó a la ciudad sus antiguos privilegios{17}.
Solamente el pontífice Paulo III intentó vengar la muerte de su hijo, si bien todas las tentativas se le frustraron. Quejose primeramente al emperador, pidió que castigara a Gonzaga, y que diera el señorío de Plasencia a su nieto Octavio. Viendo que Carlos V no estaba en ánimo de desprenderse de la posesión de Plasencia, quiso ligarse contra el emperador con Enrique II de Francia, y el nuevo monarca francés no hizo sino entretenerle con palabras y promesas vagas. Provocó el odio de los venecianos contra Andrea Doria, y quiso que se le unieran para arrojar de Italia a los imperiales, y lo que sacó de estas negociaciones fue que el marqués de Massa que andaba en ellas fuera preso por Fernando de Gonzaga y decapitado en la plaza de Milán. Con esto se limitó a ahogar dentro del corazón su resentimiento y a disimularle.
Entretanto, habiendo propuesto el emperador a la dieta de Augsburgo el reconocimiento del concilio, había logrado a vueltas de mil dificultades, y a fuerza de maña y de sagacidad, que los príncipes del imperio, con gusto unos y por temor otros, se sometieran a las decisiones de aquella asamblea. Diose por desentendido de las condiciones que para ello exigían los diputados de las ciudades, y sin leerlas, y suponiendo su consentimiento como si aquellas no existiesen, les dio las gracias, ellos callaron, y bajo esta ambigua aprobación envió al papa una solicitud a nombre de todo el cuerpo germánico, pidiendo que se trasladaran los prelados de Bolonia a Trento y continuara allí el concilio sus sesiones. A fuertes, duras y nada respetuosas y sí muy lamentables contestaciones dio lugar esta lastimosa disidencia entre Carlos V y Paulo III (diciembre, 1547), negándose el pontífice y los prelados de Bolonia a volver a Trento y a reconocer lo que determinaran los obispos que se mantenían en esta ciudad, y protestando el emperador y los obispos y príncipes de su partido contra la validez de lo que se definiera en Bolonia, hasta hacerlo declarar así por medio de un embajador imperial enviado a Roma (enero, 1548), a presencia del papa, de los cardenales y de los ministros extranjeros{18}.
Amenazaba pues a la Iglesia un deplorable cisma: el pontífice no cedía en manera alguna; su nombre era odiado en Alemania, y no había que esperar que el cuerpo germánico se sometiera a las decisiones del concilio, mientras permaneciera en Bolonia, ciudad sujeta al papa, cuando tanto trabajo había costado que accediesen los alemanes a que se celebrara en Trento. En este conflicto, el emperador, que como protector de la Iglesia católica tenía muy graves deberes que llenar, y como jefe del imperio solemnes compromisos que cumplir; que conocía el espíritu del pueblo alemán; que temía una completa escisión y quería dar a la cuestión religiosa el giro más favorable posible en favor del catolicismo y sacar el partido más ventajoso que permitían las circunstancias, discurrió, creemos que con la mejor fe, apelar a un medio conciliatorio, que fue el de hacer redactar un sistema de doctrina, al cual se hubieran de conformar los pueblos hasta la definitiva decisión de un concilio tal como se deseaba. Encomendó esta obra a tres insignes teólogos, Sflug, Helding y Agrícola, los dos primeros católicos romanos, el tercero protestante. Convinieron estos en las bases y reglas de la doctrina religiosa, a excepción de dos puntos que el protestante quiso conservar para los de su partido, a saber, el matrimonio de los clérigos y la comunión bajo las dos especies, reconociendo por lo demás la potestad del papa, la misa, y hasta el símbolo de la fe católica. Adoptó el emperador este escrito, cuyo título era: «Declaración de S. M. imperial y real, que determina cuál ha de ser la religión en el santo imperio romano hasta la celebración de un concilio general.» Convocó la dieta para el 15 de mayo (1548), e hizo dar lectura de él para su aprobación. Este fue el famoso escrito conocido con el nombre de Interim{19}.
Levantose, apenas concluida la lectura, el arzobispo de Maguncia, presidente del colegio electoral, y dando las gracias al emperador a nombre de todos, declaró que quedaba aceptado el nuevo sistema de doctrina, y que haría guardar lo en él contenido, y el emperador lo tomó por aprobado, y disuelta la dieta mandó publicar el Interim en latín y en alemán para su observancia. Pero engañáronse en esto el emperador y el arzobispo. Ambos partidos se pronunciaron con igual violencia contra la doctrina del documento: los protestantes, por las máximas papistas que en él se sentaban; los católicos por los puntos luteranos que se conservaban en él, y porque no reconocían autoridad en un lego para dictar reglamentos en materias de religión. Tomose en la corte de Roma como una usurpación de la potestad eclesiástica, y había quien hablaba de Carlos V como de Enrique VIII, y el papa confiaba en que habría de durar poco un sistema que todos atacaban y ninguno defendía.
Mandó a pesar de todo el emperador que se ejecutara y cumpliera el Interim. Pero halló una declarada resistencia en la mayor parte de los príncipes del imperio, aun en los mismos amigos suyos; y no hubo medio de reducir al elector de Sajonia, a quien retenía prisionero, no alcanzando ni promesas ni amenazas, ni halagos ni rigor, a doblegar la firmeza de aquel inflexible luterano. Mayor fue todavía la oposición de las ciudades imperiales. Strasburgo, Constanza, Bremen, Magdeburgo y otras se negaron a admitirle. Propúsose Carlos hacerles respetar su autoridad, y usar de rigor con ellas. Marchó pues con las tropas españolas sobre Constanza, la combatió y rindió; obligó a sus habitantes a prestar juramento al Interim, y mudó su forma de gobierno. Ejecutó lo mismo en Augsburgo, en Ulm, en Spira, en Maguncia y en Colonia; y subyugadas así las ciudades de Alemania, bien que en los espíritus y en los corazones dejara concentrado el resentimiento, la indignación y el odio, volvió a los Países Bajos (setiembre, 1548), para hacer recibir también el Interim a las ciudades flamencas, llevando consigo como trofeos los dos prisioneros príncipes, el de Sajonia y el de Hesse, al último de los cuales dejó encerrado en la fortaleza de Malinas con guardia española{20}.
En Flandes supo el emperador que el concilio de Bolonia se había suspendido y prorrogado indefinidamente, y que los prelados se habían disuelto y retirado. El pontífice Paulo había creído prudente tomar esta medida, atendido lo crítico de las circunstancias. El emperador, por el contrario, mandó a los obispos de su partido que permanecieran en Trento, donde esperaba que algún día continuarían las sesiones, y prevaliose de la conducta del papa para seguir tratándole con dureza, y representarle como un hombre que no quería cumplir con los deberes de su alta dignidad y oficio{21}.
No había motivado el viaje de Carlos a Flandes el solo objeto de hacer aceptar la creencia interina a las ciudades renitentes de aquellos dominios. Tiempo hacía ya que su gota, sus dolencias, sus trabajos y padecimientos le habían hecho pensar, según hemos indicado, en hacer reconocer a su hijo Felipe por los estados de Flandes como su legítimo heredero. Llamole ahora allá, y aun envió al duque de Alba a buscarle, escribiendo al propio efecto a los nobles y ciudades de Castilla y de Aragón. En su virtud partió el príncipe de Valladolid (1 de octubre, 1548), dejando por gobernadores de España al archiduque Maximiliano de Austria y a su hermana doña María, que acababan de casarse, y era el de Austria su primo recién llegado. Embarcóse Felipe (19 de octubre) con magnífico y brillante cortejo en las galeras de Andrés Doria. Desembarcó en Génova, fue a Milán, atravesó una parte de Alemania, siendo en todas partes recibido con tales agasajos y festejos cuales rara vez se habían hecho a príncipe alguno, y así llegó a los Países Bajos, donde le dejaremos por ahora para dar cuenta de otros sucesos.
{1} Historia del concilio de Trento, por el cardenal Pallavicini.– Historia del mismo concilio, por Paolo Sarpi.– Canones et decreta æcumenici Concilii Tridentini, edición stereotípica de Leipsick, 1842.– Mendham, Memorias del concilio de Trento.– Koellner, De actis Concilii Tridentini.
{2} Enrique VIII de Inglaterra había muerto el 29 de enero de 1547, a los 57 años de edad y 38 de reinado.– «¡Nombre espantoso! dice de él un escritor al hacer un resumen de su biografía: ¡todos los caprichos del crimen sin freno encarnados en un déspota pedante y verdugo! Un reino trastornado, una religión mudada por un real decreto, porque los ojos de una dama de honor han agradado al campeón de la fe: seis mujeres sucesivamente arrojadas y maltratadas en su impuro lecho: Catalina de Aragón repudiada; Ana Bolena decapitada; Ana de Clèves afrentosamente despedida; Catalina Howart entregada al verdugo; los nombres más ilustres, las virtudes más brillantes, la anciana condesa de Salisbury, el cardenal Fischer, Tomás Moro, arrastrados al cadalso: ¡setenta y dos mil hombres, papistas y luteranos, fueron arrojados a las llamas con una espantosa imparcialidad por el rey pontífice, el protector y jefe supremo de la Iglesia anglicana!»
«Bajo el reinado de este príncipe, dicen en su cronología histórica los autores del Arte de verificar las fechas, no hubo otra religión ni otras leyes en Inglaterra que su voluntad y su pasión… Jamás príncipe alguno fue más absoluto; casi siempre costaba la vida al que se atrevía a oponerse a su voluntad. Se cuenta entre las personas sacrificadas a sus pasiones, dos reinas, dos cardenales, tres arzobispos, diez y ocho obispos, trece abades, quinientos priores, monjes y sacerdotes, catorce arcedianos, sesenta canónigos, más de cincuenta doctores, doce duques, marqueses y condes, con sus hijos, veinte y nueve barones y caballeros, trescientos treinta y cinco nobles menos distinguidos, ciento veinte y cuatro ciudadanos y ciento diez damas de condición. Todas estas personas, a excepción de las dos reinas, fueron condenadas a muerte por haber desaprobado el cisma, y los desórdenes del rey Enrique, aunque muchas veces les imputara crímenes para tener ocasión de hacerlas morir.»
Este inquisidor coronado de los protestantes no tenía por cierto que echar nada en cara al Torquemada de los españoles, antes le podía haber dado lecciones de crueldad, sin habérsele parecido en otras cualidades.
{3} Carta del emperador a don Diego de Mendoza, fecha 17 de marzo de 1547. Archivo de Simancas, Negociado de Estado, legajo núm. 644.
{4} «Y tornando el Nuncio (le decía a don Diego de Mendoza, dándole cuenta de esta audiencia) a repetir otra vez que en todo caso mandásemos a los perlados que están en Trento que fuesen a Boloña, por lo que tocaba a la autoridad del concilio y excusar el inconveniente que por ventura se podría causar de scisma, y pareciéndonos que lo había dicho de mala manera, le respondimos que no solamente a Boloña si fuese menester, pero que a Roma los haríamos ir, y los acompañaríamos con nuestra propia persona por asegurarlos; alargándonos en decir y encarecer la no buena intención y acciones del papa, juzgadas de todo el mundo por ser ya tan manifiestas. Y queriendo sacar el dicho Nuncio, y preguntándonos que qué mal hacía el papa, no le respondimos otra cosa sino que hacía de bien ninguna cosa; a que dijo de presto: «a lo menos atiende a vivir;» y Nos le respondimos que esto era la verdad, pues se sabía el estudio y cuidado que tenía de ello, y de engrandecer su casa y juntar dineros, y que por tener fin a esto, echaba atrás todo lo que tocaba a su oficio y dignidad; pero que Nos esperábamos en Dios, que aunque Su Santidad se descuidase desto y no quisiese ayudarnos, que él nos haría merced de enderezar y hacer lo que conviniese a su servicio, y aún por ventura mucho mejor de lo que Su Santidad querría… &c.»– Carta de S. M. a don Diego de Mendoza, fecha 25 de abril de 1547. Archivo de Simancas, Negociado de Estado, leg. 644, folio 87.
{5} Véase el tomo X de nuestra Historia, pág. 383, lib. IV, cap. XXV.
{6} Colección de Breves pontificios: Paulo III.
{7} Sandoval, lib. XXIX, párrafo 34.– Giann, Istor. di Napoli.
{8} Entre tan diversos juicios, más o menos apasionados o imparciales, como de este monarca se han hecho, nosotros nos limitaremos ahora a copiar algunos de los rasgos con que le dibujan los escritores de su mismo reino. «Francisco I (dice uno de ellos), no fue un grande hombre, pero alcanzó el título de gran rey. Este padre de las letras, que quiso romper todas las prensas de su reino, atrajo las mujeres a la corte. Esta corte literata, galante y militar, mezclaba con los amores las bélicas hazañas, y entonces tuvo principio el reinado de esas favoritas que fueron una de las calamidades de la antigua monarquía.»– «La edad, dice otro, apagó la sangre, las adversidades el espíritu, los azares el valor, y la monarquía desesperada no espera más que deleites. Tal era el rey Francisco, herido por las damas en el alma y en el cuerpo: la pequeña banda de madama de Etampes gobierna. Alejandro ve las mujeres cuando no tiene negocios, Francisco ve los negocios cuando no tiene mujeres.»– «Así terminó, dice otro, su carrera con una muerte innoble, el príncipe, que nacido con brillantes cualidades, y aun con algunas virtudes, arruinó la Francia, causó la destrucción de muchas de sus provincias, enconó con suplicios las querellas religiosas, protegió algunos hombres de letras, pero ahogó toda libertad de discusión, proscribió aunque momentáneamente la imprenta, introdujo en la corte, y por un fatal ejemplo en el reino, el libertinaje y la deshonra de las mujeres.»– «Este príncipe, dice otro, fue indiscreto hasta la imprudencia, ligero, imprevisor, que hizo las mujeres de su corte objetos de escándalo, y cuyo fausto le costaba tanto como la guerra.»– «Mr. Rœderer, dice otro, que ha compuesto sobre Francisco I una memoria, acaso severa, pero muy concienzuda, ha notado con razón que el historiador (Anquetil), hablando del monarca, ha cometido el renuncio de olvidar la crápula que manchó la vida privada de su héroe, su falta de fe, sus hábitos despóticos, su espíritu perseguidor, su crueldad en la tiranía. ¿Por qué ha olvidado el desprecio de las leyes del Estado, probada con la degradación de los cuerpos políticos y judiciales, con la imposición arbitraria de impuestos sobre la propiedad, con la usurpación del tesoro público, la opresión de las conciencias… &c.?» Así juzgan generalmente los escritores franceses al rey caballero.
Hemos tomado indistintamente y al acaso estos trozos, de Tabannes, Pierre Mathieu, Anquetil, Rœderer, Chateaubriand, Saint-Prosper, Du Bois, y otros de los que teníamos más a la mano.– Con más indulgencia que sus compatricios, le juzga nuestro Sandoval cuando dice: «Era el rey Francisco agraciado en muchas cosas, y así representaba bien la dignidad real. Y como de su natural fuese alegre, cortés, humano y tratable, ganaba muchas voluntades, y principalmente por ser muy liberal en dar… Era amigo de holgarse, dado a mujeres tan público, que sonaba mal… Gobernó bien, si no fue al principio, aunque cargó de muchos pechos sus reinos… Castigaba con rigor los herejes: ninguna culpa ni falta se le pudiera poner en esto, si no llamara los turcos en daño y escándalo de la cristiandad.» Libro XXVIII, párrafo último.
{9} El río Albis, que dice nuestro Sandoval.
{10} No treinta, como dice por equivocación Robertson.
{11} Descript. pugnæ Muhlberg, ap. Scard.– Hortens. De Bello german.– Heuter. Rer. Austriac., libro XII.– Sleidan, Historia de la Ref.– Relación de la batalla de Muhlberg, por el obispo de Arras, testigo ocular.
{12} Dumont, Corps Diplomat. IV.– Sleid. ubi sup.– Sandoval, lib. XXIX, pár. 23.– Robertson, libro IX.
{13} Estas condiciones las habían de firmar también el marqués de Brandeburg, el duque Mauricio, el conde Palatino del Rhin, y el Gran Maestre de Prusia.
{14} El discurso empezaba: «Serenísimo, muy alto y muy poderoso, victorioso e invencible príncipe, emperador y gracioso señor. Habiendo Felipe, landgrave de Hesse, ofendido en esta guerra gravísimamente a V. M…, &c.»– Se halla en Sandoval, lib. XXIX, párrafo 19.
{15} Cuentan las historias alemanas, que como el emperador creyese advertir que el príncipe se sonrió una vez, como maravillado de la humillante posición a que se veía reducido, dijo en flamenco alzando el dedo: «Vol, ick soll di lachen lebren: bien, yo te enseñaré a reír.»
{16} En efecto, en el documento consta así, pero algunos historiadores alemanes sostienen, que los ministros del emperador alteraron el texto del tratado al tiempo de copiarle.
{17} Pallavicini y Paolo Sarpi, en sus respectivas historias.– Leo et Rotta, Hist. de Italia.– El obispo Sandoval, después de referir el asesinato del duque Farnesio, añade: «Verdaderamente que los mayorazgos excesivos que se hacen con bienes de la Iglesia no tienen otros fines más dichosos. Este remate tuvieron los cuidados de engrandecer Paulo III a su hijo, y diole tanto, que en este año acabó la vida.» Hist. del Emperador, lib. XXIX, pár. 37.
Salazar, en las Glorias de la casa de Farnese, hablando de este príncipe, dice: «Siendo Paulo III en el pontificado de Julio II, legado de la Marca de Ancona, adquirió la amistad de una doncella noble, que dicen rindió con la promesa de matrimonio, suponiéndose uno de sus principales domésticos, y hubo en ella a Pedro Luis, a Vanucio y a Constanza Farnese, condesa de Santa Flora. Otros dicen que la madre de estos príncipes fue una señora romana de la casa Rufina, de antiquísima nobleza.» Refiere otras opiniones y añade: «La decencia de las personas causa siempre este silencio, y por eso no sabemos aún quién fue madre de Francisco Cibo, hijo de Inocencio VIII, y progenitor de los príncipes de Masa. No se sabe en quién hubo Julio II a Felice de la Rovere, señora de Brachano. En quién Gregorio XIII a Jacobo, duque de Lovaina, y en quien Clemente VII a Alejandro de Médicis I, duque de Florencia.» Casa de Farnese, pág. 34.
{18} Tenemos a la vista copia sacada por nosotros del Archivo de Simancas, de la carta que este embajador dirigió a Carlos V dándole cuenta de su entrevista y conferencia con el pontífice, ya sobre el negocio del concilio, ya sobre todos los demás asuntos entonces pendientes. (Negociado de Estado, legajo 875, fól. 2, Roma). Daremos por apéndice algunos de estos interesantes documentos para que pueda el lector formar idea de la energía de Carlos V y de sus agentes, y del modo como se trataban estas cosas entre el jefe de la Iglesia y del imperio.
{19} «Este fue el libro del Interim (dice nuestro obispo Sandoval), por el cual han querido calumniar tanto al emperador, y hacerle odioso y sospechoso en las cosas de la potestad del papa, diciendo que se metió en la jurisdicción del pontífice romano, a quien tocaba el nombramiento de las personas que habían de hacer esto. Y dicen ellos bien, si el papa y sus obras fueran recibidas en Alemania, pero aun su nombre era más que odioso, y jamás se acabara cosa con los alemanes por vía del papa… Lo cual (prosigue) el César como protector y defensor de la potestad apostólica, y capitán general de la Iglesia, pudo y debió hacer, cuando no bastaban las fuerzas del papa y se menospreciaban sus censuras.» Libro XXX, pár. 1.°
{20} Las únicas ciudades imperiales de consideración que no se sometieron a la voluntad de Carlos en lo del Interim, fueron Magdeburgo, Brène, Hamburgo y Lubeck.
{21} Conocido ya por algunos documentos que hemos citado el lenguaje que el emperador solía usar en las quejas del pontífice, creemos innecesario añadir otros en que le trataba con la misma o mayor acritud.